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Cinco y cinco

Encuentro a Koldobike atendiendo a tres jovencitos con pinta de estudiantes. Doy las buenas tardes y sigo hacia mi despacho sintiendo en mi espalda la recriminatoria mirada de mi secretaria. Me despojo de sombrero y gabardina para que escurran colgados en el baño. Necesito que se larguen pronto los clientes para hablar con ella. Uno de los muchachos viene hasta la última estantería, recorre lomos con el dedo y se detiene en el que está más al extremo.

—Este —apunta, regresando de vacío a la entrada.

—Vuelve y tráelo tú mismo —le ordena Koldobike.

Se basta y sobra para lidiar con estos graciosos que le suelen buscar las cosquillas obligándole a recorrer la librería para espiar sus andares airosos bajo la severa falda que ciñe su contorno. Los tres intentan sostener su feroz mirada y el muchacho regresa dócilmente por su libro. Al elegir otro de la estantería, Koldobike le rectifica:

—Deja ese, querías el de al lado. Tráemelo.

El libro que suelta el muchacho es tan delgado como un cartón, al contrario del que extrae y entrega a Koldobike.

Orígenes de los vascos, de Estornés Lasa —lee ella en la portada—. Sois una juventud muy aplicada. Setenta y cinco pesetas. —Uno de los muchachos saca su cartera y los otros meten la mano en sus bolsillos—. Lo malo es que son cuatro tomos y no se venden sueltos.

El trío palidece y se da por vencido.

—No hay fondos —confiesa uno.

—No se moleste usted, yo lo llevaré a su sitio —se presta el que lo trajo. Sus amigos le esperan con la puerta abierta.

—¿Nunca os han dado un par de sopapos? —les envía Koldobike en plena desbandada.

—Estás hecha una chavala —digo. Se acerca por el pasillo—. La verdad es que te sienta muy bien esa ropa. Pareces una de esas americanas de las películas que nunca pierden la línea.

—Vaya.

Su rostro se ensombrece. Agradezco la irrupción de un grupo de críos metiendo más ruido que la campanilla. Quieren cromos de futbolistas. Es la moda. Imagen máxima y texto mínimo. Los maestros pierden el tiempo enseñando a leer.

—Tenemos algo interesante —anuncio a Koldobike cuando se libra de la jauría—. Siéntate. Ha sido en la playa. —Sus ojos se avivan al ocupar la silla—. No he movido un dedo, me ha venido a las manos… Higinio nos habló de unos falangistas. Cinco. Pues son también cinco unos sujetos que dan la vara al alcalde para que reponga la arena de la playa.

—¡Ostras! —exclama Koldobike—. ¿De dónde han salido?

—Tomémoslo como una simple coincidencia.

—¡Son ellos!

—Tranquila, muñeca.

—Desde la guerra nos preguntamos dónde están hoy los que llenaban tumbas por toda España con permiso de Franco.

—Me cuesta decirlo, pero de momento solo nos consta que quieren lo que cualquiera de nosotros: salvar la playa.

—¡Salvar la tumba!

—Escucha, Koldo: si nada ha cambiado todavía, si el dictador sigue vivo y hoy campea la misma impunidad de entonces…, ¿qué temen?

La emoción le desborda.

—Franco y su tropa no han cambiado…, ¡pero sí los tiempos! El amigo Hitler se fue y el mundo que lo derrotó nos mira. Franco ya no encaja en el mundo de hoy y hasta ellos comprenden que no sería presentable descubrir en la playa una tumba llena de paseados… ¿Dónde se escondían esos cinco cabrones?

—Simplemente, vivían entre nosotros. Tú lo has dicho, los tiempos cambian. Uno se cansa de todo, hasta de matar… Pero, ahora, lo nuestro es otro crimen.

—¿Cómo sabes que visitan al alcalde?

—Trabaja en el Ayuntamiento un ingeniero de costas llamado Mariano Musons. ¿Te suena el nombre? —Niega con la cabeza y sé que le disgusta—. Es el de la teoría de las corrientes transversales.

