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Un silbido de muerte

He devuelto a Juana Ezquiaga a mi despacho y de nuevo estamos sentados a uno y otro lado de la mesa. Ignoro si Manuel ha servido algo al cliente. Sí, conozco bien a Higinio Sanjuanena, un hombre serio y de pocas palabras. Un tipo fiable. Solo por él he regresado al principio de este asunto. Aunque necesito algo más para aceptar el caso. De pronto, me he sorprendido registrando cuidadosamente hechos y palabras con los que podría arrancar la posible novela.

—Debo conocer algo más —digo—. Será mejor que te quites el abrigo. —Lo hace sin apenas moverse y lo extiende sobre sus piernas. En sus bonitos ojos azules leo una contenida excitación—. ¿Quién era Estebe?…

Sus pulmones se vacían en un desfallecimiento.

—Mi amor, mi único amor… En los tiempos que corren y a mis cincuenta y tres años suena a novela romántica, pero mi corazón es el mismo que el del 15 de abril de 1936, cuando anunciamos nuestra boda. ¿Por qué no nos casamos al día siguiente saltándonos amonestaciones y demás chanfainas? ¿Cómo sospechar que la guerra me lo llevaría para siempre?

—¿Te refieres a los falangistas? No entran en mi especialidad.

—Esta vez no fueron ellos.

—Tanta seguridad me hace suponer que sabes…

—Uno de los cuatro. Sus amigos de toda la vida. En estos treinta y cinco años he creído en el dolor de cada uno de ellos, pero había un traidor. —No tiene necesidad de pañuelo, sus ojos están secos—. Búscamelo.

—Ejem… —Puede tratarse de alucinaciones, que se vea rodeada de sospechosos tras el impacto de las palabras de Higinio—. Falta algo. Un motivo. Un crimen no se comete sin…

—El amor —suspira sin efectismo—. Los cuatro también me amaban. Estebe y yo lo sabíamos. Eran chicos estupendos. ¡Pero yo no podía casarme con los cinco!

Me la imagino a sus veinte años, una belleza mimada por cinco varones entregados. Aunque ella ya había hecho su elección… Bueno, suponiendo que todo ello no sea un sueño… Ah, no, recuerdo haber tenido noticia de una Juana enamorada de uno y de cinco enamorados de ella. Mi difunta ama y mi hermana Elise hablaron en casa del maravilloso cotilleo.

—Es una buena razón —acepto sin reservas—. Crímenes por amor y sus variantes de odio y celos.

No me ha oído. Se pone en pie tan ausente como si hubiera retrocedido a ese pasado, y esquiva el biombo para dar unos pasos por la librería. Sus dedos rozan sin interés algunos lomos. Se vuelve hacia mí.

—Me siento rara. He salido de casa sin desayunar.

—¿Cuándo estuviste con Higinio? Ayer, supongo.

—Sí.

Me levanto y voy hasta Manuel para encargarle café con leche y un bollo del bar.

—¿Te gusta leer? —pregunto a Juana sin mala intención.

—¿Leer? —se asombra—. Aún puedo leer las nueve cartas que Estebe me mandó desde el frente. Al principio las leía todos los domingos a la hora de nuestras citas de las seis de la tarde y hoy aún las leo en mis horas más bajas. Se me desmigan ya entre los dedos.

Aprovecho el silencio para regresar a mi pregunta anterior:

—¿Algún libro?

Parece despertar.

—¿Tienes algo de Lafuente Estefanía?

—Mira en los kioscos.

Se deja conducir a su silla y yo ocupo la mía.

—Ya no moriré ignorando qué fue de él —musita—. Porque estaba escondido en mi casa y en la noche del 22 de julio desapareció. Le llamaron de la calle con el silbido que usaban ellos, salió y nunca más le vimos. Nunca más. ¿Qué le hicieron y quién lo hizo?

