Karim acudió al piso de Edith Hardenberg en Grinzing para cenar con ella aquella misma noche. Se dirigió al barrio en autobús y llevó consigo regalos: un par de velas aromáticamente perfumadas que colocó y encendió sobre la pequeña mesa en la habitación habilitada como comedor, y dos botellas de buen vino.
Edith le franqueó la entrada, sonrojada y azorada como de costumbre, y volvió a ocuparse del schnitzel vienés que estaba preparando en su minúscula cocina. Hacía veinte años que no cocinaba para un hombre, y la experiencia le parecía intimidante pero también, para su sorpresa, excitante.
Al llegar, Karim la había saludado con un casto beso en la mejilla, lo cual la turbó aún más. Luego rebuscó en la discoteca, extrajo el Nabuco de Verdi y lo puso en el tocadiscos. Pronto un aroma de velas, almizcle y pachuli se unió a las suaves cadencias del coro de los esclavos, esparciéndose por el apartamento. Este era tal como le había dicho que sería el equipo neviot que lo había allanado semanas antes, muy pulcro y ordenado, limpio en extremo, como correspondía al piso de una dama exigente que vivía sola.
Cuando la comida estuvo lista, Edith la sirvió deshaciéndose en excusas. Karim se llevó un bocado de carne a la boca y dijo que era la mejor que había probado jamás. La turbación de la mujer aumentó, aunque se sentía plenamente satisfecha.
Mientras cenaban hablaron de temas culturales, de su proyectada visita al palacio de Schonbrun y a ver los extraordinarios caballos Lippizzaner en la Hofreitschule, la Escuela Española de Equitación en el Hofburg de la Josefplatz.
Edith comía con la misma precisión que hacía todo lo demás, como un pájaro que picotea un bocado. De acuerdo a su invariable costumbre llevaba el cabello peinado hacia atrás, recogido en un severo moño.
A la luz de las velas, pues Karim había apagado la lámpara demasiado brillante que pendía del techo, el joven moreno era apuesto y tan cortés como siempre. Le servía vino continuamente, por lo que ella consumió mucho más que el vasito que se permitía tomar de vez en cuando.
El efecto de la comida, el vino, las velas, la música y la compañía del joven amigo corroían lentamente las defensas de Edith Hardenberg.
Karim se inclinó hacia delante sobre los platos vacíos y la miró a los ojos.
—Edith…
—¿Qué?
—¿Puedo preguntarte algo?
—Si lo deseas.
—¿Por qué llevas el cabello recogido de esa manera?
Era una pregunta impertinente, personal. Ella se ruborizó todavía más.
—Pues… siempre lo he llevado así.
Pero eso no era cierto. Recordaba aquel verano de 1970 junto a Horst, cuando el cabello castaño le caía espeso alrededor de los hombros, la época en que el viento del lago lo hacía ondear en el Schlosspark de Laxenburg.
Karim se levantó sin decir nada y se puso detrás de ella. Edith sintió un pánico creciente. Aquello era ridículo. Los hábiles dedos del joven extrajeron la peineta de carey que sujetaba el moño. Ella se dijo que debía detenerle. Notó que él retiraba las horquillas y el cabello liberado le caía sobre la espalda. Permaneció rígidamente sentada en la silla. Los mismos dedos alzaron su cabello y lo llevaron hacia delante para que cayera a ambos lados de la cara.
Karim permaneció a su lado y ella alzó la vista. Él tendió ambas manos y sonrió.
—Así está mejor. Pareces diez años más joven y más bonita. Sentémonos en el sofá. Elige tu música favorita mientras yo preparo el café, ¿de acuerdo?
Sin esperar a que ella le diera permiso, cogió sus pequeñas manos y la obligó a ponerse de pie. Entonces le soltó una mano y la condujo fuera del minúsculo comedor, a la sala de estar. Le soltó la otra mano y se dirigió a la cocina.
Cuando liberó su mano, Edith se sintió aliviada, porque estaba temblando de la cabeza a los pies. La suya era una amistad platónica… Claro que él no la había tocado de veras. Por supuesto, ella jamás permitiría que algo así ocurriese.
Vio su imagen reflejada en un espejo que colgaba de la pared, sus mejillas ruborizadas, el cabello alrededor de los hombros, cubriéndole las orejas, enmarcando su cara, y creyó tener un atisbo de una muchacha a la que había conocido veinte años atrás.
Se sobrepuso a su nerviosismo y eligió un disco. Le encantaba Strauss, las notas de cuyos valses se conocía una por una. Rosas del sur, Bosques de Viena, Los patinadores, el Danubio… Gracias a Dios que él estaba en la cocina y no vio que el disco a punto estuvo de caérsele cuando se disponía a colocarlo en el plato giratorio. Él no parecía tener dificultad alguna para encontrar el café, el agua, los filtros, el azúcar…
Cuando Karim regresó a la sala, ella se sentó en un extremo del sofá, con las rodillas juntas y la taza de café sobre el regazo. Quería hablar del nuevo concierto programado en el Musikverein para la próxima semana, pero no le salían las palabras. Se limitó a tomar su café a pequeños sorbos.
—Edith, por favor, no tengas miedo de mí —le susurró él—. Soy tu amigo, ¿no?
—No seas tonto. Claro que no te tengo miedo.
—Me alegro, porque, ¿sabes?, jamás te haría ningún daño.
Un amigo… Sí, eran amigos, y su amistad había nacido del mutuo amor por la música, el arte, la ópera, la cultura. Nada más, sin duda. Pero la distancia entre un amigo y un amante era muy corta. Ella sabía que las demás secretarias del banco tenían maridos y novios, las veía excitadas antes de ir a una cita, oía sus risitas en el vestíbulo a la mañana siguiente, sabía que se compadecían de ella porque estaba tan sola.
—Eso es Rosas del sur, ¿verdad? —preguntó él.
—Sí, claro.
—Creo que es mi vals favorito.
—El mío también. —Habían vuelto a la música, así estaba mejor.
Él le cogió la taza de café del regazo y la depositó al lado de la suya sobre la mesita. Entonces se levantó, la cogió de las manos e hizo que se pusiera de pie.
—¿Qué…?
