3
Un cadáver en carretilla

Se me han ido las horas con Juana Ezquiaga. Tampoco la librería exige demasiada atención, y menos por las mañanas. He despedido a mi patrona en la puerta y regresado a mi despacho. ¡Y qué bomba me ha traído! Pero no es ella sino Higinio Sanjuanena quien sostiene sus inesperadas revelaciones. Aunque no me la imagino inventándose una mentira tan verosímil, un crimen apasionante, un caso tan atractivo al que ningún investigador en sus cabales le daría la espalda. ¡Resucita nuestra maldita guerra! El mismo terror vivido entonces ha enmudecido al bañero a lo largo de treinta y cinco años. Y continuaría mudo si la playa no estuviera a punto de destapar lo que esconden sus tripas. Sencillamente, Higinio no ha resistido más.

—¿Tienes mal?

El rostro de Manuel asoma por un borde del biombo.

—No, no tengo mal, no me duele nada. ¿Qué hora es?

—Las doce y veinticinco.

Higinio estará comiendo. Las familias de extracción obrera se rigen por horarios fabriles. Si yo tuviera delante a Koldobike en vez de a su sobrino, le preguntaría cuál es el número de su casa. Sé que es en la calle Abasota, que muere, precisamente, sobre un monte de la playa. La encontraré. Si el bañero da por buena la historia de Juana, me lanzaré. Ni el escritor con más imaginación ha tenido nunca entre manos una historia como esta. Temo que la versión de Higinio rebaje tanta excelencia, pero demostraría las dotes inventivas de Juana. Mi imaginación nunca me ha proporcionado algo tan rico. Juana Ezquiaga podría escribir buenas novelas.

Me levanto, doy un par de instrucciones —la primera, que cierre bien al salir—, cojo el tabardo del perchero, en la puerta me cruzo con un joven gafoso y espero:

—¿Tienen ustedes algo de Dashiell Hammett?

Escuchar Samuel Esparta no me habría causado más ilusión.

Pregunto por la casa de Higinio Sanjuanena. Me la señalan, pues carece de número. La veo ahogada entre dos edificios nuevos de cuatro alturas. Así van desapareciendo los ladrillos del viejo Getxo. Es una casita de planta, encalada y de puerta y ventanas en maderamen azul.

Para todos nosotros, Higinio y la playa fueron siempre una misma cosa. Cuando, hacia 1900, el Ayuntamiento cayó en la cuenta de que Arrigunaga necesitaba atender el incremento de bañistas, creó el puesto de bañero, fue Higinio quien lo estrenó. Le construyeron un chamizo de tablas donde guardar los toldos, las sombrillas y las hamacas de lona plegables, que alquilaba o simplemente guardaba a sus dueños; las ya olvidadas y aparatosas sillas de paja, semejantes a féretros verticales, quedaban fuera encadenadas una a otra, a salvo de hurtos y vendavales. Las jornadas de la familia eran de sol a sol, comiendo al mediodía de las tarteritas que se bajaban. Perdió a dos de sus tres hijos en la guerra, y el sobreviviente, Serafín, heredó el cargo en la década de los cuarenta. Como ni al pisar la ardiente arena del verano los Sanjuanena se inmutaban, llegamos a sospechar que sus plantas eran de cuero; lo que resultaba evidente era la semejanza que iban adquiriendo con los patos.

Golpeo con la aldaba una puerta sólida con relieves. Una radio deja de sonar. Me recibe un rostro de mujer madura con el moreno perenne e inconfundible de la familia. Mis precarios recuerdos la identifican como Isabel, la esposa de Serafín.

—Buenas tardes. No sé si es buen momento para hablar con Higinio.

Tarda en reaccionar. Seguramente, todos los momentos son malos para hablar con su suegro. Pero, al cabo, sonríe.

—Hola, Sancho Bordaberri, el librero. Te conozco. Pasa.

—No quiero molestar. No sé si Higinio…

—Por aquí anda. Pasa, pasa.

De pie en un comedorcito pequeño oigo pasos inseguros en el pasillo antes de la vacilante aparición de un anciano corpulento con rasgos dignos de interés, pero cuya expresión temerosa centra mi atención.

—Ayer le hablé a ella y hoy te presentas tú. Anoche no dormí preguntándome por qué abrí la boca.

He de acercar una silla al señor de la casa. También recibo la señal muda de cerrar la puerta, y obedezco antes de sentarme. Queda entre los dos una esquina de la mesa. Tendrá bastantes años, más de noventa, y conserva lianas de pelo blanco que le caen a un lado y otro de la cara.