—La guerra estaba en su apogeo, era un tiempo en que pudo sufrir cualquier atentado. —Sus ojos despiertan para lanzarme dos rayos—. Sí, sí…, pero escucha: esa pregunta te la hiciste durante muchos años, pero acabas de hablar con Higinio Sanjuanena y todo queda centrado en los cuatro.

—Me gustaría creerte, amigo, pero no me trates como a una pobre tonta. ¡Olvida la odiosa guerra y a los malditos falangistas! Si eres un policía tan ciego buscaré a otro.

—No soy policía… Y escucha: considero la reducción a esos cuatro una pista muy razonable a seguir, pero no me comprometeré sin tener antes una charla con el bañero… No es nada personal. Tu historia es muy interesante, tanto, que no me extrañaría que ya la estuviera escribiendo.

—No estás escribiendo nada —gruñe ásperamente.

—Olvídalo, son cosas mías… El caso es que tu novio salió de casa al oír el silbido…, ¿uno especialmente particular? ¿Quién de los cuatro lo llamó? ¿Le interesabas tanto a cada uno como para matar por conseguirte? —Surge en su rostro una pálida tonalidad rosácea—. Bueno, el caso es que esto ya empieza a sonar como una novela.

—Me importa muy poco cómo te suene.

—¿Te amaban así? —insisto.

—Al menos, uno.

—Dejemos a Estebe a un lado.

—De acuerdo, Estebe es aparte.

—Sin embargo, en un principio formaría con sus cuatro amigos en la línea de salida.

—Lo elegí a las primeras, aún muy jovencitos. Y él lo sabía.

—Luego, aquella noche, os quedasteis sin él, tú perdiste ese amor, y ellos, los cuatro, se libraron del rival. No solo se libró el criminal sino los otros tres… Supongo que entonces no estaba tu ánimo para advertir en alguno de ellos algo así como la prisa del cazador por cobrar su presa. Haz un esfuerzo por recordar.

Retumba dos veces la campanilla de la puerta al abrirse y cerrarse. Son dos alumnas de las trinitarias. ¿Por qué tarda tanto Manuel? Las atiendo yo. Quieren sendas gomas de borrar. No me haré rico en este negocio, pero sobrevivimos gracias a que, hace años, por iniciativa de Koldobike, incorporamos la sección de papelería, es decir, estas dos gomas de borrar.

Regreso y es como si Juana no hubiera notado la pausa.

—Sucedió hace demasiado tiempo —se excusa.

—Bien…, ¿y qué me cuentas de los casorios? ¿Queda hoy alguno soltero?

Parpadea. Creo que apenas le ha preocupado esta circunstancia.

—Todos casados —afirma con indiferencia.

—¿Quién casó el último?

—Peru Mugarte, en 1956 —certifica como un secretario de juzgado. Sonríe—. Pero es una tontería lo que piensas.

—La soltería más prolongada expresaría más amor, más esperanza ¿Son razonablemente felices en la actualidad?

—Siguen con sus mujeres. Tienen hijos. Su mundo no se ha parado. Me invitan a sus casas por la Inmaculada y algún cumpleaños… ¡Fuimos tan amigos! ¡Y pensar que uno de ellos…! Jamás lo había sospechado, pero lo pienso ahora y se me cae el mundo.

Los campanillazos anuncian ahora a Manuel con el café y el bollo, que deposita en nuestra mesa. Me alejo de Juana, por si prefiere la intimidad. La prefiere.

Aún están sin tocar los envíos de la víspera de las editoriales. Es sorprendente la regularidad con que hay que pedir Cien años de soledad, casi tanta como devocionarios. La vida no es como aparece en Cien años, la vida es como la cuentan Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Me alegra que no vean lo mucho que vende García Márquez y lo poco ellos. Para compensarles, reinan en mi Sección Especial para gloria del género negro.

