3

No tenía sentido retrasar la tarea; era preciso devolver el resto del botín robado por Isabeau. Danilo cogió un brazalete de plata de la bolsa y lo examinó en busca de indicios que lo condujeran a su propietario.

Un hombre de baja estatura y pelo rojizo irrumpió en el reservado y se detuvo en seco al ver que no estaba solo. Con sus ojos saltones y una barba rala y puntiaguda, a Danilo le recordó a un macho cabrío aterrado.

—¿Os sucede algo? ¿Puedo seros de alguna utilidad? —inquirió el noble al mismo tiempo que se levantaba, resignado a que no fuese una velada tranquila.

El desconocido se dejó caer sobre la silla que Dan acababa de dejar libre.

Respiraba a boqueadas rápidas e irregulares.

—No, no, ya se ha ido. Sólo necesito recuperar el aliento.

La mirada de absoluto terror en los ojos del hombre disparó la alarma en la mente de Danilo. Sabía perfectamente quién de los presentes en la fiesta era capaz de inspirar tal emoción.

—Si alguien os ha ofendido, estoy seguro de que lady Cassandra desearía saberlo —dijo para inducirle a hablar.

—No es necesario. Ya está todo arreglado —repuso el hombre bruscamente.

Ya más calmado, se levantó, enderezó sus escuálidos hombros, se despidió de Danilo con apenas una inclinación de cabeza y se lanzó de lleno a la multitud.

Danilo lo siguió, buscando con la mirada la figura esbelta y flamante de Elaith Craulnober. Muy apropiadamente, el elfo había elegido un ópalo como color de gema.

En medio de la multitud de brillantes rojos, verdes y azules, su pelo plateado y el pálido satén de su atavío —blanco con destellos y sombras azules— le daban la apariencia de una espada con vida propia. Danilo se preguntó si Elaith había buscado deliberadamente dar esa imagen.

Pero no. Teniendo en cuenta el color de gema que había elegido, era poco probable. El ópalo era una piedra semipreciosa y un poderoso conductor de magia. Era de uso corriente en la magia elfa y, más en concreto, en él se basaban los poderes mágicos de las hojas de luna. Elaith poseía una, aunque mucho tiempo atrás se había aletargado por considerar que no era un heredero digno de ella. Así pues, durante muchos años, la hoja de luna había sido para Elaith un símbolo de desgracia y fracaso.

Con gran esfuerzo, había logrado despertarla de nuevo y la custodiaba sólo hasta que su hija alcanzara la mayoría de edad. Sin duda, el atavío que había elegido para el baile representaba una reivindicación de su honor.

Pero ¿dónde se habría metido el elfo de la luna?

Conociendo a Elaith, se le ocurrían bastantes respuestas. Con un suspiro, guardó de nuevo el brazalete robado en la bolsa y se encaminó a la puerta con la intención de preguntar a los mozos de cuadra si Elaith se había marchado. En caso negativo, tendría que encontrarlo y poner fin a lo que quisiera que el elfo se trajera entre manos. Por un momento, el joven comprendió perfectamente la exasperación de su madre; gracias a él, la lista de invitados de lady Cassandra incluía a una ladrona de Tethyr, una semielfa con fama de asesina y un mortífero elfo, que, entre otras cosas, probablemente era el gángster más poderoso al norte de Puerto Calavera.

—Si quiero superarme —murmuró mientras recorría el jardín—, el año que viene tendré que traer un par de ilitas y un dragón rojo.

Arilyn se quedó mirando fijamente los ojos color ámbar de Elaith, paralizada por su súbita aparición.

—Esto sí que es una sorpresa —dijo el elfo en un tono meloso, casi como si cantara—. Creí que me encontraría con un mensajero muy distinto.

La semielfa se desasió y adoptó una agazapada postura de combate.

—Si llevas un arma, desenváinala —le aconsejó hablando entre dientes—. Estás a punto de recibir el mensaje.

En un único y hábil movimiento, Elaith desenvainó dos cuchillos que llevaba ocultos bajo las mangas. Incluso con la visión térmica, Arilyn percibió claramente su perplejidad y vacilación.

Inmediatamente, los tren atacaron, y el rostro de Elaith expresó, de pronto, una mezcla de comprensión y alivio. Al menos, contra esos enemigos podía luchar abiertamente. Con la velocidad de una serpiente, se lanzó al ataque con los cuchillos alzados para interceptar el primer golpe.

