19

El general de brigada Hassan Rahmani se encontraba en su despacho particular, en el edificio de la Mukhabarat, en Mansour, y contemplaba los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas con sentimientos que rayaban en la desesperación.

Que los principales centros militares y de producción de armamento de su país fuesen sistemáticamente destruidos por bombas y cohetes no le preocupaba. Estos hechos, que él había predicho semanas antes, no hacían más que acercar la inminente invasión americana y la destitución del hombre de Tikrit.

Era algo que él había planeado, anhelado y esperado confiadamente, aunque aquella mañana del 11 de febrero ignoraba que no iba a suceder. Rahmani era un hombre muy inteligente, pero no tenía una bola de cristal.

Lo que le preocupaba ahora era su propia supervivencia, las posibilidades de que siguiese con vida para ver la caída de Saddam Hussein.

El bombardeo al amanecer del día anterior de la planta de ingeniería nuclear de Al Qubai, tan astutamente disimulada que nadie había concebido jamás la posibilidad de que fuese descubierta, había conmocionado profundamente a la élite del poder en Bagdad.

Unos minutos después de que se hubieran marchado los dos bombarderos británicos, los artilleros supervivientes se habían puesto en contacto con Bagdad para informar del ataque. Al enterarse de lo ocurrido, el doctor Jafaar al Jafaar acudió de inmediato en su coche para comprobar personalmente los daños sufridos por el personal de la planta subterránea. El profesor estaba fuera de sí y a mediodía se había quejado amargamente a Hussein Kamil, de cuyo Ministerio de Industria e Industrialización Militar dependía todo el programa nuclear.

Se decía que el menudo científico había gritado al yerno de Saddam, diciéndole que aquel programa había consumido ocho mil millones de dólares de un gasto total en armamento de cincuenta mil millones en una década, y que en el mismo momento de su triunfo había sido destruido. ¿Acaso el estado no podía ofrecer protección a su gente, etcétera, etcétera?

Por muy bajo y enjuto que fuese el físico iraquí, tenía una enorme influencia, y se rumoreaba que no había dado cuartel al otro. El afligido Hussein Kamil informó a su suegro, quien también había sido presa de un violento acceso de cólera. Y cuando sucedía tal cosa, todo Bagdad temblaba temiendo por su vida.

Los científicos que trabajaban en las instalaciones subterráneas no solo habían sobrevivido sino que incluso habían podido escapar, pues la fábrica incluía un estrecho túnel que se extendía ochocientos metros por debajo del desierto y terminaba en un pozo circular con barandillas adosadas a la pared. Si bien el personal había podido salir a través de aquel túnel, sería imposible trasladar la maquinaria pesada por él.

El ascensor y montacargas principal había quedado reducido a un amasijo de hierros retorcidos desde la superficie hasta una profundidad de seis metros, y repararlo sería una gran proeza de ingeniería que llevaría varias semanas. Hassan Rahmani sospechaba que Irak carecía de ese tiempo.

Si el asunto hubiera terminado ahí, Rahmani se habría sentido aliviado, pues había estado muy preocupado desde aquella conferencia en el palacio, antes de que comenzara la guerra aérea, cuando Saddam reveló la existencia de «su» artefacto. Pero lo que ahora preocupaba a Rahmani era la cólera demencial del rais. El vicepresidente Izat Ibrahim le había llamado poco después del mediodía del día anterior, y el jefe del contraespionaje jamás había visto al confidente más íntimo de Saddam en semejante estado.

Ibrahim le dijo que el rais estaba fuera de sí, y cuando sucedía tal cosa solía correr la sangre. Solo eso podía apaciguar la ira del hombre de Tikrit. El vicepresidente había dejado claro que se esperaba de él, Rahmani, que presentara resultados, y sin demora. Rahmani le preguntó qué clase de resultados, e Ibrahim le respondió gritando que descubriera cómo el enemigo había descubierto la planta camuflada.

Rahmani se puso en contacto con amigos militares que a su vez hablaron con sus artilleros. Todos los informes coincidían en un punto: el ataque británico había sido realizado con dos aviones. Había otros dos a mayor altura, pero suponían que se trataba de cazas que daban cobertura y, desde luego, no habían arrojado ninguna bomba.

Desde la sede del Ejército, Rahmani habló con el servicio de planificación de operaciones de la Fuerza Aérea. En opinión de aquellos profesionales, varios de cuyos oficiales habían sido adiestrados en Occidente, ningún blanco de gran importancia militar habría merecido un ataque de solo dos aviones. Estaban convencidos de ello.

Así pues, razonó Rahmani, si los británicos no creían que el cementerio de coches era un vertedero de chatarra, ¿qué creían que era? La respuesta probablemente la darían los dos aviadores británicos derribados. Personalmente, le habría encantado dirigir los interrogatorios, convencido de que con ciertas drogas alucinógenas podría sonsacarles la verdad en unas horas.

Los militares le confirmaron que habían capturado al piloto y el navegante en el desierto tres horas después del ataque. Uno de ellos cojeaba porque se había roto un tobillo. Por desgracia, un grupo de la AMAM se presentó con notable celeridad y se llevó a los aviadores. Nadie discutía con la AMAM. Así pues, ahora los dos británicos estaban en poder de Omar Khatib, y que Alá tuviera misericordia de ellos.

Perdida su posibilidad de destacar mediante la obtención de la información proporcionada por los pilotos, Rahmani se dio cuenta de que tendría que presentar algo… ¿Pero qué?

Lo único que serviría era lo que el rais deseaba. ¿Y qué deseaba Saddam? Una conspiración, naturalmente. Así pues, tendría una conspiración. La clave estaría en el transmisor.

Cogió el teléfono y llamó al comandante Mohsin Sayeed, jefe del departamento sigint de su unidad, los encargados de interceptar las transmisiones por radio. Era hora de que hablaran de nuevo.

Treinta y dos kilómetros al este de Bagdad se encuentra la pequeña población de Abu Ghraib, un lugar de lo más corriente. Sin embargo, el nombre era bien conocido, aunque pocas veces mencionado, en todo Irak, pues en Ghraib se levantaba la gran prisión, dedicada casi exclusivamente a los interrogatorios y el internamiento de los detenidos políticos. Como tal, su personal y directivos no pertenecían al servicio nacional de prisiones, sino a la policía secreta, la AMAM.

