26
La carretilla y Xabier Pagoeta

Me despierto preguntándome qué hilos me unen al mundo, y al siguiente fogonazo irrumpe la realidad. Me tiene sin cuidado que sean más de las doce. La ducha no viene a cambiar nada. Abro una ventana con preocupación: no llueve. La dejo abierta para el resto del día.

No siento el menor remordimiento por haberme dejado mecer por el somnoliento reposo. La calle está seca y la carretilla en su sitio. Del inexistente acoso de Koldobike deduzco que mi «hola» estaba cargado de cierto hermetismo. Ocupo la silla en mi despacho.

Es importante que no llueva y que nadie haya tocado la carretilla.

Me despiertan de la siesta las voces de un hombre y una mujer mayores —no la de Koldobike, que cuida mucho mis descansos— preguntando por un libro sobre faros, todos los faros del mundo. Koldobike les asegura que no existe tal libro y, así es ella, quiere saber por qué de todos y no, por ejemplo, solo los de España o el Cantábrico, siquiera de la costa vasca. Ellos se molestan y la mujer argumenta que el hombre que está a su lado ha sido capitán mercante, debe su vida a «infinidad de luces en la niebla» y quiere agradecérselo besando sus fotos.

Salgo cuando han desaparecido.

—Creo que el segundo vestía jersey grueso oscuro y pantalón azul de faena. También boina.

—Pero no estás seguro.

—No.

—Nada especial —descifra Koldobike—. Quiso aparentar despego, indiferencia, que la cosa no iba con él. Teatro. Conozco bien a Patata y sé que es de mantequilla.

—Lloró sobre la tumba.

—Natural.

—Cayó cuan largo es y sus dedos abrieron surcos en la arena.

—Acercándose a Estebe. Un sentimental.

—¿No delataría mala conciencia?

—No —asegura Koldobike—. Él no tiene… eso, para matar.

—Deberías habérmelo advertido antes de perder la noche con él.

Aunque no acepta del todo mi ironía, el gesto apretado de sus labios habla de una reafirmación. A las ocho se despide con «el que tengo en casa me necesita», y recordándome que no me olvide de cenar. Cierro una hora más tarde después de intentar inútilmente no pensar en una nueva estrategia.

Ceno en casa apaciblemente el cálido cafecoleche con sopas.

A las once cuarenta y cinco empuño la carretilla y descubro a Xabier Pagoeta en Cuatro Caminos sentado en el pretil de la acera bajo la luz de la farola.

—Buenas noches —saluda, levantándose—. Me he puesto la ropa de bajar a pescar, por si tu ocurrencia iba por ahí. Ha sido cosa de la mujer.

—Tranquilo, no vamos a la guerra.

Es ropa azul, de trabajo. Pero recién salida de la tienda y del planchado.

—¿Y esta carretilla? Tú me dirás para qué coño… —No parece haberse inmutado al verla—. Me huelo algún carnaval de la hostia. ¿No viene a bailar el bañero? Le he dado vueltas a la cosa: todo se lo ha inventado. Si estoy aquí es porque te di mi palabra… Amigo Bordaberri, dejémoslo antes de que alguien se ría de nosotros. El pobre Estebe desapareció en la guerra, como tantos otros. Salió de casa y paseando se hundió en la noche y tuvo la mala suerte de tropezar con la guerra.

—Luego le cuentas a tu mujer que estoy loco.

Se rinde alzando los brazos.

—¡No se hable más!

—Será un buen ejercicio para tu cuerpo llevar esta carretilla conmigo encima.

—Claro, tú serás Estebe y yo el otro. —Le ha divertido la propuesta. La empuña con cierto ardor, y cuando me doblo en ella de paquete, la levanta—. No pesas mucho, más o menos como él. ¡Lo que se va a reír Catalina cuando se lo cuente! ¿Y te metes en estos berenjenales con frecuencia? Son de risa. —Apenas arranca el descenso, añade más serio—: ¿Sabes lo que le habría preocupado a quien fuera de nosotros cuatro? Los falangistas de abajo. ¿Y si no le creían o les caía mal y lo echaban al agujero como a los demás?… Es lo que a mí me habría acojonado.