Arilyn oyó el entrechocar del acero, pero su atención estaba fija en los dos tren que se abalanzaban hacia ella. Las enormes zarpas empuñaban cuchillos idénticos con la punta hacia abajo, listos para asestar rápidas puñaladas.

No era un asalto que tuviera fácil defensa. Arilyn esquivó al tren más cercano y levantó la espada para efectuar una parada oblicua con la punta inclinada hacia atrás por encima de su hombro. La puñalada se deslizó a lo largo de la hoja elfa sin causar ningún daño.

Rápidamente, se retiró y se agachó para evitar el cuchillo del segundo tren.

Mientras se levantaba, giró sobre sí misma. Procurando mantenerse a salvo de las malignas púas que sobresalían de la parte posterior del codo de los tren, giró en torno a la criatura al mismo tiempo que efectuaba un barrido horizontal, asiendo con fuerza la espada con ambas manos.

Con una velocidad y agilidad insólitas en un ser tan grande, el tren esquivó el golpe, retrocediendo velozmente dos pasos e inclinando el cuerpo de un modo exagerado. Agitaba sus largos brazos para mantener el equilibrio.

Arilyn había anticipado esa reacción. Cambió la dirección del ataque, desplazó el peso hacia el pie más atrasado y se lanzó a fondo con una impetuosa estocada. El acero penetró en la axila expuesta del tren y se hundió. Al notar cómo la espada rascaba contra hueso, la semielfa apoyó en ella todo el peso del cuerpo.

La hoja de luna se clavó aún más profundamente en la carne del reptil, perforó el pulmón y buscó el principal corazón del monstruo. Por sus fauces brotó un abundante chorro de sangre, lo cual indicaba que la espada había hecho diana.

Arilyn plantó un pie contra el cuerpo del tren y tiró de la espada para liberarla.

Inmediatamente, giró sobre sí misma para hacer frente a su primer atacante. La hoja de luna hendió el aire con un zumbido audible, que finalizó en un ruido áspero cuando el metal raspó las escamas del reptil. De un lado a otro del pecho del tren, brotó una delgada línea de sangre.

La semielfa retrocedió unos pasos a fin de evaluar la situación. No era un corte mortal. Gruñendo de indignación, el tren se llevó las garrudas manos a la herida para unir los bordes del pellejo. Mientras se preparaba para lanzar su siguiente ataque, fulminó a la semielfa con la mirada.

De inmediato, una nauseabunda miasma invadió el túnel. Arilyn retrocedió; el hedor le impedía respirar y le provocaba arcadas. En un abrir y cerrar de ojos, Elaith apareció a su lado y le puso en las manos un trozo de lino. Aunque dudaba de que sirviera de mucho contra la bruma debilitadora, se tapó la nariz con la tela.

Un suave aroma floral penetró hasta el último resquicio de su cuerpo, colmándola con una sensación semejante a la del vino espumoso que se bebe demasiado deprisa y en demasiada cantidad. El horrible hedor se fue convirtiendo en un recuerdo a medida que el antídoto hacía su efecto. Arilyn parpadeó para limpiar los ojos de lágrimas y alzó la espada en posición de defensa.

Justo a tiempo. El tren herido, creyéndola fuera de combate, la atacaba confiando en que la mataría. Con una de sus garrudas manos aún se sujetaba la herida, mientras que la otra la dirigía a la garganta de la semielfa. Lo seguía el líder con la hoz levantada ya.

Ágilmente, Arilyn se puso fuera del alcance del tren herido. Antes de que pudiera pasar a la ofensiva, un pequeño cuchillo plateado revoloteó entre ella y el tren, y se hundió en el estrecho tajo que la hoja de luna había abierto.

La semielfa echó una fugaz mirada a Elaith, asombrándose de la capacidad del elfo para intervenir en su ayuda, pese a estar librando su propia batalla, que no había terminado ni mucho menos. El elfo plateado había despachado a un tren, y sus dagas gemelas se estaban ocupando del último del mismo modo que un tiburón acabaría con una ballena herida: cortándolo a trocitos lentamente.

La ira de Arilyn creció como una marea roja e imparable. Aunque Elaith la hubiera ayudado, no una sola vez sino dos, ¿acaso no tenía ningún código de batalla?

No había honor ni en sus métodos ni mucho menos en el cruel placer que reflejaba su faz.

