20

La noticia de que los Tornado británicos no habían alcanzado su verdadero objetivo en Al Qubai trastornó profundamente al hombre conocido tan solo como Jericó. Lo único que podía hacer era levantarse a su pesar y aplaudir al rais con el fervor de todos los demás.

Durante el regreso al centro de Bagdad, en el autobús de ventanillas opacas en que viajaba con los otros generales, permaneció silencioso en el fondo del vehículo, sumido en sus pensamientos.

El hecho de que el artefacto ahora oculto en un lugar llamado Qa’ala, la Fortaleza, del que nunca había oído hablar y cuyo emplazamiento desconocía, pudiera causar innumerables víctimas, le tenía sin cuidado.

Lo que le preocupaba era su propia posición. Durante tres años lo había arriesgado todo, se había expuesto a que le desenmascarasen, a la ruina y a una muerte terrible, por traicionar al régimen de su país. No lo había hecho solo con la intención de amasar una enorme fortuna personal en el extranjero, cosa que probablemente podría haber logrado mediante la extorsión y el robo en el mismo Irak, aun cuando eso también comportara riesgos. Su objetivo había sido el de retirarse al extranjero con una identidad y unos antecedentes nuevos, proporcionados por quienes le pagaban, seguro bajo las alas de estos, a salvo de los vengativos escuadrones asesinos. Había visto el destino de quienes se limitaban a robar y huir. Vivían en constante temor, hasta que un día los vengadores iraquíes los capturaban.

Jericó quería tanto su fortuna como su seguridad, y por eso accedió encantado a que los israelíes cedieran a los americanos su control sobre él. Ellos le cuidarían, cumplirían con el acuerdo y crearían la nueva identidad, lo cual le permitiría convertirse en otro hombre con una nacionalidad distinta, comprarse una mansión a orillas del mar en México y llevar una vida fácil y cómoda.

Ahora las cosas habían cambiado. Si guardaba silencio y el artefacto era usado, creerían que les había mentido. No era así, pero ellos, llevados por la cólera, nunca lo creerían. Contra viento y marea, los americanos bloquearían su cuenta y todo su esfuerzo habría sido en vano. De alguna manera debía advertirles de que se había producido un error. Unos pocos riesgos más y todo habría terminado, Irak habría sido derrotado, el rais depuesto y él, Jericó, estaría fuera de allí, en un país lejano.

En la intimidad de su despacho escribió el mensaje en árabe, como siempre, y en el fino papel que ocupaba tan poco espacio. Explicó lo sucedido en la conferencia de aquella tarde, asegurando que cuando había enviado el mensaje anterior el artefacto estaba, efectivamente, en Al Qubai, tal como había dicho, pero que dos días más tarde, cuando los Tornado atacaron, ya no se hallaba allí, una circunstancia de la que él no tenía culpa alguna.

Siguió diciendo todo cuanto sabía, que existía un lugar secreto llamado la Fortaleza, que ahora el artefacto estaba allí y que desde la Qa’ala sería lanzado cuando el primer americano cruzara la frontera de Irak.

Poco después de medianoche subió a un coche sin distintivos y se internó en las callejas de la parte vieja de Bagdad. Nadie puso en tela de juicio su derecho a hacerlo, nadie se habría atrevido. Colocó el mensaje en el escondrijo cercano al mercado de frutas y verduras de Kasra, y luego hizo la marca de tiza detrás de la iglesia de San José, en la Zona de los Cristianos. Esta vez la marca era ligeramente distinta. Confiaba en que el hombre invisible que recogía sus mensajes no perdiese tiempo.

Resultó que Mike Martin había salido de la finca del diplomático soviético a primera hora de la mañana del 15 de febrero. La cocinera rusa le había dado una larga lista de verduras frescas, pero iba a serle muy difícil adquirir los productos. La escasez de alimentos no se debía a los campesinos, sino a los problemas del transporte. La mayor parte de los puentes había sido derribada, y la llanura central iraquí es una tierra de ríos que riegan los vastos campos de que se alimenta Bagdad. Como les obligaban a pagar los gastos del transbordador, los agricultores preferían quedarse en casa.

Por suerte Martin inició sus compras en el mercado de especias de la calle Shurja y luego pedaleó alrededor de la iglesia de San José hasta el callejón trasero. Al ver la marca de tiza se sobresaltó.

La marca en aquella pared determinada tenía que ser siempre un ocho de lado, con una sola raya horizontal a través de la intersección de ambos círculos, pero Martin había advertido previamente a Jericó de que, en caso de una verdadera emergencia, la raya única debía ser sustituida por dos cruces pequeñas, una en cada círculo del ocho. Aquel día las cruces estaban allí.

Martin pedaleó velozmente hacia el mercado de verduras de Kasra, esperó hasta que no hubo nadie cerca, se agachó para dar la impresión de que se ataba una sandalia, como hacía siempre, deslizó una mano en el escondrijo y encontró el delgado sobre de siltano. A mediodía estaba de regreso en la finca y explicaba a la airada cocinera que había hecho todo lo posible, pero que las verduras llegarían a la ciudad más tarde que nunca.

Cuando leyó el mensaje de Jericó, comprendió a la perfección por qué el hombre era presa del pánico. Martin redactó un mensaje propio en el que explicaba a Riad los motivos por los que ahora se veía obligado a tomar el asunto en sus manos y decidir personalmente. No quedaba tiempo para celebrar conferencias con Riad ni para un nuevo intercambio de mensajes. Lo peor para él era la revelación por parte de Jericó de que el contraespionaje iraquí conocía la existencia de un transmisor ilegal de señales «condensadas». No tenía modo de saber cuán cerca estaban de localizarle, pero todo contacto con Riad debía cesar de inmediato. Así pues, tomaría la decisión por su cuenta.

Martin leyó ante el micrófono del magnetófono el mensaje de Jericó, primero en árabe y luego la traducción, añadió su propio mensaje y se dispuso a transmitirlo.

No tenía una «ventana» de transmisión hasta altas horas de la noche… Siempre elegía la noche, cuando los servidores de Kulikov estaban profundamente dormidos. Pero, al igual que Jericó, utilizó un procedimiento de emergencia. En su caso se trataba de un único sonido largo y agudo, en una potencia totalmente distinta, muy alejada de la banda VHF habitual.

Comprobó que el chófer iraquí se encontraba con el primer secretario Kulikov en la embajada, en el centro de la ciudad, y que el criado ruso y su esposa estaban almorzando. Entonces, pese al riesgo de que le descubrieran, colocó la antena cerca de la puerta abierta y envió el silbido.

En el departamento de radio situado en un antiguo dormitorio de la finca del SIS en Riad se encendió una luz. Era la una y media de la tarde. El operador de servicio, que se ocupaba del tráfico normal entre la finca y Century House, en Londres, dejó lo que estaba haciendo, pidió refuerzos a gritos y sintonizó para recibir en la frecuencia diurna de Martin.

El segundo operador asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué ocurre?

—Que vengan Steve y Simon. Oso Negro va a emitir y es una emergencia.