—Seguro que a él también. Pero tú o él ya habíais matado y había que seguir adelante.

Mi camillero sacude la cabeza.

—Sancho, eres un cabrón. Andaré con cuidado para que no me empaquetes. ¡Qué vergüenza caer en una trampa tan infantil! —Son palabras disfrazando una escena, lleva a Estebe bajo sus narices… ¿Y por qué no pensar que esta prueba le hace revivir una vieja tortura de la que se arrepiente?—. Te juro que empiezo a sentir lástima del muerto que llevo ahí. Es curioso, estamos reproduciendo un entierro que no existió, y sabemos lo bien que cuadran entierro y lágrimas… Estebe lleva muchos años perdido en el recuerdo y ahora, te lo juro, lo siento cerca. Ahora me complace tomar parte en tu diversión. —Se detiene, nos detenemos, y su mirada se extiende por el escenario—. Ahí está la caseta del bañero marcando una de las entradas naturales a la playa. Los falangistas no irían más allá y enterrarían por aquí a nuestros vecinos. —Empieza a girarse y darme la espalda para empuñar la carretilla y tirar resueltamente en la buena dirección… que ignora. ¿O no? Se detiene y mi corazón bombea con fuerza porque nos quemamos—. Seguramente sería por aquí. ¿Para qué cansarse más dando vueltas? La playa es igual en todas partes… Se oiría en la noche una voz de mando: «¡A cavar!», y aquellos pobres se pondrían a sacar arena. Luego vendrían los tiros…, que asustarían a ese uno de nosotros. —Cuando me mira, se me antoja que lo hace desde una sabiduría que aún es pronto para aceptar sin reservas y que impregna sus ojillos repentinamente achinados.

—Bueno, parece que conoces todo el guión —digo—. Cuéntame el final.

Voltea bruscamente la carretilla arrojándome a la arena y exclamando: «¡Aire!» y, de seguido: «Perdón».

—No pasa nada —le tranquilizo poniéndome en pie.

—¿Sacas algo en limpio de todo esto?

—Eres el tercero que bajo a la playa.

—¿Pillaste a alguno de los dos? ¡Qué pregunta! No estaríamos tú y yo aquí de haber cometido ellos una tontería. —Espera inútilmente una palabra mía, un simple gesto. Se encoge de hombros—. Debe de ser muy excitante, como en el cine. No sé si te deseo suerte.

—¿Por qué no, si estás limpio?

Saca un pañuelo blanquísimo y se lo pasa por el rostro.

—¿Tiene sentido desenterrar viejas miserias? El mundo era entonces de una manera y hoy es de otra. Hoy, nadie habría matado a Estebe… Sí, era un deseo no confesado y todo eso. Teníamos celos. El que uno finalmente diera un paso no nos salva a los demás. Regresábamos del frente, sabíamos matar. Juana era algo así como el trofeo del guerrero. —Se expresa a media voz, se protege tras el pañuelo—. Ahora, alguien da crédito a un mal sueño de un viejo senil, y aquí estamos tú y yo dando palos de ciego. Una mujer quiere vengarse de un dolor que le causaron hace treinta y cinco años y se sirve de uno del pueblo para que todo quede en casa… ¡Gran error! ¿Es que ignora que será una noticia en todos los basureros? Una elección tan descabellada como todas las de Juana Ezquiaga. Se removerá alguna mala conciencia sin que nada cambie. Nada.

—Si las revelaciones del bañero fueran un delirio, no habrían levantado este revuelo.

—No comprendes nada, amigo —exclama tristemente—. ¡En este momento siento no haber matado yo a Estebe en vez de delegar cobardemente en otro!

—Yo, en tu lugar, cerraría la boca, porque te creo a punto de confesar un asesinato.

Escapa entre sus labios un chorro de aire rebajando la tensión mientras dobla cuidadosamente el pañuelo antes de regresarlo al bolsillo.

—A estas alturas ya nadie sabe quién debe tener mala conciencia y quién no —dice—. Gracias, Sancho…, es decir, gracias, Samuel Esparta, porque todo esto es como una película… Te deseo el mayor de los fracasos y que las aguas de la playa vuelvan a su viejo cauce.