De modo que ha de ser Sergio Barrondo, el de Paños Barrondo, hermano de la víctima. La puerta está cerrada, pero hay luz en el interior. Pulso el timbre, corren el pestillo y asoma la cabeza del empleado. «Está con…», empieza. Me reconoce. Hay dos mujeres en el mostrador. La del gran abrigo con ribetes de piel está recogiendo su bolso. La otra se acomoda en la cintura un paquete engañosamente pesado, a pesar de su volumen, envuelto en suave papel blanco con membrete de la casa. Al otro extremo del mostrador oigo al propio Sergio recordándole a la clienta del abrigo las virtudes del artículo que ya le ha vendido.
Sergio Barrondo se dirige a mí cuando ellas desaparecen.
—Ah, Sancho —suspira con resignación.
—Hasta mañana, señor —se despide el empleado, desapareciendo por la puerta después de hacerme un guiño.
Sergio cierra con el pestillo y se dirige al despacho indicándome que le siga.
—Tú dirás —me lanza desde el otro lado de la mesa. Parece nervioso.
Estoy sentado, ya sin sombrero, frente a él.
—A ver si encuentro las palabras…
La expresión de enfrente es de viva preocupación.
—¿Ya lo sabes? —Niego con la cabeza—. Bien, bien, pues te escucho.
—Si has leído policiacas sabrás que, a veces, salen con propuestas raras… Me refiero, por ejemplo, a lo de regresar al lugar del crimen…
—He leído pocas.
—Pues te aseguro que lo de volver a ese sitio se repite bastante.
—¿Quién vuelve, el malo o la poli? —pregunta, divertido.
—Ambos, a veces juntos y a veces separados. Nosotros lo haremos juntos. Cuatro viajes, el primero tú conmigo.
Se remueve en el asiento.
—¿De qué viaje hablas?
Carraspeo.
—Sois cuatro, cuatro viajes y yo acompañando a cada uno. Cuatro viajes. A la playa. De noche. Esta noche el primero. Tú.
Casi bota de su silla para ponerse en pie.
—¿Esta noche? Me viene muy mal, un compromiso con parientes… ¿A quién vamos a ver esta noche en la playa?
—A nadie. Es decir, a ti. Es un viaje de descubrimiento. La playa guarda muchos de nuestros recuerdos y a veces es bueno recuperarlos.
Está detenido junto a la pared con las manos en los bolsillos.
—¿Tendría alguna significación especial para ti si cualquiera de nosotros te mandara a paseo?
—Ninguna. El criminal se verá obligado a aceptar para espantar sospechas, y a no aceptar por ver en el viaje una trampa.
Sergio se vuelve con una amplia sonrisa.
—Eres muy astuto… El criminal. Una trampa… ¡Nos tienes cogidos! Como un fiscal peliculero… ¿Qué te han respondido ellos?
—Tú eras el primero de la lista.
Regresa a la silla con el entrecejo arrugado. Respira profundo.
—Es ridículo andar así después de tantos años y con el episodio ya digerido. ¿A quién le importa hoy hacer justicia? Solo a un oscuro escritor sin otro tema mejor a mano… ¿Qué importa quién fuera de los cuatro? —Echa la cabeza hacia atrás para mirar al techo—. Quizá en un principio nos indignara, pero con el tiempo tuvo nuestra comprensión…, pues siempre supimos que fue uno de nosotros. No me mires así, antes que tú ya lo habíamos pensado nosotros… ¿Y sabes lo que tranquilizaba nuestra conciencia? Que alguien lo tuvo que intentar.
¡Claro que le miro así!
—He llegado a sospechar que pudo haber un complot entre los cuatro para libraros de él y que Juana hiciera una segunda elección, y lo que me dices le da cierto sentido… ¿Os reunisteis como una especie de masones para compartir la culpa?
Sergio se carcajea ruidosamente.
—¡Una idea espectacular! Que no te engolosine. Si lo pensamos, nunca hablamos de ello. Y, la verdad, jamás supimos quién de los cuatro entregó su alma al diablo.
—¡Aunque, ya hecho, os resultó esperanzador! —protesto como un apóstol de la decencia—. Pero hoy estamos en otro tiempo y alguien exige conocer al culpable.