El hombre se marchó. Martin concedió a Riad quince minutos y entonces procedió a la transmisión principal.

La de Riad no fue la única torre de radio que captó la transmisión. En las afueras de Bagdad otra antena de satélite, que recogía sin cesar la banda VHF, la captó en parte. El mensaje era tan largo que, incluso acortado, duraba cuatro segundos. Los escuchas iraquíes captaron los dos últimos y determinaron la posición del emisor.

En cuanto terminó de transmitir, Martin cerró el equipo y lo escondió bajo las baldosas del suelo. Apenas lo había hecho cuando oyó ruido de pisadas en la grava. Era el criado ruso que, en un acceso de generosidad, había cruzado el jardín para ofrecerle un cigarrillo Balkan. Martin lo aceptó haciendo muchas reverencias y musitando «Shukran». El ruso, orgulloso de su talante compasivo, regresó a la casa. «Pobre desgraciado —se dijo—. Qué vida la suya.»

Cuando volvió a quedarse a solas, el pobre desgraciado empezó a escribir en apretada caligrafía árabe en el bloc de papel para correo aéreo que guardaba debajo de su camastro. Mientras lo hacía, un genio de la radio, el comandante Zayeed, examinaba un mapa a gran escala de la ciudad y, especialmente, el distrito de Mansour. Una vez finalizados sus cálculos, los repasó y telefoneó al general de brigada Hassan Rahmani, que se hallaba en el cuartel general de la Mukhabarat, apenas a quinientos metros del rombo de Mansour que había sido trazado en tinta verde. La cita quedó fijada a las cuatro de la tarde.

En la finca de Riad, Chip Barber iba de un lado a otro de la sala con una hoja de ordenador recién impresa en la mano, jurando como no lo hacía desde que dejara los marines treinta años atrás.

—¿Qué diablos cree que está haciendo? —preguntó a los dos funcionarios del servicio secreto británico que estaban con él.

—Es sencillo, Chip —respondió Laing—. Lleva demasiado tiempo en Irak y ha estado sometido a una enorme tensión. Los malos le están cercando. Todo nos indica que debemos sacarle de ahí… ahora mismo.

—Sí, ya sé que es un gran tipo, pero no tiene derecho a hacer esto. Somos nosotros quienes pagamos, ¿recuerda?

—No lo olvidamos —dijo Paxman—, pero es nuestro hombre y está muy lejos de aquí, abandonado a su suerte. Si decide quedarse, es para terminar el trabajo, en beneficio tanto de nosotros como de ustedes.

Barber se tranquilizó.

—Tres millones de dólares… ¿Cómo diablos voy a decir a Langley que ha ofrecido a Jericó otros tres millones de pavos para que esta vez acierte? Ese gilipollas iraquí debería haber acertado la primera vez. Es posible que esté repartiendo las cartas desde el final de la baraja, solo para conseguir más dinero.

—Estamos hablando de un arma nuclear, Chip —dijo Laing.

—Tal vez —gruñó Barber—. Tal vez se trate de una bomba atómica, tal vez Saddam ha conseguido suficiente uranio enriquecido, tal vez lo ha reunido todo a tiempo. Lo único que realmente tenemos son los cálculos de unos científicos y la afirmación de Saddam, si es que ha hecho esa afirmación de veras. Maldita sea, Jericó es un mercenario y podría mentir descaradamente. Los científicos pueden equivocarse, Saddam miente con la misma facilidad con que respira. ¿Qué hemos recibido a cambio de todo ese dinero?

—¿Quiere correr el riesgo? —preguntó Laing.

Barber se dejó caer en una silla.

—No —dijo por fin—, no quiero. De acuerdo, lo arreglaré con Washington. Entonces se lo diremos a los generales, pues tienen que estar al corriente de esto, pero quiero que sepan ustedes una cosa: un día me encontraré con ese Jericó y, si nos está engañando, le arrancaré los brazos y le azotaré los muñones sanguinolentos.

A las cuatro de aquella tarde, el comandante Zayeed fue con sus mapas y cálculos al despacho de Hassan Rahmani, a quien explicó minuciosamente que había efectuado la tercera triangulación y reducido la zona al rombo trazado en el plano de Mansour. Rahmani lo miró dubitativo.

—Son cien metros de lado —dijo—. Creía que la tecnología moderna era capaz de delimitar estas fuentes emisoras a un metro cuadrado.

—Si consigo una transmisión larga es posible —le explicó el joven comandante armándose de paciencia—. Puedo obtener un haz del receptor de interceptación de menos de un metro de ancho. Al cruzarlo con otra interceptación desde un punto diferente se llega a un metro cuadrado. Pero estas transmisiones son demasiado cortas. Están en el aire y desaparecen en solo dos segundos. Lo máximo que puedo obtener es un cono muy estrecho, con la punta sobre el receptor, que corra a campo través y se ensanche a medida que avance. Tal vez un ángulo de un segundo de grado en la brújula, pero a tres kilómetros de distancia eso se convierte en cien metros. Mire, sigue siendo una zona pequeña.

Rahmani examinó el mapa. El rombo marcado contenía cuatro edificios.

—Vayamos a echar un vistazo —sugirió.

Provistos del mapa, los dos hombres recorrieron Mansour hasta encontrar la zona acotada. Era residencial y muy próspera. Las cuatro residencias eran independientes y se alzaban en terrenos rodeados de muros. Cuando finalizaron su inspección estaba oscureciendo.

—Asáltelas por la mañana —dijo Rahmani—. Acordonaré la zona con tropas, discretamente. Ya sabe lo que está buscando. Vaya con sus especialistas y registre las cuatro casas. Encuentre al espía.

—Hay un problema —dijo el comandante—. ¿Ve esa placa metálica de ahí? Es una residencia de la embajada soviética.

Rahmani reflexionó. No le agradecerían haber originado un incidente diplomático.

—Ocúpese primero de las otras tres —le ordenó—. Si no consigue nada, hablaré con el ministro de Asuntos Exteriores para tener acceso al edificio soviético.

Mientras hablaban, uno de los miembros del personal de la finca del diplomático soviético se encontraba a cinco kilómetros de distancia. El jardinero Mahmoud al Khouri estaba en el viejo cementerio británico, colocando un delgado sobre de siltano en un recipiente de piedra al lado de una lápida descuidada desde hacía mucho tiempo. Más tarde trazó una señal de tiza sobre el muro del edificio de la Unión de Periodistas. Al recorrer por la noche el distrito, observó poco antes de medianoche que la marca de tiza había sido borrada.

Aquella noche tuvo lugar en Riad una conferencia muy privada en un despacho situado dos pisos por debajo del Ministerio de Defensa saudí. Estaban presentes cuatro generales y dos civiles, Barber y Laing. Cuando terminaron de hablar, los cuatro militares permanecieron en sombrío silencio.

—¿Es absolutamente cierto? —preguntó uno de los americanos.

—No tenemos una prueba concluyente —dijo Barber—, pero creemos que la probabilidad de que la información sea exacta es muy alta.

