17
Una cueva en el monte

El pan del desayuno troceado en sopas sobre el cafecoleche va pasando a mi boca en rítmicas cargas que desbordan la cuchara. Un rito en la cocina en vida de ama. Me tendrían que despellejar para arrumbarlo. Es un movimiento tan entrañablemente mecánico que me permite organizar el día, excepto si ya está organizado, como hoy: a las siete y media me veré las caras con Peru Mugarte, una cita concertada por mi secretaria.

Llueve. Es un paraguas y no un sombrero, por muy americano que sea, lo que necesito.

—Hola.

—¿Qué hay, jefe?

Cuelgo sombrero y gabardina en el perchero.

—Jean Gabin se mojó más haciendo de Maigret en el recio final de aquella película. Me lo trajo a la memoria el ingeniero de las corrientes transversales: avanza hacia la cámara tras resolver un caso, una tragedia de nuestra doliente humanidad. Otro caballero.

—No me cabe un inspector como él sin paraguas. Es un montaje de Simenon para sumar sacrificios. Los inspectores de Scotland Yard llevan paraguas aunque no llueva.

—Este es diferente. Novelista y director nos muestran a un Jean Gabin francés personificando la irreductibilidad del hombre derrotado.

—¿No dices que acababa de resolver un caso?

—¿Qué es un simple caso en el combate de toda una vida? Derrotado pero no vencido: ahí está el triunfo.

Transcurre mi mañana poniendo al día el abandonado librote de contabilidad. Los clientes lectores nos frecuentan más por las tardes, las mañanas casi se reducen a ruido de papelería, coto exclusivo de academias, escuelas, colegios y nuestro flamante instituto de segunda enseñanza.

¿Por qué no me incomoda la aparición de Juana Ezquiaga? Nada interrumpe, y si ella no es una de las fuentes de la investigación… Levanto el bolígrafo para saber con qué aires viene: su campanilleo es más bien escandaloso; el saludo a Koldobike, frío; el trato a su paraguas, alarmante: lo cierra pero no lo introduce en el paragüero sino que avanza armada con él y ha de ser mi secretaria quien se lo arrebate de las manos. Al tenerla más cerca descubro en sus ojos algo de humedad.

—¡Lo dejamos, lo dejamos! —exclama ocupando la silla que bien conoce. Abandono el bolígrafo, cierro el librote y lo aparto, y quedo, preocupado, a la espera—. Lo hice sin pensar en las consecuencias. ¡Los provoqué!

—¿Te traigo un vaso de agua?

Saca un pañuelito azul del bolsillo de su chaquetón con cuello de pieles.

—Pequé, sí, y por eso ocurrió. ¡Nadie habría matado a Estebe si yo…!

Cruzo una mirada con Koldobike, que ha dado unos pasos hacia el despacho. Y, de pronto, lo veo… ¡Ha vuelto a ese tiempo perdido! Aguzo mis oídos.

—¿De qué te has acordado, Juana?

—No he recordado… ¡Es que esta noche lo he visto tal como fue!

Se hunde en la silla y, por fin, hace uso del pañuelito.

—¿Cómo fue lo que vas a revelarnos de un momento a otro?

Secos sus ojos, aprieta los dientes y me dispongo a escuchar algo interesante del caso, quizá nuevo.

—Solo un tabique separaba nuestros dormitorios. Nos oíamos por las noches, el roce de las sillas, el timbre de los despertadores, las puertas… Aunque no me llegara ningún ruido, yo oía su presencia tan cerca de mí… Todos dormían, excepto nuestros cuerpos, separados por un delgado tabique… Aquella noche no hubo tabique. Después de cenar en familia, susurro a Estebe: «Hay un dormitorio vacío al fondo del pasillo. Lo he preparado». Después, larga espera en nuestros cuartos. Golpecitos en el tabique. Salimos. Cogidos de la mano pasillo adelante hasta el ensueño…

Concluir su relato y enrojecer hasta las cejas es todo uno.

—Vaya —es lo único que se me ocurre decir.

Veo a Koldobike encogerse de hombros, quizá expresando que ya nos había llegado algún soplo sobre el particular.

