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Aquellos alegres muchachos

Podría presumir de misteriosa, pero Koldo no es así:

—Conozco a la encargada de la centralita del Ayuntamiento y la llamé para que me dijera cuándo visitan al alcalde esos caballeros. Me contestó que cuando recoge una solicitud de cita con el alcalde no pregunta si vendrán cinco o quinientos. Le pregunté si recordaba si alguna vez le habían visitado cinco tipos juntos. La llamaron por otra línea. Esperé. Me olí que la cosa no marchaba. Por fin, la tengo: «Koldo, no puedo dar información de lo que circula por esta línea». Le pregunté si su centralita era la de la Gestapo. «Es que las visitas de esos cinco son especiales», me suelta… O sea, que no hablo de fantasmas, le digo. Y ella, medio ahogada: «No, no hablas de fantasmas». Le pregunto por qué son una visita especial y me cuenta que esas visitas son siempre por la tarde, a las seis, una hora muerta para el alcalde. ¿Y siempre van los cinco?, le pregunto. Y ella: «Sí». ¿Cómo lo sabes si solo trabajas por la mañana? Y la oigo que porque el guarda se lo cuenta…

—De modo que el ingeniero de costas tenía razón —murmuro. Cambio de postura—. Pero no caeré en esa tentación, estamos con otro caso, otro crimen.

Suena el roce de sus ropas al agitarse.

—El cuerpo de Estebe Barrondo descansa junto a los nueve cadáveres. Es imposible separar unos muertos de otro. Y te lo recordaré: esos que van al alcalde saben quién es tu asesino. Lo vieron, hablaron con él, quizá todavía mantengan alguna relación. —Está embalada, lo suele estar incluso con menos pólvora—. Era de noche, nuestro criminal no se acercaría demasiado a las luces, quizá había tenido la prevención de desfigurar su rostro con un bigote o algo parecido. Demostró agilidad mental decidiendo en un momento el crimen en cuanto descubrió la carnicería de la playa. Fue algo así como un repente… Y escucha: le arranqué un nombre…

—Espera, supongo que ahora te refieres a…

Está en la naturaleza de Koldobike el dar cortes o virajes inesperados.

—… Le pregunté sin contemplaciones qué respondía cuando el secretario del alcalde o el propio alcalde le preguntaban quién pedía cita. —Arruga sus ojos—: Echabarri… ¡Nada menos que el señor Echabarri, de los Echabarri de Neguri!

Primero espera mi reacción y luego mi confusión, que no se produce.

—Es solo un nombre.

—Son franquistas.

—Unos de tantos.

—¡Pero este caballero acude cada lunes y cada martes a obligar al alcalde a tapar con arena aquella vergüenza para que no manche estos felices tiempos!

Lamento llevarle tantas veces la contraria.

—Hablas de tiempos… Pues, bien: hoy no es tiempo de investigar un crimen político del 37. ¿Qué juez se atrevería a procesar a ese Echabarri y compañía?… El franquismo sigue vivo.

—¿Sabes lo que te digo?

Esta vez no le doy tiempo a que me lo diga.

—Además, recelo de los casos demasiado simples y este tuyo lo es. Una telefonista canta un nombre y bates palmas. Atrapamos a los cinco cuando visitan al alcalde y todo concluido.

Sonríe y se esponja.

—Es, precisamente, lo que haremos: esperarles cerca del ayuntamiento. Hoy es día de visita. A las seis… ¡Por favor, solo a verles la cara! ¿No te quemas por dentro solo de pensarlo?

—Infantil, de aficionados —digo.

—Pues tu novela ganaría mucho poniendo a tus cuatro sospechosos frente a los cinco azules.

—El tiempo hace estragos en los rostros. Lo tuvieron delante hace treinta y cinco años.

Se levanta atusándose los rizos. ¿Se da por vencida?

—Es hora de cerrar y de ir a casa —suspira.

—No te preocupes, yo cierro. Y puedes tomarte la tarde libre si persistes en ir al ayuntamiento.

Koldobike se está enfundando el chaquetón rojo que acaba de descolgar del perchero de la entrada.

—Espero no morirme sin verles la cara. Acaban de surgir de la noche de la guerra y no los quiero perder. No puedo quitarme de la cabeza que conocen a tu criminal. Cuando unos y otros nos encontremos cara a cara, estarán en desventaja, pues no saben lo que yo sé de ellos y ellos nada de mí y no se pondrán a la defensiva… La verdad, no sé qué les voy a robar.

Cuando le anuncio: «Te acompañaré», lo último que veo de ella es su mano agitándose en el aire.

En la taberna de Gervasio me sirven macarrones con tomate, croquetas con patatas fritas y arroz con leche. En las mesas hablan alto de fútbol y bajo de política. Para las tres ya estoy de regreso en la librería en busca del catre de patas cortas que me espera en el cuartucho junto al aseo.

Me hundo a medias en la siesta tratando de no pensar mucho. El escándalo de la campanilla me rescata de un sopor blanco. Salto del catre y recupero mis piernas dirigiéndome a una Koldobike en plena forma.

—¿Por quién sigo? Y quiero saber por qué lo eliges.

—Jokin Arzubialde —responde sin vacilar.

—¿Por?

—Por la tonta razón de que sé su dirección sin consultar la guía.

