22

—Está ahí —dijo Mike Martin dos horas después.

—¿Dónde? —preguntó el coronel Beatty con verdadera curiosidad.

—Ahí, en alguna parte.

Martin estaba en la sala de conferencias del Agujero Negro, inclinado sobre la mesa, estudiando una fotografía de una sección mayor de la cadena montañosa Jebal al Hamreen. Correspondía a una extensión cuadrada de ocho kilómetros de lado. Señaló un punto con el dedo índice.

—Las aldeas, las tres aldeas, aquí, aquí y aquí.

—¿Qué ocurre con ellas?

—Son falsas. Están muy bien hechas, son réplicas perfectas de las aldeas campesinas de montaña, pero están llenas de guardias.

El coronel Beatty se quedó mirando fijamente las tres aldeas. Una de ellas estaba en un valle a solo ochocientos metros del medio de las tres montañas, en el centro de la fotografía. Las otras dos ocupaban terrazas en las vertientes montañosas, más alejadas del centro.

Ninguna de las aldeas era lo bastante grande para tener mezquita, y en realidad eran poco más que villorrios. Cada una tenía su granero principal para almacenar el heno y el forraje para el invierno, y establos para cabras y ovejas. Una docena de humildes chozas componían el resto del caserío; se trataba de construcciones de ladrillos de barro con tejado de paja u hojalata como los que uno puede encontrar por doquier en las montañas de Oriente Medio. En verano podían verse pequeñas extensiones de terreno arado, pero no en invierno.

La vida en las montañas de Irak es muy dura en invierno, pues las lluvias son intensas y el cielo siempre está cubierto de nubes que amenazan tormenta. La idea de que todo Oriente Medio es una zona cálida no corresponde a la realidad.

—Muy bien, comandante, usted conoce Irak y yo no. ¿Por qué esas aldeas son falsas?

—Por el sistema de mantenimiento vital —respondió Martin—. Son demasiadas aldeas, demasiados campesinos, demasiadas cabras y ovejas, pero poco forraje. Se morirían de hambre.

—Mierda —dijo Beatty sin poder disimular su contrariedad—. Era tan puñeteramente sencillo. Puede que sea así, pero eso demuestra que Jericó no mentía ni estaba equivocado. Si han hecho eso es que ocultan algo.

El coronel Craig, comandante en jefe del SAS, se había reunido con ellos en el sótano. Había estado conversando en voz baja con Steve Laing. Entonces se aproximó a los demás.

—¿Qué le parece, Mike?

—Está ahí, Bruce. Probablemente podría verse a un kilómetro de distancia con unos buenos prismáticos.

—Los de arriba quieren enviar ahí un equipo para que marque el blanco. Usted está descartado.

—Eso es una tontería, señor. Lo más probable es que esas colinas estén llenas de patrullas a pie. Como puede ver, no hay carreteras.

—¿Y qué? Las patrullas pueden evitarse.

—¿Y si tropiezan con una? Nadie conoce el árabe como yo, y usted lo sabe. Además, será un lanzamiento HALO, desde gran altura y con apertura retardada del paracaídas. Los helicópteros tampoco servirán para eso.

—Tengo entendido que ya ha vivido usted toda la acción que podría necesitar.

—Eso también es una tontería. La verdad es que no he visto la menor acción. Estoy harto del espionaje. Déjeme participar en esta misión. Los demás han estado en el desierto durante semanas, mientras yo cuidaba de un jardín.

El coronel Craig enarcó una ceja. No le había preguntado a Laing qué era exactamente lo que Martin había hecho, y en cualquier caso el funcionario del servicio secreto no se lo habría dicho, pero le sorprendía que uno de sus mejores oficiales se hubiera hecho pasar por jardinero.

—Volvamos a la base. Allí podremos planificar mejor. Si me gusta su idea, tal vez consiga salirse con la suya.

Antes del amanecer el general Schwarzkopf dio su consentimiento después de admitir que no existía ninguna alternativa. En aquel lugar aislado de la base aérea militar de Riad, que era territorio particular del SAS, Martin había explicado sus ideas al coronel Craig, quien le dio el visto bueno.

La coordinación de la planificación dependería del coronel Craig, para los hombres en tierra, y del general Glosson para el eventual ataque con cazas.

Por la mañana Buster Glosson tomó café con su amigo y superior, Chuck Horner.

—¿Alguna idea sobre la unidad que te gustaría usar en esta misión? —le preguntó.

El general Horner recordó a cierto oficial que dos semanas antes le había aconsejado que hiciera algo grosero en extremo.

—Sí, la asignaremos al 336.

Mike Martin había convencido al coronel Craig al señalar, lógicamente, que la mayoría de los soldados del SAS en el teatro de operaciones del Golfo ya habían sido desplegados en el interior de Irak, que él era el oficial veterano disponible, que era comandante del escuadrón B, el cual operaba por entonces en el desierto al mando de su número dos, y que solo él hablaba el árabe con fluidez.

Pero el argumento decisivo fue su experiencia en caída libre con paracaídas. Cuando servía en el tercer batallón del Regimiento de Paracaidistas había asistido a la Escuela N.° 1 de Adiestramiento de Paracaidistas de la RAF, en Brize Norton, y efectuado saltos con el equipo de pruebas. Más adelante realizó un curso de caída libre en Netheravon y saltó con el equipo de exhibición de los Paras, los Diablos Rojos.

La única manera de llegar a las montañas iraquíes sin causar alarma era una caída HALO, siglas de «altitud elevada, apertura baja», lo cual significaba saltar del avión a 7.500 metros y caer libremente para abrir el paracaídas poco antes de llegar a los mil metros. No era un trabajo para recién llegados.

La planificación de toda la misión debería haber exigido una semana, pero no disponían de tanto tiempo. La única solución era planear simultáneamente los diversos aspectos de la caída, la marcha a campo través y la selección del lugar donde permanecer a la espera. Para ello necesitaba hombres en los que pudiera confiar por completo, que era precisamente lo que iba a hacer de todos modos.

Lo primero que hizo cuando regresó al sector del SAS en la base aérea militar de Riad, fue preguntarle al coronel Craig:

—¿De quién puedo disponer?

La lista era breve, pues eran muchos los oficiales que estaban realizando operaciones en el desierto.

Cuando el ayudante le mostró la lista, reparó en un nombre.

—Peter Stephenson, sin duda.

—Está de suerte —dijo Craig—. Cruzó la frontera hace una semana y ha estado descansando desde entonces. Está en buena forma.

Martin conocía al sargento Stephenson desde que este era cabo y él capitán en su primera visita al regimiento como jefe de escuadrón. Stephenson era también experto en caída libre y miembro del Cuerpo Aéreo de su propio escuadrón.

—Es bueno —dijo Craig, señalando otro nombre—. Un montañero. Le sugiero que se quede con los dos.

El nombre señalado era el del cabo Ben Eastman.

—Le conozco, y tiene usted razón. Le llevaré conmigo. ¿Quién más?

El siguiente seleccionado fue el cabo Kevin North, perteneciente a otro escuadrón. Martin nunca había trabajado con él, pero North era un especialista en montañismo, altamente recomendado por su jefe de escuadrón.

Había cinco áreas de planificación que debían ser cubiertas simultáneamente. Dividieron las tareas entre todos bajo la supervisión de Mike Martin.

Lo primero que debía decidirse era desde qué avión se arrojarían. Sin vacilar, Martin eligió el Hércules C-130, habitual plataforma de lanzamiento del SAS. Nueve de esos aviones estaban de servicio en el Golfo. Todos ellos tenían su base en el cercano aeropuerto internacional Rey Khaled. Durante el desayuno recibió noticias incluso mejores. Tres de los aviones pertenecían al escuadrón 47, con base en Lyneham, Wiltshire, el mismo escuadrón que tiene años de experiencia enlazando con los paracaidistas en caída libre del SAS.

Uno de los tres miembros de la tripulación era cierto teniente de vuelo llamado Glyn Morris.

Durante la guerra del Golfo, los aviones de transporte Hércules habían formado parte de la operación Centro y Radio, transportando las cargas que llegaban a Riad hasta las bases distantes de la Royal Air Force en Tabuk, Muharraq, Dahran e incluso Seeb, en Omán. Morris había servido como supervisor de carga, pero su verdadero cometido en este mundo era el de instructor de saltos en paracaídas, actividad conocida por las siglas JPI, y Martin había saltado antes bajo su supervisión.

Contrariamente a la idea de que los Paras y el SAS cuidan, cada uno por su lado, de sus misiones en paracaídas, lo cierto es que todos los saltos de combate en las fuerzas armadas británicas dependen de la RAF, y la relación se basa en la confianza mutua y en la certeza de que cada uno sabe exactamente qué está haciendo.

