En la sala común de La Sílfide de Seda, Elaith Craulnober bebía a sorbos su cerveza mientras observaba cómo el personal preparaba el desayuno. En el aire flotaban buenos olores: pescado ahumado, gachas de avena endulzadas con miel y frutas secas, pan fresco y el penetrante olor de la madera de manzano que ardía. Era una taberna excelentemente gestionada y muy próspera. Elaith se había asegurado de ello. Había sido una suerte que su presa se hubiese refugiado en ese cubil en particular, aunque de todos modos el elfo habría dado con ella.
—Tu tarifa habitual —dijo, y colocó una pequeña bolsa de cuero encima de la mesa—. Buen trabajo, Zorn. Dale una propina al conductor que nos trajo hasta aquí tan rápidamente.
La bronceada manaza del mercenario pareció tragarse la bolsa cuando la alzó para calcular las monedas que contenía. Zorn era un humano fornido y de piel bronceada por los muchos años dedicados a vigilar caravanas. Aunque todo lo que tenía en fuerza bruta le faltaba en escrúpulos, a Elaith le divertía. La calva de Zorn contrastaba con un bigote y una barba negra rizada y muy poblada. Al elfo se le antojaba que el pelo emigraba hacia el sur en masa. En pocos años, si las cosas seguían de ese modo, Zorn tendría los pies tan peludos como un halfling.
—Sólo hay cuarenta monedas de oro —afirmó Zorn, hoscamente—. He tenido que pedir favores.
Elaith sintió cómo la irritación le estropeaba el humor. Ésa era la primera ocasión en la que el hombre se atrevía a sugerir que el pago no era suficiente. Era un precedente que el elfo no iba a permitir.
—Pues claro —repuso, como si estuviera explicando algo a un niño corto de entendederas—. Así es como consigues información, que es por lo que te pago, te recuerdo.
Zorn torció el gesto tras la barba.
—Apenas me disteis tiempo —se quejó Zorn—. He tenido que sacar de la cama a veinte hombres y más. Algunos me han pedido tarifa doble, y otros han jurado que no harían más tratos conmigo.
—Cálmalos con estas monedas y volverán a estar a tu servicio cuando yo te necesite a ti y tú a ellos.
—¿Sabéis lo que quedará para mí?
A Elaith se le acabó la paciencia.
—¡La vida, siempre y cuando dejes de gimotear ahora mismo!
El mercenario retrocedió. Un apagado rubor le floreció tras la barba y le tiñó el rostro de rabia contenida.
—Como digáis —masculló al mismo tiempo que alzaba su formidable corpachón de la silla.
Se despidió con una brusca inclinación de cabeza y abandonó la taberna. Elaith suspiró e hizo una seña a la menuda mujer que había contemplado atentamente la escena sentada en el guardarropa. La falsa criada se levantó y se escabulló del local en pos de Zorn. Le permitiría acabar con su tarea y luego se aseguraría de que fuese la última.
Era una lástima perder un informador tan bueno. Zorn gozaba de contactos entre los mercenarios de la ciudad y el gremio de los conductores de carruajes, y además se mostraba muy diestro en sonsacar o arrancar por la fuerza información a guardias contratados. No obstante, Elaith contaba con muchos otros espías. Sus administradores y tenientes entregarían al menos una docena de bolsas similares antes del mediodía, y ninguno de sus informadores conocía la existencia de los otros.
Ése era el modo de funcionar. Elaith concebía sus negocios como un caudaloso río subterráneo alimentado por multitud de pequeños arroyos que desembocaban en él. La pérdida de Zorn no tendría efectos importantes en conjunto, y Elaith había aprendido a no tolerar ni el más mínimo desafío. Sus sicarios le eran completamente leales porque sabían que recibían una buena paga y un trato justo, y porque eran conscientes del precio de la más mínima traición.
Elaith alzó la jarra en forma de mudo saludo al mercenario ausente y bebió en su memoria.
Cuando el blanco torbellino del teletransporte se desvaneció, Danilo se encontró de pronto en una habitación fría y oscura. Desde luego, no era eso lo que esperaba hallar en su lujosa casa de la ciudad, ni de Monroe, su capaz mayordomo halfling.
No obstante, estaba demasiado abatido para que le importara tamaña incompetencia doméstica. Por él, Monroe podía quemar la casa hasta los cimientos; le traía sin cuidado. Cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro.
—¿Qué estás haciendo aquí y a estas horas? —preguntó una voz masculina grave, furiosa y con un leve acento.
Era la voz de Khelben Arunsun.
Danilo abrió los ojos de golpe e inmediatamente los entrecerró para distinguir la alta figura oscura situada al otro extremo de la habitación.
—¿Eres tú, tío Khelben?
—Teniendo en cuenta que ésta es la alcoba de Laerel y que la espero de un momento a otro, eso creo. Vamos, explícate ahora mismo.
Rápidamente, Danilo conjuró un globo de luz con las manos; un hechizo muy sencillo. La reluciente esfera se materializó entre ambos. Una mezcla de luz y oscuridad reveló las facciones recias y severas del archimago de Aguas Profundas.
Khelben Arunsun aparentaba ser un hombre de mediana edad que conservaba su vigor, alto, fornido y musculoso. Aunque su cabello se batía en franca retirada, conservaba una mata espesa y con muy pocas canas. Llevaba una poblada y pulcra barba, con una distintiva raya plateada en el centro. Sobre los ojos, casi negros, las oscuras cejas se unían en gesto de consternación.
Pese a la tristeza que lo embargaba, Danilo vio la parte divertida de la situación.
—Tío, juro por Mystra que eres el único hombre vivo capaz de mostrarse temible vestido sólo con un camisón.
El gesto de malhumor del archimago se intensificó.
—Sólo un puñado de mortales pueden traspasar las barreras mágicas que protegen la torre. ¡Si deseas permanecer entre ellos, habla rápidamente y sin tonterías!
La lánguida sonrisa del joven se esfumó. Desde luego, Khelben se merecía alguna explicación, aunque a Danilo no se le ocurría ningún lugar, ninguna persona ni ninguna conversación que en ese momento le pareciesen más inoportunos.
—Un hechizo fallido, tío Khelben, nada más. Acepta mis disculpas. Me iré enseguida.
Pero el archimago no iba a dejarlo pasar.
—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo? ¿Embrujado? ¿Te has vuelto totalmente idiota? Ya me he enterado de la broma que gastaste en la fiesta de tu madre. La verdad, todo el mundo lo sabe.
—Tío…
—¡Y ahora esto! ¿No has provocado ya suficiente ira por una noche? Ya me imagino que a Cassandra no le hizo mucha gracia el truco de la flor celeste, ni tampoco a Arilyn. Si te empeñas en tus frívolas chanzas, te aconsejo que se las gastes a personas que no puedan tomar represalias. Además…
—Tío Khelben. —Danilo interrumpió la diatriba del archimago con tono áspero y levantando una mano—. Créeme, el hechizo de la flor celeste no fue una de mis bromas.
