Los tres hombres del SAS avanzaron a marchas forzadas durante el resto de la noche. Don Walker jadeaba y, a pesar de que no llevaba mochila y creía estar en buena forma física, se sentía exhausto.
A veces caía de rodillas, seguro de que no podría dar un paso más, de que incluso la muerte sería preferible al dolor que atenazaba cada uno de sus músculos.
Cuando eso sucedía, notaba dos manos de acero, una bajo cada axila, y oía el acento cockney del sargento Stephenson en su oído.
—Vamos, compañero, solo un poco más. Mira esa colina. Probablemente descansaremos al otro lado.
Pero nunca descansaban. En vez de dirigirse al sur, hacia las estribaciones del Jebal al Hamreen, donde se suponía que tropezarían con una muralla de guardias republicanos motorizados, Mike Martin se encaminó hacia el este, a las altas colinas que se extendían hasta la frontera iraní. Era un rumbo que obligaba a las patrullas de montañeros Al Ubaidi a ir tras ellos.
Poco después del alba, Martin se volvió, miró hacia abajo y localizó un grupo de seis iraquíes, en mejor forma física que los restantes, que seguían trepando y aproximándose. Cuando los guardias republicanos llegaron a la cresta siguiente encontraron a uno de los enemigos sentado en el suelo, de espaldas a ellos.
Los montañeros se apostaron detrás de las rocas y abrieron fuego, acribillando al extranjero por la espalda. El hombre cayó. Los seis guardias de la patrulla abandonaron su cobertura y avanzaron corriendo.
Demasiado tarde vieron que el cuerpo era en realidad una mochila Bergen cubierta con una chaqueta de camuflaje y, encima, el casco de vuelo de Walker. Los tres Heckler y Koch MP5 con silenciador acabaron con ellos cuando estaban alrededor del supuesto cuerpo.
Martin hizo finalmente un alto cerca del pueblo de Khanaqin, y efectuó una transmisión a Riad. Stephenson y Eastman vigilaban, mirando hacia el oeste, desde donde habría de llegar cualquier patrulla que les persiguiera.
Martin comunicó a Riad que quedaban tres hombres del SAS y tenían con ellos a un piloto americano. Por si el mensaje era interceptado, no indicó la posición en que se encontraban. Entonces reanudaron la marcha.
En lo alto de las montañas, cerca de la frontera, encontraron refugio en una casucha de piedra usada por los pastores en verano, cuando conducían los rebaños a los pastos superiores. Una vez allí organizaron un turno de guardias y esperaron durante los cuatro días que duró la guerra terrestre, mientras muy al sur los tanques y la aviación aliados aplastaban a las fuerzas iraquíes en una guerra relámpago de noventa horas y penetraban en Kuwait.
Aquel mismo día, el primero de la guerra terrestre, un soldado solitario penetró en Irak por el oeste. Era un israelí de los comandos Sayeret Matkal, elegido por su excelente dominio del árabe.
Un helicóptero israelí, provisto de depósitos de combustible para largo recorrido y disfrazado con los emblemas del Ejército jordano, salió del Neguev y sobrevoló a baja altura el desierto jordano para depositar al hombre tras la frontera de Irak, al sur del cruce de Ruweishid.
Una vez realizada la operación, el aparato regresó a través de Jordania hasta Israel sin ser descubierto.
Al igual que Martin, el soldado disponía de una motocicleta ligera y resistente con neumáticos especiales para correr por el desierto. Aunque estaba amañada para que pareciese vieja, sucia, oxidada y abollada, su motor se hallaba en perfectas condiciones y llevaba combustible adicional en dos bidones a ambos lados de la rueda trasera.
El soldado siguió la carretera principal hacia el este y entró en Bagdad cuando se ponía el sol.
La preocupación de sus superiores por su seguridad había sido excesiva. Gracias a esos asombrosos medios de comunicación clandestina que parecen superar incluso a los artefactos electrónicos, los habitantes de la ciudad ya sabían que sus soldados estaban siendo derrotados en Kuwait y en los desiertos que se extienden al sur de Irak. Al anochecer del primer día, la AMAM se había retirado a sus cuarteles y no salía de ellos.