El general de brigada aérea Ian Macfayden, que estaba al mando de la RAF en el Golfo, destinó el deseado Hércules a la misión del SAS en cuanto el aparato llegó a Tabuk tras efectuar un lanzamiento de suministros, y los mecánicos empezaron a adecuarlo para la misión HALO que tendría lugar aquella misma noche.

Una de las principales tareas de conversión era la de construir una consola de oxígeno en el suelo de la bodega de carga. Como los Hércules volaban generalmente a bajo nivel, hasta entonces nunca habían necesitado oxígeno en la parte trasera para que las tropas pudieran resistir a gran altura. El teniente de vuelo Morris no necesitaba adiestrarse en lo que estaba haciendo, y solicitó los servicios de un segundo PJI, el sargento de vuelo Sammy Dawlish, procedente de la tripulación de otro Hércules. Ambos trabajaron durante toda la jornada en el Hércules, el cual estuvo listo a la puesta del sol.

La segunda prioridad era la de los paracaídas. Hasta entonces el SAS no había lanzado tropas sobre Irak, sino que había avanzado por los desiertos iraquíes con vehículos terrestres; aun así, durante la preparación de la guerra las misiones de adiestramiento habían sido constantes.

En la base aérea militar había una sección de equipamiento de seguridad, herméticamente cerrada y a temperatura controlada, donde el SAS almacenaba sus paracaídas. Martin solicitó que le reservaran ocho paracaídas principales y ocho de reserva, aunque él y sus hombres solo necesitarían cuatro de cada clase. Encomendó al sargento Stephenson la tarea de revisar y empaquetar los ocho paracaídas.

Estos ya no eran del tipo aerocónico circular asociado al Regimiento de Paracaidistas, sino del diseño más reciente llamado «cuadrado». En realidad, no son cuadrados sino oblongos, y tienen dos capas de tela. En vuelo, el aire pasa entre las dos capas, formando un «ala» semirrígida con una sección transversal que forma un plano aerodinámico, lo cual permite al paracaidista dirigir el artefacto durante la caída debido a su maniobrabilidad y a su movilidad de giro. Esos son los paracaídas que se ven normalmente en las exhibiciones de caída libre.

Los dos cabos recibieron el encargo de obtener y revisar los demás suministros que serían necesarios: cuatro mudas de ropa, cuatro mochilas Bergen, cantimploras, cascos, cinturones, armas, HVC —siglas de los concentrados de alto valor energético que sería todo lo que comerían—, municiones, botiquines… la lista era muy larga. Cada hombre transportaría cuarenta kilos en su mochila, y necesitaría hasta el último gramo de su contenido.

Los ajustadores y mecánicos trabajaban en el hangar asignado al Hércules, examinando detenidamente los motores y lubricando cada pieza movible.

El jefe de escuadrón nombró a su mejor tripulación, cuyo navegante acompañó al coronel Craig hasta el Agujero Negro para seleccionar una zona de lanzamiento apropiada, la importantísima zona DZ.

Martin se reunió con seis técnicos —cuatro estadounidenses y dos británicos—, quienes le presentaron los «juguetes» que debería utilizar para buscar el objetivo, delimitarlo en unos pocos metros cuadrados y transmitir la información a Riad.

Cuando hubo terminado, sus diversos instrumentos fueron empaquetados de una manera especialmente segura a fin de evitar roturas accidentales, y luego llevados al hangar donde la montaña de equipo de los cuatro hombres no dejaba de crecer. Para mayor seguridad llevaban un par de cada instrumento científico, lo cual añadía más peso a transportar.

Martin se reunió entonces con los planificadores en el Agujero Negro. Todos se inclinaban sobre una gran mesa en la que estaban extendidas las fotos recién tomadas por otro TR-1 aquella misma mañana, poco después de que amaneciera. El tiempo había sido claro y las fotos mostraban todos los recovecos del Jebal al Hamreen.

—Suponemos que ese maldito cañón debe de apuntar al sur-sudeste —dijo el coronel Craig—. En consecuencia, el mejor punto de observación parece estar aquí.

Señaló una serie de grietas en la vertiente de una montaña al sur de la supuesta Fortaleza. La colina en el centro del grupo estaba dentro del kilómetro cuadrado que había sido designado por el difunto coronel Osman Badri.

—En cuanto al DZ, aquí hay un pequeño valle, a unos cuarenta kilómetros al sur… Vean el destello del agua de un arroyuelo que baja por el valle.

Martin miró el lugar que le indicaban. Se trataba de una pequeña depresión en las colinas, de quinientos metros de largo por cien de ancho, cuyas herbosas riberas estaban llenas de rocas; por el fondo de la depresión se deslizaba la delgada corriente de agua invernal.

—¿Es el mejor? —preguntó Martin.

El coronel Craig se encogió de hombros.

—Francamente, es todo lo que hay. El siguiente punto está demasiado alejado del blanco. Si se acerca más, podrían verles aterrizar.

Si se observaba el mapa parecía cosa segura, siempre y cuando el lanzamiento se efectuase durante el día, pero en plena oscuridad, lanzándose a través del gélido aire a doscientos kilómetros por hora, sería fácil errar. No habría luces para guiarse ni señales luminosas en tierra. Significaría saltar de una negrura a otra.

—Lo acepto —dijo por fin. El navegante de la RAF se enderezó.

—Muy bien, me pondré manos a la obra.

Por la tarde iba a estar muy atareado. Tendría que encontrar el camino sin luces y a través de un cielo sin luna, y no hasta la zona de lanzamiento, sino hasta un punto en el espacio desde el cual, teniendo en cuenta el desvío ocasionado por el viento, cuatro cuerpos se dejarían caer desde el avión para buscar aquel minúsculo valle. Incluso los cuerpos en caída son desplazados por el viento, y su tarea consistiría en calcular el desvío.

Después de que hubiera oscurecido todos los hombres volvieron a encontrarse en el hangar, cuyo acceso estaba prohibido a cualquier otro miembro de la base. El avión Hércules estaba preparado, con los depósitos llenos de combustible. Bajo una de las alas se amontonaba el equipo que los cuatro hombres necesitarían. Dawlish, el instructor de saltos de la RAF, había vuelto a empaquetar cada uno de los paracaídas de 24 kilos como si fuese a usarlos él mismo. Stephenson estaba satisfecho.

En un extremo había una gran mesa de información. Martin, que se había traído del Agujero Negro fotografías ampliadas, acompañó a Stephenson, Eastman y North a la mesa a fin de trazar la ruta desde la zona del salto hasta las grietas en que se proponían permanecer ocultos y estudiar la Fortaleza durante todo el tiempo que fuera necesario. Todo indicaba que serían dos noches en que tendrían que avanzar a marchas forzadas, ya que durante el día deberían permanecer ocultos. De ninguna manera podrían avanzar a la luz del sol, y la ruta debería ser indirecta.

Finalmente cada hombre se dedicó a llenar su mochila Bergen, colocando encima de todo el «cinturón sistemático», un pesado cinturón de tela gruesa con numerosos bolsillos que sacarían después de aterrizar y se pondrían alrededor de la cintura.

Cuando se puso el sol les trajeron hamburguesas y refrescos del economato, y los cuatro hombres descansaron hasta el momento del despegue, previsto para las diez menos cuarto. Se proponían efectuar el salto a las once y media.

Martin reconocía que la espera siempre era lo peor. Tras la frenética actividad de la jornada, aquellas horas eran como un largo anticlímax. No tenían nada en lo que concentrarse, excepto la tensión, el sentimiento constante y fastidioso de que, a pesar de todas las comprobaciones, habían olvidado algo vital. Durante ese período algunos comían, leían o escribían a casa, otros dormitaban o simplemente iban al lavabo y se vaciaban.

A las nueve un tractor remolcó el Hércules hasta la pista, y la tripulación formada por el piloto, el copiloto, el navegante y el ingeniero de vuelo comenzaron a verificar el correcto funcionamiento de los motores. Veinte minutos después un autobús de ventanas opacas entró en el hangar para llevar a los hombres y su equipo al avión desde el que saltarían, el cual les aguardaba con las puertas traseras abiertas y la rampa bajada.

Tanto los dos instructores de salto como el supervisor de carga y el montador de paracaídas estaban preparados. Solo siete hombres subieron por la rampa a pie y entraron en la vasta caverna del Hércules. La rampa se alzó y las puertas se cerraron. El montador había regresado al autobús, pues no volaría con ellos.

Con los instructores de vuelo y el supervisor de carga, los cuatro soldados se colocaron los cinturones fijados a los asientos a lo largo de la pared, y esperaron. A las 9.44 el Hércules despegó de Riad y dirigió su morro romo rumbo al norte.