En el mismo momento en que Hassan Rahmani llamaba a su experto del sigint, un Mercedes largo y negro se aproximaba a las puertas dobles de madera de la prisión. Cuando reconocieron al ocupante del vehículo, dos guardias corrieron a las puertas y las abrieron. Hicieron bien, pues el hombre que viajaba en el coche reaccionaba con fría brutalidad contra quienes descuidaban su cometido y le hacían perder tiempo.

El coche entró y las puertas se cerraron. El hombre que viajaba en el asiento trasero del vehículo no hizo el menor gesto para reconocer los esfuerzos de los guardias. Eran irrelevantes. El Mercedes se detuvo ante las escaleras de entrada del edificio principal, y otro guardia se apresuró a abrir la portezuela trasera.

El general de brigada Omar Khatib, elegantemente vestido con su uniforme a medida, se apeó del coche y subió con paso airado los escalones. Los subordinados abrieron apresuradamente las puertas a medida que pasaba. Un oficial subalterno, que hacía las veces de ayudante, le llevaba el maletín.

Para llegar a su despacho, Khatib tomó el ascensor hasta el quinto y último piso, y cuando estuvo a solas pidió café turco y empezó a estudiar sus documentos, los informes del día que detallaban los avances en las extracciones de información necesaria a los detenidos en el sótano.

Por detrás de su fachada, Omar Khatib estaba tan preocupado como su colega al otro lado de Bagdad, un hombre al que odiaba con todo su ser, sentimiento que era correspondido en igual medida.

Al contrario que Rahmani, quien, merced a su educación en parte inglesa, su conocimiento de idiomas y sus aires cosmopolitas estaba destinado inevitablemente a ser un sospechoso, Khatib podía contar con la ventaja fundamental de ser de Tikrit. Mientras hiciera el trabajo que el rais le había encargado, y lo hiciera bien, manteniendo el flujo de confesiones de traición para mitigar la insaciable paranoia del tirano, estaría a salvo.

Pero las últimas veinticuatro horas habían sido turbadoras. El día anterior también él había recibido una llamada telefónica, pero del yerno, Hussein Kamil. Como Ibrahim hiciera con Rahmani, Kamil le había informado que el rais estaba furioso por el bombardeo de Al Qubai y exigía resultados.

Al contrario que Rahmani, Khatib tenía a los aviadores británicos en sus manos. Eso, por un lado, era una ventaja, pero por otro una trampa. El rais querría conocer sin demora las instrucciones que habían recibido los pilotos antes de su misión. ¿Cuánto sabían los aliados de Al Qubai y cómo se habían enterado?

A él, Khatib, correspondía obtener esa información, y sus hombres habían «trabajado» a los aviadores durante quince horas, desde las siete de la tarde anterior, cuando llegaron a Abu Ghraib. Hasta entonces los muy idiotas habían resistido.

Desde el patio que había debajo de su ventana llegaba un siseo, un ruido de golpes y tenues gemidos. Khatib frunció el entrecejo, perplejo, y entonces recordó de qué se trataba.

En el patio interior un iraquí colgaba por las muñecas de un travesaño, con los pies a solo diez centímetros del suelo polvoriento. Cerca de él había un aguamanil rebosante de salmuera, antes transparente y ahora de un rosa oscuro.

Cada guardia y soldado que pasaba por allí tenía orden de detenerse, coger una de las dos cañas de Indias sumergidas en el recipiente y administrar un solo golpe en la espalda del hombre colgado, entre el cuello y las rodillas. Un cabo que permanecía debajo de un toldo cercano llevaba la cuenta de los golpes.

El estúpido individuo era un vendedor del mercado a quien le habían oído llamar hijo de puta al presidente, y ahora, aunque algo tarde, estaba aprendiendo el verdadero respeto que todos los ciudadanos deben mostrar en todo momento hacia el rais. Lo intrigante era que siguiera allí. Su resistencia demostraba el vigor que tenían algunos miembros de la clase trabajadora. El mercader ya había soportado más de quinientos golpes, un récord impresionante. Moriría antes del millar, pues nadie había resistido jamás un millar de golpes, pero de todos modos era interesante. Otra cosa no menos interesante era que el hombre había sido denunciado por su hijo de diez años. Omar Khatib tomó un sorbo de café, desenroscó su estilográfica chapada en oro y se inclinó sobre sus papeles.

Al cabo de una hora oyó unos golpes discretos en la puerta.

—Adelante —dijo, y alzó la vista, expectante. Necesitaba buenas noticias, y solo un hombre podía llamar sin que le anunciara el oficial subalterno que estaba en la antesala.

El hombre que entró era corpulento y a su propia madre se le habría hecho muy cuesta arriba considerarlo guapo. La viruela que padeciera en su infancia le había dejado la cara llena de marcas, y dos cicatrices circulares brillaban allí donde le habían extraído sendos quistes. Cerró la puerta y permaneció inmóvil, esperando que el jefe se dirigiera a él.

Aunque solo era sargento y su mono manchado ni siquiera lucía los galones de tal, era uno de los pocos hombres con los que el general de brigada experimentaba un sentimiento de camaradería. Solo al sargento Alí, entre el personal de la prisión, se le permitía sentarse en su presencia cuando él le invitaba.

Khatib le indicó una silla y le ofreció un cigarrillo. El sargento lo encendió y aspiró el humo con delectación. Su trabajo era pesado y fatigoso, de modo que el cigarrillo resultaba una pausa agradable. La razón por la que Khatib toleraba semejante familiaridad con un hombre de tan bajo rango era la auténtica admiración que sentía por Alí.

Khatib tenía en gran estima la eficacia, y su fiel sargento nunca le había fallado. Sereno, metódico, buen marido y padre, era un verdadero profesional.

—¿Y bien? —le preguntó.

—El navegante está cerca, señor, muy cerca. En cuanto al piloto… —Se encogió de hombros y añadió—: Una hora o más.

—Permíteme recordarte que ambos deben estar deshechos, Alí, no deben retener nada. Y lo que digan ha de coincidir. El mismo rais cuenta con nosotros.

—Quizá debería venir, señor. Creo que dentro de diez minutos podrá tener la respuesta. El primero en hablar será el navegante, y el piloto le seguirá apenas sepa que su compañero ha soltado la lengua.