—Fue la guerra —suspira Juana.

—No siempre trae lo malo.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclama, engañosamente ofendida, recuperada de su caída sentimental—. Pequé a los ojos de Dios… Pero ahora no importa eso, he venido a pedirte que abandones el asunto. Esta vez te lo suplico. ¿Cuánto te debo?

—¿Otra vez? Era algo con lo que has vivido hasta ahora. —Poco me falta para descargar un puñetazo contra la mesa—. Me encargaste el caso con ello encima. ¡Hay que tener más juicio, ser más adulta!

Juana me dirige una persistente mirada de recriminación.

—No entiendes, no me entiendes… —Se vuelve a Koldobike—. ¿Me entiendes tú? ¡Ellos no lo pudieron soportar!

Koldobike me pide con la mirada que tenga paciencia.

—Dos personas se quieren y viven una situación inesperada —digo—. Solo eso. No somos de piedra.

—¡No lo pudieron resistir! —repite Juana recurriendo otra vez a su pañuelo—. Perdimos la inocencia. Quiero decir que todo el grupo perdió la inocencia. Fue un choque brutal…

—¿Acaso creían en los cuentos de hadas? Ya eran hombrecitos.

Se mueve Koldobike para alcanzar la espalda de la mujer y apoyar las manos en sus hombros. El efecto es inmediato.

—Ellos esperaban la blancura de una boda —desliza Juana—. Los hombres nunca dejan de ser niños y estos menos que ninguno. Les herí, les provoqué.

Koldobike ha de privarle de su compañía por la llegada de alguien muy inoportuno. Yo aprovecho para traer un vaso de agua, que mi clienta vacía de un solo trago. Regreso a mi silla pensando que algo no encaja.

—Gracias —dice.

—Escucha, mujer… Hay algo que se te escapa, solo uno recibió el supuesto mazazo porque es el único que se encontraba entonces bajo vuestro mismo techo. —Juraría que su asombro es auténtico—. Solo uno. De modo que, según tu saber y entender, ya tenemos al culpable.

—¡No quiero señalar a nadie! —exclama, descompuesta.

—Lo acabas de hacer.

Juana Ezquiaga se toma un tiempo.

—No sabes cómo eran aquellos días —me anuncia un recorrido por sus recuerdos—. Nuestras familias se comunicaban a través de las mujeres. Yo hacía la compra, salía a la calle y pasaba por las casas de Jokin y Xabier…

—¿Es que te cerraban la puerta de la de Peru?

—No estaba allí, se escondía en una cueva del monte.

—Ah, sí, el Serantes… De modo que no lo tuvo tan fácil…

—Tan fácil ¿para qué?

—¡Para matar, mujer, para matar!

¿Será realmente tan ingenua? Presiona con fuerza sus sienes con las manos buscando su norte.

—Sí, claro. El único que estaba lejos era Peru… A no ser que su familia se lo contara cuando los viernes le llevaban cosas. Pero ¿qué le iban a decir? Solo Jokin y Xabier lo adivinaron al verme.

—¿Solo al verte?

—Al ver mi cara feliz.

No es la primera vez que sus mejillas se tornan rosas. Me dispongo a beber con fruición los secretos de aquella noche que me llega tan fragmentada.

—Si hablamos de distancias, el más próximo era Sergio, el hermano. Sin embargo, al sonar el silbido ya estaba en la calle.

Juana sonríe para sí misma, como recordando algo especial.

—Éramos Estebe y yo contra la guerra. Habíamos formado un solo cuerpo contra la guerra. Mis padres bendijeron nuestra unión con su silencio. Los otros, no. Los provoqué y lo mataron.

El cliente ha desaparecido y Koldobike no pierde comba en mitad de la librería.

—Querida Juana, regresa al origen. Quieres saber quién mató a Estebe. No importa si es por justicia, por venganza o por simple curiosidad. Yo no puedo dejar un caso tan interesante… A propósito: tu retractación te convertirá en un personaje antipático.