Apretó los dientes, decidida a poner fin a la lucha rápidamente. Dos de sus atacantes habían muerto. El tren alcanzado por el cuchillo de Elaith había frenado el avance tan bruscamente como si hubiera chocado contra un muro mágico; agitó débilmente las zarpas en el aire y, finalmente, buscó a tientas la empuñadura del cuchillo que Elaith había arrojado. Pero su cuerpo se puso rígido y comenzó a caer hacia delante.

El líder soltó un rugido de rabia mientras arremetía contra la semielfa. Blandía la hoz en el aire como si se preparara para recoger una mortal cosecha.

Arilyn se apartó a un lado, de modo que el tren moribundo quedara entre ella misma y su atacante. El líder llevaba demasiado impulso como para ser capaz de frenar, por lo que la hoja curva de la hoz se hundió en los suaves pliegues del cuello de su compañero moribundo. Antes de que pudiera arrancar el arma, el peso de su camarada, que caía, lo arrastró al suelo. Arilyn se lanzó al asalto con la espada apuntando al ojo del asesino.

La punta del acero chocó con la protuberancia ósea, se deslizó por las escamas, cortándolas fácilmente, y buscó la estrecha órbita ocular.

Pero el tren fue más rápido. Lanzando otro rugido, sacudió la enorme cabeza y se libró de la espada de Arilyn. A continuación, liberó la hoz de la garganta de su compañero muerto y se alejó de los cuerpos sin vida de los componentes de su clan. Y así se fundió en las sombras, haciéndose tan invisible como una gota de agua en el océano.

El primer impulso de la semielfa fue seguirlo, pero por su larga experiencia en campos de batalla sabía que no era aconsejable apresurarse a dar la espalda a ningún adversario. Giró con la espada en guardia, lista para enfrentarse al último tren o al elfo que luchaba con él.

El tren seguía en pie, aunque se tambaleaba. Sangraba por múltiples heridas. Ya no podía presentar batalla; sus largos brazos le colgaban sin vida y las garras arañaban la piedra del suelo con cada balanceo sobre unas patas que apenas lo sostenían.

No obstante, Elaith no parecía dispuesto a acabar con el juego. Arilyn había visto gatos que guardaban los graneros torturar a las ardillas que capturaban mostrando más clemencia y menos placer.

—¡Acaba de una maldita vez! —espetó al elfo.

Elaith le lanzó una rápida mirada de sorpresa, como si de repente recordara dónde se encontraba y quién era. Arilyn habría jurado que por un instante había visto la vergüenza reflejada en sus bellas facciones.

Rápidamente, el elfo le dio la espalda, como si pretendiera apartarse de una verdad incómoda, dejó caer al suelo un arma goteante y, de un pliegue oculto en sus vestiduras festivas, sacó un delgado cuchillo. Con un rápido giro de muñeca, lo lanzó contra el ángulo interior de la boca del monstruo, que mantenía abierta y floja. La punta de plata atravesó el pellejo por el lado opuesto de la boca del tren y abrió una ruta por la que rápidamente salió sangre. El tren se desplomó enseguida y cayó, casi agradecido, al suelo empapado de sangre.

Elfo y semielfa se miraron largamente. El asco y la gratitud se batían para protagonizar las primeras palabras de Arilyn.

—Supongo que debería darte las gracias —dijo al fin.

—Muy a tu pesar, según veo —repuso el elfo sin pelos en la lengua, y alzó una mano para impedir el intercambio de palabras que era costumbre entre dos elfos después de luchar codo con codo—. No me debes nada, princesa. Mi deber desde que nací es servir a la casa real. Mi espada está a tu servicio.

Arilyn se quedó muda, tal como, sin duda, pretendía Elaith. El rufián era uno de los pocos que conocía la ascendencia de la semielfa y el único elfo que la aceptaba y la reconocía abiertamente. Entre los tel’quessar —el término elfo que significaba simplemente «gente del Pueblo»— no tenía nada de honorable ser la hija mestiza de una princesa exiliada. Pero Elaith, por razones particulares, no compartía esa opinión.

—Deberíamos seguir al último tren —dijo la semielfa, que había apartado la mirada y se dedicaba a limpiar su espada.

—Desde luego. No obstante —añadió con una leve sonrisa—, me parece que arriba te espera otra batalla. Ha sido una velada llena de emociones.