—Muy bien.

Khatib se levantó y el sargento le sostuvo la puerta abierta. Juntos bajaron hasta el primer nivel del sótano, donde el ascensor se detuvo. Un pasadizo conducía a las escaleras del subsótano. A lo largo de las paredes había puertas de acero y tras ellas, agachados en medio de sus excrementos, siete aviadores estadounidenses, otros cuatro británicos, un italiano y un piloto de Skyhawk kuwaití.

En el siguiente nivel había más celdas, dos de las cuales estaban ocupadas. Khatib echó un vistazo a través de la mirilla de la primera puerta.

Una sola bombilla sin pantalla iluminaba la estancia, en cuyas paredes había excrementos incrustados y endurecidos y otras manchas marrones de sangre seca. En el centro, en una silla de oficina, de plástico, estaba sentado un hombre completamente desnudo, por cuyo pecho se deslizaban regueros de vómito, sangre y saliva. Tenía las manos esposadas a la espalda y una capucha de tela sin aberturas para los ojos le ocultaba el rostro.

Dos hombres de la AMAM vestidos con monos semejantes a los del sargento Alí flanqueaban al hombre de la silla, acariciando unos tubos de plástico de un metro de largo llenos de betún, que añade peso sin reducir flexibilidad. Se mantenían apartados, tomándose un respiro. Al parecer, antes de que les interrumpieran se habían concentrado en las espinillas y las rótulas del prisionero, las cuales estaban despellejadas y habían adquirido una coloración entre azulada y amarillenta.

Khatib asintió y pasó a la puerta siguiente. A través de la mirilla vio que el segundo prisionero estaba con el rostro descubierto. Tenía uno de los ojos completamente cerrado, la carne de la ceja y la mejilla reducida a una pulpa y soldada por la sangre coagulada. Al abrir la boca mostró los espacios correspondientes a los dientes rotos, y una espuma sanguinolenta brotó de los labios tumefactos.

—Tyne —susurró—. Nicholas Tyne, teniente de vuelo. Cinco cero uno cero nueve seis ocho.

—El navegante —explicó el sargento en voz baja.

—¿Cuál de los nuestros habla inglés? —preguntó Khatib.

Alí señaló al de la izquierda.

—Que venga aquí.

El sargento entró en la celda donde se encontraba el navegante y salió con uno de los interrogadores. Khatib conferenció con él en árabe. El hombre asintió, entró de nuevo en la celda y enmascaró al navegante. Solo entonces Khatib permitió que abrieran las puertas de ambas celdas.

El hombre que hablaba inglés se inclinó hacia la cabeza enmascarada de Nicky Tyne y le habló. Su inglés tenía un fuerte acento pero era pasable.

—Muy bien, teniente de vuelo, eso es todo. Para usted ha terminado. No habrá más castigo.

El joven navegante oyó estas palabras y su cuerpo pareció distenderse, aliviado.

—Pero su amigo no tiene tanta suerte. Está agonizando. Así pues, podemos llevarle al hospital… sábanas limpias, médicos, todo lo que necesite, o bien podemos terminar el trabajo. Usted decide. Cuando nos lo diga, pararemos y le llevaremos al hospital.

En el pasillo Khatib hizo una seña al sargento Alí, quien entró en la otra celda. Desde la puerta abierta llegaba el sonido del látigo de plástico que azotaba un pecho desnudo. Entonces el piloto empezó a gritar.

—De acuerdo, obuses —dijo Nick Tyne bajo la capucha—. Basta, cabrones, era un depósito de municiones, para obuses con gas venenoso…

Los azotes cesaron. Alí salió de la celda del piloto con la respiración entrecortada.

—Es usted un genio, sayidi general.

Khatib se encogió de hombros con gesto de pretendida modestia.

—Nunca subestimes el sentimentalismo de británicos y americanos —dijo a su discípulo—. Que vengan los traductores y consigue todos los detalles, hasta el último. Cuando tengas las transcripciones, tráelas a mi despacho.

Una vez en su despacho, el general de brigada Khatib telefoneó personalmente a Hussein Kamil. Al cabo de una hora este le llamó a su vez y le dijo que su suegro estaba encantado. Probablemente convocaría una reunión aquella misma noche y Omar Khatib debería estar disponible.

Aquella noche Karim bromeaba de nuevo con Edith, pausadamente y sin malevolencia, esta vez acerca de su trabajo.

—¿Nunca te aburres en el banco, cariño?

—No, es un trabajo interesante. ¿Por qué lo preguntas?

—Pues no sé… Es que no comprendo cómo puedes encontrarlo interesante. Para mí sería la tarea más aburrida del mundo.

—Estás equivocado.

—De acuerdo, ¿por qué es tan interesante?

—Se trata de manejar cuentas, colocar inversiones, esa clase de cosas. Es un trabajo importante.

—Tonterías. De lo que se trata es de decir buenos días, sí señor, no señor, naturalmente señor, a montones de personas que entran y salen para cobrar un cheque de cincuenta schillings. Es aburrido.

Estaba tendido boca arriba en la cama. Ella se acostó a su lado, y le rodeó los hombros con los brazos para mimarle. Le encantaba hacerle mimos.

—A veces estás loco, Karim, pero es así como te quiero. El Winkler no es un banco emisor, sino comercial.

—¿Cuál es la diferencia?

—No tenemos cuentas corrientes ni clientes con talonarios de cheques que hagan ingresos y reintegros. No trabajamos así.

—Pero sin clientes no tenéis dinero.

—Claro que tenemos dinero, pero en cuentas de depósito.

—Nunca he tenido una de esas —admitió Karim—. Solo una pequeña cuenta corriente. De todos modos, prefiero el metálico.

—No puedes tener metálico cuando se trata de millones. Podrían robártelos, así que los pones en un banco y los inviertes.

—¿Quieres decir que el viejo Gemütlich maneja millones de otras personas?

—Sí, muchos millones.

—¿Schillings o dólares?

—Dólares, libras, muchos millones.

—¿Ah, sí? Pues yo no le confiaría mi dinero.

Ella se irguió, sorprendida.

—Herr Gemütlich es absolutamente honesto. Nunca se le ocurriría perjudicar a un cliente.