—Sí, Juana —pronuncia Sergio con suavidad. Su mirada se endurece al añadir—: Aunque ni siquiera por justicia sino por venganza. Y tú, su compinche.
Me pongo en pie y recojo de un manotazo el sombrero de la mesa.
—Soy un profesional contratado por ella. Me limito a contar… Bueno, a investigar… ¿Me acompañas o no a la negra arena del crimen?
Una expresión melodramática que suena bien. La respuesta tarda en producirse.
—Sancho, siento curiosidad por saber cómo funcionas. De acuerdo.
—A las doce de esta noche en Cuatro Caminos.
Abro y cierro dos puertas antes de verme en la calle. Sergio Barrondo no ha hecho la menor mención de acompañarme.
Es la esperada hora del desahogo ante los mostradores, no hace mucho exclusiva de los hombres. Los tiempos cambian sin que Franco muera. En los años cuarenta y cincuenta las mujeres, desde niñas, eran domesticadas en el «espíritu nacional». El Servicio Social era obligatorio, como la mili. Pilar Primo de Rivera dirigía la Sección Femenina… Corría que con una «camisa vieja» de su hermano José Antonio se había hecho un sostén para toda la vida. España quería esposas y madres metidas en la cocina… Lo que veo a mi alrededor es el fracaso del franquismo. Las mujeres dan tantos codazos como los hombres para alcanzar los mostradores. No veo a Jokin Arzubialde con su cuadrilla. Viajo del Tangora al Isidro y regreso al primero. Pido una caña.
Eso de que en el pueblo nos conocemos todos no es una verdad científica, como asegura Koldobike: yo sí que soy conocido, pero no al revés. Aunque Getxo no se distingue por leer libros, la gente visita más Beltza desde que tenemos papelería. Con todo, si me miran dos veces, es por el sombrero.
—¡Eúp, Sancho! —suena a mi espalda. Me vuelvo para descubrir cuatro rostros felices. Jokin descifra mi mirada suplicante y me arrastra a la calle—. Tranquilo. Que empinen esta ronda sin mí.
Se lo agradezco.
—Escucha… —Y mientras le cuento mi plan su sonrisa ha ido esfumándose.
—Cojones —dice con asombro—. Esto es nuevo. A ver, repíteme lo que esperas de este paseo bajo la luna.
—Remover por dentro a quien se cargó a Estebe, tocar su conciencia después de treinta y cinco años, enfrentarle a la noche que no habrá olvidado.
Jokin pasea la punta de un dedo por su respetable nariz.
—Andas un poco atascado, ¿eh, Sancho?
—A cosas así recurren los investigadores —carraspeo—. Es el combate de unas malas artes contra otras.
—Lo que tú haces no es malo. Quiero decir que no traicionas, que el tío ya va avisado. No me parece ni bien ni mal que nos lleves a los cuatro a esa prueba tan rara… Aunque no esperes que el tío se desmorone. No le sorprenderá nada, ya estuvo allí, lo vivió de verdad.
Aunque su expresión sigue siendo tímidamente divertida, este no es el Patata insustancial del que me habían hablado, ha madurado desde aquella cuadrilla jovial de la playa.
—Parece que tú no te hundirías —exploro.
—¡Claro que no! —exclama—. Aunque por otra razón: ese paseo nocturno sería para mí el primero.
—Así que aceptas.
—Los otros también aceptarán tu invitación, incluso el responsable de todo esto…
—¿Responsable? ¿Por qué no llamarle por su nombre: asesino?
Abandona por primera vez la sonrisa.
—Porque es mi amigo y seguirá siendo mi amigo cuando tú le saques los colores.
Sacar los colores… Ellos jamás emplearían este tierno eufemismo. Vuelve a ser el Patata de la playa.
No estamos en el mejor escenario. Gente ruidosa nos empuja o nos saluda; yo no respondo a nadie porque estoy seguro de que se dirigen a él; luego comentarán con sorna en qué iribios le estará metiendo el americano al bueno de Jokin.
—Sin habértelo preguntado, me aseguras que tú no fuiste —digo—. Así se expresaría un niño.
Se encoge de hombros.
—Me ha salido así.
—Un asesino quemando sus últimos cartuchos también lo haría.
—Quedo a salvo.
—Sergio, Peru, Xabier… ¿Te da miedo saber? ¿Nunca te has atrevido a preguntártelo?… Alguien del grupo se divirtió conmigo lanzándome que pudo ser una conspiración de los cuatro.
