21

Aquella tarde, en Riad, los embajadores de Gran Bretaña y Estados Unidos tuvieron una reunión aparentemente informal en el jardín de la embajada británica con la excusa de complacerse con el hábito tan inglés de tomar té con pastas.

También estaban presentes Chip Barber, supuestamente perteneciente al personal de la embajada estadounidense, y Steve Laing, quien le diría a cualquier posible curioso que colaboraba con el agregado cultural de su país. Un tercer invitado, que había hecho una pausa insólita en sus tareas bajo tierra, era el general Norman Schwarzkopf.

Al cabo de un rato los cinco hombres hicieron un aparte en un rincón del jardín, provistos de sus tazas de té. La vida era más fácil cuando todos sabían lo que cada uno hacía realmente para ganarse el pan.

La guerra era el único tema de conversación entre todos los invitados, pero aquellos cinco hombres disponían de una información a la que los demás no podían acceder. Estaban al tanto de las conversaciones mantenidas por Tariq Aziz con el presidente de la Unión Soviética y conocían con lujo de detalles el plan de paz que el ministro iraquí de Asuntos Exteriores había traído de Moscú y presentado a Saddam Hussein. Ese era un tema preocupante, pero por razones diferentes.

Aquel día el general ya había rechazado una sugerencia de Washington sobre la posibilidad de atacar antes de lo planeado. El plan de paz soviético exigía una tregua declarada y la retirada iraquí de Kuwait al día siguiente.

Las autoridades de Washington no conocían estos detalles por Bagdad sino por Moscú. La respuesta inmediata de la Casa Blanca fue que el plan, aunque digno de elogio, no abordaba los temas esenciales. No mencionaba la anulación definitiva por parte de Irak de sus pretensiones de anexionarse Kuwait, no tenía en cuenta los daños inimaginables causados a este país, los quinientos pozos petrolíferos incendiados, los millones de toneladas de crudo vertido en el Golfo para contaminar sus aguas, los doscientos kuwaitíes ejecutados, el saqueo de Kuwait City.

—Colin Powell me dice que el Departamento de Estado apremia a seguir una línea todavía más dura —dijo el general—. Su posición es que se debe exigir una rendición incondicional.

—Claro, quieren estar seguros —murmuró el enviado estadounidense.

—Así pues, les dije que sería preciso que un arabista se ocupara de este asunto.

—¿Ah, sí? —replicó el embajador británico—. ¿Y por qué?

Ambos embajadores eran diplomáticos consumados que llevaban años trabajando en Oriente Medio, y ambos eran arabistas.

—Bueno, esa clase de ultimátum no sirve de nada con los árabes —dijo el comandante en jefe—. Antes preferirán morir.

El grupo permaneció en silencio. Los embajadores escrutaron el semblante inocente del general en busca de un indicio de ironía.

Los dos jefes de los servicios secretos se mantuvieron callados, pero ambos pensaron lo mismo: «De eso precisamente se trata, mi querido general».

—Vienes de la casa del ruso.

Era una afirmación, no una pregunta. El hombre del servicio de contraespionaje vestía de paisano, pero era sin duda un oficial.

—Sí, bey.

—A ver, los papeles.

Martin hurgó en los bolsillos de su túnica y sacó el carnet de identidad y la carta sucia y arrugada que le había entregado el primer secretario Kulikov. El oficial examinó el documento, alzó la vista para comparar las caras y miró la carta.

Los falsificadores israelíes habían hecho un buen trabajo. La cara de expresión ingenua y barba de tres días que miraba a través del sucio plástico era la de Mahmoud al-Khouri.

—Registradle —ordenó el oficial.

Los otros agentes de paisano deslizaron sus manos por el cuerpo bajo la túnica y luego sacudieron la cabeza. No iba armado.

—Los bolsillos.

Le sacaron de los bolsillos varios billetes y monedas iraquíes, un cortaplumas, trozos de tiza de distintos colores y un sobre de siltano. El oficial le tendió el último objeto.

—¿Qué es esto?

—El infiel lo tiró. Lo uso para guardar el tabaco.

—Pues no contiene tabaco.

—No, bey, se me ha terminado. Confiaba en comprar un poco en el mercado.

—Y no me llames bey. Eso se terminó cuando acabó el dominio turco. A ver, ¿de dónde eres?

Martin le describió el pueblecito en el lejano norte.

—Es muy conocido por sus melones —añadió amablemente.

—Deja en paz a tus tres veces malditos melones dijo en tono áspero el oficial, quien tenía la impresión de que sus hombres se esforzaban en no sonreír.

Una gran limusina avanzó hasta el final de la calle y se detuvo, a doscientos metros. El oficial de menor graduación tocó con el codo a su superior e hizo un gesto de asentimiento. El jefe se volvió, miró a Martin y le dijo:

—Espera aquí.

Fue al coche y se agachó para dirigirse a alguien a través de la ventanilla trasera.

—¿Qué has encontrado? —le preguntó Hassan Rahmani.

—Es el jardinero y factótum, señor. Trabaja ahí. Se ocupa de los rosales y hace recados para la cocinera.

—¿Es listo?

—No, señor, es un paleto. Un campesino del interior, procedente de algún melonar del norte.

Rahmani reflexionó. Si detenía a aquel necio, los rusos se preguntarían por qué su servidor no regresaba y eso les pondría sobre aviso. Confiaba en que si fallaba la iniciativa de paz rusa, obtendría permiso para asaltar la casa. Pero si se limitaba a dejar que el hombre completara sus recados y regresara, podría alertar a sus patronos. Según la experiencia de Rahmani, solo existía un idioma que todos los iraquíes comprendían. Sacó su cartera y extrajo cien dinares.

—Dale esto. Dile que termine sus compras y regrese. Que mantenga los ojos abiertos para ver a alguien con un gran paraguas plateado. Si no informa de nuestra presencia y mañana nos cuenta lo que haya visto, será recompensado. Si se lo dice a los rusos, será entregado a la AMAM.

—Sí, mi general.

El oficial cogió el dinero, regresó donde estaba el jardinero y le dio instrucciones sobre lo que debía hacer. El hombre pareció perplejo.

—¿Un paraguas, sayidi?

—Sí, un gran paraguas plateado, o quizá negro, apuntando al cielo. ¿Lo has visto alguna vez?

—No, sayidi —dijo el hombre con expresión entristecida—. Siempre que llueve todos corren adentro.

—Por Alá el Grande —murmuró el oficial—, no es para la lluvia, burro, es para enviar mensajes.

—Un paraguas que envía mensajes —repitió el jardinero lentamente—. Estaré atento por si lo veo, sayidi.

—Sigue tu camino —le dijo el oficial, desesperado—. Y no le cuentes a nadie lo que has visto aquí.

Martin pedaleó calle abajo y pasó junto a la limusina. Cuando se aproximaba, Rahmani se agachó en el asiento trasero. No había necesidad de que el campesino viera al jefe del contraespionaje de la república de Irak.

A las siete Martin descubrió la marca de tiza y a las nueve recogió el mensaje. Lo leyó a la luz de la ventana de un café, que no era eléctrica, pues no había suministro, sino proveniente de una lámpara de petróleo. Tras leer el texto soltó un leve silbido, dobló el papel varias veces y se lo escondió dentro de los calzoncillos.

No podía regresar a la finca de ninguna manera. El transmisor había sido descubierto y enviar otro mensaje equivaldría a una invitación al desastre. Pensó en la estación de autobuses, pero allí había patrullas armadas de la AMAM en busca de desertores.

Fue al mercado de verduras y fruta de Kasra y encontró un camionero que se dirigía al oeste. El hombre solo iba unos kilómetros más allá de Habbaniyah, y veinte dinares le convencieron de que aceptase un pasajero. Muchos camioneros preferían viajar de noche, pues creían que en la oscuridad los Hijos de los Perros no podrían verlos desde allá arriba, en sus aeroplanos. Por supuesto, ignoraban que, tanto de noche como de día, los destartalados transportes de frutas no eran la máxima prioridad del general Chuck Horner.

