18

Los dos hombres de Century House llegaron a Riad antes de que lo hiciera Chip Barber desde Washington. Steve Laing y Simon Paxman volaron durante la noche desde Heathrow y aterrizaron antes del alba.

Julian Gray, el jefe de estación en Riad, fue a recibirles en su coche habitual sin señales distintivas y les condujo a la finca donde prácticamente vivía desde hacía cinco meses; durante todo ese tiempo solo había hecho algunas visitas ocasionales a su casa para ver a su esposa.

La súbita reaparición de Paxman, procedente de Londres, le dejó perplejo, y no digamos la de Steve Laing, que ostentaba un cargo más importante, para supervisar una operación que había sido definitivamente clausurada.

En la finca, y a puerta cerrada, Laing explicó a Gray por qué era preciso encontrar a Jericó y hacerle actuar sin tardanza.

—Dios mío, entonces ese cabrón estaba en lo cierto.

—Así debemos suponerlo, aunque no tengamos ninguna prueba —dijo Laing—. ¿Cuándo tiene Martin una ventana de escucha?

—Entre las once y cuarto y las doce menos cuarto de esta noche —respondió Gray—. Por motivos de seguridad no le hemos enviado nada desde hace cinco días. Hemos esperado que cruzara la frontera en cualquier momento.

—Confiemos en que siga allí. De lo contrario nos veremos en un buen aprieto. Tendremos que volver a infiltrarle, y eso podría requerir mucho tiempo. Los desiertos iraquíes están llenos de patrullas.

—¿Cuántas personas están al corriente de esto? —preguntó Gray.

—Las menos posible, y debe continuar así —replicó Laing.

Entre Londres y Washington se había establecido un grupo muy reducido de personas que debían estar al corriente, pero para los profesionales aún constituía un grupo demasiado grande. En Washington estaba el presidente y cuatro miembros de su gabinete, más el presidente del Consejo Nacional de Seguridad y el presidente de la Junta de jefes de Estado Mayor. Añádanse cuatro hombres en Langley, uno de los cuales, Chip Barber, se dirigía a Riad. El desventurado doctor Lomax tenía un huésped indeseado en su cabaña, a fin de asegurar que no hubiera contacto alguno con el mundo exterior.

En Londres habían sido puestos en antecedentes el nuevo primer ministro, John Major, el secretario del gabinete y dos miembros del gobierno. En Century House lo sabían tres hombres.

En Riad había ahora tres hombres en la finca del SIS, y Chip Barber viajaba para reunirse con ellos. Entre los militares, la información fue confiada a cuatro generales, tres estadounidenses y uno británico.

El doctor Terry Martin había sufrido un diplomático acceso de gripe e incluso residía cómodamente en un piso franco del SIS, en el campo, cuidado por una maternal ama de llaves y tres guardaespaldas no tan maternales.

En lo sucesivo, todas las operaciones contra Irak que concernían a la búsqueda y destrucción del artefacto cuyo nombre en código, según suponían los aliados, era Qubt ut Allah o el Puño de Dios, serían emprendidas bajo la cobertura de medidas activas destinadas a la eliminación de Saddam Hussein, o por alguna otra razón plausible.

Dos de tales intentos ya habían tenido lugar. Habían sido identificados dos blancos en los que podría esperarse que residiera el presidente iraquí, por lo menos temporalmente. Nadie podía decir con precisión cuándo, ya que, cuando no estaba en un búnquer en Bagdad, el rais se movía como un fuego fatuo de un escondite a otro.

Ambos lugares estaban sometidos a continua vigilancia aérea. Uno era una finca en el campo, a sesenta kilómetros de la capital de Irak, y el otro una gran vivienda móvil convertida en caravana de guerra y centro de planificación.

En cierta ocasión los observadores aéreos habían visto baterías de misiles móviles y blindados ligeros que se colocaban en posición alrededor de la finca. Una escuadrilla de Strike Eagle fue allí y destrozó la finca. Había sido una falsa alarma; el pájaro no estaba en la jaula.

En la segunda ocasión, dos días antes de que finalizase enero, habían visto que la gran caravana se dirigía a otra posición. Hubo un nuevo ataque y, una vez más, Saddam no estaba allí.

En ambas ocasiones los aviadores corrieron un riesgo enorme al efectuar sus ataques, pues los artilleros iraquíes respondieron furiosamente. La imposibilidad de eliminar al dictador iraquí dejó a los aliados en un dilema. Sencillamente, desconocían los movimientos precisos de Saddam Hussein.

Lo cierto era que nadie los conocía, aparte de un pequeño grupo de guardaespaldas procedentes de la Amn al Khas que mandaba su propio hijo, Kusay.

En realidad, el presidente se encontraba casi siempre en movimiento. Pese a la suposición de que durante la batalla aérea estuvo en su profundo búnquer subterráneo, la verdad es que residió ahí menos de la mitad de ese tiempo. Pero su seguridad estaba garantizada por una serie de complicados engaños y pistas falsas. En varias ocasiones fue «visto» por sus propias tropas, que comenzaron a aclamarle; los cínicos dijeron que lo hacían porque eran los que no estaban en el frente machacados por los Buffs. El hombre al que las tropas iraquíes veían en esas ocasiones era uno de los dobles, que podía pasar por Saddam para todos excepto para los allegados más íntimos del presidente.

En otras ocasiones convoyes de limusinas, en número de hasta una docena y con las ventanillas opacas, atravesaban la ciudad de Bagdad y hacían creer a la ciudadanía que el rais viajaba en uno de los vehículos. En realidad aquellas caravanas eran señuelos. Cuando el rais se movía, solía hacerlo en un coche sin señales distintivas.

También entre sus colaboradores más próximos las medidas de seguridad eran extremas. Cuando convocaba a los miembros de su gabinete, les daba solo cinco minutos para salir de sus residencias, subir a sus coches y seguir a un motorista. Incluso entonces el destino no era el lugar de reunión, sino que les llevaban a un autocar de ventanas opacas, donde se encontraban con los demás ministros que permanecían sentados en la oscuridad. Había un panel de separación entre los ministros y el conductor, y este último tenía que seguir a un motorista desde la Amn al Khas hasta el destino final.

Detrás del conductor, los ministros, generales y consejeros se sentaban en la oscuridad como escolares en una excursión misteriosa, sin saber nunca dónde habían ido o, posteriormente, dónde habían estado. En la mayor parte de los casos las reuniones tenían lugar en fincas grandes y apartadas, requisadas durante la jornada y abandonadas antes del anochecer. Cuando el rais quería celebrar una reunión, un grupo especial de la Amn al Khas se encargaba de encontrar tales fincas, mantener incomunicados a los propietarios y dejarles regresar a casa solo cuando hacía largo tiempo que Saddam se había ido.

No era de extrañar que los aliados no pudiesen dar con él. Pero lo intentaron… hasta la primera semana de febrero. Entonces se suspendieron todos los intentos de asesinato y los militares nunca comprendieron por qué.

Chip Barber llegó a la finca de los británicos en Riad poco después del mediodía del último día de enero. Tras el intercambio de saludos los cuatro hombres se sentaron dispuestos a esperar el tiempo necesario hasta que pudieran entrar en contacto con Martin, si estaba todavía allí.

—Supongo que tenemos una fecha tope, ¿no? —preguntó Laing.

—El veinte de febrero —dijo Barber—. Schwarzkopf quiere entrar con sus tropas ese día.

Paxman soltó un silbido.

—Solo veinte días… ¿Va a correr el Tío Sam con los gastos?

—Sí. El director ya ha autorizado el ingreso de un millón de dólares en la cuenta de Jericó, cosa que se hará hoy mismo. Por la localización del artefacto, suponiendo que haya uno solo de ellos, pagaremos cinco millones a ese cabrón.

