No tengo nada en el saco. Despierto con la boca ensalitrada, como en mis buenos tiempos de chico cuando regresaba en bajamares de una pesca en las peñas. He sometido a los tres a una dura prueba sin capturar una sola quisquilla. Ni siquiera tengo sospechas. Quizá no he sabido leer las representaciones, quizá también para esto se necesita imaginación. Es innegable que se han desplegado ante mí reacciones significativas que en pluma de otro darían más juego. Seguiré dependiendo de la mirada plana de mis ojos.
En algunas novelas da buen resultado —es lógico, si no lo diera, el autor no lo metería— encerrar a todos los sospechosos en una abadía, un castillo, o algo parecido, y tenerlos allí hasta que exploten las pasiones. Si yo metiera así a mis cuatro y, de relleno, añadiera a Juana Ezquiaga, el resultado podría ser un final de novela espectacular. Es una solución que no descarto.
En estas se me va la mañana y encuentro cerrada la librería. Donde Gervasio se interesan por la carretilla.
—Lleva cuatro días y cuatro noches al fresco y estropea un poco la calle, ¿no te parece, Sancho?
—A lo mejor es el último modelo para el reparto de libros.
La entrada de Koldobike me levanta de la siesta.
—Vestía ropa azul de trabajo, pero nueva y planchada, y me dijo que es la que lleva para pescar.
—Un pijo que debería vivir en Neguri y es lo que ellos quisieran, pero los Pagoeta son quiero y no puedo… ¿Cómo has dormido?
—Hasta las once.
—Tu cara no dice eso.
—También le pareció ridícula nuestra excursión, como a los otros. La llamó segundo enterramiento de Estebe. Me aseguró que ni siquiera quien lo mató arrastra mala conciencia, al menos rebajada, pues la mala conciencia había que repartirla entre todos los que, según venimos aventurando, deseaban matar al elegido. Entre otras tonterías, también me dijo que desearía haberlo cometido él en vez de echar todo el trabajo al asesino. Estaba avergonzado de sí mismo. Palabras y palabras con las que deseaba desviar el impacto que le producía el segundo entierro.
—¡Qué tonterías! Fue cosa de uno, Higinio solo vio a uno.
—Pudieron echarlo a las pajitas.
La campanilla corta su parpadeo. Un hombre grueso con una maleta quiere una novela de aventuras para el tren. Koldobike le pregunta si del Oeste o policiaca. Cuando el hombre elige lo policiaco, le dispara: ¿Hammett, Chandler…? El hombre recupera de pronto una emoción del pasado: «No, no, de un policía de Honolulu». Koldobike extrae con resignación a Charlie Chan de la estantería y se lo envuelve.
No le falta trajín a lo largo de la tarde, especialmente en papelería, como de costumbre, y al cabo de un par de horas de contemplarla tontamente con la mente en blanco me siento mejor.
A la hora de cerrar me anuncia con una decisión que no admite réplica:
—No sé qué desorden habrás tenido en estos tres días, pero hoy cenarás como Dios manda.
Sale haciéndome una seña para que no me mueva y regresa con una cestita que deposita en mi mesa, y saca dos platos, hondo y llano, cubiertos y servilleta. De un termo vierte en el hondo una sopa caliente con fideos que sabe a cocido. Los chipirones flotando en su salsa procedentes de una marmita me acaban de estabilizar, por aquello del estómago como oficina del cuerpo. Una manzana y cafecoleche completan la intendencia.
Me ha repetido un par de veces mientras me veía cenar:
—No te preocupes si tu plan queda en agua de borrajas. Ya se te ocurrirá otro.
—¡Dios me libre de más planes de mi propia cosecha!
Se duele:
—No te martirices… ¿Sabes lo que te digo? Que estás ciego si no ves que entre los personajes de la novela que te dan todo hecho, hay uno, tú, que debe inventarse a sí mismo. Si a cada paso no tomaras decisiones propias no habrías resuelto ningún caso.
Recoge la vajilla en la cesta mientras trato de asumir sus palabras. Si Koldobike creyera de verdad en su discurso, la mirada que posa en mí sería otra.
Espero a Peru Mugarte sentado en el carruaje frente a la librería. Regresé después de haber ido a su encuentro a Cuatro Caminos. ¿Pasará por aquí? ¿Vendrá siquiera? No dejaría de ser significativo si fallara.
Oigo pasos y emerge de la oscuridad. No me levanto. Se acerca ralentizando su avance hasta llegar a un paso.
—¡Hostias! —exclama con voz turbia—. ¿De dónde has sacado esta joya?
Es lo que preguntaría un arqueólogo a un campesino que le mostrara un hueso de dinosaurio.
—¡Hostias! —repite con voz turbulenta. Está bebido. Quizá necesitaba hacerlo para presentarse. Ahora su mano resbala por la rueda.
