Ama falleció hace cinco años. Resulta que no era inmortal. Koldobike, casada tres años antes, tuvo la delicadeza de esperar un trimestre para soltarme: «Ya estás libre. Ahora, a buscar novia». Creí advertirle un gesto de amargura. Cuánto preocupa a las mujeres el tema de novios y novias. Incluso ama me soltaba de vez en cuando: «En esta misma calle, dos portales más abajo, hay una chica muy mona que podría convenirte», o «la madre de Carmina, la de Alangos, me habla de su hija y de ti». Más de una relación se ha puesto en marcha con frases así. Y los de mi sexo hemos de tener mucho cuidado con el criterio de las madres sobre la belleza femenina, que no es de hombre sino de gallina clueca asegurando el futuro de su pollito. Mi atonía en este asunto llevó a ama a dejar bien afianzado el sacrosanto cafecoleche: cuarenta y siete minutos antes de exhalar su último suspiro, se levantó del lecho, se calzó las zapatillas y en camisón llegó a la cocina, conmigo detrás recordándole que no podía andar. «Mira bien para que no se te olvide», me pidió. Y, en mi presencia, ofició solemnemente la meticulosa hechura del café, me hizo una seña para que le diera un beso y regresó a su posición horizontal. Murió cuarenta y siete minutos después.
También solucionó mi desvalidez apalabrando con una mujer para que aseara en días fijos casa y ropa. Por las mañanas hiervo la leche que trae una aldeana hasta mi puerta, juntamente con el pan, y tomo la mitad con el café y sopas. A mediodía me siento en la taberna de Gervasio, al otro lado de la calle, a tomar su menú del día. Por la noche, repito el desayuno. Cuando mi hermana Elise, casada con el tendero de Berango, me visita y pregunta por mi supervivencia, le respondo: «El buey solo bien se lame».
Esta noche me someto al rito previo a mi nueva andanza. Saco del fondo del armario la funda de tela blanca gruesa donde esperan bien plegados y alcanforados la chaqueta y el pantalón, la camisa oscura y la corbata azul con motitas blancas, los zapatos negros y un sombrero traído por mi abuelo navegante. Es una suerte que sea invierno, pues sin la gabardina me siento desnudo. Aunque el tebeo ha vulgarizado este ropaje contra el crimen, ellos ya lo habían puesto muy alto.
Distribuyo este bagaje entre los pies de la cama y dos sillas, y me acuesto, aunque no para dormir: célula a célula, incorporo mi nueva identidad. No puedo velar mis armas antes de salir a deshacer entuertos porque nosotros no llevamos hierros.
La mañana es ventosa y he de fijar mi sombrero con la mano, ofreciendo a los escasos viandantes un espectáculo. Como llego a la librería antes de las nueve y media, yo la abriré. Sobre mi cabeza, en letras escuetas, un rótulo: LIBRERÍA BELTZA. Mientras busco la llave en mi bolsillo, hoy, para impregnarme, leo: SAMUEL ESPARTA, y debajo, INVESTIGADOR PRIVADO.
Está sonando el teléfono. Es Juana Ezquiaga, quiere saber…
—Sí, Juana, acepto el caso. Hablé con Higinio. Hay materia.
—No sé si alegrarme o no —me gime—, porque ahora pienso que destrozaremos una familia y yo soy muy amiga de sus cuatro mujeres…
—Pero el marido de una mató.
—… y además parece que suena a venganza… ¡Después de tantos años!
—¿Es que le perdonas lo que te hizo?
Silencio. Me imagino el chirrido de su engranaje cerebral.
—Entre Higinio y tú habéis arrojado al mundo la noticia de un crimen y no cabe volverse atrás. Las cosas se piensan antes, mujer.
—Soy una tonta —la oigo suspirar.
—Yo te comprendo.
—¿Mejorará el mundo si seguimos adelante, si sacamos fuera esta verdad?
—En los tiempos que corren el mundo no tiene remedio, se le ha ido a Dios de las manos.
No era mi propósito hundirla del todo.
—¿Qué nos queda, pues?
—La justicia. —En otra ocasión la palabra no me habría conmovido—. La defensa del débil —insisto.
—¡Adelante, Samuel! —exclama, curiosamente contagiada—. Ahora te llamas Samuel, ¿verdad?… Tengo que dejarte para ir a la compra y luego a confesarme con don Patricio.
—¿Confesarte de qué? —me alarmo.
—A lo mejor es pecado destrozar así a una familia.
—¡Juana! —grito—. ¡Ni se te ocurra! Esta es una investigación criminal, y toda investigación criminal ha de llevarse en secreto… mientras se pueda.