—¿Cinco millones de dólares? —dijo Laing con tono de protesta—. Dios mío, nadie había pagado jamás semejante suma por una información.

Barber se encogió de hombros.

—La categoría de ese Jericó, quienquiera que sea, es la de mercenario. Quiere dinero, nada más, así que le dejaremos ganarlo. Le pondremos una dificultad. Los árabes regatean y nosotros no. Cinco días después de que reciba el mensaje, rebajaremos la suma en medio millón al día hasta que nos facilite la localización precisa. Tiene que saber eso.

Los tres británicos reflexionaron en aquellas sumas que superaban los salarios que todos ellos ganarían durante toda una vida de trabajo.

—Bueno, eso hará que se dé prisa —observó Laing.

A última hora de la tarde y durante la noche compusieron el mensaje. En primer lugar era necesario establecer contacto con Martin, quien tendría que confirmar mediante un código preparado de antemano que seguía allí y en libertad. Entonces Riad le comunicaría con detalle la oferta a Jericó, haciendo hincapié en la extrema urgencia de la operación.

Los hombres apenas si comieron, pues la tensión que flotaba en la atmósfera era excesiva. A las diez y media Simon Paxman entró en la «choza» de la radio con los demás y grabaron el mensaje. Este fue acelerado hasta doscientas veces su duración real y emitido en poco menos de dos segundos.

Diez segundos después de las once y cuarto el técnico jefe de radio envió una breve señal, el mensaje que preguntaba si el destinatario estaba a la escucha. Al cabo de tres minutos se oyó un ligero ruido que parecía de estática. La antena de satélite lo captó, y cuando lo pasaron a velocidad normal los cinco hombres presentes oyeron la voz de Mike Martin:

—Oso Negro a Montaña Rocosa, recibo, cambio.

Hubo un suspiro de alivio en la finca de Riad: cuatro hombres maduros se palmotearon mutuamente las espaldas como escolares que han ganado la copa del campeonato interescolar de fútbol.

Quienes nunca han estado allí difícilmente puedan imaginar lo que significa saber que «uno de los nuestros» situado mucho más allá del frente se las ha ingeniado para seguir con vida y en libertad.

—Lleva ahí sentado catorce puñeteros días —comentó Barber, maravillado—. ¿Por qué diablos ese cabrón no salió cuando se lo dijeron?

—Porque es un idiota testarudo —musitó Laing—. Afortunadamente.

El técnico de radio, más desapasionado, estaba emitiendo otro breve interrogatorio. Quería cinco palabras para confirmar que aquella era la voz de Martin, aun cuando el oscilógrafo le dijera que la pauta de la voz efectivamente coincidía y que el comandante del SAS no hablaba bajo coacción. Catorce días es un tiempo más que suficiente para quebrantar la voluntad de un hombre.

El mensaje de respuesta a Bagdad fue lo más corto posible:

—De Nelson y el norte, repito, de Nelson y el norte. Cambio.

Transcurrieron otros tres minutos. En Bagdad, Martin, que permanecía agazapado con su choza al fondo del jardín del primer secretario Kulikov, captó el breve sonido, grabó su respuesta, apretó el botón para aumentar la velocidad y transmitió el mensaje comprimido en una décima de segundo a la capital saudí.

Los oyentes le oyeron decir:

—Canta la fama del brillante día.

El técnico de radio sonrió.

—Es él, señor. Está vivo y libre.

—¿Es eso un poema? —preguntó Barber.

—El segundo verso verdadero dice: «Canta la fama del glorioso día» —dijo Laing—. Si lo hubiera dicho bien, habría hablado con una pistola apoyada en la sien, en cuyo caso… —Se encogió de hombros.

El técnico de radio envió el mensaje final, el auténtico, y cortó la comunicación. Barber abrió su maletín.

—Ya sé que quizá no esté estrictamente de acuerdo con la costumbre local, pero la vida diplomática tiene ciertos privilegios.

—Yo diría que se merece un Dom Pérignon —murmuró Gray—. ¿Cree usted que Langley puede permitírselo?

—Langley acaba de poner cinco millones de pavos sobre la mesa de póquer —dijo Barber—. Supongo que puede ofrecerles una botella de champán.

—Muy amable por su parte —dijo Paxman.

En una sola semana Edith Hardenberg había experimentado una transformación completa, gracias a los efectos del amor.

Estimulada suavemente por Karim, había ido a una peluquería de Grinzing, donde le cortaron y peinaron el cabello, de modo que ahora le llegaba a la altura del mentón por ambos lados de la cabeza, enmarcando sus estrechas facciones y dándole un atisbo de encanto maduro.

Su amante había seleccionado una gama de productos de maquillaje a los que ella había dado una tímida aprobación, nada llamativo, sino solo unos toques de lápiz de color, maquillaje de fondo, unos polvos y un suave rojo de labios.

En el banco, Wolfgang Gemütlich mantenía oculto su disgusto y la observaba con disimulo cuando ella cruzaba la estancia, ahora más alta gracias a los tacones de dos centímetros y medio. Pero no eran los tacones o el peinado o el maquillaje lo que le molestaba, aunque habría rechazado todo ello de plano si frau Gemütlich hubiera mencionado la mera idea. Lo que le perturbaba era el aire de su secretaria, la confianza en sí misma que evidenciaba cuando le presentaba las cartas a la firma o tomaba sus dictados.

Naturalmente, no se le ocultaba lo ocurrido. Una de aquellas alocadas empleadas del banco la había persuadido de que gastara dinero. Esa era la clave de todo: gastar dinero, algo que, según su experiencia, siempre conducía a la ruina, y que le hacía temer lo peor.

Su timidez natural no había desaparecido por completo y en el banco mostraba la misma reserva de siempre, por lo menos verbal, pero en presencia de Karim, cuando estaban solos, se sorprendía constantemente de sí misma por su audacia. Durante veinte años había rechazado cualquier tipo de relación física, y ahora era como una viajera en una travesía a lo largo de la cual había lentos y deslumbrantes descubrimientos, a medias avergonzada y horrorizada, a medias curiosa y excitada. Así pues, su amor, al principio totalmente unilateral, se hizo más explorador y mutuo. La primera vez que ella le tocó «allí abajo» creyó morir del sobresalto y la humillación, pero para su sorpresa había sobrevivido.

La noche del 3 de febrero el joven llegó al pisito con una caja envuelta en papel de regalo y una cinta.

—No debes hacer esto, Karim. Estás gastando demasiado.

Él la rodeó con sus brazos y le acarició el cabello. Edith, remisa al comienzo, había llegado a obtener una intensa satisfacción de esas caricias.

—Mira, gatita, mi padre es rico y es generoso en la asignación que me pasa. ¿Preferirías que me lo gastara en clubes nocturnos?

También le gustaba que bromeara así con ella. Naturalmente, Karim jamás iría a esos lugares horribles. Así pues, aceptaba los perfumes y los artículos de tocador que solo dos semanas atrás ni siquiera habría querido tocar.

—¿Puedo abrirla? —preguntó.

—Para eso la he traído.

Al principio no comprendía qué era aquello. El contenido de la caja parecía una espuma de sedas, encajes y colores. Cuando lo comprendió, porque había visto anuncios en revistas —no de la clase que ella compraba, desde luego—, se ruborizó intensamente.

—No podría ponerme esto, Karim, de ninguna manera.

—Claro que podrías —replicó él, sonriente—. Vamos, gatita, ve al dormitorio y pruébatelo. Cierra la puerta, no miraré.

Depositó las prendas sobre la cama y se quedó mirándolas. ¿Ella, Edith Hardenberg? Jamás. Había medias y ceñidores, bragas y sostenes, ligueros y sucintos saltos de cama en colores negro, rosa, escarlata, crema y beige. Prendas de tenue encaje o adornadas con él, suaves y sedosas telas por las que las yemas de los dedos se deslizaban como sobre hielo.