—Ya no se ven estas de madera —comento.
—Pues no, no… Habrás tenido que deslomarte buscando por aquí y por allá. Y me pregunto para qué, para qué… —Da un manotazo al aire—. ¡Me importa tres cojones tu carretilla!
—Alguien necesitó una como esta para bajar a Estebe a la playa. —He llegado a pronunciar la frase como un dogma. Escupe un salivazo a distancia—. Y ahora también lo vamos a bajar.
Saca un pañuelo y tarda una eternidad en secarse los labios.
—¿Qué has dicho? —pregunta roncamente mirando a su alrededor—. ¿Dónde lo tienes?
—Yo seré Estebe en este entierro. —Me enrosco en la carretilla: es ya un hábito.
—¿Entierro? —balbucea—. ¿Entierro?
—El de tu buen amigo Estebe. El único que tuvo. Su coche fúnebre fue esta carretilla. ¿Puedo preguntarte si lo recuerdas?
Contempla fijamente su pañuelo sin saber qué hacer con él.
—Sería como tú dices —musita.
—Peru, ya hemos hablado de ello. Higinio Sanjuanena puso patas arriba este asunto que se había cerrado en falso.
—Parece que así es —asiente—. El jodido viejo. —Me señala con la mano del pañuelo—. Y ahora, ¿qué?
—Yo haré de muerto. Este coche fúnebre ha de cargar con un muerto.
—¿Tú? ¿Para qué?
—Aquella noche bajaron a un muerto y tú y yo vamos a bajar un muerto. Hubo un primer entierro y quiero saber si este de ahora es para ti el primero o el segundo.
Una viveza en sus ojos desplaza al sopor.
—¡Quieres pillarnos! ¿Pillaste a alguno de ellos? ¡No! No estarías aquí conmigo… Y si estás es que soy tu última esperanza. Dicho de otro modo, que soy el asesino.
—Tómalo como un simple interrogatorio.
—Un tercer grado marca Samuel Esparta.
—No se trata de acosarte a preguntas sino de que actúes.
—Y tú, a la caza de un tonto desliz por culpa de unos nervios rotos… ¿Sabes por qué acepto ser tu cuarto conejillo? Porque a lo mejor yo mismo me llevo la mayor sorpresa.
Empuña la carretilla con resolución. El chirrido del eje se halla en su mejor momento. Alcanzamos Cuatro Caminos y empezamos a bajar. Peru Mugarte se halla en la mejor disposición. Me transporta sin esfuerzo aparente. Se detiene hacia la mitad de la cuesta.
—Mira, te voy a demostrar que no debes hacer caso a ese loco. —Viene a un costado, pasa sus manos por debajo de mi cuerpo y me levanta como a una pluma. El tío es fuerte—. El hombre que buscas pudo transportar así a Estebe. No es larga la distancia.
—¡El bañero vio una carretilla!
—Lo ha soñado.
—¿Te importaría devolverme a mi sitio?
Lo hace con delicadeza.
—Cualquiera de los cuatro pudimos bajarlo en brazos. Estebe no pesaba más que tú, es decir, no mucho. Y entonces, menos. En el frente no se comía bien, aparte sustos y marchas.
—El viejo pudo ver bien a la luz de linternas.
—Pero no la cara del criminal.
Peru Mugarte se ha inclinado para ordenarme los bajos de la gabardina. No mira su operación sino a mí.
—No, no la vio —admito—. Y es una lástima, porque nos habríamos ahorrado todas estas procesiones.
—¡El viejo no vio nada! —jura rotundamente.
Ya estamos en la playa. Las olas revientan en la orilla con fuertes estampidos. La mar está revuelta.
Peru Mugarte detiene la carretilla en el punto donde la carretera muere en la arena, a pocos pasos de la caseta del bañero. Se incorpora para trazar con la mirada una recta entre nosotros y la orilla.
—Apostaría un brazo a que nos encontramos en el mismo punto por el que los falangistas entraron en la playa —dice con calor—. Exprimieron la carretera hasta el final: es más fatigoso avanzar sobre arena. Sin embargo, había que cavar la fosa bien dentro de la playa, buscando suficiente profundidad, y siguieron esta línea en que estamos.
También gira sobre sus pies para tirar en vez de empujar. Conozco el emplazamiento… ¡y vamos derechos a él!
—Pareces muy seguro de lo que haces. Cualquiera diría que estuviste aquí la maldita noche.
—Empleo la lógica de aquella gente.
Sus movimientos son seguros, parecen casi descarados. Cuando detiene la carretilla en un punto que yo no podría rechazar como posible o incluso infalible, observo su expresión iluminada y me parece estar sobre la tumba.
El asombro rebaja mi capacidad para afrontar semejante desafío.
