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Un ingeniero para una playa

Ha sido una mañana aceptable en cuanto a difusión cultural. Entre doce y una y media, un robusto estudiante de nuestro país más profundo se ha llevado el Diccionario Castellano-Vasco y Vasco-Castellano de Arbelaitz. Una mujer sombría, el chispeante Klin-Klon, de Félix Garci-Arceluz, que le vendrá muy bien. Una muchacha rubia y sonriente buscaba un libro para regalar a su padre: Koldobike le preguntó si era de aquí y, al recibir respuesta afirmativa, le ofreció Getxo, Anteiglesia del Señorío, de Carlos María Zabala Altube, edición de lujo. Ha regresado la joven de la academia Cervantes por diez archivadores más, que no se ha llevado por exceso de bulto, y también se apuntan. El relaciones públicas del Hotel Casino ha comprado las únicas tres postales que nos quedaban del viejo Molino de Aitxerrota, en La Galea, y regresará por cincuenta más para enviar a otros tantos turistas invitándoles a que repitan visita el próximo verano. Cuatro mocosos cargaron con una bola del mundo por haber destrozado la de la escuela jugando al fútbol con ella; les envía el maestro a comprar otra con sus ahorros.

Al cerrar a mediodía, recupera Koldobike el duplicado de las llaves que deposita en un cajón de su pequeña mesa a la resolución de cada caso, y allí esperan hasta el siguiente; esto es así desde su boda.

Es ella la que cierra. Nos despedimos en la calle y la veo alejarse airosa con su gabardina entallada y el pañolón que deja escapar por sus bordes llamaradas de dorados rizos; a su paso se vuelven dos hombres y cuatro mujeres.

A mí también me miran al entrar en la taberna de Gervasio.

—Elegante, como en las películas —me dedica uno muy serio.

Ha dado en el clavo, aunque dudo que haya visto muchas películas y menos leído a Chandler o Hammett.

Como mecánicamente las alubias rojas con morcilla y chorizo, los huevos fritos con patatas y el trozo de queso manchego. Abono los sábados, pero a la camarerita le dejo una peseta de propina.

Sin viento, los hilos de lluvia caen a plomo. Los pasos me llevan al portal de Juana Ezquiaga, hacia la mitad de la avenida de Larragoiti que cruza Algorta de punta a punta. Miro hacia lo alto de la fachada de cuatro pisos, y regresó al segundo, a sus ventanas y balcones a los que fue dirigido el particular silbido del grupo. Bajaría Estebe desconociendo aún quién de ellos le llamaba. ¿O distinguían los silbidos por matices especiales? ¿Quién de los cuatro lo esperaba en la calle?

Recorro la avenida en dirección a la mar y llego a Cuatro Caminos, el cruce desde el que la carretera se lanza a tumba abierta hasta la playa. ¿Empujaba ya el criminal la carretilla con el cadáver? Seguro que sí, no lo habría llevado en brazos por medio Algorta. ¿Dónde y en qué momento de la noche mató a su amigo? Pocas veces se habrá vivido una investigación de asesinato sin cadáver a la vista. ¿Y si Koldobike tiene razón, si todo es un delirio de Higinio Sanjuanena? No todo: el silbido fue real, lo oyeron Juana, sus padres y… ¿Dónde estaba Sergio, el hermano? Hay, pues, caso. Lo más estimulante es que las dos versiones se complementan.

Era julio, así que el portador de la carretilla no sentiría en su rostro el azote de esta brisa húmeda que sube de la playa. La gran pendiente de esta carretera le obligaría a retener con esfuerzo su carga rodante. Abajo, en la explanada, había entonces un chiringuito con toldos y cocina que vivió su apoteosis hasta el 36, sobrevivió malamente a la guerra y desapareció enseguida.

Tomo a la izquierda un desvío hasta la misma arena, en la que se hunden mis zapatos. La rueda se hundiría mucho más con el peso, y el hombre giraría la carretilla para tirar en vez de empujar. Vio las luces y avanzó hacia los azules y sus víctimas. ¿Le sorprendió la escena? Sin duda que no. Es más: pienso que se la había encontrado antes, inspirándole la precipitación del crimen pendiente.

Según el bañero, el grupo y la fosa se encontraban hacia la mitad de la línea entre su caseta y la orilla del agua. Me desvío a la izquierda hasta posar la mano en la puerta cerrada de la caseta, construida de tablas gruesas pintadas de un viejo blanco descascarillado. Almacena, de un año a otro, toldos y sombrillas, sillas de paja, trajes de baño y toallas y, en ocasiones, algún bote pequeño que la familia calafatea, pinta y remoza para la nueva temporada.