Y tampoco quería transportarme hasta aquí.
La cólera desapareció de la faz del mago para ser reemplazada por la inquietud.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Absolutamente.
Khelben cabeceó con lentitud sin apartar la vista del joven mago.
—Esto podría ser serio. Existen algunos objetos mágicos, aunque no muchos, gracias a Mystra, que pueden tener esos efectos. ¿Has comprado otra espada cantarina, o cualquier otra tontería por el estilo?
—No, nada de nada. ¿Es preciso que lo discutamos ahora?
El archimago se limitó a enarcar una ceja. Danilo suspiró y se resignó a exponer lo que sospechaba y lo que había hecho.
—Como sabes —empezó—, la magia de la hoja de luna de Arilyn no siempre ha sido estable.
—Muy cierto, y a tu alrededor percibo un aura de magia elfa.
Danilo estuvo a punto de confesar que también la magia de la hoja de luna estaba afectada, pero recordó las palabras de su madre, de Oth y de Regnet, así como las palabras de todos los que le habían desaconsejado que se guiara por sus sentimientos.
La idea de que Khelben se sumaría con todo su peso a esa opinión le puso furioso.
—No debes preocuparte —dijo, enojado—. No pediré a Arilyn que elija entre mí y la hoja de luna. Es la única cosa de este mundo, o de cualquier otro, que podría inducirme a renunciar a ella, por muy semielfa que sea. Si eso te ofende, te agradecería que te guardaras tu opinión.
Khelben lo miró con genuina sorpresa.
—¿Por qué debería ofenderme? Arilyn es una buena mujer; probablemente, mucho mejor de lo que te mereces.
No era la respuesta que Danilo esperaba.
—Entonces, ¿apruebas nuestra relación?
Los labios del archimago esbozaron una breve e irónica sonrisa e hizo un amplio gesto, que englobó toda la alcoba, hasta señalar el retrato de una maravillosa mujer de pelo plateado.
—¿Cómo no? —dijo al fin—. Supongo que sabes que la madre de Laerel era semielfa.
—No, no lo sabía.
De hecho, era muy poco lo que se sabía acerca de Laerel, una de las famosas Siete Hermanas.
—La madre de Laerel fue una mujer magnífica, aunque como tantos otros semielfos, entre ellos mi propio padre, no tuvo una vida fácil.
Las piernas de Danilo le flaquearon al oír eso y tuvo que sentarse en el borde del lecho de Laerel, desde donde contempló al archimago con asombro.
—¿Tu padre era semielfo? —inquirió, maravillado, sin apartar la mirada del mago del que descendía—. ¡Así pues, hay sangre elfa en la familia Arunsun! Lady Cassandra la lleva en sus venas y me la ha pasado a mí.
—Sí, es lo normal —replicó Khelben con una cierta irritación—. No obstante, a Cassandra no le gustaría saber que yo lo he dicho y mucho menos que tú se lo cuentes a alguien.
Danilo reprimió una sonrisa. Aunque Khelben Arunsun no era, tal como todos creían, el hermano menor de Cassandra Thann, inspiraba a la dama un temor reverencial.
—Tu secreto está seguro, y te agradezco que me lo hayas contado —dijo Danilo, de corazón.
No era más que un detalle, aunque se le antojaba que había dado con la clave de muchas de las incógnitas de su vida. Desde su niñez, se había sentido atraído hacia todo lo elfo sin saber el motivo. Entonces comprendió por qué una elfa había conquistado su corazón y por qué él respetaba tanto a los elfos que estaba dispuesto incluso a renunciar a ella si era necesario.
—¿Qué piensas hacer?
La pregunta del archimago le sorprendió, al igual que el amable tono con el que la había formulado. Por lo general, Khelben expresaba opiniones, impartía órdenes o formulaba preguntas para conseguir información, y era especialmente estricto con Danilo, por el cual se tomaba un asfixiante interés paternal. Sin embargo, el rostro habitualmente severo del mago reflejaba sincera preocupación. Todo ello instó a Danilo a hacer algo que no había hecho desde hacía años: pedir consejo.
—¿Qué me sugieres?
La mirada de Khelben voló al retrato de Laerel y volvió a posarse en el joven.
—Busca a Arilyn y aclarad las cosas. Si tus sospechas son ciertas y la magia de la hoja de luna es inestable, necesitará tu consejo y tu ayuda. No obstante, usa la magia con precaución. Tal vez deberías limitarte a ser un bardo hasta que toda esta situación se resuelva.
—Extrañas palabras viniendo de ti —murmuró Danilo.
—Nada de eso. La magia es un magnífico don, pero hay otras cosas más importantes.
—Me alegra oírtelo decir, mi señor —dijo una voz argentada detrás de ellos que sonaba divertida.
Ambos se volvieron y vieron a Laerel, que en modo alguno parecía avergonzada por haber escuchado la conversación, ni tampoco por el hecho de que apenas se cubría con más que su melena plateada. Tras dirigir una inclinación de cabeza a Danilo, sonrió a Khelben de una manera tan íntima que el joven se preguntó si realmente lo había visto.
—Debo irme —dijo levantándose.
Ninguno de los dos grandes magos de la Torre de Báculo Oscuro dieron señal de haberlo oído. Pese a la advertencia de Khelben, Danilo conjuró rápidamente un mágico sendero plateado y se confió a su trama y urdimbre. En esa ocasión, el hechizo funcionó y lo transportó a su estudio.
En el hogar ardía un débil fuego, y sobre la mesa situada al lado de su butaca favorita vio dispuestos pastelillos para el desayuno bajo una campana de cristal. No esperaba menos del capaz Monroe.
Danilo se dejó caer en la butaca y se frotó vigorosamente la cara con ambas manos. La inesperada entrevista con Khelben no le había dado muchas esperanzas. El archimago había mencionado que sentía magia elfa actuando. Arilyn y Elaith habían sido los únicos elfos presentes, lo cual señalaba a la hoja de luna como la fuente más probable de los problemas.
Cierto era que Khelben no le había aconsejado que se mantuviera alejado de Arilyn, pero había evocado a Laerel para apoyar su razonamiento, lo que distaba mucho de ser tranquilizador. No muchos años atrás, Khelben había sacrificado una parte importante de su poder para liberar a Laerel de la Corona de Astas, un pérfido objeto mágico que la había esclavizado. Danilo convenía en que Laerel bien valía cualquier sacrificio, al igual que Arilyn. Por ella renunciaría gustosamente a todas su habilidades mágicas, adquiridas con tanto esfuerzo, hasta el más sencillo encantamiento, y jamás lo lamentaría.
Pero ¿y la magia de Arilyn? Un elfo y su hoja de luna eran inseparables, pues estaban unidos por lazos místicos. ¿Qué derecho tenía él a interponerse? ¿Y qué precio debería pagar Arilyn si lo hacía?
