Estoy en el baño lavándome las manos cuando suena la campanilla y un tropel de pisadas resuena contra el entarimado. Si fueran débiles y atropelladas serían de colegiales tumultuosos. Pero no: son pesadas y plantígradas. Me asomo con la toalla en las manos.
Hay cuatro hombres detenidos ante Koldobike escrutando con sus miradas hasta el último rincón del recinto.
—Hola —les ha recibido, al tiempo que su rostro me enviaba un mensaje silencioso.
Son de edad, incluso uno, anciano. Dos abrigos, dos gabardinas, los cuatro encorbatados y a pelo.
—Luis, que se entere la chica a qué venimos. —Sonríe uno de ellos con antipática suficiencia.
—¿Hay aquí libros? —pregunta el tal Luis con risita de conejo. Es el más joven y su voz me suena—. Queremos uno de Sancho Bordaberri, ese fenómeno.
—Nos han dicho que el muy jodido se las sabe todas. —Ríe también el más viejo, cerca de los ochenta y con bastón.
En nuestra pequeña historia son contados los clientes impertinentes que ha debido aguantar Koldobike, si bien lo que está ocurriendo ahora es de otra naturaleza. Quien hablara primero me descubre avanzando hacia ellos.
—¡Hablando del rey de Roma! —exclama.
—¿Qué libro desean? —pregunta Koldobike—. De ese autor tenemos varios títulos.
La veo nerviosa. Quiere comunicarme algo con su insistente mirada. Y ahora que los tengo más cerca lo sé. ¡Los visitantes del alcalde! Falta uno, el de Neguri.
—Cualquiera, ¿verdad, Salvador? —dice Luis, el que nos trajo en coche.
—Cualquiera que hable de la playa —contesta Salvador, que parece llevar la voz cantante. La viruela enseñorea su rostro.
—Nos interesa mucho esta playa —tercia el cuarto con voz espesa.
—Fructuoso quiere decir que intentamos hacer algo por ella —asegura Salvador estudiándome de arriba abajo.
Koldobike aparta dos cuerpos para pasar entre ellos y se agacha frente a la Sección Especial para tomar un libro de la estantería más baja. Al entregárselo a Salvador se interpone entre él y yo.
—Es el primero de la serie y la playa es la gran protagonista —le informa escuetamente.
—Solo un muerto más —lee Salvador en la portada.
—¿Qué pasa con ese muerto de más? —exclama Fructuoso presionando mi solapa con la punta de un dedo—. ¿Qué sabes tú de muertos que no deberías saber? ¡Te has metido hasta el cuello en un buen cenagal, amigo!
—Mejor sería hablar de arenas movedizas —apunto. Una mueca en la boca de Koldobike pide que me calle.
—¡Eh, eh!, no pasa nada —interviene Salvador retirando el dedo de su compañero.
—Nunca pasa nada —suspira el viejo.
—Escribí este libro hace muchos años, en el 45, cuando un muerto sonaba a simple añadido en la larga lista.
—¿De qué larga lista hablas? —salta el joven Luis—. ¿Qué pasaba en el 45?
—Solo es una novela —asegura Koldobike.
—¿Y qué coño de novela está escribiendo hoy Sancho Bordaberri? —El tal Luis arrebata el libro a su compañero y lo lleva a centímetros de mi rostro—. No hace falta que me juréis que aquí no falta la playa.
Salvador acude a apagar el nuevo incendio.
—¡Claro que habrá playa! —ríe, apartando a Luis—. Así tiene que ser. Nosotros la vimos más tarde y la teníamos olvidada. Hasta hace unos días. ¿Por qué nos establecimos finalmente en esta tierra después de correrla por ahí? ¿Fue por la playa? ¡Quién sabe! No se puede negar que es hermosa, y, en cuanto a recuerdos, ninguno especial, simplemente recuerdos. Ustedes dos sí que los tendrán abundantes.
—Somos de esta tierra —declara Koldobike.
—Los nativos no ven con buenos ojos a los venidos de fuera —dice Salvador.
—Algunos llegaron con la guerra y se quedaron —digo.
—Con las guerras se viaja mucho —ríe el viejo.
