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Danilo alzó la mirada hacia una de las altas y estrechas ventanas que flanqueaban el gran salón. Desde que lanzara el desafortunado hechizo, la luna había ascendido tal vez el doble de su anchura. Arilyn tardaba mucho más en regresar de lo que había esperado.

Una campechana palmada en un hombro lo arrancó de sus ensoñaciones. Un hombre alto y de pelo castaño rizado lo contemplaba con fingida consternación.

—¡Quién te ha visto y quién te ve! ¡Te han pillado bien! ¿Cuánto tiempo hace que esperas a esa mujer?

—No más tiempo del que tú llevas huyendo de esa otra —repuso Danilo a su amigo Regnet Amcathra con una irónica sonrisa.

Simultáneamente, Danilo señaló con la cabeza a Myrna Cassalanter, la cual susurraba chismes a una mujer ataviada con un vestido color esmeralda y que exhibía una expresión de escandalizado deleite.

Regnet se rió de buena gana.

—¡A mí me parece una eternidad! ¡Y la noche aún es joven! No obstante, yo no hablaba solamente de esta noche. En serio, Danilo, hace años que no salimos juntos para beber y conocer mujeres. El mundo está lleno de ellas, por si lo has olvidado.

—A mí sólo me importa una.

Una vez más, la mirada de Danilo se dirigió a la puerta por la que había desaparecido Arilyn.

—¡Una sola mujer! —Regnet sacudió la cabeza con desaprobación—. ¡Qué lástima verte así!

—Tranquilo, tengo otros vicios —le aseguró Danilo, blandiendo una copa vacía.

—Bueno, eso es un consuelo. —El noble escrutó el salón, y sus ojos se iluminaron al posarse en una bonita camarera que divisó en el otro extremo—. Estamos de suerte: ahí hay alguien que nos alegrará la vista a los dos.

Ambos se acercaron a la muchacha, e inmediatamente Regnet inició un flirteo.

Danilo aplaudió su elección. La chica era alegre, de pelo cobrizo, ojos grises reidores y, al sonreír, se le formaban hoyuelos en las mejillas. Aunque su voz arrastraba el áspero acento de los barrios bajos, poseía un afilado ingenio.

—No me malinterpretéis si os digo que deberíais alejaros de aquí —aconsejó a Regnet—: se aproxima un fuego fatuo.

Danilo siguió la mirada de la camarera y estalló en carcajadas. Myrna Cassalanter se acercaba con la mirada fija en Regnet. Con su cabellera escarlata y el vestido del mismo color, realmente parecía una llama agitada por el viento. Los fuegos fatuos se consideraban de mal agüero y ciertamente, en sentido práctico, los gases provocados por la combustión en ciénagas dejaban tras de sí un olor nauseabundo. A Dan no se le ocurría una mejor descripción de Myrna —una redomada chismosa por profesión e inclinación— que la propuesta por la camarera.

Después de que Myrna arrastró a su presa hacia la pista de baile, Danilo alzó la copa hacia la camarera en silencioso saludo. La muchacha respondió con una rápida y pícara sonrisa, seguida por un encogimiento de hombros.

—He visto bastante como para saberlo.

—¿Fuegos fatuos? —inquirió Dan, risueño.

—¡Ojalá! —exclamó la muchacha con anhelo—. No, nunca he salido de Aguas Profundas.

Danilo se sirvió otra copa. La voz de la muchacha no reflejaba lástima por sí misma, sino un genuino anhelo, así como una naturaleza inquieta, que él también compartía.

—¿Adónde irías?

—No sé. A cualquier sitio que no oliera a pescado y cerveza.

Dan rió y pilló un albaricoque maduro de la bandeja de un criado que pasó por allí.

—Cuando yo me siento inquieto, esto me ayuda un poco. Pruébalo y ya verás cómo su sabor conjura imágenes de la calidez del sol y de lejanos países.

—¡Oh!, no me atrevo a comer mientras estoy de servicio —protestó la muchacha, pese a que contemplaba la fruta como si se tratara de una piedra preciosa—. Y si la guardo para más tarde, pueden creer que la he robado.

Danilo asintió con la cabeza. El robo por parte de la servidumbre se castigaba duramente. No obstante, parecía muy injusto negarles los manjares que ayudaban a servir.

—En ese caso, dime cómo te llamas y haré que te envíen algunos.