—Alguna vez había que empezar a hablar de todo aquello —digo.

—De todo aquello —repite sordamente—. Pero ¿por qué yo y ahora? Llevo muchos años deseando no haber visto nada.

—El mundo debe saber lo que ocurrió.

Sus ojillos vidriosos me miran con un convencimiento de décadas.

—Pero no ahora, no todavía. No todavía —repite, y mueve la cabeza con esfuerzo, como si le pesara—. Callé entonces lo que vi. Lo he tenido dentro todos estos años y ha sido lo mejor. Ellos —su cabeza se vuelve a medias hacia un lado— no saben nada ni quiero que sepan. Sería traer de nuevo aquella guerra. —Se yergue hasta poner su tronco vertical—. Sin embargo, he abierto la boca. —Se golpea la frente con el puño cerrado.

—Ella te lo agradece, ahora ya sabe qué fue del novio que desapareció. Ha vivido treinta y cinco años en la oscuridad.

De pronto, parece que me descubre por primera vez.

—¿A qué has venido? ¿Qué te va a ti en todo esto?

—Acabas de destapar un crimen y Juana Ezquiaga me ha pedido que descubra al que lo hizo, es decir, al hombre de la carretilla. Es lo que viste, ¿no?

De su respuesta depende si me tomo esto en serio. Higinio se queda con la boca medio abierta. ¿Le asusta lo que va a salir bajo la alfombra que ha levantado? Afirma pesadamente con la cabeza.

—Así es —dice—. Ella te ha dicho lo que yo le dije, que es lo que vi… Pero ¿por qué se complican tanto las cosas? Solo he querido que la mar no se lleve los huesos de nuestros diez muertos.

—La playa se vacía de arena —asiento.

—¡Nunca había pasado! —exclama—. De año en año van saliendo de abajo nuevas peñas, costillas nunca vistas, el nivel de arena va bajando y bajando, y seguramente solo faltan palmos para dejar al aire esos huesos, y entonces la mar también se los llevará con la arena… ¡Y yo los conocía a todos!

Saca un pañuelo verde del bolsillo de su pantalón de pana y se lo pasa por el rostro, quizá secándose también alguna lágrima.

Hay algo que no encaja.

—¿Sabías quiénes estaban en la fosa?

—¿Cómo iba a saber? Luego, sí, ya supe, en los días siguientes, cuando me puse a preguntar por los paseados aquella noche…

—Incluyendo a Estebe Barrondo…

—No, por ese no tuve que preguntar, me llegó su nombre cuando lo miraba todo sin respirar.

—¿Quién lo nombró?, ¿por qué?

—Los azules preguntaron al de la carretilla.

—¿Y él contestó «Estebe Barrondo»?

—Sí, pues. Me llegó muy claro. Era una noche quieta.

El silencio es aprovechado por Higinio para cambiarse a otra silla desde la que poder apoyar sus brazos en la mesa.

—Hubo, pues, dos tiempos —construyo.

—¿Eh?

—Dos partes muy diferenciadas. Un acto central y otro añadido a última hora. —Toso un par de veces para poner mi garganta a la altura de mi excitación—. La voz que pronunció «Estebe Barrondo» no era de los falangistas, sino de alguien posiblemente conocido por ti. Antes de preguntarte si reconociste esa voz, te preguntaré si ellos le exigieron que se identificara.

¿Por qué tarda tanto en responder?, ¿no ve mis ojos comiéndoselo?

—¿Quién sabe? —suelta por fin—. No lo oí, o no me acuerdo. Allí pasaban cosas que a mí no me llegaban.

—¿Cómo que no se lo pidieron? Era de rigor… ¡Se lo tuvieron que pedir!

—¿Cómo lo sabes si no estabas allí?

—¡Era una elemental exigencia policiaca, castrense, patriótica! ¡Eran los dueños absolutos de aquella noche! No aceptarían sin más ni más el regalo de otro muerto que les servían en bandeja sin saber quién era y de quién venía. ¿Les confesaría «soy Fulano de Tal»?… Muy arriesgado, no estaba el momento para descuidos… Hemos de pensar que si no te llegaron las palabras, no fue porque sonaran muy bajas para tus oídos…, sino porque no se pronunciaron. Nuestro hombre sorteó el peligro. Si su nombre era recogido por aquellos cinco sujetos, no podría dormir tranquilo el resto de sus días. Se las arregló de algún modo. Seguramente es tan listo que incluso se adelantó a que un impertinente como yo se pusiera a preguntar a un playero como tú qué nombre oyó aquella noche.