Viajaron de noche, utilizando solo la luz corta de los faros, y al amanecer Martin se encontró en la carretera que discurría al oeste del lago Habbaniyah, donde el conductor viró para dirigirse a las ricas granjas del valle del Éufrates superior.

Las patrullas les habían detenido en dos ocasiones, pero en ambas Martin mostró sus documentos y la carta del primer secretario Kulikov, explicando que había trabajado como jardinero para el infiel, pero que este volvía a su país y le había despedido. Comenzó a quejarse de la manera en que le habían tratado los rusos, hasta que los impacientes soldados le dijeron que callara y siguiera su camino.

Aquella noche Osman Badri no estaba lejos de Mike Martin, pues viajaba en la misma dirección, aunque varios kilómetros por delante de él. Se dirigía a la base de cazas cuyo jefe de escuadrón era su hermano mayor, Abdelkarim.

En la década de 1980 el gobierno de Saddam Hussein había contratado los servicios de una empresa constructora belga llamada Sixco para que construyera ocho bases aéreas superprotegidas destinadas a albergar la flor y nata de la aviación militar iraquí.

La principal característica de aquellas bases consistía en que casi todo era subterráneo, incluidos cuarteles, hangares, depósitos de combustible, almacenes de munición, talleres, salas de instrucciones y los grandes generadores diesel que proporcionaban energía.

Las únicas construcciones visibles por encima del suelo eran las pistas, de tres mil metros de largo. Pero como no había a la vista edificios ni hangares, los aliados creyeron que se trataba de aeródromos «desnudos, como el de Al Kharz en Arabia Saudí antes de que llegaran los americanos.

Una inspección más detenida del terreno habría revelado unas puertas de hormigón de un metro de grosor, especialmente diseñadas a prueba de explosiones, colocadas en las rampas que se internaban bajo tierra en los extremos de las pistas. Cada base era un cuadrado de cinco kilómetros de lado, y el perímetro estaba rodeado de alambre de espino. Pero, al igual que Tarmiya, las bases de Sixco parecían inactivas y quedaron fuera de los planes de ataque.

Para operar desde aquellas bases, los pilotos recibían las instrucciones en el subsuelo, subían a los aviones y una vez en las carlingas ponían en marcha los motores. Las paredes de hormigón no solo servían de protección contra los chorros de escape, sino que desviaban los gases hacia arriba para que se mezclaran con el cálido aire del desierto. Cuando los motores estaban a punto se abrían las puertas que comunicaban con el exterior.

Los cazas corrían por las rampas, salían a la superficie a plena potencia, con los quemadores auxiliares en funcionamiento, se deslizaban como una exhalación por la pista y estaban en el aire en pocos segundos. Incluso para los AWACS era como si aquellos aviones hubieran salido de la nada, y se suponía que realizaban una misión a baja altura que se había iniciado en otra parte.

El coronel Abdelkarim Badri estaba estacionado en una de aquellas bases de Sixco, conocida tan solo como KM 160 porque estaba al lado de la carretera entre Bagdad y Ar Rutbah, 160 kilómetros al oeste de la capital iraquí. Poco después de la puesta de sol, su hermano menor se presentó en el puesto de guardia.

Al ver su graduación, el centinela telefoneó enseguida desde su garita al aposento privado del jefe de escuadrón, y pronto apareció como por arte de magia un jeep que avanzaba ruidosamente por el pedregoso desierto.

Un joven teniente de la Fuerza Aérea escoltó al visitante hasta la base. El jeep descendió por una rampa pequeña, también oculta, hasta el complejo subterráneo.

El teniente dejó el vehículo en un aparcamiento y precedió al visitante a través de largos corredores de hormigón, pasando ante cavernas donde los mecánicos trabajaban en los Mig 29. La atmósfera era limpia, debido a los filtros de aire, y en todas partes se oía el zumbido de los generadores.

Finalmente entraron en la zona de los oficiales y el teniente llamó a una puerta. Tras recibir una orden desde el interior, hizo entrar a Badri en el aposento del comandante de escuadrón.

Abdelkarim se levantó y los hermanos se abrazaron. El mayor, que también ostentaba el grado de coronel, tenía treinta y siete años, era apuesto, de piel oscura y lucía un fino bigote a lo Ronald Colman. Era soltero, pero nunca le faltaban las atenciones femeninas. Su aspecto, sus modales distinguidos, su elegante uniforme y su insignia de piloto eran garantía de ello. Por otro lado, su apostura no era mera fachada. Los generales de la Fuerza Aérea admitían que era el mejor piloto de caza del país, y los rusos que le habían adiestrado en el uso de la joya de la aviación militar soviética, el caza supersónico Mig 29 Fulcro, coincidían en esa apreciación.

—Bueno, hermano, ¿qué te trae por aquí? —le preguntó.

Después de sentarse y tomar un café recién hecho, Osman tuvo tiempo de observar a su hermano mayor. Había fatiga en sus ojos, y en su boca un rictus de tensión que antes no existía.

Abdelkarim no era necio ni cobarde. Había participado en ocho misiones contra americanos y británicos y, aunque por los pelos, había regresado de todas ellas. Había visto cómo sus mejores colegas eran derribados o sus aparatos hechos añicos por los misiles Sparrow y Sidewinder, y él mismo había esquivado cuatro.

Tras su primer intento de interceptar a los bombarderos americanos, se dio cuenta de que las probabilidades de vencer eran nulas. En su propio bando carecía de información y orientación sobre el paradero del enemigo, así como su número, tipo, altura y rumbo. Los radares iraquíes habían sido destrozados, los centros de control y mando estaban sumidos en el caos y los pilotos carecían de cualquier clase de apoyo.

Peor todavía, los americanos estaban en condiciones de localizar con sus AWACS los aviones iraquíes antes de que ascendieran a mil pies informando a sus propios pilotos de la dirección que debían tomar y lo que habían de hacer para asegurarse la mejor posición de ataque. Abdelkarim Badri sabía que para los iraquíes cada misión de combate era suicida.

No dijo nada de todo esto, y se esforzó por sonreír a su hermano al tiempo que le pedía noticias. Y las noticias borraron la sonrisa de su rostro.

Osman le relató los acontecimientos de las últimas sesenta horas, la llegada de las tropas de la AMAM al amanecer, el registro, el hallazgo de la radio en el jardín, los golpes asestados a su madre y a Talat, la detención de su padre. Le contó que el farmacéutico vecino le había llamado para darle un mensaje y que viajó a casa para encontrarse con el cadáver de su padre sobre la mesa del comedor.

Los labios de Abdelkarim se tensaron en un rictus de cólera cuando Osman le reveló lo que había descubierto al cortar la bolsa de lona que contenía el cuerpo de su anciano padre y cómo le habían enterrado aquella misma mañana.

El hermano mayor se inclinó bruscamente hacia delante cuando Osman le habló de la conversación que había mantenido al salir del cementerio.

—¿Le dijiste todo eso? —inquirió Abdelkarim cuando su hermano hubo terminado.

—Sí.

—¿Significa eso que de verdad construiste esa fortaleza, la Qa’ala?

—Sí.

—¿Y le dijiste dónde está para que pueda informar de ello a los americanos?

—Sí. ¿He obrado mal?

Abdelkarim se quedó un rato pensativo.

—¿Cuántos hombres conocen estas cosas en todo Irak, hermano?

—Seis —respondió Osman.

—Nómbralos.

—El rais, Hussein Kamil, que aportó los fondos y la mano de obra, Amer Saadi, que puso la tecnología. Luego el general Ridha, que proporcionó los artilleros, y el general Musuli, de ingenieros… me propuso para el trabajo. Y yo, el constructor.

—¿Y los pilotos de helicóptero que llevan a los visitantes?

—Tienen que conocer la dirección para poder volar, pero no saben qué hay ahí dentro. Y se les mantiene en cuarentena en una base, no sé dónde.

—¿Cuántos visitantes podrían saberlo?

—Ninguno. Les vendan los ojos antes del despegue y permanecen así durante todo el vuelo.

—Si los americanos destruyen ese Qubth ut Allah, ¿de quién crees que sospechará la AMAM? ¿Del rais, de los ministros, los generales… o de ti?