Edith permaneció una hora a solas en el dormitorio antes de abrir la puerta, enfundada en una bata. Karim dejó la taza de café, se levantó y fue a su encuentro. La miró con una amable sonrisa y empezó a desatarle el ceñidor que mantenía la bata cerrada. Ella volvió a ruborizarse y no pudo devolverle la mirada. Desvió la vista. Él dejó que la bata se abriera.

—Oh, gatita —susurró—. Eres sensacional.

Edith no sabía qué decirle, por lo que se limitó a rodearle el cuello con los brazos. Cuando su muslo rozó la rigidez en la bragueta de los tejanos de Karim, ya no se sintió asustada u horrorizada.

Después de hacer el amor ella se levantó y fue al baño. Al regresar se quedó de pie al lado de la cama, mirándole. No había nada en él que no le encantara. Se sentó en el borde de la cama y deslizó un dedo índice por la leve cicatriz a un lado del mentón, debida, según le había dicho él, a una caída a través del invernáculo en el huerto de su padre, en las afueras de Ammán.

Él abrió los ojos, sonrió y alzó los brazos para tocarle la cara. Edith le cogió la mano y le acarició los dedos con los labios, acariciando el sello en el meñique, el anillo con un ópalo rosa pálido que regalara a Karim su madre.

—¿Qué haremos esta noche? —preguntó ella.

—Salgamos —dijo él—. Vamos a Sirk’s, en el Bristol.

—Te gustan demasiado los filetes.

Él la cogió por detrás y le apretó las pequeñas nalgas bajo la tenue gasa.

—Este es el filete que me gusta —dijo sonriente.

—Basta, Karim, eres terrible. Tengo que cambiarme.

Se apartó de él y vio su figura reflejada en el espejo. Se preguntó cómo era posible que hubiera cambiado tanto, cómo había podido convencerse a sí misma para ponerse aquella ropa interior. Entonces comprendió el motivo. Por Karim. Por su Karim, al que amaba y que la quería, haría cualquier cosa. Tal vez el amor había llegado tarde, pero había llegado con la fuerza de un torrente.

De: Grupo de Inteligencia y Análisis Político, Departamento de Estado, Washington DC

Para: James Baker, secretario de Estado

Fecha: 5 de febrero de 1991

Clasificación: Estrictamente confidencial

No se le ocultará, sin duda, que desde el comienzo de las hostilidades entre las fuerzas aéreas de la Coalición, que vuelan desde Arabia Saudí y los estados vecinos, y la República de Irak, se han llevado a cabo por lo menos dos y posiblemente más intentos de eliminar al presidente iraquí Saddam Hussein.

Tales intentos se han realizado mediante bombardeo aéreo y exclusivamente por nuestra parte. En consecuencia, este grupo considera urgente exponer los probables alcances que tendría un intento exitoso de asesinar al señor Hussein.

Desde luego, el resultado ideal sería que cualquier régimen sucesor de la actual dictadura del partido Baas, establecido bajo los auspicios de las fuerzas victoriosas de la Coalición, se concretara en un gobierno humanitario y democrático.

Por nuestra parte, creemos que semejante esperanza es ilusoria. En primer lugar, Irak no es y nunca ha sido un país unido. Hace apenas una generación era un centón de tribus rivales y a menudo enfrentadas. Sus habitantes pertenecen, en partes casi iguales, a dos sectas islámicas potencialmente hostiles, la sunnita y la chiíta, además de tres minorías cristianas. A ellas cabría añadir la nación kurda al norte, empeñada vigorosamente en el logro de su independencia.

En segundo lugar, jamás ha existido la menor experiencia democrática en Irak, que ha pasado del dominio turco al hachemita y el del partido Baas sin el beneficio de un período intermedio de democracia tal como la entendemos.

Así pues, en el caso de un súbito final de la actual dictadura por asesinato, solo aparecen dos escenarios realistas. El primero sería el intento de imponer desde el exterior un gobierno de consenso que abarcara a todas las facciones principales en una coalición de amplia base. En opinión de este grupo, semejante estructura se mantendría en el poder durante un período en extremo limitado. Las antiguas y tradicionales rivalidades necesitarían muy poco tiempo para desbaratarla.

Es evidente que los kurdos aprovecharían la oportunidad, que les ha sido negada tanto tiempo, de optar por la secesión y el establecimiento de su propia república en el norte. Un débil gobierno central en Bagdad basado en el acuerdo por consenso sería impotente para evitar ese resultado.

Predeciblemente, Turquía reaccionaría de manera airada, puesto que su propia minoría kurda a lo largo de las zonas fronterizas se apresuraría a unirse a sus hermanos kurdos al otro lado de la frontera, lo cual estimularía la resistencia al dominio turco.

Al sudeste, la mayoría chiíta alrededor de Basora y Chatt al-Arab encontraría sin duda buenas razones para sondear a Teherán. Irán se sentiría muy tentado de vengar la matanza de sus jóvenes en la reciente guerra contra Irak, aceptando esas proposiciones con la esperanza de anexionarse el sudeste de Irak ante la impotencia de Bagdad.

Arabia Saudí y los estados prooccidentales del Golfo experimentarían algo muy parecido al pánico ante la posibilidad de que Irán llegara a la frontera misma de Kuwait.

Más al norte, los árabes del Arabistán iraní hallarían una causa común con sus camaradas árabes al otro lado de la frontera con Irak, movimiento que sería vigorosamente reprimido por los ayatolas en Teherán.

Casi con toda seguridad, en el resto de Irak veríamos el estallido de luchas tribales para ajustar viejas cuentas y establecer la supremacía sobre lo que quedara.

Todos hemos observado con dolor la guerra civil desencadenada ahora entre serbios y croatas en la ex Yugoslavia. Esa lucha no se ha extendido todavía a Bosnia, donde aguarda una tercera fuerza, la de los musulmanes bosnios. Cuando la guerra llegue a Bosnia, cosa que sucederá un día, la carnicería será aún más espantosa y el conflicto incluso más inabordable.

No obstante, este grupo cree que la aflicción de Yugoslavia sería insignificante comparada con el escenario ahora considerado de un Irak en plena desintegración. En ese caso, podemos esperar una gran guerra civil en el corazón del territorio iraquí, cuatro guerras fronterizas y la absoluta desestabilización del Golfo. Solo el problema de los refugiados afectaría a millones de personas.

El otro único escenario viable sería que Saddam Hussein fuese sustituido por otro general o alto miembro de la jerarquía baasista. Pero como todos cuantos forman parte de la actual jerarquía tienen las manos tan manchadas de sangre como su dirigente, resulta difícil ver cuáles serían los beneficios de sustituir a un monstruo por otro déspota posiblemente mucho más inteligente.

La solución ideal, aunque admitimos que no es la perfecta, sería, pues, la de conservar la actual situación de cosas en Irak, con excepción de que todas las armas de destrucción masiva tendrán que ser destruidas y la fuerza convencional degradada de manera que no presente una amenaza para cualquier Estado vecino durante una década por lo menos.

Se podría argumentar que los continuos abusos de los derechos humanos por parte del actual régimen iraquí, si se le permite sobrevivir, serán muy penosos. De ello no hay ninguna duda. No obstante, Occidente ha tenido que contemplar terribles escenas en China, Rusia, Vietnam, Tíbet, Timor Oriental, Camboya y muchos otros lugares del mundo. No es posible que Estados Unidos imponga regímenes humanitarios, a escala mundial a menos que esté preparado para intervenir en una guerra global permanente.

El resultado menos catastrófico de la guerra actual en el Golfo y la invasión eventual de Irak es, pues, la supervivencia en el poder de Saddam Hussein como dueño único de un Irak unido, aunque militarmente mutilado para impedir la agresión contra el exterior.