—Estaba en la playa con esta lluvia… ¿No te parece raro?

—Me dijo que era su trabajo. Yo también estaba.

—Y te contó lo de los cinco del bañero…

—No hay cinco del bañero y cinco de Mariano Musons. De momento, es una simple coincidencia.

Koldobike suspira profundamente y se inclina hacia mí.

—Escucha bien, jefe: los cinco de 1937 vieron al asesino de Estebe Barrondo cuando apareció con la carretilla. Una escena perdida en el tiempo que podría solucionar el caso, los casos. Todo forma parte del mismo pastel. Con una sola pregunta que les hicieras solucionarías un par de asesinatos, uno sencillo y otro múltiple.

En la mirada chispeante de Koldobike hay un mensaje triunfal e incluso de fin de ejercicio. Estas cosas no suelen tener una solución tan simple. A veces, el investigador dispone de un gato, a veces un loro, que han sido testigos de un crimen y que podrían pronunciar el nombre del asesino o señalarlo con un gesto, un movimiento, algo al alcance de su naturaleza animal, pero el investigador, desesperado, ha de continuar sin ellos. ¡Aquí dispongo de un gato y un loro que hablan! Escandalosamente simple.

Estoy considerando si los cinco visitantes del alcalde podrían no ser los cinco falangistas del 37, cuando la voz de Koldobike me sale al paso:

—Aquellos harían lo mismo que están haciendo estos: moverse para echar arena y más arena sobre su carnicería.

—¿Por qué no concederles que aman la playa como nosotros?

La expresión de Koldobike es tan cortante que me envía por otra ruta… En este juego de posibilidades, una buena baza consistiría en enjaular a los cinco visitantes del alcalde con los cuatro pretendientes de Juana en una habitación o incluso en un castillo y que se miren y hablen, y yo observándolos por un agujero. Exclamaría uno de los cinco, o todos: «¡Coño!, ¿qué haces aquí?», o «Tu cara nos suena, tú eres el que nos pidió sitio en una tumba». No me atrevo a proponérselo a mi secretaria.

Más técnico sería someter a los cuatro a una rueda de reconocimiento haciéndoles pasar uno a uno ante los cinco para que alguno, o todos, le identificaran como el tipo que se les acercó aquella noche con una carretilla.

—Pero hoy son otros —digo a Koldobike—. Han cambiado de piel. No delatarían a nuestro criminal porque sería delatarse ellos mismos. Hoy son personas respetables, seguramente no se pierden una misa, se codean con el alcalde…

—El alcalde es de su cuerda. Los franquistas siguen ocupando los grandes puestos.

—Pista cerrada, pues… Proporcióname las direcciones de esos cuatro enamorados de Juana Ezquiaga.

Se pone en marcha sin entusiasmo, consulta el listín de teléfonos y regresa con cuatro líneas escritas en una libreta. Echo un vistazo.

—Hum, ninguno de ellos me obliga a tomar el tren… No recuerdo haber tenido un caso con sospechosos tan evidentes.

—Por una simple musiquilla.

—Eran virtuosos inimitables.

—No te emperres en esa idea, es muy débil y tú lo sabes.

—No tenemos más. El silbido sonó aquella noche y Estebe lo reconoció. Eran momentos delicados, de vida o muerte, y si hubiera tenido alguna duda…

—¿Por qué uno a uno? Interrogándoles en grupo, habría un concierto de respuestas y muchas veces resultarían contradictorias.

—En nuestras reglas, la kermese con sospechosos se reserva para el final. No me preguntes por qué, es así. Seguramente es para crear suspense, o porque el investigador ya conoce al asesino y le prepara una trampa. No es mi caso.

—¿Por cuál empezarás, por el más feo? Todos son guapos… Al menos, le parecían guapitos a una tonta de doce años que también solía verles en la playa.

—Lástima que no esperaran a que crecieras, se enamoraron de otra.

—Es mi destino —suspira Koldobike mirando a otra parte.