—¿Ah, sí? —repuso ella incrédulamente, aunque sin rencor—. Junto con una caja de vino élfico, supongo…

La camarera no acabó la frase, pues algo había captado su atención. Danilo siguió su mirada e hizo una mueca. No muy lejos, una joven de curvas vertiginosas bailaba muy acaramelada con un apasionado noble. Ambos movían las manos con más entusiasmo que los pies. Normalmente, Danilo no lo habría considerado extraño —después de todo, las atenciones que Myrna dedicaba a Regnet no eran más sutiles—, pero tenía razones para desconfiar de esa mujer en concreto. Al parecer, lady Isabeau no olvidaba fácilmente su pasado como Sofía, la carterista.

—Disculpa —murmuró al mismo tiempo que dejaba la copa sobre la mesa.

En el rostro de la bonita camarera asomó una fugaz mirada de consternación.

—Tened cuidado con ésa, señor. No os dejéis engañar por su aspecto. No es trigo limpio.

—Tienes buen ojo —comentó él, empezando ya a alejarse—. Gracias por el consejo; lo tendré en cuenta.

—Lilly —soltó ella de pronto.

Danilo se volvió y alzó una ceja con gesto inquisidor.

—Mi nombre —se explicó la muchacha—. Sólo quería que lo supierais. Yo sé cómo os llamáis vos. Sois motivo de comentarios —añadió con una sonrisa.

—Sí, me lo imagino —replicó secamente, disfrutando de la ácida e irónica lengua de la muchacha, incluso cuando la dirigía contra él. Se despidió llevándose una mano a la frente—. Lilly, ha sido todo un placer.

Hábilmente separó a Isabeau de su pareja de baile y, danzando, la llevó con discreción a un reservado.

Tan pronto como supo que nadie los miraba, Isabeau se desasió y se puso bien derecha, no tanto en actitud desafiante como para exhibir sus abundantes encantos femeninos, enmarcados entre la gargantilla de rubíes y el escotado vestido.

—¿Habéis venido a cobraros lo que os debo, lord Thann? —preguntó, burlona—. ¿Una cita a cambio de rescatarme y darme una nueva posición? No me sorprende, pero no esperaba que reclamarais vuestro premio en un lugar tan público.

Danilo extendió una mano con la palma hacia arriba.

—He venido a conseguir algo; en eso tienes razón. Vamos, dámelo.

Isabeau hizo un mohín de inocencia ofendida.

—No entiendo.

—Es evidente. ¿Debo recordarte que eres lady Isabeau Thione, una dama noble emparentada con la casa real de Tethyr? Ya sé que todo esto es nuevo para ti, pero debes aprender a comportarte según las costumbres de la nobleza de Aguas Profundas.

—¡Bravo! —Isabeau esbozó una fría sonrisa de burla y fingió que aplaudía—. ¡Acabas de ganar el premio al comentario más rancio de la noche! La única diferencia entre mí y la mayor parte de esta gente tan fina es que ellos roban grandes cantidades, normalmente a los pobres. En el poco tiempo que llevo en la ciudad, me he dado perfecta cuenta de ello.

Danilo no se dejó distraer del tema.

—No hagas que me arrepienta de haberte traído aquí —la advirtió—. A algunos les encantaría llevarte de vuelta a Tethyr.

Isabeau se calmó al instante, y sus ojos negros recorrieron apresuradamente el salón hasta posarse en el elfo de cabello plateado y ojos color ámbar vigilantes como los de un halcón.

—Muy bien —repuso con petulancia, y empezó a vaciarse el bolsillo. En cuestión de segundos, Danilo se encontró con las manos llenas de objetos que la mujer había birlado a sus compañeros de baile: monedas, colgantes, una pequeña esfera de cristal e incluso un anillo de tamaño inusual, con un gran cuarzo rosa engarzado.

El noble se contempló las manos con consternación.

—¿Tienes idea del tiempo que tardaré en inspeccionarlos todos y devolverlos sin que sus dueños sospechen?

La mujer cruzó los brazos sobre su abundante pecho y sonrió.

—Eso tiene fácil solución: devuélvemelos y te ahorrarás muchas molestias.

Danilo suspiró y se guardó el tesoro en la bolsa que le colgaba del cinto.

—Será mejor que te marches, Isabeau. Ya hablaremos de esto más tarde.

