No se oye la mar en las calles de Algorta. Desde lo alto de Cuatro Caminos todavía no se ve la playa, aunque los estallidos finales de las olas nos anuncian, a veces, cómo lo está pasando la arena. El viento contra el rostro aventa las últimas telarañas del invierno. Me detengo porque no es una caricia molesta, o porque no sé qué hago aquí esta mañana de domingo. Naturalmente, inicio el descenso por la carretera sin preocuparme de la respuesta, que ya sé.
Las playas, como simple paisaje, pueden admirarse desde arriba, pero solo se sienten desde abajo. Esta vez, al hundirse mis zapatos en la arena, me incorporo como una pieza aturdida más al secreto de las cosas que existen.
Me aproximo a la caseta del bañero y me parece descubrir un bulto inmóvil junto a la puerta cerrada. Cuatro pasos más y oigo la voz de Higinio Sanjuanena:
—Tú también, Sancho.
Es un saludo, no una pregunta.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Trajinar, como tú. —Se sienta en la vieja tabla que hace de banco—. Tú también bajas a saber si aquello ocurrió. Me pongo más abajo, desde donde lo vi, me agazapo y miro. Luego hasta donde están metidos, pero no lo piso, me quedo por los bordes, me arrodillo para alisar con la mano la arena, y también hundo un poco los dedos. Y vuelta al sitio desde donde lo vi… ¿Te dije que entonces estuve horas con miedo de que los pulpos y los cabrachos que tenía en el saco metieran ruido? Pero ¿cómo iban a hacer ruido los pobres?… Miedo, miedo. Y no podía dejar de mirar de lejos la carnicería que tenía delante. Aunque ahora pienso que a lo mejor no lo vi, que me quedé dormido sobre la arena y lo soñé.
Se cubre el cráneo con las manos. Oigo su ruidosa respiración.
—Al contárselo a Juana estabas bien seguro de haberlo visto.
—¡Entonces sí! También hasta entonces. Pero desde que lo saqué fuera no es lo mismo. Ahora pienso en el cisco que he armado y me asusto. ¿Y si no lo vi?
Es la protesta que me ha dirigido más de uno en las últimas horas. Porque todo arranca del testimonio de este hombre, de este viejo asustado.
—¿Cuántos años tienes, Higinio?
—Noventa y seis, eso me dicen —contesta como anunciando una catástrofe.
—A otros, con esa edad, les tienen que dar la sopa a la boca, y tú estás joven, la familia lo sabe y te ha dejado salir de noche.
—No salí de noche. De tarde, les dije que me iba con la cuadrilla.
Todavía le permiten ir a tomar txikitos. ¿Cuántos tomó aquel día antes de bajar a pescar? Y habría que añadir los cambios y lagunas que puede sufrir un recuerdo a lo largo de treinta y cinco años. Sin embargo, la escena en la playa en la noche de julio del 37 no estalla hoy ante nosotros desvinculada de todo, como un islote sin nombre en un mapa. La convulsión provocada es manifiesta: todas las personas del entorno de Estebe Barrondo dan su particular interpretación, como si la estuvieran esperando para clausurar debidamente aquel episodio. Y lo que centra la reconstrucción de ese pasado es la aparición del silbido que subió de la calle reclamando a su víctima, y la naturalidad con que se acepta que se halle enterrado en nuestra arena.
—Al día siguiente monté los toldos con mis hijos y alquilé trajes de baño y toallas, como si nada. La arena encima de la tumba tenía otro color que el resto. Durante todo el día abandonaba mis cosas para vigilar que nadie la pisara. A la noche, con la playa vacía, yo seguía allí. Quería fijar el sitio antes de que se confundiera con el resto. La boya para saber dónde estaba la tumba era mi caseta: dos pasos a la izquierda y un par de docenas de pasos en la línea tirada hacia el agua.
Me separo de él para practicar sus mediciones: el emplazamiento resultante no coincide con el que me imaginaba. Y ayer, donde no era, sentí subir por mis piernas un escalofrío que atravesó las suelas de mis zapatos. Higinio, tras observar mis operaciones, marca trabajosamente con el pie surcos en la arena hasta cerrar un rectángulo. Tarda en normalizar su respiración.
—Aquí —ronca.
—¿Estás seguro?
Se toca la frente con un dedo.
—Lo tengo aquí también desde entonces.
El peligro está, precisamente, en que julio de 1937 se encuentra a treinta y cinco años de distancia.
—Hubo una carretilla…
—Sí, de las viejas de madera. Chirriaba.
—Los falangistas eran cuatro.
—Cinco.
No le he pillado.
—¿Y los asesinados?
—Nueve. Algunos lloraban pidiendo la vida. Dispararon. Es fácil matar a un hombre.
—Me dijiste que te resultó familiar la cara del de la carretilla.
—¿El que la llevaba o el otro?
—El que la llevaba.
—No te pude decir eso porque no es verdad.
—¿Y el otro?
No respiro.
—Sí, el otro era Estebe. Así lo he pensado siempre. Aunque estaba oscuro y yo lejos.
Estamos a un lado y otro de la tumba. Asciende de nuevo por mis piernas aquel escalofrío. Este hombre ignora que sabe más cosas de las que cree saber.
—¿Conoces a los amigos de Juana? Son cuatro.
—¿De quiénes son?
—De los Barrondo, Arzubialde, Mugarte y Pagoeta. Con Juana y Estebe Barrondo formaban una alegre cuadrilla. Era en esta playa y antes de la guerra.
—Sí que los recuerdo… Entonces no había que montar muchos toldos, tres o cuatro, y alguna sombrilla. Cuando apretaba el sol, ellos se metían en uno de los toldos hasta que bajaban los dueños. Reían mucho, eran muy alegres. —Me mira fijamente—. Uno de ellos está aquí abajo.
—Estebe Barrondo, al que trajeron en la carretilla…
—Sí, pues.
—De quien necesito noticias es del que llevaba la carretilla. Era uno de los cuatro.
Higinio mueve pesadamente la cabeza. Está cansado.
—¿Nada que te recordara a alguno?
Me responde poniéndose a borrar con su alpargata los cauces que enmarcan la tumba.
—A ver si no se te olvida dónde está.
—¿Para qué? En poco tiempo la mar se llevará esta arena dejando al aire lo de abajo. ¿Cuándo será eso?
—Cualquier invierno.
—Las grandes mareas vivas, las poderosas olas barriendo la playa… ¿Has oído hablar de las corrientes transversales?
—Sí, ya he visto por aquí a un listo tomando medidas con aparatos. No sé si harán algo, porque las olas salen derechas de la mar, no torcidas.
Mientras lo acompaño a su casa no puedo dejar de pensar que es el único testigo de aquello. Estos ojos, que ahora se arrugan para penetrar la oscuridad, lo vieron.