—Tal vez no, pero podría ocurrírsele a otro. Vamos a ver… Imagina que conozco a un hombre que tiene una cuenta en el Winkler Bank. Se llama Schmitt. Un día me presento y digo: «Buenos días, herr Gemütlich, me llamo Schmitt y tengo una cuenta aquí». Él consulta su libro y me dice: «Sí, en efecto». Entonces le explico la razón de mi visita: «Quisiera retirar todo mi dinero». Luego, cuando aparece el verdadero Schmitt, no queda nada. Por eso prefiero el metálico.

La ingenuidad del joven hizo reír a Edith. Se puso encima de él y le mordisqueó una oreja.

—No te saldrás con la tuya. Lo más probable es que herr Gemütlich conociera a tu dichoso Schmitt. En cualquier caso, tendría que identificarse.

—Los pasaportes se pueden falsificar. Esos condenados palestinos lo hacen continuamente.

—Y necesitaría una firma, de la que él tendría un ejemplar de muestra.

—Bueno, practicaría la falsificación de la firma de Schmitt.

—Creo que un día de estos puedes llegar a ser un delincuente, Karim. Eres malo. —La idea les hizo reír a ambos—. De todos modos, si fueses extranjero y vivieras en otro país, seguramente tendrías una cuenta numerada. Son inexpugnables.

—¿Qué es eso?

—¿Una cuenta numerada?

—Humm.

Edith le explicó cómo funcionaban.

—¡Eso es una locura! —exclamó Karim cuando ella hubo terminado—. Cualquiera podría presentarse y afirmar que es el titular. Si Gemütlich no le ha visto nunca…

—Hay procedimientos de identificación, idiota. Códigos muy complejos, métodos de escribir cartas, ciertas maneras de colocar las firmas… toda clase de cosas para verificar que la persona es realmente el titular de la cuenta. A menos que se haya cumplido rigurosamente con todos esos requisitos, herr Gemütlich no cooperará, de modo que es imposible hacerse pasar por otro.

—Debe de tener una memoria de elefante.

—Oh, eres estúpido hasta lo indecible. Todo está escrito. ¿Vas a llevarme a cenar a algún sitio?

—¿Te lo mereces?

—Sabes que sí.

—Está bien, de acuerdo. Pero quiero entremeses.

Ella le miró perpleja.

—Bueno, pídelos.

—Me refiero a ti.

Tendió una mano, cogió la cintura de sus braguitas y tiró de ella con un dedo hasta tumbarla de nuevo en la cama. Edith reía de placer. Karim se puso encima y empezó a besarla. De repente se detuvo. Ella pareció alarmada.

—Ya sé qué voy a hacer —le susurró—. Contrataré a un ladrón de cajas fuertes para que abra la del viejo Gemütlich y eche un vistazo a los códigos. Así podría conseguirlo.

Ella se echó a reír, aliviada porque Karim no había cambiado de idea con respecto a hacer el amor.

—No saldría bien. Humm. Repite eso.

—Sí que saldría bien.

—Aaaaaah. Te digo que no.

—Y yo que sí. Continuamente roban cajas fuertes. Cada dos por tres sale algún caso en los periódicos.

Ella deslizó su mano exploradora por «allí abajo», con los ojos muy abiertos.

—Ooooh, ¿esto es todo para mí? Eres encantador, Karim, un hombre grande y fuerte, y te quiero. Pero el viejo Gemütlich, como le llamas, es un poco más listo que tú…

Al cabo de un momento ya no le importaba lo listo que era Gemütlich.

Mientras el agente del Mossad hacía el amor en Viena, Mike Martin colocaba en posición su antena. Se acercaba la medianoche y el día 11 del mes cedía el paso al 12.

Irak se encontraba entonces a ocho días de la invasión prevista para el 20 de febrero. Al sur de la frontera, la franja septentrional del desierto de Arabia Saudí era escenario de la mayor concentración de hombres, armas, cañones, tanques y almacenes que se viera en una extensión de tierra tan relativamente pequeña desde la Segunda Guerra Mundial.

Los bombardeos aéreos continuaban de manera implacable, aunque la mayor parte de los objetivos que figuraban en la lista original del general Horner ya habían sido visitados, algunos dos o más veces. A pesar de que la decisión de Irak de lanzar sus Scud sobre Israel había obligado a los aliados a incluir más objetivos, el plan maestro aéreo proseguía como estaba previsto. Cada centro industrial en el que se sabía que se producía armamento de destrucción masiva había sido pulverizado, incluidas doce nuevas fábricas que habían sido añadidas gracias a la información proporcionada por Jericó.

La Fuerza Aérea iraquí prácticamente había dejado de existir como arma en funcionamiento. Cuando sus cazas de interceptación trabaron combate con los Eagle, Hornet, Tomcat, Falcon, Phantom y Jaguar de los aliados pocas veces regresaron a sus bases, y hacia mediados de febrero ni siquiera se molestaban ya en intentarlo. Parte de la flor y nata de la aviación, formada por cazas y cazabombarderos, había sido enviada deliberadamente a Irán, donde los aparatos fueron confiscados de inmediato. Otros aviones habían sido destruidos dentro de sus hangares o despanzurrados en el exterior de los mismos.

En el nivel más alto, los jefes aliados no podían entender por qué Saddam había enviado al territorio de su viejo enemigo sus mejores aviones de combate. El motivo era que, después de cierta fecha, esperaba firmemente que todas las naciones de la región no tuvieran más remedio que arrodillarse ante él, y en ese momento recuperaría su poderío aéreo.

Por entonces apenas si quedaba en el país un solo puente intacto o una central eléctrica en funcionamiento.

Hacia mediados de febrero un esfuerzo aéreo aliado cada vez más intenso atacaba al Ejército iraquí en el sur de Kuwait y dentro mismo del territorio de Irak.

Desde la frontera septentrional saudí, de este a oeste, hasta la autopista entre Bagdad y Basora, los Buffs bombardeaban a la artillería, los carros de combate, las baterías de cohetes y las posiciones de infantería. Los Thunderbolt A-10 estadounidenses, a los que por su elegancia en el aire se los llamaba «jabalíes verrugosos volantes», merodeaban a voluntad haciendo lo que mejor sabían hacer: destruir tanques. También los Eagle y Tornado tenían asignada la tarea de eliminar los carros de combate.