Regreso al oír el choque de la taza vacía contra el platillo y su espalda se abandona al respaldo de la silla. Llevo una pregunta pero…

—Higinio Sanjuanena tendría que haber hablado mucho antes, mucho antes —oigo a Juana.

—Ah, sí, claro… —Ocupo mi sitio. El bollo está intacto—. Me gustaría saber…

—Puedo repetir, palabra por palabra, lo que me dijo… Solo había tres palas y los nueve infelices se las pasaban unos a otros para abrir su propia tumba, mientras los falangistas los insultaban y se reían de ellos. Higinio calculó que tardarían…

—Espera, espera… Te tengo ahí sentada a ti, no a Higinio. Lo que sea, que me lo cuente él mismo. Así deben ser las cosas… ¿Puedes decirme por qué estaban los cinco en Getxo si el Ejército vasco se había rendido en Santoña?

—Fueron reclutados por las quintas y formaron parte del batallón Sabino Arana. Su último combate fue en el monte Archanda, ya a punto de caer Bilbao. Acordaron no seguir a los batallones en la retirada. Desertaron y se escondieron. Así de sencillo.

—¿Dónde se escondieron?

—Días después de la caída de Bilbao, apareció en mi casa el hermano pequeño de los Barrondo, José, de nueve años, a decirnos que Estebe y su hermano Sergio estaban escondidos en su propia casa, que nadie lo sabía y que guardásemos el secreto. El pobre Estebe quería tranquilizarme. ¡Pero era una locura, pues al primer sitio adonde irían a buscarlos sería a su casa! Me fui al día siguiente a traerme a los dos a la mía. Tuve que convencer a la familia. Los Barrondo aún viven en la avenida de Larragoiti, a un paso de mi portal. No tenían trazas de haber pisado una guerra. Habían quemado los uniformes y José había tirado sus armas al mar. Estaban guapos, limpios, afeitados y comidos. A los gudaris del PNV los cuidaban mejor. Estebe y yo nos abrazamos y besamos ante el susto de toda la familia. Por la noche pasaron de su casa a la mía. ¡Qué recuerdos! Viví veintitrés días increíbles. —Cierra los ojos trasladándose al pasado, y al abrirlos añade—: Y lo que tuvo que pasar lo hicimos muy bien, con poco escándalo, el justo, una hora en las siestas, librando los domingos por lo de la misa de mis padres… ¿Cómo lo tomaron? Pensarían que eran cosas de la guerra.

Respeto unos segundos la mirada perdida de sus ojos.

—El 22 de julio llegaría demasiado pronto para ti…

—Te juro que me avergonzaba de estar dando la bienvenida a la guerra… El silbido sonó entre nueve y diez de la noche…

—¿Dónde estaban los otros?

—Xabier Pagoeta no había querido pasar de Apatamonasterio, en el Duranguesado. Forzó la puerta de un viejo caserío abandonado y se encogió bajo una pila de paja de la cuadra. Pero antes de quince días ya había hecho la primera escapada nocturna a mi casa.

—Y no le haría ninguna gracia el rostro radiante de Estebe.

—Algo ya vería… Charlamos todos, la guerra da para muchos temas, y le pedimos que no se arriesgara saliendo de su agujero. Nos hizo caso a medias: poco después, la segunda visita, y alguna más. Era un loco. En Apata estaba bien, le pasaban comida los vecinos.

—Pasemos a otro —le invito.

—¿A que no te imaginas dónde se metió Peru Mugarte? ¡En una cueva del Serantes! Así tenían que andar entonces los chicos para salvar el pellejo. Jokin Arzubialde eligió Getxo, el piso de su familia en el Cruce de Venancios.

Descansa. Le acerco el platillo del bollo y se decide a cogerlo.

—Bien, ya tenemos a los cuatro ocupando posiciones en el escenario —digo. Juana mastica sin ganas un trocito de bollo—. Hablemos ahora del silbido…

No me hace caso.

—Ellos no se pudrieron como otros topos. Fueron saliendo de sus agujeros a partir de 1943.