Ahora que el bombardeo había cesado, pues todos los aviones aliados eran necesarios para el combate, la gente de Bagdad circulaba libremente y hablaban sin tapujos de la llegada inminente de americanos y británicos para derrocar a Saddam Hussein.
Era una euforia que duraría una semana, hasta que resultó evidente que los aliados no vendrían y la AMAM volvió a imponer su autoridad despiadada.
La estación central de autobuses era una masa hirviente de soldados, en su mayoría apenas vestidos con camiseta y calzoncillos después de haberse despojado de sus uniformes en el desierto. Eran los desertores que habían esquivado a los pelotones de ejecución que aguardaban detrás de la línea del frente. Vendían sus Kalashnikov por el precio de un pasaje para regresar a sus pueblos. Al comienzo de la semana, aquellos fusiles se cotizaban a treinta y cinco dinares cada uno, y cuatro días después el precio había bajado a diecisiete.
El infiltrado israelí tenía una sola tarea, que llevó a cabo durante la noche. El Mossad solo conocía los tres buzones muertos utilizados para enviar mensajes a Jericó que Alfonso Ben Moncada dejara tras de sí en agosto. Martin había cancelado dos de ellos por razones de seguridad, pero el tercero seguía en funcionamiento.
El israelí depositó mensajes idénticos en los tres escondrijos, hizo las marcas de tiza apropiadas, subió a su motocicleta y se dirigió de nuevo al oeste, uniéndose a la multitud de refugiados que iban en aquella dirección.
Tardó otro día en llegar a la frontera. Allí se desvió al sur de la carretera principal, entró en el desierto, cruzó a Jordania, recuperó su radiofaro direccional oculto y lo utilizó. El haz de señales electrónicas fue recogido de inmediato por un avión israelí que volaba trazando círculos sobre el Neguev, y el helicóptero regresó al lugar de la cita para recoger al infiltrado. Este no había dormido y apenas si se había alimentado durante aquellas cincuenta horas, pero cumplió con su misión y regresó a casa sano y salvo.
El tercer día de la guerra terrestre, Edith Hardenberg volvió a su mesa de trabajo en el Winkler Bank, perpleja y airada al mismo tiempo. La mañana anterior, precisamente cuando se disponía a ir al trabajo, recibió una llamada telefónica.
El comunicante, que hablaba un alemán impecable con acento de Salzburgo, se presentó como el vecino de su madre, y le dijo que frau Hardenberg había caído por las escaleras tras resbalar en una placa de hielo, y se encontraba en estado crítico.
La señorita Hardenberg intentó una y otra vez hablar con su madre, pero el teléfono comunicaba continuamente. Por fin, en un estado de gran nerviosismo, llamó a la compañía telefónica de Salzburgo, donde le informaron que el teléfono debía de estar averiado.
Entonces llamó al banco para excusar su inasistencia y condujo bajo la nieve hasta Salzburgo, adonde llegó cerca del mediodía. Su madre, que estaba perfectamente bien, se sorprendió al verla. No había sufrido ninguna caída, no estaba lesionada. Lo peor que le ocurría era que algún vándalo había cortado la línea telefónica.
Cuando Edith regresó a Viena era demasiado tarde para ir al trabajo.
Al día siguiente encontró a Wolfgang Gemütlich en un estado de ánimo incluso peor que el suyo. Le reprochó ásperamente que el día anterior se hubiese ausentado, y escuchó con gesto de impaciencia su explicación.
La secretaria no tardó en conocer el motivo del malhumor de Gemütlich. El día anterior, a media mañana, se había presentado un joven en el banco y había insistido en verle.
El visitante dijo llamarse Aziz y ser hijo del titular de una importante cuenta numerada. El árabe explicó que su padre estaba indispuesto pero deseaba que su hijo actuara en su lugar.
Entonces el joven Aziz hijo mostró una documentación que le identificaba a la perfección como enviado de su padre, quien le autorizaba a manejar la cuenta en cuestión. Herr Gemütlich examinó los documentos en busca de cualquier defecto, por insignificante que fuese, pero no encontró ninguno. No tuvo otra alternativa que acceder a lo que el joven le pedía.