La mano izquierda del joven había cogido su derecha, mientras un brazo fuerte y persuasivo le rodeaba la cintura, haciéndola girar suavemente sobre el parquet en el breve espacio entre los muebles, bailando un vals.
Gidi Barzilai le había conminado a que pasara a una fase más agresiva y no siguiera perdiendo el tiempo. ¿Qué sabía él? Nada. Primero la confianza, luego la caída. Karim mantenía la mano derecha en la parte superior de la espalda de Edith.
Cuando giraron, separados todavía por varios centímetros, Karim se acercó más al hombro sus manos entrelazadas, y con el brazo derecho aproximó a Edith hacia él. Fue un movimiento imperceptible.
El rostro de Edith quedó contra el pecho de Karim, y tuvo que volverlo a un lado. Sus pequeños pechos rozaban el cuerpo del joven, y percibió de nuevo aquel aroma masculino.
Ella se apartó sin que él se lo impidiera. Karim soltó la mano derecha y con la izquierda le alzó el mentón. Entonces la besó mientras bailaban.
No fue un beso lascivo. Mantuvo los labios juntos y no hizo esfuerzo alguno por separar los de ella. En la mente de la mujer se atropellaban los pensamientos y las sensaciones, era como un avión descontrolado que desciende en picado. Las protestas se alzaban en su interior pero caían antes de que pudiera expresarlas. El banco, Gemütlich, su reputación, la juventud de él, el hecho de que fuese extranjero, la diferencia de edad, el calor, el vino, el aroma, la fuerza, los labios. La música se detuvo.
Si él hubiera hecho algo más, Edith le habría echado del piso. Karim separó sus labios de los de ella y le inclinó la cabeza suavemente hasta que descansó sobre su pecho. Permanecieron así, inmóviles en el apartamento silencioso durante varios segundos.
Fue ella quien se separó. Volvió al sofá y tomó asiento, con la mirada perdida. Él se arrodilló ante ella y le cogió ambas manos.
—¿Estás enfadada conmigo, Edith?
—No deberías haber hecho eso —replicó ella.
—No tenía intención de hacerlo, te lo juro. No he podido evitarlo.
—Creo que deberías irte.
—Edith, si estás enfadada conmigo y quieres castigarme, solo puedes hacerlo de una manera: negándote a que volvamos a vernos.
—No sé, no estoy segura.
—Por favor, dime que me dejarás verte de nuevo.
—Supongo que sí.
—Si me dices que no, abandonaré el curso y regresaré a casa. Si no quieres verme, me resultará imposible vivir en Viena.
—No seas tonto, debes estudiar.
—Entonces ¿volveremos a vernos?
—De acuerdo.
Él se marchó al cabo de cinco minutos. Edith apagó las luces, se puso su recatada camisa de dormir, se lavó la cara y los dientes y se acostó.
Permaneció tendida en la oscuridad con las rodillas dobladas cerca del pecho. Al cabo de dos horas hizo algo que no había hecho durante muchos años. Sonrió en la oscuridad. Una idea loca pasaba por su mente una y otra vez, y no le importaba. «Tengo un novio. Es diez años más joven que yo, estudiante, extranjero, árabe y musulmán. Y no me importa.»
Aquella noche, el coronel Dick Beatty, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, estaba de servicio en el sótano del edificio que se alzaba en la carretera del Antiguo Aeropuerto, en Riad.
La actividad en el Agujero Negro era incesante, y mucho más intensa desde los primeros días de la batalla aérea.
El plan maestro del general Chuck Horner estaba sufriendo los efectos del trastorno producido por la desviación de centenares de aviones de combate para atacar las lanzaderas de Scud en vez de los objetivos que se les había asignado previamente.
Cualquier general en campaña confirmará que el plan puede diseñarse hasta en sus detalles más nimios, pero cuando llega la hora de la verdad, las cosas no suceden exactamente como se habían previsto.
La crisis causada por los cohetes lanzados contra Israel se estaba revelando como un problema grave. Tel Aviv clamaba a Washington y desde allí clamaban a Riad. La diversión de todos aquellos aparatos de combate para eliminar las elusivas lanzaderas móviles era el precio que el gobierno estadounidense tenía que pagar para impedir que Israel emprendiera una acción de represalia, y las órdenes de Washington no podían ser discutidas. Todo el mundo advertía que Israel estaba perdiendo la paciencia, y su intervención en la guerra resultaría desastrosa para la frágil Coalición ahora alineada contra Irak, pero el problema seguía siendo de envergadura.
Los objetivos inicialmente programados para el tercer día estaban siendo pospuestos por falta de aviones, lo cual tenía un efecto de dominó. Un problema adicional residía en que aún no era posible llevar a cabo una reducción de BDA, pues era esencial y tenía que hacerse en cualquier circunstancia. La alternativa podría ser espantosa.
Las siglas BDA corresponden a «evaluación de los daños causados por los bombardeos», una evaluación crucial porque los técnicos del Agujero Negro tenían que conocer el grado o la falta de éxito de la oleada de ataques aéreos efectuados cada jornada. Si en la orden de misiones aéreas figuraba un importante centro de mando iraquí, un emplazamiento de radar o una batería de misiles, sería debidamente atacado. Pero, ¿quedaba destruido? En ese caso, ¿hasta qué punto? ¿El diez por ciento, el quince por ciento o un montón de escombros humeantes?
Asumir sin más que la base aérea iraquí había sido destruida era contraproducente. Al otro día los confiados aviones aliados podían dirigirse hacia otro objetivo sobrevolando aquella zona sin lanzar sus bombas. Si la base seguía en funcionamiento, los pilotos corrían peligro de muerte.
Así pues, las misiones se realizaban a diario y cuando los fatigados pilotos regresaban a la base se les pedía que describieran exactamente lo que habían hecho y qué objetivos habían alcanzado… o creían haber alcanzado. Al día siguiente otros aviones volaban con precaución sobre los objetivos y los fotografiaban.
De esta manera, durante las tres primeras jornadas planeadas en la orden de misiones aéreas, el menú original de objetivos diarios tenía que incluir las misiones de «segunda visita» para finalizar las tareas realizadas solo parcialmente.
El 20 de enero, cuarto día de la batalla aérea, oficialmente las fuerzas aéreas aliadas no habían destruido por completo las plantas industriales señaladas como fábricas de armamento de destrucción masiva. Todavía se estaban concentrando en la llamada SEAD, esto es, supresión de las defensas aéreas del enemigo.
