17

Terry Martin aterrizó en el aeropuerto internacional de San Francisco poco después de las tres de la tarde, hora local, del día siguiente. Había acudido a recibirle su anfitrión, el profesor Paul Maslowski, un hombre cordial y simpático, vestido con la inevitable chaqueta de tweed y parches de cuero en los codos que es el uniforme de los académicos del Nuevo Mundo, y Terry se sintió envuelto al instante por el cálido abrazo de la hospitalidad americana.

—Betty y yo hemos pensado que alojarse en un hotel sería un tanto impersonal —le dijo Maslowski mientras conducía su utilitario por los accesos del aeropuerto hasta salir a la autopista—. ¿No preferiría quedarse en nuestra casa?

—Gracias, me encantaría —respondió sinceramente Martin.

—Los alumnos tienen verdaderas ganas de escucharle, Terry. No somos muchos, por supuesto, pues nuestra facultad de árabe debe de ser más reducida que la de ustedes en la SOAS, pero son realmente entusiastas.

—Magnífico. Me hace mucha ilusión encontrarme con ellos.

Los dos hombres charlaron animadamente sobre la pasión que compartían, la Mesopotamia medieval, hasta que llegaron a la casa de madera del profesor Maslowski, en una urbanización de Menlo Park.

Allí le recibió Betty, la esposa de Paul, y el matrimonio le mostró la cálida y cómoda habitación de invitados. Terry consultó su reloj. Eran las cinco menos cuarto.

—¿Podría telefonear? —preguntó al bajar a la sala.

—Desde luego —dijo Maslowski—. ¿Quiere llamar a casa?

—No, es una llamada local. ¿Tiene un listín telefónico?

El profesor le dio el listín y salió. Terry encontró lo que buscaba bajo el nombre Livermore: el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, en el condado de Alameda. Tenía el tiempo justo para ponerse en contacto.

Cuando le respondió la recepcionista, tuvo que repetir dos veces el departamento que buscaba, pues la mujer no entendía su manera de pronunciar la Z.

—Departamento Zeta, la oficina del director.

—Un momento, por favor.

Entonces oyó otra voz femenina.

—Aquí la oficina del director. ¿Qué desea?

El acento británico fue probablemente una ayuda. Terry explicó que era el doctor Martin, profesor inglés que estaba realizando una breve visita, y le gustaría hablar con el director. Una voz masculina se puso al aparato.

—¿Doctor Martin?

—Sí.

—Soy Jim Jacobs, el subdirector. ¿En qué puedo servirle?

—Ya sé que es una solicitud muy precipitada, pero estoy de visita para dar una conferencia en la Facultad de Estudios sobre Oriente Medio en Berkeley. Enseguida regresaré a casa y… bueno, quisiera saber si podría visitarles en Livermore.

La perplejidad se evidenció en el tono de su interlocutor.

—¿Podría darme alguna indicación de los motivos, doctor Martin?

—Eso no es nada fácil. Verá, soy miembro del sector inglés del comité Medusa. ¿Le suena?

—Desde luego. Mire, ahora estamos a punto de irnos. ¿Le va bien mañana?

—Perfectamente. La conferencia es por la tarde. ¿Podría acudir por la mañana?

—¿Digamos a las diez? —preguntó el doctor Jacobs.

Convinieron la cita. Martin había tenido el buen juicio de evitar mencionar que no era en absoluto un físico nuclear, sino un arabista. No había necesidad de complicar las cosas.

Aquella noche, al otro lado del mundo, en Viena, Karim se acostó con Edith Hardenberg. Su seducción no fue ni apresurada ni torpe, sino que pareció seguir una velada de música de concierto y cena con perfecta naturalidad. Incluso mientras le conducía desde el centro de la ciudad a su apartamento en Grinzing, Edith trataba de convencerse a sí misma de que solo tomarían café y se darían un beso de despedida, aunque en lo más hondo de su ser sabía que estaba fingiendo.

Cuando él la abrazó y la besó suave pero persuasivamente, Edith no se resistió. Su anterior convicción de que protestaría pareció disiparse y no pudo impedirlo, ya que, en el fondo, no quería hacerlo.

Cuando la cogió en brazos y la llevó al minúsculo dormitorio, ella se limitó a apoyar la cabeza en su hombro y dejar que sucediera. Edith apenas notó que su recatado vestido se deslizaba al suelo. Los dedos de Karim tenían una destreza de la que habían carecido los de Horst, y la desnudaron sin tirones, sin tropezar con las dificultades de cremalleras y botones.

Edith todavía llevaba puestas las bragas cuando él se tendió a su lado bajo el bettkissen, el grande y blando edredón vienés, y el calor de su cuerpo joven era como el amor de la lumbre en una fría noche de invierno.

No sabía cómo actuar, por lo que cerró los ojos con fuerza y dejó que sucediera. Los labios y dedos suavemente inquisitivos del joven empezaron a despertar sus nervios adormecidos. Horst nunca había tenido semejantes atenciones. Le acometió el pánico cuando los labios masculinos se separaron de los suyos y fueron a otros lugares, a aquellas zonas prohibidas a las que su madre siempre se había referido como «ahí abajo». Intentó apartarle, protestando débilmente, consciente de que las oleadas que empezaban a recorrer la parte inferior de su cuerpo no eran correctas ni decentes, pero él se afanaba como un perro de aguas sobre una perdiz caída.