Por todas las razones aducidas, este grupo insta al fin de todos los esfuerzos encaminados a asesinar a Saddam Hussein o de entrar en Bagdad y ocupar Irak.

Informe respetuosamente sometido por el P.I.A.G.

Mike Martin encontró la señal de tiza el 7 de febrero y aquella misma noche retiró el delgado sobre de siltano del buzón muerto. Poco después de medianoche orientó la antena parabólica de conexión con el satélite hacia la puerta de su choza y leyó ante la grabadora el contenido del texto escrito en una única hoja de papel cebolla. Tras la lectura en árabe, añadió su traducción al inglés y envió el mensaje a las 0.16 de la madrugada, cuando había transcurrido un minuto de su ventana de transmisión.

Cuando el satélite captó la emisión «condensada» y esta llegó a Riad, el operador de radio de turno gritó:

—Ya está aquí, Oso Negro acaba de llegar.

Los cuatro hombres que hasta ese momento habían permanecido adormilados en la habitación contigua entraron corriendo. La gran grabadora que estaba junto a la pared redujo la velocidad del mensaje y lo descifró. Cuando el técnico apretó el botón de reproducción, la voz de Martin hablando en árabe llenó la estancia. Paxman, que era quien mejor conocía el idioma, escuchó atentamente; hacia la mitad de la grabación, musitó:

—Lo ha encontrado, Jericó dice que lo ha encontrado.

—Tranquilo, Simon.

Cesaron las frases en árabe y comenzaron las pronunciadas en inglés. Cuando la voz se detuvo y acabó la grabación, Barber se golpeó con el puño cerrado la palma de la otra mano, lleno de excitación.

—Es fantástico, lo ha conseguido. Muchachos, ¿podéis darme una transcripción del texto ahora mismo?

El técnico pasó de nuevo la cinta, se puso unos auriculares y empezó a teclear en su procesador de textos.

Barber se dirigió a un teléfono de la sala de estar y llamó al cuartel general subterráneo del CENTAF. Quería hablar con una sola persona.

El general Chuck Horner era un hombre que parecía necesitar muy poco sueño. Ninguno de los presentes en las oficinas del mando de la Coalición, en los sótanos del Ministerio de Defensa saudí, o el cuartel general de la Fuerza Aérea, debajo del edificio de su homóloga saudí en la carretera del Antiguo Aeropuerto, dormía mucho durante aquellas semanas, pero el general Horner parecía hacerlo menos que la mayoría.

Tal vez se lo impedía el saber que sus queridas tripulaciones estaban en el aire adentrándose en territorio enemigo. Como los vuelos tenían lugar durante las veinticuatro horas del día, poco era el tiempo disponible para dormir.

El general Horner tenía la costumbre de merodear por las oficinas del complejo del CENTAF en plena noche, paseando despacio desde el centro de los analistas, el llamado Agujero Negro, hasta el Centro de Control Aéreo Táctico. Si sonaba el teléfono y no había nadie para atenderlo, él respondía. Varios aturdidos oficiales de la Fuerza Aérea que estaban en el desierto y llamaban para pedir una aclaración o preguntar algo, se encontraban hablando con el jefe supremo en persona cuando habían esperado que se pusiera el comandante de servicio.

Ese era un hábito democrático, pero de vez en cuando causaba sorpresas. Cierta vez un jefe de escuadrón, cuya identidad dejaremos en el anonimato, llamó para quejarse de que sus pilotos tenían que hacer frente por la noche a los peligros del fuego de cohetes Triple A cuando se dirigían hacia sus objetivos, y preguntó si sería posible enviar a los bombarderos pesados, los Buffs, para que liquidaran a los artilleros iraquíes.

El general Horner le dijo al teniente coronel que eso no era posible, puesto que todos los Buffs tenían asignadas misiones de carácter indispensable. Allá en el desierto, el jefe de escuadrón protestó, pero la respuesta siguió siendo la misma. «Bueno —acabó diciendo el teniente coronel—, entonces vete a tomar por saco.»

Muy pocos oficiales pueden decirle semejante cosa a un general sin sufrir las consecuencias. El hecho de que el pendenciero jefe de escuadrón fuese ascendido a coronel al cabo de dos semanas es muy revelador del cariño que sentía Chuck Horner hacia sus tripulaciones de vuelo.

Fue allí donde Chip Barber le encontró aquella noche, poco antes de la una, y se reunieron en el despacho privado del general, en el complejo subterráneo, cuarenta minutos después.

El general leyó con expresión sombría la transcripción del texto en inglés procedente de Riad. Barber había usado el procesador de textos para anotar ciertas partes, y ya no parecía un mensaje radiofónico.

—¿Es esta otra de sus deducciones tras entrevistar a hombres de negocios en Europa? —preguntó en tono mordaz.

—Creemos que la información es exacta, general.

Horner gruñó. Al igual que ocurría con los demás militares, tenía poco tiempo para dedicarlo al mundo de los agentes secretos. Siempre ha sido así, y por una razón sencilla: la actividad de los combatientes está inspirada por el optimismo. Puede ser un optimismo cauto, pero optimismo de todos modos, pues de lo contrario nadie lucharía. El mundo del espionaje tiene por norte la presunción de pesimismo. Las dos filosofías tienen poco en común e incluso en esa etapa de la guerra en la Fuerza Aérea de Estados Unidos aumentaba la irritación por la repetida sugerencia de la CIA de que estaban destruyendo menos objetivos de los que afirmaban.

—¿Y este supuesto objetivo está asociado con lo que creo que está? —preguntó el general.

—Solo creemos que es muy importante, señor.

—Bien. Ante todo, señor Barber, vamos a echarle un buen vistazo.

Esta vez el honor le correspondió a un TR-1 que partió de Taif. El TR-1 es una versión mejorada del antiguo U-2, y se usaba para recoger información con destino a una multiplicidad de tareas. Era capaz de sobrevolar Irak sin ser visto ni oído, utilizando su tecnología para sondear profundamente las defensas con imágenes de radar y equipo de escucha radiofónica. Pero también disponía de cámaras, y en ocasiones no se empleaban para obtener el cuadro general sino para una sola misión «íntima». La tarea de fotografiar un lugar conocido como Al Qubai no podía ser más íntima.

Había una segunda razón para usar el TR-1, y residía en su capacidad para transmitir imágenes en tiempo real. No era necesario esperar a que la misión regresara, descargar los TARPS, revelar la película y llevarla corriendo a Riad. Mientras el TR-1 recorría la extensión desértica designada al oeste de Bagdad y el sur de la base aérea de Al Muhammadi, las imágenes que veía aparecían directamente en una pantalla de televisión situada en el sótano del cuartel general de la Fuerza Aérea saudí.

Había cinco hombres en la habitación, incluido el técnico que operaba la consola, quien, a requerimiento de los otros cuatro, podía pedir al modem del ordenador que congelara la imagen e hiciera una copia fotográfica para estudiarla.

Chip Barber y Steve Laing estaban allí, tolerados con sus trajes civiles en aquella Meca de pericia militar. Los otros dos eran el coronel Beatty, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y el jefe de escuadrón Peck, de la RAF, ambos expertos en análisis de objetivos.

La razón de las palabras «Al Qubai» era sencilla: se trataba de la aldea más próxima al objetivo. Como era una localidad demasiado pequeña para que apareciera en sus mapas, lo que importaba a los analistas era la cuadrícula de referencia y la descripción que la acompañaba.

El TR-1 lo encontró a algunos kilómetros de la cuadrícula de referencia enviada por Jericó; sin duda, la descripción era exacta y no había ninguna otra localidad que encajara con la descripción.

Los cuatro hombres observaron la aparición del blanco en la pantalla e inmovilizaron la mejor imagen. El modem imprimió una copia para su estudio.

—¿Está debajo del suelo? —susurró Laing.