Aquella noche el coronel Beatty estaba preparando la lista de las misiones de reconocimiento fotográfico que tendrían lugar al día siguiente, basándose en la información obtenida en el transcurso de las sesiones informativas con los oficiales de Inteligencia del escuadrón.
A medianoche casi había terminado y las primeras órdenes ya iban camino de las diversas escuadrillas que al amanecer partirían en misiones de reconocimiento fotográfico.
—Y luego tenemos este, señor.
Quien hablaba era un suboficial de la Armada estadounidense que estaba a su lado. El coronel examinó el objetivo.
—¿A qué se refiere… a Tarmiya?
—Eso es lo que dice, señor.
—Pero ¿dónde diablos está Tarmiya?
—Aquí, señor.
El coronel miró el mapa aéreo. Aquel emplazamiento no significaba nada para él.
—¿Radar? ¿Misiles? ¿Base aérea? ¿Puesto de mando?
—No, señor, una instalación industrial.
El coronel estaba fatigado. La noche había sido larga y el trabajo continuaría hasta el alba.
—Por el amor de Dios, todavía no hemos empezado con las instalaciones industriales. En fin, deme la lista.
Deslizó su mirada por la lista: estaban incluidas todas las instalaciones industriales que, hasta donde alcanzaba el conocimiento de los aliados, se dedicaban a la producción de armamento de destrucción masiva. Había fábricas de las que se sabía que producían obuses, explosivos, vehículos, piezas de artillería y repuestos para carros de combate.
En la primera categoría figuraban Al Qaim, As Sharqat, Tuwaitha, Falujah, Hillah, Al Atheer y Al Furat. El coronel no podía saber que en esa lista faltaba Rasha-dia, donde los iraquíes habían instalado su segunda cascada centrifugadora para producir uranio enriquecido, el problema que eludía a los expertos del comité Medusa. Esa planta, descubierta por las Naciones Unidas mucho más tarde, no estaba enterrada sino disfrazada como una planta embotelladora de agua.
El coronel Beatty tampoco podía saber que Al Furat era el lugar donde estaba enterrada la primera cascada de uranio, la única visitada por el doctor alemán Stemmler «en algún lugar cerca de Tuwaitha» y que su posición exacta había sido revelada por Jericó.
—No veo ninguna Tarmiya —gruñó.
—No, señor, no está ahí —dijo el suboficial.
—Deme la referencia de la cuadrícula.
Nadie podía esperar que los analistas memorizasen centenares de confusos nombres árabes, tanto más cuanto que en ciertos casos un solo nombre cubría diez objetivos distintos, por lo que a todos los blancos se les daba una referencia en una cuadrícula, conocida como Sistema de Posicionamiento Global, que las concretaba en doce dígitos, un cuadrado de cincuenta metros de lado.
Al bombardear la enorme fábrica de Tarmiya, Don Walker había anotado esa referencia, que estaba adjunta al informe presentado una vez concluida la misión.
—No está aquí —protestó el coronel—. Ni siquiera es un puñetero objetivo. ¿Quién lo atacó?
—Un piloto del 336 de Al Kharz. Perdió los dos primeros blancos asignados, aunque no por culpa suya. Supongo que no quería regresar a la base sin haber lanzado un solo proyectil.
—Gilipollas —masculló el coronel—. En fin, páselo a BDA de todos modos, pero con una prioridad baja. No gaste película en eso.
El capitán de corbeta Darren Cleary estaba sentado a los mandos de su Tomcat F-14. Se sentía profundamente frustrado.
Debajo de él, la gran mole gris del portaaviones USS Ranger tenía la proa contra la ligera brisa y navegaba a 27 nudos. El mar en el norte del Golfo estaba sereno en aquellos momentos previos al amanecer, y el cielo no tardaría en volverse brillante y azul. Debería haber sido un día de placer para un joven piloto de la Armada a bordo de uno de los mejores cazas del mundo.
El Tomcat, aparato de dos aletas de cola y con dos tripulantes, apodado el Defensor de la Flota, es más popular que otros aviones porque tuvo un papel estelar en la película Top Gun. Su carlinga ofrece probablemente el asiento más codiciado en la aviación de combate estadounidense, y ciertamente en los efectivos aéreos de la Armada, y estar ante los controles de semejante aparato en un día tan agradable, una semana después de su llegada al Golfo, debería haber hecho muy feliz a Darren Cleary. El motivo de su frustración era que no le habían asignado una misión de combate sino una BDA, consistente en tomar «alegres fotos», como dijo al quejarse la noche anterior. Había suplicado al oficial de operaciones del escuadrón que le dejara ir en busca de los Mig iraquíes, pero fue en vano.
—Alguien tiene que hacerlo —replicó el oficial. Como todos los pilotos de élite entre las fuerzas aliadas en la guerra del Golfo, temía que los reactores enemigos desaparecieran de los cielos al cabo de pocos días, poniendo fin a toda posibilidad de enfrentarse a ellos.
Así pues, se sentía mortificado porque le había «herido una bomba de fragmentación», como solían decir los pilotos cuando se les asignaba una misión de reconocimiento fotográfico.
Detrás de él y su oficial de vuelo, dos reactores General Electric retumbaban mientras la tripulación de cubierta fijaba el aparato en la catapulta a vapor, sobre la cubierta de vuelo ladeada, con el morro ligeramente desviado de la línea central del Ranger. Cleary aguardaba, aferrando el acelerador con la mano izquierda y la palanca de mando con la derecha, mientras se hacían los últimos preparativos. Tras la concisa pregunta, el gesto de asentimiento y la gran acometida de potencia al mover el acelerador hacia delante, accionando el quemador auxiliar, la catapulta lanzó el aparato de casi cuatro toneladas y media con sus tripulantes, alcanzando los 150 nudos en tres segundos.
El acero gris del Ranger se desvaneció a sus espaldas, el oscuro mar se deslizó debajo, y el Tomcat buscó la acometida del aire a su alrededor, sintió su apoyo y ascendió suavemente hacia el firmamento cada vez más claro.