El 21 de febrero, mientras el avión de la RAF se alzaba en el cielo nocturno, un helicóptero estadounidense recibía la orden de permanecer a un lado antes de ir a posarse cerca del sector americano de la base.

El helicóptero había sido enviado a Al Kharz para recoger a dos hombres. El comandante del Escuadrón de Cazas Tácticos 336 había sido convocado a Riad por orden del general Buster Glosson. Tal como le habían pedido, le acompañaba el hombre al que consideraba su mejor piloto de vuelos a baja altura para atacar objetivos terrestres.

Ni el comandante de escuadrón de los Rocketeers ni el capitán Don Walker tenían la menor idea del motivo de su presencia allí. Una hora después, en una pequeña sala de información bajo el cuartel general del CENTAF les dijeron qué querían de ellos y lo que se necesitaba. También les dijeron que nadie más, con la única excepción del oficial de sistemas de armamento, el hombre que volaba en el asiento detrás del de Walker, estaba autorizado a conocer todos los detalles.

Entonces los transportaron en helicóptero de regreso a su base.

Después del despegue, los cuatro soldados pudieron desabrocharse los cinturones y moverse por la carlinga del avión, tenuemente iluminada por unas luces rojas en el techo. Martin subió la escala de la cubierta de vuelo y pasó un rato sentado con la tripulación.

Volaron a diez mil pies de altura hacia la frontera iraquí, y entonces empezaron a ascender. A 25.000 pies —7.500 metros—, el Hércules se estabilizó y penetró en el espacio aéreo iraquí, al parecer totalmente solitario.

Lo cierto era que no estaban solos. Sobre el Golfo un AWACS tenía órdenes de vigilar constantemente el cielo alrededor y por debajo de ellos. Si, por alguna razón desconocida, una pantalla de radar iraquí no había sido ya «apagada» por las fuerzas aéreas aliadas y decidía «iluminarse», sería atacada de inmediato. A tal fin, dos escuadrillas de Wild Weasel con misiles Harm antirradar volaban por debajo de ellos.

En previsión de que algún piloto de caza iraquí decidiera volar aquella noche, una escuadrilla de jaguar de la RAF estaba por encima y a la izquierda de ellos, y una escuadrilla de Eagle F-15C a la derecha. El Hércules volaba protegido por una cubierta de tecnología letal, y todos los demás pilotos en vuelo aquella noche desconocían el motivo. Ellos solo obedecían órdenes.

De hecho, si alguien en Irak vio alguna señal en el radar aquella noche, supuso que el avión de transporte se dirigía hacia el norte, en dirección a Turquía.

El supervisor de carga hizo cuanto pudo para que sus invitados tuvieran un vuelo cómodo, ofreciéndoles té, café, refrescos y galletas.

Cuarenta minutos antes de llegar al punto de lanzamiento, el navegante encendió una luz de advertencia que indicaba «P-menos-40» y dieron comienzo los últimos preparativos.

Los cuatro soldados se colocaron los paracaídas principales y de reserva, el primero sobre los hombros y el segundo más abajo, en la espalda. Luego se pusieron las mochilas, que colgaban al revés en la espalda, por debajo de los paracaídas, con la punta entre las piernas. Las armas, la Heckler con silenciador y la metralleta Koch MP5 SD, fueron fijadas con pasadores en el costado izquierdo, y el depósito personal de oxígeno enganchado sobre el pecho.

Finalmente se pusieron los cascos y las máscaras de oxígeno antes de conectar estas a la consola central, un bastidor del tamaño de una gran mesa de comedor, lleno de botellas de oxígeno. Cuando todos respiraban y estaban cómodos, se informó al piloto y dio comienzo la operación de modificar los niveles de aire y presión dentro del casco hasta que igualaron a los del exterior.

Esa operación requirió casi veinte minutos. Entonces se sentaron de nuevo y aguardaron. Quince minutos antes de que arribaran al punto de lanzamiento, llegó un nuevo mensaje de la cubierta de vuelo, recogido por el supervisor de carga, quien dijo a los instructores de vuelo que indicaran con gestos a los soldados el cambio de la toma de oxígeno desde la consola principal a sus pequeñas botellas personales. Estas tenían un suministro de media hora, y los hombres necesitarían la cantidad correspondiente a tres o cuatro minutos para el salto.

En aquel momento solo el navegante en la cubierta de vuelo sabía exactamente dónde se encontraban. El equipo del SAS confiaba plenamente en que les harían saltar en el lugar preciso.

Entretanto, el supervisor de carga se mantenía en contacto con los soldados mediante un constante flujo de señales, que finalizó cuando les indicó con ambas manos las luces encima de la consola. El supervisor de carga recibió una serie de instrucciones facilitadas por el navegante.

Los hombres se pusieron de pie y se encaminaron lentamente, como astronautas sobrecargados de equipo, hacia la rampa. Los instructores de vuelo, también provistos de botellas de oxígeno portátiles, fueron con ellos. Los hombres del SAS se alinearon ante la compuerta de cola todavía cerrada, cada uno comprobando el equipo que tenía delante.

A P-menos-4 la compuerta de cola bajó y todos pudieron contemplar la negrura del espacio a 7.500 metros de altura. El instructor de vuelo alzó dos dedos, con lo cual les indicaba que estaban a P-menos-2. Entonces los hombres avanzaron hasta el mismo borde de la rampa y miraron las luces, todavía apagadas, a cada lado de la abertura. Las luces se pusieron en rojo, los hombres se colocaron las gafas protectoras. Las luces pasaron al verde…

Los cuatro soldados giraron sobre un talón, de cara al vientre del Hércules, y saltaron hacia atrás, con los brazos abiertos y la barbilla pegada al pecho. El borde de la rampa destelló por debajo de sus máscaras y el Hércules despareció.

El sargento Stephenson fue el primero en descender.

Los cuatro hombres estabilizaron su posición de caída y bajaron por el cielo nocturno miles de metros sin producir el menor sonido. A poco más de mil metros los liberadores automáticos accionados por la presión abrieron las bolsas de los paracaídas y la tela salió velozmente expandiéndose. Mike Martin, que iba en segunda posición, vio que la sombra a quince metros por debajo de él parecía dejar de moverse. En el mismo instante notó la vibración producida por la apertura de su propio paracaídas principal, y entonces el «cuadrado» encajó la tensión, haciéndole pasar de doscientos kilómetros por hora a veinte, gracias a que los suspensores absorbieron parte de la sacudida.

Cada hombre abrió el cierre de resorte que le sujetaba la mochila Bergen a la espalda y dejó que la carga se deslizara por sus piernas hasta que quedó colgando de los pies. Las Bergen seguirían allí hasta el final, y solo serían soltadas a treinta metros del suelo para que colgaran del cable de retención de nailon, que medía cuatro metros y medio.

Martin siguió al paracaídas del sargento, que se movía a su derecha. El cielo estaba claro, las estrellas eran visibles, las formas negras de las montañas se alzaban por todos lados. Entonces vio lo mismo que el sargento había visto: el brillo de la corriente de agua que recorría el valle.

Peter Stephenson cayó exactamente en el centro de la zona, a pocos metros de la orilla del arroyo, sobre un terreno cubierto de musgo y hierba. Martin dejó caer la Bergen sujeta a la cuerda, giró, se detuvo en el aire, notó que la mochila chocaba contra el suelo y tomó tierra suavemente con ambos pies.

El cabo Eastman pasó por encima de él, giró, volvió a deslizarse hacia dentro y cayó a cincuenta metros de distancia. Martin estaba desabrochando el arnés de su paracaídas y no vio aterrizar a Kevin North.

En realidad, el montañero era el cuarto y último de la hilera, y descendía a cien metros de distancia pero no sobre el llano herboso sino sobre la ladera de la colina. Estaba intentando aproximarse a sus colegas, tirando de los cables de orientación, cuando la mochila Bergen chocó contra la ladera. Después de que tocara el suelo, el paracaidista, a cuya cintura estaba atada, la arrastró de costado en su desplazamiento. La mochila recorrió cinco metros de pendiente y quedó atascada entre dos rocas.

El súbito tirón de la cuerda hizo descender a North bruscamente y de costado, de modo que no aterrizó de pie sino de lado. No había muchas rocas en aquella ladera, pero una de ellas le fracturó el fémur en ocho lugares distintos.

El cabo advirtió claramente que el hueso se quebraba, pero la sacudida fue tan violenta que entumeció el dolor durante unos segundos. Entonces llegó en oleadas. El joven giró sobre sí mismo y se aferró el muslo con ambas manos, susurrando una y otra vez: «No, por favor, Dios mío, no».