—Ni él ni ellos ni nadie supo que yo estaba en la playa —asegura Higinio con calor—. Por eso estoy vivo.

—No me hagas caso, a veces hay que disparar por elevación… De modo, amigo, que solo nos queda la voz.

—Era ronca.

—Otra prueba que él nos roba: la enturbió.

—Sí, era listo.

Contemplo al hombre que tengo delante: Higinio Sanjuanena, el bañero de Arrigunaga de toda la vida. Tentado estoy de mirar bajo la mesa por ver si sus pies palmeados de pato caben en alpargatas o zapatillas corrientes. En los días con más trabajo le ayudaban la madre y tres hijos; uno, después de la guerra. Buenas personas, quizá por su contacto persistente con la inocente arena. En más de una ocasión se vio a Higinio lanzarse a la mar al rescate de algún bañista en apuros, practicarle su particular lavado de estómago, y al final señalar la arena a su lado empapada de una papilla verdosa, y oírle mascullar: «Pimientos. Se tiran al agua sin hacer la digestión de los pimientos. Todos los que saco echan la raba con pimientos».

—Treinta y cinco años con la boca cerrada —murmura—. Nunca te acostumbras. Tenía que contárselo a Juana Ezquiaga antes de morir. Ahora ya está.

—Y es el momento de que me lo escribas desde el principio.

—¿Escribir? —se asusta.

—Pasarme más detalles, todos los detalles… Regresabas por la playa después de una pesca y, de pronto, los descubriste en la noche… No sabes qué importantes son los detalles en una novela policiaca.

—¿Novela policiaca?

—Olvídalo. Preocúpate de no dejar nada en el tintero… Cierra los ojos y regresa al año 37. Son muchos años para recordar las cosas pequeñas.

—Tranquilo, no parecen muchos años, aquello me vuelve noche tras noche. A veces, salto de la cama para ver el año en el calendario de la cocina. Es malo tener tanta memoria.

—Lo malo es morirse sin contarlo. Habría que ir casa por casa recogiendo estas historias mientras estáis vivos. Algún día se podrá hacer.

—¿Para qué? Lo pasado, pasado.

—Pues a ti no se te ha pasado tu historia.

—Por eso sé que es malo.

Le veo cansado, pero no puedo permitir que, en los días que medien hasta la nueva entrevista, se enconche en el silencio. Ya no sería por miedo sino por empezar un nuevo tiempo.

—Juana Ezquiaga sabrá lo que hacer —le oigo—. Buscará a las nueve familias que perdieron un pariente aquella noche y que tendrán bien marcada en el calendario. Yo le podré ayudar.

—Lo que ella necesita es saber quién mató a su Estebe. Por eso vino a mí. —Me mira con incredulidad y agradezco que no me confiese su pensamiento—. Y, para trabajar, necesito detalles… Regresabas de una pesca nocturna con tu gancho y el saco con el pulpo y, quizá, un pequeño congrio sorprendido por la bajamar en su cueva…

—¿Cómo sabes que levanté un congrio? —se asombra.

—Ahora lo sé. Enhorabuena por tu buena pesca.

—¿Estos son los detalles que quieres?

—Los quiero todos. Escondida entre ellos está la bomba.

Respira hondo no menos de cuatro veces y se atusa con la mano las hebras blancas de su cabeza. ¿Duda entre hablar o mandarme a paseo? No. Son los detalles, ignora dónde guarda los importantes.

—En el saco iban también cinco eskarras grandes y dos sabayos. —Ha puesto en marcha su disco—. El agua había empezado a subir. Una noche, sí, quieta, quieta. Yo venía de las peñas de Abasotas. Y allí estaban, con un par de linternas encendidas y echando juramentos por la boca. ¡Cómo ponían a los que cavaban con palas abriendo su tumba en la arena! Ellos no daban golpe, parecía que la arena les quemaba la suela de los zapatos porque se movían de un lado a otro con sus pistolas en la mano.

—¿Qué hiciste?

—¿Qué iba a hacer? Aplastarme contra la arena, rezar para que no me vieran, porque tardé en darme cuenta de lo que tenía allí delante. Al cabo de un tiempo supe cuántos abrían el agujero y cuántos los matones: nueve y cinco.

—¿Había nueve palas?