Lo que los generales aliados en Riad desconocían era que cuarenta grandes instalaciones dedicadas al armamento de destrucción masiva seguían ocultas bajo desiertos y montañas, o que las bases aéreas de Sixco estaban intactas.

Desde el bombardeo de la fábrica de Al Qubai había aumentado el optimismo tanto entre los cuatro generales conocedores de lo que contenía realmente como entre los hombres de la CIA y el SIS destinados en Riad.

Ese estado de ánimo se reflejaba en el breve mensaje que Mike Martin recibió aquella noche. Sus controladores en Riad empezaron por informarle del éxito que había tenido la misión de los Tornado a pesar de la pérdida de un aparato. A continuación le felicitaron por haberse quedado en Bagdad cuando le habían autorizado a marcharse así como por el conjunto de la misión. Finalmente le dijeron que poco era lo que quedaba por hacer. Debería enviar un último mensaje a Jericó, comunicándole que los aliados le estaban agradecidos, que todo su dinero había sido pagado y que reanudarían el contacto después de la guerra. Entonces Martin realmente debería escapar a la seguridad de Arabia Saudí antes de que fuese imposible.

Martin cerró el equipo de radio, lo guardó en su escondrijo y se acostó. Permaneció un rato despierto, pensativo. Era interesante que los ejércitos no entraran en Bagdad. ¿Acaso no era Saddam el objetivo de la operación? Algo había cambiado.

De haber tenido noticia de la conversación que tenía lugar en el cuartel general de la Mukhabarat, a menos de un kilómetro de donde él estaba, el sueño de Mike Martin no habría sido tan tranquilo.

La habilidad técnica presenta cuatro niveles: competente, muy bueno, brillante y «con dotes innatas». Esta última categoría va más allá de la mera habilidad y entra en una zona donde todos los conocimientos técnicos están apoyados por un «instinto» natural, un sexto sentido, una empatía con el tema y la maquinaria que no se encuentra en ningún libro de texto.

El comandante Mohsen Zayeed tenía unas dotes innatas para el manejo de aparatos de radio. Muy joven, con unas gafas redondas que le daban el aspecto de estudiante aplicado, Zayeed vivía y respiraba para la tecnología de la radiocomunicación. En sus habitaciones estaban esparcidas las revistas occidentales más recientes, y cuando veía un nuevo dispositivo que podría aumentar la eficacia de su departamento de interceptación radiofónica, lo pedía. Como valoraba al hombre, Hassan Rahmani procuraba conseguírselo.

Poco después de medianoche los dos hombres estaban sentados en el despacho de Rahmani.

—¿Algún avance? —preguntó Rahmani.

—Creo que sí —respondió Zayeed—. Está aquí, desde luego, de eso no hay duda alguna. El problema es que utiliza transcripciones comprimidas y es casi imposible captarlas a causa de su velocidad. Casi, pero no del todo. Con habilidad y paciencia, en ocasiones es posible encontrar una, aunque las transmisiones solo duren unos pocos segundos.

—Veamos qué has conseguido.

—Bueno, he localizado las frecuencias de transmisión en una banda de la gama de frecuencia ultraalta, lo cual facilita las cosas. Hace unos días tuve suerte. Estábamos controlando una banda estrecha, por si acaso, y apareció él. Escuche.

Zayeed sacó un magnetófono y lo puso en marcha. Una mezcolanza de sonidos llenó la estancia. Rahmani pareció perplejo.

—¿Es eso?

—Está en clave, por supuesto.

—Por supuesto —dijo Rahmani—. ¿Puedes descifrarlo?

—Es casi seguro que no. La clave se ha introducido con un solo chip de silicio que contiene microcircuitos muy complejos.

—¿No es posible descifrarlos?

Rahmani se sentía perdido. Zayeed vivía en su mundo privado y hablaba un lenguaje particular. Incluso entonces estaba haciendo un gran esfuerzo para hablar con sencillez a su jefe.

—No se trata de un código. Para transformar esa jerigonza en las palabras originales haría falta un chip de silicio idéntico. Las permutaciones son del orden de centenares de millones.

—¿Qué has logrado entonces?

—Lo que he logrado, señor, es… una orientación.

Hassan Rahmani se inclinó hacia delante, excitado.

—¿Una orientación?

—La segunda. ¿Y sabe una cosa? Que ese mensaje fue enviado en plena noche, treinta horas antes del bombardeo de Al Qubai. Supongo que contiene los detalles de la planta nuclear. Y hay más.

—Sigue.

—Está aquí.

—¿Aquí, en Bagdad?

—No, señor, se encuentra en este mismo distrito de Mansour. Creo que está en un cuadrado de dos kilómetros de lado.

Rahmani pensó febrilmente. Se estaba aproximando a su hombre, era asombroso lo cerca que se encontraba. Sonó el teléfono. Escuchó durante varios segundos, colgó y se puso de pie.

—Me llaman. Una sola cosa más. ¿Cuántas interceptaciones tendrás que hacer hasta que localices exactamente el lugar, la manzana e incluso la casa?

—Con suerte, una sola. Quizá no le capte la primera vez, pero creo que puedo encontrarle con la primera interceptación. Ojalá envíe un mensaje largo y esté varios segundos en el aire. Entonces podré delimitar un cuadrado de cien metros de lado.

Rahmani estaba muy agitado cuando bajó las escaleras hacia el coche que le esperaba.

Les llevaron a la reunión con el rais en dos autobuses de ventanillas opacas. Los siete ministros viajaban en uno, los seis generales y los tres jefes de los servicios secretos en otro. Ninguno vio la dirección que tomaban y el conductor, al otro lado del panel aislante, se limitó a seguir al motorista.

Solo cuando los autobuses se detuvieron en un patio tapiado, los nueve hombres que viajaban en el segundo vehículo pudieron bajar. El sinuoso recorrido había durado cuarenta minutos. Rahmani calculó que estaban en el campo, a unos cincuenta kilómetros de Bagdad. No se oía ruido de tráfico y a la luz de las estrellas se veía el vago contorno de una gran casa con las ventanas cubiertas por cortinas negras.

Los siete ministros aguardaban en la sala principal. Los generales se sentaron en silencio en los lugares asignados. Los guardianes indicaron al doctor Ubaidi, del servicio secreto exterior; a Rahmani, del servicio de contraespionaje, y a Omar Khatib, de la policía secreta, tres asientos ante el único sillón grande y acolchado, reservado al rais.