Sería una misión de cuatro horas, durante las cuales repostaría en vuelo dos veces. La tarea del piloto consistía en fotografiar doce objetivos, y no estaría solo. Delante de él volaba ya un A-6 Avenger con bombas orientadas por láser, por si se encontraba con Triple A, en cuyo caso el Avenger enseñaría a los artilleros iraquíes a estarse quietos. Un EA-6B Prowler lo acompañaba en la misma misión, armado con HARM por si topaban con un emplazamiento de misiles SAM orientados por radar. El Prowler podría usar sus HARM para destruir el radar, en tanto que el Avenger utilizaría sus LGB contra los misiles.
En caso de que se presentara la Fuerza Aérea iraquí, otros dos Tomcat patrullarían por encima y a los lados del fotógrafo, dotados de potentes radares aéreos AWG-9 capaces de percibir la entrepierna del piloto iraquí bajo las sábanas antes de que saltara de la cama. Todo ese conjunto de metal y tecnología servía para proteger lo que colgaba por debajo y detrás de los pies de Darren Cleary, la «vaina» de un Sistema de Reconocimiento Táctico Aéreo, más conocido por sus siglas TARPS.
El TARPS, que pendía ligeramente a la derecha de la línea central del Tomcat, parecía un ataúd estilizado de cinco metros de largo y bastante más complicado que una Pentax de las que usan los turistas.
En el extremo tenía una potente cámara automática con dos posiciones: adelante y abajo o directamente abajo. Detrás estaba la cámara panorámica que miraba hacia fuera, a los lados y abajo. Por detrás de esa cámara se encontraba el dispositivo de reconocimiento con infrarrojos, diseñado para grabar las imágenes térmicas y su fuente. En caso necesario, el piloto podía ver en una pantalla ubicada dentro de la carlinga lo que estaba fotografiando mientras lo sobrevolaba.
Darren Cleary ascendió a 4.500 metros, se encontró con los aviones de escolta y juntos avanzaron hasta conectar con el avión nodriza KC-135 que les había sido asignado y aguardaba justo al sur de la frontera de Irak.
Sin haber sido molestado por la resistencia iraquí, el piloto fotografió los once blancos principales que le habían asignado, y entonces viró sobre Tarmiya para fotografiar el objetivo de interés secundario, el decimosegundo.
Cuando estaba sobre Tarmiya, echó un vistazo a la pantalla que le permitía ver lo que estaba fotografiando y murmuró: «¿Qué coño es eso?» En aquel preciso momento se terminó la última de las 750 exposiciones que llevaba en cada una de las dos cámaras principales.
Tras repostar por segunda vez, los aparatos de la misión aterrizaron en el Ranger sin incidentes. El equipo de cubierta descargó las cámaras y las llevó al laboratorio para revelarlas.
Cleary informó sobre la misión y luego fue a la mesa luminosa con el oficial de Inteligencia. Pusieron los negativos sobre la superficie de vidrio con luz blanca debajo y Cleary fue explicando a qué correspondía cada exposición. El oficial de Inteligencia tomaba notas para su propio informe, al que añadiría el de Cleary y las fotos.
Cuando llegaron a las veinte últimas exposiciones, el oficial de Inteligencia le preguntó:
—¿Qué es esto?
—No me lo pregunte —respondió Cleary—. Son de ese objetivo de Tarmiya, ¿recuerda? El que Riad añadió en el último momento.
—Sí, claro, pero ¿qué son esas cosas dentro de la fábrica?
—Parecen discos voladores playeros para gigantes —sugirió Cleary, dubitativo.
La frase era por demás gráfica y el oficial de Inteligencia la incorporó a su informe, en el que indicó que no tenía la menor idea de qué era aquello. Una vez completado el material, un Lockheed S-3 Viking despegó de la cubierta del Ranger y llevó el paquete a Riad. Darren Cleary volvió a las misiones de combate aéreo; nunca se batió con los elusivos Mig y a finales de abril de 1991 abandonó el Golfo con el USS Ranger.
Herr Gemütlich estaba muy preocupado por el estado en que se encontraba su secretaria personal aquella mañana. La mujer se mostraba tan cortés y formal como siempre y tan eficiente como se le podía exigir que lo fuese, y herr Gemütlich exigía mucho. No era un hombre excesivamente sensible y al principio no notó nada, pero cuando su secretaria entró por tercera vez en su despacho para recoger una carta, observó en ella algo fuera de lo corriente.
No se trataba de despreocupación, desde luego, ni, por supuesto, de frivolidad, cosas que él jamás habría tolerado. Se trataba más bien de su aspecto. Cuando entró por tercera vez la observó con más atención mientras ella, con la cabeza inclinada sobre el bloc, tomaba nota de lo que le dictaba.
Vestía como siempre un traje formal y pasado de moda, con el dobladillo de la falda por debajo de las rodillas, y seguía llevando el cabello recogido en un moño detrás de la cabeza… la cuarta vez el banquero observó horrorizado que Edith Hardenberg se había maquillado, si bien con suma discreción. Se apresuró a comprobar si también se había pintado los labios y se sintió aliviado al ver que no había rastro alguno de carmín.
Razonó que quizá se engañaba a sí mismo. Corría el mes de enero y era posible que el frío le hubiera agrietado la piel. Sin duda los polvos eran para suavizar la irritación. Pero había algo más.
Los ojos de la señorita Hardenberg… Su jefe pidió al cielo que no se tratara de rímel. Volvió a mirarla y se cercioró. Estaba seguro de que se había equivocado. A la hora del almuerzo, cuando extendió la servilleta de lino sobre la carpeta con secante para comer los bocadillos que la sumisa frau Gemütlich le preparaba cada día, se le ocurrió la solución.
Los ojos de su secretaria brillaban, y no podía deberse al tiempo invernal, pues llevaba ya cuatro horas bajo techo. El banquero dejó el bocadillo a medio comer y recordó haber visto el mismo síndrome entre algunas de las secretarias más jóvenes poco antes de la hora de irse a casa el viernes por la noche.
Era felicidad. Edith Hardenberg se sentía feliz. Ahora Gemütlich se dio cuenta de que se le notaba en la manera de andar, de hablar, de mirar. Llevaba así toda la mañana… eso y el atisbo de maquillaje. Era suficiente para turbar profundamente al banquero. Confió en que la mujer no hubiera gastado dinero.