—¿Por qué está tan seguro? —preguntó el general de la Fuerza Aérea estadounidense.

—Como seguramente ya han supuesto, caballeros, desde hace meses tenemos un agente trabajando para nosotros y situado en las más altas esferas del régimen iraquí.

Hubo una serie de gruñidos de asentimiento.

—No imaginaba que toda esa información sobre los objetivos procedía de las bolas de cristal de Langley —dijo el general de la Fuerza Aérea que aún estaba resentido con la CIA por haber dudado de los éxitos de sus pilotos.

—La cuestión es que hasta la fecha hemos podido comprobar que su información era absolutamente exacta. Si ahora nos miente, es un engaño descomunal. Por otro lado, ¿podemos correr ese riesgo?

Todos guardaron silencio durante varios minutos.

—Hay algo que ustedes pasan por alto —dijo el hombre de la Fuerza Aérea—, y es el lanzamiento.

—¿El lanzamiento? —repitió Barber.

—Exacto. Disponer de un arma es una cosa, y lanzarla sobre el enemigo otra muy distinta. Miren, nadie puede creer que Saddam haya llegado ya a la fase de miniaturización que requiere la tecnología más compleja. Así pues, si tiene ese artefacto no está en condiciones de lanzarlo desde el cañón de un tanque o valiéndose de una pieza de artillería, que tiene el mismo calibre; como una batería de tipo Katyushka o un cohete tampoco le servirían.

—¿Por qué no un cohete, general?

—Por la carga útil —dijo el aviador en tono sarcástico—, la condenada carga útil. Si se trata de un artefacto rudimentario, pesará una media tonelada. Ahora sabemos que los cohetes Al Abeid y Al Tammuz todavía estaban en fase de desarrollo cuando destruimos la instalación en Saad-16. Lo mismo sucedió con los Al Abba y Al Bard. No eran operativos, o bien reventaban o bien su carga útil era demasiado pequeña.

—¿Y qué me dice del Scud? —preguntó Laing.

—Estamos en el mismo caso —respondió el general—. El de largo alcance, llamado Al Hussayn, sigue desintegrándose al reingresar en la atmósfera, y tiene una carga útil de 160 kilos. Incluso el Scud básico proporcionado por los soviéticos tiene una carga máxima de seiscientos kilos. Es demasiado pequeño.

—Pero pueden lanzar la bomba desde un avión —señaló Barber.

El general de la Fuerza Aérea le miró con ceño.

—Caballeros, aquí y ahora les daré mi garantía personal de que en lo sucesivo ni un solo avión iraquí llegará a la frontera. La mayor parte ni siquiera tendrá ocasión de despegar. Los que lo hagan y se dirijan al sur, serán derribados a medio camino de la frontera. Tengo suficientes AWACS y cazas, puedo garantizarlo.

—¿Y la Fortaleza, la plataforma de lanzamiento? —preguntó Laing.

—Un hangar ultrasecreto, probablemente subterráneo, una sola pista que partirá de la entrada. Albergará un Mig, un Mirage, un Sukhoi… equipado y listo para volar. Pero lo cazaremos antes de que llegue a la frontera.

La decisión dependía del general estadounidense sentado a la cabecera de la mesa.

—¿Van a encontrar el depósito de ese artefacto, la llamada Fortaleza? —preguntó en voz baja.

—Sí, señor. En estos momentos lo estamos intentando. Es posible que necesitemos algunos días más.

—Encuéntrelo y lo destruiremos.

—¿Y la invasión dentro de cuatro días, señor?

—Se lo haré saber.

Aquella noche se anunció que la invasión terrestre de Kuwait e Irak había sido pospuesta y tendría lugar el 24 de febrero.

Más tarde los historiadores dieron dos razones alternativas de ese retraso. Una era que los marines americanos deseaban modificar su eje de ataque principal unos kilómetros más al oeste, lo cual requeriría movimientos de tropas, transferencia de almacenes y otros preparativos. Eso también era cierto.

Un motivo presentado más adelante por la prensa era que dos piratas informáticos británicos habían accedido al ordenador del Ministerio de Defensa y dislocado gravemente el cotejo de los informes meteorológicos sobre la zona del ataque. La confusión creada impedía elegir el mejor día para iniciar el ataque desde el punto de vista climático.

En realidad, el tiempo fue bueno y despejado entre los días 20 y 24, y desmejoró precisamente cuando comenzó el avance.

El general Norman Schwarzkopf era un hombre corpulento y muy fuerte, tanto física como mental y moralmente. Pero habría sido más, o quizá menos humano si la pura tensión de los últimos días no hubiera empezado a afectarle.

Llevaba casi seis meses trabajando sin interrupción hasta veinte horas diarias. No solo había supervisado la mayor y más rápida concentración militar de la historia —una tarea que por sí misma podría haber abrumado a un hombre menos fuerte—, sino que se había enfrentado a las complejidades de las relaciones con la sensibilidad de la sociedad saudí, había mantenido la paz cuando una docena de veces las luchas intestinas podrían haber echado a pique la Coalición, y rechazado las interminables intervenciones del Congreso, bienintencionadas pero inútiles y fatigosas.

Y, no obstante, no era todo eso lo que le turbaba el sueño que tanto necesitaba en aquellos últimos días. El origen de sus desvelos era la responsabilidad que suponía estar al frente de tantas vidas jóvenes.

En su pesadilla aparecía el Triángulo, siempre el Triángulo. Era un triángulo rectángulo de terreno, tendido de lado. La base estaba formada por la línea costera que iba desde Khafji, pasando por Jubail, hasta las tres ciudades unidas de Dammam, Al Khoba y Dahran.

La línea perpendicular del triángulo era la frontera que se extendía al oeste desde la costa, primero entre Arabia Saudí y Kuwait y luego en el desierto, para convertirse en la frontera iraquí.

La hipotenusa era la línea inclinada que unía el último puesto de avanzada occidental en el desierto con la costa en Dahran.

Dentro de ese triángulo casi medio millón de jóvenes, varones en su mayoría y algunas mujeres, permanecían a la espera de su orden. En un ochenta por ciento las tropas eran estadounidenses. En el este estaban los saudíes, otros contingentes árabes y los marines. En el centro, las grandes unidades blindadas y de infantería mecanizada americanas, y entre ellas la 1.ª División Acorazada británica. En el flanco extremo se hallaban los franceses.

Tiempo atrás la pesadilla había consistido en ver a decenas de millares de jóvenes atravesando las brechas para atacar. Una lluvia de gas venenoso se abatía sobre ellos quitándoles la vida allí mismo, entre los muros de arena y el alambre de espino. Ahora la visión era peor.

Solo una semana antes, cuando contemplaba el triángulo en un mapa de batalla, un oficial de Inteligencia militar había sugerido:

—Es posible que Saddam quiera hacer estallar una bomba atómica en ese sitio.

Norman Schwarzkopf pensó que bromeaba.

