No habré pegado ojo en toda la noche. Al menos, las campanadas de las siete en los Trinitarios me sorprenden en la cama y con las mantas desquiciadas. Me siento con los brazos caídos en el momento de exclamar o solo pensar: «No ha resistido tanta soledad». Es que algo así resulta demasiado inmenso para ser conservado en los límites de un solo cuerpo: abrasa.
Hoy, la transición a la calle se produce con inusitada rapidez y sin el cafecoleche. Pero aún no está Koldobike, es natural que no esté. Ni siquiera entro en la librería, la espero sentado en el escalón de la calle. A medida que corren las agujas con desesperante lentitud, los viandantes cruzan en un goteo de uno o dos a media docena, y cerca de las nueve el flujo que se arrastra hacia los destinos laborales me resulta hoy sorprendente, y si esos rostros llevaran sus sentidos más despiertos también se sorprenderían al verme aquí. Los lunes son malos días para adivinanzas. Con todo, me llega: «¿Te has dejado las llaves dentro?», o «¿Te abro la puerta de una patada?».
Me pongo en pie de un salto al descubrirla en la punta de la calle. Me ve y aprieta el paso. Trae preparadas las palabras:
—Era el cuarto, Peru Mugarte. —Asiento. Abre, conmigo detrás—. Dios mío…, ¿dónde lo has dejado?
—No está, no lo tengo en ningún sitio. —Pasamos directamente al despacho sin soltarnos un botón de la ropa—. No es la primera vez que me veo en este brete por no ser ni juez ni policía, solo un mero investigador privado, por no mencionar la clase especial de jueces y policías que padecemos. Y añade la falta de una prueba convencional que presentar a alguien.
Y le relato la cuarta noche. Koldobike no respira hasta el final.
—Sí, no hay duda de que estás en calzoncillos. Y algo más: vigila tu seguridad porque eres el único testigo.
—Ahora ya somos dos… Al menos uno y medio.
—Yo solo he oído palabras, no he visto nada.
—Pero lo sabes y él sabrá que lo sabes. Lamento haberte metido…
—Tranquilo, nos preocuparemos cuando aparezcas fiambre. —Y regresa a la puerta para correr el pestillo.
—¿Y por dónde entrarán los clientes? —protesto.
—Puedo verles la cara antes de abrir.
—No te pongas histérica, no necesitamos un búnker.
—Puede que sí. Peru Mugarte ha tenido toda la noche para pensar, cabrearse por el mayor descuido de su vida y preparar su ataque… Por cierto, ¿cómo fue vuestra despedida?, ¿o subisteis de charla al pueblo?
No lo recuerdo, pero es imposible que tal cosa ocurriera. Estrujo mi memoria.
—Ten paciencia conmigo… Cavaba y cavaba con las manos como un poseído, un braceo frenético y angustioso que no acababa nunca, los gemidos lacerantes… Al fin, agotado, quedó a cuatro patas sobre la arena, la cabeza hundida, entregado… ¡El caso estaba resuelto!… Pero yo no pensaba en mí sino en él, en su desmoronamiento interior. No solo estaba a un par de metros de él, sino compartiendo su caída… Luego se puso en pie. Su tamaño se había reducido. Me miró turbiamente y estoy seguro de que me envió algo así como: «Hasta nunca, ya está bien por esta noche», y se puso a caminar arrastrando los pies…
—Le dejaste ir…
—Sí, le dejé ir. No soy la justicia. Mi único compromiso es con Juana Ezquiaga. La visitaré para llevarle mi informe. Tampoco ella buscaba justicia, únicamente sentía curiosidad por saber quién lo hizo. Tampoco buscaba venganza, yo mismo se lo oí.
—Pero al final de todo siempre está la justicia —afirma muy seria Koldobike.
—Te lo repetiré: ¿qué justicia, la de Franco? No tenemos otra. No me veo personándome en una comisaría o un juzgado explicando mi balance final, cierta escena y ciertas palabras… Una explosión emocional de esa naturaleza no sirve como prueba.