Osman se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué he hecho? —gimió.

—Me temo, hermanito, que nos has destruido a todos.

Ambos conocían las reglas. En casos de traición, el rais no exigía un único sacrificio sino la desaparición de tres generaciones: el padre y los tíos, para que no hubiera más semillas manchadas, los hermanos por la misma razón y los sobrinos para que ninguno, al crecer, llevara a cabo una venganza contra él. Osman Badri se echó a llorar en silencio.

Abdelkarim se puso de pie, levantó a Osman y le abrazó.

—Has hecho bien, hermano, has hecho lo correcto. Ahora debemos hallar el modo de salir de aquí. —Consultó su reloj. Eran las ocho—. Entre aquí y Bagdad —dijo entonces— las únicas líneas telefónicas que hay son las subterráneas que comunican con los mandos de Defensa en sus distintos búnqueres. Pero este mensaje no es para ellos. ¿Cuánto tiempo tardarías en ir a la casa de nuestra madre?

—Tres, quizá cuatro horas —respondió Osman.

—Dispones de ocho para ir allí y volver. Dile a nuestra madre que cargue todos sus bienes en el coche de nuestro difunto padre. Sabe conducir, no muy bien, pero será suficiente. Que se lleve consigo a Talat y vaya al pueblo de este. Buscará refugio en su tribu hasta que uno de nosotros se ponga en contacto con ella. ¿Entendido?

—Sí, puedo estar de vuelta al amanecer. ¿Por qué?

—Antes del amanecer. Mañana dirigiré una escuadrilla de Mig hasta Irán. Ha habido otras anteriormente. Es una absurda treta del rais para poner a resguardo sus mejores cazas. Una tontería, por supuesto, pero podría salvarnos la vida. Vendrás conmigo.

—Creía que el Mig 29 era un monoplaza.

—Tengo un modelo UB; es la versión de adiestramiento y dispone de dos asientos. Te vestirás de oficial de la Fuerza Aérea. Si hay suerte lo conseguiremos. Ahora vete.

Aquella noche, cuando el coche de Osman Badri pasó velozmente por su lado en dirección a Bagdad, Mike Martin caminaba hacia el oeste por la carretera de Ar Rutbah. Ninguno de los dos reparó en el otro. El destino de Martin era el siguiente cruce fluvial, veinticinco kilómetros más adelante. Una vez allí los camiones tendrían que esperar el transbordador, pues el puente había sido destruido, de modo que ya no había posibilidades de encontrar otro conductor que aceptara llevarle más al oeste a cambio de unos dinares.

De madrugada encontró exactamente lo que buscaba, pero el camión solo pudo llevarle algo más allá de Muhammadi. Allí aguardó de nuevo. A las tres en punto el coche del coronel Badri pasó una vez más por su lado. Martin no le hizo señales y el coche no se detuvo. Era evidente que el conductor tenía prisa. Poco antes del amanecer apareció un tercer camión, el cual salió de una carretera secundaria para acceder a la principal, y se detuvo para recoger al caminante. Martin pagó al conductor con sus ya menguados dinares, agradecido a quienquiera que hubiera tenido la idea de darle el fajo allá en Mansour. Suponía que al amanecer los servidores de Kulikov se quejarían de que habían perdido a su jardinero.

El registro de su choza revelaría el bloc de papel debajo del colchón, curiosa posesión para un analfabeto, y un registro más a fondo daría con el transmisor oculto debajo de las baldosas. Hacia mediodía la caza estaría en marcha; empezaría en Bagdad pero se extendería por todo el país. Para cuando anocheciese, Martin debería hallarse lejos, en pleno desierto, camino de la frontera.

Cuando los Mig 29 despegaron, el camión en que había viajado se hallaba más allá de KM 160.

Osman Badri estaba aterrado, pues detestaba profundamente volar. Una vez en las cavernas subterráneas que componían la base, permaneció a un lado mientras su hermano daba instrucciones a los cuatro pilotos que formarían el resto de la escuadrilla. Abdelkarim les llevaba diez años, ya que la mayoría de los pilotos de su generación habían muerto y aquellos jóvenes no hacía mucho que habían salido de la escuela de adiestramiento. Escucharon con profunda atención a su jefe e hicieron gestos de asentimiento.

Una vez a bordo del Mig, Osman pensó que jamás había oído estruendo semejante, aun cuando la cabina estaba herméticamente cerrada. Los dos turboventiladores soviéticos RD 33 alcanzaron su máxima potencia «en seco». Encogido en la parte trasera de la carlinga, detrás de su hermano, Osman vio que las grandes puertas de hormigón se abrían, accionadas por pistones hidráulicos, y en el fondo de la caverna aparecía un cuadrado de cielo azul claro. El ruido aumentó cuando el piloto puso en marcha el quemador auxiliar, y el caza soviético de dos aletas se estremeció.

Cuando el piloto soltó los frenos, Osman sintió como si una mula le hubiera dado una coz en la rabadilla. El Mig saltó hacia delante, las paredes de hormigón pasaron a toda velocidad, el reactor recorrió la rampa y salió a la luz del alba.

Osman cerró los ojos y se puso a rezar. Cesó el ruido sordo de las ruedas, le pareció que se deslizaba y abrió los ojos. Estaban en el aire, y el Mig que iba en cabeza trazó un círculo a baja altura sobre KM 160 mientras abajo los otro cuatro reactores emergían con estrépito del túnel. Entonces se cerraron las puertas y la base aérea dejó de existir.

La versión UB del Mig es de adiestramiento, y por ello Osman estaba rodeado de toda clase de relojes, botones, interruptores, palancas y monitores. Su hermano le había dicho que no tocara nada, de lo cual se alegraba.

A mil pies de altura, la escuadrilla de cinco Mig formó una línea escalonada. El comandante del escuadrón, seguido por los cuatros jóvenes pilotos, puso rumbo al sudeste; se mantenía a baja altura, pues de ese modo confiaba en evitar que les detectaran y dejar atrás los alrededores de Bagdad. Así, el rastro de sus Mig pasaría inadvertido a los observadores americanos entre el cúmulo de construcciones industriales y otras imágenes de radar.

El intento por evitar los radares de los AWACS sobre el Golfo era una apuesta de alto riesgo, pero no había otra opción. Sus órdenes eran formales, y ahora Abdelkarim Badri tenía un motivo adicional para llegar a Irán.

La suerte le acompañaba aquella mañana, gracias a una de esas chiripas de la guerra que no deberían ocurrir, pero ocurren. Al final de cada «turno» sobrevolando el Golfo, cada AWACS tenía que regresar a la base y ser sustituido por otro. A eso se le llamaba «cambiar de parada». En ocasiones, cuando esto ocurría, el radar dejaba de funcionar durante unos instantes. El vuelo bajo de los Mig a través del sur de Bagdad y Salman Pal coincidió con una de esas pausas afortunadas.

El piloto iraquí confiaba en que manteniéndose a mil pies podría deslizarse por debajo de cualquier avión americano, pues estos tendían a volar a veinte mil pies e incluso más alto. Quería rodear la población iraquí de Al Kut por el norte, y entonces dirigirse directamente a la seguridad de la frontera iraní en su punto más cercano.

Aquella mañana, a la misma hora, el capitán Don Walker, del Escuadrón Táctico de Cazas 336 con base en Al Kharz, encabezaba una escuadrilla de cuatro Strike Eagle que se dirigía hacia el norte, en dirección a Al Kut, con la misión de bombardear uno de los puentes más importantes sobre el Tigris. Un J-STAR había observado que por aquel puente pasaban tanques de la Guardia Republicana hacia el sur, rumbo a Kuwait.

La mayor parte de las misiones de guerra del 336 habían sido nocturnas, pero el puente al norte de Al Kut era un «arreglo rápido», lo cual significaba que no había tiempo que perder si los tanques iraquíes lo utilizaban para dirigirse al sur. El ataque aéreo de aquella mañana tenía el nombre en clave de «Jeremías dirige». El general Chuck Horner quería que se llevara a cabo de inmediato.

