No por ser invierno dejo de asomarme al acantilado dos veces por semana. Es un inagotable escenario natural, como tantos otros. Pero es el nuestro. Aun siendo Getxo tierra de marinos, muchos elegimos la mar solo para pasear y no vamos más allá de la playa. Es marzo y me azota una llovizna transversal de la que me defiende a duras penas el chubasquero.
Creo que mis adocenados cincuenta y tres años se sienten jóvenes arrostrando este reto —por otra parte, elegido— con ánimo tartarinesco.
—Cada día queda menos arena —oigo de pronto a mi espalda.
Es una voz de mujer. Me vuelvo y la veo enterrada en un grueso chaquetón amarillo con capucha de esquimal.
—Sí, arena —repito—. Este invierno la mar ha pegado duro a la playa y la…
—No lo bastante duro —me corta.
—Cuando la desnuden del todo nos quedaremos sin playa —protesto suavemente y algo asombrado. El medio rostro que puedo ver es de una intensa belleza madura, y al final de sus frases tiembla un quiebro de angustia.
—Una playa no es solo su arena, sino lo que oculta debajo.
Se sobrepone a este último declive de su voz con cierta entereza. ¿Quién es? ¿La conozco? ¿Tendría que conocerla? La naturalidad con que me ha abordado parece anunciar un nuevo despiste por mi parte. Su acento, su compenetración con el escenario transmiten cercanía, seguramente es un espécimen de Getxo que sabe de mí más que yo de él.
—Bueno… —le respondo vagamente a modo de despedida, dándome la vuelta e iniciando la retirada. No dejo de pensar en las palabras que ha dedicado a la playa. Los de Getxo hemos tardado en aceptar que la arena que se llevan los temporales del invierno es restituida solo a medias en las calmas del verano, algo así como un parco equilibrio de la propia naturaleza. Pero el incremento, invierno tras invierno, de piedras blancas como grandes huevos y de bloques cementados vertidos por la industria llevan años poniéndonos en alerta. El aviso de los expertos de arrasadoras corrientes transversales ha arrojado una insospechada responsabilidad culpable a los simples ignorantes enamorados de la playa.
Aunque no ponemos palabras a nuestro pensamiento, algunos, o todos, o yo solo, atribuimos esta resignación a la fatalidad, convertida en segunda naturaleza que arrastramos desde la guerra. ¿Cómo comparar la simple pérdida de una playa con lo mucho ya perdido? Nos limitábamos a contemplar el doloroso aspecto que ofrecía nuestro escenario de la infancia y a maldecir la industrialización.
¿Cabían soluciones? Era tema habitual en paseos y tabernas. Surgían maestrillos, tanto para bien como para mal. Los había tan apocalípticos que no daban un real por la playa. Los más nacionalistas argumentaban que nunca había sido tocada desde el principio de los tiempos y así debería seguir por respeto a la propia playa. Otros proponían tomar medidas; eran mayoría y también los más culpables por no ir más allá de las palabras. Creo que yo me encontraba entre ellos. Pero había unanimidad en que, cualquier solución que se eligiese, desbordaba nuestra capacidad de meros peones de base, era responsabilidad de las instituciones. Y, en este punto, más discusión: ¿Diputación, Ayuntamiento, Caja de Ahorros, el maldito Movimiento, Franco? Los expertos en corrientes transversales no solo eran del Ayuntamiento, sino que se les había visto recorrer la playa tomando fotos y apuntes en sus cuadernos. Así que, finalmente, sería el Ayuntamiento. Pero transcurrieron meses sin más gestos. Al cabo, aparecieron dos camiones, y sus volquetes depositaron sendas cargas de arena en una de las zonas más desarenadas.
—Así que han elegido esta solución —se dijo.
—Un parche.
—El invierno se llevará esos dos camiones y, total, bapez.
Pronto supimos de qué playa había sido robada aquella arena, cuando el Ayuntamiento de Sopelana puso el grito en el cielo y no hubo tercer camión.
En los veranos, las playas se llenan de veraneantes o de simples domingueros, cada ayuntamiento tiene la suya. Es dinero. Aquel fue el único intento por remediar algo. Nuestra Arrigunaga terminará en predio de gaviotas y su bautizo milenario nunca sonará más cierto: lugar de piedras.
A las nueve y media estoy abriendo la librería después de enviar un hola a Manuel, mi tímido dependiente. Es sobrino de Koldobike, quien me lo trajo al casarse hace ocho años, a sus cuarenta. La librería ya no es la misma, pero la vida es así. La abrí en 1940 en La Cadena, hoy avenida del Ejército, por donde entraron los italianos al conquistarnos. En todos los pueblos y ciudades de España hay una avenida del Ejército: fue el primer trágala de Franco.
—Hola —me devuelve Manuel, apartándose para permitirme llegar a la cerradura.