—Uno se cansa y se queda donde cae tumbado —concluye Salvador—. Se encuentra trabajo, se funda familia. Uno quiere olvidar la guerra y que la olviden los demás, pero es difícil viendo esta playa.
—Nunca se olvida un buen polvo —se carcajea Luis.
Es fulminante el cambio que se opera en el rostro de Salvador al transformarse en un mapa arrugado, que se esfuma en segundos. Nos explica despacio:
—Mi compañero adoptó enseguida las costumbres locales y muchas noches bajó a la playa con la chica de turno.
—En la playa se hacen cosas peores —afirma Koldobike.
Ninguno de ellos parece recoger la carga. ¿A qué han venido? Naturalmente, necesitan saber de nosotros.
—No le tengo ninguna devoción a esta playa —dice el viejo, y se apresura a añadir—: ni a ninguna. Todas son iguales, arena y más arena.
Salvador semicierra los labios para soplar una silenciosa risa.
—No tanta, compañero, y cada vez menos. ¿No les preocupa a ustedes la fuga de arena? En poco tiempo la playa habrá dejado de ser playa. ¿No intentan remediarlo?
—No creen en lo que ven —dice el viejo—. Lo tienen ante sus ojos y no lo ven.
—¿Por qué no hacen algo? —exclama Luis. Agita en el aire el libro que aún tiene en la mano—. ¡Mucha novela sobre la playa para luego dejarla morir!
Salvador nos encierra a Koldobike y a mí en una misma mirada.
—Mis compañeros y yo queremos evitar este descalabro de la naturaleza. Ustedes, algún día, despertarán y se pondrán a la tarea, pero será tarde. Nosotros ya estamos hablando con el alcalde y estudia una solución. Comprende nuestra prisa pero nos da largas.
—¡Arena, arena, más arena! —pide Fructuoso imitando al cómico.
Saben que lo sabemos, de otro modo no nos lo habrían confesado. Todo, con apariencia muy natural, muy inocente: cuatro honestos ciudadanos —el quinto no habrá querido rebajarse a suplicar— llorando por la desaparición de una playa en la que sí se habrán bañado e incluso pescado, pero que les importa una alubia… Falta algo, no están aquí solo por eso.
—Ustedes saben lo que hay debajo de la arena —resume Koldobike con entereza. ¡Bravo por mi chica!—. ¿Por qué no nos hablan de un tesoro enterrado por piratas?
—Sí, un cofre, el valioso cofre de Barbarroja —ríe Salvador—. Según la leyenda, siempre elegía playas.
—Los piratas también entierran a personas en las playas —asegura Koldobike con maravillosa serenidad. Sé que ella es así y también que pasaron los tiempos de aquella primera posguerra sangrienta en que los franquistas tenían barra libre para matar. Tan no es hoy el caso que incluso les ha llegado la hora a esos vencedores de limpiar sus trapos sucios—. Son cuarenta y cinco —dice de pronto—. ¿Se lo envuelvo?
Luis no sabe qué hacer con el libro que tiene en la mano. Lo suelta sobre la mesita-mostrador con la lejanía del cliente que devuelve un artículo.
—Todo esto suena a venganza de la playa —digo.
La voz de Salvador es una brisa fría:
—¿Venganza contra quién?
—¿Quién sabe lo que piensa la arena? —pregunta Koldobike a los cuatro hombres que medio la rodean.
Salvador recoge el libro, lo abre y con un dedo empieza a pasar páginas y a leer a saltos.
—Nos lo llevamos, naturalmente… La playa aquí, otra vez la playa… ¿Es que no sabes escribir sin apoyarte en ella? Este primer libro lo escribirías allá por los años cuarenta, y en el que estás también aparecerá la palabra playa seguro. —Levanta la cabeza para mirarme—. ¿De qué habláis tú y la arena? ¿Qué te ha contado? Sabéis demasiado y eso no es sano. —Ha llegado a un punto de alto voltaje. ¿Nos acercamos a la verdadera razón de su visita?—. Estás escribiendo un libro diferente. Sobre la playa, pero diferente. Te importa un cojón la pérdida de arena en general, solo la de un punto. Te han visto de pie en ese punto, mirando hacia abajo, escarbando con los pies. Te sobra el resto de la playa. Sé que las historias de tus libros te las sopla alguien. ¿Quién? ¿Quién te cuenta esos chismes?