Aquel canalla insistió en que su padre deseaba cerrar la cuenta y transferir el dinero a otra parte. Y esto, recalcó a su secretaria el atribulado banquero, solo dos días después de que ingresaran en la cuenta otros tres millones de dólares, con lo cual el total ascendía a más de diez millones.
Edith Hardenberg escuchó el angustiado relato de Gemütlich muy serenamente, y entonces le preguntó por el visitante. Sí, en efecto, se llamaba Karim, y, ahora que ella lo mencionaba, en el meñique de una mano llevaba un anillo de sello con un ópalo rosa. También era cierto que tenía una cicatriz a lo largo del mentón.
De no haber estado tan absorto en su propia aflicción, el banquero podría haberse preguntado por qué su secretaria le hacía unas preguntas tan concretas acerca de un hombre al que no podía haber visto.
Gemütlich admitió que, naturalmente, había sabido que el titular de la cuenta era de algún país árabe, pero no tenía idea de que fuese iraquí ni tuviese un hijo.
Después del trabajo, Edith Hardenberg regresó a su pequeño apartamento y empezó a limpiarlo. Se pasó horas fregándolo a conciencia. Luego llevó dos cajas de cartón al gran contenedor de basura situado a doscientos metros. Una de las cajas contenía artículos de maquillaje, perfumes, lociones y sales de baño; la otra, un surtido de prendas interiores femeninas. Luego reanudó la limpieza.
Más tarde los vecinos dijeron que había estado hasta altas horas de la noche escuchando música, no Mozart y Strauss como solía, sino Verdi. Un vecino que tenía muy buen oído identificó la pieza como el Nabucco, que Edith escuchó una y otra vez.
La música cesó de madrugada, y la mujer salió de su casa con dos objetos que había recogido de la cocina y se marchó en su coche.
Un contable jubilado, que paseaba a su perro por el Prater a las siete de la mañana siguiente, la encontró. Se había desviado de la Hauptallee para que su perro hiciera sus necesidades en el bosque, apartado de la calle.
Edith vestía su pulcra chaqueta de tweed gris, llevaba el cabello recogido en un moño detrás de la cabeza, gruesas medias de hilo de Escocia y zapatos de tacón plano. La cuerda de tender asegurada a una rama de roble no le había fallado, y la pequeña escalera estaba a un metro de distancia.
Permaneció completamente inmóvil y rígida, las manos a los costados y la punta de los pies señalando con elegancia hacia abajo. Siempre había sido una persona muy pulcra, la señorita Edith Hardenberg.
El 28 de febrero fue el último día de la guerra terrestre. En los desiertos iraquíes al oeste de Kuwait el Ejército de Saddam Hussein había sido rebasado y aniquilado. Al sur de la capital, las divisiones de guardias republicanos que invadieron Kuwait el 2 de agosto habían dejado de existir. Aquel día, las fuerzas ocupantes, tras haber prendido fuego a todo lo susceptible de arder e intentado destruir todo lo demás, se pusieron en marcha hacia el norte en una serpenteante columna de camiones, semiorugas, furgones, coches y carros.
La columna fue sorprendida en el lugar donde la autopista del norte atraviesa la sierra de Matla. Aviones Eagle, Jaguar, Tomcat, Hornet, Tornado, Thunderbolt y Phantom convirtieron los vehículos en chatarra carbonizada. Con la cabeza de la columna destruida y bloqueando la ruta, los restantes vehículos no podían avanzar ni retroceder, y debido al entorno montañoso les resultaba imposible abandonar la autopista. Muchos murieron en aquella columna y los demás se rindieron. Cuando se puso el sol las primeras fuerzas árabes entraban en Kuwait para liberarlo.
Aquella noche Mike Martin estableció de nuevo contacto con Riad y escuchó la noticia. Comunicó su posición y la de un prado razonablemente llano en las proximidades.
Los hombres del SAS y Walker se habían quedado sin alimentos, bebían nieve fundida y tenían mucho frío, pues no se atrevían a encender fuego por temor a revelar su posición. La guerra había terminado, pero era muy posible que las patrullas de guardias montañeses no lo supieran, o que no les importara.