Manuel lleva sangre de Koldobike, aunque resulte difícil de creer viéndole actuar sin su garbo. En este momento, con la puerta ya abierta, se me queda mirando con una alerta petrificada en su expresión, al tiempo que suena una voz a mi espalda:
—No me preocupan los falangistas que enterraron en la playa a los nueve desgraciados, sino el asesino de Estebe Barrondo: su cadáver hizo el número diez.
Sé quién es antes de volverme: la mujer de La Galea, me ha seguido con sus silenciosas suelas de tocino.
—¿Sigues en activo, Sancho? —pregunta, y no espera respuesta—: Hace solo unos minutos he decidido contratarte… ¿Se dice así en vuestra jerga? —Y cruza entre los dos entrando la primera.
Manuel hace la estatua y con un gesto le indico que la siga. La mujer se ha detenido en seco, como si se hubiera quedado sin gasolina, frente a las estanterías de la Sección Especial. ¿Le interesa algún título de lo mejor del género negro o policiaco? ¿Acaso uno de los míos, en el estante a la altura del suelo? No. Solo espera que le indique dónde hemos de hablar. La rebaso, recorriendo mi largo boliche hasta un rincón donde tengo una mesa entre dos sillas. Un biombo quiere convertir aquello en despacho. Tengo ya a la mujer junto al biombo.
—¿Por qué no me tuteas? ¿No me conoces? Los dos somos de este pueblo.
De la prenda de invierno que la cubre solo libra su cabeza del choto, dejando ver una hermosa cabellera rubia. Le indico una de las sillas y espero a que se siente mientras me despojo del chaquetón. Abro la boca para el rutinario «usted dirá», pero se me adelanta.
—Ayer supe qué fue de Estebe, dónde está enterrado. No lo mataron aquellos falangistas sino una serpiente que les regaló otro muerto. ¡Lo sé al cabo de treinta y cinco años!
Una vieja historia más de la guerra. Alguien ha perdido el miedo a hablar.
—Soy Juana Ezquiaga, de la avenida de Larragoiti. —Miro hacia el otro extremo de la librería esperando ver a Koldobike, mi antiguo e infalible registro de nombres y apellidos, vidas y milagros de nuestras gentes de Getxo—. ¿Sabes dónde está Paños Barrondo? Pues yo, en el siguiente portal. Estebe era el dueño, con su hermano Sergio. Casi todo Neguri se viste hoy allí. Después de la guerra, Sergio siguió solo.
—Lo siento, no la reconocí —le miento a medias.
—Tutéame, hombre, ¿tanto te cuesta?
Está claro que le gusta mandar.
—¿Pretendes que me encargue de un crimen cometido en la guerra por falangistas? —protesto—. ¡Se cargaron a cientos de miles! No es materia de investigación policiaca, sino de carnicero.
—No hablo de cientos de miles sino de uno, de un solo crimen. ¿Y quién habla de falangistas? A mi Estebe no lo mataron ellos sino el asqueroso que se les acercó aquella noche llevando su cuerpo en una carretilla.
—En una carretilla…
Oigo a Manuel atender al cliente que acaba de entrar mientras busco las palabras más suaves para librarme de esta loca.
—Sospecho, Juana, que has tenido ese sueño tantas veces que has acabado por creerlo.
Es ella la que se levanta y lo hace de golpe y casi derribando la silla.
—¿Te llamas investigador y ni siquiera diferencias una verdad de una mentira? ¡En manos de quién iba a poner lo de mi pobre Estebe! Buscaré a alguien más espabilado.
Yo también me levanto. Si al mencionar a su Estebe siempre le ha invadido un temblor en la voz, ahora se instala en su respiración cuando bordea el biombo y su espalda se aleja librería adelante. Supongo que no es justo habérmela quitado de encima a este precio. Voy tras ella.
—Comprende mi incredulidad. Después de treinta y cinco años me cuentas la escena con tantos detalles como si hubiera ocurrido ayer. ¡Esa carretilla con el muerto! Y encima no lo viste tú sino que te lo han contado.
Se detiene.
—¿Qué importa quién lo viera si alguien lo vio? Mis ojos no estaban allí pero sí los de Higinio Sanjuanena.
—¿El bañero? —Juana asiente con la cabeza—. ¿Aún vive? Rondará los cien años.
—No respondo de sus piernas pero sí de su cabeza. Lo vio todo y se acuerda de todo. Me llamó para contármelo… Escucha: era para él noche de pesca. De regreso en la playa vio a un grupo de gente, nueve abrían en la arena su propia sepultura y cinco les apuntaban con sus pistolas. Luego oyó los disparos. Y luego apareció otro empujando una carretilla con Estebe encima.
—¿Y por qué ese Higinio lo cuenta ahora? Aún tenemos dictadura. Si el miedo ha cerrado su boca durante treinta y cinco años, ¿por qué la abre de pronto?
Juana parpadea asombrándose de mi torpeza.
—La playa se está quedando sin arena y pronto aparecerán los huesos de diez hombres. Higinio Sanjuanena no ha podido guardarlo más.