—Patata… ¿Qué opinión te merece?

—¿Como asesino? —pregunta riendo—. No lo veo. Pero cualquiera sabe las sorpresas que dais los tíos. En principio, es al que menos me imagino empujando una carretilla con un muerto. Es la vieja impresión que conservo de él desde entonces. Las chicas los veíamos en la playa…

—¡Siempre la playa!

—Tu secretaria, jefe, tuvo una vez doce años y se lanzaba a las olas como un pez.

—No tengo la menor duda —le aseguro.

Su expresión acaba de regresar a esa época perdida.

—Nos gustaba mirar a los chicos haciendo el gamberro. Los mirábamos como tontas. No se bañaban si no había olas grandes para meterse por debajo. Nos hacía mucha gracia la nariz de Patata. Era el que aguantaba todas las bromas. Los otros cuatro eran de la piel del diablo.

—Te he contado que yo también andaba por allí antes de la guerra…

—De pronto aparecía Juana con su par de amigas y ellos se olvidaban de sus juegos y las rodeaban. Pasábamos mucha envidia y queríamos hacernos mayores. Por las tardes solíamos ver a Juana y a Estebe en el pueblo sentados en los bancos de las parejas. Luego lloramos al saber que él había muerto en la guerra, y empezamos a preguntarnos a quién de los otros elegiría Juana… Bueno, y nunca llegamos a cruzar una palabra con ellos…, pero deseábamos que Juana eligiera a uno de los cuatro y todo acabara como en una novela… En fin, luego acabó como acabó. Desde entonces siempre que los recuerdo de jóvenes en la playa me pongo triste.

Se sienta a su mesita coincidiendo con el término de sus evocaciones. Muy interesante, incluso emotiva, pero demasiado anclada en aquel tiempo suyo adolescente.

—Eran simpáticos veinteañeros gozando de la vida, aunque también serían algo más, ¿no te parece? Escarba en tu recuerdo, somete tu visión edulcorada de entonces a tu juicio maduro de hoy. Actualiza caracteres, personalidades…

—Soy Koldobike, no psiquiatra.

—No te abrume la responsabilidad, porque la vida ya está escrita.

Espero. Mira al techo para luego cerrar los ojos. Inicia cortos paseos de ida y vuelta.

—Sergio Barrondo era el más agresivo y mandón. Se pasaba de la raya con Patata. No por eso nuestro corazón soñaba con Patata; él no era para eso. Quien más salía en su defensa era Estebe. Él sí que enamoraba. Envidiábamos a Juana. No queríamos que Sergio se colara en medio y se saliera con la suya; era su manera de ser. Peru Mugarte y Xabier Pagoeta andaban a lo mismo, pero eran otra cosa. Sergio se quedaba en la arena mientras los otros corrían a las olas, y se quedaba para hablar a solas con Juana, y era gracioso porque la hacía reír. Cuando los cuatro regresaban, Sergio iba señalando con la mano a uno y a otro burlándose de sus andares, de sus pelos chorreantes, de sus tropezones. Ponía mucho interés en llamar su atención cuando los otros miraban a las chicas, especialmente si miraba Estebe. Lo ponía a caldo siempre que podía y en todas partes. Un día supimos que se las arregló para que un veraneante de perras de Bilbao se citara con Juana, y el caso es que ella fue vista paseando con él por el morro del puerto. Estebe echó la cosa a un lado con una carcajada. Las perrerías de Sergio llevaban veneno.

—Hasta ahora parece el malo de la película.

—Peru Mugarte era el más serio, también delicado. Más de una vez le vimos dar a Juana un ramo de flores, en algún cumpleaños o algo así. Y más callado: mientras los otros se quitaban la palabra por presumir de graciosos ante Juana y sus amigas, Peru la miraba en silencio. Era guapo y bien plantado, podía enamorar a muchas, incluso a Juana, si no estuviera Estebe. Y para nosotras también era Estebe el primero de la lista.

—¿Quién la esperó más tiempo?, ¿quién tardó más en casarse? La cosa hablaría de un amor más profundo, ya sabes.

—O de pereza.

—Bien. Otro.

—El que tartamudeaba si se ponía nervioso: Xabier. Reía mucho. Nunca decía vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro, esperaba las iniciativas de los demás, y él siempre estaba de acuerdo. Nos resultaba simpático por su buena mano para cortar los conflictos. —Koldobike se estremece—. ¡Pero son recuerdos de hace demasiado tiempo, de cuando ellos casi acababan de dejar la niñez! ¡Dios mío, no sé cómo era yo misma entonces…! Después, nunca más volví a tenerlos tan cerca.

—La playa, el paraíso perdido de cualquiera de nosotros… Todo nos vale para hoy. Piensa que uno de aquellos maravillosos muchachos mataría a la vuelta de la esquina. A treinta y cinco años de todo ello, pisamos terreno esquilmado, tierra virgen. Investigamos el pasado, algo propio de historiadores. Higinio Sanjuanena ha tardado mucho en hablar. Echo en falta un criminal con las manos manchadas de sangre por no haber tenido tiempo de lavárselas. Mala suerte, muñeca.

Koldobike se pone en pie como un resorte.

—Es la hora —dice—. Hoy cerraremos antes.