Arilyn no se lo discutió. Primero, el percance de Danilo con el hechizo de la flor celeste y, luego, la extraña conversación que había escuchado a escondidas.

Rememoró las palabras pronunciadas por lady Cassandra, la promesa de zanjar inmediatamente cualquier problema que pudiera causar Elaith. Tras luchar con asesinos a sueldo, aquellas palabras cobraban un nuevo y siniestro significado.

Era absurdo. Arilyn sacudió la cabeza tratando de apartar de sí tales pensamientos.

Una cosa era que lady Cassandra fuese tan temible como un dragón, pero no se la imaginaba contratando asesinos para deshacerse de los invitados que no se comportaran como era debido. Por otra parte, corría el riesgo de que Elaith lo creyera posible y actuara en consecuencia.

El elfo propinó un puntapié a uno de los voluminosos cadáveres.

—Me preguntó quién los contrató —pensó en voz alta, haciéndose eco de la misma preocupación que la semielfa.

Arilyn carraspeó.

—¿Alguna idea? —preguntó.

—Las posibilidades son casi ilimitadas —respondió con ligereza—. ¿Crees que ésta es la primera vez que pasa? No le des más vueltas. Yo, desde luego, no lo haré.

Arilyn no se tragó que Elaith pudiera tomarse el ataque tan a la ligera.

—Hablaré con Danilo sobre ello —dijo suavemente, y observó al elfo, que absorbía los múltiples niveles de significado que encerraban las palabras de Arilyn.

—¿Crees que lord Thann me ha invitado a la mansión familiar para que me encontrara con estos asesinos? —preguntó Elaith, aludiendo directamente a los temores de Arilyn.

—¡No!

—Yo tampoco —dijo, y aunque pareció que iba a añadir algo, se limitó a sacudir la cabeza y marcharse.

Arilyn no trató de retenerle. Como él mismo había dicho, la esperaba otra batalla.

Una vez que Elaith hubo desaparecido, Arilyn siguió su rastro por un laberinto de pasillos subterráneos hasta dar con una puerta oculta y un breve tramo de escalones de piedra que conducían a un escotillón abierto. Arilyn alzó la vista hacia lo que parecía ser un cobertizo de jardín. Encima, se extendía él cielo negro aterciopelado; la luna había rebasado ya su cenit. La aventura había durado más de lo que había creído.

El Baile de la Gema la esperaba. A bote pronto, podría haber nombrado hasta una docena de sangrientos campos de batalla a los que había acudido con más entusiasmo y menos temor. Lanzando un suspiro de profunda frustración, se puso derecha, se remangó la falda del vestido prestado y subió la escalera con aire resuelto.

La lámpara de aceite situada a un lado de la cama parpadeó y se apagó. A la tenue luz del fuego que ardía en el hogar, Oth Eltorchul contempló a la mujer lánguidamente tumbada a su lado.

—Un final muy agradable para una velada ciertamente lamentable —comentó.

¿Agradable? ¿Eso era todo lo que se le ocurría? Temiendo que si hablaba se le escapara lo que realmente pensaba, Isabeau se limitó a esbozar una leve sonrisa que le permitió mostrarle los dientes.

La mirada de la mujer voló a la ropa del mago, pulcramente colgada de ganchos.

Con ojos expertos, calculó el peso de los bolsillos secretos, así como el valor de lo que contenían. Tendría que ser bastante para compensarla por la velada y por ese hombre.

En cambio, su vestido color rubí yacía desparramado en el suelo como un charco de vino. Anillos, pendientes y una gargantilla de piedras rojas —todo a juego— sembraban la mesita de noche. Por supuesto, eran de cristal, pues por el momento solamente podía permitirse buenas falsificaciones, aunque pensaba poner remedio a esa situación lo antes posible. Hasta entonces, la noche había resultado muy poco provechosa debido a la intervención de Danilo Thann. Ansiosa por cambiar su suerte, buscó con impaciencia en el rostro de Oth signos de la somnolencia que sigue al placer.

Pero el mago se encontraba de humor expansivo y dispuesto a repetir las quejas que Isabeau había tenido que soportar durante todo el trayecto hasta La Sílfide de Seda.

—Lamentarán haber rechazado mi propuesta, ya lo veréis. Me han tratado como un inoportuno plebeyo, sin mostrar la deferencia debida a un miembro de la aristocracia.