La superficie de la playa semeja un campo recién removido por un arado demasiado profundo que lo desnuda y saca a la luz materiales que quizá constituyan su verdadera médula milenaria. Alternan zonas de arena con descarnados lomos de peñas y grandes piedras pulidas y bloques cementados procedentes de descargas industriales. Las corrientes marinas han hecho un buen trabajo. El descenso del nivel primitivo de arena en nuestra playa de toda la vida lo denuncian los bajos de la caseta de los Sanjuanena, esos troncos de asentamiento que siempre permanecieron ocultos y ahora a la vista más de un metro. Sí, un buen trabajo de las grandes pleamares del invierno y de las novedosas corrientes transversales.

Si un par de docenas más de pasos me lleva al borde del supuesto emplazamiento de la fosa, yo tendría que sentir algo, al menos lo tendrían que sentir los pies dentro de mis zapatos: bajo ellos hay diez hombres asesinados en la guerra. O debería haber, si alguien no chochea.

Llevo minutos clavado a este sitio y en cambio es mi cabeza la que viaja de un recuerdo a otro. Ni siquiera me aparto de esta lápida de arena al descubrir a un hombre acercándose. Viene del otro extremo de la playa, el de Kobo. Es raro ver a alguien por aquí en estas fechas y lloviendo. Se cubre con un paraguas enfrentado también a las ráfagas de suave viento. Viene derecho hacia mí. Cuando ladea el paraguas veo un rostro pálido y sonriente de unos cincuenta años bajo un sombrero de lona de ala ancha. Su mano libre sujeta una carpeta.

—¿Qué hay? —saluda, jovial.

Es de Getxo.

—¿Qué hay? —digo. No es pregunta, es saludo.

—¿Vienes a llorar?… Te conozco, Sancho Bordaberri. Suelo ir por tu comercio por materiales y algún libro. —Guiña un ojo—. ¿Está otra vez de servicio Samuel Esparta? Leo tus novelas, en Getxo ocurren cosas tremendas desde que te metes en honduras. —Ante mi pasividad, se levanta el sombrero para que le vea bien la cara. No, no le conozco, al menos, no le recuerdo. Cambia la sonrisa por una mueca teatral—. No me mires así, yo no he sido. —Recompone su figura y me tiende la mano—. Mariano Musons, ingeniero municipal.

Yo no pondría en manos de este ingeniero ni el grifo de la cocina. Estrecho su mano.

—Es una manera de no aburrirse —digo.

—Nada de eso, no mientas, lo tuyo es algo más. Soy catalán, trabajo en el Ayuntamiento desde hace quince años y lo primero que hice al llegar fue leer tus cosas. Tienen un enfoque muy original, pura imaginación…, de la que confiesas carecer. ¿Te consideras romo por limitarte a contar la realidad? El segundo puente nunca será una copia del primero sino otra cosa, otro puente. ¿Quién controla su alma o sus remaches marcando un estilo? Amigo Sancho: en tus libros no está la realidad sino otro puente. —Da un descanso a sus pulmones, mueve la cabeza y suspira—: En fin…

—Te lo agradeceré procurando dibujarte tal como crees ser —digo por decir algo.

Su boca abierta tarda unos segundos en reaccionar.

—¡Claro, aquí mismo en la playa la estás escribiendo, me estás escribiendo! Yo no me reconoceré, porque todos nos creemos… En fin. Los que sí se parecerán, como dos gotas de agua, son el estado real de esta playa y el texto que la describa. —Levanta el brazo abarcando el escenario—. Urge dar a todo esto una solución y tu Ayuntamiento me ha encomendado la tarea.

—Es un consuelo —miento.

—El estado actual de esta playa es un ultraje a la naturaleza —continúa—. Un fatalismo de años paralizaba al Ayuntamiento. Al desaparecer la arena se creyó que el problema era la arena. Trajeron de otra playa tres camiones, y fue una suerte que los dueños de esta otra playa cerraran el grifo. Pero hay personas que siguen presionando al alcalde.

—¿Cuál es, pues, la solución? —pregunto con cautela.

Se ilumina su mirada, ensombrecida en los últimos momentos.

—¡Las corrientes transversales! —exclama—. ¡Ahogarlas, estancarlas! —Así que este era el inventor de las famosas corrientes transversales que circulan últimamente por aquí—. Luego, sí, luego sería la hora de la arena, que ya podría tomar posesión de la playa.

—Suena a milagro.

—Nada de eso, pura ingeniería de costas. Pero las buenas soluciones son más caras. —Me cuido mucho de no interrumpirle—. Tres espigones al pie del acantilado de La Galea. —Se vuelve para señalarme con el brazo a su espalda—. Kobo, le llamáis. Luego, cerrar los otros huecos —ahora señala el otro extremo de la playa—, los de la hilera natural de peñas que corre desde Abasotas a la playa. Las corrientes quedarían estancadas y no moverían arena.