Aquella noche el general en jefe trató de conciliar el sueño, pero fue en vano. Siempre el Triángulo. Eran demasiados hombres y muy poco espacio.

En la finca del SIS, Laing, Paxman y los dos técnicos de radio compartían una caja de cervezas traída clandestinamente desde la embajada británica. También ellos habían examinado el mapa y visto el Triángulo. También ellos experimentaban la tensión.

—Una sola bomba, una puñetera bomba, menor incluso que la que se lanzó sobre Hiroshima, que estalle en el aire o en tierra… —musitó Laing.

No era preciso que fuesen científicos. La primera explosión mataría a más de cien mil jóvenes soldados. Al cabo de unas horas la nube radiactiva, que habría absorbido miles de millones de toneladas de arena del desierto, empezaría a desplazarse, extendiendo un manto de muerte a su paso.

Los barcos que estaban en el mar tendrían tiempo de atrancar las escotillas, pero las tropas terrestres, así como las poblaciones saudíes, estarían desamparadas. La nube se desplazaría hacia el este, ensanchándose al avanzar sobre Bahrein y los campos de aviación aliados, envenenando el mar hasta la costa de Irán, para exterminar a una de las tres especies que, según Saddam Hussein, eran indignas de vivir: los persas, los judíos y las moscas.

—No tiene medios para lanzarla —dijo Paxman—. No dispone de un cohete ni de un avión capaz de hacerlo.

Lejos, al norte, oculto en el Jebal al Hamreem, dentro de la recámara de un cañón que medía 185 metros de largo y con un alcance de mil kilómetros, el Puño de Dios permanecía inerte y dispuesto para cuando le hicieran entrar en acción.

Los inquilinos de la casa de Qasidiya solo estaban despiertos a medias y en absoluto preparados para recibir a los visitantes que llegaron al amanecer. Cuando muchos años antes su propietario la construyera, se alzaba en medio de huertas.

Se hallaba a cinco kilómetros de distancia de las cuatro fincas de Mansour que en aquellos momentos el comandante Zayeed, del servicio de contraespionaje, se disponía a poner bajo vigilancia.

La extensión de los barrios al sudoeste de Bagdad había absorbido la vieja casa, y la nueva autopista de Qasidiya atravesaba los terrenos que en el pasado habían sido plantaciones de melocotoneros y albaricoqueros.

No obstante, era una buena casa, propiedad de un hombre próspero retirado desde hacía largo tiempo, rodeada por un muro y todavía con algunos árboles frutales al fondo del jardín.

Había dos camiones cargados de soldados de la AMAM al mando de un comandante, y no se andaron con cumplidos. Descerrajaron a tiros la puerta del jardín, la abrieron de una patada, derribaron la puerta principal e irrumpieron en la vivienda golpeando al decrépito criado que intentaba detenerles.

Corrieron por la casa, destrozando armarios, arrancando colgaduras, mientras el aterrado anciano propietario trataba de proteger a su esposa.

Los soldados pusieron todo patas arriba y no encontraron nada. Cuando el anciano les suplicó que le dijeran qué querían o buscaban, el comandante le replicó ásperamente que lo sabía perfectamente bien, y la búsqueda continuó.

Después de registrar la casa los soldados examinaron el jardín. En el fondo, cerca de la pared, vieron tierra removida recientemente. Dos de ellos sujetaron al viejo mientras otros cavaban. El hombre protestaba, diciendo que no sabía por qué la tierra había sido removida y que él no había enterrado nada. Pero los soldados lo encontraron de todos modos.

Era un saco de arpillera, y al vaciarlo vieron que contenía un receptor de radio.

El comandante no sabía nada de receptores de radio ni, de haberlo sabido, le habría importado en absoluto que el modelo de transmisor por el sistema Morse no tuviera nada que ver con el transmisor ultramoderno mediante satélite utilizado por Mike Martin y que seguía bajo el suelo de su choza en el jardín del secretario Kulikov. Para el comandante de la AMAM, las radios eran cosas que usaban los espías, y eso era lo único que importaba.

El anciano dijo entre gemidos que nunca había visto aquel aparato, que alguien debió de entrar en el jardín por la noche para enterrarlo allí, pero le derribaron al suelo con las culatas de sus fusiles e hicieron lo mismo a su mujer cuando gritó.

El comandante examinó el trofeo e incluso le pareció advertir que algunos de los jeroglíficos del saco podían ser caracteres hebreos.

No se llevaron al criado de la casa ni a la mujer, solo al anciano. Tenía más de setenta años, pero se lo llevaron de bruces entre cuatro soldados, cogiéndole de las muñecas y los tobillos, y lo arrojaron a la caja de uno de los camiones como si fuera un saco de higos.

El comandante estaba contento. Había actuado tras recibir una confidencia anónima y cumplido con su deber. Sus superiores estarían satisfechos. Aquel no era un caso para la prisión de Abu Ghraib. Llevó a su prisionero al cuartel general de la AMAM y al Gimnasio, razonando que ese era el único lugar para los espías al servicio de Israel.

Aquel mismo día, 16 de febrero, Gidi Barzilai se hallaba en París, mostrando el dibujo de la mesa a Michel Levy. El viejo anticuario se mostró encantado de ayudarle. Solo en otra ocasión habían requerido sus servicios, solicitándole que prestara algunos muebles a un katsa que trataba de entrar en determinada casa haciéndose pasar por comerciante de antigüedades.

Para Michel Levy, que el Mossad le consultara era un placer y un motivo de excitación, algo que animaba la existencia de un anciano.

—Boulle —dijo.

—Usted perdone —se apresuró a decir Barzilai, creyendo haber sido rudo con él. Había entendido que el anciano le decía bull, que en jerga inglesa significa disparate.

—Boulle —repitió el anticuario—. También se escribe Buhl. El gran ebanista francés. Este es, sin la menor duda, su estilo. Claro que no se trata de una obra suya, pues el período es demasiado tardío para él.

—Entonces ¿quién lo hizo?

Monsieur Levy era un hombre de más de ochenta años, con ralos cabellos blancos aplastados sobre el cuero cabelludo arrugado, pero tenía las mejillas sonrosadas y unos ojos brillantes que centelleaban con el placer de estar vivo. Había dicho kaddish a muchos miembros de su generación.

—Bueno, a su muerte Boulle cedió su taller a su protegido, el alemán Oeben, quien, a su vez, cedió la tradición a otro alemán llamado Riesener. Yo diría que este mueble es del período de Riesener. Desde luego, es obra de un discípulo, quizá del mismo maestro. ¿Va usted a comprarlo?

Bromeaba, por supuesto, pues sabía que el Mossad no compraba obras de arte. El regocijo intensificaba el brillo de sus ojos.

—Digamos que estoy interesado en esta mesa —replicó Barzilai.

Levy estaba encantado. Tendría ocasión de poner nuevamente en práctica sus traviesos trucos. Nunca sabría en qué consistiría, pero era divertido de todos modos.

—Dígame, ¿estas mesas…?

—Es un bureau —le interrumpió Levy—, un escritorio.