Una pequeña inversión, un pequeño aval. ¿Qué es eso para los Thann, Ilzimmer y Gundwynd? ¡Las esferas de sueños podrían haberlos hecho muy ricos!

Isabeau enroscó un mechón del pelo bermejo de Oth alrededor de un dedo.

—Ya son ricos, mi señor.

Oth le lanzó una mirada brusca y airada. Al moverse, apartó el mechón de pelo del dedo de la mujer, aunque no pareció darse cuenta.

—No mostráis el debido respeto a las esferas de sueños. ¡Qué distinto sería de haber experimentado sus efectos!

La idea lo electrizó. Bruscamente, se incorporó en el lecho y se alisó con gesto distraído el rojo cabello.

—¿Qué es lo que deseáis de corazón? ¿Qué maravillas queréis vivir?

—Mi señor, en estos momentos no deseo nada más —replicó ella con una lenta y cálida sonrisa.

El mago hizo caso omiso de la adulación.

—Pertenecéis a la casa real de Tethyr, pero he oído que fuisteis criada de vuestra familia adoptiva y que nunca habéis visitado vuestro país natal. ¿No os gustaría reclamar, aunque sólo fuese por un momento, lo que podría haber sido vuestro? ¿Os gustaría ver el palacio y ser recibida por la nueva reina?

Sin esperar respuesta, Oth se levantó de un salto y se acercó a su capa. Después de rebuscar entre los pliegues, extrajo de un bolsillo una pequeña esfera levemente luminosa, que depositó en manos de Isabeau.

—Sujetadla. Cerrad los ojos e imaginaos el sol encima de torres de mármol rosa —le indicó.

Isabeau obedeció, más para seguirle la corriente que porque realmente deseara vivir la ilusión. No comprendía cómo alguien podía contentarse con un fugaz sueño.

Ella siempre había vivido según una máxima muy simple: lo que quería lo conseguía.

Sus horizontes habían traspasado los límites de la apartada taberna regentada por gnomos; el único hogar que había conocido. Entonces su territorio era una rutilante metrópoli, y apenas podía contener los deseos de hacerse con todo lo que había visto.

No obstante, una extraña fragancia la atrajo y la sedujo. Isabeau inspiró profundamente para embeberse del aroma del sol meridional que incluía calor intenso, flores, así como el olor dulce y almizclado de frutas y especias raras. De repente, ese aroma estalló en luz, como un festival de fuegos de artificio, que a su vez lentamente se fue solidificando en una escena tan espléndida que Isabeau se sintió invadida por una irresistible añoranza.

Damas y caballeros, visires y cortesanos, todos ellos vestidos de punta en blanco, estaban sentados a mesas cubiertas por manteles de hilo bordado y usaban cubiertos de plata. Tras ellos, los muros de mármol rosa del palacio se realzaban con maravillosos tapices. Se celebraba un banquete digno de una reina. Sobre las fuentes de plata, se apilaban exóticos frutos tropicales. Los diminutos pastelillos dispuestos en las bandejas despedían un apetitoso aroma, y sobre cada una de las mesas descansaba un pavo real asado. Las brillantes plumas azules y verdes de la cola se habían sujetado y desplegado de nuevo para recrear su esplendor y dar la impresión de que las orgullosas aves también querían ser partícipes de la cena.

Pero nadie probaba la comida; todos los presentes alzaban sus copas en señal de saludo. A Isabeau le pareció que la miraban a ella: a lady Isabeau Thione, de la casa real de Tethyr, por lo que inclinó graciosamente la cabeza, aceptando el homenaje.

—¡Por la reina Zaranda! —exclamó un hombre gordo con grasiento pelo negro.

—¡Por Zaranda! —lo secundaron todos a una.

Isabeau disimuló el sentimiento de mortificación y rápidamente asió la copa.

Apenas tuvo tiempo de llevársela a los labios antes de que el brindis acabara. Para su alivio, y también desilusión, nadie parecía haber reparado en su metedura de pata, pues todas las miradas estaban fijas en la mujer sentada en la mesa real situada detrás y a la derecha de donde se encontraba ella.

