Llegamos a las inmediaciones del ayuntamiento a las seis menos cuarto. A esta hora suele haber movimiento en la librería…, que nos lo perdemos. Todo sea por contemplar unas jetas del pasado.
Estamos como dos estatuas en la pequeña plaza de San Ignacio, al otro lado de la carretera, dando la espalda al monumento a los caídos por Dios y por España. Sigue amenazando una lluvia que no acaba de romper.
—Me gustaría acercarme más a esas escaleras —propone Koldobike.
En 1929, José Antonio Aguirre, presidente del Gobierno vasco en 1936, estrenaba alcaldía y obra en este castillete con una explanada delantera a la que se accede por una larga y ancha escalinata de piedra. Llegamos a su arranque después de cruzar la carretera.
—Subirán por aquí, como todo el mundo —comenta Koldobike.
—Puede que ellos no, son distintos.
—Desde arriba los veremos subir de frente. Quiero verles la cara.
—Como el Ayuntamiento cierra por las tardes, es posible que entren por la puerta de atrás.
Koldobike es una apisonadora.
—Los esperaremos allá arriba, sentados en un banco para luego cruzarnos en la escalera, ellos hacia arriba y nosotros hacia abajo.
—No esperes leer en sus rostros el nombre de nuestro asesino.
—Lo llevan dentro y no lo saben.
—Fue un encuentro fugaz, de noche, el de la carretilla daría un nombre falso y, sobre todo, han transcurrido treinta y cinco años.
Nuestros pies están midiendo los peldaños. La puerta central del ayuntamiento tiene abierta la sólida verja. Es posible que algunos ojos nos vigilen desde un ventanal. En la explanada hay bancos de madera, mojados, naturalmente. Koldobike extiende el chubasquero que ha traído al brazo y nos sentamos. Levanta su muñeca.
—Las seis menos cinco —la oigo.
—Estás nerviosa.
—Vamos a verlos. Son los ellos de entonces.
—Tranquila.
Circulan vehículos en una y otra dirección por la carretera de abajo. De pronto, Koldobike y yo giramos nuestros cuellos al llegarnos un sonido que apenas se diferencia del ronquido general, como alertándonos, pues vemos dos automóviles aparcando al margen del flujo general, como si este los orillara. Uno es negro y el otro gris. El negro es mayor, es un gran modelo. De las dos puertas abiertas del cochazo surgen dos hombres; y de las tres del gris, tres. Uno de los primeros luce gran porte, alto y mandón, con abrigo azul de sastre y sombrero de ala gruesa. El tipo a su lado viste también abrigo, este corriente. Gabardina es la prenda de los otros tres.
—Cinco —musita Koldobike.
—Desde aquí los veremos entrar en…
—No —me corta.
Se pone en pie, se adueña de mi brazo y me arrastra hacia la escalera. Alcanzamos el primer peldaño cuando ellos pisan el de abajo. Ahí tenemos a los cinco formando en su ascenso un frente alineado, con el del sombrero en el centro. No parecen asombrados de vernos. Koldobike se desprende de mi brazo y su rostro, enfilado hacia ellos, adquiere una inmovilidad de sierpe. Sí, ahí están: cinco ciudadanos engañosamente como los demás, de sesenta años. Sus abrigos y gabardinas, tan actuales, podrían enturbiar la pesadilla pero no lo consiguen: deposito absolutamente en esos rostros el sórdido guión que tenemos esculpido. No me atrevo a describir esas caretas.
Ascienden las gradas por el centro, igual que nosotros las bajamos, y es claro que ha de haber una cesión de paso por parte de alguien. Koldobike ni pestañea, creo que tampoco respira. Los cinco se desplazan desmañadamente a un lado sin descomponer su fila. Y, en este instante, Koldobike se desploma en vertical, sus rodillas chocan contra el suelo, y así queda, como en oración. Suena una voz espesa:
—¡Ah, la señora ha dado un mal paso!
Antes de que yo pueda reaccionar, hay cuatro brazos levantándola.
—¡Arriba, arriba, señora!… ¿Se ha lastimado usted? Pruebe a pisar con un pie y luego con el otro.
Se han adueñado de la escena, han tomado posesión de Koldobike. Sosteniéndola, le invitan a dar dos pasos. Ella se trastabilla, pero no es por lesión, estoy seguro, sino por el contacto de cuerpos.
—Luis, trasládala en tu coche a su casa.
Es la voz del del sombrero. Ha sonado más bien a orden. Una gabardina colabora con el tal Luis en la conducción de Koldobike escaleras abajo. Solo me queda seguirlos. Un par de veces se vuelve a mí la expresión confusa de mi secretaria: su entrega es total.
Ni siquiera puedo viajar a su lado, pues el tal Luis se la lleva al asiento delantero, comentando: «Era demasiada escalera para sus tacones». Embarcados los tres, desde atrás le voy indicando el camino con monosílabos. Frente a la librería, Koldobike se apresura a bajar sola. Nuestro chófer la tranquiliza: «De esta no se muere usted, señora». Da un giro a su espalda para mirarme no solo por primera vez, sino sorprendido de mi presencia. Sus ojos son de una claridad nórdica. Al tomar la portezuela creo que nunca sabré por qué se lo digo:
—Nos veremos en la playa.
Lamento que haya sonado como una inocente frase coloquial. Apresuro mi salida del coche. Pero al pisar nuestra familiar acera redoblo mi voracidad, me detengo a observar al sujeto, quien me sonríe con las manos en el volante.
—¿La playa, dice usted?
—En la playa se puede amar o enterrar.