—Debe de estarlo —dijo el coronel Beatty—. No hay otra cosa parecida en muchos kilómetros a la redonda.

—Qué astutos son esos maricones —dijo Peck.

Al Qubai era, de hecho, la planta de ingeniería nuclear de todo el programa nuclear del doctor Jafaar al Jafaar. Cierta vez un ingeniero nuclear británico observó que su oficio consistía en «un diez por ciento de genio y un noventa por ciento de tuberías». En realidad hay algo más que eso.

La planta de ingeniería es donde los artífices toman el producto de los físicos, los cálculos de las matemáticas y los ordenadores y los resultados de los químicos, y ensamblan el producto final. Los ingenieros nucleares son quienes convierten el artefacto en una pieza metálica utilizable.

Los iraquíes habían enterrado completamente su planta de Al Qubai bajo el desierto, a veinticuatro metros de profundidad, y eso era solo el tejado. Debajo de este había tres pisos subterráneos de talleres. La observación del jefe de escuadrón Peck («Qué astutos son esos maricones»), se debía a lo hábilmente que habían disimulado la planta.

Construir una fábrica subterránea no resulta nada difícil, pero disimularla presenta grandes problemas. Una vez construida en su cráter gigantesco, los bulldozers deben cubrir de nuevo con arena los muros y el tejado de cemento armado, hasta que el edificio quede oculto. Una instalación bajo el piso inferior se encarga del desagüe, pero la factoría necesitará aire acondicionado, lo cual requiere una toma de aire fresco y una salida de aire viciado, y ambas tuberías sobresaldrán del suelo desértico. También necesitará una enorme cantidad de energía eléctrica, lo cual supone un potente generador diesel. Este, a su vez, requiere una toma de aire y una salida de gases, es decir, otras dos tuberías.

Otras estructuras visibles en la superficie serán la de una rampa o ascensor y la de un montacargas para permitir la entrada y salida de personal y materiales. Los camiones no pueden rodar sobre la arena blanda y necesitan una calzada dura, un espolón de asfalto que parta de la carretera principal más próxima. Habrá también emisiones de calor, que se pueden disimular durante el día, cuando el aire exterior está caliente, pero no así durante las gélidas noches.

¿Cómo ocultar, pues, a la vigilancia aérea una extensión de desierto virgen con una carretera asfaltada que parece ir a ninguna parte, cuatro grandes tuberías, un pozo de ascensor, la constante llegada y partida de camiones y una fuente de frecuentes emisiones de calor?

Fue el coronel Osman Badri, el joven genio de la ingeniería militar iraquí, quien dio con la solución, hasta el punto de engañar a los aliados y a todos sus aviones espías.

Visto desde el aire, Al Qubai era un cementerio de coches con una extensión de diez mil kilómetros cuadrados. Aunque los observadores de Riad, incluso con sus mejores instrumentos de aumento, no podían verlo, cuatro de los montones de coches oxidados estaban soldados, formando sólidas cúpulas de metal retorcido bajo las cuales las tuberías que surgían del suelo aspiraban el aire fresco o filtraban al exterior los gases viciados a través de las carrocerías rotas de coches y camiones.

El cobertizo principal, el taller para cortar metales, con depósitos de oxígeno y acetileno colocados ostentosamente en el exterior, ocultaba la entrada a los pozos de los ascensores. Como en un lugar así sería lógico que se efectuasen soldaduras, la fuente de calor quedaría perfectamente justificada.

La presencia de una carretera alquitranada de un solo carril era evidente: los camiones tenían que llegar cargados de chatarra y marcharse con virutas de acero.

Todo el sistema ya había sido localizado tiempo atrás por los AWACS, que registraron una gran masa de metal en medio del desierto. ¿Una división de tanques? ¿Un depósito de munición? Un vuelo de reconocimiento estableció que se trataba de un cementerio de coches, y dejó de interesar.

Lo que los cuatro hombres en Riad tampoco podían ver era que otros cuatro montículos de carrocerías oxidadas estaban también soldados y tenían en su interior forma de cúpula, con gatos hidráulicos debajo de ellos. Dos alojaban potentes baterías antiaéreas, multicañones rusos ZSU-23-4, y las otras dos ocultaban sendas lanzaderas de misiles SAM de los modelos 6, 8 y 9, que son aquellos de tipo más pequeño que no se guían por radar sino por el calor que emite el objetivo, pues una antena de radar habría sido reveladora.

—De modo que está ahí debajo —susurró Beatty.

Mientras observaban, un largo camión cargado con viejas carrocerías de coches apareció en la pantalla. Parecía moverse a pequeñas sacudidas, porque el TR-1 que volaba a 2.500 metros por encima de Al Qubai estaba tomando instantáneas a razón de varias por segundo. Fascinados, los dos oficiales de Inteligencia observaron hasta que el camión hizo marcha atrás hacia el cobertizo de soldadura.

—Apuesto a que la comida, el agua y los suministros están bajo las carrocerías —dijo Beatty, y volvió a sentarse—. Lo malo es que nunca llegaremos a la condenada fábrica. Ni siquiera las bombas de los Buffs pueden llegar a esa profundidad.

—Podríamos encerrarles ahí —dijo Pech—. Destrozar el pozo del ascensor y dejarles sepultados. Si intentan labores de rescate, les atacamos de nuevo.

—Parece una buena idea —convino Beatty—. ¿Cuánto falta para la invasión terrestre?

—Doce días —respondió Barber.

—Podemos hacerlo —dijo Beatty—. A gran altura, guiados por láser, una masa de aviones, un gorila.

Laing dirigió a Barber una mirada de advertencia.

—Preferiríamos algo un poco más discreto —dijo el hombre de la CIA—. Un ataque con dos aparatos a bajo nivel y confirmación visual de la destrucción.

Hubo una pausa de silencio.

—¿Intentan ustedes decirnos algo?—inquirió Beatty—. ¿Quizá que Bagdad no debe saber que estamos interesados?

—¿No podrían hacerlo de esa manera, por favor? —insistió Laing—. Parece que no hay ninguna defensa. La clave en este caso es la ocultación.

Beatty suspiró; en su opinión aquellos condenados agentes secretos trataban de proteger a alguien, y eso no era asunto suyo.

—¿Qué opina usted, Joe? —preguntó al jefe de escuadrón.

—Los Tornado podrían hacerlo —dijo Peck—. Los Buccaneer les señalarían el blanco. Seis bombas de media tonelada directamente a través de la puerta del cobertizo. Apuesto a que por dentro ese cobertizo de hojalata es de cemento armado. Contendría muy bien la explosión.

Beatty asintió.

—De acuerdo, amigos, adelante. Obtendré la autorización del general Horner. ¿A quién desea utilizar, Joe?

—Al escuadrón seis cero ocho con base en Maharraq. Conozco a su comandante, Phil Curzon. ¿Le hago venir?

El teniente coronel de aviación Philip Curzon estaba al mando de doce aviones Tornado Panavia en la Royal Air Force, el escuadrón 608 situado en la isla de Bahrein, donde estaban desde hacía dos meses procedentes de su base de Fallingbostel, en Alemania. Poco después del mediodía de aquel 8 de febrero recibió la orden de presentarse inmediatamente en el cuartel general del CENTAF en Riad. Tal era la urgencia que apenas había recibido el mensaje su oficial de día le informó de que un Hurón americano procedente de Shakey’s Pizza había aterrizado y recorría la pista para recogerle. Cuando, tras haberse puesto la chaqueta del uniforme y la gorra, subió a bordo del Hurón UC-12B, descubrió que el avión monomotor de ejecutivo estaba asignado personalmente al general Horner.

El teniente coronel se preguntó, justificadamente, qué diablos estaba ocurriendo.

En la base aérea militar de Riad aguardaba un coche de estado mayor americano para llevarle a lo largo de un par de kilómetros de la carretera del Antiguo Aeropuerto hasta el Agujero Negro.

