8
Sergio Barrondo

El perchero con la empapada gabardina pende de una barra del colgador de la cocina. Como no llovía, regresé con ella al brazo, plegada hacia dentro. Quiero a esta prenda, que ha perdido su lustre original pero no su aire de cruzada. El sombrero americano de mi abuelo escurre en un clavo.

Me ducho dándole vueltas al orden de las visitas a los cuatro. No habría que dar un telefonazo previo al de Paños Barrondo: entraría en su comercio como un cliente más y le pediría unos minutos para tratar de su hermano. La ventaja de poder asistir al viraje de su expresión no tendrá precio. Dejo en el aire la elección de la segunda visita por si esta primera la condiciona.

En mi casa ya no hay fuego de hogar. Pongo en el infiernillo eléctrico el cazo con la sopa de verduras que me ha dejado la interina, corto una lámina de queso mientras se calienta el cafecoleche con sopas.

Paños Barrondo eterniza su severa fachada hacia la mitad de la avenida de Larragoiti: un escaparate amplio y rancio y una pesada puerta de madera noble labrada. El soniquete de la campanilla es más austero que el de la mía. En la penumbra interior veo dos mostradores independientes con un par de sillas cada uno. Estanterías con paños estrictamente enrollados, algunos cuadros con marcos ahogando los temas, una armadura de tamaño natural en una esquina. Es lógico que no esperen a nadie a las nueve y media de la mañana. La primera noticia humana que recibo son unas silenciosas pisadas procedentes de unas tallas en forma de puerta que se abre en una pared igualmente recargada. Queda tras el mostrador más próximo un hombre de uno ochenta, perfectamente trajeado, camisa blanca, corbata gris, pelo negro planchado y rostro de buena crianza. Nos miramos, me recorre de los pies a la cabeza, de los bajos de mi gabardina al sombrero de alas, todavía algo húmedos, y empieza a sospechar que no soy un cliente.

—Hola. Soy Samuel Esparta, investigador privado. —Ni siquiera parpadea. Aún no le sueno—. Tengo mi oficina en Beltza, librería, avenida del Ejército.

Descuida el control de su rostro atildado, entreabre la boca y deja escapar un «ah» impreciso.

—Ah, sí, naturalmente, ahora sé quién eres… ¿Puedo tutearte? Es natural, siendo de Algorta y comerciantes… Nunca había tenido ocasión de verte con… Bueno… Creo que escribes novelas. —Estoy seguro de que jamás ha pisado la librería. Él tampoco me ha hecho un traje a medida. No se atreve a preguntar qué deseo—. En fin, ha de haber de todo en este mundo de Dios…

—¿Podemos hablar un rato?

—¿Por qué no? —Sonríe sin ganas—. Debo añadir que no tengo nada que ocultar en este asunto tuyo del que no sé nada.

—A solas. ¿Hay alguien ahí dentro?

—El sastre llegará a las diez. —Parpadea, nervioso—. ¿Quién te envía? ¿Ellos? En la guerra estuve un par de años escondido, pero después nadie vino a por mí. Me han olvidado durante todos estos años. Y ahora, tú…

—Tranquilo. No es cosa política…, aunque sí algo que ocurrió en la guerra.

La palabra «guerra» parece inquietarle aún más, y no tiene por qué, excepto que un viejo sapo se le haya removido dentro.

—¿En la guerra? —musita—. Rodea el mostrador y ven a mi despacho.

Abre la puerta a su espalda y pasamos al taller de sastrería. A un costado hay otra puerta, que nos lleva a una pequeña oficina ahogada por tres paredes con archivadores. Hay una mesa entre dos sillas pesadas. Me quito el sombrero en el momento de sentarme. El ser entero de Sergio Barrondo se concentra en el parpadeo de unos ojos que se me clavan como alfileres.

—Te escucho —dice en el mismo tono desvaído.

—Traigo noticias de tu hermano Estebe —empiezo, cuidando la dosis.

—¿Estebe? No entiendo…

—Desapareció en la guerra, nunca más supisteis de él.

—Eso ocurrió —certifica en un susurro.

—Tu buena amiga Juana Ezquiaga ha tenido noticias de él.

La delgada línea de sus labios se abre para deletrear:

—¿De Estebe? ¿Acaso está vivo? —Niego con la cabeza. Se enciende—. ¿Qué coño me traes de él entonces? Se fue y no supimos más del pobre. Acabada la guerra hicimos gestiones. Nada. Y ahora vienes tú a…

—Nunca hubo cadáver. Ahora sí que podéis jurar que murió.

Sujeta los brazos de la silla.

—¿Cadáver? ¿Quién lo ha visto? ¿Dónde estaba enterrado?

