Según Koldobike, el cuarto sospechoso vive en los bajos de una casa de dos pisos frente a la pequeña plaza de San Ignacio y a un tiro de piedra del ayuntamiento.
¿Por qué solo cuatro sospechosos? Hay más personajes con este rango en la antesala: el ingeniero de las corrientes transversales, el bañero, incluso la propia Juana… No me he olvidado de Mariano Musons y su extraña observación acerca de mi pie pisando cierto punto de la playa; ¿qué sabe?; por edad, encaja: entonces rondaría los veintitantos; ¿motivo?: muchos crímenes carecen de un motivo razonable… Higinio Sanjuanena estuvo allí y resulta un buen motivo razonable para exprimir este hecho… En una posible esquizofrénica como Juana Ezquiaga caben todas las…
—¡Eh!, no te pases de largo, que estoy aquí…
Peru Mugarte me hace señas con el brazo a la puerta de un garaje con la persiana levantada y un coche en su interior. Se halla sentado en una caja de madera limpiándose las manos con un cotón, y no se levanta. Empujo la puertecita de una valla baja que rodea un jardincillo.
—¿Qué hay? Me he retrasado. Lo siento.
—Cuando uno se entretiene viendo llover no pasa el tiempo.
Me indica con la mano un taburete redondo, me despojo de gabardina y sombrero y busco un lugar para dejarlos, pero acabo sentándome con ellos sobre las rodillas. El Mugarte me observa divertido y sin moverse.
—Buen tiempo para caracoles. ¿Sabes limpiarlos? Si los vas a comer tú, mejor que otros limpien sus babas.
—Ama los limpiaba y también los comía.
—Sé que murió en 1967 porque perdí a mi hijo Serafín ese año.
—¿Supiste lo de mi ama?
—Es que su hijo es un ilustre que tenemos en el pueblo.
Un retintín que encuentra en su rostro sonriente una expresión ya hecha.
—No sé por qué, sentí a mi hijo más acompañado. Siempre se van los mejores.
Es una frase convencional pero que me sirve para entrar en materia.
—¿Pensasteis lo mismo cuando lo de Estebe Barrondo? ¿Lo pensaste tú?… Te considero enterado de…
—Sí, he hablado con ellos. —Acusa el encuentro con el duro pasado inolvidable—. Así fue. —Rinde a medias la cabeza—. Él era especial. No es fácil caer bien a todo el mundo. Se ganaba a las personas sin mover un dedo. No reía las gracias, no se desvivía por agradar, no perseguía a nadie… Aparecía y se llevaba todas las atenciones…
—Y el amor.
Me clava sus ojos.
—Sí, el amor. Todos habríamos dado la vida por aquella muchacha y él se la llevó haciendo poco de su parte.
—Sencillamente, despertó el amor de Juana.
—¡Sin haberla elegido, sin dar un paso hacia ella, sin cortejarla! Me pregunto si supo amarla como ella se merecía.
Su queja es más bien apacible, seguro que las décadas transcurridas la han limado a fondo.
—Uno quiere y el otro se deja querer. No es nuevo.
—Por suerte para ella, el destino la libró de un futuro que la habría hecho llorar.
—Según he sabido, anticiparon ese futuro, aprovecharon con intensidad la ocasión que les brindaba la guerra.
—¡Juana, la iniciativa siempre era de Juana! Ella maniobró para llevar a su casa a los hermanos con la excusa de la seguridad.
—Supongo que en una guerra se toman decisiones singulares.
—Y esa guerra trajo un final compasivo —asegura Peru sordamente.
—A Estebe no lo mató la guerra, todo hace sospechar que fue uno de vosotros cuatro —digo dentro de la más severa profesionalidad.
Su respuesta me asombra:
—Sin duda. Uno mató por los cuatro. Así que todos culpables. Hay una distancia ridícula entre machacar la cabeza de un tío y desear hacerlo.
Lo ha deslizado sin el menor esfuerzo. Me refiero a que la idea del garrotazo se ha filtrado limpiamente en la frase.
—¿Así lo mataron, con un golpe en la cabeza? No deja de ser una afirmación suicida al ser pronunciada por uno de los sospechosos.