Siguió reflexionando hasta que el fuego se extinguió y el cielo nocturno se tiñó de un matiz plateado. Después de dar una y mil vueltas a los mismos argumentos, Danilo se limitó a contemplar la ventana que daba al este esperando con todas sus fuerzas que el alba le trajera la iluminación.
El sol del amanecer atravesaba la bruma marina que envolvía el puerto y velaba las ventanas superiores de La Sílfide de Seda. Pese a ello, Isabeau se fingía dormida, lo cual no resultaba nada fácil desde que Oth Eltorchul había despertado y había descubierto el robo.
La mujer permaneció con los ojos cerrados mientras el mago buscaba, mascullaba maldiciones y bufaba. No se movió hasta que Oth la agarró por los hombros y la sacudió. Isabeau lanzó un grito ahogado y se incorporó en el lecho, confiando en que el mago creyera su expresión desconcertada y frenética.
—Veo que estáis viva —dijo el mago en tono sombrío, fijando la mirada en los ojos abiertos de par en par de la mujer—. Bien. Empezaba a temer que el ladrón os hubiera asfixiado mientras dormíais.
—¿Ladrón? —preguntó, alarmada.
Inmediatamente se llevó una mano al cuello, como si buscara la gargantilla.
Luego, se lanzó hacia la mesilla de noche en la que había dejado sus joyas. Habían desaparecido. Entonces, se puso de rodillas con las manos vacías cerradas y agitando los puños.
—¿Cómo es posible que haya ocurrido? —gritó golpeando al sobresaltado mago—. ¿No dispusisteis protecciones? ¿No tenéis servidores que vigilen? ¡Mis rubíes! ¡Me los han robado! —Su voz se convirtió en un lamento y se echó a llorar con vehemencia.
Oth la empujó a un lado y volvió a pasearse con impaciencia.
—No ha sido un ladrón normal y corriente, sino alguien capaz de superar las poderosas protecciones que coloqué en puertas y ventanas. Tal vez haya una puerta secreta. No se me ocurrió comprobarlo.
El mago lanzó una mirada acusadora a Isabeau, como si la culpara por haberlo distraído. La mujer no estaba en modo alguno dispuesta a renunciar a su ofensiva, por lo que echó la cabeza hacia atrás, se secó las lágrimas y le devolvió la mirada con idéntico calor.
—¿Qué pensáis hacer? —le preguntó.
Como Isabeau sospechaba, la pregunta lo pilló por sorpresa. Si los nobles y los magos se oponían a las esferas de sueños, tal como Oth afirmaba, no les gustaría saber que al menos una veintena de ellas no tardarían en estar en circulación. Y tampoco creerían en la inocencia de Oth. El robo de esos valiosos objetos inmediatamente después de que se le prohibiera ponerlos a la venta les parecería demasiada casualidad.
—¿Y bien? —insistió Isabeau—. ¿Pensáis llamar a la guardia para informar del robo o debo hacerlo yo?
Tras un momento de intensa y silenciosa lucha, el mago recogió bruscamente la ropa de la mujer y se la arrojó.
—Olvidaos de este asunto. No tiene importancia.
Isabeau, que se estaba poniendo la camisa interior por la cabeza, se quedó de pronto quieta, como si las palabras del mago la hubieran paralizado. Con un movimiento airado, se acabó de poner la prenda, se levantó de la cama, avanzó hasta Oth y le hundió repetidamente el dedo índice en el pecho con furia.
—¡Cómo os atrevéis a decir que mis rubíes no tienen importancia! Si queréis que guarde silencio sobre este asunto, exijo una compensación.
La estrecha faz de Oth palideció por la ira.
—El chantaje no es aconsejable para una mujer sola.
La voz del mago sonaba fría y peligrosa, por lo que la asustada expresión de Isabeau no fue del todo fingida. Retrocedió dos pasos y alzó las palmas de las manos a modo de súplica.
—No pretendía chantajearos, mi señor. Simplemente estoy deshecha por la pérdida de mis joyas. Tenéis mi palabra de que no diré nada sobre este asunto. Jamás lo haría, por miedo a dañar vuestra reputación y la mía. Muchos invitados nos vieron abandonar la mansión Thann en el mismo carruaje.
La mujer procuró mantener una mirada ingenua mientras Oth trataba de decidir si sus palabras podían interpretarse como una sutil amenaza. Finalmente, también él alzó las manos en señal de que cedía.
—No lloréis más por vuestras chucherías. La familia Eltorchul os resarcirá. ¡Pero antes de iros de la lengua, recordad que los nuevos rubíes comprometerán al silencio a quien los lleve!
Isabeau no tenía ninguna intención de comentar ese detalle al perista que los revendería.
—Es más de lo que osaría pedir, mi señor —dijo con una reverencia.
Oth la levantó, se quitó una sortija que llevaba y se la puso en la palma de la mano.
—Tomad. Mostrádsela al senescal de cualquiera de las mansiones Eltorchul y pedidle que os compense.
Isabeau aceptó la sortija.
—¿Me acompañaréis para protegerme, mi señor? —preguntó en tono vacilante.
—El ladrón ya se ha ido —respondió el mago con ceño—. ¿Qué otra cosa puede arrebataros que no hayáis perdido ya? ¿O que hayáis entregado gustosamente? —añadió con una lasciva sonrisa.
La mujer soltó un grito ahogado de sincera indignación.
—¡No sois un caballero!
—Eso no os lo pienso discutir —replicó Oth con desdén—. Aunque hace poco que llegasteis a Aguas Profundas, me atrevo a decir que habéis probado suficientes nobles como para consideraros una experta en el tema.
Isabeau agarró la lámpara de aceite y se la arrojó al mago. Oth no se movió, sino que se limitó a hacer un pequeño ademán con ambas manos. La lámpara se hizo añicos en el aire y cayó al suelo en una lluvia de fragmentos de cristal y gotas de aceite perfumado. Sin decir ni media palabra más, Oth se dio media vuelta y salió de la habitación, dejando a Isabeau temblando de rabia.
Y de temor, de triunfo y de excitación. Todo ello mezclado en un súbito y maravilloso estallido de alivio.
En cuanto se quedó sola, se lanzó a la cama y emitió un largo y silencioso grito de victoria. ¡Lo había logrado! ¡Había conseguido el tesoro de Oth, y el mago no albergaba ninguna sospecha!
Rápidamente acabó de vestirse, se escabulló por la escalera trasera y se sumergió en una salida secreta en busca de un hombre que pondría a la venta esos tesoros por ella, lo cual la ayudaría en el camino que había elegido.
Cuando Oth Eltorchul bajó hecho una furia a la sala común de La Sílfide de Seda, Elaith lo esperaba.
—Un carruaje —ordenó el mago a una camarera—, y vino mientras espero. Una copa pequeña. Vamos, tengo prisa.
Elaith miró a la camarera y levantó dos dedos. La mujer se dispuso a atender el encargo modificado. El elfo se levantó, se aproximó a la mesa del mago y se sentó silenciosamente en la silla vacía.