Poco después de que amaneciera dos helicópteros Blackhawk de larga autonomía de vuelo, tomados en préstamo a la 101 División Aerotransportada, fueron por ellos. Tan grande era la distancia desde la frontera saudí que habían llegado desde la base artillera establecida por la 101 ochenta kilómetros en el interior de Irak, tras el mayor ataque con helicópteros de la historia. Incluso desde la base artillera junto al río Éufrates había un largo recorrido hasta las montañas de la frontera, cerca de Khanaqin.
Por ese motivo los helicópteros eran dos: el segundo llevaba incluso más combustible para el viaje de regreso.
Para mayor seguridad, ocho Eagle trazaban círculos en el cielo, ofreciendo cobertura protectora mientras el helicóptero repostaba en el prado. Don Walter alzó la vista.
—¡Eh, son los míos! —gritó.
Cuando los dos Blackhawk emprendieron el regreso, los Strike Eagle volaron juntos hasta que estuvieron al sur de la frontera.
Se despidieron en una extensión de arena azotada por el viento, rodeados por los restos de un ejército derrotado cerca de la frontera entre Arabia Saudí e Irak. Los motores de un Blackhawk arremolinaron el polvo y la grava antes de transportar a Don Walker a Dahran, desde donde volaría a Al Kharz. Un Puma británico permanecía un poco más lejos, para llevar a los hombres del SAS a su base secreta.
Aquella noche, en una cómoda casa de campo en los ondulantes montes de Sussex, el doctor Terry Martin fue informado de dónde había estado su hermano desde el mes de octubre y de que ahora estaba fuera de Irak, a salvo en Arabia Saudí.
El profesor casi enfermó de alivio, y el SIS le trasladó a Londres, donde reanudó su vida docente en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos.
Dos días después, el 3 de marzo, los comandantes en jefe de las fuerzas aliadas se reunieron con dos generales de Bagdad en una tienda de campaña levantada en una pista de aterrizaje iraquí llamada Safwan, para negociar la rendición.
Los únicos portavoces de los aliados eran los generales Norman Schwarzkopf y el príncipe Khalid bin Sultan. Al lado del general estadounidense se sentaba el comandante en jefe de las fuerzas británicas, el general sir Peter de la Billière.
Los militares occidentales creen todavía que solo dos generales iraquíes acudieron a Safwan. En realidad fueron tres.
La red de seguridad americana era muy rígida, para excluir toda posibilidad de que un asesino llegara a la tienda donde estaban los generales de ambos bandos. Toda una división rodeaba el aeródromo, de cara al exterior.
Al contrario de los comandantes aliados que habían llegado del sur en una serie de helicópteros, el grupo iraquí había recibido la orden de dirigirse a un cruce de carreteras al norte de la pista. Allí dejaron sus coches y subieron a varios vehículos blindados, llamados humvees. Los conductores estadounidenses les transportaron a lo largo de los últimos tres kilómetros hasta el aeródromo y el grupo de tiendas donde les esperaban.
Diez minutos después de que el grupo de generales y sus intérpretes hubieran entrado en la tienda donde tendrían lugar las negociaciones, una limusina Mercedes negra llegó desde Basora, en dirección al cruce. El control de carretera estaba al mando de un capitán de la 7.ª Brigada Acorazada de Estados Unidos, pues todos los oficiales de mayor graduación habían ido al aeródromo. La inesperada limusina fue detenida.
En la parte trasera del vehículo viajaba un tercer general, aunque solo de brigada, que llevaba un maletín negro. Ni él ni su conductor hablaban inglés, y el capitán no sabía árabe. Estaba a punto de ponerse en contacto por radio con el aeródromo para solicitar órdenes, cuando se acercó un jeep conducido por un coronel americano acompañado de otro pasajero. El conductor vestía el uniforme de las Fuerzas Especiales Boinas Verdes, y el pasajero llevaba la insignia del G2, la Inteligencia militar.
Ambos hombres mostraron sus documentos de identidad al capitán, quien los examinó minuciosamente, comprobó que eran idénticos y les saludó con marcialidad.
—Está bien, capitán, estábamos esperando a ese cabrón —dijo el coronel de los Boinas Verdes—. Parece que se ha retrasado a causa de un neumático pinchado.