No hacía caso de las palabras que ella le repetía («Nein, Karim, da sollst du nicht»), hasta que las oleadas se convirtieron en una marejada. Edith era como un bote perdido en un océano desenfrenado. Cuando la última gran ola rompió sobre ella, experimentó una sensación con la que ni una sola vez en sus treinta y nueve años había tenido que apabullar a su confesor en la Votivkirche.

Entonces ella tomó la cabeza de Karim entre sus manos, le apretó la cara contra sus pequeños senos y le meció en silencio.

Karim le hizo el amor dos veces durante la noche, una poco después de medianoche y la otra en la negrura que antecede al alba, y en cada ocasión se mostró tan dulce y fuerte que el amor contenido de la mujer brotó al encuentro del suyo de una manera que ella jamás habría imaginado posible. Solo después de la segunda vez se atrevió a deslizar las manos por el cuerpo masculino mientras él dormía, maravillada por el lustre de la piel y la hondura del amor que le inspiraba.

Aunque desconocía por completo que a su invitado le interesaban otras cosas aparte de los estudios árabes, aquella mañana el doctor Maslowski insistió en llevar a Terry Martin a Livermore y evitarle el gasto de un taxi.

—Supongo que tengo en mi casa un invitado más importante de lo que pensaba —comentó durante el trayecto.

Martin protestó, asegurándole que se equivocaba, pero el profesor californiano conocía lo suficiente el laboratorio Lawrence Livermore para saber que no todo el mundo podía entrar allí sin más requisito que pedirlo por teléfono. Sin embargo, el doctor Maslowski, haciendo gala de discreción, se abstuvo de hacer más preguntas.

En la entrada de seguridad unos guardias uniformados examinaron el pasaporte de Martin, hicieron una llamada telefónica y les indicaron un sitio donde podían aparcar.

—Esperaré aquí —dijo Maslowski.

El aspecto exterior del laboratorio no está en consonancia con la actividad que se desarrolla en él. Se trata de un curioso conjunto de edificios ubicado en Vasco Road; algunos son modernos, pero muchos pertenecen a la época en que era una vieja base militar. Al conglomerado de estilos se añaden unos pabellones de residencia temporales que han llegado a hacerse permanentes entre los viejos barracones. Condujeron a Martin a unas oficinas en el lado del complejo que da a la East Avenue.

Por anodino que sea el aspecto de esos edificios, desde su interior un grupo de científicos controla la proliferación de la tecnología nuclear en el Tercer Mundo.

Jim Jacobs era algo mayor que Terry Martin, rondaba los cuarenta. Era doctor en filosofía y físico nuclear. Recibió a Martin en su despacho, que estaba atestado de papeles.

—Hace frío esta mañana. Apuesto a que creía usted que en California haría calor. Es lo que cree todo el mundo, pero en esta parte norte del estado el clima es distinto. ¿Le apetece un café?

—Sí, muchas gracias.

—¿Azúcar, leche?

—Solo, por favor.

El doctor Jacobs pulsó un botón del intercomunicador.

—¿Quieres traernos dos cafés, Sandy? El mío, como ya sabes. El otro, solo.

Sonrió a su visitante desde el otro lado de la mesa. No se molestó en mencionar que había hablado con Washington para confirmar el nombre del visitante inglés y su verdadera pertenencia a Medusa. Alguien en el sector americano del comité, a quien conocía, había examinado una lista y comprobado que Martin, efectivamente, era miembro del comité. Jacobs estaba impresionado, pues, por muy joven que pareciera el visitante, debía de tener una posición muy alta allá en Inglaterra. El americano lo sabía todo de Medusa, porque durante semanas él y sus colegas habían sido consultados acerca de Irak y habían dado toda la información que poseían, todos los detalles de una historia de estupidez y descuido por parte de Occidente que había estado a punto de permitir a Saddam Hussein la obtención de una bomba atómica.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó Jacobs.

Martin abrió su maletín.

—Sé que es una conjetura aventurada, pero supongo que ya ha visto usted esto.

Puso sobre la mesa una copia de una de las doce fotos de la fábrica de Tarmiya, la que Paxman le había dado aunque no debería haberlo hecho. Jacobs echó un vistazo a la foto y asintió.

—Sí, claro, hace tres o cuatro días nos llegó una docena de fotos como esta desde Washington. ¿Qué puedo decirle? No significan nada. No estoy en condiciones de añadir más de lo que he dicho a Washington. Jamás había visto unas instalaciones similares.

Entró Sandy, una rubia californiana rebosante de seguridad en sí misma, con la bandeja del café.

—Buenos días —le dijo a Martin.

—Ah, hola. ¿Las ha visto el director?

Jacobs frunció el entrecejo ante la suposición de que tal vez él no fuera lo bastante importante para tratar de aquel asunto.

—El director está esquiando en Colorado, pero las he sometido a algunos de los mejores cerebros con que contamos aquí y, créame, son muy buenos.

—Oh, estoy seguro de ello —dijo Martin. Había topado con otra pared. Se dijo que, al fin y al cabo, solo había sido una conjetura aventurada.

Sandy dejó las tazas de café sobre la mesa. Su mirada se posó en la foto.

—Vaya, otra vez esas fotografías —comentó.

—Sí, otra vez —dijo Jacobs, y sonrió burlonamente—. El doctor Martin cree que quizá alguien… mayor debería echarles un vistazo.

—Bueno, pues enséñaselas a Papá Lomax.

Dicho esto, la joven salió de la estancia.

—¿Quién es Papá Lomax? —preguntó Martin.