Aunque no se daba cuenta, ya que la fractura no era expuesta, sufría una hemorragia. Una de las astillas de hueso le había cortado limpiamente la arteria femoral, que empezó a verter sangre en el destrozado interior del muslo.

Los otros tres le encontraron al cabo de un minuto. Todos habían desenganchado sus ondulantes paracaídas y las Bergen, convencidos de que él estaría haciendo lo mismo. Cuando advirtieron que no era así, fueron en su busca para ver qué le había pasado. Stephenson sacó su pequeña linterna de bolsillo e iluminó la pierna.

—Maldita sea —susurró. Disponían de botiquines, incluso de vendajes contra heridas de metralla, pero nada para hacer frente a una lesión como aquella.

El cabo necesitaba terapia traumática, plasma y una intervención quirúrgica importante, y todo ello con rapidez. Stephenson corrió al lugar donde estaba la mochila de North, sacó el botiquín y empezó a preparar una inyección de morfina, pero no era necesario, pues a medida que perdía sangre disminuía el sufrimiento.

North abrió los ojos, centró la mirada en el rostro de Mike Martin, susurró «Lo siento, jefe» y cerró los ojos de nuevo. Dos minutos después había fallecido.

En otro tiempo y otro lugar, Martin habría exteriorizado de alguna manera el dolor que sentía ante la pérdida de un hombre que, como North, estaba bajo su mando, pero ahora no había tiempo. Aquel no era el lugar oportuno. Los compañeros del difunto lo comprendieron así y se dispusieron a realizar su tarea en sombrío silencio. El dolor vendría más tarde.

Martin había confiado en recoger los paracaídas esparcidos y marcharse rápidamente del valle antes de buscar una grieta rocosa donde enterrar el equipo innecesario. Ahora eso era del todo imposible, pues tenían que encargarse del cuerpo de North.

—Pete, empieza a recoger todo lo que hemos de enterrar. Busca una hondonada poco profunda en alguna parte, o haz tú mismo un hoyo. Tú, Ben, empieza a recoger piedras.

Martin se inclinó sobre el cadáver, le quitó la placa de identificación y la pistola ametralladora, y entonces fue a ayudar a Eastman. Juntos, valiéndose de los cuchillos y las manos, los tres hombres abrieron un hoyo en la tierra herbosa y tendieron allí al muerto. Tenían que poner más cosas encima de él: cuatro paracaídas principales abiertos, cuatro de reserva sin abrir, cuatro botellas de oxígeno, cabos y cinchas.

Luego empezaron a amontonar piedras, no de una manera ordenada, pues si tenía forma de túmulo podría ser avistado, sino al azar, como si las piedras hubieran caído desde la ladera de la montaña. Recogieron agua del arroyo para limpiar las manchas de sangre de la roca y la hierba. Removieron con los pies la tierra en los lugares donde habían estado las piedras utilizadas, y luego los cubrieron con trozos de musgo arrancado de la orilla. En la medida de lo posible era preciso devolver al valle el aspecto que había tenido una hora antes de medianoche.

Habían confiado en caminar durante cinco horas antes del alba, pero la tarea les llevó más de tres. Parte del contenido de la mochila de North se quedó dentro, y con el infortunado soldado enterraron su ropa, los alimentos y el agua. Los demás objetos tuvieron que repartirlos entre ellos, sobrecargando así sus propias mochilas.

Una hora antes de que amaneciera abandonaron el valle y pasaron a la fase de SOP, siglas que corresponden a la expresión «procedimiento de operación permanente». El sargento Stephenson adoptó el papel de explorador guía, avanzando delante de los otros dos. Antes de llegar a una cima se dejaba caer al suelo para mirar al otro lado, a fin de cerciorarse de que allí no les esperaba una sorpresa desagradable.

La ruta era ascendente, y el guía estableció un ritmo agotador. Aunque era una persona menuda y delgada, cinco años mayor que Martin, podía llevar una carga de cuarenta kilos a la espalda y aun así dejar atrás a la mayoría de los hombres.

Las nubes cubrieron las montañas precisamente cuando Martin lo necesitaba, pues retrasaban la salida del sol y le proporcionaban una hora adicional. Al cabo de hora y media de dura marcha habían recorrido doce kilómetros, dejando varias elevaciones y dos colinas entre ellos y el valle. Finalmente el avance de la luz grisácea les obligó a buscar una posición para ocultarse.

Martin eligió una grieta horizontal en las rocas, bajo una saliente, disimulada por hierba marchita y justo por encima de un uadi seco. Mientras aún estaba oscuro comieron un poco, bebieron agua, se cubrieron con una red de camuflaje y se tendieron a dormir. Martin se encargó del primero de los tres turnos de guardia.

A las once de la mañana Martin despertó a Stephenson con unas ligeras sacudidas y se echó a dormir mientras el sargento montaba guardia. A las cuatro de la tarde Ben Eastman dio unos golpecitos a Martin en la rodilla con un dedo rígido. Al abrir los ojos, el comandante vio que Eastman se llevaba el índice a los labios. Martin aguzó el oído. Desde el uadi, a tres metros por debajo de la saliente, les llegaban los sonidos guturales de alguien que hablaba en árabe.

El sargento Stephenson se despertó y enarcó una ceja, como preguntando qué iban a hacer ahora. Martin escuchó durante un rato. Eran cuatro hombres, de patrulla, fatigados y aburridos de una tarea que consistía en recorrer incesantemente las montañas. Al cabo de diez minutos supo que se proponían acampar allí para pasar la noche.

Ya habían perdido demasiado tiempo. Tenían que ponerse en marcha a las seis, cuando la oscuridad envolviera las colinas, y necesitaban todas las horas para recorrer los kilómetros a través del valle hasta aquellas grietas en la colina, frente a la Fortaleza… Tal vez necesitarían más tiempo para buscar y encontrar las grietas.

La conversación que tenía lugar en el uadi le hizo saber que los iraquíes buscarían leña para encender una fogata, y era evidente que echarían un vistazo a los arbustos detrás de los que estaban tendidos los hombres del SAS. Aun cuando no lo hicieran, podrían transcurrir horas antes de que estuvieran lo bastante dormidos para que la patrulla de Martin pasara por su lado y se alejara. No había manera de evitar lo que se veían obligados a hacer.

A una señal de Martin, los otros dos sacaron sus cuchillos de doble filo, y los tres hombres se deslizaron por la pedregosa ladera hasta el uadi que se extendía al pie.

Una vez terminado el trabajo, Martin examinó los documentos de los iraquíes muertos y reparó en que todos tenían el patronímico Al Ubaidi. Pertenecían a la tribu de los Ubaidi, hombres de montaña naturales de aquellas regiones. Todos llevaban la insignia de guardias republicanos, y era evidente que la Guardia Republicana había seleccionado a aquellos guerreros montañeses para formar las patrullas cuya tarea consistía en mantener la Fortaleza a salvo de intrusos. Observó que eran hombres delgados, sin un gramo de grasa en el cuerpo, y probablemente infatigables en un terreno escarpado como aquel.

Tardaron todavía una hora en arrastrar los cuatro cuerpos a la hendidura, cortar su tienda camuflada para formar una cubierta y disimularla con arbustos, matas y hierba, pero cuando terminaron habría sido necesaria una vista extremadamente aguda para descubrir el escondrijo bajo la saliente rocosa. Por suerte la patrulla iraquí no tenía radio, por lo que probablemente no se habrían puesto en contacto con su base hasta que regresaran, cuando quiera que fuese. Ahora jamás regresarían, pero tal vez pasarían un par de días antes de que los echaran en falta.

Los hombres del SAS emprendieron la marcha en la oscuridad, tratando de recordar, a la luz de las estrellas, las formas de las montañas que habían visto en las fotografías, y orientándose mediante la brújula hacia la montaña que buscaban.

Martin disponía de un mapa excelente, trazado por ordenador a partir de las fotos aéreas tomadas por el TR-1, que mostraba la ruta entre el punto de lanzamiento en paracaídas y la posición donde habían decidido ocultarse. Deteniéndose a intervalos para consultar su indicador manual de posición y examinar el mapa a la luz de la linterna de bolsillo, Martin podía verificar su avance y el lugar en que se encontraban. Así comprobó que ambos eran correctos a medianoche, y calculó que les quedaban otros quince kilómetros de marcha.

En los abruptos Brecons de Gales, Martin y sus hombres podían avanzar a seis kilómetros por hora, lo cual equivale a un paseo brioso sobre terreno llano para quienes sacan a pasear sus perros de noche sin llevar una mochila de cuarenta kilos a la espalda. Caminar con semejante carga a esa velocidad era perfectamente normal.