—Yo no soy playero.
Se esfuma de golpe su inocencia. Sus dedos amorcillados aprietan con fuerza el volante y sus ojos se achican.
—Ni una sola vez en mi vida he pisado esa maldita playa, ni de día ni de noche —gruñe.
¿Me he desnudado? No me atrevo a presumir de temerario. Creo que Koldobike merecía una compensación. Me siento muy bien.
—Está desapareciendo una lápida de arena —añado.
Se desliza por el asiento para asomar la cabeza por la ventanilla abierta y fijarse en el rótulo de la librería.
—¿Es eso tuyo? Ya sé dónde encontrarte.
Está a punto de preguntar, estoy seguro, cómo me llamo, pero retrocede, considera suficiente ese guiño. Arranca el coche y se va.
A Koldobike le ha dado tiempo de abrir el local y entregarse a un despojamiento de prendas: pañuelo, chubasquero y chaquetón rojo certifican en el suelo su carrera al baño. Oigo un ruidoso chapoteo con el agua del grifo.
—¡Limpiar! ¡Limpiar! —le oigo.
—¿Qué haces?
Asoma la cabeza.
—¡Me han tocado! —exclama, y regresa a su purificación.
Recojo sus prendas del suelo, las distribuyo en el colgador y la espero en el despacho. Sin duda, hemos sufrido un choque. Buscado. Sencillamente, hemos ido a su encuentro, nosotros, los únicos en saber qué ocultan sus fachadas normales.
Y ha sido Koldobike la más quebrantada. Se acerca como la sobreviviente de un terremoto. Pongo en su camino la silla y se sienta moviendo la cabeza para agitar sus rizos rubios por una razón que se me escapa.
—¡Uff! —sopla.
—¿Estás bien?
—Parece que me como el mundo y luego me rompo como una margarita.
—Eran ellos y los tuvimos demasiado cerca.
—Fue algo más que eso. —Se humedece los labios con la lengua y retiene el aire de su última y profunda inspiración—. Reconocí a tres. Uno es Pedro Alberto Echabarri, de los Echabarri de Neguri. Tienen un palacio en el paseo de la playa de Ereaga. Es presidente de la Diputación y se le ha visto en esa playa con su escolta.
—El del sombrero. No se te escapa una.
—Se me quedan las caras… Otro es el del estanco de Las Arenas, el más cercano a la estación. El tercero está enchufado de secretario en la Diputación.
—Se lo ganaron con méritos de guerra. Los cinco viven entre nosotros como si no hubieran roto un plato.
—¿Qué podemos hacer?
—¿Hacer? —Cambio innecesariamente de lugar unos papeles sobre la mesa—. Como los demás del pueblo, cruzarnos con ellos en la calle. Seguro que bastantes vecinos también los han identificado… ¿Hacer? Callar. Llámalo como quieras: miedo, precaución, inutilidad de una denuncia que se volvería contra ti. Aún vivimos la posguerra del silencio. La novedad es que ahora los cinco saben que lo sabemos.
Koldobike fuerza una sonrisa.
—No me importa. Aunque llevan muchos años devolviendo silenciosas miradas acusadoras, esta noche tardarán en coger el sueño preguntándose de dónde hemos salido tú y yo para obligarles a regresar a julio del 37 en la playa. Porque se lo hemos dejado bien claro, con pocas palabras pero bien claro. ¡Naturalmente que saben que sabemos lo de su crimen y enterramiento! Sospecharán que fuimos testigos presenciales, parientes de las víctimas que vieron cómo las sacaban de sus casas y luego les siguieron a distancia hasta la playa. Estrujándose la cabeza llegarán a recordar al hombre de la carretilla con su muerto. Eso será todo. Nada del pescador que los sorprendió en su trajín oculto en la noche.
Nos llega una voz: «¿Es que aquí no sirve nadie?». Es un cliente, no hemos oído la campanilla. Koldobike se levanta y, sin apenas palabras, le empaqueta el último número de La Codorniz y En el país del oro y de la plata, de Mark Twain. Regresa.
—Nada, pues.
—Nada. Solo un juez fuera del tiempo daría curso a nuestra denuncia. Capítulo aparte sería la búsqueda de pruebas, es decir, una investigación. ¿Otra? Ni siquiera son parecidas. La de Juana es muy interesante, sin duda ingeniosa, empezando por el original silbido. Muy atractiva, su planteamiento es incluso aseado…, y no me olvido del cadáver pasando de la carretilla a la fosa común.
—Lo tiró sin contemplaciones al agujero.
—El criminal lo hizo lo mejor que pudo, el mejor entierro posible, dadas las circunstancias… ¡Las formas, la tiranía de las formas! No compares la aparatosa carnicería de los azules con la pulcritud de mi criminal. Hubo ingenio y rapidez… ¿Qué hora tenemos?
Koldobike airea su muñeca.
—Las siete y media.
—Excelente hora para charlar con el del banco, con Patata. ¿Cuál es su dirección?
—Lo encontrarás en el poteo. A las siete y media su cuadrilla arranca del Tangora.
—Dime algo de Getxo que no sepas.
—Mi José es de esa cuadrilla.
Una sonrisa triste cruza el rostro de Koldobike para diluirse al punto. José Gorordo es su marido. En algunos matrimonios el vino surge como una querida. Se sabe de esposas que acompañan a su hombre en el poteo, a fin de medirle los txikitos, pero abandonan la cruzada al ver que la cuadrilla se resiente. Otras, le toman gusto al rito y comparten rondas felices.
—Probaré qué tal se investiga achispado.