Eran las diez de la mañana y los cuatro hombres que antes habían estado reunidos observando las imágenes de la misión del TR-1 seguían allí. Solo se había ido el técnico, pues ya no necesitaban más imágenes. Las que tenían estaban extendidas sobre la mesa. El jefe de escuadrón Peck hizo las presentaciones.

Steve Laing explicó lo que necesitaban y Curzon examinó las fotos.

Philip Curzon no era tonto, pues de lo contrario no estaría al mando de un escuadrón de los carísimos «sopletes» de Su Majestad. Durante las primeras incursiones a baja altura para arrojar bombas JP-233 sobre aeródromos iraquíes había perdido dos aviones y cuatro buenos tripulantes. Sabía con certeza que dos habían muerto. A los otros los obligaron a desfilar, magullados y aturdidos, ante la televisión iraquí, otra de las obras maestras en el campo de las relaciones públicas de Saddam.

—¿Por qué no incluyen este objetivo en la orden de misiones aéreas con todos los demás? —preguntó en voz baja.

—Le seré franco —replicó Laing—. Ahora creemos que este objetivo alberga el principal y tal vez único almacén de un proyectil cargado con gas venenoso muy letal. Tenemos pruebas de que están a punto de trasladar al frente las primeras existencias, y de ahí la urgencia.

Beatty y Peck se animaron. Esa era la primera explicación que recibían sobre el interés de los agentes secretos por la fábrica oculta bajo el cementerio de coches.

—Pero ¿por qué atacar con solo dos aviones? —insistió Curzon—. Eso hace que sea una misión de muy baja prioridad. ¿Qué voy a decir a mis tripulaciones? No voy a mentirles, caballeros. Por favor, que eso quede claro.

—No hay necesidad de mentirles, y yo tampoco lo toleraría —dijo Laing—. Basta con que les diga la verdad, que la vigilancia aérea ha indicado movimiento de camiones hacia y desde ese emplazamiento. Los analistas creen que se trata de camiones militares, y han llegado a la conclusión de que ese aparente cementerio de coches oculta un depósito de municiones, sobre todo dentro del gran cobertizo central, de modo que ahí está el objetivo. En cuanto a que sea una misión de bajo nivel, como puede usted ver, no hay misiles ni baterías Triple A.

—¿Es eso cierto? —preguntó el teniente coronel.

—Se lo juro.

—Entonces ¿a qué se debe la clara intención de que, si derriban a alguno de mis pilotos y le interrogan, Bagdad no sepa de dónde ha procedido realmente la información? Ustedes se creen tanto como yo la historia de los camiones militares.

El coronel Beatty y el jefe de escuadrón Peck se arrellanaron en sus asientos. Aquel hombre realmente estaba poniendo en un brete a los agentes secretos, apretándoles donde más dolía. Era digno de elogio.

—Dígaselo, Chip —dijo Laing, resignado.

—De acuerdo, teniente coronel, le seré sincero, pero esto debe quedar entre nosotros. El resto es absolutamente cierto. Tenemos un desertor que se encuentra en Estados Unidos. Llegó antes de la guerra para ampliar estudios. Se ha enamorado de una chica americana y quiere quedarse. Durante las entrevistas con los de Inmigración afloró algo. Un entrevistador inteligente nos lo pasó.

—¿La CIA? —preguntó Curzon.

—Sí, cierto, la CIA. Hicimos un trato con el tipo. Si nos ayuda conseguirá la tarjeta verde. Cuando estaba en Irak, con los ingenieros militares, trabajó en algunos proyectos secretos. Ha empezado a revelarlo todo. Bueno, ya lo sabe, pero es alto secreto. Eso no altera la misión, y no mentirá si no se lo dice a las tripulaciones, lo cual, por cierto, no tiene por qué hacer.

—Una última pregunta —dijo Curzon—. Si ese hombre está a salvo en Estados Unidos, ¿qué necesidad hay de seguir engañando a Bagdad?

—Hay otros objetivos de los que nos está informando. Requiere tiempo, pero podemos obtener de él veinte nuevos objetivos. Si alertamos a Bagdad de que está cantando como un canario, trasladarán el material a otra parte por la noche. Saben sumar dos y dos, ¿entiende?

Philip Curzon se levantó y recogió las fotos. Cada una tenía su referencia exacta en una cuadrícula del mapa estampada a un lado.

—De acuerdo. Mañana al amanecer ese cobertizo habrá dejado de existir.

El teniente coronel se marchó. Durante el vuelo de regreso reflexionó en la misión. Algo le decía que aquello olía como un bacalao pasado, pero las explicaciones eran perfectamente factibles y él tenía sus órdenes. No mentiría, pero le habían prohibido que revelara nada. El aspecto bueno del asunto era que el blanco se basaba en el engaño y no en la protección. Sus hombres entrarían y saldrían sin sufrir daño. Ya sabía a quién encargaría la dirección del ataque.

El jefe de escuadrón Lofty Williamson se hallaba repantigado en una silla, bajo el sol de la tarde, cuando recibió la llamada. Estaba leyendo el último número de World Air Power Journal, la Biblia de los pilotos de combate, y le irritó que le hicieran abandonar la lectura de un excelente artículo sobre uno de los cazas iraquíes con que podría encontrarse.

El jefe de escuadrón estaba en su despacho, con las fotos extendidas sobre la mesa. Durante una hora informó a su jefe de vuelo sobre lo que se deseaba.

—Dispondrás de dos Buccaneer para que te marquen el blanco, de modo que puedas remontar el vuelo y largarte de ahí antes de que esos condenados sepan qué les ha pasado.

Williamson fue en busca de su navegante, el hombre que ocupa el asiento trasero y al que los americanos llaman el «mago». En la actualidad, este técnico se encarga de mucho más que de la navegación, pues de él dependen la electrónica aérea y los sistemas de armamento. El teniente de vuelo Sid Blair tenía fama de poder encontrar una lata en el Sahara si era necesario bombardearla.

Entre los dos, y con la ayuda del oficial de operaciones, cartografiaron la misión. Hallaron la localización exacta del cementerio de coches en los mapas aéreos, gracias a la cuadrícula de referencia. La escala era de 1/50.000, poco más de un centímetro y medio por kilómetro.

El piloto dejó claro que quería atacar desde el este en el mismo momento en que se levantara el sol, de modo que los artilleros iraquíes tuvieran la luz de frente y él, Williamson, viera el blanco con absoluta claridad.

Blair insistió en que necesitaba algún hito inequívoco a lo largo del recorrido que le sirviera para hacer pequeñas correcciones de última hora a su rumbo. Encontraron uno a diecinueve kilómetros del objetivo en dirección este; se trataba de una torre de radio que se encontraba a 1.600 metros de la trayectoria de vuelo.

Volar al amanecer les daba el imprescindible «tiempo para el objetivo», un factor conocido por sus siglas TOT. El motivo de que el TOT deba mantenerse al segundo es que la precisión significa la diferencia entre el éxito y el fracaso. Si el primer piloto se retrasa aunque solo sea un segundo, el piloto que le sigue puede encontrarse de lleno con la explosión de las bombas arrojadas por su colega. Peor todavía, el primer piloto tendrá en la cola un Tornado que avanza a casi dieciséis kilómetros por minuto, lo cual no es una visión muy agradable. Finalmente, si el primer piloto se adelanta en exceso o el segundo se retrasa demasiado, los artilleros tendrán tiempo para despertar y afinar la puntería. Por eso los segundos aviadores entran precisamente cuando remite la metralla de las primeras explosiones.

Williamson llamó a su piloto de flanco y al segundo navegante, dos jóvenes tenientes de vuelo, Peter Johns y Nicky Tyne. Convinieron que en el preciso momento en que el sol se alzara por encima de las bajas colinas al este del blanco serían las 7.08 horas, y el ataque se dirigiría a 270 grados al oeste.