—Yo destruiré la versión del viejo de una puta vez y para siempre —le oigo, al tiempo que se aleja caminando en diagonal hacia el agua. Al perderle de vista sigo oyendo su voz—: Aquí se paró el viejo de regreso de su pesca. ¿Cómo vio lo que dijo ver si yo apenas os veo?
En plural: se refiere a mí y a la carretilla.
—No estaría tan lejos —apunto—. Además, hoy no hay luna y entonces sí… ¿Y por qué has elegido esa distancia? Acércate y nos verás mejor.
—Tengo buena vista y no os veo —insiste.
—No eres tan joven como él entonces, cuando su vista era mejor que hoy la tuya… ¿Y por qué has ido hacia ese lado de la playa y no hacia el otro?
—Todos los de por aquí sabemos que los Sanjuanena dejan las peñas de Abasotas para el final de sus pescas… y ahí están, a mi espalda. ¿Queda claro que no pudo ver nada? —Sale de la oscuridad y no habla hasta que llega a nosotros—. No entiendes nada. —Es una amonestación en toda regla—. Tú no tendrías que estar sobre esa jodida carretilla sino en mis brazos.
—No te inventes otra novela, porque la única real es la sustentada en lo que vieron los ojos de Higinio. Tus tres amigos me transportaron sobre la carretilla sin una protesta. En ningún momento hablaron de brazos… Rajamos y rajamos como cotorras y yo aquí con los huesos en forma de cuatro.
—Ellos y tú… ¡Vaya tribu! Yo soy el único que busca dignificar el entierro de Estebe.
Lo descubro desde abajo con un rostro nuevo, unos ojos que no parpadean. Extiende los brazos para recogerme y los aparto.
—¡Él no fue arrojado como un saco de patatas! —Es un grito brutal salido de su corazón o de su estómago—. Cualquiera de vosotros lo habría hecho, no yo. Te diré una cosa, Sancho: yo le quería, incluso cuando me dejó sin Juana. Era de las personas que incluso lastimándonos parecen inocentes. Su último viaje merecía nuestro más exquisito cuidado.
Sus brazos lo intentan por segunda vez.
—Aceptemos la realidad que vio el bañero: la carretilla, el desconocido que la llevaba y cómo la volcó para descargar el cuerpo de tu amigo. No hubo delicadeza, solo prisa por desprenderse de él y ocultarlo bajo arena para siempre.
—No entiendes nada —gime una vez más.
Se coloca entre los palos de la carretilla, se hace con ellos y los eleva con lentitud. Alcanza la vertical y respira intensamente. Gira la cabeza a derecha e izquierda en busca de puntos de referencia del escenario que le confirmen su exacta localización. Empieza a volcar la carretilla con tanta lentitud que apenas lo advierto. No me protejo de la inminente caída, estoy tan en la escenificación que alcanzo la rigidez de un cuerpo muerto. Al rodar por la arena mis articulaciones se desperezan.
—Una caída suave, ¿verdad?
—Por primera vez me han puesto en el lugar de un fardo y sé cómo se sienten.
—Pero la caída ha sido un suave deslizamiento. —Me está exigiendo una respuesta afirmativa. Sus ojos, que no pestañean, la necesitan—. Estebe pasó a la fosa sin sentirlo. Recibió un cuidado exquisito. Lo tuvo que agradecer.
—¿Agradecer un muerto?
—Algo de él, su alma o lo que fuera lo tuvo que agradecer.
No elijo mi papel en esta escena que me arrastra. Peru Mugarte necesita ahora a su lado un corazón caritativo y es lo que encontrará en mí. Ya estoy levantado.
—Sencillamente, se precipitó de la carretilla al agujero. Lo único que hubo de agradecer fue el no llegar hasta el fondo: los cadáveres recién tirados hicieron de colchón.
—¡No cayó, no lo tiraron, fue un suave deslizamiento! —grita, pateando la arena.
—Es un gesto laboral mil veces repetido: se vuelca la carretilla y el bulto cae, en este caso sobre otros cadáveres, imitando sus macabras posturas desmadejadas… ¿Acaso no lo recuerdas? ¿Qué importa cómo cayera de la carretilla?
—¡Se deslizó, se deslizó! —lloriquea—. ¡Nunca lo hacen así los sepultureros en los cementerios cuando no los ven! ¡Lo mío fue un tierno deslizamiento! —Necesita desprenderse de tanto dolor acumulado y no le interrumpo—. Un maldito enterrador habría volcado la carretilla como una bestia… Entiende, al menos, esto: el muerto era mi amigo, el bueno de Estebe. Lo deslicé… Grábate esto, Sancho… Lo deslicé con cariño y solo así lo pude ver dormido cómodamente como lo solía ver en la playa… ¡No me mires así, lo vas a ver por ti mismo, puto polizonte!
Y se arrodilla y apalea arena con ambas manos con la fiereza de una alimaña. Le toco en el hombro cuando lleva profundizado un hoyo insoportable.