—Ah, no haga caso. Es un hombre que trabajó aquí, pero ahora está jubilado y vive solo en las montañas. Viene de vez en cuando, para recordar los viejos tiempos. Las chicas le adoran, les trae flores silvestres… Es un viejo de lo más curioso.

Tomaron el café, pero había poco más que decir y Jacobs tenía trabajo. Se disculpó una vez más por no poder serle de ayuda. Entonces acompañó al visitante hasta la puerta, se despidió de él y regresó a su despacho.

Martin aguardó unos segundos en el corredor y luego asomó la cabeza tras la puerta.

—¿Dónde podría encontrar a Papá Lomax? —preguntó a Sandy.

—No lo sé. Vive en las colinas y nunca ha ido nadie a visitarle.

—¿Tiene teléfono?

—No, las líneas telefónicas no llegan hasta allí, pero creo que tiene un teléfono portátil. La compañía de seguros insistió, porque él es muy anciano.

Su rostro denotaba la auténtica preocupación que solo los jóvenes californianos pueden mostrar por alguien de más de sesenta años. Examinó un índice y encontró un número. Martin lo anotó, le dio las gracias y se marchó.

A diez husos horarios de distancia, en Bagdad, era de noche. Mike Martin pedaleaba en su bicicleta hacia el noroeste, por la calle de Port Said. Acababa de pasar ante el viejo Club Británico, en el lugar antes llamado Southgate, y como le trajo recuerdos de adolescencia se volvió para mirarlo.

Su falta de atención estuvo a punto de ocasionar un accidente. Había llegado al borde de la plaza Nafura y siguió pedaleando sin mirar. Una gran limusina se acercaba por la izquierda y, si bien técnicamente no tenía preferencia de paso, era evidente que los dos motoristas que la acompañaban a ambos lados no iban a detenerse.

Uno de ellos viró bruscamente para evitar al torpe fellagha con una cesta de verduras en el asiento trasero, la rueda delantera de la moto golpeó la bicicleta y la derribó.

Martin cayó y quedó espatarrado en el suelo, rodeado por sus verduras. La limusina frenó, permaneció un instante detenida y pasó lentamente junto a él antes de acelerar.

Martin, de rodillas, alzó la vista justo en el momento en que el coche pasaba. El pasajero que iba en el asiento trasero miró por la ventanilla al patán que se había atrevido a retrasarle unos segundos.

Era el rostro frío de un hombre vestido con uniforme de general de brigada, delgado y áspero, con unos surcos a cada lado de la nariz que enmarcaban una boca de expresión rencorosa. En aquella fracción de segundo Martin reparó en los ojos: no eran fríos o coléricos, no estaban inyectados en sangre, no eran astutos, ni siquiera crueles, sino inexpresivos, absolutamente inexpresivos, como los ojos de la muerte. Un instante después el rostro detrás de la ventanilla había pasado de largo.

Mike no necesitó los susurros de los dos obreros que le levantaron del suelo y ayudaron a recoger sus verduras. Había visto aquel rostro antes, pero vagamente, en una borrosa foto que le mostraran en Riad semanas atrás. Acababa de ver al hombre más temido de Irak después del rais, tal vez más que este. Era aquel a quien llamaban Al Mu’azib el Atormentador, el que obtenía confesiones, el jefe de la AMAM, Omar Khatib.

A la hora de la comida Terry Martin llamó al número que le habían dado. No obtuvo respuesta, salvo el tono melifluo de la voz grabada que decía: «La persona a quien llama no está disponible o se encuentra fuera de alcance. Por favor, vuelva a llamar más tarde.»

Paul Maslowski había llevado a Martin a almorzar con sus colegas de facultad en el campus. La conversación fue animada y versó sobre temas académicos. Después de comer, camino de Barrows Hall, adonde le llevaba Kathlene Keller, la directora de estudios sobre Oriente Medio, llamó de nuevo pero tampoco esa vez obtuvo respuesta.

La conferencia se desarrolló de una manera satisfactoria. Había veintisiete estudiantes graduados que preparaban su doctorado, y a Terry le impresionó el nivel de todos ellos y su profunda comprensión de los trabajos que él había escrito sobre el califato que gobernó la Mesopotamia central en lo que los europeos llamaban la Edad Media.

Uno de los estudiantes se levantó para agradecerle que hubiera ido hasta allí para hablarles, y los demás aplaudieron. Terry Martin, ruborizado, les dio las gracias. Al salir de la sala vio un teléfono en la pared del vestíbulo. Esta vez respondió una voz áspera.

—¿Diga?

—Perdone, ¿es usted el doctor Lomax?

—Solo existe uno, amigo mío, y ese soy yo.

—Sé que le parecerá absurdo, pero he venido desde Inglaterra y me gustaría verle. Me llamo Terry Martin.

—Inglaterra, ¿eh? Eso está muy lejos. ¿Qué quiere usted de un viejo chalado como yo, señor Martin?

—Quisiera recurrir a su larga memoria y mostrarle algo. En Livermore me han dicho que usted ha trabajado ahí más que la mayoría y que lo ha visto prácticamente todo. Tengo algo que me gustaría enseñarle, pero es difícil explicarlo por teléfono. ¿Podría ir a verle?

—¿No será para hablarme de impuestos?

—No.

—¿O de una página central del Playboy?

—Me temo que no.

—Me ha despertado usted la curiosidad. ¿Conoce el camino?

—No. Si es tan amable de indicármelo, lo anotaré.

Papá Lomax le explicó cómo llegar a su residencia. Eran unas instrucciones complicadas que requirieron cierto tiempo. Martin las anotó con todo detalle.