El hombre que los había convocado entró unos minutos después. Todos se levantaron y el recién llegado les hizo un gesto para que se sentaran.

Algunos no veían al presidente desde hacía tres semanas. Parecía nervioso, las ojeras y las bolsas bajo las mandíbulas eran más pronunciadas.

Sin preámbulo, Saddam Hussein abordó el motivo de la reunión. Había tenido lugar un bombardeo aéreo, todos ellos lo sabían, incluso quienes antes del ataque desconocían la existencia de un lugar llamado Al Qubai.

Era un sitio tan secreto que no más de una docena de hombres en Irak conocían exactamente su ubicación. Y, no obstante, había sido bombardeado. Solo las más altas jerarquías del país y unos pocos técnicos absolutamente entregados a su cometido habían visitado el lugar, y siempre con los ojos vendados o en medios de transporte que no permitían ver el exterior. Y pese a todo había sido bombardeado.

Se hizo un profundo silencio en la sala; el silencio del miedo. Los generales, Radi, de infantería, Kadiri, del Cuerpo de Blindados, Ridha, de artillería, Musuli, de ingenieros, y los otros dos, de la Guardia Republicana y el jefe de estado mayor, miraban fijamente la alfombra extendida ante ellos.

—Nuestro camarada, Omar Khatib, ha interrogado a los dos aviadores británicos —dijo el rais—. Ahora nos explicará lo que ha sucedido.

Nadie miraba al rais, pero ahora todos los ojos convergieron en la delgada figura de Omar Khatib. El Atormentador mantenía su mirada a la altura del pecho del presidente, sentado ante él al otro lado de la sala.

Khatib afirmó de manera terminante que los aviadores habían hablado sin ocultar nada. Su jefe de escuadrón les había dicho que la aviación aliada había visto camiones militares que entraban y salían de cierto cementerio de automóviles. Esto había dado a los Hijos de los Perros la impresión de que el solar lleno de chatarra ocultaba un depósito de municiones y, en concreto, de obuses con carga de gas venenoso. No lo consideraban de alta prioridad y no creían que tuviera defensas antiaéreas. Por ello solo habían destinado dos aviones a la misión, con otros dos por encima de ellos, para marcar el blanco. No asignaron aviación protectora para suprimir la artillería Triple A porque creyeron que esta no existía. Eso era todo lo que sabían el piloto y el navegante.

El rais hizo una señal con la cabeza al general Farouk Ridha.

—¿Verdadero o falso, rafeek?

El hombre que estaba al frente de la artillería y los emplazamientos de misiles SAM respondió:

—Es normal, sayidi rais, que envíen primero los cazas con misiles para atacar las defensas y luego los bombarderos contra el blanco. Siempre lo hacen así. Nunca han utilizado solo dos aviones sin apoyo para un objetivo de alta prioridad.

Saddam meditó en la respuesta, sin que sus ojos negros reflejaran el menor atisbo de lo que estaba pensando. Eso formaba parte del poder que ejercía sobre aquellos hombres, que nunca sabían cómo reaccionaría el presidente.

—Dime, rafeek Khatib, ¿existe alguna posibilidad de que esos hombres te hayan ocultado algo, que sepan más de lo que han dicho?

—No, rais, les hemos… persuadido para que cooperen por completo.

—¿Es ese entonces el final del asunto? —preguntó el rais sosegadamente—. ¿El ataque solo ha sido una desdichada casualidad?

Todos asintieron con la cabeza. Cuando oyeron el grito se quedaron paralizados.

—¡¡Falso!! Todos estáis equivocados.

En un instante la voz volvió a ser un tranquilo susurro, pero ya les había infundido el temor. Sabían que la suavidad de la voz podía preceder a la más terrible de las revelaciones, al más salvaje de los castigos.

—No han visto ningún camión militar. Eso es una excusa, dada a los pilotos por si los capturaban. Hay algo más, ¿no es cierto?

La mayoría de los reunidos estaban sudando, a pesar del aire acondicionado. Siempre había sido así, desde los albores de la historia, cuando el tirano de la tribu llamaba al descubridor de brujas y todos los miembros de la tribu permanecían sentados y temblando, temerosos de que la vara mágica les señalara.

—Existe una conspiración —susurró el rais—. Hay un traidor. Alguien nos ha traicionado y conspira contra mí.

Guardó silencio durante varios minutos, dejando que temblaran. Cuando habló de nuevo, lo hizo dirigiéndose a los tres hombres sentados ante él al otro lado de la sala.

—Quiero que le encontréis. Encontradle y traédmelo. Debe ser castigado por semejantes crímenes. Él y toda su familia.

Dicho esto salió de la estancia seguido por sus guardaespaldas. Los dieciséis hombres que quedaron allí ni siquiera se miraron unos a otros, pues no podían sostener sus miradas. Habría un sacrificio. Nadie sabía a quién iba a tocarle. Cada uno temía por sí mismo, por alguna observación hecha al azar, tal vez ni siquiera eso.

Quince de los hombres se mantenían a distancia del último, el descubridor de brujas, aquel a quien llamaban Al Mu’azib, el Atormentador. Él se encargaría de consumar el sacrificio.

También Hassan Rahmani guardaba silencio. No era el momento de mencionar las interceptaciones de radio. Sus operaciones eran delicadas, sutiles, basadas en la detección y las actividades realmente secretas. Lo último que necesitaba era que las botas de la AMAM pisotearan sus investigaciones.

Con el terror metido en el cuerpo, ministros y generales salieron a la noche y regresaron a sus ocupaciones.

—No los guarda en la caja fuerte de su despacho —dijo Avi Herzog, alias Karim, a su controlador, Gidi Barzilai, a la mañana siguiente, mientras tomaban un desayuno tardío.

La reunión se celebraba en un lugar seguro, el piso de Barzilai. Cuando se aseguró de que Edith Hardenberg estaba en el banco, Herzog telefoneó desde una cabina. Poco después llegó el equipo yarid, cuyos miembros «encajaron» a su colega y le escoltaron al lugar de la cita para eliminar toda posibilidad de que le siguieran. Si alguien lo hubiera hecho, se habrían percatado. Esa era la especialidad del equipo.

