En ocasiones, la campanilla nos adelanta el carácter o estado de ánimo del que llega. En general, suena apacible, anunciando a clientes equilibrados, o indecisos, que buscan un silencioso contacto con libros en la somnolencia habitual de la librería. El ciclón que acaba de invadirnos arranca un rebato a la chivata. Koldobike ha de apartarse para no ser atropellada por una forma que rompe el piso con suelas de hierro y alcanza mi mesa.
—Soy Catalina Madariaga, esposa del que vendrá luego —prorrumpe una voz desde el fondo de una capucha. Al echársela hacia atrás descubro que sí es una mujer. Su pelo gris hasta los hombros tiene trazas de haber sido olvidado por el peine. Me pongo en pie y adelanto el brazo para señalarle la silla. Pero en esta visita no cabe ningún reposo. Espero acontecimientos.
—¡Buen julepe ha organizado la Juana Ezquiaga! —exclama—. Se muere por ser la guindilla de todos los guisos. Es su sello. Lo que se ha inventado esta vez es gordo. Y tú le sigues el juego.
—Yo me limito…
—Sergio se lo ha contado a los chicos —me interrumpe— y Xabier me lo ha contado a mí. Pero ella no te ha contado todo.
El interés que advierte en mí la calma un tanto y acepta mi segunda invitación a sentarse. Koldobike, también tranquila, escucha convertida en estatua.
—¿Te traemos un café? —No está para perder el tiempo, necesita urgentemente soltar lo que trae—. Juana no se ha inventado el crimen que investigo.
—Sí, alguien se cargó a Estebe, pero ella te ha marcado el camino que le interesa callando algo. —Me limito a mirarla para no cortar su gran momento—. Te ha dicho que el matón ha de ser uno de los cuatro chicos porque nadie más sabía silbar como ellos, pero Jacinto Elejoste sí sabía.
—¿Quién es Jacinto Elejoste? —y miro a Koldobike.
—Uno de Berango que también estaba por Juana. ¿Qué varón de por aquí no lo estaba? Pero este silbaba como ellos.
—No, Juana nunca mencionó a ese Jacinto —Koldobike se ha encogido de hombros—, quizá porque su silbido era una burda imitación que no habría engañado a Estebe.
Catalina Madariaga se rearma por dentro.
—Jacinto criaba pájaros para los concursos… Jilgueros, chontas… No es un secreto que de su boca salían melodías como las de esos pájaros. Se escondía para hacer apuestas y nadie sabía cuándo era Jacinto o cuándo el pájaro. El silbido de los chicos lo sacaba él por debajo de la pata. Tenía un flautín en la garganta.
Miro a Koldobike, que ahora no se encoge de hombros.
—¿Y qué le iba a Juana en eso? —pregunto.
El mismo diablo no superaría la sonrisa feroz de Catalina.
—¿Que qué le iba? Pues volver a los tiempos en que ella y los chicos formaban un clan cerrado. Había pasado un montón de años, pero que nadie olvidara a la princesita. Mataron por ella y ese uno que mató en realidad fueron los cuatro. ¡Una historia de amor multiplicada por cuatro! Y Juana Ezquiaga voceando desde su trono de oro: «¿Quién de vosotras ha sido amada como yo?».
—Y la intromisión de otro asesino desbarataba…
—La muy flamenca se quedaría a pelo. —Catalina Madariaga cruza los brazos sobre su pecho con la satisfacción del deber cumplido. Parpadea—. Y escucha: mi Xabier no es sospechoso, lo conozco bien, tengo cuatro hijos con él.
—Y si yo tuviera la mala idea de preguntarte por el motivo de ese quinto para matarla, tú responderías…
—El cuelgue, claro. Otro de tantos.
—Simplifica mucho el que esos tantos no supieran silbar… El tal Jacinto Elejoste se ha ganado a pulso el honor de ser el quinto sospechoso. ¿Dónde se le puede ver?
—En Bermeo.
«En Bermeo» es una calificación y un destino: en Bermeo está el manicomio.