—De acuerdo. ¿Tienen estos escritorios compartimientos secretos?

La cosa iba cada vez mejor, era delicioso. Ah, qué excitación.

—Se refiere usted a una cachette. Sí, naturalmente. Mire, joven, hace muchos años, cuando era posible desafiar a un hombre y matarle en duelo por una cuestión de honor, una dama que tenía una aventura amorosa debía ser muy, pero que muy discreta. Entonces no había teléfono ni fax ni vídeo. Su amante debía confiar al papel todos sus pensamientos traviesos. Entonces, ¿dónde los ocultaría a su marido?

»No lo haría en una caja fuerte empotrada en la pared, pues no existían, ni en una caja de hierro… su marido le exigiría la llave. Así pues, los miembros de la alta sociedad de la época encargaban muebles con una cachette. No lo hacían siempre, sino algunas veces. Tenían que estar muy bien trabajados, ¿sabe usted?, pues de lo contrario serían demasiado visibles.

—¿Cómo puede saber uno si un mueble que… se propone comprar tiene esa cachette?

La excitación del viejo anticuario iba en aumento. El agente del Mossad no compraría un escritorio de Riesener, sino que se disponía a abrir el compartimiento secreto de alguno.

—¿Le gustaría ver uno? —preguntó Levy.

Hizo varias llamadas telefónicas y luego salieron de la tienda y tomaron un taxi. Visitaron a otro comerciante. Levy habló con él en susurros y el hombre hizo un gesto de asentimiento y les dejó a solas. Levy le había dicho que si lograba una venta, no recibiría más que una pequeña comisión de intermediario. El comerciante se mostró satisfecho. Las cosas suelen ser así en el mundo de las antigüedades.

La mesa que examinaron se parecía notablemente a la de Gemütlich.

—Bien, el escondrijo no puede ser grande, pues lo detectarían fácilmente al confrontar las medidas externa e interna. Así pues, será estrecho, vertical u horizontal. Probablemente no tendrá más de dos centímetros de anchura y estará oculto en un panel que parece macizo, de tres centímetros de anchura, pero que en realidad está formado por dos finísimas láminas de madera con el escondrijo en el interior. La clave está en el botón de apertura. —Abrió uno de los cajones superiores—. Palpe ahí dentro —le dijo. Barzilai palpó hasta que las yemas de sus dedos tocaron el fondo—. Palpe alrededor.

—No hay nada —dijo el katsa.

—En efecto, en este cajón no hay nada —dijo Levy—, pero podría haber un pomo, un pestillo o un botón. Si es un botoncito, lo aprieta; un pomo, lo hace girar; y un pestillo, lo mueve de un lado a otro y observa qué sucede.

—¿Qué debería suceder?

—Un ruido muy tenue; luego, una pequeña pieza de marquetería se proyecta hacia afuera, accionada por unos muelles. Detrás está la cachette.

Incluso el ingenio de los ebanistas del siglo XVIII tenía sus límites. Antes de que transcurriera una hora, el señor Levy había enseñado al katsa los diez lugares básicos en los que buscar el pestillo secreto que liberaría los muelles para abrir el compartimiento.

—Nunca intente usar la fuerza para encontrarlo —insistió Levy—. De todos modos no lo conseguiría y, además, dejaría huellas en la madera tallada.

Dio un ligero codazo a Barzilai y sonrió. El agente del Mossad le invitó a una buena comida en La Coupole y luego regresó en taxi al aeropuerto para coger el avión que lo llevaría de regreso a Viena.

A primera hora de aquella mañana del 16 de febrero, el comandante Zayeed y su equipo se presentaron en la primera de las tres casas que debían registrar. Las otras dos fueron incomunicadas, se dispuso centinelas en todos los accesos y sus perplejos ocupantes se vieron obligados a permanecer en el interior.

El comandante hizo gala de una cortesía perfecta, pero su autoridad no daba lugar a la menor objeción. Al contrario del equipo de la AMAM, a kilómetro y medio de allí, en Qasidiya, los hombres de Zayeed eran expertos, causaron muy pocos daños permanentes y, por consiguiente, fueron mucho más eficaces.

Empezaron por la planta baja, en busca del acceso a un lugar oculto bajo las losas del suelo, y luego avanzaron a través de la casa, registrando todas las habitaciones, armarios y cavidades.

También registraron el jardín, pero no encontraron nada. Antes de mediodía el comandante se dio por satisfecho, pidió disculpas a los ocupantes de la casa y se marchó. Empezó a trabajar con la misma minuciosidad en la casa siguiente.

En el sótano del cuartel general de la AMAM, en Saadun, el anciano estaba tendido boca arriba, con las muñecas y la cintura atadas a una maciza mesa de madera y rodeado por los cuatro expertos que le extraerían su confesión. Además de estos se encontraban presentes un médico y el general de brigada Omar Khatib, que en ese momento estaba en un rincón hablando con el sargento Alí.

El jefe de la AMAM era quien decidía las torturas a que debía ser sometido el prisionero. El sargento Alí enarcó una ceja, pues se daba cuenta de que en esa ocasión su mono iba a hacerle realmente falta. Omar Khatib hizo un breve gesto de asentimiento y se marchó. En su despacho le esperaban asuntos que atender.

El anciano seguía asegurando que no sabía nada de un transmisor y que no había salido al jardín desde hacía varios días debido a las inclemencias del tiempo. Sus protestas no interesaban en absoluto a los interrogadores, que le ataron los tobillos a un palo de escoba colocado transversalmente sobre los empeines. Dos de los cuatro hombres le alzaron los pies hasta la posición requerida, con las plantas de cara a la sala, mientras Alí y su otro colega cogían de las paredes los pesados látigos de cordón eléctrico.

Cuando dieron comienzo los azotes, el anciano gritó como lo hacían todos hasta que se le quebró la voz y perdió el conocimiento. Un cubo de agua helada arrojado desde el rincón donde había una hilera de ellos, le hizo volver en sí.

La tortura prosiguió a lo largo de la mañana. De vez en cuando los hombres se tomaban un respiro y se restregaban los músculos de los brazos, fatigados de tanto esfuerzo. Mientras descansaban, arrojaban tazas de salmuera sobre los pies en carne viva del anciano. Una vez superada la fatiga, reanudaban el trabajo.

Entre uno y otro desvanecimiento, el anciano seguía asegurando que ni siquiera sabía manejar un transmisor de radio y que debía de tratarse de un error.

Hacia media mañana la piel y la carne de la planta de ambos pies habían sido arrancadas a latigazos, y los blancos huesos brillaban a través de la sangre. El sargento Alí suspiró e hizo una seña con la cabeza para que cesara aquel procedimiento. Encendió un cigarrillo y saboreó el humo mientras su ayudante usaba una corta barra de hierro para romper los huesos de las piernas del anciano, desde los tobillos hasta las rodillas.

El anciano suplicó al doctor, tratando de convencerle como un médico haría con un colega, pero el médico de la AMAM miraba el techo. Tenía órdenes de mantener al prisionero vivo y consciente.