—Mañana por la mañana —le dijo el físico jubilado—. Ahora es demasiado tarde y se perdería en la oscuridad. Necesitará un vehículo todoterreno.

La mañana del 27 de enero solo uno de los dos E-8A J-STAR que intervenían en la guerra del Golfo captó la señal. Los J-STAR eran todavía aparatos experimentales y su tripulación estaba compuesta, en su mayoría, por técnicos civiles. A principios de enero fueron trasladados a toda prisa desde su base en la planta Grumman de Melbourne a Arabia, por lo que tuvieron que dar la vuelta a medio mundo.

Aquella mañana, uno de los dos que habían partido de la base aérea militar de Riad volaba muy alto sobre la frontera iraquí, todavía dentro del espacio aéreo saudí, escrutando con su radar Norder enfocado hacia abajo y en sentido lateral a fin de cubrir más de 160 kilómetros del desierto occidental de Irak.

La señal era leve, pero indicaba metal que se movía lentamente, adentrándose en Irak; debía de tratarse de un convoy de dos o tres camiones como máximo. No obstante, eso era lo que estaba buscando el J-STAR, de modo que el comandante de la misión lo comunicó a uno de los AWACS que volaban en círculo sobre el extremo norte del mar Rojo y le dio la posición exacta del pequeño convoy iraquí.

En la carlinga del AWACS, el jefe de misión anotó el lugar preciso y buscó en los alrededores un aparato disponible para hacer una visita poco amistosa al convoy. Por entonces todas las operaciones en el desierto occidental estaban concentradas en la búsqueda de Scud, aparte de la atención prestada a las dos enormes bases aéreas iraquíes llamadas H2 y H3 que estaban situadas en aquellos desiertos. El J-STAR podría haber localizado una lanzadera móvil de misiles, aun cuando eso no era habitual durante el día.

El AWACS encontró dos F-15E Strike Eagle que se dirigían al sur desde el llamado «callejón de Scud», al norte.

Don Walker volaba a cinco mil metros tras una misión en las afueras de Al Qaim, donde él y su piloto de flanco, Randy Roberts, acababan de destruir una base fija de misiles que protegía a una de las fábricas de gas venenoso tomadas como blanco para su posterior destrucción.

Tras recibir la llamada, Walker comprobó el nivel de combustible. Era bajo. Para empeorar las cosas, después de haber lanzado las bombas guiadas por láser, los pilones bajo las alas solo contenían dos Sidewinder y dos Sparrow, que eran misiles aire-aire, por si tropezaban con cazas iraquíes.

En algún lugar al sur de la frontera esperaba pacientemente el avión nodriza que le habían asignado, y necesitaría hasta la última gota para regresar a Al Kharz. Aun así, la localización del convoy estaba solo a ochenta kilómetros y solo veinticuatro fuera de su rumbo previsto. Aun cuando no dispusiera de munición, ir a echar un vistazo no haría ningún daño.

Su piloto de flanco lo había oído todo, por lo que Walker hizo un gesto a través de la cubierta corrediza al piloto que volaba a ochocientos metros a su lado y los dos Eagle viraron hacia la derecha y descendieron en picado.

A 2.500 metros de altura pudo ver la fuente de la señal que había aparecido en la pantalla del J-STAR. No se trataba de una lanzadera de Scud, sino de dos camiones y dos BRDM-2, vehículos blindados ligeros de fabricación soviética con ruedas en vez de orugas.

Desde su altura podía ver mucho más que el J-STAR. Allá abajo, en un uadi profundo, había un solitario Land Rover. A 1.500 metros distinguió a los cuatro miembros del SAS británico alrededor del vehículo; parecían hormigas del mismo color pardo que el desierto. Lo que no podía ver eran los cuatro vehículos iraquíes colocados en forma de herradura a su alrededor ni los soldados que bajaban de la caja de los dos camiones para rodear el uadi.

Durante su estancia en Omán Don Walker había conocido a los hombres del SAS. Sabía que estaban actuando en los desiertos occidentales contra las lanzaderas de Scud, y varios miembros de su escuadrilla ya habían establecido contacto radiofónico con aquellas voces inglesas de extraño acento que estaban en tierra cuando los hombres del SAS se hallaban ante un blanco del que no podían ocuparse por sí mismos.

A novecientos metros vio a los cuatro británicos que alzaban la vista con curiosidad. Los iraquíes se encontraban a ochocientos metros de distancia. Walker apretó el botón de transmisión.

—Alineación a popa, encárgate de los camiones.

—Enseguida.

Aunque no le quedaban bombas ni cohetes, en el guante del ala derecha, al lado mismo de la toma de aire, había un cañón de 20 mm M-61-Al Vulcan, seis tubos rotatorios capaces de disparar su carga de 450 proyectiles a una velocidad impresionante. El proyectil de cañón de 20 mm tiene el tamaño de un plátano pequeño y estalla al producirse el impacto. Puede desbaratar los planes de quienes se ven atrapados en un camión o corren a campo traviesa.

Walker movió los conmutadores de «puntería» y «arma» y el dispositivo de puntería en la parte frontal de su casco le mostró los dos vehículos blindados directamente en la pantalla, más una cruz de puntería que indicaba que las desviaciones ya habían sido corregidas automáticamente.