Miro al reloj de pared frente al despacho: faltan diez minutos para la llegada del tercero. Esta tarde hubo bastante movimiento y apenas he dispuesto de Koldobike, ahora haciendo la caja y disponiéndose a regresar al hogar que desatiende por mí.
—¿Me necesitas, jefe?
—No. Está claro que no encierran a todos los locos: Jacinto está en Bermeo pero Catalina anda suelta. Tiene miedo. Es natural que las cuatro esposas tengan miedo. Se preguntarán: «¿Y si no conozco como creo al que duerme conmigo?». De momento, solo una se ha arremangado para proteger a su hombre.
—Jacinto no tiene ninguna papeleta en este asunto, Catalina se agarra a un clavo ardiendo.
La campanilla nos envía uno de sus avisos y entra un hombre a pasos cortos y rápidos. A la luz de las tres bombillas encendidas del techo advierto un contraste de tonos que tardo segundos en aclarar: la parte inferior de Xabier Pagoeta, abrigo, pantalón y zapatos, es oscura, y blanca la superior, por mérito de unas canas espesas y alborotadas cubriendo totalmente su cráneo como una peluca. Sus cejas son negras como el carbón sobre un rostro alargado con un escollo por mentón.
—Hola —me incorporo a medias y extiendo el brazo. No toma mi mano y exclama:
—Dejémonos de finuras y vayamos al grano. Me espera un hijo para resolver la carga que puede mover una grúa. Se examina mañana. Sáltate el interrogatorio sobre mi papel en aquella noche: el silbido llamando a Estebe ha sido un colorín inventado por la familia. No veo a ninguno de mis tres amigos matando a Estebe de un mazazo, cargándolo en una carretilla y regalándoselo a los hijoputas. Lo tenía más fácil denunciándolo a los de Arriba España para que fueran a buscar al escondido e hicieran el trabajo. Es lo que he venido a decirte.
Al parecer, las sillas sobran en esta entrevista. Yo también estoy de pie.
—Pero bajó a la calle llamado por un silbido que oyeron varios.
—Tonterías. Se lo inventó el propio Estebe. Era más digerible. Les dijo: «Hay gente en el portal», y bajó. Oyó las pisadas y supo que iban a por él. Se entregó temiendo por su padre, destacado nacionalista. Sencillamente, se sacrificó.
—El silbido no lo ha inventado la familia sino Juana. Es una creación personal.
No es corriente poseer una velocidad mental capaz de olvidar en minutos la culpabilidad de la guerra, asumida durante treinta y cinco años, y pasarse al silbido.
Xabier Pagoeta se olvida de su prisa y se sienta despacio con la espalda encorvada. No es el mismo hombre que llegó. Yo también me siento.
—Escucha, Samuel… Tu nombre de guerra… Escucha: no quiero exculpar a mis amigos. A fin de cuentas, uno de ellos lo denunció, lo mató. ¡Pero no con sus manos! Se trata del golpe, la carretilla recorriendo medio Algorta, el encuentro con los canallas, «aquí les traigo otro fiambre, no se molesten, yo lo tiraré»… Uno de los tres deseaba su muerte, sí, pero los verdugos fueron otros.
Su versión es muy curiosa.
—Así que únicamente tres sospechosos…
Busca en mi mirada y parece despertar.
—Soy la hostia. —Sonríe agitando pesadamente la cabeza—. Es como si hablara para mí mismo. Me refiero a tres pero en realidad somos cuatro, ¿verdad? Somos cuatro los sospechosos para quien mira desde la acera de enfrente. —Sus ojos lanzan destellos infantiles—. Pero resulta que como estoy en mi acera me elimino a mí mismo… ¡Porque sé que yo no lo hice! ¿Quién lo va a saber mejor que yo?
Nos obsequia con una sonora carcajada. Le queda ya muy lejos el problema por resolver de la grúa.
—Me es indiferente que te inclines por una denuncia o por un golpe en la cabeza —le aseguro—. Es posible que tu primer pensamiento fuera para uno de ellos. ¿Para quién?