Gidi Barzilai, con los ojos brillantes, se inclinó sobre la mesa llena de comida.

—Bien hecho, muchacho. Ahora sé dónde no guarda sus códigos. La cuestión es saber dónde los guarda.

—En su mesa de despacho.

—¿Su mesa? Estás loco. Cualquiera puede abrir una mesa.

—¿La has visto?

—¿La mesa de Gemütlich? No.

—Parece que es muy grande y vieja, y muy ornamentada, una verdadera antigüedad. Además, tiene un compartimiento hecho por el ebanista, tan seguro y difícil de encontrar que Gemütlich lo considera más seguro que una caja fuerte. Supone que un ladrón iría a la caja y no se preocuparía de la mesa. Y aunque lo hiciera, nunca encontraría el compartimiento.

—¿Y ella no sabe dónde está?

—No, nunca lo ha visto abierto. Él siempre cierra con llave el despacho cuando tiene que consultar los códigos.

—Es un cabrón astuto. No le habría creído capaz de eso. ¿Sabes?, probablemente hace bien.

—¿Puedo romper ya la relación?

—No, Avi, todavía no. Si estás en lo cierto, has hecho un trabajo brillante. Pero no abandones, sigue actuando. Si desapareces ahora, ella recordará vuestra última conversación, sumará dos y dos y sentirá remordimiento o lo que sea. Sigue con ella y háblale, pero no vuelvas a hacerlo sobre el negocio bancario.

Barzilai reflexionó en su problema. Ningún miembro de su equipo en Viena había visto la caja fuerte, pero existía un hombre que sí la había visto.

Envió un mensaje codificado a Kobi Dror, en Tel Aviv. Poco después recibió al localizador, quien se encerró en una habitación con un dibujante.

El localizador no era hombre de talentos diversos, pero tenía una sola habilidad asombrosa: su memoria fotográfica. Durante cinco horas permaneció sentado con los ojos cerrados y se concentró en la entrevista que había sostenido con Gemütlich, haciéndose pasar por un abogado de Nueva York. Su tarea principal había consistido en buscar dispositivos de alarma en ventanas y puertas, una caja fuerte empotrada en la pared, cables indicadores de almohadillas a presión, en definitiva, todo cuanto constituyera un mecanismo de seguridad. Se había fijado en cada detalle y luego había pasado un informe minucioso. La mesa no le interesó demasiado. Pero semanas más tarde, sentado en una habitación de la avenida del Rey Saúl, era capaz de cerrar los ojos y recordarla a la perfección.

La describió línea tras otra. En ocasiones, el localizador miraba el dibujo, hacía una corrección y seguía rememorando. El artista trabajaba con tinta china y una fina pluma, y una vez completado el dibujo lo coloreó con acuarelas. Al cabo de cinco horas entregó una hoja del mejor papel de acuarela, con una reproducción exacta a color de la mesa que estaba en el despacho de herr Wolfgang Gemütlich en el Winkler Bank de la Ballgasse, en Viena.

El dibujo fue enviado a Gidi Barzilai en la valija diplomática desde Tel Aviv a la embajada israelí en Austria. El agente la recibió al cabo de dos días.

Anteriormente, una comprobación de la lista de sayanim en toda Europa reveló la existencia de monsieur Michel Levy, un anticuario del bulevar Raspail de París, afamado como uno de los principales expertos en muebles clásicos del continente.

La noche del 14, el mismo día en que Barzilei recibió el dibujo en Viena, Saddam Hussein volvió a convocar una reunión de ministros, generales y jefes de los servicios secretos.

Una vez más la reunión fue convocada a petición del jefe de la AMAM, Omar Khatib, quien había comunicado la noticia de su éxito por medio del yerno, Hussein Kamil, y de nuevo se celebró en una casa de campo y en plena noche.

Nada más entrar, el rais hizo una seña a Khatib para que informara de sus descubrimientos.

—¿Qué puedo decir, sayidi rais? —El jefe de la policía secreta alzó las manos y las dejó caer en un gesto de impotencia. Era una soberbia representación de humildad—. Como siempre, el rais tenía razón y todos nosotros estábamos equivocados. El bombardeo de Al Qubai no fue, en efecto, un accidente. Existía un traidor y ha sido descubierto.

Se oyeron aduladores murmullos de asombro. El hombre sentado en el sillón acolchado de respaldo recto, de espaldas a la pared sin ventanas, sonrió y alzó las manos para que cesaran los aplausos innecesarios. Y cesaron, aunque no con excesiva rapidez.

La sonrisa del rais decía: «¿Acaso no tenía razón? ¿No la tengo siempre?»

—¿Cómo lo has descubierto, rafeek? —le preguntó.

—Mediante una combinación de buena suerte y trabajo de detección —admitió Khatib modestamente—. En cuanto a la buena suerte, sabemos que es un don de Alá, quien siempre sonríe al rais.

Hubo un murmullo de asentimiento en la sala.

—Dos días antes de que atacaran los bombarderos de los Beni Naji —continuó Khatib—, se estableció un control de tráfico en una carretera cercana. Era un control rutinario por parte de mis hombres para pillar posibles desertores o requisar mercancías de contrabando… Se anotaron los números de matrícula. Hace un par de días los comprobé y vi que la mayor parte de los vehículos eran locales, furgonetas y camiones. Pero había un coche lujoso, matriculado aquí, en Bagdad. Localizamos al propietario, un hombre que podría haber tenido motivos para visitar Al Qubai. Pero una llamada telefónica me cercioró de que no había visitado la instalación. Entonces me pregunté por qué razón estaría en la zona.

Hassan Rahmani asintió. De ser cierto, aquel era un buen trabajo de investigación, algo extraño en Khatib, quien solía confiar en la fuerza bruta.

—¿Y por qué estaba allí? —inquirió el rais.

Khatib hizo una pausa para que la revelación surtiera efecto.

—Para tomar nota a fin de hacer una descripción precisa de la superficie del cementerio de coches, para definir la distancia desde el hito importante más cercano y la orientación exacta con la brújula… Todo lo que una fuerza aérea necesitaría para encontrarlo.

Los reunidos suspiraron al unísono.

—Pero eso vino más tarde, sayidi rais. Primero invité al hombre a reunirse conmigo en el cuartel general de la AMAM para mantener una conversación sincera.