Y vida eterna para la fosa de los muertos. ¿Habría roto aguas Higinio Sanjuanena de conocer esta providencia? De pronto descubro a Mariano Musons mirando fijamente mis pies…, ¿o está mirando tal vez lo que tienen debajo, la lápida de arena?

—Samuel, tienes los zapatos ensopados —le oigo—. También tu entrañable gabardina. Deberías ir a casa a ponerlo todo a secar.

Se acerca hasta cobijarme bajo su paraguas.

—¿Acostumbras a frecuentar la playa para ultimar tu proyecto? —pregunto.

—Para eso me pagan.

Y levanta la mano para mostrar mejor su carpeta.

—¿Cuándo fue la última vez? —insisto.

Sonríe con una mezcla de asombro e ironía.

—¿Es un interrogatorio sobre algún crimen del que no tengo noticia? ¿Soy sospechoso por haber sido sorprendido haciendo de las mías en la playa?… ¿La última vez, me preguntas? Exactamente, hace trece días.

—¿Y por qué hoy también?

—¿Por qué no? ¿Qué tiene el día de hoy de especial?

—Que he bajado yo.

Su confusión se esfuma en un instante.

—¿Sospechas que te he seguido? Esto se está poniendo muy emocionante. ¿Quién persigue a quién?… ¿Permites a un sospechoso de no sé qué hacer una pregunta? —Asiento con la cabeza—. No tengo ni puñetera idea de la razón de tu presencia aquí. Y, puestos a sospechar: ¿qué hace Samuel Esparta en la playa a primera hora de una tarde tan desapacible?

Llevo tiempo vigilando que su mirada, en un descuido, descienda de nuevo a mis pies. No ocurre. Aunque no se desplaza ni siquiera centímetros a un lado o a otro. Es como si este trozo de arena ejerciera sobre él una atracción especial.

—Me despido de la playa que perdemos. —Y no deja de ser verdad—. Claro que lo decidí antes de conocer tu solución.

—¿Solo por eso? Llegué a creer que investigabas un nuevo caso. ¿Por qué no? Un ingeniero se fija mucho en los terrenos y los estudia por si se puede construir sobre ellos un rascacielos. Me pregunto si se podría levantar un rascacielos encima de esos centímetros cuadrados de arena que te soportan desde que estoy contigo.

Es increíble su obsesión por este trozo de arena. Se me enciende una lucecita.

—Hablaste de ciertas personas que siguen presionando al alcalde. ¿Las conoces?

—No, pero las veo con demasiada frecuencia en el ayuntamiento, y están muy preocupadas.

—Les preocupa que el nivel de arena baje demasiado y deje al aire cosas que deben seguir ocultas. —Y apuro más—: ¿Qué nivel no debe traspasar?

—¿Me estás hablando del no retorno? Intervengamos antes de que llegue.

—¿Puedes calcular el nivel que habrá bajado ya?

—Entre dos y cuatro metros… Pero esto lo tendréis mejor calculado los aborígenes.

—¿Y donde pisamos en este momento…?

—Calculo que dos metros cincuenta. —Sus ojos chispean maliciosos—. ¿Qué hay aquí debajo, amigo Samuel? ¿Un tesoro? Nada como la arena para enterrarlo. Será un dato intrascendente, pero tus zapatos no se han movido un centímetro desde que estoy aquí. ¿Qué pisan, qué protegen? Luego están esos tipos tan desesperados… —Está lanzado, es curiosa esta reacción—. Y si añadimos que no estás aquí como Sancho Bordaberri sino como Samuel Esparta… ¿Qué coño tenemos bajo nuestros pies? —Aprieta la boca en un gesto cómico—. Pero ¡chitón! Yo, a componer la playa. Conoceré las respuestas cuando lea tu novela.

Se divierte. Ni siquiera ahora baja la mirada a nuestros pies, también a los suyos. Esos pobres huesos quedarán al descubierto al cabo de un invierno más. ¿Qué sabe de ellos este ingeniero? Nada. Quisiera para mí su desbocada imaginación. De pronto ha dejado de interesarse por nuestros pies. Me invita:

—¿Vamos? —Y gira noventa grados y da un paso hacia la espalda de la playa. El paraguas ha dejado de cubrirme—. ¿O prefieres ponerte dramático haciendo de Jean Gabin al final de la película en que el inspector Maigret acaba de resolver un caso y avanza estoicamente hacia la cámara bajo un diluvio y sin paraguas? Es el hombre irreductible.

Apenas le escucho, se me acaba de cruzar una pregunta caída con las gotas de lluvia que tamborilean de nuevo contra el paraguas:

—¿Cuántos son?

—¿Eh?

—Esos hombres.

—¿Qué hombres?

—Los sedientos de arena que visitan al alcalde.

No tiene que pensarlo:

—Cinco.