Alguien trata de abrir la puerta batiéndola contra el pestillo.
—Ya se cansará —se desentiende Koldobike—. No lo dudes, jefe: has hecho justicia. Tú y Juana y Juana y tú podéis llamarlo como queráis, pero es justicia. ¿Por qué soportamos esta dictadura sin fin sino por la esperanza de que lleguen aquí la justicia y la historia, otros jueces, que condenen a Franco por ensañamiento criminal? —Se ha retirado la impertinente mano de la puerta—. Algunos jueces esperan el día de poder hacerlo. En Getxo tenemos uno, el hijo del juez Solaun asesinado en el 37, que también es juez. Visítale, a ver qué te dice.
—Bien —me sorprendo a mí mismo—. Pero no antes de rendir cuentas a Juana.
Aunque me levanto no puedo dar ni un paso.
—Calma —oigo a Koldobike—. Tienes un despacho y ella vino a contratarte y ahora debe venir a este despacho a oír lo que tenga que oír. Yo misma la convocaré.
Una hora después tengo a Juana Ezquiaga ocupando el otro lado de la mesa. No ha pronunciado palabra ni para dar los buenos días en la puerta a Koldobike, ni aquí, a mí. Mi secretaria le ha despojado del impermeable azul y del sombrero con alas para ventiscas, aunque no llueve. Tampoco yo abro la boca. Nos miramos. Es ella quien rompe el silencio con ojos asustados:
—¿Ya, verdad? —Asiento—. Pues no me digas el nombre… ¡No me lo digas! Fue uno de ellos, ¿verdad? —Asiento. Ahoga un gemido—. No, no quiero saber quién fue… ¿Cómo le obligaste a…? Los de tu clase sois perros de presa para doblegar a la gente. Solo sé de estas cosas por las películas…, pero las sé. Aunque me has demostrado que eres bueno en lo tuyo, Sancho. Te han bastado días… —Se muerde un labio—. ¿Mencionó mi nombre? ¿Te confesó por qué lo hizo?… Calla, calla, no me lo digas… ¡Por Dios!
Saca un pañuelito de un bolsillo de su chaquetón y se lo aplica a un ojo y a otro. ¿Lágrimas? Más bien, temor a descorrer la última cortina.
—Como quieras, aunque lo sabrías pronto, cuando lo sepa todo el mundo —le advierto.
—Si yo no quiero saberlo, nadie lo debe saber —sentencia.
—La novela. Mis lectores no se cuentan por miles, pero los hay, y algunos se enteran pronto porque empiezan a leerla por el final.
—¡Quémala!
—No ha nacido el encantador que lo intente. —Y miro a Koldobike, quien, sin abandonar a un cliente, me envía un subrayado con la mirada.
Espero unos segundos para tener a la silenciosa Juana propicia para la revelación.
—Peru Mugarte.
Ahora emplea el pañuelito para tapar su boca entreabierta por un asombro de baja intensidad.
—¿Cómo debo reaccionar?, ¿qué me corresponde hacer o decir? —Me levanto para traerle un vaso de agua. Bebe con el alivio de poder relacionarse con algo simple—. ¿Te digo la verdad? Creí que nunca lo descubrirías.
—Muchas gracias.
—Ahora me arrepiento de haber bailado al son que me marcó Higinio Sanjuanena. He destrozado una familia cuando a mí me daba igual que fuera uno u otro de los cuatro… ¡Necesito ir a pedirle perdón a Peru! —Se levanta—. ¿A qué comisaría lo has llevado?
—No lo he llevado a ninguna, ignoro qué ha sido de él. —Juana regresa a la silla y ahora sí la veo realmente asombrada—. Ahorcarlo no es asunto mío.