Pero en aquellas colinas hostiles, con la posibilidad de que hubiera patrullas a su alrededor, el avance debía ser más lento. Ya habían tenido un encuentro con los iraquíes; uno más sería excesivo.

Una ventaja que poseían sobre sus enemigos eran sus NVG, las gafas de visión nocturna que llevaban, semejantes a máscaras de submarinistas. Con la nueva versión gran angular podían ver el campo que se extendía delante de ellos con un pálido brillo verdoso, pues la tarea de los intensificadores de imágenes consistía en recoger hasta la última pizca de luz natural del entorno y concentrarla en la retina del espectador.

Dos horas antes del alba vieron la mole de la Fortaleza ante ellos y empezaron a subir por la cuesta a su izquierda. La montaña que habían elegido estaba en el borde meridional del kilómetro cuadrado indicado por Jericó, y desde las grietas cercanas a la cima podrían ver la cara sur de la Fortaleza —siempre y cuando se tratase de esta—, desde una altura casi igual a la de su cima.

Treparon fatigosamente durante una hora, con la respiración entrecortada. El sargento Stephenson, que iba delante, siguió un senderillo de cabras que ascendía y rodeaba la montaña. Poco antes de llegar a la cima encontraron la grieta que el TR-1 había detectado con su cámara dirigida hacia abajo y lateralmente. Era mejor de lo que Martin había esperado, pues se trataba de una grieta natural en la roca de dos metros y medio de longitud, metro veinte de profundidad y sesenta centímetros de altura. Fuera de la grieta había una saliente de sesenta centímetros de anchura, sobre la que Martin podría tender su torso manteniendo la parte inferior del cuerpo entre las rocas.

Los hombres sacaron la red de camuflaje y empezaron a disimular su nicho para que pasara completamente inadvertido.

Metieron la comida y el agua en los bolsillos de los «cinturones sistemáticos», pusieron a mano las piezas del equipo técnico de Martin, revisaron las armas y las dejaron listas para usarlas de inmediato si fuera preciso. Poco antes de que saliera el sol, Martin utilizó uno de sus artefactos.

Se trataba de un transmisor mucho más pequeño que el que tenía en Bagdad, puesto que su tamaño apenas superaba las medidas de un par de cajetillas de tabaco. Estaba conectado a una batería de cadmio y níquel con suficiente energía para proporcionarle más tiempo de comunicación del que podría necesitar.

La frecuencia estaba fijada, y en el otro extremo había un turno de escucha durante las veinticuatro horas del día. Para llamar la atención solo tenía que apretar el botón de transmisión en una secuencia de señales electrónicas y pausas previamente acordada, y entonces esperar a que desde el otro extremo contestaran con la secuencia de respuesta.

El tercer componente del aparato era una antena parabólica plegable, como la que tenía en Bagdad pero más pequeña. Aunque ahora se encontraba más al norte que la capital de Irak, también estaba a mucha más altura.

Martin instaló la antena orientándola hacia el sur, conectó el aparato a la batería y esta a la antena, y entonces presionó el botón de transmisión. Uno-dos-tres-cuatro-cinco, pausa; uno-dos-tres, pausa; uno, pausa, uno.

Al cabo de cinco minutos la radio que tenía en la mano chirrió tenuemente. Cuatro pitidos, otros cuatro, dos.

Presionó el botón de transmisión, lo mantuvo apretado y dijo al micrófono:

—Ven Nínive, ven Tiro. Repito, ven Nínive, ven Tiro.

Soltó el botón de transmisión y esperó. Oyó las excitadas señales del transmisor: uno-dos-tres, pausa; uno, pausa, cuatro. Recibido y reconocido.

Martin guardó el receptor en su funda impermeable, cogió sus potentes gemelos de campaña y tendió el torso sobre la saliente rocosa. A sus espaldas el sargento Stephenson y el cabo Eastman estaban metidos como embriones en la grieta bajo la roca, pero al parecer muy cómodos. Dos ramitas mantenían la red alzada ante él, presentando una abertura a través de la cual deslizó los prismáticos por los que un ornitólogo habría dado su brazo derecho.

La mañana del 23 de febrero, cuando el sol asomaba tras las montañas de Hamreen, el comandante Martin empezó a estudiar la obra maestra de su antiguo compañero de escuela Osman Badri, la Qa’ala que ningún aparato podía ver.

En Riad, Steve Laing y Simon Paxman examinaban la hoja que les había dado el ingeniero que acababa de llegar corriendo de la sala de radio.

—Por todos los diablos —dijo Laing entusiasmado—. Está ahí, está en la puñetera montaña.

Veinte minutos después en Al Kharz recibían la noticia enviada por la oficina del general Glosson.

El capitán Don Walker, que había regresado a su base en la madrugada del día 22, aprovechó lo poco que quedaba de la noche para dar una cabezada y se puso a trabajar poco después de que amaneciera, cuando los pilotos que habían realizado misiones nocturnas se dirigían a la cama con paso cansino después de haber informado sobre las mismas.

A mediodía disponía de un plan para presentarlo a sus superiores. Fue enviado de inmediato a Riad y aprobado. Por la tarde le asignaron el avión apropiado, junto con la tripulación y los servicios de apoyo.

El plan consistía en un ataque con cuatro aparatos contra una base aérea iraquí bastante al norte de Bagdad, llamada Tikrit Este, no lejos del pueblo natal de Saddam Hussein. Sería un ataque aéreo con bombas de una tonelada guiadas por láser. Don Walker estaría al frente, con su piloto de flanco habitual y otros dos Eagle.

Milagrosamente la misión apareció en la orden de actividades aéreas de Riad, aunque había sido ideada doce horas antes y no con tres días de antelación.

Las otras, tres tripulaciones necesarias fueron separadas de otras tareas y asignadas a la misión de Tikrit Este, programada para la noche del 22 si no había contraorden, y en caso contrario para cualquier otra noche que se les ordenara. Hasta entonces debían estar en disposición permanente para despegar una hora después de que se les avisara.

Los cuatro Strike Eagle estuvieron preparados al atardecer del día 22. A las diez de la noche la misión fue cancelada, sin que la sustituyera ninguna otra. A los ocho tripulantes se les dijo que descansaran, mientras el resto del escuadrón iba a bombardear tanques entre las unidades de la Guardia Republicana apostadas al norte de Kuwait.

Cuando al amanecer del día 23 los aviones que participaron en esta misión estuvieron de vuelta, a los ocho tripulantes ociosos les tocó su turno de diversión.

Junto con el personal de planificación de misiones, establecieron una ruta hacia Tikrit Este que llevaría a los cuatro Eagle al corredor entre Bagdad y la frontera iraní, al este, con un cambio de rumbo de 45 grados sobre el lago As Sa’diyah, y luego se enderezaría al nordeste, rumbo a Tikrit.

Don Walker estaba desayunando en el comedor cuando le llamó el comandante de su escuadrón.

—Su marcador de objetivos está en el lugar —le informó—. Descanse un poco. Puede que la noche sea dura.

Cuando amaneció, Mike Martin empezó a examinar la montaña que se elevaba al otro lado del valle. Al máximo aumento, sus prismáticos le permitían detectar incluso pequeños arbustos. Haciendo retroceder el foco, podía ver una zona de cualquier tamaño que deseara.

Durante la primera hora no pareció más que una montaña. La hierba crecía en ella como en todas las demás, había matorrales como en las otras, aquí y allá un trecho de roca desnuda, de vez en cuando un pequeño canto rodado aferrado a la ladera. Como todas las demás colinas que alcanzaba a ver, aquella era de forma irregular. Nada en ella parecía fuera de lugar.

De tanto en tanto Martin cerraba fuertemente los ojos para descansar la vista, y apoyaba la cabeza en los antebrazos. Luego reanudaba la inspección.

Hacia media mañana empezó a aparecer una estructura. En ciertas zonas de la montaña la hierba parecía crecer de una manera diferente a la de otras partes. En algunas áreas la vegetación crecía de manera demasiado regular, como si formara hileras. Pero no había ninguna puerta, a menos que estuviera en el otro lado, ni carretera ni camino con marcas de neumáticos ni un tubo de extracción del aire viciado ni señales de excavación reciente o anterior. El movimiento de la luz solar fue lo que le dio la primera pista.

Poco después de las once creyó ver un destello en la hierba. Centró los prismáticos en aquel lugar y observó con el máximo aumento. El sol quedó oculto por una nube. Cuando apareció de nuevo, volvió a verse el destello. Entonces Martin localizó su origen. Era un fragmento de alambre en la hierba.