Oth lo observó con una aversión que no se molestó en disimular.
—La taberna está casi vacía, elfo. ¿Por qué no te buscas otra silla?
Antes de que Elaith pudiera replicar, un fornido guardián de taberna, armado hasta los dientes, se adelantó e inclinó deferentemente la cabeza hacia Oth.
—Lord Craulnober puede sentarse donde guste. La taberna le pertenece, ¿comprendéis? —le dijo en tono confidencial.
—¡Ah!, claro que comprendo.
Oth sonrió levemente a su anfitrión, sentado al otro lado de la mesa, el cual extendió las manos en una parodia de reprobación contra él mismo.
—Parece que soy vuestro invitado.
—Un invitado de pago —repuso Elaith cordialmente para que no hubiese duda de ello.
—Por supuesto.
El mago alzó la vista cuando la camarera apareció con una botella de vino y su rostro se ensombreció al ver que colocaba dos copas encima de la mesa.
—¿Por qué no me acompañáis? —sugirió apretando los dientes.
—Muy amable de vuestra parte.
Elaith cogió la botella y sirvió dos generosas copas de vino élfico. No solía desperdiciar el precioso líquido con un humano, pero su sabor ligero y casi floral enmascaraba un efecto más contundente que una coz de un furioso centauro.
Oth bebió más rápidamente de lo que dictaba la prudencia. Tras apurar la copa, la dejó con un ruido sordo sobre la mesa y fulminó con la mirada a su anfitrión.
—¿Qué tipo de local regentas, elfo?
Su voz sonaba confusa y le costaba vocalizar. Desde luego, el vino había afectado su buen juicio, o no habría osado hablarle con tal belicosidad. Elaith dejó pasar el insulto, por el momento.
—Mi deseo es que La Sílfide de Seda ofrezca un servicio inmejorable. Si tenéis alguna queja, hablad y se os dará satisfacción.
Oth resopló y luego tendió la copa para que se la volviera a llenar.
—¿Así de fácil? —replicó—. He perdido algo irreemplazable.
Elaith comenzó a comprender. Sirvió una segunda copa y esperó hasta que el mago también la hubo apurado.
—Tal vez sí.
—¡Hmmm! —dijo Oth con desdén, aunque sin mucha convicción.
Su rostro, largo y taciturno como el de una mula de carga, adoptó una floja expresión de desesperación.
—Si os han robado en la taberna, la reputación y la rentabilidad de este negocio de primera están amenazadas. Confiad en mí, y yo me aseguraré, por todos los medios a mi alcance, de compensaros por vuestra pérdida, y si lo deseáis, vengaros —dijo Elaith con total seriedad.
Oth lo miró con la astucia de un borracho.
—No es un enemigo cualquiera —le advirtió—. Me robó el tesoro mientras dormía, pese a todas las protecciones que coloqué yo mismo.
El elfo disimuló cuidadosamente su sorpresa y su enfado. Había esperado oír una historia sobre una pertenencia perdida. Era habitual que los clientes atribuyeran las pérdidas a un robo antes que a su propio descuido, pero la posada debería haber impedido el robo. Si Eltorchul decía la verdad, los servidores de Elaith responderían por ello.
—No os preocupéis por el enemigo ni cómo voy a encontrarlo. Decidme qué ha robado y empezaré por ahí.
—Dinero, tal vez un centenar de monedas de platino —respondió Oth con astucia. El elfo sospechó que la suma real sería un tercio de la mencionada—. Algunas joyas: un anillo de oro, un brazalete repujado también de oro, un collar de rubíes engarzados en filigrana de plata con pendientes y anillos a juego.
Elaith aguzó los oídos.
—¿Os acompañaba una dama? ¿Dónde está ahora?
—Se ha ido —respondió Oth escuetamente—. La pérdida de sus joyas la ha trastornado.
—Me lo imagino —murmuró el elfo, decidido a averiguar la identidad de la dama—. ¿A cuánto asciende vuestra pérdida?
El mago vaciló. La indecisión libró una batalla en su rostro y finalmente cedió ante la potente persuasión de la avaricia y el vino élfico.
—Eso no fue todo. Esferas de sueños; al menos, una veintena.
—Esferas de sueños…
—Se trata de pequeños orbes de cristal que contienen magia —le explicó el mago—. Conjuran una única ilusión que se experimenta como un vívido sueño al que su poseedor se siente transportado.
Elaith llevaba oyendo rumores sobre esos objetos desde hacía un tiempo. Se estaban haciendo muy populares entre los criados y los mercenarios de la ciudad. Lo que Arilyn le había contado sugería enormes posibilidades, por lo que el elfo tenía la intención de seguir esos nuevos juguetes mágicos hasta su origen.
—Una idea muy ingeniosa. Imagino que muchos en esta ciudad pagarían una pequeña fortuna por una de ellas.
—Ya lo están haciendo —alardeó Oth. Se inclinó hacia el elfo y añadió—: Me habéis ofrecido ayuda. Buscadlas, devolvédmelas y no os arrepentiréis.
Elaith suprimió un estallido de júbilo. No había esperado tal concesión por parte del mago. Tal vez se le ocurriría algo mejor. Ladeó la cabeza como si reflexionara sobre ello.
—Podría hacerlo, por supuesto.
—¿Pero…? —inquirió con cautela. Al parecer Oth no estaba tan borracho como podía pensarse.
El elfo esbozó una sonrisa de disculpa.
—Soy un hombre de negocios. Si se me presenta la oportunidad de obtener grandes ganancias, ¿debo contentarme con una simple recompensa, por generosa que sea? —añadió en tono conciliador.
Oth reflexionó. En su rostro asomó una ladina sonrisa.
—He oído hablar de vuestros negocios. Dicen que no os dejáis estorbar por la ley.
—Las leyes son cosas admirables y, muchas veces, convenientes; pero en muchas otras ocasiones, no.
—Cierto, cierto. —Oth se decidió de golpe—. Si encontráis las esferas, os proporcionaré otras para que las distribuyáis por canales de venta tan tortuosos que nadie pueda acusarme. ¿Lo creéis posible?
—Os sorprendería saber cuántos negocios se realizan en esta ciudad del modo que proponéis —respondió Elaith, hablando por primera vez con absoluto candor.
—En ese caso, tenemos un trato.
Una vez tomada la decisión, el mago renunció a la lucha que mantenía contra el irresistible arrullo que el vino élfico cantaba en sus venas. Se levantó, vacilante. Sus ojos barrieron la taberna con mirada perpleja, tratando de recordar qué buscaba.
Elaith hizo un gesto a la camarera.
—Pide un carruaje para lord Eltorchul —le ordenó— y mételo dentro —añadió en un tono de voz tan bajo que era inaudible para oídos humanos.
La muchacha asintió y pasó un brazo alrededor de la cintura del mago.
