Más que fría, mi casa tiene la tristeza de las que solo se habitan por las noches. Abro la pequeña fresquera de la cocina, comunicada con el frescor del patio a través de una rejilla, y aquí está la cazuelita que mi hermana me deja de vez en cuando. Hoy toca merluza en salsa verde. Paso dos rodajas a una sartén y devuelvo la cazuelita a la fresquera. Mientras termino de ducharme oigo el hervor de la salsa sobre el infiernillo.
Una cosa es la soledad de una casa y otra la ausencia de cierta persona. Al hundir la cuchara en el humeante cafecoleche con sopas recupero a ese alguien.
Hoy duermo a trompicones, asaltado por unos personajes de los que tiendo a pensar que no se sinceran conmigo, cuando la verdad es que, por despiste u olvido, son incapaces de transmitirme cuanto llevan dentro. Todos, excepto uno, el maquiavélico comediante de la función.
Ya conozco a los cuatro sospechosos —¿es razonable haberlos reducido a cuatro desde el principio?—, he conversado con ellos y no se me ha encendido ninguna luz. Todos podían haberlo hecho, incluso Peru Mugarte, nadando. Curiosamente, en todos mis ensueños aparece la carretilla, le he dedicado especial atención porque nos transmite que aquella noche del crimen estuvo llena de improvisaciones, pues nadie que proyecta con tiempo un crimen recurre a una carretilla.
Esta primera improvisación derivó en las siguientes. Subió al pueblo en busca de la víctima para descubrir que no existen improvisaciones sencillas. Por ejemplo: ¿cómo transportar el cuerpo desde Algorta a la playa? En su reciente experiencia en la guerra habría tenido ocasión de cargar con gudaris heridos y el transporte era agotador, incluso en distancias cortas; la de ahora era de las largas. La solución estaba en algo con ruedas. Recorrió las calles próximas en busca de un carro de mano, pero en una guerra todo se guarda de noche tras puertas cerradas. Sin embargo, viejas carretillas de mano no solían merecer tal prevención. Husmeó en jardines y huertas por encima de cercados hasta dar con una. Es lo único consistente en estas conjeturas: el bañero la vio.
La siguiente improvisación era el arma. Había de ser silenciosa, nada de pistolas o cosa parecida que aquellos excombatientes aún conservarían ocultas en camarotes, falsos suelos o huertas; la tierra, como buena madre, resultó ser el arcón más seguro; se enterraban armas de guerra o de caza envueltas en hules engrasados. Pero el criminal necesitaba algo inmediato, es decir, otra improvisación. Había más probabilidad de tropezarse en la calle con algo utilizable como garrote que con un carro. Quizá pensara también en una buena piedra. Ya armado, se apostó frente a la casa disponiendo lengua y labios para su solo musical. ¿Acaso no tuvo en cuenta que quien bajara podía ser el otro hermano? Silbó. Tuvo suerte: Sergio no estaba.
Esta mañana no espero a que la lechera toque el timbre, la estoy esperando en el descansillo y recojo el puchero y el pan. Hiervo la leche y amaso el cafecoleche.
—¡La carretilla! —exclamo al pisar la librería—. ¡No solo es lo único fiable que tenemos sino el ombligo de todo!
La expresión de Koldobike enfría mi fogosidad.
—He pasado toda la noche con Fabiola Baskardo —la oigo de muy lejos—. La violaron en la playa una noche de verano del 43.
—¿Fabiola Baskardo?
—Murió hace solo unos meses y ayer supimos tú y yo quién la violó en 1943.
Pocas veces he visto tan destrozada a mi secretaria.
—Vamos, siéntate. —Se sienta—. Fabiola, me suena, ¿quién es?, ¿quién era? —Koldobike me envía una mirada paciente—. ¡Ah, sí, «la Rota»! Hija del gran Camilo Baskardo y de Cristina. Ricos entre los ricos… ¿No te asombra que a veces recuerde cosas de Getxo?
—Una pobre mujer a la deriva. La casaron con un militar sin testículos, «el Roto»… Y ayer estuvo aquí un asqueroso falangista presumiendo de haberla violado.
Me centro en la dinamita de sus palabras.
—¿Cómo lo sabes?
—Él mismo lo dijo, ¿no lo recuerdas?; un momento inolvidable en la playa, una abuela con su pequeño nieto que le llama abuela… Ya le oirías: «¡Pero qué abuela!». Y además le puso fecha: el año 43. Entonces todo Getxo se conmovió, pues la pobre Fabiola no se preocupó de ocultarlo. Ella era así.
Voy recuperando la historia.
—Sí, lo recuerdo, el nieto le venía de la hija que tuvo con Roque Altube… ¡Y aquí mismo presumiendo ante nosotros ese asqueroso de Luis!
—¡Qué miserable!
—Ocurrió en la posguerra interminable… Pero ahora estamos metidos en otra.
Las manos abiertas de Koldobike se apoyan en sus sienes, cierra los ojos y vive unos segundos de expurgo. Luego resopla como una mujer nueva y se atusa el cabello de oro.
—Esta noche he soñado con una carretilla vieja —le cuento—, una de esas de caja de madera y eje chirriante. Juntas de noche rostros de gente y una carretilla y siempre prevalecerá la carretilla. Allí estaban los cinco falangistas, sus nueve víctimas y el hombre de la carretilla: Higinio no se quedó con ningún rostro, solo con la carretilla.
—Bien, ¿y qué más? —Koldobike no se ha liberado por completo de la catástrofe anterior.
—¡Lo único que ha sobrevivido a los treinta y cinco años es la carretilla!