—Ese maletín contiene los nombres de todos nuestros prisioneros de guerra —dijo el oficial del G2, señalando el portafolio del general de brigada iraquí, que permanecía sin comprender nada al lado de su coche—. Incluye la tripulación aérea desaparecida. El general Schwarzkopf lo quiere, y ahora mismo.
No quedaba ningún humvee. El coronel de los Boinas Verdes empujó bruscamente al iraquí hacia el jeep. El capitán estaba perplejo. No sabía nada de un tercer general iraquí, pero no desconocía que recientemente su unidad había pasado a la lista negra del Oso por haber afirmado la ocupación de Safwan cuando ese objetivo no se había logrado. Lo último que necesitaba era provocar aún más la ira del general Schwarzkopf contra la 7a Acorazada al retener la lista de tripulaciones estadounidenses desaparecidas. El jeep reanudó su trayecto hacia Safwan. El capitán se encogió de hombros e hizo un gesto al conductor iraquí de que aparcara con todos los demás.
Por la carretera del aeródromo, el jeep avanzó casi dos kilómetros entre hileras de vehículos blindados americanos. Entonces llegó a una sección de carretera vacía antes del cordón de helicópteros Apache que rodeaba la zona de las negociaciones.
Una vez dejados atrás los carros blindados, el coronel del G2 se dirigió al iraquí y le habló en perfecto árabe.
—Debajo de su asiento —le dijo—. No baje del jeep, pero póngaselo, rápido.
El iraquí llevaba el uniforme verde oscuro de su país. Las prendas enrolladas debajo de su asiento eran del color canela claro de un coronel de las Fuerzas Especiales saudíes. Rápidamente se cambió los pantalones, la chaqueta y la boina.
Poco antes de llegar al círculo de helicópteros Apache pesados, en la pista de aterrizaje, el jeep se desvió hacia el desierto, evitó la pista y avanzó hacia el sur. En el extremo de Safwan, el vehículo entró de nuevo en la carretera principal que conducía a Kuwait, a treinta kilómetros de distancia.
Los tanques americanos se alineaban a los lados, mirando hacia fuera. Su tarea consistía en evitar la penetración de cualquier infiltrado. Sus comandantes, en lo alto de las torretas, vieron que uno de sus jeeps, en el que viajaban dos coroneles propios y un oficial saudí, salía del perímetro y se alejaba de la zona protegida, lo cual no era de su incumbencia.
El jeep tardó casi una hora en llegar al aeropuerto de Kuwait, o a lo que de él quedaba, ya que había sido destrozado por los iraquíes y estaba cubierto por un negro manto de hollín procedente del humo de los incendios de todos los pozos petrolíferos del emirato. Tardaron tanto tiempo porque, a fin de evitar la carnicería que había tenido lugar en la carretera de la sierra de Malta, habían dado un gran rodeo por el desierto al oeste de la ciudad.
A ocho kilómetros del aeropuerto el coronel del G2 cogió un comunicador manual de la guantera y marcó una serie de señales. Un solitario avión inició su aproximación al aeropuerto.
Un remolque con una dotación americana hacía las veces de improvisada torre de control. El avión que llegaba era un Aerospace HS 125 británico, y no solo eso, sino que se trataba del avión personal del comandante en jefe británico, el general De la Billière. Debía de serlo, pues presentaba todas las marcas correctas y la apropiada señal de llamada. El controlador de tráfico aéreo le dio autorización para aterrizar.
Después de tocar tierra el HS 125 no avanzó hacia el edificio en ruinas del aeropuerto, sino a un distante punto de dispersión donde fue a su encuentro el jeep americano. Se abrió la puerta, bajó la escala y los tres hombres subieron a bordo del birreactor.
—Granby Uno, autorización para despegar —oyó decir el controlador de tráfico, que se estaba ocupando de un Hércules canadiense que llegaba cargado de medicamentos para el hospital.
—Un momento, Granby Uno… ¿Cuál es su plan de vuelo?
En realidad, estas palabras significaban: «¿Adónde demonios crees que vas a dirigirte?»
