Si en alguna hora del día nuestro pueblo presenta su cara más risueña es en esta. Es el momento de encontrarse con los afines para hablar, hablar, incluso escuchar, tanto insignificancias como trascendencias. Si es uno quien aporta las novedades, el placer aumenta. Pero el intercambio más profundo quizá sean las miradas, el lenguaje manumitido. Bueno, es posible que en este 1972 padezca yo de cierto desfase, un poco pendiente de la librería y un mucho de mis novelas. Así, pues, ahora, al incorporarme al mansamente engañoso flujo de paseantes, y a pesar de la actualizada brutalidad del caso de la playa, la carga política de mi mirada no está a la altura del día a día vasco del entorno.
Creo leer en las miradas que se me dirigen o resbalan sin querer, ese río subterráneo cuyo susurro es un alarido silenciado: ETA, esos chicos que han empezado a matar a franquistas, el ruido creciente que nos llega del exilio de los partidos nacionalista, comunista, socialista y demás, irreductibles desde su derrota pero oliendo ya a cadáver; la lucha intermitente de jueces, periodistas, estudiantes y trabajadores filtrando su voz democrática por los resquicios de la dictadura. Voz democrática, democracia… ¡Qué bien suena! Nuestro triunfo no traerá muertes, como el de Franco. Aunque leo en muchas miradas una esperanza en ETA.
Al entrar en el Tangora pienso de pronto que no conozco a Jokin Arzubialde, no sé cómo es. Voy hasta el fondo recorriendo sin esperanza las figuras que beben en el mostrador. Pienso también que este no es modo serio de abordar el interrogatorio de un sospechoso de asesinato. En la retirada, un vaso se interpone en mi camino, un tosco vaso de culo macizo, clásico del txikiteo.
—Bebe, Sancho, que no mata.
En la raíz del brazo hay un hombre que a duras penas trata de sonreír. Su cuadrilla se compone de cuatro más.
—Hola —digo, tomando el vaso macizo. Los cinco levantan los suyos para beber conmigo. Es un vino peleón de los que lijan la garganta. ¿Con quiénes estoy? Los cinco me miran con simpatía esperando que hable. ¿De qué les voy a hablar, de lo mal que le fue al Athletic el año pasado en la Copa?
—Ven —oigo a quien me abordó. Toma mi brazo y me saca de allí. Apenas he podido devolver mi vaso al mostrador—. Como esperaba tu llamada, imaginé que habrías elegido a uno de los otros dos. Estoy al tanto de todo. He leído alguna de tus novelas y nunca pensé que persiguieras criminales en las tabernas. Me habló Sergio. Resulta que lo de Estebe no fue la guerra… Creíamos que aquello lo habíamos dejado atrás para siempre. ¡Pobre chico!
—Me conocías.
—¿Quién no te conoce en el pueblo con tu gabardina y tu sombrero?
Su nariz. Es Patata. Una nariz respetable, sí, mas no traumática. Lejos de parecer un tubérculo, es de líneas finas. Pero nadie la querría.
—Supe que te encontraría aquí. Lamento haberte chafado la fiesta.
—Nada de fiesta, esto es un deber. —Ríe con media boca—. Pregunta mientras paseamos.
—Interrogaré a un sospechoso, no a un criminal.
—No te preocupes. Uno de nosotros mató a uno de nosotros y no lo sabíamos. Aquella noche, el bañero Higinio estaba donde nunca debió estar.
Suena a doliente denuncia. Su rostro podría agrietarse en cualquier momento.
—Vuestra Juana no piensa así.
—Quiere vengarse.
—No lo creo. No quiere cerrar en falso ese gran capítulo de su vida.
—Una bonita frase. —Sonríe. Es sorprendente su capacidad de recuperación—. O de conocer quién la deseaba más que Estebe.
Dos chispas brillan en los ojos de Jokin.
—Demasiado sutil, no encaja —aseguro—. La intención de Juana al contratarme no…
—No descartes ninguna pista, Sancho…, o Samuel, como quieras. ¿No es la primera regla?
Creía yo que caminábamos por las calles sin rumbo fijo, pero Jokin me está llevando a la playa.
—Está anocheciendo, no veremos allí gran cosa —aventuro.
—¿Ver? ¿Quién quiere ver? Solo recordar. Esa playa siempre nos ha hablado. Suelo bajar, cuando la vida aprieta. Y ahora no le daré la espalda a pesar de la historia que me ha contado Sergio de esa fosa común y uno de nosotros cuatro empujando una carretilla con Estebe… La playa no volverá a ser la misma.
Esta calle Abasotas conduce al sendero que termina en uno de los altos que dominan la playa, el de Alicante.
—¿Nos sentamos? —le propongo. Jokin Arzubialde asiente con la mano y ocupamos un banco de madera.
—No acabo de creerlo. Es mejor no llegar a saber ciertas cosas.
Se abrocha el único botón suelto de su grueso chaquetón, el del cuello. Corre un vientecito fresco y no aguantaremos aquí mucho tiempo.
—Es natural que os haya impresionado a tres de los cuatro y hundido al cuarto.
