Antes de meterme en casa a esperar las doce menos cuarto, deseo comprobar si la carretilla sigue donde la dejé, frente a la librería, en espera de su gran momento.
Tenemos noche oscura. Resbalo mis dedos por las viejas maderas de la plataforma y la cumbre de la rueda de hierro, y me desconcierta la fe que deposito en estos materiales. Aunque marzo no es julio, al menos tampoco llueve.
Si alguna vez debo cenar es hoy. Mi tensión no es tanta que necesite decirme eso de que el espíritu está listo, no así la carne, y es el flojo estómago el que me pide un reconfortante cafecoleche con sopas. Luego enciendo un Lucky sentado en la banqueta de la cocina y exhalo el humo con displicencia, a la mayor gloria de nosotros los caballeros.
Avanzo por Algorta como lo haría aquella noche el asesino, él en dos tiempos: primero con la carretilla vacía y luego con el cadáver. De dónde la tomó y a qué distancia de la casa de los Barrondo golpeó a Estebe y lo cargó, son ya detalles menores. Lo seguro es que Cuatro Caminos es paso obligado para enfocar la playa. Y en esta encrucijada distingo una sombra que sale a mi encuentro. Este va a ser su primer choque con la carretilla, quizá lo más prometedor del ensayo.
Sergio Barrondo viste un elegante chaquetón gris con cinturón incorporado, pantalón azul y boina. Se aproxima tanto que he de frenar para no atropellarle. Propina una suave patada a la carretilla con un zapato bien lustrado.
—¿Es que tienes algo que subir de la playa?
—Tengo para bajar.
Sergio mira a nuestro alrededor esperando ver algún bulto y comprende que alguien irá de paquete. Cuando pongo en sus manos los mandos de la carretilla sabe que no será él. Su risa es forzada.
—Cojones, sigues al pie de la letra el guión del bañero. ¡Qué chorrada! La verdad es que te has inventado una diversión de niños. Me presté porque se trataba de hacer algo por Estebe. ¿Qué pinta aquí esta ridícula carretilla?
Ha sido una buena piedra de toque traerla, les revuelve algo por dentro.
—Tú bajarás con ella. —Mis propias palabras me suenan a orden. Sergio dobla la cintura y, dócilmente, empuña los dos palos para levantarla—. Espera, hay que dar facilidades al viajero —añado, subiendo un pie a la plataforma, recogiendo el vuelo de mi gabardina e instalándome como un Buda—. Cuando quieras.
—Esto es de locos —gruñe Sergio Barrondo alzándonos a mí y a la carretilla al tercer intento.
—Creo que pesaré más o menos como Estebe. ¿Es así?
Mi pregunta silencia de golpe su ruidosa respiración, y así permanece un largo minuto: está sopesando la respuesta. No deduciré nada serio de su precaución; culpable o inocente, haría lo mismo.
El chirrido de la carretilla es la música más hermosa que puedo escuchar esta noche.
—No lo sé —masculla finalmente—. Nunca llevé a Estebe en brazos. Será mejor que te pongas más cerca de la rueda.
—El criminal nunca habría pedido eso a un cadáver —le censuro—. Por favor, colabora. Hagamos un esfuerzo para ponernos en aquella realidad.
Espero mucho del chirrido del eje.
—No puedo más —se queja Sergio a mitad de la cuesta soltando los palos—. Yo no habría tenido agallas para transportar a Estebe teniendo que aguantar este maldito concierto bajo mis narices.
—Él no se detuvo, tenía prisa por echar su carga en la fosa antes de que los falangistas la taparan.
Sergio se revuelve.
—¡No seas tan bruto, estás hablando de mi hermano! Basta, no seguiré adelante… De verdad, no puedo. La familia pensaba en un Estebe muerto en la guerra por el enemigo, pero la jodida historia del bañero es lo peor que nos ha caído encima… ¡Asesinado por uno de nosotros! ¡Y ahora me obligas a vivir lo que quizá no ocurrió aquella noche!
El terremoto que le recorre es consecuencia de esta teatralización tan convincente. Ha sido una buena idea.
Sergio gira para sentarse en la carretilla y quedamos espalda contra espalda. La suya tiembla: solloza. Es una reacción tan convulsa que resultaría determinante si no la blanqueara el sentimiento fraternal. Le permito desahogarse y pronto se reintegra a su puesto. Alza la carretilla y el chirrido vuelve a rasgar la noche.
Con un último esfuerzo tocamos la primera arena y Sergio se toma otro descanso. Tenemos a unos veinte metros la caseta del bañero, pero no estamos en la vertical que lleva a la tumba. Es un lugar y un momento cruciales. ¿Qué dirección tomará Sergio a continuación? Si fuera mi hombre, sabría por dónde queda la tumba y a qué distancia, no en balde le habrá echado abundantes ojeadas a lo largo de estos años y desde puntos de recuerdo distintos. La tiene en su cerebro como una neurona más.