El primer BRDM recibió un centenar de proyectiles de cañón y estalló. Walker alzó ligeramente la nariz y centró la cruz móvil en el plexiglás del dispositivo de puntería sobre la parte trasera del segundo vehículo. Vio que el depósito de combustible se incendiaba antes de sobrevolarlo, ascender y trazar un círculo hasta que el pardo desierto estuvo por encima de su cabeza. Continuando el giro, Walker hizo que el aparato descendiera de nuevo. El horizonte azul y pardo volvió a su posición habitual, con el desierto abajo y el cielo arriba. Los dos BRDM ardían envueltos en llamas, uno de los camiones estaba volcado y el otro convertido en chatarra. Los hombres, desde aquella altura figuras minúsculas, corrían frenéticamente para ponerse a cubierto entre las rocas.

Los cuatro hombres del SAS que permanecían dentro del uadi habían recibido el mensaje. Estaban a bordo de sus vehículos y avanzaban por el cauce seco, alejándose de la emboscada. Nunca sabrían quién les había descubierto y dado su posición, probablemente pastores nómadas, pero sabían quiénes acababan de salvarles la vida.

Los Eagle ascendieron, movieron las alas y pusieron rumbo a la frontera y el avión nodriza que les esperaba.

El suboficial al mando de la patrulla del SAS, un sargento llamado Peter Stephenson, alzó una mano para saludar a los aviones que se alejaban y musitó:

—No sé quiénes sois, amigos, pero estoy en deuda con vosotros.

Resultó que la señora Maslowski utilizaba un pequeño jeep Suzuki como coche utilitario y, aunque nunca lo había usado para ir a las colinas, insistió en prestárselo a Terry Martin. A pesar de que el vuelo a Londres estaba previsto a las cinco de la tarde, Terry salió temprano porque no sabía cuánto tiempo le llevaría su gestión. Dijo a la mujer que, como muy tarde, regresaría a las dos.

El doctor Maslowski tenía que volver a la facultad, pero dio a Martin un mapa detallado para que no se extraviara.

La carretera que conducía al valle del río Mocho le llevó más allá de Livermore, hasta Mines Road, que partía de Tesla.

Las últimas casas residenciales de las afueras de Livermore fueron quedando atrás a medida que el terreno se elevaba. Terry había tenido suerte con el tiempo. En esos parajes californianos el invierno nunca es tan frío como puede serlo en otros lugares de Estados Unidos, pero la proximidad del océano origina espesas nubes y súbitos bancos de niebla arremolinada. Aquel 27 de enero el cielo era azul y diáfano, el aire, sereno y frío.

A través del parabrisas veía el gélido pico de Cedar Mountain a lo lejos. Quince kilómetros después del desvío abandonó la carretera de las minas y enfiló un camino pegado a la ladera de una escarpada colina.

Abajo, en el valle, el Mocho se deslizaba entre las rocas, brillando al sol. La hierba a los lados del camino cedió el paso a una mezcla de artemisa y casuarina. En lo alto volaba un par de milanos, y el camino seguía a lo largo de las estribaciones de Cedar Mountain, adentrándose en el territorio virgen.

Walker pasó ante una granja solitaria de color verde, pero Lomax le había dicho que siguiera hasta el final del camino. Cinco kilómetros más allá encontró la cabaña, una construcción rústica con chimenea de piedra de la que salía una columna de humo azulado.

Se detuvo en el patio y bajó del vehículo. Desde un establo, una solitaria vaca de Jersey le miró con sus ojos aterciopelados. Desde el otro lado de la cabaña llegaban unos sonidos rítmicos; Martin dio la vuelta hasta la parte delantera y encontró a Papá Lomax sobre un risco desde el que se abarcaba el valle y el río, allá abajo.

Tenía setenta y cinco años y, a pesar de la preocupación de Sandy, parecía capaz de divertirse peleando con osos pardos. Medía metro ochenta y cinco y vestía unos tejanos sucios y camisa a cuadros. El viejo científico estaba partiendo troncos con tanta facilidad como si cortara pan.

El cabello blanco como la nieve le llegaba a los hombros y una barba marfileña de tres días le cubría el mentón. Del cuello abierto de su camisa brotaba más vello blanco, y no parecía sentir el frío, aunque Terry Martin agradecía el calor de su anorak acolchado.

—¿De modo que lo ha encontrado? Le he oído llegar —dijo Lomax, y partió un último tronco de un solo golpe. Entonces dejó el hacha y se acercó a su visitante. Se estrecharon la mano. Lomax señaló un tronco cercano y él se sentó en otro.

—El doctor Martin, ¿verdad?

—Pues sí.

—¿De Inglaterra?

—Sí.

Lomax se llevó la mano al bolsillo de la camisa, sacó una bolsa de tabaco y un librillo de papel de fumar y empezó a liar un cigarrillo.

—No será usted políticamente correcto, ¿verdad?

—No, creo que no.

Lomax soltó un gruñido de aparente aprobación.

—Tuve un médico políticamente correcto. Siempre me pedía a gritos que dejara de fumar.

Martin reparó en el tiempo pasado.

—¿Le dejó usted?

—No, él me dejó. Murió la semana pasada, a los cincuenta y seis. El estrés… ¿Qué le ha traído aquí?

Martin manipuló el contenido de su portafolio.

—Ante todo creo que debo pedirle disculpas, pues probablemente es una pérdida de su tiempo y del mío, pero quería que echara un vistazo a esto.

Lomax tomó la foto que le mostraba y la examinó.

—¿De veras es usted de Inglaterra?

—Sí.

—Menudo viaje para enseñarme esto.

—¿Lo reconoce?

—No faltaría más. Me pasé cinco años trabajando ahí.

Martin se quedó boquiabierto.