—Es el endemoniado acertijo, ¿verdad? ¿Quién es? El afortunado que no se ha sorprendido. Alguien parte con ventaja. —La ironía de sus palabras no casa con las sombras de su rostro—. No sé qué clase de poli eres, aún no me has hecho una sola pregunta, ni siquiera la fundamental. Te la contestaré: no pisé la calle aquella noche. Llevaba metido en casa sin salir desde que desertamos en la retirada. A las tantas de la madrugada vino la propia Juana a preguntarnos si sabíamos algo de él porque aún no había regresado de un paseo. ¡La valiente Juana!… «¿Es que ha salido?», creo que le grité. Apenas había empezado nuestro enterramiento en vida y el loco de Estebe saliendo a tomar la fresca. «¿Por qué le dejaste salir?», le abronqué. Y entonces ella me dijo: «Uno le llamó desde la calle con vuestro silbido». Para ti, la pregunta es: ¿quién? Para nosotros: ¿qué importa?
—¿No te contó más?
—Claro que sí, y tú ya lo sabrás por ella misma.
—¿Saliste a casa de Juana?
—¿Estás loco? En la buhardilla teníamos un baúl para meterme si oíamos las botazas del enemigo en el portal.
—Sin embargo, los hermanos Barrondo no anduvieron con tanto remilgo. Los dos salieron, uno primero y el otro reclamado. Un hecho que te habrá dado mucho que pensar.
Rinde la cabeza sobre su pecho.
—No me pidas ayuda. ¿Señalas a Sergio? ¡Adelante, ponle las esposas!
—¿Quién silbaba mejor… o diferente?
—La flauta sonaba siempre igual. ¿Te interesa saber quién inventó el juego? Fui yo… Un día estábamos en una bajamar pescando en las peñas de Eskarrakarramarro. Aún no teníamos quince años. Descubrí un pulpo en una cueva, un bicho de los grandes. Por no espantarlo, en vez de llamarles con un grito, silbé… y así nació el silbido: tres golpes de aire, uno agudo y dos graves en escala descendente. Me contestaron con la misma música. Regresamos a casa conversando con silbidos…
—¿Y el pulpo?
—¡En el saco, por supuesto! Desde entonces fue nuestra particular forma de comunicarnos. Creamos un alfabeto sonoro lleno de matices. Cualquiera puede silbar al paso de una chica enviando que está buena, pero nosotros podíamos puntualizar por qué estaba buena, si por el culo o por las tetas. ¡Era la hostia! Si la chica estaba con nosotros, cruzábamos silbidos acerca de sus tesoros y no se enteraba.
—Como para patentarlo.
—Era más que un juego, era despreciar las palabras para elegir el lenguaje de los pájaros.
Nada me cuesta respetar su largo silencio. Es posible que la playa le esté respetando con el suyo.
—No me hagas caso —murmura.
—¿Cómo que no te…? ¡Es lo más interesante que oigo en mucho tiempo! Me imagino que estás digiriendo el mal uso que se hizo de vuestra flauta.
—Lo más duro está por llegar —sigue murmurando—. Me refiero al futuro, el resto de nuestras vidas cargando con ello.
—¿Qué más me puedes decir de aquella noche? Supongo que no permitiríais que Juana regresara a su casa…
—¿Cómo retenerla? Corrió a la de Xabier, a la de Peru… No sabían nada.
—¿Estaban Xabier y Peru?
—Sí Xabier, no Peru, que había elegido para esconderse una cueva del Serantes.
—¿Una cueva en el monte?
—La dejó cinco meses después, en noviembre, para regresar a su casa. Le echó la humedad… Bueno, con la luz del nuevo día Juana movilizó a las familias tras el rastro de Estebe. Nada. Fue un trabajo exclusivo de las mujeres, abuelas, madres y hermanas, los hombres ni asomar. Fueron de un lado a otro con la bolsa de la compra para disimular: calles, plazas, descampados, huertas, callejones… Buscaban un cadáver, era lo corriente.
—Probarían también en la playa…
—Sí, pero cómo imaginar que ya lo habían enterrado.
—Nada sospecharon de la arena removida en un punto…
—Era verano, cientos de pies la desfiguran.
—¿No hablaron de una carretilla? —Me mira con fijeza—. ¿Cabe que me hayas traído a este mirador para colaborar conmigo? En tal caso, podría interesarte el emplazamiento de la tumba. Sergio te mencionaría la caseta del bañero…
—Estará en un punto de la recta trazada hasta la orilla.
Avanzan la oscuridad y la niebla, pero aún es posible distinguir desde nuestra altura las ondulaciones de la arena. Los ojos de Jokin parecen señalar un punto… que no es el bueno. Este error premeditado sería propio del criminal.
—No lo sabes —digo—. No estamos en una oficina sino en un trabajo de campo. Metro arriba o abajo, sé dónde está esa tumba. ¿Y tú?
Niega con la cabeza sin una expresión especial.
—¿Es la primera vez que vienes por aquí? Se habla de la obsesión del culpable por regresar al lugar del crimen.
Ahora sonríe abiertamente.