—Mucho más tarde, espero —replicó la mujer con displicencia.

Con la mirada, Isabeau examinó la multitud, sin duda buscando una de sus víctimas. Grácilmente se alejó del reservado para mezclarse con la confusión de sedas de los bailarines.

Momentáneamente, Danilo sintió deseos de seguirla. Después de todo, él y Arilyn habían llevado a Isabeau a Aguas Profundas para que estuviera segura, siguiendo órdenes de los arpistas. Aunque después ambos habían lamentado haberlo hecho, continuaban teniendo una responsabilidad personal en el asunto: mantener Aguas Profundas a salvo de Isabeau.

Elaith Craulnober se fijó en que Danilo se llevaba a la mujer sureña a un reservado y no le cupo la menor duda de por qué: la moza era una ladrona condenadamente hábil. Ese mismo verano le había robado una daga a él, nada más y nada menos, y por ello, a punto estuvieron de colgarlo.

Tal hecho convertía a Isabeau Thione en una persona singular en Aguas Profundas: era la única que había osado cruzarse en su camino y que aún seguía con vida. Si había hecho una excepción con ella, había sido únicamente por la deuda de gratitud que tenía con Danilo Thann. ¿Qué era la insignificante vida de una mujer en comparación con el valor de la suya propia?

Ellos dos, elfo y bardo humano, habían recorrido un largo camino. En el pasado, Elaith había contratado sicarios para que asesinaran a Danilo, pues consideraba que era demasiado trivial como para tomarse la molestia de matarlo él mismo. No obstante, con el tiempo, sus sentimientos hacia el joven lord Thann habían pasado de un profundo odio a un respeto a regañadientes. De no ser por Danilo, Elaith habría perecido a manos de una multitud de vengativos gnomos por un asesinato que no había cometido. En agradecimiento, había pagado su deuda al modo elfo, es decir, había nombrado a Danilo «amigo de los elfos».

Con distinción era un regalo excepcional, un compromiso de aceptación y lealtad absolutas, y un honor que raras veces se confería a un humano.

Y sin duda, también era lo más estúpido que había hecho en décadas.

La principal prueba de ello era su presencia en esa maldita fiesta. Con la excepción de unos pocos músicos contratados y de la semielfa Arilyn, Elaith era el único elfo invitado, por lo que decir que era el centro de todas las miradas sería quedarse muy corto. Él prefería pasar desapercibido. Dada la naturaleza de sus actividades, parecía lo más prudente.

Ésa era su segunda fuente de permanente descontento. Elaith era un canalla que se había hecho rico mediante actividades que iban de simplemente sancionables a sospechosas o descaradamente ilegales. Desde muy joven, la vida le había llevado por caminos oscuros y tortuosos. No obstante, en los últimos tiempos había adquirido una cierta virtud que, para decirlo con suavidad, resultaba terriblemente inconveniente.

Hacía tanto tiempo que Elaith había desechado prendas tales como el honor, la lealtad y la tradición que estaban ya apolilladas y no se sentía cómodo con ellas.

Un invitado, definitivamente borracho, echó a andar haciendo eses hacia el elfo.

Elaith lo observó con profundo desagrado. No era un ejemplar de humano especialmente impresionante: estatura media, hombros estrechos y caídos, así como exiguo pecho. Gran parte de su peso se había acumulado en caderas y nalgas. Tenía el pelo rojizo cortado casi al cero y una barba recortada exageradamente en punta. Sin duda, su intención era asemejarse a un sátiro aunque, en realidad, en conjunto daba la penosa imagen de un macho cabrío con dos patas.

Inmediatamente, el mercader le obsequió con todo tipo de historias. Puesto que el único modo de escapar hubiera supuesto clavarle una daga y salir corriendo, se limitó a dejar que el tipo continuara hablando con su lengua de trapo, mientras él se dedicaba a observar a la multitud.

En celebraciones como ésa, uno podía enterarse de muchas cosas, y a la rápida mirada del elfo no se le escaparon varios encuentros muy interesantes, algunas alianzas inusuales y unos pocos tratos cerrados. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que la información era una moneda tan valiosa como el oro y consideraba que había ganado lo suficiente como para compensarle del aburrimiento de esa deprimente fiesta.

—… vender la gema elfa justo delante de sus narices, eso haré —alardeó el mercader.