—Lo siento, torre de Kuwait. —La voz era seca y precisa, con el estilo inconfundible de la RAF. El controlador había oído en otras ocasiones a los pilotos británicos, y todos hablaban así, con afectación—. Acaba de subir a bordo un coronel de las Fuerzas Especiales saudíes. Se siente muy enfermo. Pertenece al personal del príncipe Khalid. El general Schwarzkopf ha solicitado su evacuación inmediata, por lo que sir Peter ha ofrecido su propio avión. Por favor, muchacho, danos autorización para despegar.
En un instante el piloto británico había mencionado a un general, un príncipe y un noble inglés. El controlador era un sargento mayor que hacía bien su trabajo. Su carrera en la Fuerza Aérea de Estados Unidos había sido excelente. Negarse a evacuar a un coronel saudí enfermo perteneciente al personal de un príncipe a petición de un general y en el avión del jefe británico, no podría ser en absoluto beneficioso para su carrera.
—Granby Uno, puede despegar —dijo.
El HS 125 se elevó en el cielo de Kuwait, pero en vez de dirigirse a Riad, donde hay uno de los mejores hospitales de Oriente Medio, puso rumbo al oeste, a lo largo de la frontera septentrional del reino.
El AWACS siempre alerta lo vio y se puso en contacto con él para preguntarle por su destino. Esta vez la auténtica voz británica respondió que se dirigían a la base británica de Akrotiri, en Chipre, para evacuar a un amigo íntimo y compañero de armas del general De la Billière, gravemente herido por una mina terrestre. El comandante de misión del AWACS no sabía nada de aquello, pero se preguntó qué debía hacer exactamente. ¿Tendría que derribarlo?
Quince minutos después el HS 125 abandonó el espacio aéreo saudí y cruzó la frontera de Jordania.
El iraquí sentado en la parte trasera del birreactor no sabía nada de lo que ocurría, pero estaba impresionado por la eficacia de británicos y americanos. Había dudado al recibir el último mensaje de quienes le pagaban en Occidente, pero tras reflexionar convino en que sería más juicioso marcharse ahora que esperar para tener que hacerlo por sus propios medios y sin ayuda. El plan que le habían bosquejado en aquel mensaje se había desarrollado como en un sueño.
Uno de los dos pilotos con uniforme tropical de la RAF salió de la cubierta de vuelo y musitó algo en inglés al coronel americano del G2, quien sonrió.
—Bienvenido a la libertad, general —dijo en árabe a su huésped—. Estamos fuera del espacio aéreo iraquí. Pronto se hallará a bordo de un avión de línea con destino a Estados Unidos. Por cierto, tengo algo para usted.
Del bolsillo superior de la chaqueta sacó una hoja de papel y se la mostró al iraquí, quien la leyó con gran placer. Era el extracto de cuenta del capital ingresado en su banco de Viena, que ahora ascendía a más de diez millones de dólares.
El Boina Verde abrió un pequeño armario y sacó varios vasos y una colección de botellines de whisky escocés. Vertió un botellín en cada vaso y los repartió.
—Bien, amigo mío, brindemos por el retiro y la prosperidad.
Apuró su vaso, al igual que el otro americano. El iraquí sonrió y bebió también.
—Ahora descanse —le dijo en árabe el coronel del G2—. Llegaremos allí antes de una hora.
Entonces le dejaron a solas. El iraquí apoyó la cabeza en el cojín de su asiento y rememoró los últimos cinco meses, en los que había amasado su fortuna.
Había corrido grandes riesgos, pero lo conseguido a cambio era formidable. Recordó el día en que estuvo sentado en aquella sala de conferencias del palacio presidencial y oyó anunciar al rais que por fin Irak poseía, en el último momento, su propia bomba atómica. Eso fue una verdadera conmoción, como lo fue el súbito corte de todas las comunicaciones después de que informara a los americanos.
Entonces volvieron a ponerse en contacto con él, más insistentes que nunca, exigiendo saber dónde estaba guardado el artefacto. Él no tenía la menor idea, pero la oferta de cinco millones de dólares hablaba bien a las claras de que había llegado el momento de ponerlo todo en juego. La verdad era que resultó más fácil de lo que podría haber imaginado.