—¿Ha estado usted allí?

—He vivido allí durante cinco años.

—¿En Tarmiya?

—¿Dónde diablos está eso? Esto es Oak Ridge.

Martin tragó saliva varias veces.

—Escuche, doctor Lomax, esta fotografía ha sido tomada hace seis días por un caza de la Armada estadounidense que sobrevoló una fábrica bombardeada en Irak.

Lomax alzó la vista, sus ojos azules brillaron bajo las espesas cejas blancas, y miró de nuevo la foto.

—Hijo de puta —dijo finalmente—. Advertí a esos cabrones hace tres años. Escribí un informe advirtiendo de que esta es la clase de tecnología que le gustaría usar al Tercer Mundo.

—¿Y qué ocurrió con ese informe?

—Supongo que lo tiraron a la basura.

—¿Quiénes?

—Ya sabe, los intelectuales.

—¿Sabe usted qué son esos discos, esa especie de discos playeros que hay dentro de la fábrica?

—Claro, son calutrones. Esto es una réplica de la vieja instalación de Oak Ridge.

—¿Calu… qué?

Lomax alzó la vista de nuevo.

—¿No es usted doctor en ciencias, un físico?

—No, lo mío son los estudios árabes.

Lomax gruñó de nuevo, como si el hecho de no ser físico fuese una carga demasiado pesada para que un hombre la acarrease durante toda su vida.

—Calutrones. Es una abreviatura de ciclotrones californianos.

—¿Y qué se hace con ellos?

—EMIS, es decir, separación electromagnética de isótopos. En su lenguaje, refinan uranio 238 crudo para obtener uranio 235 apto para la bomba. ¿Dice usted que esto se encuentra en Irak?

—Sí, fue bombardeado por accidente hace una semana y al día siguiente tomaron esta foto. Nadie parece saber qué significa.

Lomax miró al otro lado del valle, dio una calada al pitillo y dejó que se disipara el penacho de humo azul.

—Hijo de puta —repitió—. Mire, señor, yo vivo aquí porque me da la gana, lejos de toda esa niebla de contaminación y ese tráfico… Me harté de eso hace años. No tengo televisor, pero sí una radio. Esto tiene que ver con ese hombre, Saddam Hussein, ¿verdad?

—Sí, en efecto. ¿Le importaría hablarme de los calutrones?

El viejo apagó la colilla y miró fijamente, no solo al otro lado del valle, sino a través de muchos años.

—Corría el año 1943. Eso es mucho tiempo, ¿eh? Casi cincuenta años. Antes de que usted naciera, antes de que hubiera nacido la mayoría de la gente que hoy vive. En aquel entonces unos cuantos tratábamos de hacer lo imposible: Éramos jóvenes, entusiastas, ingeniosos, y no sabíamos que era imposible. Así que lo hicimos.

»Estaban Fermi y Pontecorvo, de Italia; Fuchs, de Alemania; Niels Bohr, de Dinamarca; Nunn May, de Inglaterra, y otros. Y nosotros los yanquis: Urcy, Oppie y Ernest. Yo era muy joven. Solo tenía veintisiete años.

»Nos pasábamos la mayor parte del tiempo tanteando, haciendo cosas que nunca se habían intentado, probando otras que, según decían, eran imposibles. Teníamos un presupuesto que hoy no serviría para nada, así que trabajábamos día y noche, y tomábamos atajos. Era imprescindible, pues el tiempo de que disponíamos era tan escaso como el dinero. Y de alguna manera nos las arreglamos para conseguirlo en tres años. Desciframos los códigos e hicimos la bomba, Little Boy y Fat Man. Entonces la Fuerza Aérea las arrojó sobre Hiroshima y Nagasaki, y el mundo dijo que, después de todo, no deberíamos haberlo hecho. Lo malo es que, de no haber sido nosotros, lo habrían hecho otros. La Alemania nazi, la Rusia de Stalin…

—Los calutrones… —le sugirió Martin.

—Sí. ¿Ha oído hablar del proyecto Manhattan?

—Desde luego.

—Bien, en Manhattan teníamos muchos genios, dos en particular: Robert J. Oppenheimer y Ernest O. Lawrence. ¿Ha oído hablar de ellos?

—Sí.

—Creía usted que eran colegas y socios, ¿me equivoco?

—Supongo que lo eran.

—Pues no, eran rivales. Mire, todos sabíamos que la clave estaba en el uranio, el elemento más pesado del mundo, y en 1941 sabíamos que solo el isótopo más ligero, el 235, originaría la reacción en cadena que necesitábamos. El truco consistía en separar el cero coma siete por ciento del 235 escondido en alguna parte de la masa de uranio 238.

»Cuando Estados Unidos intervino en la guerra nos metieron prisa. Después de años de abandono, los altos mandos querían resultados inmediatos. La misma vieja historia de siempre. Así pues, intentamos separar esos isótopos de todas las maneras posibles.

»Oppenheimer se decantó por la difusión gaseosa: reducir el uranio a un fluido y luego a gas, el hexafluoruro de uranio, venenoso y corrosivo, difícil de manejar. La centrifugadora llegó más tarde; la inventó un austríaco al que habían capturado los rusos, que le obligaron a trabajar en Sukhumi. Antes de la centrifugadora la difusión gaseosa era lenta y difícil. Lawrence siguió la otra ruta, la separación electromagnética mediante aceleración de partículas. ¿Sabe lo que eso significa?

—Me temo que no.

