Mientras espero sentado las patatas a la riojana que acaba de anunciarme Gervasio, mi cabeza elabora la extraña invitación que haré a cada uno de los cuatro. Si me la hicieran a mí, no la aceptaría. Con esta vacilante moral sigo adelante. Visitaré a cada uno en su propia choza y los citaré para las cuatro noches siguientes, descontando la de hoy. ¿En qué orden? El mismo de mis encuentros anteriores. La hora será nocturna, las doce. Bajaré con cada uno a la playa, a la fosa. La representación es en honor de uno de ellos, me sobran los otros tres: son simple relleno. Palos de ciego para aislar la pepita de oro.
Masticando la tercera cucharada de patatas caigo en la cuenta de que ignoro una dirección, la de Xabier Pagoeta; también, la de Patata, al que encontraré en el txikiteo. Me levanto para consultar la guía telefónica.
—¿Qué les pasa a mis patatas? —oigo a Gervasio.
La guía cuelga de un clavo en la pared al extremo del mostrador. Apunto la dirección de Xabier Pagoeta: Paseo del Ángel, 32.
—Tus patatas riojanas están para comérselas —envío, pensando en otra cosa, a Gervasio. Segundo plato: huevos fritos, rojos, de caserío, con chorizo. Dos tortas de leche frita de postre.
Dispongo de toda la tarde para localizar una carretilla con caja de madera y, por tanto, vieja. Empezaré husmeando en jardines y huertas. No descarto que mi hombre la encontrara en las proximidades de la casa de Estebe Barrondo, así que echo a andar hacia la Campa del Tenor, una coqueta placita con bancos empalmando dos calles; alude al tenor Florencio Constantino, de la época de Caruso y no menor que él. Xabier Pagoeta, en su Paseo del Ángel, no tuvo muy lejos a Estebe.
Es una hilera de casas bajas de dos o tres pisos y chalés, alguno con pequeño jardín. Nada de huertas y nada de carretillas. Pero en algún vergonzoso jardín descubro cobertizos para trastos de labranza y entre ellos una carretilla… de chapa. Los últimos vestigios de centenarios caseríos —huevo del actual municipio— con auténticas huertas se encuentran más allá.
Camino ahora por estradas bordeando abiertos y verdes espacios que enmarcan viejos caseríos. A veces, lanzo la pregunta desde las lindes, otras he de alcanzar los portalones.
—¿Recuerdan ustedes si en la guerra un hombre joven les pidió prestada una carretilla o alguien se la robó y la perdieron, y quizá la encontraran más tarde?
Me siento ridículo. Centro mi atención en los de más edad, en los ancianos. Todos ponen cara de pasmo, cuando no sonrisas zumbonas. Las respuestas son descorazonadoras.
No iré más adelante, el crimen fue un imprevisto, el hombre apenas dispuso de un instante de maduración, hubo de arreglarse con lo que tenía a mano, como el silbido. La carretilla no se le resistió, no hubo de perder tiempo en buscarla, miró a su alrededor y pudo verla en las huertas de Jáuregui, el caserío más próximo a la playa. Una carretilla de madera, quiero pensar que olvidada fuera por madre e hija, Josefa y Nerea, que en aquel 1937 estaban solas, sin el esposo y padre, y tres hijos y hermanos, integrantes del Ejército vasco recién derrotado.
Declina la luz de la tarde diciéndome que en cualquier ferretería podría encontrar lo que busco, cuando me llega el chirrido que zumba en mi cabeza desde que Higinio lo mencionó. Estoy otra vez en el Paseo del Ángel, frente a una casa antigua de tres pisos. El sonido procede de un patio. Dos niños juegan con una carretilla de madera, viajero sentado en ella el pequeño y el otro empuñando los mandos y empujándola con esfuerzo. El deslustrado eje de la rueda emite el huic-huic herrumbroso.
—¿Es vuestro el auto? —les pregunto.
—No es un auto, es un tren —me aclara el pequeño.
—Os lo alquilo.
—Es del abuelo.
Mi impaciencia se dispara: la carretilla de madera que chirría es de un anciano.
—¿Con quién habláis?
Unos cabellos blancos asoman en una ventana del primer piso.
—Soy Sancho Bordaberri, el de la librería de la avenida del Ejército de Algorta.
Pronto lo tengo enfrente, a mi altura.
—Sí, los Bordaberri de Salsidu. Conocí a tus padres… ¿Alquilar este trasto? Llévatelo el tiempo que quieras. ¿Es para subir algo de la playa… o para acarrear libros? Y vosotros a casa, que ya está negro.
—Solo serán cuatro días —me despido.
El abuelo quiere seguir charlando y yo podría aprovechar para saber si esta carretilla pudo haber hecho en el pasado de coche fúnebre. Pero me basta su huic-huic y me la llevo.
Alcanzo la librería en quince minutos tras la exposición callejera del siempre sorprendente vecino de cincuenta y tres años, con gabardina y sombrero americano, empujando una vieja, vacía y chirriante carretilla. Acabarán sacándome cantares. La aparco ante el negocio y veo a Koldobike en la puerta abierta.
—Creí que llegaba el carro de la sarama.
—¿Qué hora es?
En su mesita roja, y sin sentarse, se pone a escribir.
—No te molestes —le interrumpo—. Este segundo contacto es una continuación del anterior y en el mismo orden. Me lo sé de memoria.
—Ya tienes tu carretilla de madera. Ahora solo falta que uno de ellos te diga: «Coño, qué bien se conserva ese chisme desde entonces».