Los Eagle estaban cargados con misiles aire-aire y bombas de una tonelada guiadas por láser. Debido a la posición de los pilones de fijación de las bombas bajo las alas del Eagle, la carga era asimétrica, pues las bombas de un lado eran más pesadas que los misiles Sparrow en el otro. Esto era coloquialmente conocido como «la carga cabrona». Un control de orientación automático compensaba el desnivel, pero aun así no era la carga que la mayoría de los pilotos preferiría tener bajo sus alas durante un combate enconado.

Mientras los Mig, ahora a quinientos pies de altura, se aproximaban por el oeste, rozando el paisaje, los Eagle venían desde el sur, a 120 kilómetros de distancia.

El primer indicio que Abdelkarim Badri tuvo de su presencia fue un leve gorjeo en los oídos. Su hermano, detrás de él, no sabía de qué se trataba, pero los pilotos sí lo sabían. El Mig de adiestramiento iba en cabeza, y los cuatro pilotos jóvenes se colocaron detrás en formación aproximada de V. También ellos habían oído aquel sonido.

El gorjeo procedía del receptor de advertencia del radar, conocido por sus siglas RAR, y significaba que había otros radares allá arriba, en alguna parte, explorando el cielo.

Los cuatro Eagle tenían sus radares en la posición de «búsqueda», y los haces se extendían por delante de ellos para ver qué había allí. Los receptores de advertencia de radar soviéticos habían captado esos haces y lo indicaban a sus pilotos.

Los Mig no podían hacer nada excepto seguir adelante. A quinientos pies estaban muy por debajo de los Eagle y su rumbo cruzaba la trayectoria proyectada de los aviones americanos.

Al cabo de 97 kilómetros el gorjeo en los oídos de los pilotos iraquíes aumentó hasta convertirse en un pitido agudo, lo cual significaba que los RAR les decían: «Alguien ahí fuera ha dejado de buscarte y ahora te persigue.»

Detrás de Don Walker, su «mago» Tim advertía que el radar dejaba de efectuar un suave barrido de un lado a otro, y pasaba al modo de persecución, estrechando sus haces y concentrándose en lo que había encontrado.

—Tenemos cinco aparatos sin identificar, altura diez —musitó el «mago», y conectó el IFF. Los otros tres «magos» de la escuadrilla le imitaron.

IFF son las siglas correspondientes a la expresión «identificación, amigo o enemigo», y se llama así a una especie de radiofaro de respuesta que tienen incorporado todos los aviones de combate. Ese aparato envía una pulsación en ciertas frecuencias que se cambian a diario. Los aviones del bando propio recibirán ese impulso y contestarán «Soy amigo», pero la aviación enemiga no puede hacerlo. Las cinco indicaciones visuales en la pantalla de radar que cruzaban la trayectoria de los Eagle a varios kilómetros por delante y cercanos al suelo podrían haber sido cinco «amigos» que regresaban de una misión. Era más que probable, pues en los cielos había mucha más aviación aliada que iraquí.

Tim interrogó a los aparatos no identificados con los modos uno, dos y cuatro. No obtuvo respuesta.

—Son hostiles —informó.

Don Walker movió los interruptores de los misiles, estableciendo la conexión con el radar, musitó «ataque» a los otros tres pilotos, inclinó el morro de su aparato y descendió.

Abdelkarim Badri estaba en desventaja y lo sabía. Lo supo desde el mismo momento en que los americanos le detectaron con sus radares. Lo supo sin necesidad de que el IFF le informara de que aquellos otros aviones no podían ser de ninguna manera iraquíes. Sabía que habían sido descubiertos por la aviación enemiga y que sus jóvenes colegas no darían la talla.

Su propia desventaja radicaba en el Mig que pilotaba. Como era la versión de adiestramiento —el único modelo con dos asientos—, no había sido destinado al combate.

Mientras que el Mig monoplaza tenía radares de barrido circular para orientar sus misiles, la versión de adiestramiento disponía de un radar sencillo de alcance, cuyo uso no era en absoluto operativo y que apenas si proporcionaba al coronel de aviación un barrido de sesenta grados desde el morro. Sabía que alguien le perseguía, pero no podía ver al enemigo.

—¿Qué tienes? —gritó a su piloto de flanco.

—Cuatro hostiles, altura tres, bajando rápido —respondió el joven piloto con voz entrecortada, evidentemente asustada.

Así pues, la apuesta había fracasado. Los americanos se acercaban rápidamente desde el sur, decididos a destruirles.

—¡Dispersaos, bajad, usad los quemadores auxiliares, dirigíos a Irán! —les gritó Abdelkarim.

Los jóvenes pilotos no necesitaron que insistiera. Los quemadores auxiliares entraron en acción y de los reactores de cada Mig salió una llamarada; los cazas rebasaron la barrera del sonido y casi duplicaron su velocidad.

A pesar del enorme incremento en el consumo de combustible, los Mig monoplaza podían mantener sus quemadores auxiliares en funcionamiento el tiempo suficiente para huir de los americanos y llegar a Irán. Su ventaja inicial sobre los Eagle significaba que estos nunca les darían alcance aunque utilizaran los quemadores auxiliares.

Abdelkarim Badri no tenía esa opción. Al construir la versión de adiestramiento, los ingenieros soviéticos no solo la habían dotado de un radar más sencillo, sino que para compensar el peso adicional que suponía el estudiante, y su carlinga, habían reducido considerablemente la capacidad de los depósitos de combustible.

El coronel de aviación llevaba bajo las alas depósitos de combustible para largas distancias, pero aun así serían insuficientes. Tenía cuatro opciones. No tardó más de dos segundos en examinarlas.

Podía utilizar el quemador auxiliar, huir de los americanos y regresar a la base iraquí, donde sería detenido y, más tarde o más temprano, entregado a la AMAM para que acabaran con él después de torturarle.

Utilizando el quemador auxiliar también podría continuar hacia Irán. Eludiría a los Eagle, pero el combustible se le terminaría poco después de cruzar la frontera. Cuando él y su hermano saltaran en paracaídas, caerían entre tribus persas que durante la guerra entre Irán e Irak habían sufrido los efectos devastadores de la aviación iraquí.

El quemador auxiliar le permitiría asimismo volar hacia el sur, tras huir de los Eagle, y entrar en Arabia Saudí, donde le harían prisionero. No le pasaba por la mente que le tratasen de una manera humanitaria.

Recordó unos versos de antaño, pertenecientes a un poema que había aprendido en la clase del señor Hartley, en la Bagdad de su infancia. ¿Eran de Tennyson o de Wordsworth? No, de Macaulay, y se referían a un hombre en los últimos momentos de su vida. Recordó haberlos leído en clase en voz alta.

A todo hombre en este mundo

antes o después le llega la muerte.

¿Y cómo puede morir mejor

que enfrentado a temibles peligros,

por las cenizas de sus padres

y los templos de sus dioses?

El coronel Abdelkarim Badri accionó el quemador auxiliar, viró al tiempo que elevaba el Mig Fulcro y se dirigió al encuentro de los americanos.

En cuanto hubo virado su radar de alcance registró la proximidad de los cuatro Eagle. Dos se habían separado de la formación y volaban al encuentro de los Mig monoplaza que huían, todos ellos con los quemadores auxiliares en funcionamiento y superando la velocidad del sonido.

Pero el líder de los americanos se dirigía en línea recta hacia él. Cuando el Fulcro adquirió velocidad supersónica, Badri advirtió que el avión se estremecía, entonces ajustó una fracción la palanca de mando y fue hacia el Eagle que bajaba en picado delante de él.

—Dios mío, viene directo hacia nosotros —dijo Tim desde el asiento trasero.

Walker no necesitaba que se lo dijera. Su propia pantalla de radar le mostraba las cuatro señales indicadoras de los aviones iraquíes que huían a Irán y el brillo del único caza enemigo que ascendía hacia él para atacarle. El telémetro corría como un despertador descontrolado. A cincuenta kilómetros se lanzaban uno contra el otro a la velocidad máxima de 3.300 kilómetros por hora. Aún no podía ver físicamente al Fulcro, pero no tardaría en localizarlo.