Habían sido asignados dos Buccaneer del escuadrón número 12, también con base en Maharraq. Williamson se reuniría con sus pilotos por la mañana. Los armeros habían recibido instrucciones para que en cada Tornado cargaran tres bombas de quinientos kilos equipadas con morros de orientación por láser PAVEWAY. A las ocho de la noche los cuatro tripulantes cenaron y fueron a acostarse. Les llamarían a las tres de la madrugada.

Todavía era noche cerrada cuando un suboficial de la Fuerza Aérea llegó en un camión al dormitorio del escuadrón 608 para llevar a los cuatro tripulantes al Centro de Vuelo.

Si los estadounidenses de Al Kharz vivían en condiciones precarias bajo tiendas de lona, los que permanecían en Bahrein disfrutaban de las comodidades de la vida civilizada. Algunos compartían habitaciones dobles en el hotel Sheraton. Otros se alojaban en edificios de ladrillo cerca de la base aérea. La comida era excelente, disponían de bebida y la sensación de soledad se veía mitigada por la presencia de trescientas azafatas aéreas de la cercana escuela de adiestramiento de Middle East Airways.

Solo hacía una semana que los Buccaneer habían sido llevados al Golfo, pues anteriormente no los habían necesitado. Desde entonces habían demostrado de sobras su valía. Los Bucks, básicamente aparatos antisubmarinos, estaban acostumbrados a rozar las aguas del mar del Norte en busca de submarinos soviéticos, pero no les importaba sustituir el agua por la arena del desierto.

Su especialidad es el vuelo a baja altura, y aunque son veteranos con treinta años de antigüedad, en competiciones realizadas con la USAF en Miramar, California, han evadido a los cazas americanos, mucho más rápidos, sencillamente «comiendo polvo», es decir, volando tan bajo que era imposible seguirles a través de los oteros y las dunas del desierto.

La rivalidad entre las fuerzas aéreas ha hecho cundir la creencia de que a los pilotos estadounidenses no les gusta el vuelo bajo y, por debajo de ciento cincuenta metros, tienden a accionar el tren de aterrizaje, mientras que a los británicos les encanta y por encima de treinta metros se quejan de mal de altura. La verdad es que tanto unos como otros pueden volar alto o bajo, pero de los Bucks, que no son supersónicos pero sí de una maniobrabilidad asombrosa, se asegura que pueden descender más que cualquiera y sobrevivir.

La razón de su presencia en el Golfo fueron las pérdidas iniciales sufridas por los Tornado en sus primeras misiones a nivel ultrabajo. Los Tornado, que trabajan a solas, tenían que lanzar sus bombas y luego seguirlas hasta el objetivo, en el mismo corazón de las baterías Triple A. Pero cuando esos aparatos y los Buccaneer trabajaban juntos, las bombas de los Tornado llevaban en la parte delantera el sistema PAVEWAY de búsqueda mediante láser, mientras que el Buck llevaba el transmisor de láser llamado PAVESPIKE.

El Buccaneer, elevándose por encima y detrás del Tornado, podía «marcar» el objetivo, dejando que el Tornado soltara la bomba y se alejara a toda velocidad sin la menor dilación. Además, el Buck llevaba el sistema PAVESPIKE montado en un soporte cardánico, ubicado en la parte inferior del fuselaje, giroscópicamente estabilizado mientras mantenía el rayo láser dirigido al objetivo hasta que se producía el impacto de la bomba.

En el Centro de Vuelo, Williamson y los dos pilotos del Buck se pusieron de acuerdo sobre su «punto inicial», el comienzo del bombardeo, a diecinueve kilómetros al este del cobertizo que constituía el objetivo, y fueron a ponerse el equipo de vuelo. Como de costumbre, habían llegado con prendas civiles, pues en Bahrein estaba restringida la presencia militar en las calles a fin de no alarmar a la población.

Una vez se hubieron cambiado, Williamson, como jefe de la misión, completó sus instrucciones. Faltaban dos horas para el despegue. La rebatiña de medio minuto de los pilotos de la Segunda Guerra Mundial es cosa del pasado.

Tenían tiempo para tomar café y entretanto continuar con los últimos preparativos. Cada hombre cogió su pistola, una pequeña Walther PP que detestaban, ya que si eran atacados en el desierto suponían que todo lo que podrían hacer con ella sería arrojarla contra la cabeza de un iraquí y confiar en derribarle de esa manera.

También sacaron mil libras esterlinas en cinco soberanos de oro y el «vale de los cojones». Este notable documento fue introducido por los americanos en el Golfo, pero los británicos, que habían realizado misiones aéreas de combate en aquella zona desde los años veinte, les comprendían bien.

El «vale de los cojones» es una carta en árabe y seis dialectos beduinos. He aquí lo que dice: «Querido señor beduino: el portador de esta carta es un oficial británico. Si le entrega usted a la patrulla británica más próxima sin que le falten los testículos y preferiblemente donde deben estar y no en la boca, será recompensado con cinco mil libras esterlinas en oro». A veces surte efecto.

Los uniformes de vuelo tenían en los hombros unos parches reflectantes que podían ser detectados por los buscadores aliados si un piloto caía en el desierto, pero no llevaban alas sobre el bolsillo izquierdo de la chaqueta, sino únicamente una bandera de Gran Bretaña fijada con velcro.

Después de tomar el café pasaron por la esterilización… que no es tan mala como suena. Les despojaron de anillos, cigarrillos, encendedores, cartas y fotos familiares, todo lo que pudiera dar a un interrogador un atisbo de la personalidad de su prisionero. El registro fue efectuado por una funcionaria sensacional… Las tripulaciones aéreas reconocían que esa era la mejor parte de la misión, y los pilotos más jóvenes metían sus objetos valiosos en los lugares más sorprendentes para ver si Pamela era capaz de encontrarlos. Por suerte la mujer había sido enfermera y aceptaba esa tontería con tranquilidad y buen humor.

Faltaba una hora para despegar. Algunos hombres comían, otros eran incapaces de probar bocado, varios descabezaban un sueño, algunos tomaban café y confiaban en que no tuvieran ganas de orinar en medio de la misión, alguno vomitó.

El autobús llevó a los ocho hombres a sus aviones, junto a los que se afanaban ya los montadores, ajustadores y armeros. Cada piloto rodeó su aparato, comprobando el ritual previo al despegue. Finalmente subieron a bordo.

La primera tarea era la de instalarse, perfectamente sujetos con las correas y conectados al sistema de radio havequick para comunicarse entre ellos. Seguidamente conectaron la APU, la unidad de potencia auxiliar, que puso todos los instrumentos en funcionamiento.

En la parte trasera se encendió la plataforma de navegación por inercia, dando a Sid Blair la oportunidad de marcar los rumbos y giros planeados. Williamson puso en marcha el motor derecho y el Rolls Royce RB-199 empezó a rugir. Le siguió el motor izquierdo.

Las órdenes se sucedieron: cerrar la cubierta corrediza, avanzar hasta la pista número uno, aguardar en el punto señalado y, una vez recibida la autorización de la torre, avanzar hasta el punto de despegue. Williamson miró a su derecha. El Tornado de Peter Johns estaba a su lado y algo rezagado, y más allá de él los dos Buccaneer. Alzó una mano enguantada y otras tres respondieron a su saludo.

Continuaron las operaciones: con el aparato frenado, aceleró hasta la máxima potencia «seca». El Tornado temblaba suavemente. Desde la válvula de estrangulación al quemador auxiliar, el estremecimiento se extendía por todo el aparato, como si quisiera librarse de los frenos. Un último gesto con el pulgar hacia arriba, al que respondieron otros tres pulgares. Soltaron los frenos, los aparatos rodaron por la pista cada vez más veloces y los cuatro se elevaron en formación, ladeándose sobre el oscuro mar. Dejaron atrás las luces de Manama y pusieron rumbo a la cita con el avión nodriza, el Victor del escuadrón 55 que les esperaba en algún lugar sobre la frontera entre Arabia Saudí e Irak.