—Acabemos, queda poco —le animo—. Según Higinio, la carretilla llegó cuando los falangistas ya habían tiroteado a sus nueve víctimas y sus cuerpos se amontonaban en la fosa. Seguro que recuerdas dónde está, metro más, metro menos. Llévame.
Se revuelve contra mí.
—¿Recordar? ¿Cómo quieres que recuerde…?
—No es nada personal: escarbo… Continúa. —Empuña los palos y empuja, como ha hecho hasta ahora, pero la rueda se hunde más en la arena a cada intento—. Vuelve la carretilla, ponte a proa y, en vez de empujar, tira como los bueyes.
—No sé por qué estoy aquí —resopla con angustia siguiendo mis indicaciones. La rueda ya no se hunde y avanzamos—. Y, ahora, ¿qué?
—Es cosa tuya. El criminal se detuvo al borde de la fosa para volcar la carretilla y echar a Estebe encima de los otros. Es donde me tienes que tirar a mí.
Asoma a sus ojos un brote de furia, que pronto se apaga.
—No hay tumba, y menos tumba abierta —susurra.
—Te conviene, es decir, nos conviene que te relajes, te abandones y te dejes llevar por tu recuerdo olvidado. Es la gran ocasión de acabar de una vez con una irrespirable mala conciencia.
—Que conste: a ti te convendrá pero a mí no —asegura, arrastrado por la propuesta de un juego del que parece no poder zafarse—. Esto es tan ridículo como tu sombrero.
Pero, es curioso, se concentra en la carretilla y se interna en la playa… ¿Con una meta en su mente? Acaso varias, se le abren muchas posibilidades, infinitas, tantas como arenas hay por aquí. ¿Cuál sería mi reacción si conduce la carretilla hasta la misma tumba inspirado por la más diabólica casualidad? Nos detenemos y casi le oigo pensar. Vira a la derecha, luego hacia atrás, enseguida a la izquierda, pero en todo momento sin perder la referencia de la tumba. De pronto, da un bandazo más firme que los anteriores y sé que ha tomado una determinación definitiva: de esta tirada hemos acampado en un punto cualquiera de los miles posibles. Ha sido una elección impersonal, anodina, propia de una mente pequeña y pusilánime. Un criminal de estas características no habría elegido otra solución. He de reconocer que tampoco un inocente.
¿Qué habría sido, pues, lo excitante y digno de respeto? Una resuelta parada de la carretilla al mismo borde de la tumba. Solo un demonio retorcido lo habría hecho así, porque nuestro criminal es el único que conoce el emplazamiento exacto de la hoya, el único en poder aparcar conscientemente a su vera y el único en enviarnos este mensaje: «Si en una playa con millones de aparcamientos posibles alguien pone la carretilla en contacto con esa vieja tumba, podrá ser cualquiera excepto el malo. Pues si las diabólicas casualidades quedan al margen del discurrir natural de las cosas, incluso Getxo no tendría más remedio que calificar a ese alguien como la persona más infortunada del mundo; y si descartamos tan diabólica contingencia, aparece otra tan endemoniada: que en el caso de que el malo, en un alarde de ciega temeridad, decidiera concienzudamente hermanar tumba y carretilla, no habría que considerarlo prueba de nada, pues hasta el justo Getxo convendría en que tal imposible resultaría tan inimaginable como el aparcamiento a la vera de la tumba por una diabólica casualidad».
Por desgracia, los vaivenes de la carretilla me han permitido divagar y perder el tiempo. Al detenerse en un paraje que no me dice nada, ordeno al vacilante:
—Adelante, que yo te guío.
Así, pronto alcanzamos el enterramiento perdido durante treinta y cinco años en la falsa virginidad de la playa y desenmascarado por Higinio Sanjuanena. Tengo el cuello resentido de tanto girarlo hacia atrás o hacia Sergio. Lo repito, una vez más, por sorprender algo nuevo en su expresión.
—Aquí descansa tu hermano —le revelo—. Tráele flores los domingos a partir de hoy.
Da un brusco salto hacia atrás por no hollar un suelo repentinamente sagrado. Aunque susurra:
—No te creo, no os creo. Es imposible.
—Por la paz de tu alma te convendrá creer que Estebe lleva demasiado tiempo esperando a la familia.
Primero, sus brazos se desploman a lo largo del cuerpo, y de seguido se arrodilla. Se santigua. Reza. Vuelve a santiguarse y se levanta.
—He sentido que sí está ahí —dice, tragando saliva.
—Pues ahí lo arrojaron desde una carretilla como esta, quizá esta misma… Ahora debo verlo yo.