—¡Bendito seas! —exclama lanzando sus manos en busca de las mías y estrechándomelas—. ¡Ayúdale a escapar, no quiero que le den garrote por mi culpa!… Ha caído sobre ti la gran responsabilidad de sacarlo a la plaza pública y ahora no debes ensañarte con él… ¡Por Dios, era él, Peru Mugarte! Bien podía haber sido cualquiera de los otros. Pero era Peru, el más alto, el más musculoso, el mejor nadador, el que resolvía nuestros líos… Sancho Bordaberri, si cometí el gran error de contratarte para que lo cogieras, ahora te contrato para que lo salves.
Su mirada me envía una orden tan diáfana como sus palabras.
—Contigo ahora, somos tres los únicos en el secreto —le advierto. Gira la cabeza para consultar en silencio con la que se está dividiendo entre su tarea y nosotros—. Y tranquila, que somos profesionales. En cuanto a ti, boca cerrada y a casa.
Aunque primero se despide de Koldobike y luego de mí, no acaba de retirarse.
—¿Crees que Peru tendrá tiempo de huir antes de que salga tu novela?
—Serías la primera en saberlo —le aseguro.
Sin más, desaparece. Oigo a Koldobike:
—¡Y esta es la mujer por la que cuatro hombres podrían haber asesinado!
—Solo asesinó uno… Bueno, dicen que se ama más por los defectos que por las virtudes.
Finalmente, decido exponer mi problema al juez Solaun y acabo de sentarme al otro lado de la rigurosa mesa de su despacho. La entrevista la ha concertado Koldobike por teléfono hace una hora.
—Tú me dirás, Sancho.
Rodrigo Solaun no es de los más asiduos a la librería, y lo comprendo, por no ser especializada. Lo que no comprendo es su absoluto desinterés por las novelas policiacas. Recuerdo haberle visto llevarse novelas, pero nunca policiacas. Será por saturación profesional. Aguarda con afabilidad mis palabras. Las elijo cuidadosamente. Al concluir, he despertado en el rostro atento de enfrente una mezcla de asombro y curiosidad.
—Y ahora no sé qué paso dar —le confieso.
—Has sido hábil. Una inteligente aplicación psicológica. Te felicito… Y comprendo tus dudas finales. Yo mismo, como juez, no me atrevo a aconsejarte. Algún día cambiarán las cosas en este país, pero hoy, me niego a procesar a ese vecino.
—Se trata, también, de las pruebas, no te presento ninguna, solo el testimonio de un testigo que creyó deducir algo.
—Ellos no necesitan pruebas… ¡Las inventan! Si consideran que este caso les es útil para mejorar la imagen de un régimen asesino, montarán un proceso a la medida y al acusado le darán garrote con toda legalidad… No, no puedo incriminar a un inocente.
—¿Inocente? —protesto—. Le reventó el sapo que llevaba dentro desde julio del 37 y apareció ante mí un hombre desesperado por convencerme y convencerse del enterramiento exquisito que había dado a su víctima. Esto fue todo.
—Me gustaría haber estado allí.
—Habrías interpretado lo que yo. Con un juez de segundo testigo se me daría más crédito.
La sonrisa de Rodrigo Solaun es una prolongación de su afabilidad.
—Respeto mucho la mella que te ha hecho esa asombrosa escena, pero tiene menos peso que una confesión pronunciada en comisaría ante una legión de polis…, siempre que no se firme. Incluso firmada: siempre queda alegar tortura… Esto, naturalmente, en una democracia con derechos humanos, que no es el caso. Por otro lado, Sancho, ese vecino quizá esté a punto de retractarse. Le habrá dado vueltas a las frases que pronunció o se le escaparon en plena alteración. Se excusará: «No sé qué me pasó. Era de noche, pisábamos la tumba, los viejos recuerdos me ofuscaron, vi a mi pobre amigo como entonces… y empecé a decir y hacer tonterías». Algo por el estilo… ¿Dónde está ahora?