En el Mig, el coronel Osman Badri estaba totalmente confuso. No había entendido nada de lo ocurrido. La repentina sacudida al conectar el quemador auxiliar había vuelto a golpearle en la espalda, y el giro de siete-G le había hecho perder el conocimiento durante unos segundos.

—¿Qué ocurre? —gritó a través de su mascarilla, sin darse cuenta de que el micrófono estaba desconectado y su hermano no podía oírle.

Don Walker tenía el pulgar apoyado sobre los controles de los misiles. Dos eran sus alternativas: el Sparrow AIM-7 de alcance mayor, guiado por radar desde el mismo Eagle, o el Sidewinder AIM-9, de alcance más corto, que buscaba el calor. Pudo verlo a 25 kilómetros de distancia; era un puntito negro que avanzaba hacia él. Las aletas gemelas mostraban que se trataba de un Mig 29 Fulcro, posiblemente uno de los mejores cazas de interceptación del mundo si estaba en buenas manos. Walker desconocía que se enfrentaba a la versión UB de adiestramiento y que carecía de armas. Lo que sabía era que podía llevar el misil soviético AA-10 de alcance tan largo como su propio AIM-7. Por eso eligió los Sparrow.

A 20 kilómetros de distancia procedió al lanzamiento de dos Sparrow. Mientras volaban, los misiles recogían la energía de radar reflejada por el Mig y se dirigían obedientemente hacia ella.

Abdelkarim Badri vio que los misiles abandonaban el Eagle con un destello; le quedaban unos pocos segundos de vida a menos que consiguiese obligar al americano a suspender la acción. Tiró de una palanca en el suelo del avión, a su izquierda.

Don Walker se había preguntado a menudo cómo sería, y ahora lo sabía. Percibió un destello en la parte inferior de las alas del Mig. Fue como si una mano fría le aferrase las entrañas. Una gélida sensación de miedo se apoderó de él: otro hombre le había lanzado un par de misiles y ahora se enfrentaba a una muerte segura.

Dos segundos después de haber lanzado los Sparrow, Walker deseó haber elegido los Sidewinder. El motivo era simple: estos últimos eran misiles de los que uno disparaba y podía olvidarse de ellos, pues eran capaces de encontrar el blanco dondequiera que el Eagle se encontrase. En cambio, los Sparrow necesitaban que el Eagle los guiara. Si ahora abandonaba los misiles sin orientarlos, se volverían «estúpidos», desplazándose erráticamente por el cielo hasta caer inocuos a tierra.

Estaba a punto de suspender la acción cuando vio que los «misiles» lanzados por el Mig caían hacia el suelo. Observó con incredulidad que no eran cohetes en absoluto, sino que el piloto iraquí le había engañado soltando los depósitos de combustible que transportaba bajo las alas. Al caer, los recipientes de aluminio habían brillado por efecto del sol matinal y Walker había tomado ese resplandor por un par de misiles. De modo que él, Don Walker, de Tulsa, Oklahoma, a punto había estado de morder el anzuelo.

En el Mig, Abdelkarim comprendió que el americano no iba a suspender la acción. Había puesto a prueba el valor de aquel hombre, y había perdido. En el asiento trasero, Osman Badri había encontrado el botón de transmisión. Miró por encima del hombro y vio que estaban subiendo, ya a miles de pies por encima del suelo.

—¿Adónde vamos? —gritó. Lo último que oyó fue la voz de Abdelkarim, totalmente sosegada.

—Ala paz, hermano mío. A saludar a nuestro padre. Allah o Akbar.

En aquel momento Walker observó la explosión de los dos Sparrow, como grandes peonías de llamas rojas, a cinco kilómetros de distancia, y luego vio los fragmentos del caza soviético que caían a tierra. Notó los regueros de sudor que le corrían por el pecho.

Su piloto de flanco, Randy Roberts, que se había mantenido por encima y detrás de él, apareció junto a la punta de su ala derecha, la mano enguantada de blanco alzada y con el pulgar hacia arriba. Él respondió de la misma manera, y los otros dos Eagle, tras abandonar su infructuosa persecución de los Mig restantes, ascendieron raudamente para colocarse de nuevo en formación y proseguir su avance hacia el puente sobre Al Kut.

En el combate entre cazas la velocidad de los acontecimientos es tal, que toda la acción, desde la primera señal de seguimiento del radar hasta la destrucción del Fulcro, solo había durado 38 segundos.

A las diez en punto de la mañana, el localizador estaba en el Winkler Bank, acompañado por su «contable». El hombre más joven iba provisto de un maletín que contenía cien mil dólares en metálico.

El dinero era, en realidad, un préstamo temporal conseguido por el sayan dedicado a la banca, quien se sintió muy aliviado cuando le dijeron que simplemente sería depositado en el Winkler Bank durante algún tiempo, y luego lo retirarían y se lo devolverían.

Al ver el dinero, herr Gemütlich se mostró encantado. No habría estado tan entusiasmado de haber observado que los dólares ocupaban solo la mitad de la anchura del maletín, y le habría horrorizado ver lo que había debajo del fondo falso.

Nada más discreto que relegar al contable a la antesala de fräulein Hardenberg mientras el abogado y el banquero se ocupaban de los códigos operativos confidenciales de la nueva cuenta. El joven entró luego para hacerse cargo del recibo, y a las once la operación había finalizado. Herr Gemütlich pidió al conserje que acompañara a los visitantes hasta la salida.

Mientras bajaban la escalera, el contable susurró algo al oído del abogado americano, y este lo tradujo al conserje. El hombre hizo una breve inclinación de cabeza, detuvo el viejo ascensor con puerta de reja en el entresuelo y los tres salieron.

El abogado señaló a su colega la puerta del servicio de caballeros y el contable entró. El abogado y el conserje permanecieron en el rellano.

En aquel momento llegó a sus oídos el sonido de un alboroto en el vestíbulo, claramente audible debido a que este estaba muy cerca, a seis metros de pasillo y quince escalones de mármol de distancia.

Musitando una excusa, el conserje avanzó a grandes zancadas por el corredor hasta que pudo ver el vestíbulo desde lo alto de la escalera. Lo que vio le hizo bajar a toda prisa los escalones de mármol para solventar el asunto.

La escena era escandalosa. De alguna manera tres camorristas borrachos habían entrado en el vestíbulo y hostigaban a la recepcionista, pidiéndole dinero para más bebida. La mujer diría más tarde que con el argumento de que era el cartero, la habían engañado para que abriera la puerta.

Lleno de indignación, el conserje trató de echar a los gamberros. Nadie reparó en que uno de ellos, al entrar, había dejado caer un paquete de tabaco junto a la jamba de la puerta y en que esta, que normalmente se cerraba de manera automática, ahora permanecía entreabierta.

Tampoco observó nadie, en medio del alboroto, que un cuarto hombre entraba en el vestíbulo a gatas. Cuando se puso de pie, el abogado de Nueva York, que había seguido al conserje hasta el vestíbulo, se acercó a él.

Permanecieron de pie a un lado mientras el conserje empujaba a los tres alborotadores a la calle, que era donde les correspondía estar. Cuando se volvió, el empleado del banco vio que el abogado y el contable habían bajado del piso principal. Deshaciéndose en disculpas por el desagradable incidente, les acompañó hasta la puerta.

Una vez en la calle, el contable exhaló un profundo suspiro de alivio.

—Espero no tener que repetir una cosa así —comentó.

—No te preocupes —le dijo el abogado—. Lo has hecho muy bien.

Hablaron en hebreo, pues el supuesto contable no conocía otro idioma. En realidad era un cajero de banco de Beershe’eva, y la única razón por la que se encontraba en Viena, en su primera y última misión secreta, era que se trataba del hermano gemelo del experto en cerraduras, quien en aquellos momentos estaba escondido en el armario de limpieza, en el entresuelo. Allí permanecería durante doce horas.

Mike Martin llegó a Ar Rutbah por la tarde. Había tardado veinte horas en cubrir una distancia que normalmente no habría requerido más de seis en coche.