—Permitid que os acompañe, mi señor —dijo mientras lo conducía a la puerta delantera y al carruaje que esperaba.
El elfo se puso en pie y se escabulló por la puerta de atrás. Dio un rodeo hasta la parte trasera del edificio y palpó el liso muro de piedra. Una puerta secreta se abrió.
Como sospechaba, las telarañas que debían engalanarla colgaban hechas jirones. Algún ladrón con iniciativa había descubierto la existencia de la puerta y la había utilizado para sus fines.
Ello le facilitaba la tarea. Cualquier ladrón capaz de localizar la puerta secreta también sería experto en poner en circulación los bienes robados: monedas, gemas y objetos mágicos. En Aguas Profundas existían tal vez cuatro peristas capaces de revenderlos corriendo un riesgo moderado y con buenos beneficios. Elaith tendría las esferas de sueños en su poder antes de que acabara el día.
Desde luego, no se las devolvería a Oth Eltorchul. Y tampoco las vendería como otro divertimento trivial en esa ciudad llena de humanos que creían que los sueños no se ganaban con esfuerzo, sino que podían comprarse. Si no había entendido mal a su invitado, Oth Eltorchul no tenía ni idea de qué tipo de tigre sujetaba por la cola. A no ser que se equivocara de medio a medio, las esferas de sueños podrían convertirse en los objetos mágicos más valiosos, y también más peligrosos, que había manejado en su larga e infame carrera.
Su principal motivación era la promesa de recuperar el artefacto elfo que sospechaba que estaba detrás de la magia de las esferas. Pensaba medirse con el poder de la gema y hallar de una vez por todas la respuesta a la pregunta que lo había perseguido durante más de un siglo: sabría con total certeza si solamente se había imaginado que le quedaban retazos de su honor de elfo o si se había convertido en una criatura completamente perversa. De un modo u otro, la gema elfa iluminaría el camino hacia la grandeza.
—Ése sí es un sueño que merece la pena perseguir —murmuró con sombría ironía.
Arilyn se alegró de que amaneciera, pues era el indicativo de que la peor noche de su vida había acabado. Aunque no era de naturaleza introspectiva, desde que había salido de la villa Thann había llegado a varias conclusiones importantes. Lo único que le quedaba por hacer era convencer a Danilo.
Entre la casa del joven noble en la ciudad y los alojamientos de Arilyn había bastante distancia, pero fue un paseo agradable. En el aire flotaba el aroma de los fuegos del desayuno y el traqueteo de los carros que llevaban mercancías al mercado. La mayor parte de los habitantes de la ciudad ya descansaban en la cama cuando el Baile de la Gema apenas había empezado y habrían completado la mitad de su jornada de trabajo cuando los invitados al baile abandonaran el lecho.
Arilyn se dijo que ésa era otra diferencia entre ella y Danilo. Mientras que Dan estaba acostumbrado a las pautas de la vida urbana, ella pasaba la mayor parte de su tiempo viajando y vivía en sintonía con el sol y las estrellas. No era una diferencia desdeñable, pero en esos momentos, comparada con todo lo demás, parecía insignificante.
Cortó por la calle situada detrás de la casa de Danilo y trepó por la valla de piedra.
Después de dejarse caer silenciosamente en el jardín, de modo instintivo escrutó la zona por si había peligro. En vista de que todo estaba en calma, cortó una rosa azul y se dirigió con sigilo a la ventana con múltiples cristales de la estancia favorita de Danilo.
Como esperaba, el joven ocupaba su estudio privado. La semielfa salvó el alféizar y penetró en la habitación.
—Estabas equivocado —fue su saludo.
Danilo se sobresaltó y la miró tan fijamente como si fuese una aparición. De inmediato, su mirada se posó en la hoja de luna.
—¿Equivocado? —repitió.
—No sé por qué te extraña tanto. Supongo que no es la primera vez que te equivocas —respondió Arilyn, tratando de bromear. Sin esperar respuesta, soltó todo lo que tenía que decir—: No estoy diciendo que te equivocaras sobre la espada. La magia de la hoja de luna es… complicada. En el pasado, ya se vio comprometida, y no afirmo que sea imposible que vuelva a suceder, pero no acepto que tú seas el responsable.
Danilo negó con la cabeza.
—¿Y si estoy en lo cierto? No pienso permitir que corras ese riesgo.
—¿Cómo me lo piensas impedir? Aún no he acabado —dijo cuando Danilo se disponía a interrumpirla—. Piensa un poco. De ser por mí, nuestros caminos se habrían separado el mismo día en que nos conocimos. ¡Apenas una hora después!
El joven frunció los labios en atribulada diversión.
—Sí, me parece recordar que no desbordabas entusiasmo.
—Exactamente. —Arilyn empezó a caminar de un lado a otro—. No obstante, tú insististe y aprendimos a trabajar juntos. Incluso nos hicimos amigos, lo cual supongo que fue tan duro como empujar un peñasco hasta lo alto de una colina. Te lo he puesto difícil a cada momento. Siempre has sido tú el que ha empujado, ha persistido y me ha forzado a seguir mostrándote divertido, encantador o tozudo. Por todo ello, supongo que crees que se acabará cuando tú lo digas. —La mujer lo fulminó con la mirada—. Pues no. Más vale que te vayas acostumbrando.
Danilo se puso en pie y caminó hasta quedarse a un paso de distancia de la semielfa.
—¿Quieres que sigamos juntos?
Arilyn resopló y se cruzó de brazos.
—Te lo acabo de decir, ¿no?
La mujer esperó a que él hablara o diese el primer paso.
—No sé cómo vamos a organizarnos —prosiguió en vista de que nada ocurría—. En una cosa tenías razón: no puedo renunciar a la hoja de luna, lo cual significa que seguiré viajando la mayor parte del tiempo. Te ofreciste a abandonar la ciudad para seguirme, pero ¿sabes qué significa eso? Tal vez algunas comunidades de elfos del bosque aceptarían tu presencia, pero la mayor parte no. Te pasarías mucho tiempo languideciendo en aldeas situadas al borde del bosque, mientras yo me internaba sola en la espesura.
Mientras Arilyn hablaba, Danilo se dio cuenta de adónde llevaba el razonamiento de la semielfa. Aunque era lógico, no le gustaba ni pizca.
—Tu conclusión es que podemos seguir como los últimos cuatro años: tú cumples con tus obligaciones, yo con las mías, y nos reunimos unos pocos días al año donde podamos.
—Si realmente hay un conflicto entre tu magia y la mía, eso será lo mejor. —Vaciló y agregó—: También hay otra posibilidad.
—Me muero de ganas por oírla.
Arilyn asintió, pero su mirada recorrió el estudio con incomodidad.
—¿Podemos ir a mi habitación? Aquí tengo la impresión de que tu mayordomo va a entrar de un momento a otro con el carrito del té.