Al otro lado de la ciudad el comandante Zayeed terminó su registro de la segunda casa a las cuatro de la tarde, precisamente cuando Gidi Barzilai y Michel Levy se levantaban de la mesa en el restaurante de París. Tampoco esta vez había descubierto nada. Pidiendo corteses disculpas a la aterrada pareja que había visto cómo revolvían sistemáticamente sus pertenencias, salió con su equipo y se dirigió a la tercera y última finca.

En Saadun, el anciano se desvanecía cada vez con mayor frecuencia, y el médico protestó, diciendo a los interrogadores que debían darle tiempo para recuperarse. Preparó una inyección y la aplicó al torrente sanguíneo del prisionero. El efecto fue casi instantáneo; el desgraciado hombre salió de un estado próximo al coma y sus nervios recuperaron toda la sensibilidad.

Cuando las agujas sobre el brasero estuvieron al rojo vivo, las introdujeron lentamente a través del encogido escroto y los testículos desecados.

Poco después de las seis el anciano entró en coma, y esta vez el médico intervino demasiado tarde. Trabajó frenéticamente, el rostro empapado por el sudor del miedo, pero ninguno de los estimulantes, inyectados directamente en el corazón, surtió efecto.

Alí salió de la estancia y regresó cinco minutos después con Omar Khatib. El general de brigada miró el cuerpo y años de experiencia le dijeron aquello para lo que no necesitaba ninguna titulación médica. Se volvió y con la palma abierta descargó una tremenda bofetada sobre el rostro del amedrentado doctor. La fuerza del golpe, tanto como la reputación del hombre que lo había administrado, derribaron al médico al suelo, entre sus jeringas y frascos.

—Cretino —dijo Khatib entre dientes—. Vete de aquí.

El médico recogió su instrumental, lo metió en el maletín y salió a gatas. El Atormentador miró la obra de Alí. Flotaba en el aire el olor dulzón que ambos hombres conocían desde hacía mucho tiempo: una mezcla de sudor, terror, orina, excremento, sangre, vómito y un leve aroma a carne quemada.

—Siguió protestando hasta el final —dijo Alí—. Juro que, si hubiera sabido algo, se lo habríamos sacado.

—Mételo en una bolsa y envíalo a su mujer para el entierro —replicó bruscamente Omar Khatib.

Era un recio saco de lona blanca, de metro ochenta de largo por metro veinte de ancho, y lo arrojaron en el umbral de la casa en Qasidiya a las diez de la noche. Lentamente y con gran dificultad, pues ambos eran mayores, la viuda y el criado alzaron la bolsa, la llevaron adentro y la depositaron sobre la mesa del comedor. La mujer se colocó en la cabecera de la mesa y empezó a exteriorizar su aflicción.

El viejo y aturdido criado, Talat, se dirigió al teléfono, pero había sido arrancado de la pared y no funcionaba. Cogió el listín telefónico de su ama y, como no sabía leer, fue calle abajo hasta la casa del farmacéutico, a quien pidió que intentara ponerse en contacto con alguno de los jóvenes señores… daba lo mismo con cuál.

A la misma hora, mientras el farmacéutico trataba de efectuar una llamada a través del destrozado sistema telefónico interior de Irak y, en Viena, Gidi Barzilai, redactaba un nuevo telegrama para enviarlo a Kobi Dror, el comandante Zayeed informaba a Hassan Rahmani de la falta de avances en la investigación.

—No estaba allí —dijo al jefe del contraespionaje—. De lo contrario lo habría encontrado. Así pues, tiene que ser la cuarta finca, la del diplomático.

—¿Estás seguro de que no te equivocas? —inquirió Rahmani—. ¿No podría estar en otra casa?

—No, señor. La vivienda más próxima a esas cuatro queda muy alejada de la zona indicada por las franjas cruzadas. La fuente de las transmisiones comprimidas estaba dentro de ese rombo trazado en el mapa. Lo juraría.

Rahmani titubeaba. Era dificilísimo investigar a los diplomáticos, pues siempre estaban listos para correr con una queja al Ministerio de Asuntos Exteriores. Para entrar en la residencia del camarada Kulikov, tendría que recurrir a las más altas instancias.

Cuando el mayor se hubo ido, Rahmani telefoneó al Ministerio de Asuntos Exteriores, y tuvo suerte. El ministro, que desde hacía meses estaba casi siempre de viaje, se encontraba en Bagdad. Más aún, todavía podría hallarlo en su despacho. Rahmani obtuvo una entrevista para la mañana siguiente.

El farmacéutico era un hombre amable y se pasó la noche intentando establecer comunicación. No pudo localizar al hijo mayor, pero, gracias a un contacto en el Ejército, pudo llegar al hijo menor de los dos que tenía su amigo muerto. No pudo hablar personalmente con él, pero el contacto militar le pasó el mensaje.

Al amanecer el hijo menor recibió la noticia en su base, lejos de Bagdad. En cuanto lo supo, el oficial subió a su coche y se dirigió a Bagdad. Normalmente no habría tardado más de dos horas, pero aquel 17 de febrero tardó seis. Había patrullas y controles de carreteras. Su graduación militar le permitió pasar a la cabeza de la cola, mostrar su salvoconducto y seguir adelante.

Eso no le sirvió en los puentes destruidos, y en cada uno de ellos tuvo que esperar el transbordador. Era mediodía cuando llegó a la casa de sus padres en Qasidiya.

Su madre corrió a abrazarle y lloró contra su hombro. Él procuró que le contara los detalles de lo que había sucedido exactamente, pero la mujer ya no era joven y estaba histérica.

Finalmente la cogió en brazos y la llevó a su habitación. Entre el revoltijo de medicamentos que los soldados habían dejado esparcidos por el suelo del cuarto de baño, encontró un frasco de somníferos que su padre había utilizado cuando el frío invernal despertaba su artritis. Suministró dos píldoras a su madre y esta no tardó en dormir.

En la cocina pidió al viejo Talat que preparase café, y entonces se sentaron a la mesa y el criado le contó lo ocurrido desde el amanecer del día anterior. Luego mostró al hijo de su señor muerto el agujero en el jardín donde los soldados habían encontrado la bolsa. El hijo examinó minuciosamente la pared del jardín y descubrió los rasguños en el lugar por donde el intruso había entrado de noche para enterrarla. Entonces regresó a la casa.

Hassan Rahmani tuvo que hacer antesala, cosa que le desagradaba, pero poco antes de las once consiguió reunirse con el ministro de Asuntos Exteriores, Tariq Aziz.

—Me temo que no acabo de entenderle —dijo el ministro de cabello gris, mirándole fijamente a través de sus gafas redondas—. Las embajadas están autorizadas a comunicarse con sus capitales por radio, y sus transmisiones están codificadas.

—Sí, señor ministro, y proceden del edificio de la Cancillería. Eso forma parte del tráfico diplomático normal. Pero en este caso es diferente. Estamos hablando de un transmisor oculto, como los utilizados por los espías, que envía transmisiones comprimidas a un receptor que sin duda no se encuentra en Moscú sino mucho más cerca.