En las afueras de la población encontró un pastor con un rebaño de cabras. Para desconcierto y alegría del hombre, Mike le compró cuatro de ellas con los dinares que le quedaban, pagándole al doble del precio que el pastor habría obtenido en el mercado.

Las cabras parecían contentas de adentrarse en el desierto, aun cuando ahora llevaban ronzales. Difícilmente podría haberse esperado de ellas que entendieran que su única finalidad era explicar por qué Mike Martin erraba por el desierto al sur de la carretera bajo el sol de la tarde.

Su problema era que no tenía brújula, pues esta se había quedado con el resto de su equipo bajo las baldosas de una choza en Mansour. Guiándose por el sol y su reloj barato, determinó lo mejor que pudo el rumbo desde la torre de radio en el pueblo hasta el uadi donde estaba enterrada su motocicleta.

Era una caminata de ocho kilómetros, y a causa de las cabras la realizó más lentamente de lo que habría deseado, pero valía la pena tenerlas porque en un par de ocasiones vio soldados que le miraban desde la carretera hasta que se perdió de vista. No obstante, los soldados le dejaron en paz.

Poco antes de que anocheciera encontró el uadi, al que identificó por las incisiones en las rocas cercanas. Antes de ponerse a cavar esperó a que oscureciese por completo, y entretanto descansó. Las felices cabras se diseminaron.

Seguía allí, envuelta en su bolsa de plástico. Era una alta y delgada motocicleta de motocross Yamaha de 125 cc, totalmente negra y con cestos para los depósitos de combustible adicionales. La brújula enterrada también estaba allí, junto con el revólver y la munición.

Durante muchos años el SAS prefirió la Browning de trece disparos, pero luego cambió al Sig Sauer suizo de 9 mm. Metió el pesado revólver en la pistolera que llevaba colgada a la cintura. En lo sucesivo ya no podría fingir, pues ningún campesino iraquí montaría semejante máquina en aquellos parajes. Si le interceptaban, tendría que disparar y huir.

Viajó durante la noche, y efectuó el recorrido en mucho menos tiempo del que habían empleado los Land Rover. Con la motocicleta de motocross podía acelerar a través de las zonas llanas y cruzar los rebordes rocosos de los uadis.

A medianoche repostó, bebió agua y tomó unas raciones K de los paquetes que aún conservaba. Luego siguió avanzando hacia el sur en dirección a la frontera saudí.

Nunca supo cuándo cruzó la frontera. Todo era un desierto amorfo de rocas y arena, grava y guijarros, y dado el rumbo zigzagueante que había tenido que seguir, era imposible calcular cuántos kilómetros había recorrido.

Esperaba darse cuenta de que ya se encontraba en Arabia Saudí cuando llegase a la carretera del Oleoducto, la única que hay en aquellos parajes. El terreno se hizo más transitable y Mike conducía a treinta kilómetros por hora cuando vio el vehículo. De no haber estado tan fatigado, habría reaccionado más rápidamente, pero el cansancio le mantenía en una especie de semisopor y sus reflejos eran lentos.

La rueda delantera de la moto chocó contra el alambre extendido y Mike salió despedido y dio varias vueltas hasta quedar tendido boca arriba. Cuando abrió los ojos vio la figura de un hombre de pie a su lado y un brillo metálico a la luz de las estrellas.

Bouge pas, mec.

Aquello no era árabe. Estaba exhausto, pero trató de hacer un esfuerzo. Recordaba algo, mucho tiempo atrás… Sí, en Haileybury, algún desdichado profesor que intentaba enseñar las complejidades de la lengua de Corneille, Racine y Molière.

Ne tirez pas —dijo lentamente—. Je suis anglais.

Solo hay tres sargentos británicos en la Legión Extranjera francesa, y uno de ellos se llama McCullin.

—¿De veras? —replicó este en inglés—. Muy bien, será mejor que muevas el culo hasta el camión. Y, si no te importa, me quedaré con ese revólver.

La patrulla de la Legión estaba muy al oeste de la posición que le había sido asignada en la línea aliada, y se dedicaba a vigilar la carretera del Oleoducto por si entraban posibles desertores iraquíes. Con el sargento McCullin como intérprete, Martin explicó al teniente francés que había realizado una misión en el interior de Irak.

Eso era muy aceptable para la Legión, pues trabajar detrás de las líneas era una de sus especialidades. La buena noticia fue que disponían de un transmisor de radio.

Durante el martes el experto en cerraduras aguardó pacientemente en la oscuridad del armario de las escobas hasta bien entrada la noche. Oyó entrar en el lavabo, hacer sus necesidades y salir a varios miembros masculinos del personal. A través de la pared oía en ocasiones el chirrido del ascensor que subía al último piso y luego bajaba. Se sentó en su maletín, con la espalda contra la pared, y la esfera fosforescente de su reloj le fue indicando el paso de las horas.

Entre las cinco y media y las seis de la tarde oyó pasar al personal hacia el vestíbulo y la salida. Sabía que a las seis llegaría el vigilante nocturno y el conserje, que por entonces habría comprobado la salida de todo el personal de acuerdo con su lista diaria, le abriría la puerta.

Cuando poco después de las seis el conserje se marchara, el vigilante nocturno cerraría la puerta principal y conectaría las alarmas. Entonces se instalaría ante el televisor portátil que traía consigo todas las noches y vería los concursos hasta que fuese la hora de su primera ronda.

Según el equipo yarid, la supervisión se extendía incluso al personal de limpieza. Las noches de los lunes, miércoles y viernes se encargaban de las escaleras, lavabos y vestíbulos comunes, pero la noche del martes el cracksman no tendría ese impedimento. El sábado acudían a limpiar los despachos particulares, vigilados por el conserje, que permanecía con ellos en todo momento.

La rutina del vigilante nocturno era, aparentemente, siempre la misma. Efectuaba tres rondas por el edificio —a las diez de la noche, las dos y las cinco de la madrugada—, y en cada una de ellas comprobaba todas las puertas.

Entre el inicio de su turno y la primera ronda, miraba la televisión y se comía la cena que había llevado preparada. En la pausa más larga, entre las diez y las dos, descabezaba un sueño, no sin antes poner en hora un despertador que le avisaría cuando fuesen las dos de la madrugada. El experto en cerraduras se proponía llevar a cabo su misión durante esa pausa.

Ya había visto el despacho de Gemütlich y su importante puerta. Esta era de madera maciza y, al contrario de la ventana, no tenía ninguna alarma conectada, lo cual era una suerte. También había observado el leve contorno de dos alarmas de presión entre el parquet y la alfombra.

A las diez en punto oyó el ruido sordo del ascensor que subía; era el vigilante nocturno que se disponía a iniciar su ronda desde el piso superior y bajando a pie piso tras piso.

Media hora después el viejo guardián había terminado. Asomó la cabeza al lavabo de caballeros, encendió la luz para examinar la ventana con alarma conectada, cerró la puerta y regresó a su mesa en el vestíbulo. Allí se puso a ver uno de los últimos concursos televisivos.

A las once menos cuarto el cracksman, al amparo de la oscuridad absoluta, salió del lavabo de caballeros y subió sigilosamente las escaleras hasta el cuarto piso.

Tardó quince minutos en abrir la puerta del despacho de herr Gemütlich. El último pestillo de la cerradura de cuatro palancas cedió, y el intruso entró en la estancia.

Aunque en la cabeza llevaba una cinta que sostenía una pequeña linterna, utilizó una linterna más grande para examinar la habitación. Gracias a su luz pudo evitar las dos alarmas de presión y aproximarse a la mesa. Entonces apagó la linterna grande y reanudó su trabajo a la luz de la pequeña.

Los cerrojos de los tres cajones superiores no presentaron ningún problema, pues eran pequeños artilugios de latón con más de un siglo de antigüedad. Tras extraer los tres cajones, metió la mano y empezó a palpar en busca de un pomo, botón o palanca, pero no encontró nada. Por fin, al cabo de un rato, dio con él en el fondo del tercer cajón, abajo a la derecha. Era una palanquita de latón que no tenía más de dos centímetros de longitud. Al empujarla, oyó un leve chasquido y una franja de taracea en la base de la columna se abrió un centímetro.