Las «alegres fotografías» tomadas por el capitán de corbeta Darren Cleary llegaron a Riad por la tarde, formando parte del torrente de nuevas imágenes que irrumpía a diario en el cuartel general del CENTAE.
Algunas de las imágenes habían sido tomadas por los satélites KH-11 y KH-12 desde el espacio y presentaban tomas de grandes dimensiones, amplios ángulos, la totalidad de Irak. Si no mostraban variación alguna con respecto a las imágenes tomadas el día anterior, se archivaban.
Existían también otras imágenes obtenidas en las constantes misiones de reconocimiento fotográfico, efectuadas a bajo nivel por los TR-1. Algunas mostraban actividad iraquí, militar o industrial, completamente nueva: movimiento de tropas, aviones de combate que rodaban por pistas en las que antes no habían estado, lanzaderas de misiles en nuevos emplazamientos. Estas imágenes se pasaban a la sección de Análisis de Objetivos.
Las fotos tomadas desde el Tomcat del Ranger estaban destinadas a la sección de Evaluación de Daños por Bombardeo. Fueron filtradas a través del Granero, el grupo de tiendas verdes ubicado en el extremo de la base aérea militar, y entonces, una vez debidamente etiquetadas e identificadas, fueron enviadas carretera abajo al Agujero Negro, en cuya sección de BDA aterrizaron.
El coronel Beatty entró de servicio a las siete de aquella tarde. Trabajó durante dos horas, examinando las fotos de una instalación de misiles (parcialmente destruida, pues dos baterías habían quedado aparentemente intactas) y un centro de comunicaciones (reducido a escombros) más una serie de hangares rígidos que albergaban a los Mig, Mirage y Sukhoi iraquíes (destrozados).
Cuando examinó la docena de fotos de una fábrica de Tarmiya frunció el entrecejo, se levantó y fue a la mesa de un sargento de vuelo de la Real Fuerza Aérea británica.
—¿Qué es esto, Charlie?
—Tarmiya, señor. ¿Recuerda ese centro industrial alcanzado ayer por un Strike Eagle, el que no figuraba en la lista?
—Ah, sí, ¿la fábrica que ni siquiera era un objetivo?
—La misma. Un Tomcat del Ranger ha tomado estas fotos poco después de las diez de esta mañana.
El coronel Beatty dio unos golpecitos a las fotografías que sostenía en la mano.
—Bueno, ¿qué diablos están haciendo aquí?
—No lo sé, señor. Por eso las he dejado en su mesa. A nadie se le ocurre de qué puede tratarse.
—Bueno, es evidente que el piloto del Eagle ha sacudido la sesera de unos cuantos. Aquí se están volviendo locos.
El suboficial británico y el coronel americano contemplaron las fotos tomadas por el Tomcat sobre Tarmiya. Eran muy nítidas, con una definición extraordinaria. Algunas habían sido tomadas por una cámara que podía moverse hacia delante y hacia abajo instalada en el morro de la vaina TARPS, y mostraban la factoría en ruinas mientras el Tomcat se aproximaba a una altura de 4.500 metros. Otras eran de la cámara panorámica ubicada en el centro de la vaina. Los hombres del Granero habían extraído las doce que consideraron mejores y más claras.
—¿Qué tamaño tiene esta fábrica? —preguntó el coronel.
—Unos cien metros por sesenta, señor.
El gigantesco tejado había sido arrancado y solo quedaba un fragmento que cubría la cuarta parte del suelo de la planta iraquí. En las tres cuartas partes que habían quedado expuestas podía observarse, a vista de pájaro, la disposición de toda la factoría. Había sido subdividida con paredes medianeras, y en cada división un gran disco oscuro ocupaba la mayor parte del suelo.
—¿Son metálicos?
—Sí, señor, según el escáner de infrarrojos. Se trata de alguna clase de acero.
Pero lo que más intrigó a los miembros de la sección BDA fue la reacción iraquí tras el ataque de Don Walker. Alrededor de la factoría sin tejado estaban agrupadas no una sino cinco grúas enormes, sus aguilones cernidos sobre el interior como cigüeñas picoteando un bocado. En vista de los daños que se ocasionaban continuamente en todo Irak, las grúas de aquel tamaño tenían una gran demanda.
Alrededor de la fábrica y dentro de ella un enjambre de trabajadores se esforzaba por fijar los discos a los ganchos de las grúas para extraerlos.
—¿Ha contado a estos tipos, Charlie?
—Son más de cien, señor.
—Y estos discos… —El coronel Beatty consultó el informe del oficial de Inteligencia del Ranger—. ¿Qué serán estos discos voladores playeros para gigantes?
—No tengo la menor idea, señor. Nunca había visto nada igual.
—Pues sin duda son la mar de importantes para el señor Saddam Hussein. ¿De veras Tarmiya no es una zona señalada como objetivo?
El sargento de vuelo separó otra de las fotos que había sacado del archivo. El coronel la examinó mientras el suboficial le señalaba algo.
—Una cerca eslabonada.
—Con eslabones dobles. ¿Y esto?
El coronel empuñó la lupa y miró de nuevo.
—Una franja minada… Triple A… baterías… torres de vigilancia. ¿De dónde ha sacado todo esto, Charlie?
—Mire, eche una ojeada a la vista general.
El coronel Beatty examinó la nueva foto colocada ante él; era una imagen tomada a gran altitud de Tarmiya y la zona circundante. Entonces soltó una larga exhalación.
—Dios mío, vamos a tener que evaluar de nuevo toda Tarmiya. ¿Cómo diablos se nos pasó por alto?
Lo cierto era que todo el complejo industrial de Tarmiya, formado por 381 edificios, había sido considerado por los primeros analistas como exento de utilidad militar y, por lo tanto, al margen de los objetivos, por razones que más adelante formarían parte del folklore de los topos humanos que trabajaban y sobrevivían en el Agujero Negro.
Eran estadounidenses y británicos, todos ellos hombres de la OTAN. Se habían adiestrado en la evaluación de blancos soviéticos y buscaban la «manera soviética» de hacer las cosas. Las pistas tras las que iban eran indicadores estandarizados. Si el edificio o complejo era militar e importante, el acceso al mismo estaría prohibido, contaría con protección contra posibles ataques y tendría guardianes que mantendrían a raya a cualquier intruso.