La joven lanzó una larga mirada de soslayo a la reina Zaranda. La soberana era una mujer de mediana edad, hermosa, con un esbelto cuerpo de luchadora, fuertes facciones y espesa melena blasonada con un mechón blanco. Iba vestida con sencillez y no llevaba más joyas que la corona de plata. Tampoco parecía sentirse impresionada por los elogios ni el lujo. A Isabeau se le antojó que la nueva reina parecía allí ridícula y fuera de lugar: no era más que una plebeya del norte, una hechicera de baja estofa y mercenaria, que inexplicablemente había accedido al trono.

Y ese trono, por derecho, pertenecía a Isabeau.

Isabeau ignoraba de dónde había surgido aquel pensamiento. Nunca había considerado su recién descubierto linaje como un camino que recorrer, sino como una oportunidad de la que sacar beneficio. Pero entonces veía las sutiles miradas que le lanzaban, las leves inclinaciones de varias cabezas morenas meridionales, mientras alzaban sus copas en homenaje a la falsa reina.

La joven despertó tan bruscamente que sus ojos seguían deslumbrados por la visión. Bajó la mirada a la esfera de cristal que sujetaba en una mano, deseando que la magia continuara, pero la pequeña esfera estaba fría, silenciosa y lechosa, como la sonrisa de un bebé.

—¡Haced que regrese! —gritó furiosa, volviéndose hacia Oth—. ¡Quiero más!

El mago echó la cabeza hacia atrás y se rió, encantado.

—Eso es lo mejor. ¿Es que no lo comprendéis? ¡Un solo sueño nunca basta! Abre nuevas perspectivas, descubre nuevas posibilidades. Puesto que pocas personas poseen la inteligencia, el talento o el carácter necesarios para convertir sus sueños en realidad, se gastarán gustosamente una moneda tras otras para comprarlos.

Las irresponsables palabras del mago afianzaron la resolución de Isabeau. A ella no le faltaba ni la inteligencia ni la voluntad de salirse con la suya, pero la esfera de sueños le había sugerido todo un nuevo mundo de posibilidades.

—Un juguete fantástico, mi señor —dijo al fin, inclinando la cabeza como un espadachín que reconociera un punto a su rival—. Los nobles comerciantes han sido estúpidos al rechazaros. Yo jamás lo haría.

Isabeau sonrió en descarada invitación y dio palmaditas a las arrugadas sábanas, pero Oth tenía la cabeza en otros asuntos.

—Lo que no saben es que las esferas se venderán, tanto si ellos quieren como si no. Ya ha habido intentos de robarlas para desentrañar sus secretos mágicos. ¡Mizzen, ese maldito bellaco, es el peor de todos!

—Mizzen —repitió ella. El nombre le sonaba de un cotilleo que le había llegado por casualidad—. ¿El mercader de cristales?

—Ese mismo. —La mirada de Oth se tornó astuta—. Mientras lo he necesitado, he tenido que soportar sus ineptas ambiciones, pero ya ha desenterrado y ha tallado suficientes cristales. La mayoría de ellos han sido encantados. Lo único que queda por hacer es transportar por barco las esferas acabadas a Aguas Profundas. Eso —añadió frunciendo la frente airadamente—, y hallar el modo de venderlas sin que los señores de la ciudad se den cuenta.

En cuanto a eso, Isabeau tenía varias ideas propias. Pero lo primero era conseguir que el hombre se durmiera. Se levantó del lecho e interceptó a Oth, que se paseaba inquieto.

—Decidme, mi señor —susurró echándole los brazos al cuello—, ¿poseéis alguna esfera de sueños que podamos compartir?

El mago la contempló con una nueva expresión de respeto.

—Eso no se me había ocurrido —dijo con asombro—. ¡Cuántas posibilidades! Un noble hastiado por una esposa que no lo pierde de vista podría imaginarse que corteja a una reina sin salirse de los límites. Y también su esposa podría vivir la relación con su señor del modo que más le gustara.

—Las esferas se venderían por docenas —convino con él Isabeau, y miró con intención la capa del mago—. Tal vez, deberíamos probarlo antes.

Mucho más tarde, cuando la luna estaba a punto de desvanecerse y el fuego no era más que ardientes ascuas, Isabeau se escabulló de la cama. No tenía ni idea de qué oscura fantasía había imaginado Oth y no deseaba saberlo. No le cabía ninguna duda de que las esferas de sueños se venderían, aunque ella misma jamás volvería a usar una.

Cuanto antes se librara de ellas —provechosamente, claro estaba—, y también de Oth, mucho mejor.