—¿Transmisiones comprimidas? —preguntó Aziz.

Rahmani le explicó de qué se trataba.

—Todavía no le sigo. ¿Por qué un agente del KGB, y presumiblemente esta es una operación del KGB, enviaría mensajes desde la residencia del primer secretario cuando tienen perfecto derecho a enviarlas con transmisores mucho más potentes desde la embajada?

—Eso no lo sé.

—Entonces tendrá que ofrecerme alguna explicación mejor, general. ¿Tiene usted idea de lo que está ocurriendo fuera de su oficina? ¿Sabe que ayer por la tarde regresé de Moscú tras unas intensas discusiones con el señor Gorbachov y su representante, Yevgeny Primakov, quien estuvo aquí la semana pasada? ¿Sabe que he traído conmigo una propuesta de paz que, si el rais la acepta, y voy a presentársela dentro de dos horas, podría hacer que la Unión Soviética convoque al Consejo de Seguridad y prohíba a los americanos atacarnos?

»Y ante todo eso, en este preciso momento, ¿espera usted que humille a la Unión Soviética ordenando un registro de la casa de su primer secretario? Francamente, general, debe de estar usted loco.

El asunto terminó ahí. Hassan Rahmani salió del ministerio irritado pero impotente. Sin embargo, había una sola cosa que Tariq Aziz no le había prohibido. Dentro de los muros de su casa, Kulikov podía ser inexpugnable. Dentro de su casa podía ser intocable, pero las calles no pertenecían a Kulikov.

—Quiero que la rodeéis —dijo Rahmani a su mejor equipo de vigilancia cuando regresó a su despacho—. Mantened una presencia silenciosa, discreta, invisible, pero quiero una vigilancia total de esa finca. Cuando entren y salgan visitantes, y sin duda los hay, quiero que los sigáis.

A mediodía los equipos de vigilancia habían ocupado sus lugares. Permanecían dentro de coches aparcados bajo los árboles que crecían junto a los cuatro muros que acotaban el terreno de Kulikov, y controlaban ambos extremos de la calle que conducía hasta allí. Otros, más alejados pero comunicados por radio, informarían sobre cualquiera que se aproximara a la finca y seguirían a todo el que saliese de ella.

El hijo menor estaba sentado en el comedor y contemplaba la larga bolsa de lona que contenía el cadáver de su padre. Dejó que las lágrimas corrieran por su rostro y mancharan la chaqueta del uniforme, y pensó en los buenos días de antaño, cuando su padre era un médico próspero, con una clientela numerosa, e incluso atendía a las familias de algunos miembros de la comunidad británica con quienes se había relacionado por intermedio de su amigo Nigel Martin.

Pensó en los tiempos en que él y su hermano jugaban en el jardín de los Martin con Mike y Terry, y se preguntó qué habría sido de estos dos.

Al cabo de una hora observó que ciertas manchas en la lona que cubría a su padre parecían haberse agrandado. Se levantó y fue hasta la puerta.

—Talat.

—Sí, señor.

—Tráeme unas tijeras y un cuchillo de cocina.

A solas en la habitación, el coronel Osman Badri cortó la bolsa de lona por tres de los lados. Entonces retiró la parte superior, revelando el cuerpo completamente desnudo del anciano.

De acuerdo a la tradición, eran las mujeres quienes se ocupaban de aquel trabajo, pero su madre no estaba en condiciones de realizar semejante tarea. Pidió agua y vendas, lavó y limpió el cuerpo torturado, ató los pies rotos, enderezó y vendó las piernas destrozadas y cubrió los genitales ennegrecidos. Lloraba mientras lo hacía y al llorar sentía que algo en su interior cambiaba.

Cuando oscureció llamó al imán del cementerio de Alwazia, en Riasafa, y tomó las disposiciones necesarias para la celebración del funeral a la mañana siguiente.

Aquel domingo 17 de febrero por la mañana, Mike Martin había ido a la ciudad en su bicicleta, pero regresó después de comprar los víveres y examinar los tres muros por si había marcas de tiza. Llegó a la finca poco después del mediodía. Por la tarde estuvo ocupado cuidando del jardín. Kulikov, que no era cristiano ni musulmán y por tanto no dedicaba domingos ni viernes al descanso y al culto divino, estaba en casa, resfriado, y se quejaba del estado de sus rosas.

Mientras Martin trabajaba en los macizos de flores, los equipos de vigilancia de la Mukhabarat se colocaban discretamente en posición más allá del muro. Martin se dijo que Jericó no podría tener noticias antes de un par de días. A la noche siguiente haría un recorrido para comprobar de nuevo si había marcas de tiza.

Poco después de las nueve tuvo lugar el entierro del doctor Badri en el cementerio de Alwazia. En aquellos tiempos había gran actividad en los cementerios de Bagdad y el imán tenía mucho trabajo. Pocos días antes los estadounidenses habían bombardeado un refugio antiaéreo, causando más de trescientos muertos. Los ánimos estaban muy exaltados. Varios deudos de otro funeral cercano preguntaron al silencioso coronel si su pariente había muerto a consecuencia de las bombas americanas. Él se limitó a responder que el fallecimiento se había debido a causas naturales.

Es costumbre musulmana que las exequias se realicen con rapidez, sin un largo período de espera entre la muerte y la inhumación. El cadáver no iba en un ataúd de madera similar a los usados por los cristianos, sino que estaba sencillamente envuelto en tela. Llegó el farmacéutico que sostenía a la señora Badri, y una vez que la breve ceremonia hubo finalizado todos salieron en grupo.

Apenas el coronel Badri se hubo alejado unos metros de la entrada del cementerio, oyó que le llamaban por su nombre. A escasa distancia había una limusina con las ventanillas opacas. La de la puerta trasera estaba abierta a medias. La voz volvió a llamarle.

El coronel Badri pidió al farmacéutico que acompañara a su madre a la casa de Qasidiya. Más tarde se reuniría con ellos. Cuando se hubieron ido, se encaminó hacia el coche. La voz le dijo:

—Por favor, coronel, suba. Tenemos que hablar.

Abrió la puerta y miró el interior. El único ocupante se había retirado al extremo para hacerle sitio. Badri creyó conocer aquel rostro, pero vagamente. Lo había visto en alguna parte. Entró y cerró la puerta. El hombre vestido con un traje gris oscuro apretó un botón y el cristal de la ventanilla subió, aislándoles de los sonidos del exterior.

—Acaba de enterrar a su padre.

—Sí —respondió Badri, preguntándose quién sería aquel hombre. ¿Por qué eludía revelar su identidad?

—Lo que le han hecho ha sido una barbaridad. De haberme enterado a tiempo, podría haberlo impedido. Pero lo he sabido demasiado tarde.

Osman Badri sintió algo parecido a un puñetazo en el estómago. De pronto cayó en la cuenta de quién era su interlocutor; se lo habían señalado un par de años antes, durante una recepción militar.

