Sergio Barrondo, Jokin Arzubialde y otros dos a quienes no veo la cara rompen a patadas la puerta de la librería y me lanzan a coro: «Fisgón de la mierda: ponte a vender tebeos en vez de leer de claro en claro y de turbio en turbio a esos detectives americanos de los cojones que te han sorbido el seso y no la imaginación porque de ella estabas vacío. Por tu arrastrado honor, ¡ja, ja!, cuelga la pluma, porque si un crimen es un crimen y no puede ser al mismo tiempo cuatro crímenes con un solo fiambre… ¡lo mataron ocho manos! Divide uno entre ocho… ¡Ja, ja!».
Despierto bañado en sudor y corro a la ducha sin quitarme nada.
A las nueve he recuperado a medias mis cimientos y abro la puerta de la escalera para recoger de una banqueta el pan de hoy y la jarra que debo dejar la víspera. No está, no puede estar, anoche me olvidé. Desde mi más desolado interior pido perdón a mi madre. Recurro al café solo. Vierto del puchero una ración en un cacito y lo caliento en el infiernillo eléctrico. Fracciono el pan para las sopas temiendo que el mal pulso me lo desmigue.
Koldobike me recibe plantándome un pequeño papel doblado ante los ojos. En letra pequeña y eléctrica leo:
«No me sobra el tiempo y te haré una visita rápida hoy a las siete y media en tu negocio y así te ahorro la visita oficial en mi domicilio. ¿Estaba mi nombre en tu agenda de hoy? Si no, estaría en la de mañana.
Xabier Pagoeta».
—Lo metieron por debajo de la puerta —dice Koldobike.
—Ahorro de sellos.
—Trabaja en Altos Hornos. Suele andar por la calle como si le persiguieran los demonios.
—Sabe que le íbamos a telefonear. No han perdido el contacto entre ellos. —Echo otro vistazo al papel—. Es letra nerviosa, como de quien vive en ascuas por abarcar mucho sin conseguirlo. ¿Daba esa impresión cuando lo veías en la playa?
—Me interesaban más las caras, si eran guapos o feos.
—¿Y era guapo?
—Pse.
Se me presenta una mañana libre de toda actividad de sabueso. Me preocuparé de la relación pendiente y empaquetado de libros a devolver a las distribuidoras.
Y en ello estoy cuando aparece Juana Ezquiaga. Cruza con Koldobike unas palabras sobre el tiempo y se dirige a ocupar disciplinadamente su asiento en mi despacho. Supongo que tiene derecho a conocer cómo va su encargo. Aunque los avances fueran notables no me haría feliz adelantándoselos. Pero no lo son.
—¿Cómo te encuentras? —me intereso con poco interés.
Ella trae su pregunta en la boca:
—¿Lo saben ya? ¿Saben que estoy pagando de mi bolsillo una persecución contra ellos?
—No es una persecución, al menos no general: solo uno se sentirá perseguido.
Juana se muerde los labios.
—Los cuatro, los cuatro, porque lo mío es una profanación de nuestro pasado por creer a un viejo que está más en el otro mundo que en este.
—Cuando vio lo que vio no era viejo.
—Hoy no sabe lo que vio. Tengo miedo. Hemos levantado una montaña de un mal sueño. —Ha venido con una decisión ya tomada y sé cuál es—. Estoy arrepentida de haberte contratado.
No baja los ojos ni los desvía, de modo que nuestras miradas se cruzan. Aunque la comprendo a medias, estoy alarmado. Mi novela.
—La historia de Higinio no se acaba en sí misma, ha descorrido la cortina sobre unos hechos que no solo resucitan sino que encajan con una realidad bien contrastada: el silbido llamando a Estebe aquella misma noche y su desaparición: una implacable secuencia.
—No se trata de eso. ¡Ojalá me moviera la venganza!
—El legítimo derecho a la verdad no es venganza.
—¡La verdad, la verdad! La mayoría de nuestros sentimientos no se alimentan de la verdad, somos felices creyendo en algo que puede ser mentira.
Estallo:
—¡Es la maldita fe en vuestra divina amistad! —Oigo un ruido y veo a Koldobike recogiendo del suelo la grapadora—. Pasó la hora de los sentimentalismos, Juana: tres miembros de vuestra maravillosa piña conocen ya que hubo un crimen y en su fuero interno están exigiendo la verdad. Únicamente el cuarto aprobaría tu renuncia.
—¿Has avanzado algo?
No le ha costado a su mirada mostrar esperanza.
—Es más fácil pescar en el ancho mar que en un frasco.
Ha sonado a proverbio chino y quizá este prestigio oriental haya calmado a Juana. Apostaría a que sí.
—No, no puedo —suspira—. Sencillamente, no puedo.
—Llegas tarde, ya están escritas las últimas palabras, las tuyas y las mías.
—¿Es el milagro de la concepción de la Virgen? Tú no eres un escritor, eres una Kodak. ¿Quién te ha envenenado? —Es la pregunta germinal—. En fin, acabemos. ¿Cuántos días? —Hunde la mano en su bolso.
Me llega un atropello de pisadas y veo a Koldobike colocando nuestra pequeña escalera ante la Sección Especial. Momentos después deposita cuidadosamente dos libros en mi lado de la mesa. Juana toma uno y se lo lleva a los ojos.
—El sueño eterno —recita—. Un poco fúnebre, ¿no? —Suelta el libro y coge el otro—. La dama del lago… ¿Se aparecía por las noches? Seguro que te has leído los dos.
—Sí —digo.
—Son historias de crímenes, ¿verdad?
—Sí.
Juana nos mira a Koldobike y a mí, y percibe cierta electricidad en el ambiente.
—A lo mejor son tuyos con otro nombre. Las dos estampas de encima son muy bonitas. ¿Tú las dibujaste?
Koldobike se dirige a la Sección Especial, esta vez ha de agacharse, y regresa con dos libros que deja en la mesa. Cuando Juana se decide a coger uno, curiosamente es el primero de mi serie: Solo un muerto más. Al fijarse en el título lo suelta como si quemara.
—¡Sacaste lo de los gemelos Altube cuando yo tenía treinta años! —exclama con angustia—. ¡No quiero que mi nombre ande también en los papeles!
—Juana Ezquiaga ya está metida —asegura Koldobike.
—¡Pues sacadla! ¿Sabéis lo que os digo a los dos? Que no soy una teatrera y que te consideres no contratado.
—Te advertí que nadie puede parar la máquina —digo.
Se pone en pie, recoge su bolso, pero no da ni media vuelta.
—Pediré a mis cuatro amigos que también te den la espalda, y me harán caso, como siempre. Te quedarás sin personajes…
—Será peor —asegura Koldobike—. La segunda parte se la inventará y a lo mejor te pone de sardinera.
Juana se desinfla y vuelve a sentarse. Sus manos se deslizan por los cuatro libros diseminados sobre la mesa.
—¿Quiénes son Dashiell Hammett y Raymond Chandler? —pregunta tímidamente leyendo los nombres a trompicones.
—Unos apóstoles. —La explosión de Koldobike me conmueve—. Ellos nunca dejan un caso a medias.
Juana se encoge de hombros. Suena un vozarrón en la otra punta de la librería:
—¿Es que aquí no atiende nadie?