La bandeja que había en el interior era muy somera, medía unos dos centímetros, pero bastaba para contener veintidós hojas de papel fino, cada una de las cuales era una réplica de la carta de autorización imprescindible para operar las cuentas confiadas a Gemütlich.

El intruso sacó su cámara y un afianzador, un dispositivo formado por cuatro patas de aluminio plegables que mantiene la cámara, previamente enfocada, exactamente a la distancia precisa del papel situado debajo de ella, a fin de obtener una exposición altamente definida.

La primera hoja del rimero describía el método operativo de la cuenta abierta la mañana anterior por el localizador a nombre del ficticio cliente estadounidense. La que a él le interesaba era la séptima. Conocía el número porque el Mossad había transferido dinero a la cuenta de Jericó durante dos años antes de que les sustituyeran los americanos.

Como medida de precaución, las fotografió todas. Tras volver la cachette a su estado original, volvió a colocar y cerrar todos los cajones que había abierto, salió del despacho y cerró la puerta. A la una y diez minutos estaba de regreso en el armario de las escobas.

A la mañana siguiente, cuando el banco abrió, el experto en cerraduras dejó que el ascensor subiera y bajara durante media: hora, pues sabía que el conserje nunca escoltaba al personal a su oficina. El primer visitante se presentó a las diez menos diez. Cuando el ascensor pasó por el entresuelo, el cracksman salió del lavabo, caminó de puntillas hasta el extremo del pasillo y miró el vestíbulo. La mesa del conserje estaba vacía. El hombre se encontraba arriba, acompañando a un cliente.

El intruso sacó un emisor de señales electrónicas y pulsó el botón dos veces. Al cabo de tres segundos sonó el timbre de la puerta. La recepcionista activó el sistema de intercomunicación y preguntó:

Ja?

Lieferung —dijo una vocecilla.

La mujer abrió la puerta y un repartidor corpulento y vivaracho entró en el vestíbulo. Llevaba una gran pintura al óleo envuelta con papel marrón y cordel.

—Aquí la tiene, señora, bien limpia y lista para colgarla de nuevo.

La puerta se deslizó detrás de él para cerrarse, pero antes de que lo hiciera una mano la sujetó a nivel del suelo e insertó un taco de papel. La puerta aparentó cerrarse, pero el pestillo no encajó.

El recadero apoyó la pintura verticalmente en la mesa de la recepcionista. Era grande, de un metro de alto por metro y medio de ancho. Ocultaba por completo la visión del vestíbulo.

—Pero yo no sé nada de… —protestó ella.

El recadero asomó la cara por el borde de la pintura.

—Solo tiene que firmar este recibo conforme ha llegado intacta —le dijo, y puso ante ella una tablilla con sujetapapeles que contenía un recibo. Mientras la mujer lo examinaba, el experto en cerraduras bajó los escalones de mármol y cruzó la puerta.

—Pero aquí dice Galería Harzman —señaló la recepcionista.

—Exactamente. Ballagase catorce.

—Pero este es el ocho, el Winkler Bank. La galería está más arriba.

El perplejo recadero pidió excusas y se marchó. El conserje bajó por los escalones de mármol. La recepcionista le explicó lo ocurrido. El hombre soltó un bufido, volvió a su puesto al otro lado del vestíbulo, detrás de la mesa de recepción, y siguió hojeando el periódico matutino.

A mediodía, cuando Mike Martin llegó al aeropuerto militar de Riad en un helicóptero Blackhawk, le esperaba un pequeño y expectante comité de recepción. Allí estaban Steve Laing y Chip Barber, y también un hombre a quien no había esperado ver: el coronel Bruce Craig, su jefe. Durante el tiempo que Mike había pasado en Bagdad, el despliegue del SAS en el desierto occidental de Irak había aumentado hasta englobar dos escuadrones completos de los cuatro de Hereford. Uno de ellos se había quedado en Hereford, como escuadrón de reserva, mientras que el otro, en unidades más pequeñas, se dedicaba a misiones de adiestramiento alrededor del mundo.

—¿Lo ha conseguido, Mike? —le preguntó Laing.

—Sí. Jericó no pudo enviar el último mensaje por radio.

Explicó brevemente los motivos y entregó la única hoja de papel mugriento con el informe del confidente.

—Imagine lo preocupados que estábamos al no poder entrar en contacto con usted en las últimas cuarenta y ocho horas —dijo Barber—. Ha hecho un gran trabajo, comandante.

—Una sola cosa, caballeros —dijo el coronel Craig—. Si han terminado con él, ¿puedo quedarme con mi oficial?

Laing trataba de descifrar el documento escrito en árabe lo mejor que podía. Alzó la vista.

—Ah, sí, supongo que sí, con nuestro más sincero agradecimiento.

—Esperen un momento —dijo Barber—. ¿Qué piensa hacer ahora con él, coronel?

—Pues… un catre en nuestra base al otro lado del aeródromo, comida…

—Tengo una idea mejor —le interrumpió Barber—. Dígame, comandante, ¿qué le parece un jugoso filete de ternera de Kansas con patatas fritas, una hora en una bañera de mármol y una cama grande y mullida?

—Cojonudo —dijo riendo Martin.

—Muy bien. Coronel, su hombre dispone de una suite en el Hyatt, carretera abajo, durante veinticuatro horas, por cortesía de mi gente, ¿de acuerdo?

—Hecho. Bien, Mike, mañana nos veremos a esta misma hora —dijo Craig.

Mientras cubrían el breve trecho que los separaba del hotel, frente al cuartel general del CENTAF, Martin tradujo a Laing y Barber el mensaje de Jericó. Laing tomó nota detalladamente.

—Eso es —dijo Chip Barber—, los pilotos irán allí mañana y lo volarán.

Para que el sucio campesino iraquí pudiese registrarse en el hotel Hyatt y conseguir la mejor suite, fue necesaria la presencia de Chip Barber. Cuando Mike Martin estuvo aposentado, el hombre de la CIA salió, cruzó la carretera y se dirigió al Agujero Negro.

Martin pasó una hora en el humeante cuarto de baño, afeitándose y lavándose la cabeza con los productos que le proporcionó el hotel. Cuando salió, el filete y las patatas fritas le esperaban en una bandeja, en la sala de estar.

A mitad de la cena el sueño se apoderó de él. Apenas tuvo tiempo de ir a la ancha y blanda cama de la habitación contigua antes de quedarse profundamente dormido.

Mientras descansaba, sucedieron varias cosas. Alguien dejó en la sala de estar ropa interior, pantalones y camisa recién planchados, calcetines y zapatos.

En Viena, Gidi Barzilai envió a Tel Aviv los detalles operativos de la cuenta numerada de Jericó, y allí prepararon una réplica idéntica con las palabras adecuadas.

Karim se reunió con Edith Hardenberg cuando esta salió del banco al final de su jornada, la llevó a un café y le explicó que tenía que regresar a Jordania para visitar a su madre, que se encontraba enferma. Estaría ausente una semana. Ella aceptó sus motivos, le cogió la mano y le pidió que regresara a su lado lo antes posible.

Desde el Agujero Negro se enviaron órdenes a la base aérea de Taif, donde un avión espía TR-1A estaba a punto de despegar para llevar a cabo una misión en el extremo norte de Irak, con el objetivo de tomar más fotos de un gran complejo armamentístico en As Sharqat.

La misión recibió una nueva tarea, con otras coordenadas geográficas. Concretamente, tenía que visitar y fotografiar una serranía al norte del Jebal al Hamreen. Cuando el comandante de escuadrón protestó por el cambio repentino, le dijeron que las órdenes estaban clasificadas como «Jeremías dirige», lo cual puso fin a las protestas.

El TR-1 despegó poco después de las dos y a las cuatro sus imágenes ya aparecían en los monitores instalados en la sala de conferencias del Agujero Negro.