Su rostro se llena de asombro.
—¿Quién puede creer una barbaridad semejante?
—El que sienta el grupo como un enjambre. Una abeja mata por el bien de la colmena.
—Es la mejor broma que he oído en mucho tiempo…
—El enjambre se deshace del intruso y cada abeja brinda con miel.
—¿Qué coño dices? —Suena a ladrido—. No me mezcles con los tres perros en celo. ¿Amor? Acabó como tenía que acabar porque aquello no era limpio.
—La amabais los cuatro.
—Yo, no —dice suavemente.
—Trabajo desde un principio con esa certidumbre…
—Ni siquiera estoy seguro de que ellos y yo fuéramos amigos. Ellos lo acaparaban todo, yo era un espectador.
—¡No me salgas ahora con eso!
—Yo solo era Patata… Pero iré. Estebe era mi amigo. Que tengas suerte.
—¿Eras la excepción, no estabas por Juana?
Niega con la cabeza.
—Pero no te preocupes, te quedan tres sospechosos.
—Quizá ignorabas que también la querías.
—No te inventes historias, Sancho, y continúa tranquilamente tu investigación, para ella son lo mismo tres que cuatro.
Necesito un empuje y mis dedos acuden a mi bolsillo y hacen aflorar diestramente dos cigarrillos de la cajetilla escondida.
—También pueden sentirse confinados los que aman —sentencio con la primera bocanada.
Jokin sonríe tras su humo.
—¿Dónde y a qué hora?
—Mañana, viernes, a las doce de la noche en Cuatro Caminos.
—¿Hay que llevar algo? Una pala, coñac, un secretario de juzgado que recoja la confesión…
—Solo tu alma abierta.
Da la vuelta y regresa al Tangora moviendo la cabeza.
Paseo del Ángel, 32. Cuatro pisos de una casa rojiza de cierto nivel. Tiene ascensor pero elijo las escaleras y pronto lo lamenta mi respiración: es el tercer piso y solo tengo algo más de medio siglo. Al pulsar el timbre recuerdo la hora: las ocho y cuarto. Se abre la puerta sin haber oído pasos al otro lado: pasillo alfombrado, inquilinos exigentes. Una masa de cabellos blancos y frondosos fija mi atención.
—¡Coño, Sancho, qué sorpresa! Me devuelves la visita, ¿eh?… Perdona: Samuel.
—¿Quién es? —pregunta una voz femenina al fondo del largo pasillo.
—El simpático librero Sancho Bordaberri, por mejor nombre Samuel… no sé qué.
—Basta con Samuel —digo.
—¿Qué quiere? —suena la misma voz.
Xabier Pagoeta se encoge de hombros.
—¿Qué quieres?
—Invitarte a un paseo nocturno.
Naturalmente, se queda cortado.
—¿Ahora?
—No, el sábado. Te harás cargo que tiene que ver con el crimen. Es un capítulo de mi investigación.
Xabier Pagoeta tira de mi brazo para meterme en la casa y cierra la puerta. Me conduce a un espacio que no es ni despacho ni salón. Recoge mi gabardina y mi sombrero y él mismo me sienta en un sillón y ocupa otro enfrente. No cierra la puerta.
—El verdugo de Estebe cargó su cuerpo en una carretilla hasta la playa —empiezo y añado sin compasión—: Quiero repetir contigo este viaje al infierno.
—Tú y yo solos. Entiendo… Bueno, la verdad, no sé si entiendo. Yo pude estar allí, pero no tú.
—¿Quién sorprendería tus cambios de expresión, tus ojos reproduciendo odio o remordimiento, risa oculta o lágrimas incontenibles? O aburrimiento. En fin…
—¡Muy interesante! Te acompañaré a cambio de que me cuentes lo que sorprendas en mi cara. Quizá lo maté sonámbulo y en el viaje contigo me despierte. ¿Quién recuerda lo que hizo hace cuarenta años?
—Solo treinta y cinco.
—Si uno quiere olvidar, lo olvida.
—No un crimen.
—Claro, no un crimen… Yo envidiaba a Estebe, los cuatro lo envidiábamos, y parece que uno de nosotros dio un paso más. ¿Qué diferencia a ese uno de los demás? Yo mismo puedo ser el canalla y estar ahora hablando tranquilamente contigo.