¿Había torres de vigilancia, cercas eslabonadas, baterías de Triple A, misiles, franjas de terreno minadas y barracones? ¿Había señales de camiones pesados que entraran y salieran, grandes líneas de tendido eléctrico o una central generadora dentro del recinto? Todas esas señales significarían un objetivo. Y, al parecer, Tarmiya no presentaba ninguna de ellas.
Guiándose por una corazonada, el sargento de la RAF volvió a examinar una foto de toda la zona tomada desde un ángulo muy elevado. Y allí estaban… la valla, las baterías, los barracones, las puertas reforzadas, los misiles, las marañas de alambre con cuchillas, la franja minada. Pero la encontraban muy lejos del complejo. Sencillamente los iraquíes habían delimitado una vasta extensión de terreno, un cuadrado de cien kilómetros de lado, y lo habían vallado. Semejante delimitación de la tierra habría sido imposible en Occidente e incluso en la Europa del Este.
El complejo industrial, setenta de cuyos 381 edificios estaban dedicados a la producción de material bélico, como se comprobó más tarde, se encontraba en el centro de ese cuadrado. Aunque las construcciones se hallaban ampliamente diseminadas para evitar los bombardeos, aun así solo ocupaba cinco mil de los diez mil kilómetros cuadrados acres de la zona protegida.
—¿Y las líneas del tendido eléctrico? Aquí no hay nada capaz de proporcionar energía a un cepillo de dientes eléctrico.
—Aquí están, señor, 45 kilómetros al oeste. Las líneas del tendido eléctrico van en la dirección contraria. Me jugaría cincuenta libras contra una pinta de cerveza tibia a que esas líneas eléctricas son falsas. El cable verdadero estará enterrado e irá desde la central eléctrica al corazón de Tarmiya. Esa es una central de ciento cincuenta megawatios, señor.
—Hijo de perra —dijo el coronel entre dientes. Entonces se enderezó y cogió el rimero de fotos.
—Buen trabajo, Charlie. Voy a llevar todo esto a Buster Glosson. Entretanto, no es necesario esperar alrededor de esa factoría sin tejado. Es importante para los iraquíes, así que la destruiremos.
—Sí, señor, la incluiré en la lista.
—Pero que no sea para dentro de tres días, sino para mañana mismo. ¿Quién está libre?
El sargento de vuelo se sentó ante una consola de ordenador y tecleó la pregunta.
—No hay nadie, señor. Todas las unidades tienen tareas asignadas.
—¿No podemos desviar una escuadrilla?
—Imposible. Debido a la persecución de los Scud llevamos retraso. Ah, un momento, está la cuatro trescientos en Diego. Ellos tienen capacidad.
—De acuerdo, encargue la misión a los Buffs.
—Perdone que se lo diga, señor, pero los Buffs no son exactamente bombarderos de precisión —observó el suboficial, con una expresión minuciosamente cortés que enmascaraba su desacuerdo.
—Mire, Charlie, antes de que transcurra un día los iraquíes habrán desmantelado esas instalaciones. No tenemos alternativa. Déselo a los Buffs.
—Sí, señor.
Mike Martin estaba demasiado inquieto para permanecer oculto en el recinto diplomático soviético durante más de unos pocos días. El mayordomo ruso y su esposa estaban muy turbados y sufrían los efectos del insomnio debido a la interminable cacofonía de bombas y cohetes que caían sobre Bagdad, unida al fragor de la ilimitada pero en gran medida inútil artillería antiaérea iraquí.
Desde las ventanas lanzaban imprecaciones a los aviadores americanos y británicos, pero, por otro lado, se les estaban terminando las provisiones, y el estómago ruso es un argumento apremiante. La solución fue enviar a Mahmoud, el jardinero, a comprar algo para comer.
Martin llevaba tres días pedaleando por la ciudad cuando vio la marca de tiza. Estaba en el muro posterior de una de las antiguas casas de Khayat, en Karadit-Mariam, y significaba que Jericó había dejado una entrega en el correspondiente buzón muerto.
A pesar del bombardeo, la resistencia natural de la gente común y corriente que trataba de seguir viviendo había empezado a afirmarse. Sin decir una palabra, a menos que fuese en voz baja y dirigida a un miembro de la familia que no delataría al hablante a la AMAM, los trabajadores habían empezado a darse cuenta de que los Hijos de los Perros y los Hijos de Naji parecían capaces de alcanzar con sus bombas solo aquello que deseaban destruir, y dejar el resto en paz.
Cinco días después de que se iniciaran los ataques, el palacio —había sido alcanzado el segundo día— y el Ministerio de Defensa, la central telefónica y la central generadora principal ya no existían. Más inconveniente todavía era el hecho de que los nueve puentes de la ciudad decorasen ahora el fondo del Tigris, pero una serie de pequeños empresarios habían establecido servicios de transbordadores de una a otra orilla del río, algunos lo bastante grandes para transportar camiones y coches. Había bateas que cargaban con diez pasajeros y sus bicicletas, mientras que otros transbordadores eran simples botes de remos.
La mayor parte de los edificios principales se mantenían incólumes. El hotel Rashid de Karch seguía lleno de corresponsales extranjeros, aun cuando se sabía con seguridad que el rais estaba en el búnquer situado debajo del edificio. Todavía era más inquietante que el cuartel general de la AMAM, un conjunto de casas comunicadas entre sí, con fachadas antiguas e interiores modernizados en una calle cerrada al tránsito cerca de Qasr el Abyad, en Risafa, no había sufrido daños. Debajo de dos de aquellas casas se encontraba el Gimnasio, jamás mencionado excepto en susurros, donde Omar Khatib, el Atormentador, obtenía las confesiones de los detenidos.
Al otro lado del río, en Mansour, el único bloque de oficinas que constituía el cuartel general de la Mukhabarat, dedicada a la vigilancia de extranjeros y al contraespionaje, carecía de señal distintiva alguna.
Mientras pedaleaba de regreso a la finca del diplomático soviético, Mike Martin pensaba en el problema planteado por la marca de tiza. Sabía que sus órdenes eran formales: no debía aproximarse. De haber sido un diplomático chileno, habría obedecido la instrucción y obrado en consecuencia. Pero Martin nunca había sido adiestrado para permanecer inmóvil, durante días si fuese necesario, en un puesto de observación aislado y observar el campo circundante aunque los pájaros anidasen en su sombrero.
