Suenan pasos firmes al otro lado del biombo y recojo con retraso las palabras de Koldobike:
—Allí lo tienes, entra hasta la cocina.
Un rostro sonriente asoma por el costado del biombo. Es el ingeniero de las corrientes transversales.
—¿Interrumpo algo, amigo Samuel? Mi asunto no aporta nada a tu trabajo y puedo venir en otro momento. —Le ofrezco la silla al otro lado de la mesa. Solo se abre la gabardina para tomar asiento. Su inicial sonrisa da paso a una expresión severa—. Lo siento: no puedo trabajar ignorando cuál es el fin de mi trabajo. Hasta el otro día estaba muy diáfano: un pueblo quería salvar su playa trayendo arena. Muy ecológico. Apliqué mis escasos talentos a buscar una solución. También me involucré emocionalmente por haber conocido esta playa en un tiempo anterior. Todo, perfectamente comprensible. Y además, un gran reto profesional en mi caso. Me encantan las nuevas fronteras por encima de la rutina. Pero resulta que este cuadro, donde todo estaba en su sitio, se rompe el día en que te sorprendí en la playa hollando esos metros cuadrados que me quitan el sueño. Al pisarlos, tus pies hablaban, pedían que me largara. A pesar de parecer clavados, se estremecían como si quemara la arena. ¿Imaginaciones mías? Las playas siempre fueron lugares donde enterrar cosas y solo se entierra lo valioso: armas de la guerra sería una vulgaridad. Un tesoro, lo emocionante. Sin descartar…
—¿Tengo yo cara de esconder un tesoro?
No le asombran mis palabras sino mi voz cortando su parrafada.
—Podría ser de otro y tú su guardián. ¿Por qué no un desvío del Oro de Moscú? ¿O material de ETA?
—O una reliquia de San Baskardo: su picha, por ejemplo.
—Eh, eh, admito que soy un pelma… Y te confesaré algo más: acepto la contradicción en que vives, reclamando por un lado arena para la playa y pareciendo ignorar que si se eleva el actual nivel media docena de metros, el tesoro que allí haya se perdería para siempre. Y si algo se entierra es para desenterrarlo algún día.
—Yo no vivo en ninguna contradicción —le aseguro. Busco en los cajones de la mesa para poder decir—: Salgo por tabaco.
Estoy ya en pie cuando el ingeniero levanta un libro de la mesa y extrae una de mis cajetillas de Lucky. «Con permiso», dice, extrayendo un cigarrillo y entregándome el resto. También saca cerillas y fumamos los dos. Regreso resignado a mi silla.
—Si debo rectificar, rectifico, no pasa nada —dice Mariano Musons repantigándose en su asiento—. Pues a quien te ha contratado para investigar el caso que llevas le habrá movido nada menos que un crimen y no salvaguardar un tesoro o lo que sea. No perderías tu valioso tiempo investigando antiguallas, no son dignas de tus novelas. Y entonces, Sancho Bordaberri, ¿qué hay del cadáver? La radio y la prensa están mudas. Tampoco oigo rumores por el Ayuntamiento. —Vigila mis gestos y yo me protejo tras el Lucky. Suspira, aunque no ha puesto el punto final. Se incorpora a medias para lanzarme otra de sus andanadas—: Todo habría permanecido adormilado sin la visita de cuatro de los cinco tipos a este templo del saber. Han revolucionado el paisaje.
—¿Revolucionado? —pregunto con cierto interés.
—Veo que Radio Macuto no ha mentido. ¿Qué les trajo? ¡No, no me contestes, faltaría más! Lejos de mí someterte a un tercer grado. Y no es fácil comportarse cuando…
—Compraron un libro.
—¿Uno de los tuyos?
—Sí.
—¡Por san Justo! Eso indica que fue una visita personal. Lo que me confunde más. Pues si quienes presionan al alcalde…, ¡y no te imaginas de qué modo!…, para que la playa desaparezca bajo montañas de arena vienen a ti solicitando colaboración, es que saben que la encontrarán… ¡Y en lo que tú estás no es en enterrar sino en desenterrar!
Me levanto con el cigarrillo colgando milagrosamente de mis labios.
—Me importan un cuerno tus congojas. Tengo trabajo.
Echa la silla hacia atrás y toma dócilmente el camino de la puerta. Al pasar ante Koldobike le susurra algo, que ella me transmite segundos después:
—«Echo de menos un muerto», me ha dicho. Piensa que tú ya tienes ese muerto y él no. Es posible que sepa más de lo que desembucha.
Me desplomo sobre la silla.
—Primero: necesito una carretilla. Segundo: ponte en comunicación con los cuatro. O al revés: primero ellos y después la carretilla, por si se niegan a colaborar, y, en ese caso, maldita la falta que me haría si uno solo se negara.
—Me gusta verte por delante del carro.
A la hora de cerrar e irnos cada uno por nuestro lado, le consulto si la propuesta a los sospechosos debo hacerla por teléfono, carta o personalmente.
—De tú a tú —asegura ella de forma tajante.
Nos despedimos en la calle y, al verla marchar hacia su segundo domicilio, siento la desazón intermitente. Lo califico de segundo domicilio porque antes vivía con su madre y un hermano y era su hogar en el tiempo en que, en 1940, empezó a desplazarse a esta lonja, sin que nadie la llamara, hasta convertirla en germen de una librería con los restos de la biblioteca de mi difunto tío Anselmo. No faltaron quienes nos creían enredados. Casó con el ebanista poco antes de mi ruptura con mi segunda medio novia. Mi cariño por Koldobike está por encima de cualquier convencionalismo. Incluso de mi vocación de escribir. Me resulta cómodo aceptar que las cosas sean así. Pero veo alejarse su espalda y la desazón me repite por qué las cosas son así.