—Franco aún seguía fusilando presos.

—Tuvieron suerte. No les tocaron. Durante meses se movieron de puntillas. No tenían delitos de sangre, nunca se habían significado políticamente. Si tomaron las armas fue obligados por las quintas. Reanudaron su vida tras el parón de esos años. Desaparecido Estebe, Sergio continuó en mi casa hasta el fin de la guerra y entonces pasó a la de sus padres y no se dejó ver hasta que decidió abrir de nuevo Paños Barrondo… con otro sastre. Peru y Xabier reanudaron sus estudios en Ingenieros, y uno entró en Obras del Puerto y el otro en Altos Hornos. A Jokin, su padre y su tío lo emplearon en el Banco de Bilbao, al que pertenecían de toda la vida. Los cuatro se casaron.

—Sobrevivieron al sobresalto y al miedo, se hicieron hombres y a la Juana de su juventud la verían muy lejos. Estas cosas…

Me corta secamente:

—¿Qué sabes tú? Por haber escrito algunos libros te crees muy listo… Aunque había pasado mucho tiempo quisieron recuperar el grupo, y de nada sirvió que les jurara que siempre sería una viuda. Y, bueno, me acompañaban. Eran los mejores chicos del mundo.

—Y lo seguirán siendo, estoy seguro. No tienen la culpa de que el tiempo haga de las suyas.

—Así es. Fui a las bodas de los cuatro.

Hago una seña a Manuel para que se lleve lo de la mesa. Ni un momento he dejado de pensar en el silbido de uno de aquellos cuatro devotos muchachos. Algo golpea mi estómago: ¡no serían cuatro sino tres! Uno de ellos, Sergio, el hermano, lo oiría igualmente por encontrarse en la casa. De modo que había dos arriba y tres abajo. Solo son tres los sospechosos.

—Bien, ejem, sonó el silbido… ¿Tú también lo oíste?… La llamada inconfundible. Había que bajar. —Espero rescatarla del aburrimiento por escuchar esa historia convertida en una rumia de treinta y cinco años—. Lo curioso fue que la llamada la atendiera Estebe y no Sergio, por ser Estebe, precisamente, a quien deseaba ver el criminal. ¿Qué habría hecho si se le aparece Sergio?, ¿matarlo y seguir silbando?

Juana parpadea de nuevo.

—¡Sergio no estaba!… Qué tonta, lo había olvidado. Estaba en la calle.

—Así que él también pudo silbar.

—Claro.

—Tenemos, pues, a los cuatro fuera de casa… Y llegamos al silbido… ¿Qué ocurrió?

—Espera, espera… —Cierra los ojos un instante—. A ver, sí… Estebe y yo estábamos con mis padres en el salón escuchando Radio Pirenaica cuando nos llegó el silbido.

—¿Lo oísteis a pesar de la radio?

Su rostro se despeja con una sonrisa.

—Tú también tienes que recordar. A los sordos había que repetirles lo que decía la radio. —Con puertas y ventanas cerradas, se bajaba tanto el volumen que vivíamos una clandestinidad muy activa—. Estebe salió al pasillo. Yo le seguí. Y el silbido por segunda vez. No había duda, era el silbido de ellos. Se cambió las zapatillas por los zapatos. Le pedí que no saliera. Getxo vivía bajo el terror de falangistas, que no descansaban. Jamás olvidaré sus palabras: «Es un amigo que me necesita». Me dio un beso y allá se fue. Hasta nunca.

—Te asomarías al balcón.

—Sí, pero ya había desaparecido.

—¿Ni siquiera te llegaron sus pasos…, quizá los de dos personas?

—Nada. Se lo tragó la noche.

—Se los tragó.

Juana se desmorona. Saca un pañuelo y se lo lleva a los ojos.

—¿Por qué no salí a tiempo de ver la cara de su asesino? —solloza.