Aquella noche salió sin bicicleta y cruzó de nuevo el río para entrar en Risafa. Aun cuando los ataques aéreos habían comenzado, se dirigió al mercado de verduras de Kasra. Aquí y allá había personas en las aceras, gentes que se escabullían en busca de refugio, como si sus humildes viviendas pudieran mantener a raya a un misil de crucero Tomahawk, y él era una más de aquellas personas. Más importante todavía era el hecho de que su apuesta con respecto a las patrullas de la AMAM se estaba revelando acertada: tampoco a ellos les gustaban las calles abiertas con aquellos americanos volando encima de sus cabezas.
Encontró el lugar donde se apostaría; se trataba del terrado de un almacén de frutas, y desde él podría dominar la calle, el patio y la losa que señalaba el escondrijo del mensaje secreto. Desde las ocho de la noche hasta las cuatro de la madrugada permaneció tendido, observando.
Si el escondrijo estaba vigilado, la AMAM no habría usado menos de veinte hombres. Durante todo aquel tiempo se habría oído el ruido de una bota sobre la piedra, una tos, un movimiento debido a un calambre muscular, la raspadura de un fósforo, el brillo de un cigarrillo, la orden gutural para que lo apagaran. Sin duda habría habido algo. Martin no podía creer que la gente de Khatib o Rahmani fuese capaz de permanecer inmóvil y en silencio durante ocho horas.
El bombardeo cesó a las cuatro de la madrugada. Abajo, en el mercado, no había luces. Volvió a echar un vistazo en busca de una cámara montada en una ventana alta, pero en aquella zona no había ventanas altas. A las cuatro y diez bajó del tejado, cruzó el callejón, amparado por las sombras y por su túnica gris oscuro que lo hacía prácticamente invisible, localizó la losa, extrajo el mensaje y se alejó.
Llegó al muro de la finca del primer secretario Kulikov poco antes del amanecer y entró en su choza antes de que se levantara cualquiera de los habitantes de la casa.
El mensaje de Jericó era sencillo. Llevaba nueve días sin recibir noticias. No había visto ninguna marca de tiza. Desde la entrega de su último informe no se había producido ningún contacto. No había llegado dinero a su cuenta bancaria. No obstante, su mensaje había sido retirado. ¿Qué ocurría?
Martin no transmitió el mensaje a Riad. Sabía que no debería haber desobedecido las órdenes, pero creía que era él, y no Paxman, el hombre que estaba sobre el terreno, y por lo tanto tenía derecho a tomar algunas decisiones por su cuenta. Aquella noche había corrido un riesgo calculado, poniendo en juego su pericia contra hombres cuya habilidad en el juego del espionaje era sin duda inferior. Si hubiese advertido un solo indicio de que el callejón estaba vigilado, se habría ido como había venido, y nadie le habría visto.
Era posible que Paxman estuviese en lo cierto y Jericó se encontrara comprometido. También existía la posibilidad de que el confidente se hubiera limitado a transmitir lo que le había oído decir a Saddam Hussein. El punto conflictivo era el millón de dólares que la CIA se negaba a pagarle. Martin ideó la respuesta que él mismo le daría.
Dijo que había habido problemas motivados por el inicio de la batalla aérea, pero que no ocurría nada que no pudiera arreglarse con un poco de paciencia. El último despacho había sido, en efecto, recogido y transmitido, pero Jericó, que era un hombre de mundo, debía comprender que un millón de dólares era una suma demasiado alta y que era necesario comprobar la veracidad de la información, lo cual requeriría algún tiempo adicional. Jericó debía mantenerse sereno en aquellos tiempos agitados y aguardar la próxima marca de tiza que le avisaría de que su acuerdo se había reanudado.
Durante la jornada Martin introdujo el mensaje detrás del ladrillo del muro junto al foso de agua estancada de la antigua ciudadela de Adhamiya, y cuando oscureció trazó la marca de tiza en la oxidada superficie de la puerta del garaje, en Mansour.
Veinticuatro horas después la marca de tiza había sido borrada. Cada noche Martin sintonizaba con Riad, pero no le llegaba ningún mensaje. Sabía que la orden era huir de Bagdad y que probablemente sus controladores esperaban que cruzase la frontera. Decidió esperar un poco más.
Diego García no es uno de los lugares más visitados del mundo. Se trata de una islita, poco más que un atolón de coral, en el fondo del archipiélago de Chagos, en el océano Índico meridional. En el pasado fue territorio británico, y durante años ha sido alquilado a Estados Unidos.
A pesar de su aislamiento, durante la guerra del Golfo jugó el papel de anfitrión del Ala de Bombarderos 4300 de la Fuerza Aérea estadounidense, establecida allí a toda prisa y formada por fortalezas volantes B-52.
Podía decirse del B-52 que era el más veterano de los aviones que participaban en la guerra, pues llevaba más de treinta años en servicio. Durante gran parte de ese tiempo había sido la columna vertebral del Comando Aéreo Estratégico, con base en Omaha, Nebraska. El gran mastodonte había volado en círculo por la periferia del imperio soviético día y noche, cargado con ojivas termonucleares.
Por viejo que fuese, seguía siendo un bombardero temible, y en el Golfo la versión «G», puesta al día, era utilizada con un efecto devastador contra las tropas atrincheradas de la llamada élite de la Guardia Republicana en el desierto que se extendía al sur de Kuwait. Si la flor y nata del Ejército iraquí salieron de sus búnqueres ojerosos y con los brazos en alto durante la ofensiva terrestre de la Coalición fue, en parte, porque los continuos bombardeos de los B-52 habían destrozado sus nervios y acabado con su moral.
En la guerra solo participaron ocho de esos bombarderos, pero su capacidad de transporte es tan grande y su carga de bombas tan enorme que lanzaron 26.000 toneladas de material, el cuarenta por ciento de todo el tonelaje arrojado durante el conflicto.
Los B-52 son tan voluminosos que, estacionados en tierra, sus alas, de las que penden ocho motores Pratt & Whitney en cuatro vainas de a dos, se inclinan hacia el suelo. Al despegar, con carga total, las alas se levantan primero y parecen alzarse por encima del gran casco, como las de una gaviota. Solo en vuelo permanecen rectas a los lados.