—Había tres. Los otros seis, arrodillados para sacar arena con las manos. Hacían turnos. Alguno lloraba pidiendo que no los mataran. Eran hombres y no sé cómo te suena, pero te diré que yo también creo que lloraba.

—No hubo improvisación, los verdugos se habían hecho previamente con esas palas.

Higinio limpia de sus ojos la humedad de los viejos.

—Sí, eran de uno de ellos, Felipe Gojenola. Lo supe cuando en los días siguientes oí cómo se lo habían llevado de su caserío con las tres palas que le hicieron sacar de la cuadra. Las tiraron al agua después de que el de la carretilla tapara la tumba, él solo, aunque había dos palas más: ellos solo miraban.

—El individuo de la carretilla, el sujeto misterioso. Por favor, no te salgas de él… ¿En qué momento apareció?

—Justo cuando les daban el tiro de gracia. Como si hubiera estado esperando en las sombras.

—Es que estuvo esperando en las sombras —aseguro, indignado.

—Lo primero que oí fue el huic-huic del eje de la rueda, y ellos también lo oyeron, porque se dieron la vuelta con las armas que aún estarían calientes. Y allí que aparece el tío de la carretilla con un cuerpo doblado en ella. Los azules también se quedaron de una pieza. ¡Alto, alto! ¿Quién eres?, ¿qué coño haces aquí? Y él dice: ¡Arriba España! Y les dice que traía a un rojo separatista del batzoki de Algorta del PNV. Estaba escondido en su casa, lo he cazado en el patio de atrás. Y dijo: Os lo regalo, ¿puedo echarlo encima de esos?

Me cuesta digerir que uno de mis cuatro sospechosos hiciera eso. Conque ¡Arriba España!, y es seguro que con el histerismo de rigor. La guerra acudió en su ayuda.

—¿Y lo arrojó sobre los cadáveres?

—¡Ploff! Un ruido que me viene por las noches. Cuerpo contra cuerpos, como sacos de patatas.

—Se acercó a la fosa y volcó la carretilla. Las linternas seguirían alumbrando… ¿Ni un solo haz de luz cruzó su rostro? —Higinio niega solemnemente con la cabeza—. ¿Ni siquiera le exigieron que se identificara?

—¿Para qué? Eran camaradas, unos y otros mataban rojos. Pero, sí, les dio su nombre. —Dejo de respirar—. Tan bajito que no lo oí. Como si supiera que yo también estaba en la playa.

—¿Ni una sílaba?

—¿Eh?

—Olvídalo, porque les daría cualquier nombre. —Me desespero—. Pero algo recogerías de él: su voz, sus ademanes, si era joven o maduro, su ropa, si estaba nervioso o tranquilo…

—Tranquilo.

—… si era alto o bajo.

—Sí, abultaba…, me parece.

—… si por el tono de voz, movimientos de su cuerpo y brazos, escupitajos al suelo, o demonios…, algo de todo ello te recordara a alguien del pueblo.

—Tú tendrías que haber estado allí, no yo. Tú, que eres policía.

Me levanto para mirarle desde arriba.

—Suéltalo todo de una vez, el gran secreto.

—Yo no guardo ningún secreto.

—Sabes quién es el criminal, pero el miedo… ¿Miedo a qué o a quién? Entre nosotros no debe haber miedo. Ya, no.

—Era un hombre con una carretilla, no sé más —dice Higinio secamente.

Vacío mis pulmones con un suspiro desconsolado. Regreso a mi silla.

—¡Lo tuviste ante tus propias narices! Es lo que no se me quita de la cabeza. Un nombre, Higinio, y te dejo en paz para siempre. —Creo que es el momento de pasar a otra cosa—. Luego, esgrimió una pala… ¿Cómo lo hizo?, ¿era un trasto familiar para él?

—Cubrió la tumba de arena.

—¿Pero le costó, sudó, no era un trabajo habitual? —Sin duda, es el momento de pasar a otra cosa—. ¿Podrías señalar el lugar exacto de esa tumba?

—Más o menos… En línea con mi caseta, veintidós pasos playa abajo. —Se aplica un dedo a su frente—. Lo tengo aquí.

—¿Los mediste entonces, al quedarte solo?

—Se fueron todos y yo allí quieto varias horas, porque las piernas no me respondían. Luego, a casa, a no dormir en toda la noche. A la madrugada, temprano, vuelta a la playa aún de noche. Todo estaba igual, la arena removida y también la carretilla.

—¿La carretilla?

—Estaba casi encima de la tumba, marcándola.