Parpadeó y probó de nuevo. Se trataba de un trozo de alambre colocado al sesgo, de unos treinta centímetros de longitud, pero formaba parte de un alambre más largo, cubierto de plástico verde, una pequeña porción del cual se había erosionado, revelando el metal debajo.

Había otros alambres similares, todos escondidos entre la hierba y solo visibles cuando en ocasiones el viento agitaba las briznas a uno y otro lado. Con otros alambres ubicados en diagonal formaban una superficie eslabonada.

Hacia mediodía pudo ver mejor. Una parte de la ladera estaba cubierta por una red de alambre que sujetaba el suelo a una superficie debajo de la tierra; la hierba y los arbustos plantados en cada brecha de forma romboidal servían para cubrir el alambre.

Entonces vio el escalonamiento. Una parte de la ladera estaba hecha, al parecer, de bloques de hormigón, cada uno colocado a unos diez centímetros detrás del que estaba debajo. A lo largo de estas terrazas había surcos de tierra en los que crecían los arbustos. Estos formaban líneas horizontales. Al principio no lo parecía, debido a que estaban situados a diferentes alturas, pero cuando Martin examinó detenidamente los troncos, le resultó evidente que estaban alineados, y no de manera natural.

Examinó otras partes de la montaña, pero la pauta terminaba y volvía a empezar un poco más a su izquierda. A primera hora de la tarde encontró la solución.

Los analistas de Riad habían tenido razón… hasta cierto punto. Si alguien hubiera intentado excavar todo el centro de la colina, esta se habría venido abajo. El autor de aquel trabajo debía de haber aprovechado tres colinas existentes, cercenar las superficies interiores y rellenar las brechas entre las cimas para crear un cráter gigantesco.

Al llenar las brechas, el constructor había seguido los contornos de las colinas reales, escalonando las hileras de bloques de hormigón atrás y arriba, y creando así las pequeñas terrazas, para lo que se debió de verter miles de toneladas de hormigón.

El revestimiento sin duda fue posterior: láminas de alambre de verja revestidas de vinilo verde, probablemente grapadas al hormigón de debajo a fin de retener la tierra en las vertientes. Luego esparcieron las semillas de hierba para que arraigara y se extendiera, y plantaron arbustos en hoyos más profundos dejados en las terrazas de hormigón.

La hierba crecida durante el verano anterior se había enmarañado, creando su propia red de raíces entrelazadas, y los arbustos habían brotado a través del alambre y la hierba para armonizar con la maleza de las colinas originales.

Por encima del cráter, el tejado de la fortaleza era seguramente una cúpula geodésica construida de tal modo que tuviera millares de bolsas en las que podía crecer la hierba. Incluso había rocas artificiales, con franjas por las que había corrido el agua de lluvia.

Martin empezó a concentrarse en la zona cercana al punto donde el borde del cráter habría estado antes de la construcción de la rotonda. A unos quince metros de la parte superior de la cúpula encontró lo que buscaba. Ya había examinado la zona cincuenta veces con los prismáticos sin ver nada.

Se trataba de un afloramiento rocoso de un gris desvaído pero con dos líneas negras que lo cruzaban de un lado a otro. Cuanto más estudiaba Martin las líneas, más le intrigaba el motivo por el que alguien habría trepado tan alto para dibujar dos líneas en una roca.

Una ráfaga de viento proveniente del nordeste agitó la red de camuflaje alrededor de su rostro. El mismo viento hizo que una de las líneas se moviera. Cuando el viento cesó, las líneas dejaron de moverse. Entonces Martin se dio cuenta de que no eran líneas dibujadas, sino cables de acero que se deslizaban sobre la roca y se perdían en la hierba.

Alrededor del perímetro de la roca más grande había otras de menor tamaño, como centinelas en círculo. ¿Por qué era tan circular y para qué servían los cables de acero? Suponiendo que alguien, desde el interior de la montaña, tirase de aquellos cables, ¿se movería la roca?

A las tres y media se dio cuenta de que no se trataba de una roca, sino de un toldo gris, sujeto por los cables que desaparecían en la caverna situada debajo.

Gradualmente distinguió una forma circular de metro y medio de diámetro debajo del toldo. Lo que veía era una lona circular que ocultaba el último metro del cañón Babilonia que se proyectaba, desde su recámara a doscientos metros bajo el cráter, hacia el cielo. Apuntaba hacia el sur-sudeste, en dirección a Dahran, que se encontraba a 750 kilómetros de distancia.

—El telémetro —musitó a los hombres que estaban detrás de él. Pasó los prismáticos y cogió el instrumento que le tendían, semejante a un telescopio.

Cuando miró a través del telémetro tal como le habían enseñado en Riad, vio la montaña y el toldo camuflado que cubría el cañón, pero sin ningún aumento.

En el prisma había cuatro cabrios en forma de V, con las puntas dirigidas hacia dentro. Hizo girar lentamente el mando estriado que había junto a la mira hasta que las cuatro puntas se tocaron para formar una cruz que quedó fijada sobre el toldo.

Se apartó de la mira y consultó las cifras de la banda rotatoria. Indicaba mil cien metros.

—La brújula —dijo.

Dejó el telémetro a sus espaldas y cogió la brújula electrónica. No era un instrumento formado por un disco flotando en un cuenco de alcohol, ni siquiera una aguja equilibrada sobre un cardán. Aplicó el ojo a la mira, avistó el toldo al otro lado del valle y apretó el botón. La brújula hizo el resto, indicándole 348 grados, diez minutos y dieciocho segundos desde donde se encontraba hasta el toldo.

El SATNAV hizo lo último que necesitaba: indicarle su posición exacta sobre la superficie del planeta, con una precisión de quince metros cuadrados.

Resultó muy engorroso montar la antena parabólica de satélite en un espacio tan reducido, y la operación requirió diez minutos. Cuando llamó a Riad la respuesta fue inmediata. Lentamente Martin transmitió a los oyentes en la capital saudí tres series de cifras: su posición exacta, la dirección que le señalaba la brújula entre él y el objetivo y la distancia. En Riad calcularían el resto y darían las coordenadas al piloto.

Martin retrocedió arrastrándose, se metió debajo de la grieta e intentó dormir. Fue sustituido por Stephenson, quien vigilaría por si se presentaban patrullas iraquíes.

A las ocho y media, cuando la oscuridad era total, puso a prueba el marcador infrarrojo de objetivos. Tenía la forma de una linterna grande, con una culata de pistola, pero en la parte trasera presentaba una mira.

Martin conectó el instrumento a su batería, apuntó a la Fortaleza y miró. Toda la montaña estaba iluminada con tanta claridad como si la bañase la luz de una gran luna verde. Dirigió el cañón del intensificador de imagen al toldo que ocultaba la boca del cañón Babilonia y apretó el gatillo.

Un solo rayo invisible de luz infrarroja recorrió el valle, y Martin vio aparecer un pequeño punto rojo en la ladera de la montaña. Movió el instrumento de visión nocturna, aplicó el punto rojo al toldo y lo mantuvo allí durante treinta segundos. Una vez satisfecho, lo apagó y retrocedió bajo la red.

Los cuatro aviones Strike Eagle despegaron de Al Kharz a las once menos cuarto de la noche y ascendieron a veinte mil pies. Para tres de las tripulaciones se trataba de una misión de rutina destinada a atacar una base aérea iraquí. Cada Eagle transportaba bombas de una tonelada guiadas por láser, aparte de sus misiles aire-aire.

La operación de repostar con el avión nodriza KC-10 que les habían asignado se llevó a cabo con normalidad. Una vez llenos los depósitos, se alejaron en amplia formación y la escuadrilla, cuyo nombre en clave era Grajo, puso rumbo casi directamente al norte, sobrevolando la población iraquí de As Samawah a las 11.14.

Volaron, como de costumbre, en silencio radiofónico y sin luces, pues cada «mago» podía ver perfectamente a los otros tres aviones en la pantalla de su radar. La noche estaba despejada y los AWACS en misión sobre el Golfo les indicaron una «imagen clara», lo cual significaba que no había cazas iraquíes en el aire.

A las 11.39 el «mago» de Don Walker musitó:

—Giro dentro de cinco.

Todos le oyeron y entendieron que girarían sobre el lago As Sa’diyah al cabo de cinco minutos.

En el preciso momento en que efectuaban el giro de 45 grados a babor para emprender el nuevo rumbo a Tikrit Este, las otras tres tripulaciones oyeron decir muy claramente a Don Walker:

—Escuadrilla Grajo… El líder tiene problemas en el motor. Regreso a la base. Grajo Tres, sustitúyeme.

Aquella noche Grajo Tres era Bull Baker, jefe del grupo formado por los otros dos aviones. A partir de entonces las cosas empezaron a ir mal, y de una manera muy preocupante.