En manos de Juana veo su olvidado pañuelito, con el que se suena como si metiera aire en vez de sacarlo.

—Que aparezca que yo también soy culpable.

—Bueno.

Se ha puesto en pie y recorre la librería conmigo detrás. ¿Habría salido a la calle sin su paraguas? Koldobike se encarga de recogerlo del paragüero y entregárselo. Juana se vuelve sosteniendo la puerta abierta. En sus palabras hay una sincera compasión.

—No estás hecho para entender el vínculo especial que nos unía a los seis.

Al quedarnos solos Koldobike y yo, silbo un suave resoplido.

—Esta mujer me saca de quicio.

—Se cree Mata Hari.

—Es lo único que le queda de todo aquello.

—Estuviste genial, jefe. «No somos de piedra». Le tocaste su tecla.

—Gracias.

Hoy, Gervasio me sirve macarrones y bacalao al pil-pil. Las apuestas sobre la muerte de Franco están muy vivas tras su último y desvaído «españoles»… en el balcón. En la siesta no pego ojo dándole vueltas a la cueva del Serantes y a su ocasional inquilino. Es una suerte que luego, a las siete y media, él mismo me ilumine.

—Ignoro si hemos de dar mucha importancia a la mayor distancia de Algorta en que se encontraba Peru Mugarte aquella noche. —Así recibo por la tarde a Koldobike—. A fin de cuentas, le bastó con cruzar la ría…, o el Abra a nado.

—La ría, cabe. El Abra es cosa de los peces.

—Pudo robar un bote en el puerto de pescadores de Portugalete.

—Los dueños se llevan los remos a casa. Viajó de día y se escondió en algún cañaveral de Getxo hasta la noche.

—No lo veo. Un hombre que se entierra en un monte como una comadreja demuestra tener tanto miedo que solo se mueve de noche… ¿Hay realmente cuevas en el Serantes?

—Varias. A una la llaman del Capitán.

—¿La conoces?

—Nunca he pisado ese monte, me basta con verlo todos los días. Pocos lo han pisado. Es que no lo tenemos como un monte sino como un adorno del Abra.

—A Peru Mugarte habrá que darle otro enfoque. No me lo imagino abandonando su cueva para darse un paseo por Algorta y, por tanto, no pudo toparse con los falangistas ni recibir de ellos la inspiración para librarse de Estebe, ni hacerse con la carretilla, ni hacerle salir de casa con el silbido…

Koldobike atiende a un aldeano que asoma la cabeza preguntando si tenemos libros del tiempo y le sirve el Calendario Zaragozano.

Estoy luchando por trasladarme al librote de contabilidad.

—Me dejó de una pieza tu desparpajo —la oigo de nuevo— al soltarle a Juana su salto desde el amor de cuento de hadas a la cama con su Estebe. No sueles ser tan directo. La única explicación que me doy es que no hablaba Sancho Bordaberri sino Samuel Esparta. Porque Sancho no es así.

No es la primera vez que en la atmósfera estancada de la librería flota mi desazón de estar traicionando un compromiso inexistente. La casual coincidencia de una mujer y un hombre trabajando años y años bajo el mismo techo es irrelevante. Incluso en la pacata Algorta. Koldobike es mi mayor colaboradora desde la apertura de Beltza en 1940. Más que eso: mi única amiga. Aunque nunca me he librado de la vaporosa sensación de estar en déficit con ella. Podríamos haber sido algo más, pero no. Y si los hay que se casan con su ama de llaves por comodidad, no es mi caso. ¿Amistad en el amor? Imagino que será la gloria. ¿Amistad sin amor? Otra plenitud. Y de esta puedo dar fe.

No hay mucho que contar de mí y las mujeres: una quinceañera y la playa; una medio novia en 1952 me duró poco, o yo a ella; otra en 1963. La buena de Koldobike me afeó esta ruptura, lo que hizo rebajar ese déficit… Como se dice para cerrar un tema: las cosas son así.

Me sacudo como los perros.

—¿Qué hora es?

—La de ponerte en marcha, jefe.

Suena más a orden que a información. Es su ser natural, en el que yo tanto me refugio.