—Pues lo tenemos ya todo, jefe —suspira.
—No importa que no la tengamos, lo indestructible es su imagen. Estebe sobre ella: es lo tangible. El criminal no lo bajó sobre un burro o a hombros, no; lo hizo en una carretilla. ¡El bañero lo vio! Es la gran excepción en la niebla general.
Koldobike se vuelve para recorrer la librería toqueteando aquí y allá, el repaso mañanero que, seguramente, yo había interrumpido.
—Solo es una triste carretilla —dice.
No me ayuda.
—Lo importante ahora es dar con ella o con su hermana… ¡No, mejor con ella misma!
—¿Para qué? Las lluvias la habrán fregado hasta llevarse todos los restos.
—¿Restos? No busco sangre de Estebe o cosa parecida, no soy un científico, ni me demostraría nada que ya sé… Se trata de la imagen… No necesito ir de casa en casa buscándola, o preguntar en ferreterías qué tipo se usaba entonces, el más vendido en el municipio, pues ya sé con maravillosa certeza en cual lo viajaron. Es pieza fundamental.
—No encontrarás ni la original ni a su hermana. Hoy se usan otras más elegantes de chapa.
—Quedará alguna, los viejos aldeanos no se desprenden de las herramientas que usaron.
—¿Y qué harás cuando des con una de madera?
Medito.
—No sé. La tocaré, la conduciré, me pondré sobre ella. Y espero que no hayan engrasado su eje, debe chirriar.
—Eres un fetichista.
—La miraré bien para convencerme de que, al menos, queda una, de que nuestro hombre usó una igual. ¡Es lo único tangible de aquella noche!… Al concluir su trabajo la besaría, agradecido… ¿Sabes por qué, sobre todo?… ¡Porque en adelante sería tan callada como una tumba! Subiría con ella hasta Cuatro Caminos y la llevaría al lugar de donde la tomó: todo había de quedar como al principio…
La campanilla de la puerta rompe mi discurso y entra un joven de veintipocos con una sonrisa tonta. Se acerca a Koldobike tocándose la nariz con un dedo.
—Señorita, mi vida depende de unos libros…
En treinta y dos años no recuerdo que un cliente llamara señorita a Koldobike. Viste arrugada ropa de precio, bigotito lineal y ademanes melifluos. Los libros que pide son de segundo de empresariales de Deusto. Los ha perdido en una juerga de veinticuatro horas en casas de putas en Bilbao, y confiesa no tener un céntimo. Koldobike localiza los libros, se los envuelve y el estudiante se larga con una imperceptible inclinación de agradecimiento.
—Ni siquiera te ha dicho que volverá con el dinero —comento.
—Los ricos no sienten el dinero como los demás. Volverá. Mejor: lo traerá una criada.
¿Por qué he reparado en este lechuguino? Porque estoy desinflado tras una ráfaga de euforia. He hablado con los cuatro sospechosos sin obtener gran cosa. Podría decirse que el caso se halla en punto muerto.
—¿Decías, jefe? —oigo a Koldobike.
—¿Eh?
—Estabas en que el criminal se había enamorado de su carretilla.
—Bueno, no es pieza habitual en una investigación, como una pistola, un puñal, una soga o veneno… Pero ahí está.
Koldobike se me planta delante para cortar mis paseos arriba y abajo y me despoja del sombrero y la gabardina, colgándolos en el perchero.
—Sí, allí quedó la carretilla y puede que al principio la olvidara, pero después empezaría a preocuparle, porque una amiga puede acabar siendo una preocupación. La buscaría para comprobar si estaba en su sitio, y sola, sin nadie a su alrededor tratando de extraerle su secreto. Imagino que en los últimos tiempos desearía quemarla y echar las cenizas a la mar.
—Aceptando ese juego, apostaría a que la perdió para siempre, porque las cosas se tiran y desaparecen.
—Te aseguro que quedan algunas de madera y él las vigilaría aunque ninguna fuera la suya.
Koldobike suelta una carcajada.
—¿Se había vuelto loco?
—Todas le servían.
—¿Para qué?
Mi respiración se ha embalado.
—Para pedirle que tergiversara la verdad, para comunicarse con la única cosa en el mundo que le podía entender y dejar de estar tan solo, para rezar con ella, para salir de sí mismo comunicándose con algo, para confiar en que le hablara de una noche suya distinta e inocente y volcando la culpa en los falangistas…
—Era una carretilla con muchas posibilidades —ríe Koldobike.
—¡La necesitaba!
—Una carretilla es solo una carretilla.
Voy a ella y la tomo de los hombros.
—Escucha: no la quería ver y al mismo tiempo no podía pasarse sin ella, porque se hablaban y él tenía ocasión de rebatirle la verdad que le atormentaba… Escucha, muñeca: aunque la original haya desaparecido, él seguirá localizando otras semejantes… Si bien, la verdad, no me imagino a ninguno de los cuatro exponiéndose a llamar la atención… ¡Lo mismo que en nuestras charlas, en que no han cometido descuidos, y ahora estoy sin una prueba incriminatoria que llevarme a la boca! Solo me queda la carretilla.
—No es mucho, la verdad.
—¿Y si los enfrento a una de ellas? Uno tras otro, cuatro choques. Y yo presente. Explotará el pasado y alguno de ellos se romperá.
—Según me has dicho, es lo que ese uno ha venido haciendo desde entonces: hablar con la dichosa carretilla.
—Pero no en la playa, no en la tumba.
La campanilla roba a Koldobike para la noble misión de expandir la cultura del libro y yo me retiro al despacho a dar descanso a mis nervios.