La joven se acercó sigilosamente a la ropa del mago y, con rapidez, le vació los bolsillos. En ellos encontró varias joyas de excelente calidad, una bolsa llena de monedas y un pequeño cuchillo de plata del tipo de los que los caballeros llevaban encima para servirse en la mesa. Se lo guardó todo en los bolsillos ocultos en las prendas que habían quedado tiradas por el suelo, astutamente cosidos a las pesadas enaguas y entre las ballenas del corsé.

Antes de registrar la capa del mago, tuvo un breve momento de vacilación. No obstante, hundió resueltamente las manos entre los pliegues y empezó a sacar esferas de sueños, una a una, hasta completar casi la veintena, lo cual representaba una pequeña fortuna. Haciendo caso omiso de su persuasivo zumbido mágico, las escondió, junto con sus propias joyas, en los escondrijos preparados al efecto.

Ése era el robo más audaz y arriesgado que Isabeau había cometido en toda su vida. Notaba las manos húmedas y temblorosas. La joven se las secó en las enaguas, inspiró profundamente para calmarse y volvió al lecho, junto al mago, que dormía.

Arilyn recorrió apresuradamente el jardín hacia el gran salón. A juzgar por el ajetreo de los carruajes que abandonaban la villa y el tono apagado y lánguido de la música que emanaba del salón, el baile podía darse por finalizado.

Danilo le dio la bienvenida en la puerta, risueño pero con mirada de preocupación.

—Lo siento —gruñó Arilyn.

El noble se sobresaltó, pero enseguida prorrumpió en carcajadas.

—¡No te imaginas cuánto he echado de menos tu singular encanto!

—Me han entretenido unos asuntos —respondió ella, de mala gana.

—Eso he supuesto. —Danilo la cogió por el brazo y la condujo afuera, al jardín—. Ese vestido que llevas emana un leve tufillo que me recuerda al de una criatura no muerta.

—Un zombi tren. Menuda perspectiva, ¿no te parece? —comentó la semielfa con una mueca—. Como si los tren vivos no fuesen lo suficientemente malos.

Danilo retrocedió, sobresaltado y profundamente inquieto.

—¿Tren? ¿Aquí? ¿En la mansión Thann?

—¿Conoces a los tren?

—Son criaturas inmundas y asesinos profesionales, ¿no es así?

Arilyn asintió con un gesto de cabeza, contenta de ahorrarse al menos ese tipo de explicaciones. Habían pasado años desde que ella misma había interpretado el papel de asesina y, no obstante, aún acusaba el peso y la oscuridad de aquella época.

—Hay más.

Mientras paseaban, la semielfa le relató con detalle la conversación que había escuchado a escondidas y el ataque contra Elaith Craulnober. Danilo no la interrumpió, pero su expresión se fue turbando.

—No sé qué se lleva entre manos Elaith ahora mismo, pero es posible que alguien lo organizara para acabar con él —concluyó Arilyn.

La furia asomó a los ojos de Danilo mientras componía las diferentes piezas de información.

—¿Crees que lady Cassandra es la responsable?

—Yo no culpo a nadie. Me limito a decirte lo que oí. Independientemente de quién ordenara el ataque, deberías prepararte para futuras dificultades. Elaith Craulnober no es de los que perdonan una ofensa.

—¿Sigues desconfiando de él? —inquirió Danilo con expresión preocupada.

—¿Tú no? Pero antes que nada, ¿me puedes decir qué mosca te picó para llenar la sala de baile con flores celestes?

Danilo agitó una mano en un gesto leve y despreocupado.

—Quería ofrecerte un ramo; no un monstruoso jardín.

—¿Y qué pasó? —insistió la semielfa.

—¡Ojalá lo supiera! —respondió el joven noble en tono más serio—. La verdad, me preocupa. Después de lo que me has contado, el fracaso del hechizo parece más grave.

—No comprendo.

Danilo se detuvo y la arrastró suavemente hacia un apartado rincón cubierto por parras. Arilyn jamás lo había visto tan sombrío.

—¿Cómo es posible que hayas caído en la emboscada de los tren? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo es posible que Elaith pueda haberte sorprendido?

Eran preguntas demasiado embarazosas. Arilyn se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada.

—¡Ve al grano! —ordenó.

La mirada del joven se posó en la espada que pendía de la cadera de la semielfa.

—La magia de la hoja de luna debería haberte avisado del peligro.