El piloto de flanco de Walker, Randy R-2 Roberts, se aproximó a su líder, pero no pudo ver ningún problema aparente en los motores de Walker. Sin embargo, Grajo Líder estaba perdiendo potencia y altura. Si iba a regresar a la base, lo normal sería que su piloto de flanco permaneciera con él, a menos que el problema fuese mínimo. Y un fallo del motor sobre territorio enemigo no es un problema mínimo.

—Roger, entendido —dijo Baker. Entonces oyeron de nuevo la voz de Walker.

—Grajo Dos, reúnase con Grajo Tres, repito, reúnase con él. Es una orden. Sigan a Tikrit Este.

El piloto de flanco, ahora perplejo, hizo lo que le ordenaba su jefe y ascendió para reunirse con los Grajos restantes. El comandante seguía perdiendo altura sobre el lago. Podían verle en sus pantallas de radar.

En el mismo momento se dieron cuenta de que había hecho lo impensable. Por algún motivo, tal vez debido a la confusión causada por el problema del motor, no había hablado a través del sistema de radio codificado have-quick, sino «en claro». Más sorprendente todavía era que había mencionado su destino.

Por encima del Golfo, un joven sargento de la Fuerza Aérea estadounidense que manejaba parte de la batería de consolas en la carlinga del AWACS se sintió perplejo y avisó a su controlador de misiones.

—Tenemos un problema, señor. Grajo Líder tiene un fallo de motor y quiere regresar a la base.

—De acuerdo, anotado —dijo el comandante de la misión. En la mayor parte de los aviones el piloto es el capitán y es la máxima autoridad, pero en el AWACS, si bien el piloto está al frente de la seguridad del aparato, el comandante de la misión es quien tiene la palabra cuando se trata de dar órdenes a través del aire.

—Pero, señor —protestó el sargento—. Grajo Líder ha hablado «en claro, ha revelado el objetivo de la misión. ¿Digo que regresen todos a la base?

—Negativo, la misión continúa —dijo el controlador—. Que sigan adelante.

El sargento, estupefacto, regresó a su consola. Aquello era una locura. Si los iraquíes habían oído la transmisión, sus defensas aéreas en Tikrit Este estarían en alerta máxima. Entonces oyó de nuevo a Walker.

—Grajo Líder. SOS SOS. Los dos motores averiados. Eyección.

Todavía hablaba «en claro». Los iraquíes, si estaban escuchando, podrían oírlo todo.

De hecho, el sargento tenía razón. Los mensajes habían sido captados. En Tikrit Este los artilleros quitaban los toldos que cubrían sus cañones antiaéreos y los misiles buscadores de calor esperaban el sonido de los motores cuando se aproximaran los aviones. Otras unidades recibían la alerta para acudir a la zona del lago en busca de dos aviadores abatidos.

—Señor, Grajo Líder ha caído. Tenemos que enviar a la base a los restantes.

—Anotado. Negativo —dijo el comandante de la misión. Consultó su reloj. Tenía sus órdenes. No sabía por qué, pero las obedecería.

La escuadrilla Grajo se encontraba entonces a nueve minutos del objetivo, donde la esperaba un comité de recepción. Los tres pilotos de los Eagle volaban en absoluto silencio.

El sargento del AWACS pudo ver todavía la señal electrónica de Grajo Líder, a muy baja altura sobre la superficie del lago. Era evidente que el Eagle había sido abandonado y se estrellaría de un momento a otro.

Cuatro minutos después el comandante de la misión pareció cambiar la idea.

—AWACS a escuadrilla Grajo, regreso a la base, repito, regreso a la base.

Los tres pilotos de los Strike Eagle, deprimidos y desalentados por los acontecimientos, se desviaron de su rumbo y emprendieron el regreso a la base. En Tikrit Este los artilleros iraquíes, que carecían de radar, aguardaron en vano durante otra hora.

En el extremo meridional del Jebal al Hamreen otro puesto de escucha iraquí había oído el mensaje del piloto estadounidense. El coronel de transmisiones que estaba al frente no tenía el cometido de alertar a Tikrit Este o cualquier otra base aérea ante la proximidad de aviación enemiga. Su única tarea consistía en asegurarse de que nadie penetrara en el Jebal.

Cuando la escuadrilla Grajo viró por encima del lago, el coronel iraquí ordenó la alerta ámbar, pues la trayectoria desde el lago hasta la base aérea habría llevado a los Eagle al borde meridional de la cadena montañosa. Cuando uno de ellos se estrelló, estuvo encantado, y cuando los otros tres cambiaron de rumbo y se dirigieron al sur, se sintió aliviado y canceló la alerta.

Don Walker había bajado en espiral hacia la superficie del lago hasta que niveló el aparato a treinta metros sobre la superficie y efectuó la llamada de socorro. Mientras sobrevolaba las aguas del As Sa’diyah, tecleó sus nuevas coordenadas y viró al norte, penetrando en el Jebal. En el mismo momento puso en marcha el sistema LANTIRN.

El LANTIRN es un sistema de navegación y establecimiento de objetivos a baja altura mediante rayos infrarrojos que permiten efectuar esas maniobras de noche; es el equivalente estadounidense del sistema TIALD británico. Al conectar el LANTIRN, Walker podía ver a través de la cubierta de la carlinga el paisaje que tenía delante, iluminado claramente por los rayos infrarrojos emitidos desde la parte inferior de las alas.

Las columnas de información en la pantalla indicadora le proporcionaban ahora el rumbo, la velocidad, la altura y el tiempo que faltaba para llegar al punto de lanzamiento.

Podría haber conectado el piloto automático de modo que el ordenador se encargara de pilotar el Eagle, haciéndole avanzar por las gargantas y los valles, pasando ante los riscos y las laderas montañosas, mientras el tripulante permanece con las manos sobre los muslos. Pero prefirió mantener el control manual y pilotar él mismo su aparato.

Con la ayuda de las fotos de reconocimiento proporcionadas por el Agujero Negro, había trazado un rumbo a través de la cadena montañosa que nunca le haría salir del horizonte de los picos. Se mantuvo a baja altura, cruzando los valles en vuelo rasante, virando repentinamente desde una brecha a otra, siguiendo un rumbo zigzagueante, como si de una montaña rusa se tratara, que le adentraba en la cadena montañosa, acercándole a la Fortaleza.

Cuando Walker efectuó su llamada de socorro, la radio de Mike Martin emitió una serie de señales convenidas de antemano. Entonces Martin volvió a ocupar su lugar en la saliente, apuntó el marcador infrarrojo de objetivos hacia el toldo que estaba a mil metros de distancia, estableció el punto rojo en el centro exacto del blanco y lo mantuvo allí.

Las señales electrónicas emitidas por la radio significaban «siete minutos para lanzar la bomba», y a partir de entonces Martin no movería un solo centímetro el punto rojo.

—Ya va siendo hora —musitó Eastman—. Me estoy congelando aquí dentro.

—No falta mucho —dijo Stephenson mientras metía los últimos objetos en la mochila—. Luego podrás correr tanto como quieras, Benny.

Solo dejaron sin guardar la radio, preparada para la siguiente transmisión.

En el asiento trasero del Eagle, el «mago» Tim veía la misma información que el piloto. Cuatro minutos para lanzar, tres y medio, tres… Las cifras de la pantalla indicadora iban retrocediendo mientras el Eagle volaba entre las montañas hacia su objetivo. Pasó como una exhalación sobre la pequeña hondonada donde habían aterrizado Martin y sus hombres, y tardó unos segundos en recorrer el terreno por el que habían avanzado penosamente con sus pesadas mochilas a cuestas.

—Noventa segundos para el lanzamiento…

Los hombres del SAS oyeron el sonido de los motores procedente del sur mientras el Eagle iniciaba su ascenso.

El cazabombardero sobrevoló la última elevación cinco kilómetros al sur del objetivo, en el mismo momento en que la cuenta atrás llegaba a cero. En la oscuridad, las dos bombas en forma de torpedo abandonaron sus pilones bajo las alas y ascendieron durante unos segundos, impulsadas por su misma inercia.

En las tres falsas aldeas, los guardias republicanos, sorprendidos por el estruendo de los motores a reacción que parecía salido de la nada, saltaron de sus catres y corrieron en busca de sus armas. Al cabo de unos segundos los tejados de los graneros se elevaron sobre sus gatos hidráulicos, revelando los misiles que ocultaban.

Las dos bombas empezaron a caer. En sus morros los dispositivos buscadores de rayos infrarrojos husmearon en busca del haz orientador, el cubo invertido de rayos invisibles que rebotaban desde el punto rojo que señalaba su blanco, el cubo en el que, una vez que habían entrado, ya no podían salir.