—Claro que no. La obsesión empezará ahora… Pero no quiero perjudicar a dos inocentes: me someto a tu detector de mentiras.
—No los uso, son caros… ¿Por qué me has traído a ver juntos esa tumba?
Se desploma la mano que rascaba su frente.
—El mundo no baila con tu música, investigador —asegura—. No tengo que demostrar nada. Te siento tan lejano que vine aquí contigo sabiendo que no me estorbarías.
—¿Estorbar?
—Es una buena altura para contemplar la playa. Me gusta venir, me veo con ellos en aquel tiempo. Éramos, más que amigos, hermanos. Hoy he venido a saber si la nueva muerte de Estebe lo destruye todo.
—La nueva muerte. Me gusta.
—Porque entonces los cinco que rondábamos a Juana lo tomábamos como un juego deportivo. De momento, Estebe marchaba en cabeza, bien, enhorabuena hasta que otro tomara el relevo. Me gustaría saber si había alguien que no lo vivía así, que no se resignaba.
Me viene uno de los recuerdos de Koldobike, la adolescente que vigilaba a las cinco deidades.
—Sé que componíais una cuadrilla simpática y uno de vosotros era algo así como el saco de las bromas del resto.
—Me sentía protegido —admite con toda naturalidad—. Era bueno sentirse así. ¡Se ocupaban de mí!
—Mote incluido…
Se acaricia la nariz.
—Patata. Sonaba muy bien, me gustaba. Sabía que era una chacota entrañable. Nunca me molestó. Y sabía que cuando ellos pronunciaban Patata, construían algo.
—¿A quién se le ocurrió?
—¿Qué importa? Parece, Sancho, que nunca has tenido amigos. —Él mismo me rescata de mi silencio—. Aquello era sólido y no se rompió con los años y los nuevos compromisos: cuando nos vemos, me siguen llamando Patata. Hoy mismo lo hizo Sergio al buscarme, pálido como un muerto.
—Pues estaba muy vivo cuando lo dejé. Espero que vuestra buena amistad no se rompa.
—No —afirma con dureza.
—Quizá viniste hoy aquí para apuntalar el viejo orden.
—Vengo desde hace cuarenta años.
—Pero en adelante habéis de contar con una tumba muy especial.
Se levanta y estira con un desfallecido «¿Nos vamos?» y echa a andar sin comprobar si le sigo. Le alcanzo en pocas zancadas y ahora soy yo quien le dirijo. Ya es de noche. Enseguida le hago tomar a la izquierda y descendemos la campa que nos lleva donde muere la carretera en la playa. Es decir, estamos ya sobre la playa. Se ha dejado conducir con indiferencia, como si se le hubieran agotado por hoy todas las iniciativas. Avanzamos por la arena hasta las proximidades de la caseta del bañero.
—Hace treinta y cinco años —empiezo con decisión— una carretilla bajó desde el pueblo por esa carretera hasta donde, más o menos, nos encontramos. Pocos cambios ha sufrido el escenario: falta el popular chiringuito y los tres robustos tamarises, leña para el fuego en la guerra. Se conservan los dos caseríos más próximos con sus huertas. Incluso las rejillas de la alcantarilla. Tampoco habrán dejado de resonar en los oídos del criminal los chirridos del eje de esa carretilla, ¿no crees?
Jokin Arzubialde enciende una cerilla y se acerca la llamita.
—Observa bien las alteraciones de mi rostro, polizonte. —Mantiene la cerilla hasta que se apaga por sí sola—. ¿Carretillas? Las odio, la rueda de una me rompió dos huesos del pie. Yo habría cargado a Estebe al hombro… Sospecho que ahora me llevarás sobre la tumba para ver si me pongo a saltar como si la arena quemara. —Está revolucionado. Hunde la punta de su dedo índice en mi gabardina, a la altura del pecho—. Escucha: eres tan listo que sabrás qué lío te espera cuando pidas a la policía que pida al juez que abra la tumba. La policía te preguntará quién es el muerto, tú se lo dirás y ellos te exigirán pruebas (ellos, que nunca las necesitaron para liquidar a la gente), y por tu boca saldrá la historia de Higinio con nueve muertos más. Los policías te mirarán como se mira a un suicida y harán que lo olvides todo y te vayas a casa o te darán de hostias hasta cansarse.
Pienso en los cinco que visitan al alcalde y en la dictadura de silencio que nos ensordece. La verdad, no había pensado en el insalvable muro que encontrará mi caso al resolverse.
—¡Pero alguna vez habremos de rescatar la verdad! —protesto.
—Alguna vez —repite Jokin sombríamente.
—¡No, hoy! También temes la verdad. ¿Hasta ahí llega tu fidelidad al grupo? —Se limita a mirarme—. ¿O no es fidelidad sino miedo?
Su carcajada se estará oyendo en el pueblo vecino.
—¿Eres de verdad tan ingenuo o te haces el tonto? Me siento ninguneado como sospechoso. Has caído en una trampa, Sancho Bordaberri, así que tranquilo. Ningún polizonte podría dar la talla en un crimen descabellado que se ha sacado de la manga un bañero que había bebido salitre.
Y desaparece en la noche.