Williamson desconectó la potencia del quemador auxiliar y ascendió a una velocidad de 600 nudos hasta seis mil metros. Los de RB-199 son bestias sedientas, y a su máxima potencia «seca» consumirán, cada uno, 140 litros de combustible por minuto. Pero cuando funciona el quemador auxiliar el consumo asciende de un modo vertiginoso, a 600 litros por minuto, por cuyo motivo el quemador auxiliar solo se utiliza para lo más indispensable: despegue, combate y evasión.

El radar les permitió encontrar a Victor en la oscuridad, se aproximaron por detrás e insertaron las lanzas de combustible en las mangas que colgaban del avión nodriza. Ya habían utilizado la tercera parte del combustible. Una vez llenos los Tornado, se apartaron para que los Bucks repostaran. Entonces los cuatro viraron y descendieron hacia el desierto.

Williamson mantuvo su grupo a sesenta metros de altura, con una velocidad máxima de crucero de 480 nudos, y así penetraron en Irak. Entonces intervinieron los técnicos de navegación, estableciendo el primero de tres rumbos diferentes, con dos virajes que les llevarían al «punto inicial» desde el este. Cuando estaban en lo alto habían atisbado el sol naciente, pero en vuelo rasante sobre el desierto aún era de noche.

Williamson volaba con la ayuda del TIALD, el señalizador de imágenes termales y de láser, un instrumento que se fabrica en una fábrica de galletas transformada, en una calleja de Edimburgo. El TIALD es una combinación de una pequeña cámara de televisión de alta definición y de sensor térmico de infrarrojos. A baja altura sobre el negro desierto, los pilotos podían ver todo cuanto tenían delante —las rocas, los peñascos, los afloramientos de estratos, las colinas—, como si brillara.

Poco antes de la salida del sol viraron en el «punto inicial» para tomar la trayectoria del bombardeo. Sid Blair vio la torre de radio y dijo a su piloto que ajustara el rumbo un grado.

Williamsom colocó los retenes de las bombas en el modo «esclavo» y echó un vistazo a su pantalla indicadora, donde aparecían los kilómetros y segundos que los separaban del punto de lanzamiento. Volaba a sesenta metros sobre terreno llano, y mantenía una velocidad uniforme. En algún lugar detrás de él su piloto de flanco estaba haciendo lo mismo. El tiempo hasta llegar al blanco era exacto. El piloto utilizaba a intervalos el quemador auxiliar para mantener una velocidad de ataque de 540 nudos.

El sol iluminó las colinas, sus primeros rayos recorrieron la llanura y allí estaba el objetivo, a nueve kilómetros. El piloto vio los destellos metálicos, los montículos de chatarra, el gran cobertizo gris en el centro, las dobles puertas que apuntaban hacia él.

Los Bucks estaban a sesenta metros sobre el suelo y a kilómetro y medio detrás de Williamson. La conversación con los tripulantes de los Bucks, que había comenzado en el «punto inicial», seguía sonando en sus oídos: «Nueve kilómetros y avanzando, ocho kilómetros, cierto movimiento en la zona del objetivo, siete kilómetros…»

—Estoy marcando —dijo el navegante del primer Buck.

El rayo láser procedente del Buck alcanzó la puerta del cobertizo. A cinco kilómetros Williamson inició su «angulación», alzando el morro del aparato, de modo que dejó de ver el blanco, pero no importaba, porque la tecnología haría el resto. A noventa metros la pantalla indicadora le dijo que debía soltar el armamento. Movió el conmutador y las tres bombas de quinientos kilos partieron del lado inferior del avión.

Como estaba «angulando», las bombas se alzaron ligeramente con él antes de que la gravedad las hiciera descender trazando una limpia parábola hacia el cobertizo.

Con el avión tonelada y media más ligero, Williamson se elevó rápidamente a trescientos metros, se ladeó 135 grados y siguió tirando de la palanca de mando. El Tornado descendió en picado y viró, de regreso a la tierra y a la dirección por la que había venido. El Buck pasó por encima de él y giró a su vez.

Como tenía una cámara de televisión en el vientre de su aparato, el navegante del Buccaneer pudo ver el impacto de las bombas en las puertas del cobertizo. Toda la zona que se extendía delante de él se disolvió en una lámina de llamas y humo, mientras una columna de polvo se elevaba en el lugar donde había estado el cobertizo. Cuando el polvo empezó a posarse, hizo su aparición Peter Johns en el segundo Tornado, treinta segundos después de su líder.

El navegante del Buck vio más que eso. Los movimientos que había advertido antes se codificaron en una pauta. Las armas eran visibles.

—¡Tienen Triple A! —gritó.

El segundo Tornado estaba «angulando». El segundo Buccaneer pudo verlo todo. El cobertizo había reventado bajo el impacto de las tres primeras bombas, revelando una estructura interna retorcida y doblada. Pero entre los montículos de chatarra había artillería antiaérea disparando.

—Bombas lanzadas —gritó Johns y elevó su Tornado para efectuar un giro máximo. Su propio Buccaneer también se alejaba del objetivo, pero el sistema PAVESPIKE en el vientre del avión mantenía el rayo sobre los restos del cobertizo.

—¡Impacto! —gritó el navegante del Buck.

Hubo un destello entre la chatarra. Los SAM, disparados desde el hombro, volaron en pos del Tornado.

Williamson había nivelado su avión tras el picado giratorio y volvía a estar a sesenta metros sobre la superficie del desierto pero en la dirección opuesta, hacia el sol que ya había salido. Oyó que Peter Johns gritaba:

—¡Nos han tocado!

Detrás de él Sid Blair guardaba silencio. Williamson lanzó un juramento e hizo virar de nuevo el Tornado, creyendo que de ese modo tendría una posibilidad de mantener a raya con su cañón a los artilleros iraquíes. Era demasiado tarde.

Oyó que uno de los tripulantes de los Bucks decía: «Tienen misiles ahí abajo», y entonces vio que el Tornado de Johns ascendía, con uno de los motores envuelto en llamas, y oyó decir claramente al joven de veinticinco años: «Bajamos… eyección».

Ninguno de ellos podía hacer nada más. En misiones anteriores los Bucks solían acompañar a los Tornado a casa, pero esta vez se había convenido que aquellos podían regresar solos. En silencio, los dos marcadores de blancos hicieron lo que mejor sabían hacer: mantuvieron los vientres de sus aviones sobre el desierto bajo el sol de la mañana.

Lofty Williamson estaba lleno de ira, convencido de que les habían mentido. Pero lo cierto era que nadie había tenido conocimiento de la Triple A y los misiles escondidos en Al Qubai.

A gran altura, un TR-1 envió a Riad imágenes en tiempo real de la destrucción. Un E-3 Sentry que había recogido las conversaciones en el aire comunicó a Riad que habían perdido un Tornado y sus tripulantes.

Lofty Williamson regresó a casa solo, para informar y descargar su cólera sobre los que habían seleccionado los blancos.

En el cuartel general subterráneo del CENTAF, en la carretera del Antiguo Aeropuerto, la alegría de Steve Laing y Chip Barber porque el Puño de Dios había sido enterrado en la misma matriz donde fuera creado, se vio oscurecida por la pérdida de los dos jóvenes.

Los Buccaneer, a toda velocidad sobre el llano desierto del sur de Irak, en dirección a la frontera, se encontraron con un grupo de camellos. Los pilotos se enfrentaron a una difícil elección: volar alrededor de ellos o sobrevolarlos casi peinándolos.