Mira al techo, lanza un suspiro silencioso y se remueve en la silla.
—Nuestro pequeño mundo acaba de saltar por los aires y yo pienso y pienso y sé que habrá que poner un nombre…, y ahí me quedo.
—Una amistad larga y profunda. Suficientes años para conocerse bien.
—La gente normal asesina a los próximos, de los extraños se encargan los locos. —Me viene fugazmente a la cabeza Jacinto Elejoste—. ¿Traicionaría nuestra amistad dándote un nombre? ¡Maldito bañero! ¿Por qué no se fue al otro barrio antes de hablar?… Un nombre, un nombre… ¿Quién era el más cercano a Estebe? Su hermano. Parentesco y amistad. La familia puede ser un pozo de serpientes. Pero, escucha: él no lo hizo. Sergio era un padre para él… Y otra vez el pozo de serpientes.
—Estaban refugiados en casa de los padres de Juana. A poco de salir Sergio suena el silbido y baja Estebe… ¡Dios, no se me había ocurrido! ¡Una de las claves puede estar en el tiempo que Sergio tardó en regresar! Preguntaré a los padres de Juana…
—Muertos los dos, aunque no recordarían un tiempo tan tonto. Queda ella, que tampoco lo recordará… Además, entonces ignoraba que tendría que contratar a un investigador puntilloso con los minutos de un paseo nocturno.
—¿Y qué me dices de ti?
—Recuerdo perfectamente lo mío: no pisé la calle. Aquella noche y los demás días y noches, durante dos años, hasta el fin de la guerra. No estaba tan loco como ellos para salir de casa. Fue duro, viendo el mundo desde las ventanas. Los miedosos viven más… Luego, sí, fui el primero de los cuatro en dejar el agujero.
—¿Problemas?
—Mucha prudencia. Exhibiciones, las justas. Poco ruido… y suerte.
Oigo el golpeteo nervioso de uno de los tacones de Koldobike contra el suelo. ¿Qué mensaje me quiere transmitir? Al menos, aviva mis neuronas.
—Hay algo irrebatible: hubo un silbido, el vuestro, lo oyeron muchos.
A Xabier Pagoeta le cuesta volver sobre un tema que supone haber zanjado.
—¿Sabes lo que supone creer en esa musiquilla? ¡Poner un asesino en el corazón de nuestras cuatro familias! Y era tan fácil disparar contra la guerra un tiro por elevación…
—Cuesta creer que Juana…
—Una tonta como ella, y abrumada por el dolor, abrazó igualmente la guerra. ¿Habría recuperado a Estebe creyendo otra cosa?
—Creía otra cosa, hoy lo está demostrando.
Xabier Pagoeta se levanta de golpe echando la silla hacia atrás y exclamando:
—¡No quiero oír más esa mentira! ¡Ninguno de los tres tiene huevos para matar!
—Acababan de matar en las trincheras de los montes, aún les quemaba en las manos el mosquetón caliente. La guerra cambia a los hombres.
—Conmovedoras palabras.
—Un relato es una suma de verdades y mentiras, y a veces son más reveladoras las mentiras.
—Olvida todo esto: a Juana, a Higinio, y vete a refrescarte a la playa. ¡Mándalo todo a la mierda!
—No puedo.
No lo entiende. ¿Por qué he de explicar algo tan mío? Mira a su alrededor buscando a alguien con una pluma en la mano. Solo ve a Koldobike con cara de mus. Se pone en pie y me envía un adiós volátil con la mano. Todo el camino hacia la puerta lo hace con el rostro vuelto a la pared de la derecha cubierta de estanterías. Su mirada resbala por los lomos, quizá comprendiendo por qué se pueden escribir tantas historias con una fórmula tan cómoda como la mía.
—¿Qué me querías decir con la telegrafía de tus tacones? —pregunto luego a Koldobike.
—Que te explicara por qué abandonó su encierro el primero de los cuatro, y lo primero que hizo fue correr a casa de su denostada Juana a comprobar si Sergio se había liado con ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Chismorreos que corrían por ahí.