—Déjate de preguntas ridículas, Sancho. Seguro que fue así. No se oyó ningún disparo. Bajó, el otro le arreó y se lo llevó. Resulta elemental.
No es nada cómoda esta banqueta, sus rugosidades están advirtiendo que no se le sienten encima.
—Las navajas tampoco son ruidosas —digo.
—Los vascos no solemos llevar navajas encima y el que lo mató no había preparado ningún plan, lo improvisó.
Estoy asombrado, es la misma visión que yo tengo del asunto. Habla con el descaro de quien se cuenta a sí mismo. Es como si creyera de verdad que los cuatro son culpables por igual.
Tomo aliento.
—Hubo un plan, por precipitado que fuera. En su paseo nocturno, todavía en blanco, descubrió lo que estaba ocurriendo en la playa, y entonces nació el plan. Silbó vuestra tonadilla ante la casa de Juana. —Registro todos sus gestos, olvido mi urgencia de acomodar mi cuerpo de babor a estribor—. ¿Qué tal se te daba el soniquete? ¿Quién crees que lo utilizó aquella noche?
Se pone por primera vez en alerta incorporando su cuerpo. Acaba de comprender que, desde el principio, está desgranando un discurso perfecto para que le señalen con el dedo. Doy un respingo ante el par de chalos que de pronto estallan en el garaje. Antes de que las grandes manos regresen a su posición de descanso, Peru se restriega con ellas sus rodillas.
—¿Tienes frío? El chico bajará un trago para entonarnos. Cuando chapuceo en el taller me gusta tenerlo abierto. No pienses que lo he dejado así para que te largues pronto.
Me explico su llamada con los chalos.
—Estoy bien —le aseguro.
Suenan pasos sobre peldaños de madera, se abre una puerta al fondo y aparece un adolescente portando una bandejita de metal con botella y vasos.
—La gracia de Dios —medio canta mi anfitrión dándose la vuelta para arrastrar otra banqueta. Recoge la bandeja de manos del chico y la deja sobre la improvisada mesa. Coge la botella, arranca hábilmente la caperuza con sus fuertes dedos, esgrime un sacacorchos y enseguida está llenando vasos. Levanta los dos y me extiende uno.
No es el vino mi devoción, aunque debo transigir cuando soy Samuel Esparta. Celebro que no sea whisky.
—¡Por los borrachos jugando al mus en el cementerio! —brinda Peru. Observo a su hijo, que ni siquiera sonríe. El padre, tras vaciar su vaso de un trago, le hace una seña para que se retire. El chico desaparece sin haberme dedicado, creo, una sola reojada—. Que no nos oiga hablar de estas cosas —dice Peru.
—¿Por qué?
—Aquello sucedió en la guerra de los cien años y los jóvenes de hoy están en otra onda.
Del vaso que sostengo solo he probado un ridículo sorbo.
—No debemos silenciar nuestro pasado. No es justo. Estuvimos a merced de asesinos y los jóvenes deben saberlo.
—¿Cómo separar lo de Estebe de todo lo demás? Somos una tribu manchada.
Y se llena otro vaso.
—Son dos cosas distintas —señalo.
—Juana acaba de cometer un error devolviéndonos a la sangre vertida entre amigos. Sin aquella maldita guerra no nos habría caído este borrón. Debemos pensar que Estebe fue una baja más. Entonces éramos otros.
—Los cuatro.
—¡Claro que los cuatro! Regresábamos de matar legalmente, no éramos los mismos que meses atrás… Bueno, y habrá que añadir la gran frustración que nos quemaba viendo a Juana y Estebe consumando lo suyo.
—Tardarías en enterarte, no estabas cerca, en Algorta, sino en el monte…, según tengo entendido. Y esa unión entre sábanas fue el detonante. El crimen vino de inmediato. Quedas, pues, fuera.
—Las noticias me llegaban por correo semanal, mi hermanito. —Parece divertirse—. No era fácil aguantar una embestida detrás de otra. Vivíamos una situación límite…
—Estás justificando al asesino.
—¡No, a los cuatro, justificando a los cuatro! ¿Qué más da quién empuñara… lo que fuera?
—Magia, ángeles con arpas, música celestial… Os conozco ya a los cuatro y a ninguno os veo con alas.