Danilo le tendió una mano, Arilyn la cogió y juntos desaparecieron en el fragoroso torbellino del sendero blanco plateado que el joven mago había conjurado entre su sanctasanctórum y el de ella. Aunque el viaje fue cosa de apenas un segundo, Arilyn se sintió aliviada al notar el suelo firme bajo sus pies calzados con botas. Danilo no hizo ningún comentario acerca de la aversión de la semielfa por los desplazamientos mágicos, pero su mirada se posó en la rosa azul que el joven había aplastado al cerrar con fuerza la mano.
Presa de una súbita inspiración, Arilyn se dirigió al camastro y esparció los fragantes pétalos sobre el cobertor. Danilo apartó rápidamente los ojos del lecho.
—Bueno, te escucho —dijo tras carraspear.
—Desde hace muchos días, de hecho desde que encaminé mis pasos hacia Aguas Profundas, no he tenido sueños ni llamadas de socorro de los tel’quessar, lo cual tal vez significa que todo va bien. La otra posibilidad es que la magia de la espada ya hubiera sufrido menoscabo antes de que llegara a la ciudad, en cuyo caso es altamente improbable que tú seas la causa. Hay una tercera posibilidad: que deba hacer algo aquí, en la ciudad. En ese caso, tendremos tiempo para averiguar qué está afectando a la magia de la hoja de luna y a la tuya. Es absurdo huir de un enemigo que ni siquiera conoces.
Las palabras de Arilyn arrancaron una leve y compungida sonrisa a Danilo.
—Dicho así, quedo como un cobarde y un estúpido.
—Me he dado cuenta de que los humanos suelen pecar de un exceso de cautela cuando se trata del bienestar de sus seres queridos. No lo entiendo: por una parte, aceptas que sea una guerrera; por otra, en cambio, niegas la posibilidad de que la magia de mi espada pueda fallar. Me pregunto en qué confías: en mis habilidades o en mi espada.
Danilo la contempló con respeto y desconcierto.
—Nunca había considerado el asunto desde ese punto de vista. Debo aceptar que lo que dices es lógico.
Ella se encogió de hombros.
—Los problemas son como enemigos: hay que ponerles nombres, hallarlos y hacer lo que sea para destruirlos.
Danilo prorrumpió en carcajadas que disiparon la pesada carga de indecisión.
Quizás aún no veía claramente el modo de seguir juntos, pero el directo acercamiento de Arilyn al problema le daba esperanzas de encontrar la manera.
—Así pues, ¿qué sugieres que hagamos? —le preguntó.
—Debemos suponer que tengo una misión en Aguas Profundas. Mientras me ocupe de las necesidades del pueblo elfo, dudo de que reciba una llamada del bosque, a no ser que se presente una emergencia realmente grave.
La esperanza empezó a florecer en el corazón de Danilo. Cogió a Arilyn de la mano, la condujo al lecho y, sin soltarla, hizo que se sentara junto a él.
—Y si los elfos del bosque te necesitan, tendrán que cargar conmigo. Es así de simple.
—Yo no estaría tan segura —replicó ella con cautela—. En lo que respecta a los elfos, nada es simple.
Danilo le acarició una mejilla.
—¿Y qué sueño que realmente valga la pena es sencillo de conseguir?
—Cierto, pero…
Dan la acalló deslizando la mano hasta sus labios.
—¿Nunca te han dicho que hablas demasiado?
—Vaya quién fue a hablar —murmuró ella, pese a los dedos que la estorbaban.
No obstante, no parecía que le importara dejar la conversación. Cerró los ojos cuando Danilo empezó a acariciarle suavemente el óvalo del rostro y luego desplazó los dedos para reseguir sus elegantes y puntiagudas orejas elfas. Pocos humanos sabían el grado de intimidad que entrañaba ese gesto. Años atrás, cuando estaba en la flor de la juventud, Danilo había sido adiestrado en tales asuntos por una indulgente elfa, maestra del arpa.
Arilyn le lanzó una mirada de fingido recelo.
—¿Cómo sabes estas cosas?
—Bueno, he gozado de una educación muy completa.
El joven noble le tendió las manos con las palmas hacia arriba. Sin dudarlo, Arilyn unió las yemas de los dedos. Lentamente, las manos de ambos se fundieron, hasta que las palmas se tocaron. Ese simple contacto era más íntimo que cualquier beso o abrazo que se hubieran dado hasta entonces, pues se trataba del preludio de la ceremonia de la unión de manos, un ritual elfo tan antiguo como las estaciones. Sus miradas se prendieron, sus corazones se abrieron el uno al otro, y el círculo comenzó.
—El estío toca a su fin, la luna de la cosecha atrae a la noche —recitó ella en voz baja y asombrada. Así comenzaba la fórmula tradicional del compromiso que estaban a punto de contraer.
Danilo se preguntó si Arilyn era consciente de que hablaba en idioma élfico. Era una aceptación inconsciente que Danilo se proponía honrar tan bien como le permitiera su condición de humano. Según el cómputo elfo, el tiempo que podrían pasar juntos sería muy breve; cuando él muriera, Arilyn aún sería joven. Pero ¿debía por ello renunciar a vivir? Tal vez nada concerniente a los elfos era simple, pero algo estaba muy claro: para él renunciar a Arilyn era renunciar a la vida.
Con los dedos entrelazados, Dan repitió las siguientes palabras del compromiso.
El ritual era largo y consistía en palabras que debían pronunciarse acompañadas por elegantes movimientos, que contenían el poder de la magia y la sutileza de la luz de las estrellas. Danilo no se dio cuenta cuándo sus palabras se fundieron en el silencio y tampoco le importaba.
La ceremonia era de una lentitud exquisita y una dulzura tortuosa. Llegados a cierto punto, el ritual se fundió con una ceremonia de su propia invención, no por ello menos sagrada, que tenía un profundo significado.
Arilyn perdió antes que él la paciencia con las sutilezas elfas. Se apartó de él y se despojó bruscamente de la camisa que la confinaba, sin la menor consideración por los encajes.
El sonido del hilo al desgarrarse la sobresaltó, y en su rostro se pintó una expresión de desconcierto que provocó la hilaridad del joven. Pero tras el momento de sorpresa inicial se unió a ella. Reforzados sus lazos de unión por un regocijo que solamente él era capaz de despertar en la semielfa, se tumbaron en el lecho bañados por la mística luz azulada de la hoja de luna.
Transcurrió un instante antes de que el significado de aquella mágica luminiscencia penetrara en su compartido abandono.
—¡Maldita sea! —exclamó Arilyn, incorporándose y fulminando con la mirada a la inoportuna espada.
Danilo soltó una larga y entrecortada espiración y asintió. No podía estar más de acuerdo con ella. Al menos, la luz que emitía la espada era azul y no el débil resplandor verde que presagiaba un sueño y anunciaba una misión en los bosques. Era un consuelo.
La hoja de luna advertía de un peligro inminente. «Ponle nombre, localízalo y destrúyelo». De eso, Danilo se sentía capaz.