El desdichado ingeniero nuclear, el doctor Salah Siddiqi, había sido detenido en las calles de Bagdad y acusado, mientras estaba sumido en su propio dolor, de haber revelado la situación del artefacto. Al tratar de defenderse, el hombre había revelado el emplazamiento de Al Qubai y el camuflaje del cementerio de coches. ¿Cómo podía saber el científico que le estaban interrogando tres días antes del bombardeo, no dos días después?
La segunda conmoción de Jericó se produjo al enterarse de que habían sido abatidos dos aviadores británicos, algo que no había previsto. Necesitaba imperiosamente saber si, durante el interrogatorio, habían dado alguna indicación de cómo había llegado la información a manos de los aliados.
El alivio fue enorme cuando resultó evidente que no sabían nada aparte de las instrucciones concretas de su misión, según las cuales el lugar podría ser un depósito de munición de artillería. Sin embargo, la tranquilidad duró poco, pues el rais insistió entonces en que debía de haber más de un traidor. Por ese motivo fue necesario despachar al doctor Siddiqi, que estaba encadenado en una celda debajo del Gimnasio. La inyección de una gran cantidad de aire en el corazón produjo una embolia coronaria que causó su muerte.
Las actas de su interrogatorio, desde tres días antes del bombardeo hasta dos días después, fueron debidamente cambiadas.
Pero la mayor de todas las conmociones tuvo lugar cuando supo que los aliados habían fallado, que la bomba había sido transportada a un lugar oculto llamado Qa’ala, la Fortaleza. ¿Qué fortaleza? ¿Dónde estaba?
Una observación casual del ingeniero nuclear antes de morir había revelado que el as del camuflaje era cierto coronel ingeniero llamado Osman Badri, pero un examen de su expediente reveló que el joven oficial era un apasionado seguidor del presidente. ¿Cómo pudo haber cambiado de opinión?
La respuesta estaba en la detención, mediante acusaciones amañadas, y el posterior asesinato de su amado padre. Entonces Jericó tuvo una entrevista con el desilusionado Badri después del funeral, y consiguió convencerle.
El hombre llamado Jericó, conocido también por el apodo Mu’azib el Atormentador, se sentía en paz con el mundo. Una somnolencia paralizante se iba apoderando de él, tal vez como efecto de la tensión a que se había visto sometido en los últimos días. Intentó moverse, pero los miembros no le respondían. Los dos coroneles americanos le miraban y hablaban entre ellos en un idioma que, aunque le resultaba incomprensible, sabía que no era inglés. Intentó hablar, pero no logró articular una sola palabra.
El HS 125 había virado al sudoeste, cruzado la costa jordana y descendido a diez mil pies. Cuando sobrevolaban el golfo de Aqaba, el Boina Verde abrió la puerta del pasajero y un tremendo torrente de aire penetró en la carlinga, a pesar de que el birreactor había reducido la velocidad casi hasta el punto de parar los motores.
Los dos coroneles le incorporaron sin que él ofreciera la menor resistencia, lánguido y desvalido, todavía deseoso de decir algo pero incapaz de hacerlo. Sobre las azules aguas al sur de Aqaba el general de brigada Omar Khatib abandonó el avión y se precipitó al mar, donde el impacto desmembró su cuerpo. Los tiburones se encargaron del resto.
El HS 125 giró al norte, sobrevoló Eilat tras entrar de nuevo en el espacio aéreo israelí y finalmente aterrizó en Sde Dov, el aeródromo militar al norte de Tel Aviv. Allí los dos pilotos se quitaron sus uniformes británicos y los coroneles su indumentaria americana. Los cuatro recuperaron entonces sus graduaciones israelíes habituales. El birreactor fue despejado de sus marcas de la RAF, lo volvieron a pintar tal como era antes y lo entregaron a su verdadero dueño, un sayan especializado en vuelos chárter que vivía en Chipre.
El dinero de Viena fue transferido primero al banco Kanoo de Bahrein, y desde allí a otro banco estadounidense. Una parte fue transferida de nuevo al banco Hapoalim de Tel Aviv y devuelto al gobierno israelí. Era la suma que Israel había pagado a Jericó hasta que la CIA se había hecho cargo de él. El saldo, más de ocho millones de dólares, fue ingresado en lo que el Mossad llama «fondo para diversiones».