—¿Lo hiciste?
—Lo he olvidado.
Los pasos que me llegan del pasillo se han sobrepuesto al alfombrado, y se recorta en el umbral una mujerona nada sonriente.
—Mi esposa —anuncia Xabier Pagoeta entre dos toses—. Tiene un nombre de reina y…
—Eso que estoy oyendo son estupideces —le corta ella—, porque Xabier nunca sale de noche y entonces tampoco.
Suena a que Xabier no solo no acostumbra a salir de noche, sino que lo tiene prohibido. Los dos nos hemos puesto en pie.
—Es Catalina. Él es Sancho Bordaberri, el librero.
—Sé perfectamente quién es —asegura Catalina.
—Charlábamos —dice Xabier.
—Os he oído —replica Catalina.
—Siéntate con nosotros.
Catalina cruza las manos sobre su vientre y temo que nos suelte un sermón. Xabier y yo hemos vuelto a sentarnos.
—Charlábamos sobre la muerte de Estebe —explica Xabier—. Samuel me invita a…
—No soy sorda… No es bueno andar con historias viejas. Son veneno. No me gusta nada lo que estás haciendo, Sancho.
—Samuel solo hace su trabajo, mujer. Tiene una oficina de investigador y Juana le ha contratado.
—¡Buena pájara esa Juana Ezquiaga! —exclama Catalina—. Entonces envenenó a estos chicos y ahora viene de nuevo a revolver. ¿Por qué no se queda calladita de una vez?
—El motivo es importante y no lo inventó ella —aseguro—. Se trata de un crimen sin resolver.
—¿Y qué tenemos que ver nosotros con ese crimen? Vete a liar a otros, Sancho.
—Tu marido es uno de los sospechosos.
Catalina simula sorpresa reprimiendo una falsa carcajada, al tiempo que se sienta en un tercer sillón frente a mí.
—¿Él, mi Xabier? Este no es capaz de matar ni a una mosca.
—Son cuatro los sospechosos y no hay pruebas. En ello estoy.
—Y te lo llevas a pasear al fresco… Mira, Sancho: ¿sabes lo que es dormir todas las noches con el mismo hombre y en la misma cama durante más de veinte años?
—No, la verdad.
—En la cama se cuentan secretos que se callan estando de pie. Y, por si fuera poco, está lo que se oye en sueños. Xabier habla mucho y repite lo que ya me sé, pequeños secretos suyos que no sabe que yo sé. —Se vuelve a su marido—. ¿Verdad que no tienes una querida?
—Claro que no —responde Xabier divertido.
—Si hubiera matado a alguien, yo lo sabría —afirma rotundamente Catalina.
No me queda más que enfrentarme a ella.
—Un juez se reiría de una prueba siempre alterada con un simple cambio de postura de cabeza sobre la almohada. Más digno de considerar es la distancia en años que media entre el crimen y vuestra boda. Fecha a comparar, naturalmente, con las de las otras bodas.
—Trece —acusa Catalina mirando a Xabier.
—Trece años ideales para descargar en sueños una mala conciencia aún fresca. Un tiempo lamentablemente perdido. Además —me avergüenzo de lo que voy a decir—, si Xabier no habla en sueños de una amante ni del crimen, la inocencia de un pecado probaría ser inocencia de los dos… Yo puedo traerte la paz, mujer.
El tono de Catalina pierde volumen al dirigirse a su marido:
—¿Deseas ir a ese paseo?
—No lo veo, es perder el tiempo.
—Ahora no me salgas con excusas.
—Pues si a ti te parece bien, ¡adelante!
La mujer se vuelve a mí con tres surcos paralelos en la frente.
—¿Qué le obligarás a hacer?
—No le obligaré a nada. Simplemente, se enfrentará a la noche, al lugar de la playa donde fue enterrado Estebe, a esa terrible verdad que lleva treinta y cinco años queriendo olvidar… Y yo estaré allí de mirón.
En manos de Catalina aparece un pañuelito rosa.