Rápidamente buscó su cinto con la espada, y también las botas, tratando de recordar con exactitud cómo habían acabado en el suelo. Arilyn fue más rápida y estuvo vestida y presta para la batalla en cuestión de segundos. Sus ojos adoptaron una mirada distante al mismo tiempo que desenvainaba la hoja de luna.
—Tren —murmuró—. Aquí, en el edificio.
Inmediatamente salió corriendo, lanzando un grito de advertencia al guardia enano mientras bajaba la escalera a toda prisa. Con la espada asimismo desenvainada, Danilo corrió tras ella.
La cortina que tapaba el cubículo del guarda crujió. Cuatro enormes garras atravesaron la tela y se deslizaron por ella hacia abajo, desgarrándola. De detrás de la cortina, apareció una repugnante criatura con aspecto de reptil, alta como un espigado humano, pero mucho más pesada.
Dan se detuvo, impresionado a su pesar. Había oído que los tren eran criaturas semejantes a hombres lagarto, aunque eso era como afirmar que un enano era semejante a un humano. Compacto y terriblemente fuerte, el tren poseía poderosos músculos y un correoso pellejo verde muy duro. A lo largo del espinazo, así como de detrás de los codos, le sobresalían pinchos. Sus brazos —largos y potentes— acababan en unas manazas tan enormes que cada garrudo dedo era tan largo como una mano humana. Un corte largo y lívido reseguía el arco óseo por encima de uno de los ojos.
—Esta vez acabaremos lo que empezamos —dijo dirigiéndose a Arilyn con una voz que sonaba como rocas que se despeñaran.
—Ten cuidado con las garras —advirtió la semielfa a Danilo.
—Ten cuidado tú con el enano —replicó Dan, y se lanzó contra Arilyn, con lo que ambos bajaron tambaleándose los últimos escalones.
Justo a tiempo; como Dan sospechaba, el tren ya había eliminado al enano. Ni siquiera había acabado de hablar cuando el monstruo cogió dos objetos del cubículo: un pequeño escudo y una pierna del enano aún con la bota. Esta última la arrojó a sus atacantes.
La truculenta arma arrojadiza giró por encima de sus cabezas mientras ellos caían y se estrelló contra los escalones de madera con tanta fuerza que los astilló.
Arilyn rodó sobre sí misma y se levantó. Inmediatamente, lanzó un ataque alto y furioso, blandiendo la espada a una velocidad endiablada en un asalto triple. La hoja de luna repiqueteó contra el escudo de madera con el que el tren paraba hábilmente los golpes. El monstruo retrocedió un paso sin ninguna torpeza, se inclinó hacia delante y trazó un arco con un largo brazo, con la intención de herirla con sus garras. Pero Arilyn lo esquivó y respondió con una veloz estocada. La hoja de luna se hundió profundamente en el antebrazo del tren.
Con asombrosa presteza, la criatura giró sobre uno de sus enormes pies y liberó el brazo de la espada, al mismo tiempo que tiraba de Arilyn por el aire. Antes de que la semielfa pudiera volver a asentar los pies en el suelo, el tren le propinó un brutal porrazo con el escudo.
La menuda mujer trastabilló hacia atrás. Danilo corrió en su ayuda con las manos vacías, excepto por un fragmento cuadrado de brillante seda verde que arrojó al tren. El monstruo fue a apartarlo de un manotazo, lanzando un gruñido de desdén por el lastimoso proyectil.
No obstante, Danilo ya había iniciado el hechizo. La seda se quedó quieta en el aire, justo lejos del alcance de las garras, y comenzó a expandirse en un tenue globo que rápidamente rodeó al tren.
La criatura retrocedió hacia la puerta abierta, blandiendo furiosamente el escudo y las zarpas en un frenético intento por liberarse de su prisión. A lo largo de la línea inferior de la mandíbula, relucían aceitosas gotas negras. Un momento antes de que el globo mágico acabara de cerrarse en torno a él, en la estancia flotó una insinuación de su pestilente arma.
Una rancia miasma en forma de volutas llenó el interior del globo. El tren redobló sus esfuerzos para tratar de escapar de la fuerza de su propia pestilencia. No obstante, al darse cuenta de que era imposible, sus ojos amarillos saltaron del joven mago a la semielfa. Arilyn se aproximó con la espada lista y horizontal.
El tren cambió de táctica; dejó caer el escudo, dio la espalda a sus atacantes y se puso a cuatro patas. Por efecto del repentino movimiento, el globo se inclinó hacia delante. Entonces, corriendo sobre manos y pies se lanzó contra la puerta abierta. El dintel de madera crujió y tembló cuando el tren, con el globo incluido, lo atravesó.
Danilo se lanzó a la calle con Arilyn a la zaga. Mientras se abrían paso entre la muchedumbre de la mañana, la semielfa lo adelantó. Lo cierto era que tenían casi vía libre, pues el tren en su huida les iba abriendo camino. Los viandantes se apartaban gritando ante el insólito espectáculo; los caballos se asustaban y se encabritaban, corveteando y lanzando relinchos de pánico. Un carro cargado con repollos se volcó y derramó su contenido sobre los adoquines. Danilo apartó uno de un puntapié y siguió corriendo.
—El globo no durará mucho —dijo sin aliento por el esfuerzo de mantener el paso de la semielfa, más ágil que él.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando el globo verde se disipó como una pompa de jabón. El tren, ya libre, se metió en un callejón, seguido muy de cerca. El cazador se había convertido en presa.
De repente, se paró y se encorvó; trataba de levantar algo con sus fuertes brazos.
—Ni hablar de eso —murmuró Arilyn, y corrió directamente hacia el tren.
Antes de que Danilo pudiera adivinar sus intenciones, la semielfa saltó hacia el monstruo sin detenerse siquiera para desenvainar la espada. Aterrizó de modo que quedó a pocos centímetros de las fauces del tren, encima de lo que trataba de levantar.
El joven vislumbró un destello de acero en las manos de Arilyn y vio la veloz cuchillada dirigida contra el corazón de la bestia.
Con un último esfuerzo, el tren logró alzar lo que pretendía. El cerrojo y las bisagras cedieron con un chirrido metálico, y la tapa de la alcantarilla saltó. El tren se irguió bruscamente, lanzando a Arilyn al aire por encima de sus fornidos hombros.
Danilo se dio cuenta de que la semielfa ya no asía el cuchillo.
El súbito movimiento le había impedido hacer diana. El tren giró el cuerpo y se arrancó el cuchillo de un hombro, lo arrojó desdeñosamente a un lado y agitó su larga lengua negra en el aire, como si quisiera captar el olor de la semielfa.
—Mía —retumbó en ominosa promesa, tras lo cual desapareció por la alcantarilla.
Arilyn se había levantado y se disponía ya a descender la escalerilla antes de que Danilo se hubiera recuperado de la impresión que le había producido su temerario ataque. Mascullando una pintoresca imprecación, se dirigió hacia ella.