Tiembla. Sus labios entreabiertos están a punto de formular la pregunta definitiva, el nombre, pero no puede dar un solo paso más sin quedar a la intemperie ante nosotros.
Koldobike acciona en vacío la palanca de la máquina registradora recordando que está pendiente un cobro.
—¿Podríamos leer lo que llevas escrito de tu novela? —Me pregunta Luis.
—Usted quiere conocer qué número de crímenes investigo. Se lo diré. —Me gusta mi respuesta.
—¡No me fío de ti, quiero leerlo! —ordena Salvador.
—Uno —pronuncio.
Hasta un ciego podría ver la paz que invade a los cuatro.
—¿Uno? —repite Salvador, incrédulo.
—Cometido en la noche del 22 de julio de 1937. Y no en la playa sino arriba, en el pueblo.
—Uno —repite por segunda vez Salvador, le suena a gloria—. Bien.
Ahora los cuatro intercambian miradas porque, estoy seguro, empiezan a recordar al olvidado hombre de la carretilla con su carga. Los dos o tres minutos siguientes, de turbias expresiones, los emplean en ajustar todas las piezas. Regresan de aquel tiempo con un visible parpadeo aturdido.
—¿Qué precio dijiste? —pregunta Salvador a Koldobike sacando su cartera.
—Cuarenta y cinco.
Su operación de cobrar, envolver el libro y entregarlo la realiza mirando a otra parte. Suenan dos broncos adioses, un «bueno» y un gruñido.
Pienso: «Alguno de ellos se dará cuenta. Es de cajón».
Pero los ha despedido la campanilla de la puerta y ya están en la calle. Miro a Koldobike: está pensando lo mismo que yo. Si los segundos no transcurren demasiado lentos es porque nos importa un higo que regresen o no. Regresan. El más veloz, Luis, abre la puerta y así la mantiene hasta la llegada de los otros.
—Si alguien te habla del crimen de ese uno y de aquella noche —gruñe Luis—, ese uno también te hablará…
Lo silencian dos sonoros sopapos.
—La playa de los buenos recuerdos —canta Salvador acariciando las mejillas que acaba de agredir—. ¿Cuándo ocurrió aquello tan inolvidable, compañero?
—En el 43, no se me despista el año. ¡Nada menos que con una abuela! El crío la llamaba abuela… ¡Pero qué abuela!
—¡La playa, la playa…! —entona Fructuoso con ensoñación.
—La conocimos tarde pero nos hizo felices —asegura Salvador.
—Yo soy de tierra adentro y por ella conocí el mar —suspira el viejo de los granos.
El cuarteto revolotea alrededor de aquel acontecimiento del pasado, pero sospecho que no compone un bloque feliz sino a la defensiva.
—Es obligado añadir el tesoro enterrado en la arena —disparo al aire.
Puede tocarse la tensión entre las dos orillas. Una buena ocasión para templar gaitas fumando. Saco mi cajetilla de Lucky del bolsillo, está abierta, la sacudo con falsa soltura y les ofrezco las puntas que emergen. No se mueve ninguno de los cuatro. Levanto la cajetilla hacia mis labios, enciendo con suficiencia una cerilla y fumo.
—Las cosas son así —deletreo, refrescado por la caliente bocanada. El bloque se dirige a la puerta como un rebaño herido. Las últimas frases son de Salvador:
—En lo que estamos todos es en salvar la playa. Es lo único importante que ha de quedar de este complicado asunto. Porque aún no ha llegado el tiempo que ha de seguir al presente… y que será, sí, vuestro tiempo. Hoy os conviene volcaros en ese único crimen. Es un consejo de amigo… Y estas cosas sí que son así.
La campanilla los despide con su habitual indiferencia, que a nosotros nos suena a cohetería de verbena.
—Se te hace tarde, se te ha hecho tarde —me pone en marcha Koldobike.
—Sí.
No trasiego aire profundamente hasta pisar la calle: el del interior se me antoja contaminado. Cumplida su función, arrojo el Lucky a un charquito.
Un silencioso calabobos empapa mi sombrero.