Una de las razones de que estos aviones causaran tanto terror entre los miembros de la Guardia Republicana que se encontraban en el desierto fue el hecho de que volaran sin ser vistos ni oídos, a tanta altura que sus bombas llegaban sin advertencia, produciendo de ese modo un pánico mucho mayor. Pero si son buenos para alfombrar de bombas una zona, la precisión no es su punto fuerte, como el sargento de vuelo había intentado señalar.
Al amanecer del 22 de enero, tres Buffs despegaron de Diego García y pusieron rumbo a Arabia Saudí. Cada aparato transportaba su carga máxima, 51 bombas de «hierro» o «tontas» de 375 kilos, que tenderían a caer donde les diera la gana desde once mil metros de altura. De esas bombas, 27 iban dentro de la carlinga y las demás estaban alojadas debajo de cada ala.
Los tres bombarderos formaban la «célula» habitual en las operaciones de los Buffs, y sus tripulantes habían esperado pasar el día dedicados a la natación y la pesca submarina en los arrecifes de su escondite tropical. Resignados, establecieron el rumbo hacia un lejano complejo industrial que jamás habían visto ni verían.
Al B-52 no se le llama Buff [piel de ante] porque esté pintado de color canela o pardo amarronado, ni tampoco porque tenga relación alguna con el antiguo regimiento procedente del este de Kent, Inglaterra. La palabra ni siquiera es una derivación de las dos primeras sílabas del número dado al aparato (bi-fifty two), sino que está formada con las siglas de la expresión Big Ugly Fat Fucker [jodedor grande, feo y gordo].
Así pues, los Buffs avanzaron laboriosamente hacia el norte, llegaron a Tarmiya, obtuvieron la «imagen» de la fábrica designada y arrojaron sus 153 bombas. Entonces regresaron al archipiélago de Chagos.
En la mañana del día 23, más o menos a la hora en que desde Londres y Washington pedían a gritos más fotos de aquellos misteriosos «discos voladores playeros», fue asignada otra misión a la BDA, pero esta vez el reconocimiento fotográfico fue realizado por un Phantom enviado por la Guardia Aérea Nacional de Alabama desde la base de Sheikh Isa, en Bahrein, conocida localmente como Shakey’s Pizza.
Los Buffs habían efectuado una notable ruptura con la tradición, dando de pleno en el blanco. Donde había estado la fábrica de los discos voladores ahora solo quedaba un cráter enorme. Londres y Washington tuvieron que contentarse con la docena de fotografías tomadas por el capitán de corbeta Darren Cleary.
Los mejores analistas del Agujero Negro habían visto las fotos, se habían encogido de hombros, pues no tenían idea de qué era aquello, y las remitieron a sus superiores en las dos capitales.
De inmediato se enviaron copias al JARIC, el centro británico de interpretación fotográfica, y al ENPIC de Washington.
Quienes pasen ante el cuadrado edificio de ladrillo que se alza en una esquina de un distrito de apariencia destartalada en el centro de Washington, difícilmente imaginen lo que contiene. La única pista de que ahí está el Centro Nacional de Interpretación Fotográfica son los humeros del aire acondicionado que mantiene a temperaturas controladas una asombrosa batería de los ordenadores más potentes de Estados Unidos.
Por lo demás, las ventanas polvorientas, la sencilla puerta y la suciedad de la calle podrían sugerir un almacén no demasiado próspero. Pero es ahí donde van a parar las imágenes tomadas por los satélites, y los analistas que trabajan en ese centro son quienes dicen a los hombres del Centro Nacional de Reconocimiento y de la CIA qué es lo que han visto exactamente esos caros «pájaros». Los jóvenes, sesudos y brillantes analistas son eficientes, tienen un conocimiento exhaustivo de la más reciente tecnología y, sin embargo, jamás habían visto unos discos como los de Tarmiya. Así lo comunicaron, hecho lo cual archivaron las fotos.
Los expertos del Ministerio de Defensa en Londres y el Pentágono en Washington, que conocían todas las armas convencionales inventadas por el hombre desde la ballesta, examinaron las imágenes, sacudieron la cabeza y las devolvieron.
Por si tenían algo que ver con las armas de destrucción masivas, las mostraron a los científicos de Porton Down, Harwell y Aldermaston en Inglaterra, así como a los de Sandia, Los Álamos y Lawrence Livermore en Estados Unidos. El resultado fue el mismo.
La mejor sugerencia fue que los discos formaban parte de grandes transformadores destinados a una nueva central eléctrica. Hubo que conformarse con esa explicación cuando la solicitud de más fotografías a Riad tuvo como respuesta la noticia de que el centro industrial de Tarmiya había dejado de existir literalmente.
Era una explicación muy buena, pero no elucidaba el principal problema: ¿por qué las autoridades iraquíes se esforzaban desesperadamente, como indicaban las fotos, en cubrir o rescatar aquellos discos?
La noche del día 24 Simon Paxman llamó a casa del doctor Terry Martin desde una cabina telefónica.
—¿Le apetece otra comida india?
—Esta noche no puedo —dijo Martin—. Estoy haciendo el equipaje.
No mencionó que Hilary había vuelto y que también deseaba pasar la noche con su amigo.
—¿Adónde va? —preguntó Paxman.
—A Estados Unidos —respondió Martin—. Me han invitado a dar una conferencia sobre el califato abásida. Es una invitación bastante halagadora, ¿sabe? Al parecer les gustan mis investigaciones sobre la estructura legal del tercer califato. Siento no poder acompañarle.
—Es que hemos recibido cierta información del sur, otro rompecabezas que nadie es capaz de resolver. Pero no se trata de los matices de la lengua árabe, sino de algo técnico. Sin embargo…
—¿De qué se trata?
—De una fotografía. He sacado una copia.
Martin titubeó.
—¿Otra paja en el viento? —dijo al fin—. De acuerdo, en el mismo restaurante, a las ocho.
—Probablemente solo se trate de eso, de otra paja —dijo Paxman.
Lo que ignoraba era que la foto que sostenía en aquella gélida cabina telefónica era un cordel muy largo.