—Te recuerdo que hay algo que se llama secreto de confesión.
—¡Si hay secreto es que hay algo que ocultar y este algo es lo que hay que callar!… A propósito, la tarifa es cien pesetas al día más gastos.
—¿Cien? Más caro que un barco… En fin, todo sea por mi pobre Estebe.
En el momento de colgar hacen su aparición los rizos oxigenados de Koldobike, ayer color zanahoria, que su pañuelo verde se esfuerza por cubrir. Al tirar de él de una punta, estalla en todo su esplendor una cascada dorada.
—¿Qué hay? Con esas ropas pareces un buen tipo, jefe.
No espera respuesta mientras se despoja de su trinchera. Me ha venido con rebeca roja y falda de tubo escocesa que apenas roza por arriba sus rodillas compactas. Con ella es más fácil.
—Hola, muñeca —le saludo con soltura—. Estoy esperando tu informe local. Pasemos al despacho.
Solventa con disimulo las estrecheces de su falda al sentarse. Desde nuestro primer caso, los partes de Koldobike siempre han sido orales. Sabe mucho —pienso que todo— de las gentes de Getxo sin levantar los tejados. «Tú no pareces de este pueblo», me suele decir. Quiero a Getxo y a todo su vecindario, haría mucho por él y supongo que, en alguna medida, lo habré demostrado…, aunque no me seducen los chismes que genera el mero vaivén de sus vidas. No obstante, una investigación criminal consiste en desnudar intimidades y ocultaciones. El primer capítulo de cada caso me lo soluciona Koldobike.
—Vayamos al núcleo del asunto —empiezo—: cuatro sospechosos con esposas e hijos. Cuatro apellidos que, sin duda, suenan de viejo en Getxo: los Barrondo, Mugarte, Arzubialde y Pagoeta. Buenas personas, con sus vulgares flaquezas y pecadillos, hasta que uno de ellos comete un acto monstruoso que, por desgracia, no es aireado por radio macuto…
—Tanta filigrana quedará bien en una novela —me corta Koldobike mascando un chicle. ¿De dónde lo ha sacado?—. Sé cosas de todos ellos y ayer, en la peluquería, hice preguntas al aire y me enteré de más. La mujer de Sergio Barrondo, el hermano de Estebe, se llama Luisa y tienen dos hijos, llamados…
—¿En qué trabaja Sergio Barrondo?
—¿Te suena Paños Barrondo, ropa de caballero, en la avenida de Larragoiti? La tienda la heredaron del padre. Estebe era el sastre y Sergio atendía el mostrador. Le iba camelar a la clientela. Cerraron la barraca cuando los hermanos marcharon al frente. Sergio no la abrió hasta dos años después de la guerra.
—¿Año de su boda?
Koldobike consulta con el techo.
—En el 43. El primero de los cuatro en cansarse de esperar a Juana.
—Quizá era el único en saber que ni siquiera quedaba la esperanza de que Estebe regresara algún día para decirle: «Lo nuestro se acabó», y ella volviera a pintarse los labios.
¿Quién de las dos se indigna, Koldobike o mi secretaria rubia?
—¡Estebe jamás habría hecho eso! Algunos no están fabricados para entender estas cosas…
—Más.
—Jokin Arzubialde se casó en el 45… casi con seguridad. Entrar en el Banco de Bilbao y casarse con Andrea todo fue uno. Para todos los Arzubialde ese banco es su nido. Su Andrea no le ha dado hijos. La cuadrilla llama «Patata» a Jokin por su nariz.
—Otro.
—Xabier Pagoeta, en el 50, con Catalina. Lo pensó más. Estudió ingeniero para entrar en Altos Hornos. Hijo e hija… Y el último: Peru Mugarte. También estudió ingeniero, como Xabier, y habría tenido tiempo de estudiar varias carreras, pues dio el sí en 1956…, si no me equivoco.
—Seguro que no te equivocas —le animo.
—Tienen cuatro hijos y trabaja en la Junta de Obras del Puerto.
—Cabe pensar que este último, Peru, fue quien más amó, más profundamente; al menos, más tiempo…, ¡diecisiete años a partir de la guerra! También podría significar que resistió cuanto le fue posible antes de echar por la borda el tremendo precio que había pagado asesinando. Esperó hasta que ella rebasó los cuarenta y la vio adquirir el aura gris de las que aceptan el estado de birrocha sin esperanza.