—Coronel, voy a decirle algo que, si informa usted de ello, causará mi muerte de una manera más terrible que la de su padre.

Badri pensó que solo podía tratarse de una cosa: traición.

—En otro tiempo amé al rais —dijo el hombre en voz baja.

—Yo también —replicó Badri.

—Pero las cosas cambian. Se ha vuelto loco, y en su locura amontona una crueldad sobre otra. Es preciso detenerle. Está usted informado de la Qa’ala, por supuesto.

Badri volvió a sorprenderse, esta vez por el súbito cambio de tema.

—Naturalmente, la construí yo.

—Exacto. ¿Sabe usted lo que alberga ahora?

—No.

El alto funcionario se lo dijo.

—No puede estar hablando en serio —dijo Badri.

—Él habla completamente en serio. Pretende usarlo contra los americanos. Lo que les ocurra a estos puede traernos sin cuidado, pero ¿sabe lo que hará Estados Unidos a su vez? Responderá de la misma manera. En todo Bagdad no quedará piedra sobre piedra. Solo el rais sobrevivirá. ¿Quiere usted tomar parte en ello?

El coronel Badri pensó en el cuerpo que acababa de dejar en el cementerio, sobre el que los sepultureros aún estaban arrojando tierra seca.

—¿Qué quiere usted?

—Hábleme de la Qa’ala.

—¿Por qué?

—Los americanos la destruirán.

—¿Puede enviarles esa información?

—Confíe en mí, existen maneras. La Qa’ala…

Así pues, el coronel Osman Badri, el joven ingeniero que en otro tiempo había querido diseñar sólidos edificios que durasen siglos, como hicieran sus antepasados, se lo dijo al hombre llamado Jericó.

—Deme las coordenadas.

Badri le proporcionó también esos datos.

—Regrese a su puesto, coronel. Estará usted a salvo.

El coronel Badri bajó del coche y se alejó. El estómago parecía darle vueltas, sentía náuseas. Antes de recorrer cien metros empezó a preguntarse una y otra vez qué había hecho. De repente supo que debía hablar con su hermano, aquel hermano mayor que siempre había tenido la cabeza más fría, el sabio consejero.

Aquel lunes, el hombre a quien el equipo del Mossad llamaba el «localizador» regresó a Viena procedente de Tel Aviv. Volvía a ser un prestigioso abogado de Nueva York, provisto de todos los documentos que así lo demostraban.

Aun cuando el verdadero abogado ya no estuviera de vacaciones, se consideraron mínimas las probabilidades de que Gemütlich, que detestaba los teléfonos y aparatos de fax, telefoneara a Nueva York para asegurarse. Era un riesgo que el Mossad estaba dispuesto a correr.

Una vez más el localizador se instaló en el Sheraton y escribió una carta personal a herr Gemütlich. Nuevamente pedía disculpas por haber llegado sin previo aviso a la capital austríaca, pero explicaba que le acompañaba el contable de su empresa, y que ambos deseaban efectuar un considerable depósito a nombre de su cliente.

La carta fue entregada en mano al caer la tarde. Al día siguiente, temprano, llegó al hotel la respuesta de Gemütlich, quien los citaba en su despacho a las diez de esa misma mañana.

El localizador, en efecto, no estaba solo. El hombre que le acompañaba era conocido sencillamente con la palabra inglesa cracksman, que significa «ladrón de cajas fuertes», y era un experto en apertura de cerraduras.

El Mossad posee en su cuartel general de Tel Aviv una colección prácticamente sin igual de documentos de empresas simuladas, pasaportes falsos, papel comercial con membrete y todo aquello necesario para urdir un engaño; sin embargo, el lugar de honor lo ocupan sus ladrones de cajas fuertes y expertos en cerraduras. La capacidad del Mossad para irrumpir en lugares herméticamente cerrados es proverbial, y su habilidad para el robo con allanamiento estuvo considerada, durante mucho tiempo, como la mejor de todos los servicios secretos. Si un equipo neviot hubiera estado detrás del caso Watergate, nadie lo habría sabido jamás.

Tan alta es la reputación de los expertos israelíes en cerraduras que cuando los fabricantes británicos enviaban un nuevo producto al SIS para que lo comentaran, Century House lo pasaba a Tel Aviv. El Mossad, taimado hasta la exageración, lo estudiaba, descubría la manera de abrirlo y lo devolvía a Londres bajo el calificativo de «inexpugnable». El SIS descubrió ese proceder.

La siguiente vez que una empresa cerrajera británica presentó una cerradura especialmente segura, Century House les pidió que se la llevaran y la mantuvieran reservada, pero que proporcionaran otra ligeramente «más fácil» para su análisis. Esta última fue la que enviaron a Tel Aviv. Allí la estudiaron y finalmente lograron abrirla, y entonces la devolvieron a Londres diciendo que era «imposible de abrir». El SIS aconsejó al fabricante que comercializara la cerradura original.

Esto condujo a un embarazoso incidente un año después, cuando un cerrajero del Mossad se pasó tres horas sudando la gota gorda para abrir una de estas cerraduras en el corredor de una oficina de una capital europea, antes de salir lívido de ira. Desde entonces los británicos han probado sus propias cerraduras y dejado que el Mossad se las apañe como pueda.

El experto en cerraduras enviado por Tel Aviv no era el mejor de Israel sino el segundo. Existía una razón, y era que poseía algo de lo que el número uno carecía.

Gidi Barzilai pasó seis horas de aquella noche informando al joven sobre la obra de Riesener, el ebanista germanofrancés del siglo XVIII, y el localizador le dio una descripción completa de la disposición interior del edificio del Winkler Bank. El equipo de vigilancia yarid, por su parte, dio una información detallada de los movimientos del vigilante nocturno, obtenida a partir de las horas y los lugares en que las luces se encendían y apagaban en el banco durante la noche.

Aquel mismo lunes, Mike Martin esperó hasta las cinco de la tarde antes de cruzar con su desvencijada bicicleta el jardín de Kulikov, abrir la puerta trasera y salir a la calle.

Montó y comenzó a pedalear calle abajo en dirección al lugar de donde partía el transbordador; poco tiempo atrás allí mismo se alzaba el puente de Jumhuriya, antes de que los Tornado lo colmaran con sus atenciones.

Al doblar la esquina, y con la finca ya fuera de la vista, se encontró con el primer coche aparcado. Más adelante vio el segundo. Cuando los dos hombres bajaron de este y se colocaron en el centro de la calzada, a Martin se le empezó a tensar el estómago. Volvió la cabeza: otros dos hombres se habían apeado del primer coche y le cerraban el paso impidiéndole retroceder. Siguió pedaleando, consciente de que todo había terminado. No podía hacer otra cosa. Uno de los hombres que estaban delante le señaló el bordillo.

—¡Eh, tú! —le gritó—. Ve ahí.

Se detuvo bajo los árboles que flanqueaban la calle. Del segundo de los vehículos bajaron otros tres hombres con uniforme militar y le apuntaron con sus armas. Mike Martin alzó las manos lentamente.