—¿Ver?
—Sí, aunque nunca lo hayas hecho… o no lo recuerdes.
Choca con mi mirada inquebrantable y regresa a su puesto de conductor. Empuña los mandos y alza la carretilla.
—Quizá lo recogiera con los brazos antes de tirarlo —suplica.
—¿Tanto miramiento? Lo volcaron. Para cerrar esta prueba necesito que lo entiendas así.
—¿Qué importa lo que yo crea?
—No se trata de creer sino de saber. Para mí, tú eres el tipo que mató a Estebe… y ahora yo soy Estebe.
Cierra los ojos antes de volcar la carretilla y vaciarla de mí. Cuando me ve despatarrado sobre la arena:
—¿Te has roto algún hueso? —se interesa.
Me pongo en pie sacudiéndome la ropa.
—Yo soy el que debe preguntarte a ti qué has sentido. —Y estudio cada centímetro de su rostro.
—Nada de lo que esperas. Mira, Sancho: cree cualquier cosa de mí pero no que arrojé a mi hermano como un bulto.
—Yo no creo nada, solo espero. —Sus manos tiemblan a pesar de no haber soltado los mandos. Ronronea «pobre Estebe, pobre Estebe». De ser el asesino, explotaría, lloriquearía tras un ejercicio tan duro: era su hermano y yo le estoy sometiendo a una despiadada escenificación—. Suelta el carro, el regreso lo haré andando.
Subimos la cuesta tirando ambos de la carretilla y sin voluntad para soslayar la rítmica dictadura musical que nos marca el chirrido. Poco más allá de Cuatro Caminos Sergio Barrondo me deja a solas con mi instrumento.
Son más de las once de la mañana del viernes. Aparcada frente a la librería está la carretilla, y a su lado un guardia municipal, uno nuevo al que no conozco. Su pregunta la recibe mi espalda cuando me ve empujar la puerta:
—¿Es suyo este trasto? Lleva aquí cuarenta y ocho horas.
—No tantas… ¿Estorba?
—No adorna precisamente la avenida del Ejército.
—La necesito estos días y no la voy a meter dentro.
—¿Reparte libros con ella? En la jornada de ayer no se movió de aquí.
Lo callo con una propina y le anuncio que la tendré ahí un par de días más. Todo arreglado, excepto que ahora le pica la curiosidad.
—¿Por qué reparte de noche estando todo cerrado?
—En breve sacaré un libro donde lo explico.
Enmudece ante la palabra libro contaminada de un trasto tan poco presentable.
—Hola —saludo a Koldobike. Cuelgo sombrero y gabardina del perchero y voy al encuentro de la apacible alternativa del librote de contabilidad. Los pasos a la espalda me siguen hasta el despacho.
—Al menos, estás vivo. Cuéntame, jefe. —Espero a sentarme tras la mesa para mirarla—. No has dormido, tu cara es un poema y te quedan tres.
Su falda raspándole las rodillas es hoy azul. Aún puedo conmoverme con la fidelidad de sus rizos teñidos.
—No soy la purga de Benito, necesito tiempo para sacar conclusiones.
—Por lo que veo, no ha ocurrido nada importante.
—Conclusiones y comparaciones. Tú lo has dicho: faltan tres.
—¡Pero Sergio Barrondo ya ha pasado por tus manos! ¿Cómo iba vestido?
—Elegante: gran chaquetón de París y zapatos con reflejos.
—Ahora tenemos a Paños Barrondo a la última moda, el propio Sergio la promociona por la calle como un maniquí. Parece que tomó en serio lo de tu carretilla.
—Rezó ante la tumba de su hermano.
—¡Si él no reza nunca, no va a misa ni los domingos!
—Era un momento especial: acababa de saber dónde ha estado su hermano desde el 37.
—Cuidado con él, jefe, es un mercachifle. Una segunda razón para matar a Estebe era quedarse con el negocio.
—¿Y el amor?
—El premio era doble.
Abro el libro de contabilidad y saltan del interior recibos y facturas. Tomo el bolígrafo.
—Mide tus iluminaciones, porque te diré una cosa: hasta ahora trabajábamos sobre algo compacto que se acaba de resquebrajar, nunca dudaste, dudamos, del amor unánime de los cuatro, pero Jokin Arzubiaga me confesó que él nunca amó a Juana. Lamento que debas revisar las sensaciones de aquella adolescente curiosa.
—¡Mentira podrida! —exclama Koldobike—. ¡Estaba tan colgado como los otros!… Mentiría entonces a su Andrea y ahora debe seguir manteniendo el tipo. Es muy interesada su mentira a Samuel Esparta: quiere ahuecar sospechas… No mueves ni una ceja, jefe. Ese libro no es lo que más te conviene.
—Es mi descanso del guerrero.