Se pone en pie de golpe, apoya sus manos en la mesa sin dejar de fulminarme con la mirada. No sé cómo empezar a contárselo todo, pero he de hacerlo. Y cumplo. Sergio regresa lentamente a su silla a medida que desgrano el secreto de aquella noche. En el silencio final es un hombre roto que no se resigna.

—¿Cómo creer a un viejo seguramente centenario? —exclama—. ¡Lo ha soñado! Todos los viejos que conozco que vivieron la guerra tienen grillos en el coco… Me parece, Sancho, que esto es cosa tuya, de las historias con las que nos estás liando a todos en Getxo. Eres un peligro, es imposible que Juana crea…

—Es ella la que me ha contratado.

El asombro le frena.

—¿Contratado? ¿Para qué? ¿Qué pintas tú en todo esto?

—Investigo crímenes.

—¡Claro que lo mataron! —exclama—. ¿Y tú, ahora, vas a señalar con el dedo al franquista que lo hizo? —Su carcajada es absolutamente hueca—. ¡El vengador enmascarado! Aquellos asesinos no trabajaban solos. ¿Quieres atrapar a toda una banda?

El abanico de sus reacciones es un tanto desmedido.

—No solo los falangistas estaban en la playa ocupados con otros, sino que fue el criminal quien les llevó a Estebe, ya muerto, en una carretilla.

—¿En una carretilla? ¡Qué falta de respeto!

Convierto mi turno en un silencio terapéutico. Irrumpe en sus manos una cajetilla de Bisonte… Lo que me recuerda el olvido de cigarrillos americanos de apoyo en mi nuevo caso. Pronto la boca de Sergio dispara hacia el techo una nerviosa bocanada. Su poderoso pecho va recobrando la quietud. Una puerta se abre en algún sitio, Sergio se levanta y sale de la oficina. La orden que lanza a alguien es colérica:

—¡Atiende el mostrador hasta que yo acabe!

Regresa, se sienta y da varias caladas de recuperación.

—No es bueno que alguien alborote tu viejo pasado —dice—. Nuestra familia vive desde entonces con el recuerdo de que el chico salió a la calle y no volvió. Sin más. ¿Acaso huyó al extranjero, a la China? ¡No! Bajó en zapatillas. Simplemente, se lo cargó la maldita guerra. ¿Cómo? No lo sabemos. ¿Qué importa? Vivíamos rodeados de muerte… Y ahora nos viene ese imbécil de bañero con el chisme de comadres de unos falangistas matando y enterrando a gente en la playa aquella misma noche… ¿Por qué aquella misma noche?, ¿por esa carretilla con Estebe encima? ¡Qué mentira!… Mi pobre hermano…

—Sin embargo, vuestra Juana, tu buena amiga, no tiene reparo en saltarse ese consuelo familiar. Estudiemos fríamente los hechos… Una revelación inesperada os ha golpeado brutalmente, y de rebote os recuerdan qué le hizo salir de casa aquella noche: un silbido muy especial reclamándole desde la calle, un silbido patrimonio exclusivo de los cuatro…

—Los cuatro —repite, consciente del terreno que empezamos a pisar—. ¿Quién silbó? Se impone esta pregunta, ¿verdad?

Pasada la primera indignación, ha entrado en el juego. Se mostraría ofendido, supongo, si no se sintiera respaldado por el grupo de cuatro.

—Es una escena contrastada por miembros de vuestra familia. Aquí, el bañero no tiene nada que ver.

—¿Quién silbó? —insiste Sergio con incierta inocencia.

—Uno de los cuatro —afirmo. Él asiente con lentitud—. Tú acababas de salir de la casa. —Asiente de nuevo sin la menor reserva—. Dos de los ausentes se refugiaban en otras viviendas y el otro en el Serantes. Estebe no regresa y la familia carga sobre la guerra toda la responsabilidad, olvidando la pista determinante del silbido.

—De acuerdo, cuatro sospechosos, todo un ejército. —Sonríe—. Es muy pronto para que tu mirada me acuse.

—Solo te lo imaginas, no es nada personal… ¿Te importa contarme tu versión de todo aquello?

Ahora su sonrisa se dilata.

—Samuel Esparta, eso es, tu nombre de pega… Investigador privado… ¡Qué juguete ha puesto Juana en tus manos! Los vascos no somos de andar en lenguas.

—Se trata de la búsqueda de la verdad, de la justicia.

—No me hables de justicia en esta posguerra sin fin.

—No hablo de las leyes de los hombres. Hay una actitud que siempre añoramos: la integridad.

—¿Y qué haremos?, ¿ahorcar al culpable?

—No. Pero Getxo necesita expresarle su repudio.

—¿Nada más?

Ahora soy yo quien se levanta con las ideas fundidas.

—¡No sé lo que habría que hacer! Yo me limito a desenmascarar al asesino. Es una pesadilla que me tortura al término de mis novelas. ¿Qué hago con mi hombre?, ¿a quién se lo entrego? Por suerte, alguna vez este hombre se suicida muy oportunamente.