—No entiendes nada, Bordaberri.
—Ayúdame, pues… ¿Lo echasteis a las pajitas?
Existen carcajadas silenciosas.
—Escucha: no sé cómo, pero ocurrió. Quedamos asombrados… y dolidos.
—Solo puedes hablar de ti, no del resto.
—Estoy seguro que el resto sintió lo mismo.
—El milagro de Lourdes, un reparto de la mala conciencia. Un caso para un psicoanalista… Al menos, alguien acabó cansado, hubo de sacar arena de sus zapatos, preguntarse qué hacer con la carretilla… ¿Recuerdas si fuiste tú ese alguien?
Se pone en pie con el vaso vacío en la mano. Apuro yo el mío y, en un gesto de buena voluntad para no romper nuestro quebradizo toma y daca, se lo tiendo y él llena los dos.
—Al final de todo surgiría la curiosidad —digo—. Amaneció el día siguiente, y alguno más, sin rastro de Estebe. Según tú, los cuatro sabíais bajo qué carga de arena estaba su cuerpo…
—¡Para, para! —me interrumpe vivamente—. Digamos que después nos despertamos, abrimos los ojos y no quedaba ningún recuerdo puntual, únicamente los supervivientes de un grupo.
Bebemos sendos tragos a una, pero en nada se parece a un brindis.
—La curiosidad —repito—: no hubo un ángel empuñando el garrote. Al acabar, ¿no te preguntaste quién lo había hecho? Al menos, sabrías que no fuiste tú.
Se desploma la mano con el vaso a medias.
—Sí, lo supe, y no dejó de ser un alivio. El mundo seguía marchando y yo no había matado a Estebe… Es lo que aún sigo creyendo… ¡Pero queda tan lejos que la niebla oscurece los rostros! Estábamos Jokin, Sergio, Xabier y yo, los cuatro comidos por los celos. Uno dio el paso. ¿Qué importa su nombre? Era un estorbo y se podía echar la culpa a la guerra. Porque la guerra seguía y acabó ganando la partida.
Un investigador serio no debe rechazar los espejismos espiritistas con que Peru Mugarte parece querer envolver la entrevista. Él es él siempre, y debo beber con sed toda información que de él se desprenda, por desesperante que resulte.
—¿Quieres un consejo, amigo? —me dice—. Rompe con Juana y regresa a tu librería.
—Háblame, por ejemplo, de cómo viviste aquella noche. ¿Se te había ocurrido casualmente dejar la cueva y pasear por un Getxo dormido? Por cierto, esta singularidad de tu refugio en un monte quiebra el bloque de los cuatro.
—El Serantes lo tenemos a un paso.
—Sí, al otro lado del Abra: un recorrido a nado para Johnny Weissmuller. O en bote. ¿Disponías de un bote? Pienso que en un asesinato conjunto habrías sido descartado.
—Por aquí todos nadamos como sarrones. Por entonces, yo había tomado parte en una travesía del Abra, llegando…, ¡qué sé yo!…, pero llegando. No me habría sido imposible presentarme ante la casa de Estebe.
—Hemos trocado los papeles: tú te acusas y yo te defiendo. Para cambiar, te pregunto cómo pudiste nadar de firme portando el garrote. Si pensabas matarlo con ese trasto silencioso no podías arriesgarte a no encontrar ninguno en esta ribera.
—Pude esconder uno días antes.
—No. Continúa vigente la teoría de un paseante concibiendo su crimen al sorprender a los falangistas en la playa… Por otra parte, a quien demuestra tener tanto miedo como para enterrarse en la cueva de un monte no me lo imagino abandonándola para venir a pasear a su barrio.
Peru Mugarte recuerda, sonríe y mueve la cabeza.
—Sí, miedo. Un miedo de caballo.
—¿Cuánto tiempo?
—Algo más de cinco meses. Luego, a casa. Hubo otros que no asomaron la nariz en años, los topos, a los que se les dio por muertos.
Hacemos una pausa. La rompo al cruzárseme algo.
—Magnífica coartada la tuya. Es como si hubieras diseñado la historia que tengo entre manos. Pero te recuerdo que las novelas están llenas de criminales que contaban con las mejores coartadas. Tus tres amigos no tienen esa suerte.