Mike Martin estaba tendido de bruces, esperando, abofeteado por el estrépito de los motores mientras las montañas temblaban, y mantenía fijo el punto rojo sobre el cañón Babilonia.

No vio las bombas. En un momento determinado estaba mirando la montaña verde pálido a la luz del intensificador de imágenes, y un instante después tuvo que desviar la vista y protegerse los ojos con la mano, al tiempo que la noche se convertía en un día rojo como la sangre.

El impacto de las dos bombas fue simultáneo, y se produjo tres segundos antes de que el coronel de la Guardia en las profundidades de la montaña ahuecada intentara bajar la palanca de lanzamiento. No lo consiguió.

Martin miró al otro lado del valle sin el dispositivo de visión nocturna y vio que toda la parte superior de la Fortaleza estaba envuelta en llamas. El resplandor le permitió distinguir la imagen huidiza de un enorme cañón que retrocedía como una bestia herida, retorciéndose y girando en la conflagración, rompiéndose y derrumbándose junto con los fragmentos de la cúpula, hundiéndose en las profundidades del cráter que había debajo.

—Condenado fuego del infierno —susurró el sargento Stephenson, a su lado.

No era una mala analogía. El fuego anaranjado empezó a brillar en el cráter mientras los primeros destellos de la explosión se extinguían y las montañas volvían a estar sumidas en una luz mortecina. Martin tecleó sus claves de «alerta» para los oyentes de Riad.

Tras lanzar las bombas, Don Walker había proseguido su vuelo, dando el Eagle una inclinación de 135 grados y descendiendo en busca de un rumbo recíproco para regresar al sur. Pero como no estaba sobre terreno llano y las montañas le rodeaban por todos los lados, tenía que ganar más altura de la normal o se arriesgaría a chocar contra una de las cumbres.

La aldea más alejada de la Fortaleza fue la que efectuó el mejor disparo. Por una fracción de segundo estuvo encima de ellos, sobre la punta de un ala, girando al sur, cuando fueron lanzados los dos misiles. No eran Sam rusos sino los mejores de que disponía Irak: Roland francoalemanes.

El primero fue lento y corrió en pos del Eagle cuando este se perdía de vista al otro lado de las montañas. El Roland no logró elevarse por encima de la montaña. El segundo rozó las rocas de la cima y alcanzó al caza en el valle contiguo. Walker notó el choque tremendo del misil contra el fuselaje de su avión, que destrozó y casi arrancó de cuajo el motor de estribor.

El Eagle salió despedido a través del cielo, sus delicados sistemas en desorden, el combustible llameante formando una cola de cometa detrás de él. Walker comprobó los controles, un amasijo informe donde antes había habido una respuesta segura. Todo había terminado, el avión moría, con todas las luces de alarma de incendio encendidas, treinta toneladas de metal ardiente a punto de precipitarse desde el cielo.

—Eyección, eyección…

La cubierta de la cabina se hizo añicos automáticamente un microsegundo antes de que salieran despedidos los dos asientos. Volaron en la noche, giraron y se estabilizaron. Sus sensores notaron enseguida que estaban demasiado bajos y rompieron las correas que retenían al piloto en el asiento, liberándole del metal de modo que pudiera abrirse su paracaídas.

Era la primera vez que Walker salía despedido de un avión. La tremenda sacudida le dejó semiinconsciente durante unos segundos, privándole de la capacidad de decisión. Afortunadamente los fabricantes habían pensado en ello, y al mismo tiempo que el pesado asiento metálico caía, el paracaídas se abrió y desplegó. Walker, aturdido, se encontró rodeado por una oscuridad absoluta, balanceándose en el arnés sobre un valle que no podía ver.

No fue un descenso largo, pues había saltado a muy baja altura. Al cabo de unos segundos chocó contra el suelo, cayó y dio varias vueltas mientras buscaba frenéticamente el pasador para librarse del arnés. Entonces el paracaídas desapareció, impulsado por el viento valle abajo, y Walker quedó tendido boca arriba sobre la áspera hierba.

—Tim —llamó—. ¿Estás bien, Tim?

Subió corriendo por el valle, en busca de otro paracaídas, seguro de que su compañero había aterrizado en la misma zona.

En eso no se equivocaba. Ambos aviadores habían caído dos valles al sur de su objetivo. En el cielo, al norte, distinguió un tenue resplandor rojizo.

Al cabo de tres minutos tropezó con algo y se golpeó una rodilla. Creía que era una roca, pero a la tenue luz vio que se trataba de uno de los asientos del avión. ¿Era el suyo o el de Tim? Siguió buscando.

Por fin encontró a su «mago». La eyección del joven había sido perfecta, pero un fragmento del misil había destrozado el dispositivo de separación del asiento en su aparato eyector. Había aterrizado en la ladera de la montaña, trabado en su asiento y con el paracaídas sin abrir debajo de él. El impacto del choque había liberado finalmente el cuerpo de su prisión de metal, pero ningún hombre podía sobrevivir a semejante impacto.

Tim Nathanson yacía boca arriba en el valle; aún llevaba puestos el casco y el visor, pero su cuerpo era un amasijo de miembros destrozados. Walker le arrancó la mascarilla y la placa de identificación, se volvió, dando la espalda al resplandor en las montañas, y echó a correr. Las lágrimas bañaban su rostro.

Corrió hasta que no pudo más, y entonces encontró una grieta en la montaña y se introdujo en ella para descansar.

Dos minutos después de que la Fortaleza volara en pedazos, Martin había establecido contacto con Riad. Envió una serie de señales electrónicas y luego su mensaje:

—Ahora Barrabás. Repito, ahora Barrabás.

Los tres hombres del SAS apagaron la radio, la guardaron, se echaron las mochilas a la espalda y empezaron a alejarse rápidamente de la montaña. Ahora las patrullas serían más numerosas que nunca, aunque no les buscarían a ellos, pues era improbable que los iraquíes averiguaran enseguida cómo era posible que el ataque aéreo hubiese sido tan certero, sino a los aviadores americanos derribados.

El sargento Stephenson había tomado el rumbo del reactor en llamas cuando pasó por encima de sus cabezas, y la dirección en la que había caído. Suponiendo que hubiera volado alocadamente durante un rato después de las eyecciones, la tripulación, de haber sobrevivido, tenía que estar en alguna parte a lo largo de ese rumbo. Se movieron con rapidez, para eludir a los hombres de la tribu Ubaidi pertenecientes a la Guardia Republicana que ahora salían de sus aldeas y se encaminaban hacia aquella montaña.

Veinte minutos después, Mike Martin y los dos hombres del SAS encontraron el cadáver del oficial de sistemas de armamento. No podían hacer nada por él, así que reanudaron su camino.

Al cabo de diez minutos oyeron a sus espaldas un tiroteo de armas ligeras que continuó durante algún tiempo. Los hombres de Al Ubaidi también habían encontrado el cuerpo, e impulsados por la cólera habían vaciado sobre él sus cargadores. Ese gesto reveló su posición. Los hombres del SAS siguieron avanzando.

Don Walker apenas notó la hoja del cuchillo del sargento Stephenson, liviana como un hilo de seda en su garganta. Pero alzó la vista y vio a un hombre de pie ante él. Era moreno y enjuto. Un arma en su mano derecha le apuntaba al pecho, y llevaba el uniforme de capitán de la Guardia Republicana iraquí, división de montaña. Entonces el hombre le habló.

—No podía haber elegido un momento más inoportuno para dejarse caer a tomar el té. ¿No sería mejor que saliésemos de aquí pitando?

Aquella noche el general Norman Schwarzkopf estaba a solas en su suite del cuarto piso del Ministerio de Defensa saudí.

No era allí donde había pasado la mayor parte de los últimos siete meses, un período que había dedicado principalmente a visitar todas las unidades de combate que le fue posible, o a reunirse en el subsótano con su personal y los planificadores. Pero el amplio y cómodo despacho era el lugar al que se retiraba cuando quería estar solo.

Estaba sentado ante su mesa, sobre la que descansaba el teléfono rojo que le ponía en comunicación con Washington a través de una red de alta seguridad, y esperaba.

Diez minutos antes de la una de la madrugada del 24 de febrero, sonó el otro teléfono.

—¿General Schwarzkopf? —le preguntaron con acento británico.

—Sí, al habla.

—Tengo un mensaje para usted, señor.

—Dispare.

—Dice así, señor: «Ahora Barrabás. Ahora Barrabás.»

—Gracias —dijo el comandante en jefe, y colgó el auricular. A las cuatro de la madrugada de aquel día dio comienzo la invasión terrestre.