—En su casa, en el trabajo, escondido por ahí… ¡Qué sé yo!
—Una fuga en toda regla te vendría de perlas.
—¿Y si no?
—A seguir investigando… ¿Y sabes lo mejor? Que ese viejo crimen ya ha prescrito.
¿Por qué temo encontrármelo a mi regreso a la librería? En la puerta me cruzo con la señorita Mercedes, cuyos encargos de material escolar echamos muy en falta por estar jubilada de maestra. Lleva en la mano un libro de bolsillo sin envolver.
—Una amiga me acaba de hablar con entusiasmo de Matar un ruiseñor y lo empezaré en cuanto llegue a casa.
Me habría contagiado su felicidad de niña en otras circunstancias. Conozco la novela: un negro acusado de violar a una mujer blanca en una comunidad rural norteamericana: juicio, hábil defensa, jurado, palabras, palabras… ¡Todo a la vista de todos! A ese abogado le querría yo ver en la soledad de nuestra playa jugando a las adivinanzas en un tú a tú sin asideros…
—¿Cómo te ha ido?
—¿Eh?
—El juez.
—Cero en oftalmología, cero en otorrino, carriles inamovibles, sin ventana a la imaginación. La prueba que le he llevado no está en sus códigos.
—¿Sabes lo que te digo? Que tienes el caso más que resuelto. Ahora vete a comer algo y a echar una buena siesta.
No puedo terminar el primer plato, macarrones, y de las croquetas del segundo no mastico más que un par de ellas.
—Vete al médico —es el consejo de Gervasio al despedirme.
Estoy en puro desconcierto. El asesino allí, yo aquí y el universo expectante. Apuesto a que incluso una rácana imaginación como la mía podría dar solución a este entuerto traído por la omnipresente realidad. Tentado estoy de meter baza en este final tan nunca visto de la novela, pues cualquiera que me inventara parecería más real.
Pero al asesino o a mí nos corresponde dar el siguiente paso —tanto da que sea real o imaginado—, y los míos se olvidan de la siesta y me conducen a la placita de San Ignacio, recogido lugar solo profanado por el tráfico que invade Algorta por la avenida del Ejército.
Nada especial en la fachada de Peru Mugarte con sus ventanas cerradas. Abajo, su garaje, también cerrado. Hay pequeños arbustos y un par de bancos a mi alrededor. Me siento en uno a espaldas de la triste omnipresencia del monumento a los caídos por Dios y por España.
Avanzada la tarde, se abre la puerta de la casa y sale una mujer. Tanto si es de la familia como empleada, me servirá. No he de cruzar la carretera, ella lo hace.
—Perdone… ¿Está en casa el señor Mugarte? Nos conocemos. Necesito hablarle.
Parece la interina. Me estudia unos segundos.
—Aún no es su hora de volver del trabajo.
¡Está haciendo su vida normal!
—¿Ha comido en casa?
—No, siempre come allí.
La expresión recelosa de la mujer no me permite avanzar más.
—Gracias.
Una hora después veo descender la escalinata del ayuntamiento a los cinco falangistas con el Echabarri a la cabeza. Desaparecen del escenario en sus dos coches.
Y ahora es el ingeniero municipal Mariano Musons envolviéndose en su gabardina. A pesar de la incipiente oscuridad y de los arbustos, el muy ladino me descubre, me hace señas, cruza la carretera con entusiasmo y ya lo tengo aquí.