—Pobre Estebe… Y ¿por qué no?, pobre Juana Ezquiaga: al menos, dejó libres a los cuatro. —Mira a Xabier—. ¿Sabes por qué no os quiso a ninguno, no te quiso ni siquiera a ti? ¡Porque a lo mejor se casaba con el asesino del hombre que amaba! Dios me perdone. —Se santigua por partida doble—. ¿Por qué digo estas cosas si siempre he pensado que la culpable fue la guerra?… Te lo dejo, Sancho, a ver si me lo devuelves entero.
—Pasado mañana, sábado, a las doce de la noche en Cuatro Caminos —es mi despedida.
En la placita de San Ignacio me pregunto si las nueve y minutos de la noche es hora decente para invadir un hogar. Antes de pisar el portal veo una rendija de luz en la persiana echada del garaje. Busco un timbre y acabo dando prudentes golpecitos en la chapa.
—¿Es amigo o enemigo? —oigo a Peru Mugarte.
—Depende de ti.
Se levanta a medias la persiana —sin ruido, tan bien engrasada la tiene— y aparece mi hombre.
—Claro, Samuel, no podía ser otro… Samuel, ¿verdad? Bajo ese sombrero solo puedes ser Samuel. Es divertido.
Y es verdad que parece divertirle mi regreso.
—Cuatro palabras nada más —me excuso.
—O cuatrocientas. He acabado por hoy. Me gusta chapucear un par de horas diarias en el Ford. Me relaja y no discutimos. —Me mira sin gran interés—. ¿Tienes algo nuevo?
Ocupamos las mismas banquetas. Esta zona de Algorta es muy tranquila, y más a esta hora; el único ruido es el de vehículos circulando por la carretera.
—Necesito, digamos, tus servicios, tu colaboración. Una molestia, pero he de probarlo todo. Ellos ya han aceptado.
—Los tres. Parece emocionante. ¿Qué clase de colaboración, Samuel?
—Algo activo, por tu parte. Quizá, también, un poco de entusiasmo.
—¿Entusiasmo de los cuatro? —exclama con los ojos muy abiertos—. No lo creo. ¿Aceptaron los tres con entusiasmo? ¿Sí? Me ponéis en un brete: si no acepto… ¡A por él! Quizá sea parte de tu estrategia.
—Por el contrario, el culpable habría aceptado, incluso, con ese falso entusiasmo.
—Pero ahora resulta que, negándome, desentonaría. De modo que diré que sí con entusiasmo para confundirme con el rebaño… No me extrañaría que también se te hubiera ocurrido ponernos a silbar: quien desentonara por culpa de los nervios…
Pues no es descabellado. El criminal será el único de ellos que no habrá vuelto a silbar las notas… y desafinaría.
—No es nada tan sutil. Nada más que un simple paseo desde Algorta a la playa, el que recorrió entonces uno de vosotros. Higinio el bañero lo vio bajar con el cuerpo de Estebe y arrojarlo en la fosa.
—Arrojarlo, no, por Dios —gruñe Peru—. Una cosa es matarle y otra ensañarse con el cuerpo del amigo.
—Liquidarlo de un golpe en la cabeza no es ensañarse…
—¿Por qué no un limpio disparo?
—Demasiado ruido. En aquella silenciosa noche del 37, un disparo habría alarmado al propio criminal.
Peru se levanta y coge del capó abierto del coche una bola de cotón y la estruja en sus manos.
—Somos muy listos sentando que lo mataron con una tranca y arrojaron su cuerpo como un fardo… ¿Acaso estábamos allí? Aunque lanzar globos sonda es una manera de puntear tu investigación, ¿no, Samuel?… Es tarde. Madrugo. Me esperan arriba para cenar. ¿Quieres unirte a nosotros? A Flora le encantaría, le gustan las películas de misterio y discutiría contigo.
Yo también me levanto.
—Hoy es jueves. Nos encontraremos la noche del domingo, a las doce, en Cuatro Caminos.
—Jueves, viernes y sábado…, tres días para ellos. Así que hoy tienes tarea. —Hace una mueca extraña con la boca—. Gracias por dejarme el último. —Quiero hablar pero no me deja—. Cuento con más probabilidades de no dar ese paseo contigo… si alguno de ellos es desenmascarado. Porque se trata de eso, ¿verdad, Samuel? ¡Volver al lugar del crimen!… Sube a cenar con nosotros, Flora tiene una intuición especial en estos asuntos. Lo pasarías bien y quizá dejara caer un nombre y tú despertarías y, ¡hostias!, es el malo de la película.