—Básicamente consiste en acelerar los átomos hasta que alcanzan una velocidad enorme, y entonces se usan unos imanes gigantescos que les hacen tomar una curva. Dos coches de carreras toman velozmente una curva, un coche pesado y otro ligero. ¿Cuál de los dos acaba fuera de la pista?

—El pesado —dijo Martin.

—Exacto. Ese es el principio. Los calutrones dependen de unos imanes gigantescos que tienen unos seis metros de diámetro. Estos… —dio unos golpecitos con un dedo a los discos de la fotografía— son los imanes. El trazado es una réplica de mi vieja instalación en Oak Ridge, Tennessee.

—¿Por qué dejaron de utilizarlos si funcionaban? —preguntó Martin.

—Por la velocidad —respondió Lomax—. Oppenheimer ganó porque su sistema era más rápido, mientras que los calutrones eran lentos en extremo, y muy caros. Después de 1945, y aún más cuando los rusos liberaron a ese austríaco y vino aquí para mostrarnos su invento de la centrifugadora, la tecnología del calutrón fue abandonada y dejó de ser materia reservada. Puede usted conseguir todos los detalles y los planos en la Biblioteca del Congreso. Probablemente es eso lo que han hecho los iraquíes.

Los dos hombres permanecieron sentados en silencio durante varios minutos.

—Lo que usted está diciendo —sugirió Martin— es que Irak decidió usar la tecnología del Ford modelo T y, como todo el mundo daba por supuesto que se decidirían por un Fórmula Uno, nadie se dio cuenta.

—Lo ha comprendido, hijo. La gente se olvida de que el Ford modelo T puede ser viejo, pero funcionaba. Te llevaba a donde querías ir, podía trasladarte de A a B, y casi nunca se averiaba.

—Los científicos a los que mi gobierno y el suyo han consultado, doctor Lomax, saben que Irak tiene una cascada de centrifugadoras de difusión gaseosa en funcionamiento, cosa que ha hecho durante el año pasado, y otra está terminada pero probablemente aún no opera. Sobre esa base, calculan que Irak no puede disponer de suficiente uranio enriquecido, digamos treinta y cinco kilos, para una bomba.

—Eso es muy cierto —convino Lomax—. Con una cascada hace falta cinco años, tal vez más. Con dos cascadas, tres años como mínimo.

—Pero supongamos que han usado calutrones en tándem. Si usted fuese el director del programa atómico iraquí, ¿cómo lo haría?

—No de esa manera —dijo el viejo físico, y empezó a liar otro cigarrillo—. ¿No le han dicho en Londres que uno empieza con pasta amarilla, cuya pureza es del cero por ciento, y tiene que refinarla hasta el noventa y tres por ciento para conseguir la calidad necesaria para la bomba?

Martin recordó al doctor Hipwell, con su apestosa pipa en una habitación subterránea de Whitehall, diciendo lo mismo.

—Sí, me informaron.

—¿Pero no se molestaron en decirle que la mayor parte de ese tiempo se emplea en purificar la sustancia de cero a veinte? ¿No le dijeron que, a medida que la sustancia se purifica, el proceso se hace más rápido?

—No.

—Pues así es. Si yo tuviera calutrones y centrifugadoras no las usaría en tándem sino en secuencia. Metería el uranio básico en los calutrones para que pasara de cero a una pureza del veinte o quizá el veinticinco por ciento, y entonces lo usaría como alimentación para las nuevas cascadas.

—¿Por qué?

—Reduciría el tiempo de refinamiento en las cascadas en una décima parte.

Martin reflexionó mientras Papá Lomax daba caladas a su pitillo.

—Entonces ¿cuándo calcula que Irak dispondría de esos treinta y cinco kilos de uranio puro?

—Depende de cuándo empezaron a usar los calutrones.

Martin permaneció pensativo unos instantes. Después de que los cazas israelíes destruyeran el reactor iraquí en Osirak, Bagdad siguió dos caminos: la dispersión y la duplicación, diseminando los laboratorios por todo el país, de manera que fuese imposible bombardearlos todos de nuevo, y usando una técnica para la compra y la experimentación que cubría todos los ángulos. El bombardeo de Osirak tuvo lugar en 1981.

—Digamos que compraron los componentes en el mercado libre en 1982 y los montaron hacia 1983.

Lomax cogió una ramita del suelo, cerca de sus pies, y empezó a garabatear en el polvo.

—¿Esa gente ha tenido algún problema con el suministro de pasta amarilla, la sustancia básica de alimentación? —preguntó.

—No, tienen de sobra —respondió Martin.

—No me extraña —gruñó Lomax—. Hoy en día la maldita sustancia puede adquirirse en cualquier parte. —Al cabo de un rato tocó la foto con la rama—. En esta foto aparecen unos veinte calutrones. ¿Eso es todo lo que tenían?

—Puede que haya más, no lo sabemos. Supongamos que eso es todo lo que tenían en funcionamiento.

—Desde 1983, ¿no?

—En la suposición básica.

Lomax siguió garabateando en el polvo.

—¿Tiene el señor Hussein escasez de energía eléctrica?

Martin pensó en la central eléctrica de 150 megawatios en la arena del desierto y la sugerencia del Agujero Negro de que el cable conectaba subterráneamente con Tarmiya.

—No, no le falta corriente.