Peru Mugarte levanta el vaso a la altura de sus ojos semicerrados y mira a través del vidrio Dios sabe qué maravilla que le hace sonreír.
—No escondo nada, los hechos están ahí, no tengo dos caras. Quizá soy un poco bromista —confiesa sin cargar las tintas.
Deposita el vaso vacío en la bandeja con gesto terminante, como cerrando un capítulo.
—El bloque subsiste, y tan espeso que nada me extrañaría que quien lo hizo de los cuatro ignore su culpa. Es la disolución de un cuerpo en el ácido.
Me libro también del vaso para ponerme en pie. Me dirijo a la entrada del garaje para inhalar con hondura el aire fresco de la estrenada noche. ¿Qué clase de chiflado tengo a mi espalda? Me vuelvo.
—¿Hablasteis después entre vosotros?
—No hacía falta.
—¿Ni para saber quién de los cuatro se arremangó?
—No hacía falta.
Me vuelvo del todo.
—¿Ni siquiera os mirasteis a la cara buscando el temblor de un músculo? —Peru humilla la cabeza y coge algo del suelo—. ¿Tampoco ahora, cuando Juana ha resucitado el crimen? —Sus ojos parecen muy interesados en lo que hacen sus dedos. Regreso a mi banqueta—. Bien, entonces es hora de hablar de la carretilla.
Alza la cabeza con brusquedad.
—La carretilla —repite nebulosamente—. No está bien que a Estebe lo transportaran en una miserable carretilla. No lo acepto.
—Si tú no lo aceptas, tampoco ellos. Sin embargo, el bañero Higinio lo vio.
—¡Esa mala lengua que nos cuenta una pesadilla tergiversada! Es un viejo con ojos viejos.
—En 1937 solo tenía sesenta años. Vio al de la carretilla llegar hasta el borde de la fosa y cómo precipitaba el cuerpo de Estebe al fondo como un fardo.
Nunca antes había temblado el pulso de Peru al tomar la botella. Vuelco mi vaso y solo se sirve en el suyo.
—Nada de caer como un saco —deletrea lentamente—. Se deslizó. El cuerpo de Estebe se deslizó. —Antes de llevarse el vaso a los labios hace una pausa para insistir—: Estoy seguro de que se deslizaría de la carretilla a su tumba. Además, no chocaría brutalmente contra el fondo sino sobre un colchón de cuerpos. Quien empujaba la carretilla era uno de nosotros…, ¿no es así, investigador?…, y, por tanto, lo haría todo con cuidado. A Estebe lo deslizaron.
Vacía su vaso de una sola empinada y queda suspenso. Paso a otra cosa.
—No abandonaste la cueva en cinco meses, entrado ya el invierno.
—Así es.
—¿Cómo sobreviviste, cazabas conejos?
—La familia. Mi hermano menor, Ernesto, era la intendencia. Primero mantas, luego un viaje semanal con alimentos. Yo le pedía cuidado, que no sospechase nadie, especialmente del pueblo. ¡Había tantos chivatos!
—¿Se desplazaba en días fijos?
—Más los sábados, cuando hay gente por la calle y se pasa desapercibido.
—De modo que pudiste elegir cualquier otro día de la semana sin que el chico se enterara.
—Claro.
—¿Qué día mataron a Estebe?
—Jueves. —Y se adelanta a mi siguiente pregunta—: Vive en la calle Espartero de Bilbao. Visítale con tu gabardina y tu sombrero. ¿No ocurre en tus novelas que los inocentes hablan sin reservas? Entonces tenía catorce años y me lo dijo limpiamente: «Se han casado en la cama».
La explosiva revelación que sacudiría a los cuatro. Y nada de bloque: cada mochuelo tendrá que sostener su vela.
—Muchas gracias por tu tiempo —me despido—. Lo mejor para ti sería no volver a tener noticias mías.
Se pone en pie con esfuerzo.
—Dile a Juana que se olvide de venganzas y te quite del asunto, porque Estebe habría comprendido.
—A ningún cadáver le gusta que le boten en un agujero lleno de muertos.
—Lo deslicen —silba Peru Mugarte intensamente—. ¿No te lo han precisado así los otros?