A Arilyn no se le había pasado por alto, aunque hasta entonces no había tenido tiempo de reflexionar sobre ello.

—Conozco a la perfección el hechizo de la flor celeste —prosiguió Danilo hablando en voz baja—. Es uno de los encantamientos elfos más sencillos, al alcance de cualquier mago humano dispuesto a invertir parte de su oro y su tiempo. Soy capaz de conjurarlo tan fácilmente como tu espada es capaz de partir un melón por la mitad. ¿Por qué crees que tanto tu magia elfa como la mía fallaron?

En su voz había un dejo de amargura. Antes de que hablara, Arilyn supo qué iba a decir y se puso a la defensiva.

—¿Echas la culpa a la hoja de luna?

—¿Por qué no? ¿Desde cuándo esa maldita espada no determina todo lo que pasa entre nosotros? Nos reunió cuando su magia destruyó a un puñado de arpistas, muchos de los cuales eran amigos míos. Luego, nos unió cuando tu tozudez elfa te impidió aceptar tus sentimientos. Y sus exigencias nos separaron cuando tú elegiste romper el vínculo que había creado entre nosotros.

Arilyn sintió que el corazón se le hacía pedazos al contemplar el insondable dolor que reflejaban los ojos de Danilo. Ya no quedaba nada del jovial dandi ni del atento cortesano. La semielfa nunca había visto tan claramente el sufrimiento que había causado a su mejor amigo con su sacrificio bienintencionado.

—Dan —dijo suavemente, tendiéndole una mano.

Pero él no la miraba. Se había vuelto para observar la luna que se ponía, como si en su brillante superficie pudiera leerse toda la sabiduría de los dioses elfos.

—He sido un estúpido —dijo el noble en voz baja—. Nada puede cambiar el hecho de que estés ya comprometida con la hoja de luna, y su magia se asegurará de que no establezcas ningún otro compromiso que pueda interferir.

—¡No puedes creer eso! —exclamó Arilyn al comprender el significado de las palabras del joven.

Danilo suspiro y se hundió una mano en la cabellera.

—No estoy seguro de lo que creo. No obstante, he crecido rodeado de magia y sé que existen fuerzas antagónicas. Tal vez tu espada me considera una amenaza para el camino que debes seguir y te está forzando a elegir entre ella o yo.

—¡Eso es ridículo! —protestó la semielfa, tratando de imbuir sus palabras de una convicción que no sentía porque el argumento de Danilo le sonaba inquietantemente verosímil.

La sonrisa del joven fue al mismo tiempo deprimente y perceptiva.

—Ya renuncié a la espada una vez —afirmó Arilyn con rotundidad.

Finalmente, Danilo la miró a la cara.

—Sí, para liberar mi espíritu de una servidumbre que no había elegido por voluntad propia. ¿En tan baja estima me tienes para creer que aceptaría que tú te sacrificaras por mí? Porque eso sería lo que harías si rechazaras conscientemente el compromiso que adquiriste al heredar la espada.

Arilyn no pudo negar aquella simple verdad. En vez de ello, dio media vuelta y abandonó el rincón como si pretendiera alejarse de la sombra que las palabras de Danilo habían revelado.

El joven la siguió. Durante un rato, pasearon en un silencio total, solamente roto por los débiles sonidos de los invitados que se despedían y el crujido de las hojas secas, que recordaban que el verano ya había pasado.

Al llegar a la verja más alejada, Danilo cogió la mano de Arilyn y se la llevó a los labios. La expresión de sus ojos era triste, pero resuelta.

—En una ocasión me liberaste, aunque yo no te lo pedí. Ahora yo hago lo mismo.

Habían compartido muchas despedidas, pero ésa era distinta. Una profunda desolación se adueñó de Arilyn al pensar que tal vez no volverían a verse. Un opresivo dolor y una conmoción fría sacudieron atrozmente su cuerpo; era una sensación peor a cualquier herida que hubiese recibido en batalla. La joven sacudió la cabeza y pugnó por articular palabras de protesta, pero tenía un nudo en la garganta.

Era demasiado tarde. Danilo se había marchado dejando tras de sí una nube de débiles motas plateadas, que titilaron un momento en el aire y luego cayeron como lágrimas en el otoñal jardín.

La hoja de luna que le pendía de la cadera empezó a zumbar con su magia familiar por primera vez desde que había entrado en la villa Thann.