—A nosotros nos faltaba —dijo Lomax—. Los calutrones necesitan una enorme cantidad de energía eléctrica para funcionar. En Oak Ridge construimos la mayor central termoeléctrica del mundo, y aun así tuvimos que recurrir a la red de suministro público. Cada vez que poníamos en marcha los calutrones, se producía un apagón en todo Tennessee… las patatas fritas quedaban pastosas y las bombillas se fundían. Imagine lo que consumíamos. —Siguió garabateando con la ramita. Hacía un cálculo, lo raspaba y empezaba otro en el mismo espacio de tierra polvorienta—. Vamos a ver. ¿Tiene escasez de alambre de cobre?

—No, eso también han podido comprarlo en el mercado libre.

—Esos imanes gigantescos tienen que estar envueltos en miles de kilómetros de alambre de cobre —dijo Lomax—. Durante la guerra no podíamos conseguirlo, pues era necesario hasta el último gramo para la producción de material bélico. ¿Sabe lo que hizo Lawrence?

—No tengo la menor idea.

—Pidió que le prestaran todos los lingotes de plata de Fort Knox y los fundió para fabricar alambre. Funcionó con la misma eficacia. Al final de la guerra tuvimos que devolverlo todo a Fort Knox. —Soltó una risita—. Menudo jaleo. —Por fin terminó sus cálculos y se enderezó—. Si montaron veinte calutrones en 1983 y pasaron por ellos la pasta amarilla hasta 1989, entonces cogieron el uranio con una pureza del treinta por ciento y alimentaron con él la cascada de centrifugadoras durante un año. En ese caso dispondrían de treinta y cinco llaves de uranio con la pureza necesaria para fabricar bombas… en noviembre.

—El próximo noviembre —dijo Martin.

Lomax se levantó, cogió por los brazos a su visitante y lo puso de pie.

—No, hijo, en noviembre pasado.

Mientras emprendía el viaje de regreso, Martin consultó su reloj. Era mediodía, las ocho de la tarde en Londres. Paxman habría salido de su despacho y estaría en casa. No tenía su número de teléfono particular.

Podía esperar doce horas en San Francisco o coger un avión. Se decidió por lo último. A las once de la mañana del 28 de enero aterrizó en Heathrow, y a las doce y media estaba con Paxman. Hacia las dos de la tarde Steve Laing se entrevistaba urgentemente con Harry Sinclair en la embajada, en Grosvenor Square, y una hora después el director de la estación londinense de la CIA hablaba a través de una línea directa y de máxima seguridad con el subdirector de operaciones, Bill Stewart.

La mañana del 30 de enero Bill Stewart estuvo por fin en condiciones de presentar un informe completo al director de la Agencia Central de Inteligencia, William Webster.

—Lo hemos confirmado —dijo el ex juez de Kansas—. He enviado agentes a esa cabaña cerca de Cedar Mountain y el viejo Lomax lo corrobora todo. También hemos examinado su informe original… Estaba archivado. Los documentos de Oak Ridge confirman que esos discos son calutrones…

—¿Cómo diablos ha podido ocurrir? —preguntó el director de la CIA—. ¿Cómo es posible que nadie se diese cuenta antes?

—Bueno, probablemente ha sido una idea de Jaafar al Jaafar, el jefe del programa nuclear iraquí. Además de estudiar en Harwell, Inglaterra, también se adiestró en el CERN, en las afueras de Ginebra. En un acelerador de partículas gigantes.

—¿Y qué?

—Los calutrones son aceleradores de partículas. Sea como fuere, toda la tecnología de los calutrones dejó de ser materia reservada en 1949. Desde entonces ha estado al alcance de cualquiera que quisiese examinarla.

—Y los calutrones… ¿dónde los compraron?

—Los adquirieron por piezas, sobre todo en Austria y Francia. Las compras no despertaron sospechas debido al carácter anticuado de la tecnología. La planta fue construida por yugoslavos contratados. Estos dijeron que necesitaban planos para la construcción, así que los iraquíes se limitaron a facilitarles los planos de Oak Ridge… Por eso Tarmiya es una réplica.

—¿Cuándo ocurrió todo eso? —preguntó el director.

—En 1982.

—Así pues, ese agente, ¿cómo se llama…?

Jericó.

—¿Lo que decía no era mentira?

Jericó se limitó a informar de lo que afirmaba haber oído de boca de Saddam Hussein en una conferencia a puerta cerrada. Me temo que ya no podemos descartar la conclusión de que esta vez el hombre decía realmente la verdad.

—¿Y hemos cortado la relación con Jericó?

—Pedía un millón de dólares por esta información. Jamás hemos pagado una cifra semejante, y en aquel momento…

—Por el amor de Dios, Bill, es barato comparado con lo que está en juego.

El director de la Agencia Central de Inteligencia se levantó y fue a la ventana panorámica. Ahora los álamos estaban desnudos, al contrario que en agosto, y el Potomac recorría el valle camino del mar.

—Bill, quiero que envíe de nuevo a Chip Barber a Riad. Que vea si existe alguna manera de reanudar el contacto con ese Jericó…

—Existe un conducto, señor, un agente británico que está en Bagdad y puede pasar por árabe. Pero hemos sugerido a los de Century que lo saquen de allí.

—Recemos para que no lo hayan hecho, Bill. Necesitamos contactar de nuevo con Jericó. No importa lo que cueste, autorizaré los pagos. Dondequiera que esté escondido ese artefacto, tenemos que descubrirlo y destruirlo a bombazos antes de que sea demasiado tarde.

—Sí, señor. Otra cosa… ¿Quién se lo dirá a los generales?

El director suspiró.

—Dentro de un par de horas me reuniré con Colin Powell y Brent Scowcroft.

«Mejor tú que yo», se dijo Stewart mientras salía del despacho.