El doble ding-dong de la campanilla saca a Koldobike de mi despacho después de extraer el chicle de su boca y pegarlo bajo la mesa. No se deshace abruptamente de la muchacha somnolienta que le ha pedido veinte cuadernos rayados y tres archivadores para la academia Cervantes. Que lo apunte. «Qué guapa estás», le obsequia la muchacha al despedirse.
Koldobike se muestra incómoda al ocupar su silla.
—Un viejo averiado se pone a largar y todos bailamos. ¿Y si lo ha soñado, si ha montado este zurriburri mezclando recuerdos de la guerra con la leyenda de Juana Ezquiaga? Y la culpa puede ser de la playa, que está desapareciendo, y el miedo de los bañeros a quedarse en paro.
Aprovecha un respiro para recuperar su chicle.
—No tiene sentido que acudiera a Juana, más interesada en sacar arena de esa fosa que en reponerla.
—¿Cómo entrar en la lógica de un playero de más de noventa años? Querrá que el Ayuntamiento se ponga de una vez manos a la obra.
—¿Qué obra?
—Traer arena de playas vecinas para la nuestra, jefe. Todos sabemos que es la gran solución. Así que el Ayuntamiento no ha tenido más remedio que empezar a ocuparse del problema. Pero ¿sabes lo que te digo? Que se le irán los años estudiándolo.
—Espero que no.
—¿Dónde vives, jefe?… Mira, lo único que se me ocurre sobre Higinio es que no se atrevió a presentarse al alcalde para decirle que en Arrigunaga hay enterrados muertos de la guerra. Esperó que lo hiciera Juana.
—¡Absurdo! Nuestro Ayuntamiento fascista perdería el culo para traer arena y enterrar aún más esos crímenes.
Koldobike se acaricia un rizo.
—Precisamente, lo que buscaba Higinio.
—El jodido viejo.
—Sí, el jodido viejo que ha puesto en marcha tu novela. Demasiado revoltoso para sus años. De un tipo así se puede esperar que los falangistas en la playa, la fosa con muertos y la carretilla con Estebe Barrondo encima sean tejemanejes suyos.
—El chico desapareció esa misma noche…
—También los nueve de la fosa.
—No desaparecieron, los sacaron de sus casas a la vista de las familias. Era el terror. Cuando salga todo esto, algo tendrán que decir las nueve familias. Aquí no hay misterio.
—Escucha, jefe. —Koldobike se muestra muy calma—. Coge con pinzas el silbido particular de los cuatro Cupidos. Es lo único que tienes y no es de fiar. Comprendo que resulten más atractivos solo cuatro sospechosos que la nómina de todo Getxo. Los lectores juegan mejor en una lotería de cuatro que de cuatrocientos. Y lo mismo el autor de la historia.
Saco el pañuelo para sonarme innecesariamente.
—Es un buen caso, lo huelo. He aprendido algo al novelar recurriendo a la realidad. —Parece que le interesa—. Al imaginar, el autor ya está creando un lenguaje, un estilo, un espejo de lo imaginado…, porque todo queda en casa, todo es uno. Por el contrario, la realidad es árida y pelada, sin lenguaje que transmitir. La realidad solo me proporciona ideas, no lenguaje ni estilo, pues las ideas no provienen de un cultivo propio, el equipo nace roto y hay que conjuntarlo. Es algo que no me atormenta, pienso en ello un par de veces al año… Y no sé a qué venía este desvío.
—Siempre me han interesado tus recovecos.
—Has mencionado el mote de Jokin, Patata, y me han venido recuerdos de mis catorce o quince años. Había perdido la pista de él y de sus amigos, incluso de Juana… Sí, aquellos veranos de antes de la guerra… Ellos tendrían veinte años o poco más, y yo, a pocos metros, les veía jugar y embromarse. Se tumbaban en la arena con chicas y se bañaban con ellas. Solo tenían media docena de años más que yo, pero me parecían dioses…
—¿Y Juana?
—Cuando llegaba ella, las otras desaparecían. Al que más recuerdo es a Patata: espigado, no alto, silencioso, su respetable nariz justificaba lo de Patata. Era simpático ver cómo lo aceptaba con media sonrisa, en un claro signo de amistad. Yo envidiaba lo unidos que estaban… Bueno, y esa cuadrilla fue la gran protagonista del último desfile en nuestras fiestas de agosto de Bilbao, el que precedió a la guerra. La mejor carroza rodante fue la que presentó la cuadrilla de Patata: medio desnudos y embadurnados de negro carbón, simulaban caníbales danzando alrededor de una enorme olla con un explorador dentro. Naturalmente, el explorador era Patata… Sí, eran otros tiempos.