—¿Qué hace por este escrupuloso barrio nuestro Samuel Esparta? —Y añade, eufórico—: Serás el primero en conocer la grata nueva: ¡acaba de salvarse la playa!… Ha sido la de hoy una reunión determinante: el alcalde, los cinco de marras… y yo, requerido al despacho cuando ya los cinco habían convencido al jefe. Llevaban años presionándole. Y no es que la actitud del alcalde fuera cerrada, todo lo contrario: también estaba en cubrir la playa con más arena… ¡Es que no creía en las soluciones que se le proponían! Incluida la mía. Esta, no por inviable sino por su elevado presupuesto. Iba trasteando a los cinco con míseras raciones de arena traídas en camiones. Naturalmente, no era hoy la primera vez que le presentaba mi proyecto. Los cinco también lo conocían… Aunque me esté mal el decirlo, estaban entusiasmados con él, y su insistencia al alcalde era agobiante… ¿Razones? Las ignoro. —Mariano Musons me hace un guiño—. ¿Quizá un tesoro que ha de seguir bien oculto? Recuerda, amigo, nuestra charla en la playa. Me divierte pensar que hay algo muy valioso bajo la arena. ¡Un tesoro al revés, porque a este no hay que alumbrarlo! —Apenas le presto atención, no aparto los ojos del portal de esa casa—. Así eran las reuniones: primero se tiraban los trastos a la cabeza y luego me llamaban. Yo iba con mis planos. Nada. La cosa quedaba en agua de borrajas. ¡Hasta hoy! Por tanto, también eres el primero en saber que mi maravilloso proyecto ha sido aprobado… Pero ¿te has enterado de algo de lo que te estoy diciendo? ¿Qué te llama tanto la atención ahí enfrente?
Le acabo de ver, a pesar de la merma de luz: camina lentamente por la acera de su casa. Serán las ocho, ha concluido su jornada en la Junta de Obras del Puerto, acaba de bajar del ferrocarril. Actúa como en un día normal, como si en el mundo no hubiera ocurrido algo terrible. ¿Qué ha sido entonces lo de la playa?, ¿paranoia de un investigador cegato?
—Te hablo y me parece estar a años luz de tus pensamientos —me parece oír al ingeniero—. Si te abrieras un poco quizá podría ayudarte. Porque estoy seguro de que te pasa algo gordo, que vives en un ¡ay! Pienso, amigo mío, que te aplasta algún terrible secreto.
No tengo la menor duda de que es Peru Mugarte. En vez de abrir su portal, abre la muy estrecha puerta de la persiana del garaje. Desaparece.
—Vamos, Sancho, regresa del lejano planeta —dice la voz que suena frente a mí—. Imagino que si hubieras recogido algo de lo que te estoy contando sentirías curiosidad por mi proyecto… ¡Por san Jorge!, creo que hablo demasiado, pero es que estoy contento. Sí, estoy muy contento.
O el Mugarte no recuerda nada de lo de anoche o simula para imponer al mundo la oscuridad del olvido, para imponérmela a mí. Su plan no es descabellado: sabe que no puedo presentar ni una jodida prueba.
—Sí, las corrientes transversales. —Me incorporo por fin a las cosas de Mariano Musons, que lo agradece. Sus ojos brillan—. ¡Ah!, la clave está en desactivar esas malditas corrientes. ¿Cómo?… Del lado de La Galea, construir tres pequeños morros partiendo de la base del acantilado, y, del otro extremo de la playa, cerrar los pasos de agua en el rosario de pequeñas peñas que une la costa con la gran peña de Abasotas. Tendríamos un gran remanso del tamaño de la playa. Las corrientes quedarán estancadas entre estos dos ingenios y sería la hora de descargar en esta zona muerta camiones y camiones hasta que a la playa le salga la arena por las orejas.
Subraya su exposición con el rostro más feliz que yo he visto en mucho tiempo.
—Gracias en nombre de los amantes de la playa —digo.
Al día siguiente, tras un sueño desquiciado, abro la puerta de casa al oír en el descansillo los pasos de la lechera. No me da los buenos días ni ve la jarra que le acerco. Recita a media voz:
—En la madrugada, Feliciano regresaba de las peñas y en la arena había un hombre muerto con un tiro en la boca de la pistola que tenía en la mano. Estaba espatarrado en un hoyo a medio abrir más abajo de la caseta del bañero.