Aquel día el Jebal estaba cubierto de nubes y lluvia, pero de todos modos el avión espía tomó sus fotos, gracias al radar de imágenes térmicas e infrarrojos, el ASARS-2, un instrumento que desafía a las nubes, la lluvia, el granizo, la cellisca, la nieve y la oscuridad.

En cuanto las fotos llegaron al Agujero Negro, fueron examinadas por el coronel Beatty, de la Fuerza Aérea americana, y el jefe de escuadrón Peck, de la Royal Air Force, que eran los dos principales analistas de imágenes.

La conferencia de planificación dio comienzo a las seis. Solo estaban presentes ocho hombres, presididos por el segundo del general Horner, el igualmente decisivo pero más jovial general Buster Glosson. Los dos altos cargos de los servicios secretos, Steve Laing y Chip Barber, estaban allí porque eran ellos quienes habían aportado el objetivo y conocían las circunstancias de su revelación. A los dos analistas, Beatty y Peck, se les había pedido que explicaran su interpretación de las imágenes de la zona. Asistían también tres oficiales de estado mayor, dos estadounidenses y uno británico, quienes anotarían lo que había de hacerse y se asegurarían de que se hiciera.

El coronel Beatty inició la sesión con el que llegaría a ser el leitmotiv de la conferencia.

—Nos encontramos ante un problema —dijo.

—Entonces explíquelo —le pidió el general.

—Señor, la información facilitada nos da una referencia cuadriculada. Doce cifras, seis de longitud y seis de latitud. Pero no es una referencia SATNAV, que delimitaría la zona a unos pocos metros cuadrados, sino que hablamos de un kilómetro cuadrado. Para estar más seguros, hemos ampliado la zona a tres kilómetros cuadrados.

—¿Y bien?

—Ahí está.

El coronel Beatty señaló la pared. Casi todo su espacio estaba cubierto por una fotografía ampliada, de alta definición, retocada por medio de ordenador. Su superficie era un cuadrado de dos metros de lado. Todos la miraron.

—No veo nada —dijo el general—. Solo montañas.

—Ese es el problema, señor. No está ahí.

La atención de los reunidos pasó a los funcionarios de Inteligencia. Al fin y al cabo, aquello era el producto de sus actividades secretas.

—¿Qué debemos suponer que hay ahí? —preguntó el general lentamente.

—Un cañón —dijo Laing.

—¿Un cañón?

—El llamado Cañón de Babilonia.

—Creía que ustedes los habían interceptado todos en la etapa de fabricación.

—Y así lo hicimos, pero parece ser que se nos escapó uno de ellos.

—Ya nos hemos ocupado de este asunto. Se supone que es un cohete, o una base secreta de cazabombarderos. Ningún cañón puede disparar una carga explosiva tan grande.

—Este sí puede, señor. He consultado con Londres. Se trata de un cañón de más de 185 metros de largo, con el ánima de un metro. La carga explosiva pesa más de media tonelada, y tiene un alcance de hasta mil kilómetros, según el propulsor que utilicen.

—¿Y la distancia desde aquí al Triángulo?

—Unos 750 kilómetros. General, ¿pueden sus cazas interceptar un obús?

—No.

—¿Los misiles Patriot?

—Tal vez, si están en el lugar apropiado en el momento apropiado y pueden localizarlo a tiempo. Probablemente no.

—La cuestión es que, tanto si es un cañón como un misil, no está a la vista —comentó el coronel Beatty.

—¿Estará enterrado en el subsuelo, como el centro industrial de Al Qubai? —sugirió Barber.

—Esa estaba camuflada con un cementerio de coches encima —dijo el analista Peck—. Pero ahí no hay nada, ni carretera ni pistas ni línea de alta tensión ni defensas ni helipuerto ni alambradas ni puestos de guardia, sino una yerma extensión de colinas y montañas bajas con valles intermedios.

Laing se puso a la defensiva.

—Supongamos que hayan usado el mismo truco que en Tarmiya, colocando el perímetro de defensa tan lejos que fuese imposible distinguirlo.

—Ya lo hemos tenido en cuenta —dijo Beatty—. Hemos examinado ochenta kilómetros en todas las direcciones, sin encontrar nada. No hay defensas.

—¿Significa eso que es una pura operación de engaño? —preguntó Barber.

—De ninguna manera. Los iraquíes siempre defienden sus instalaciones importantes, incluso de su propia gente. Miren esto.

El coronel Beatty se acercó a la enorme foto y señaló un grupo de chozas.

—Hay una aldea al lado. Humo de leña, corrales de cabras, animales pastando en el valle. Hay otras dos aldeas que no aparecen aquí.

—Tal vez han ahuecado toda la montaña —dijo Laing—. Ustedes lo hicieron en la montaña Cheyenne.

—Eso es una serie de cavernas, túneles, una madriguera de habitaciones detrás de puertas blindadas —replicó Beatty—. Pero estamos hablando de un cañón de casi doscientos metros de largo. Intenten meter eso dentro de una montaña… se les caería encima. Miren, caballeros, la recámara, el depósito de municiones, las dependencias del personal pueden estar bajo tierra, pero una parte de ese cañón tiene que sobresalir del subsuelo. ¿No es así?

Todos miraron de nuevo la foto. En el cuadrado se veían tres colinas y parte de una cuarta. En la mayor de ellas no se percibía ninguna puerta a prueba de explosiones ni carretera de acceso.

—Si está ahí, en alguna parte, ¿por qué no saturamos de bombas esos tres kilómetros cuadrados? —propuso Peck—. Así la montaña se derrumbaría encima del cañón.

—Buena idea —dijo Beatty—. Podríamos usar los Buffs, general, y machacar toda la zona.

—¿Me permiten una sugerencia? —preguntó Barber.

—Sí, por favor.

—Si yo fuese un hombre tan paranoico como Saddam Hussein y tuviera un único cañón tan valioso, lo confiaría a un hombre de mi entera confianza, a quien daría órdenes de que si alguna vez la fortaleza es bombardeada, debe dispararlo. En una palabra, si el primer par de bombas cayera lejos del blanco, y tres kilómetros cuadrados constituyen una zona muy grande, las restantes caerían una fracción de segundo demasiado tarde.

El general Glosson se inclinó hacia delante.

—¿Adónde quiere ir a parar, señor Barber?

—General, si el Puño de Dios está oculto dentro de esas colinas, significa que los iraquíes han llevado a cabo una operación de engaño extraordinariamente hábil. La única manera de estar totalmente seguros de que ha sido destruido es mediante una operación similar. Un único avión, como surgido de la nada, que ataque y alcance el centro de la diana la primera y única vez.

—No sé cuántas veces tendré que repetirlo —dijo exasperado el coronel Beatty—: no sabemos exactamente dónde está el centro de la diana.

—Creo que mi colega se refiere a marcar el objetivo —dijo Laing.

—Pero eso significa otro avión —objetó Peck—. Como los Buccaneer que marcan los blancos a los Tornado. Pero el marcador de blancos primero ha de ver el objetivo.

—Salió bien con los Scud —dijo Laing.

—Cierto, los hombres del SAS marcaron las lanzaderas de misiles y las bombardearon, pero estaban allí mismo, a mil metros de los misiles, y eran visibles con prismáticos —replicó Peck.

—Exactamente.

Se hizo el silencio durante varios segundos.

—Está usted hablando de enviar hombres a las montañas para que nos proporcionen un blanco de diez metros cuadrados —dijo el general Glosson.

El debate prosiguió durante dos horas más. Pero por mucho que discutieran siempre volvían al argumento de Laing.

Se trataba de encontrarlo primero, luego marcarlo y finalmente destruirlo… y todo ello sin que los iraquíes se dieran cuenta hasta que fuese demasiado tarde.

A medianoche un cabo de la Royal Air Force fue al hotel Hyatt. No recibió respuesta desde la sala de estar, por lo que el encargado nocturno le permitió entrar en la suite. Fue al dormitorio y sacudió el hombro de la persona que dormía envuelta en un albornoz sobre la cama sin deshacer.

—Despierte, señor. Reclaman su presencia al otro lado de la carretera, comandante.