La mente de Khatib retrocedió a la conversación sincera en el sótano del cuartel general de la AMAM en Saadun, Bagdad, ese sótano conocido como el Gimnasio.

Normalmente Omar Khatib hacía que sus subordinados se ocuparan de los interrogatorios y él se limitaba a decretar el nivel de severidad y supervisar el resultado. Pero aquel asunto era tan delicado que él mismo se había encargado de la tarea, prohibiendo a todos los demás que cruzaran la puerta insonorizada.

Del techo de la celda sobresalían dos ganchos de acero, a un metro de distancia uno de otro, de los que pendían dos cortas cadenas fijadas a una barra de madera. Khatib había atado las muñecas del sospechoso a los extremos de la barra, de modo que el hombre colgaba con los brazos separados un metro. Como estos no estaban en posición vertical, la tensión era mucho mayor.

Los pies del hombre estaban a diez centímetros del suelo, con los tobillos atados a otro palo de un metro de largo. La configuración en forma de X del prisionero daba acceso a todas las partes de su cuerpo y, como colgaba en el centro de la habitación, era posible aproximarse a él desde todos los ángulos.

Omar Khatib dejó sobre una mesa lateral la caña de Indias y le rodeó para darle la cara. Los gritos del hombre durante los primeros cincuenta latigazos habían cesado, extinguiéndose hasta quedar reducidos a un balbuceo de súplicas. Khatib le miró a la cara.

—Eres un necio, amigo mío. No te das cuenta de la facilidad con que podrías poner fin a esto. Has traicionado al rais, pero es misericordioso. Todo lo que necesito es tu confesión.

—No, juro… wa Allah el Adheem… por Alá el Grande, que no he traicionado a nadie.

El hombre lloraba como un niño; lágrimas de aflicción corrían por su rostro. Khatib observó que era blando, y se dijo que el interrogatorio no duraría mucho.

—Sí, has traicionado. Qubth ut Allah… ¿Sabes qué significa?

—Naturalmente —gimió el hombre.

—¿Y sabes dónde estaba almacenado para su seguridad?

—Sí.

Khatib propinó un rodillazo en los testículos del prisionero. Al hombre le habría gustado encogerse, pero no podía. Vomitó y la viscosa masa se deslizó por su cuerpo desnudo y goteó desde el extremo del pene.

—Sí… ¿qué?

—Sí, sayidi.

—Así está mejor. Y el lugar donde estaba escondido el Puño de Dios… ¿no lo sabían nuestros enemigos?

—No, sayidi, es un secreto.

Khatib alzó la mano y abofeteó al hombre colgado.

Manyouk, sucio manyouk. ¿Cómo explicas entonces que esta misma mañana, al amanecer, los aviones enemigos bombardearan y destruyeran nuestra arma?

El prisionero abrió los ojos desmesuradamente. Su sorpresa ahogaba la vergüenza del insulto. En árabe, manyouk es el hombre que adopta el papel femenino en un acoplamiento homosexual.

—Pero eso no es posible. Solo unos pocos estaban enterados de la existencia de Al Qubai…

—Pues el enemigo lo sabía. Lo han destruido.

—Lo juro, sayidi, es imposible. No podrían descubrirlo jamás. El hombre que lo construyó, el coronel Badri, camufló perfectamente…

El interrogatorio continuó durante media hora más, hasta su inevitable conclusión.

El propio rais le hizo salir de su ensueño.

—¿Y quién es nuestro traidor?

—El ingeniero, el doctor Salah Siddiqi, rais.

Los reunidos sofocaron una exclamación de asombro. El presidente asintió lentamente, como si hubiera sospechado de aquel hombre desde el principio.

—¿Podría preguntar para quién trabajaba ese desgraciado? —inquirió Rahmani.

Khatib dirigió una mirada virulenta a Rahmani y se tomó su tiempo.

—Eso no lo ha dicho, sayidi rais.

—Pero lo hará, lo hará —dijo el presidente.

—Sayidi rais —murmuró Khatib—. Debo informaros de que al llegar a ese punto de su confesión el traidor falleció.

Rahmani se puso de pie, haciendo caso omiso del protocolo.

—Debo protestar, señor presidente. Esto demuestra una incompetencia asombrosa. El traidor ha de tener una línea de enlace como el enemigo, alguna manera de enviar sus mensajes. Ahora nunca lo sabremos.

Khatib le dirigió una mirada de odio tan intensa que Rahmani, que de muchacho había leído a Kipling en la escuela del señor Hartley, recordó a Krait, la serpiente del polvo que decía siseando: «Ten cuidado, pues soy la muerte».

—¿Qué tienes que decir? —le preguntó el rais.

Khatib se mostró contrito.

—¿Qué puedo decir, sayidi rais? Los hombres que me sirven te quieren como a su padre, qué digo, más todavía. Todos ellos darían la vida por ti. Cuando oyeron esa basura traidora… hubo un exceso de celo.

«Tonterías», pensó Rahmani. Pero el rais asentía lentamente; aquella era la clase de lenguaje que le gustaba escuchar.

—Es comprensible —dijo—. Esas cosas suceden. Y tú, general Rahmani, que criticas a tu colega, ¿has tenido algún éxito?

Todos notaron que el rais no se refería a Rahmani llamándole rafeek, camarada. Debería tener cuidado, mucho cuidado.

—En Bagdad existe un transmisor, sayidi rais.

Entonces reveló lo que le había dicho el comandante Zayeed. Pensó en añadir una última frase: «Una transmisión más, si podemos captarla, y creo que tendremos al emisor», pero decidió que eso podía esperar.

—Entonces, puesto que el traidor está muerto —dijo el rais—, estoy en condiciones de revelaros lo que no podía deciros hace dos días. El Puño de Dios no ha sido destruido, ni siquiera enterrado. Veinticuatro horas antes del bombardeo ordené que lo transportaran a un lugar más seguro.

Los aplausos que siguieron tardaron varios minutos en remitir mientras el círculo interno expresaba su admiración por el genio absoluto del líder.

Les dijo que había enviado el artefacto a la Fortaleza, cuyo emplazamiento no tenían necesidad de conocer, y desde la Qa’ala sería lanzado para cambiar el curso de la historia, el día que la primera bota de combate de un soldado americano pisara la sagrada tierra de Irak.