Las últimas palabras del pelmazo atrajeron la atención de Elaith.

—¿Gema elfa? —lo animó a proseguir.

—Una cosa enorme. —El humano sonrió, encantado, ante ese signo de interés—. Un rubí lleno de magia. Y cada día que pasa crece más y más, ¿eh?, ¿eh? —Se inclinó hacia el elfo y le hundió un codo en las costillas.

Elaith añadió mentalmente aquel presuntuoso patán a la lista de funerales a los que le gustaría ir en un futuro próximo. Era una lista que crecía casi tan rápidamente como la flor celeste de Danilo. Resultaba muy limpio ir eliminando a la gente a medida que uno iba avanzando y acabar de una vez. Tal vez Isabeau Thione estuviera a salvo de su daga, pero a ese mercader sólo le protegía la información que aún podía revelarle.

—Me temo que no he entendido bien vuestro nombre —dijo Elaith de un modo cordial.

El mercader se irguió bamboleándose sólo ligeramente.

—Mizzen Doar, de Luna Plateada. Proveedor de piedras preciosas y cristales.

—Claro, claro. ¿Y el caballero contra el que va dirigido vuestro ingenioso plan?

La pregunta del elfo tuvo unos efectos inesperados. Mientras el mercader pugnaba por formular una respuesta, su vaga sonrisa vaciló; los ojos, hasta entonces nublados, se fijaron en su interlocutor e inmediatamente reflejaron temor.

—Yo os conozco —dijo vocalizando mejor—. ¡Qué estúpido he sido! ¡Sois… ese elfo!

El hombre dio media vuelta y se retiró con indecente rapidez, lo cual costó a Elaith un buen número de fugaces miradas de sospecha y dio pábulo a los chismorreos.

El elfo se dijo a sí mismo que ése era el desafortunado resultado de una vida larga y mal empleada. Durante décadas, habría ocultado sus fechorías bajo sus hermosas facciones elfas y su cuantioso encanto; pero, con el tiempo, las fechorías forjaban una reputación.

Así pues, no se sorprendió cuando un criado le entregó discretamente junto a una copa de vino una nota doblada. Era probable que se tratara de una petición de su formidable anfitriona para que se marchara. Otra posibilidad era que uno de los miembros de la aparentemente formal y seria nobleza comerciante deseara tratar de negocios lejos del resplandor de aquel selecto círculo.

Un vistazo al papel le dio la solución: era un laberinto de diminutas líneas, sin duda un mapa. Interesante. Ningún miembro de la nobleza de la ciudad se arriesgaría a ponerse en contacto con el elfo canalla a no ser que el asunto fuese muy urgente. A juzgar por la complejidad del mapa, debía de habérselo enviado alguien de la familia Thann o un servidor de la casa. Ya se ocuparía de Mizzen más tarde.

Elaith esbozó una leve sonrisa y se guardó la nota en un bolsillo. Después de acabarse el vino, salió discretamente al jardín para dirigirse al punto de encuentro indicado en la nota.

Una vez que estuvo solo, Danilo se dejó caer contra la pared. Se encontraba en un buen aprieto. Isabeau había robado a más de una docena de invitados. Si llegaba a saberse que se habían producido robos en la fiesta de los Thann, lady Cassandra se sentiría mortificada y avergonzada. Pese a que él y su madre discrepaban en muchas cosas, Dan no quería que sufriera tal humillación.

Lo cierto era que tampoco lady Cassandra estaba totalmente libre de culpa. Él la había advertido. Desde el día en que conoció a Isabeau Thione no le había causado más que problemas, y así se lo había dicho a su madre. Pero su madre se había dejado deslumbrar por el apellido Thione y se había empeñado en invitar a su baile a un miembro de la restaurada casa real de Tethyr.

Bueno, él había hecho lo posible. Cassandra había tenido la última palabra y debería cargar con las consecuencias. De repente, se dio cuenta de qué ocurriría casi con total probabilidad.

—Si surge algún problema, todos culparán a Elaith —murmuró para sí—. ¡Maldita sea! ¿Por qué no se me ha ocurrido antes?

Danilo sacó de la bolsa parte del botín robado por Isabeau y observó los brillantes adornos con gesto torvo. Un anillo, en especial, le llamó la atención. En la piedra rosada se había grabado una viva llama rodeada por siete diminutas lágrimas: el símbolo de Mystra, la diosa de la magia.