Cinco días después de que la guerra finalizase, otros dos helicópteros americanos de largo alcance regresaron a los valles del Hamreen. No pidieron permiso ni buscaron aprobación.
El cuerpo del oficial de sistemas de armamento del Strike Eagle, el teniente Tim Nathanson, nunca fue hallado. Los guardias republicanos lo habían acribillado a balazos y los chacales, cuervos y milanos habían hecho el resto.
Sus huesos deben de estar todavía en alguna parte de aquellos fríos valles, a menos de doscientos kilómetros de donde sus remotos antepasados trabajaron como esclavos y lloraron junto a las aguas de Babilonia.
Su padre recibió la noticia en Washington, observó la shiva por él, dijo el kaddish y lloró a solas en la mansión de Georgetown.
El cuerpo del cabo Kevin fue recuperado. Mientras los Blackhawk esperaban, los soldados británicos derribaron el túmulo y recuperaron el cadáver, lo metieron en una bolsa de plástico hermética y lo llevaron a Riad, desde donde fue enviado a Inglaterra en un transporte Hércules.
A mediados de abril tuvo lugar una breve ceremonia en el cuartel general del SAS, un conjunto de edificios de ladrillo bajos en las afueras de Hereford.
No existe un cementerio para los hombres del SAS, ningún camposanto contiene a sus muertos. Muchos de ellos yacen en cincuenta campos de batalla extranjeros cuyos nombres son desconocidos para la mayoría.
Algunos están bajo las arenas del desierto libio, donde cayeron luchando contra Rommel en 1941 y 1942. Otros en las islas griegas, los montes Abruzzos, el Jura y los Vosgos. Yacen diseminados en Malaysia y Borneo, Yemen, Muscat y Omán, en junglas y en desiertos helados, y bajo las frías aguas del Atlántico frente a las islas Malvinas.
Cuando se consigue recuperar sus cuerpos, son enviados a Gran Bretaña, pero siempre para que sus familiares se encarguen del funeral y el entierro. Incluso entonces ninguna lápida menciona al SAS, pues el regimiento acreditado es aquel al que el soldado pertenecía originalmente: fusileros, paracaidistas, guardias, lo que sea.
Existe un solo monumento. En el corazón de los Lines, en Hereford, se alza una torre baja y maciza, revestida de madera y pintada de marrón achocolatado. En la parte superior un reloj da las horas, por lo que la construcción se conoce como la Torre del Reloj.
Unas láminas de bronce mate, alrededor de la base redonda, contienen grabados todos los nombres y los lugares donde murieron.
Aquel mes de abril se inscribieron cinco nuevos nombres. Uno de ellos fue abatido en cautividad por los iraquíes, dos murieron en un tiroteo cuando trataban de cruzar la frontera saudí, un cuarto falleció de hipotermia tras varios días con las ropas empapadas y un tiempo helado. El quinto era el cabo North.
Aquel día lluvioso estuvieron presentes varios ex jefes del regimiento. Acudió John Simpson, el conde Johnny Slim y sir Peter, así como el director de Fuerzas Especiales, J. P. Lovat, y el coronel Bruce Craig, por entonces comandante en jefe. Entre los demás asistentes figuraba el comandante Mike Martin.
Como estaban en casa, los que seguían de servicio tenían una ocasión excepcional de ponerse la boina color arena que tan pocas veces se veía, como su emblema de la daga alada y el lema «Quien se atreve, vence».
La ceremonia no fue larga. Se descorrió la tela que cubría la placa y los nombres recién grabados resaltaron nítidos y blancos contra el bronce. Los asistentes saludaron marcialmente y regresaron a los diversos edificios del cuartel general.
Poco después, Mike Martin fue en busca de su pequeño vehículo al aparcamiento del centro militar, cruzó las puertas flanqueadas por guardias y se dirigió a la casa de campo que aún poseía en una aldea de las colinas de Herefordshire.
Mientras conducía pensó en todas las cosas que habían sucedido en las calles y las arenas de Kuwait, en los cielos, en los callejones y bazares de Bagdad y en las colinas del Hamreen. Como era un hombre muy reservado, se alegraba por lo menos de una cosa: nadie lo sabría jamás.