—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó.
Ella lo miró como si se hubiera vuelto tan verde como el tren.
—Pues seguirlo.
Danilo contempló sus elegantes botas de gamuza y gruñó. Acababa de estrenarlas y ya podía despedirse de ellas. No obstante, sabía que nada podía hacer por evitarlo; Arilyn iría tanto si la acompañaba como si no.
El joven había oído hablar mucho de las cloacas de Aguas Profundas. En parte, necesidad pública y, en parte, vía de comunicación clandestina, formaban una intrincada red bajo la ciudad. Ésa era la primera vez que bajaba, y mucho de lo que vio le sorprendió. Mientras que algunos túneles se habían construido con piedras perfectamente talladas y empotradas, y merecían ser corredores de un castillo o de una fortaleza enana, otros simplemente se habían excavado en la roca. Tras innumerables vueltas y revueltas, perdió por completo el sentido de la orientación. Además, había varios niveles. Más de una vez, en el suelo de piedra, se abrían rejillas de hierro. Los guijarros que golpeaban con los pies al pasar caían a bastante distancia y, a veces, aterrizaban con un sofocado entrechocar de piedras o sonido de salpicadura. Las altas marcas del agua en los muros indicaban que esos túneles se inundaban. Después de vadear el lodo que les llegaba a los tobillos durante lo que le parecieron horas, Danilo se dio cuenta de que era hora de que los túneles se limpiaran, aunque rezó para que a los misteriosos poderes que regían tales asuntos no se les ocurriera hacerlo justo entonces.
—A riesgo de parecer ignorante —dijo Dan con voz apagada por la mano con la que se tapaba la nariz—, ¿podrías explicarme cómo sigues el rastro del tren? ¡Supongo que no por el olor! ¿Qué estamos buscando?
Arilyn se detuvo en una encrucijada de túneles tratando de decidir por dónde seguir.
—Te lo diré cuando lo averigüe.
—¡Espléndido! —exclamó él, escandalizado—. Francamente, querida, debo informarte de que la atmósfera romántica se ha perdido de manera definitiva.
La semielfa asintió con aire ausente y se aproximó a estudiar unas marcas en el muro.
—Por aquí —dijo.
Danilo suspiró y la siguió.
—¿Qué estamos siguiendo?
—Señales de tren. El que nos atacó es el líder del clan y deja marcas para guiar a los demás. —Le lanzó una sombría mirada por encima del hombro y prosiguió—: Se reunieron aquí antes y se separaron para ejecutar diversas tareas.
—Muy considerado de su parte conducirte hasta estas marcas. ¿Y si es una trampa?
—Es posible —admitió ella, pero continuó avanzando al mismo ritmo. Dan sacudió la cabeza y la siguió.
Caminaron trabajosamente hasta el final del túnel y treparon por una escalerilla que conducía a la superficie. No emergieron en un callejón, sino que salieron a un pasaje estrecho y oscuro, que ascendía en vertical.
—Un pozo para las basuras —dijo Arilyn con los dientes apretados, disgustada. Dio unos golpecitos a las marcas recientes de garras en la piedra y declaró—: Subamos.
El pozo era largo y la ascensión lenta, pues la piedra era lisa y entre los bloques apenas quedaban hendiduras. Ambos buscaban cuidadosamente asideros o lugares en los que apoyar los pies, ya que con frecuencia lo que parecía una pequeña repisa de piedra resultaba una acumulación de polvo endurecido. A partir de los olores y las sustancias que recubrían la piedra, Danilo empezó a adivinar adónde se dirigían.
—La buena noticia —habló entre dientes mientras se aupaba hasta el siguiente asidero seguro— es que no es una letrina.
—Eso ya lo sabía —replicó Arilyn—. ¿Y la mala noticia?
—A no ser que esté muy equivocado, estamos en la torre de un mago —declaró en tono sombrío—. Será mejor que yo vaya delante.
Arilyn asintió y le dejó pasar. A los pocos minutos, Dan captó un débil y tenue resplandor azulado por encima de ellos. La señal los incitó a seguir, pues era una prueba de una batalla mágica probablemente perdida. Danilo redobló sus esfuerzos con la esperanza de llegar junto al desconocido mago mientras aún quedara algo que salvar.
Finalmente, llegó al repecho. Se asomó con precaución por el borde, atento a un posible ataque de un tren victorioso o un hechicero enfurecido.
La sala estaba vacía y silenciosa. Danilo se impulsó sobre el repecho y se dejó caer al suelo; luego, se inclinó hacia el pozo para ayudar a salir a Arilyn. Una vez que estuvieron ambos fuera, se dispuso a inspeccionar la torre.
Era un estudio de forma octogonal, muy bien equipado. Los estantes que cubrían cuatro de las paredes estaban ocupados por ordenadas hileras de ampollas, cajas y botes.
Varias mesas de pequeño tamaño agrupadas se habían volcado en el curso de la lucha, y lo que había sobre ellas se había esparcido por el suelo de piedra pulida. En el aire, flotaba un débil olor acre, como el dejado por un centenar de rayos de luz. Era una prueba más de que se había lanzado magia defensiva. No obstante, no había ni rastro de los tren ni del mago que había combatido contra ellos.
Pero Arilyn tenía una vista más aguda. Se aproximó a unos restos y los apartó con el pie.
—Mira —dijo señalando algo.
El joven se acercó y tragó saliva. Una mano humana yacía en el suelo con la palma hacia arriba y los dedos curvados como en un último gesto de súplica.
—Es un signo —explicó la semielfa con voz serena—. Los tren devoran a sus víctimas, a no ser que quien los contrate quiera que dejen una advertencia o un mensaje.
En ese caso, dejan una mano o un pie.
—La mano lleva un anillo —se fijó Dan.
Arilyn dio la vuelta al truculento objeto con una bota. La mano estaba tan pálida como un hueso blanqueado y mostraba algunas pecas. De las articulaciones inferiores de los dedos sobresalían unos pocos pelos rojos, que contrastaban vívidamente con la palidez general. El anillo era de oro con un cuarzo de color rosa en el que se había grabado una pequeña llama saltarina, rodeada por un círculo formado por siete estrellas.
—El símbolo de Mystra, lo cual indica que era un mago —comentó Arilyn.
Danilo se agachó para observar más de cerca el anillo, puesto que le resultaba familiar. Cautelosamente, localizó el cierre y abrió el compartimento secreto. Tal como esperaba, en el interior de la tapa había grabado un alto y picudo sombrero de mago. El compartimento secreto estaba vacío.
—Recuerdo lo que me contaste anoche de la conversación que escuchaste —dijo poniéndose en pie—. Parece que Maskar Wands tenía mucha razón al afirmar que las esferas de sueños son juguetes muy peligrosos.
En respuesta a la inquisitiva mirada de Arilyn, el joven señaló la mano cercenada.
—Es la mano, o para hablar más correctamente debería decir que era la mano, de Oth Eltorchul.