El joven gruñó en voz alta. En su ignorancia, o en su suprema arrogancia, Isabeau se había atrevido a robar a un mago.

Se acercó el anillo a los ojos para examinarlo con detenimiento y descubrió diminutas bisagras astutamente disimuladas en el engarce, lo que indicaba la existencia de un compartimento secreto. Localizó el cierre y lo accionó para levantar la tapa. En su cara interior, tenía grabado un anticuado gorro de mago: la divisa de la familia Eltorchul. Dentro vio un polvo del color del marfil viejo.

Dan lo olió con cautela. Era hueso pulverizado, muy probablemente un ingrediente para realizar uno de los hechizos transformistas de los Eltorchul.

—Cuidado u os veréis convertido en un asno —le advirtió una voz forzada y condescendiente.

El joven alzó la mirada y se encontró con el rostro estrecho y atractivo de Oth Eltorchul. Con gran esfuerzo, esbozó una sonrisa bondadosa.

—Algunos dirían que sería superfluo transformarme en un asno. Este anillo os pertenece, ¿verdad?

El mago Eltorchul avanzó. Aunque era demasiado educado como para arrebatar sin más la sortija que le ofrecía Danilo, la agarró con toda la brusquedad que permitían las buenas formas.

—Debo de habérmela dejado en el lavabo. ¿Cómo ha llegado a vuestro poder?

—Una dama la encontró y me la entregó para que la devolviera a su propietario —contestó Danilo sin mentir del todo—. Debo decir que ha sido una afortunada coincidencia que pasarais por aquí.

—No ha sido coincidencia. Os buscaba para preguntaros una cosa.

A Danilo no se le escapó que Oth parecía dolido por admitirlo.

—¿Y qué es?

—La rosa azul. La espadachina elfa.

El joven no estaba seguro de adónde quería llegar Oth y mucho menos de que le gustara. Por ello, su seco asentimiento fue todo menos invitador.

El mago vaciló; era evidente que aborrecía verse en la posición de peticionario.

—He oído que sois capaz de conjurar la magia élfica conocida como «canto hechizador». Si eso es cierto, me gustaría que me enseñarais, pues está fuera de mi alcance.

Aquélla no era la pregunta que Danilo esperaba y sí la última que tenía intención de responder.

De hecho, había aprendido a lanzar un solo hechizo élfico con un arpa elfa encantada, pero después de esa única vez había sido incapaz de reproducir el elusivo espíritu del canto hechizador de los elfos. Le costó darse cuenta de que la magia de la hoja de luna de Arilyn había tendido profundos y místicos lazos de unión entre su destino de humano y el de los elfos. Cuando la conexión se cortó, su frágil vínculo con la magia élfica desapareció. Danilo no se lo había confesado a ningún humano y no pensaba confiarse a Oth.

—Bueno, como de costumbre, los rumores exageran —replicó con ligereza.

—Entonces, ¿no podéis invocar el canto hechizador?

Dan fue incapaz de decidir si Oth se mostraba decepcionado o satisfecho.

—No, no sé.

—¡Ah! No puedo decir que me sorprenda. Es de todos sabido que los elfos son extremadamente reservados al respecto.

La mezcla de arrogancia e ignorancia del mago dejaron apabullado a Dan, aunque sabía que era una tontería. Después de todo, Oth mantenía la fortuna familiar creando y vendiendo nuevos hechizos mágicos. Probablemente, había abordado a un sabio elfo con la intención de regatear como un vendedor de camellos para conseguir una magia que para los elfos era más valiosa que las reliquias familiares o las joyas de la corona.

Al imaginarse la previsible reacción de los elfos, esbozó una rápida y maliciosa sonrisa que suprimió con presteza, pues no deseaba ofender a Oth.

No obstante, el mago ya no le prestaba atención a él sino que contemplaba a Isabeau con ojos especulativos.

—Una mujer muy hermosa —comentó Danilo.

Tenía la esperanza de que ése fuese el único motivo que explicara el interés de Oth. Aunque también era posible que el mago hubiese seguido el rastro del anillo perdido y que su interés por el canto hechizador fuese solamente fingido. No obstante, Oth no parecía enojado mientras miraba a la bella ladrona.