—Es curioso verte tan perdido.

Estoy indignado conmigo mismo, todo esto no venía a cuento. Sergio Barrondo parece divertirse. Tanteo con las manos para encontrar mi silla y recuperar la investigación.

—Lo siento —murmuro.

—¿Volvemos a lo nuestro? —dice apagando el cigarrillo contra un cenicero—. Esta es la verdad: salí de la casa y, diez minutos después, ellos oyeron el silbido.

—Recuerdas con exactitud los tiempos.

—Es lo que les oí comentar a mi regreso.

—¿De dónde?

—Paseé, era una noche hermosa.

—Tres opciones —propongo, y abro una mano para contar con los dedos—. Una: tenías un plan y reclamaste a tu hermano con el silbido. Dos: carecías de plan pero descubriste en tu paseo al grupo de la playa y te asaltó la idea del crimen viendo lo fácil que sería deshacerte del cadáver. Tres: no viste a nadie, no hubo tentación, eras un simple paseante nocturno que se encontraba lejos cuando alguien silbó.

—No. No. Sí… Supongo que, por lo que a mí respecta, quedo fuera de esa noche. ¿Sabes la pregunta con que se me recibió de regreso a casa? «¿Dónde has dejado a Estebe? ¿No lo llamaste para ir juntos?». —Saco del bolsillo de la gabardina libreta y lapicero y empiezo a tomar notas—. Como ves, mi salida de casa y el silbido se funden con una lógica apabullante…, algo de lo que habría huido un criminal con algo de seso. En cuanto a tropezarme con él, otra vez la lógica: en esos momentos Estebe ya acompañaba al amigo que lo mató… Sí, apunta bien todo esto y acabemos para que pueda ocuparme del negocio. Dos veces ha sonado la alcahueta y la especialidad de mi sastre no es atender el mostrador, me espanta los clientes.

—No he oído nada —le aseguro—. Me suele pasar con la que tenemos en la librería… Dos puntos más: sé por Juana que formabais un grupo de seis amigos en el que ella era la única mujer…

—Y aquellos cinco hombres estaban por la chica —confiesa sin emoción, como si hablara de otros, aunque su mirada parece buscar un lejano horizonte que no encuentra.

—Y el afortunado era Estebe.

—¿Afortunado? —exclama—. Mira cómo acabó.

—Uno de vosotros no lo soportó.

—¿Por qué no dos, o los cuatro? —intenta bromear.

—¿Lo volvería a hacer a la vista del nulo resultado? Además, era una solución incierta, pues Juana podía optar por cualquiera de los otros tres… transcurrido el tiempo de rigor. ¿Sospechaste de alguno o aún sospechas? Vuestro mundo era muy cerrado.

Propina un manotazo a la mesa.

—¿Cómo voy a pensar en un culpable si hasta hoy no he sabido cómo lo mataron?

—Ejem… Sé también por qué os encontrabais los dos hermanos en casa de Juana…

Mira con impaciencia un reloj que acaba de sacar de su chaleco.

—Sí, la propia Juana se presentó en nuestra casa, donde nos escondíamos Estebe y yo, desertores de la Ertzaintza y de la guerra. Juana convenció a mis padres y a nosotros mismos. «En mi casa estarán más seguros, nunca esperarán encontrarlos allí». Y nos fuimos una noche. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir…

—¿Qué tenía que ocurrir?

—La parejita…, ¿cómo se dice?…, consumó su amor. Como dos conejos. —Mueve pesadamente la cabeza—. Eran tiempos extraños, la guerra y todo eso, las viejas barreras parecían rotas… Cierta noche, a las dos semanas, Estebe salta de la cama en calzoncillos y me dice: «Allá voy». Estaba claro adónde iba, lo vi en las chispas de sus ojos. En el pasillo se cruzó con los padres de la novia, que hicieron como que no le veían… ¡y se habían chocado! Juana lo esperaba con la puerta abierta. Tenían anunciada su boda desde antes de la guerra.

—Menos mal —susurro. Cabe imaginar que, a partir de esa noche, el hombre que tengo delante dormiría solo y apretando los dientes. ¿Y los tres restantes?—. Habría buena comunicación entre las familias… ¿Llegaron a conocer Peru, Xabier y Jokin ese secreto de alcoba?

A Sergio Barrondo se le olvidan incluso las prisas.

—Sí —responde de forma sombría—. Y no precisamente por mí.

Ahora me imagino a cuatro apretando los dientes. A uno de ellos le resultaría insoportable. Y cuando más interesado estoy en explotar este carril, Sergio se levanta de improviso poniendo cara de mus, clausurando la visita y preguntándome turbiamente:

—¿Qué título pondrás a tu novela? ¿El hombre de la carretilla?