—Sí, realmente hermosa —convino el mago—. Si me disculpáis, voy a pedirle un último baile. Os recomiendo que hagáis lo mismo, joven —le aconsejó, lanzándole una sesgada mirada—. En esta fiesta, hay muchas damas de buena familia, no como otras.

La intención era claramente ofensiva. Danilo, harto ya de encajar insultos dirigidos a Arilyn, reaccionó a la manera típica de un noble cuando el nombre y el honor de su dama eran difamados. Avanzó un paso e instintivamente una mano descendió al cinto, donde solía llevar la espada, anticipándose a un desafío formal.

—No os lo aconsejo, joven lord Thann —comentó el mago, divertido—. Estáis desarmado, y en más de un sentido, debería añadir. Si esa fascinante exhibición de horticultura es muestra de vuestro talento con la magia, os recomiendo que os dediquéis a otra cosa y que no se os ocurra desafiar a un consumado mago.

La ironía que encerraba el comentario de Oth suponía un desafío casi tan claro como el insulto dirigido a Arilyn.

El poder latía en su mente, clamaba en su sangre y hormigueaba en la punta de sus dedos. Podría aplastar a aquel tipo altanero y detestable cual vil gusano sin siquiera mancharse una bota. Saber que era capaz de ello le tentaba y le repelía a la vez.

Danilo ladeó la cabeza esbozando el gesto de un caballero que da la razón a otro.

—Creo que estamos de acuerdo, lord Eltorchul: un desafío desigual no honra a ninguno de los combatientes.

El arrogante mago se quedó mirándolo mientras trataba de decidir si las palabras de Danilo debían interpretarse como admisión de su inferioridad o como un sutil insulto.

Se sonrojó de modo que su estrecho rostro se veía casi tan rojo como el cabello. Tras responder a la inclinación de cabeza de Danilo con un seco asentimiento, giró sobre sus talones y se alejó con paso arrogante hacia los bailarines.

Arilyn avanzó sigilosamente por los túneles siguiendo el débil rastro, que se desvanecía a ojos vista. Dobló una esquina con todos los sentidos completamente alerta; aunque la magia de la hoja de luna que la avisaba de los peligros se mantenía extrañamente silenciosa. Tal vez ni siquiera se hubiese apercibido de la emboscada de no ser porque una lengua semejante a la de una serpiente gigante se agitó anticipadamente en el aire.

Se quedó inmóvil, pues sabía que la visión de los tren requería movimiento.

Cuando las criaturas ya no le prestaban atención, lentamente se refugió en las sombras para observar mejor la escena.

Pese a su aguda visión elfa, transcurrieron varios segundos hasta que pudo discernir a los tren en las sombras en las que se ocultaban. Poseían la capacidad camaleónica de confundirse con el color y la textura, e incluso con los patrones térmicos, de las paredes de piedra. Eran cinco: seres altos, recios y cubiertos de escamas, que caminaban sobre dos patas. Como vestigios de su ascendencia reptadora, conservaban una cola que apenas era un muñón, y una boca ancha y cruelmente curva, llena de afilados colmillos de reptil. Los cinco iban armados con largas dagas, lo cual parecía innecesario dado que sus manazas acababan en garras. Uno de ellos —el mayor del grupo y probablemente el líder— sostenía un cuchillo pequeño en forma de hoz.

Arilyn montó en cólera al comprender el propósito del cuchillo curvo, que no era matar sino destripar a la víctima. Ello significaba que la víctima seguía viva cuando los tren empezaban a devorarla. Los tren eran asesinos eficaces y sanguinarios, así como voraces carnívoros que apenas dejaban trazas de sus crímenes. Vagamente vio cómo de las fauces del cabecilla colgaba un hilillo de baba, como si se le hiciera la boca agua al pensar en su próxima víctima. Aunque todos los tren estaban a punto para saltar, no atacaron.

Era evidente que no se habían apercibido de la presencia de la semielfa. Arilyn se alegró de ello, pues tendría tiempo para prepararse y ayudar a quienquiera que cayera en la trampa.

Una mano ligera se posó en uno de sus hombros y otra la agarró de la muñeca derecha; era el signo elfo de la paz. Arilyn se volvió bruscamente, sobresaltada y al mismo tiempo dolida porque alguien se le hubiera acercado sin que se diera cuenta.

Al volverse, se encontró cara a cara con un alto elfo de cabello plateado, un elfo de la luna, al que desgraciadamente conocía demasiado bien.