15

El plazo dado a Saddam Hussein para que se retirase de Kuwait expiró a medianoche del 16 de enero. En un millar de habitaciones, chozas, tiendas y cabinas diseminadas por toda Arabia Saudí, así como en el mar Rojo y el golfo Pérsico, los hombres consultaron sus relojes y se miraron unos a otros. Tenían muy poco que decirse.

Dos plantas por debajo del Ministerio de Defensa saudí, detrás de las puertas de acero que habrían protegido la cámara acorazada de cualquier banco del mundo, la atmósfera reinante era casi de decepción. Después de tanto trabajo, tanta planificación, no había nada más que hacer… durante un par de horas. Ahora era el turno de los hombres más jóvenes. Tenían sus tareas, las llevarían a cabo en la oscuridad absoluta, muy por encima de las cabezas de los generales.

A las dos y cuarto de la madrugada el general Schwarzkopf entró en la sala de guerra. Todos los presentes se pusieron de pie. El general leyó un mensaje a las tropas, el capellán rezó una plegaria y el comandante en jefe dijo: «Bueno, manos a la obra».

Lejos de allí, en el desierto, los hombres ya estaban trabajando. Los primeros en cruzar la frontera no fueron los aviones sino una escuadrilla de ocho helicópteros Apache pertenecientes a la 101 División Aerotransportada, cuya tarea era limitada pero esencial.

Al norte de la frontera, pero a corta distancia de Bagdad, estaban las potentes bases de radar iraquíes, cuyas antenas abarcaban el cielo en todas direcciones desde el Golfo, al este, hasta el desierto occidental.

A pesar de que comparados con los cazas supersónicos los helicópteros eran lentos, habían sido elegidos por dos razones. Al recorrer el desierto en vuelo rasante evitarían ser detectados por los radares y conseguirían acercarse a las bases sin ser vistos. Además, los comandantes deseaban una confirmación visual de que las bases habían sido realmente destruidas, y desde corta distancia, y eso solo podían permitirlo los helicópteros. Si se permitía que aquellos radares funcionasen, el coste en vidas humanas sería muy elevado.

Los Apache hicieron todo lo que se les pedía. Aún no habían sido detectados cuando abrieron fuego. Sus tripulantes disponían de cascos con visores de visión nocturna, semejantes a cortos gemelos que sobresalían de la parte frontal. Ese dispositivo proporciona al piloto una visión nocturna completa, por lo que en la oscuridad más profunda puede observarlo todo como si estuviera iluminado por una luna brillante.

Primero hicieron añicos los generadores eléctricos que proporcionaban energía a los radares, luego los centros de comunicaciones desde los cuales podía informarse de su presencia a los emplazamientos de misiles, situados tierra adentro, y finalmente destruyeron las antenas de radar.

En menos de dos minutos habían lanzado veintisiete misiles Hellfire guiados por láser, un centenar de cohetes de 70 mm y cuatro mil proyectiles de artillería pesada. Ambos centros de radar quedaron reducidos a ruinas humeantes.

La incursión abrió una gran brecha en el sistema de defensa aérea iraquí, y por esa abertura se produjo el resto del ataque nocturno.

Quienes habían visto el plan de combate aéreo del general Chuck Horner, sugirieron que probablemente se trataba de uno de los más brillantes jamás ideados. Tenía una precisión casi quirúrgica y suficiente flexibilidad para hacer frente a cualquier contingencia que requiriese una variación.

La primera fase era muy clara en sus objetivos y conducía a otras fases. Consistía en destruir todos los sistemas de defensa aérea de Irak y convertir la superioridad aérea de los aliados, que ellos habían iniciado, en abierta supremacía. Para que las otras tres fases tuvieran éxito dentro del límite temporal de 35 días impuesto por el mando, la aviación aliada debería dominar absolutamente el espacio aéreo iraquí sin estorbo ni obstáculo.

El punto clave para la supresión de la defensa aérea iraquí era el radar. En la guerra moderna, el radar es el instrumento más importante y más usado, a pesar de todo lo brillante que pueda ser el resto del arsenal.

El radar detecta los aviones enemigos que llegan, guía a los propios cazas para interceptarlos, orienta a los misiles antiaéreos y establece la puntería de los cañones.

La destrucción del radar ciega al enemigo, que pasa a ser como un boxeador de peso pesado en el medio del cuadrilátero, pero sin ojos. Sigue conservando su potencia y su corpulencia, puede lanzar un temible gancho, pero su enemigo está en condiciones de moverse alrededor del Sansón ciego, golpeando al gigante impotente hasta llegar al final inevitable.

Una vez abierta la gran brecha en la cobertura de radar frontal del enemigo, los Tornado y Eagle, Aardvark 111 y Wild Weasel F-4G penetraron en el espacio aéreo de Irak y se dirigieron a los emplazamientos de radar situados más al interior, y luego a las bases de misiles guiados por aquellos radares, apuntando a los centros de mando donde se sentaban los generales iraquíes y destruyendo los puestos de comunicaciones desde los cuales los generales trataban de hablar con sus unidades desplegadas.

Desde los acorazados Wisconsin y Missouri y el crucero San Jacinto, situados en el Golfo, se lanzaron aquella noche 52 misiles Tomahawk. Guiándose mediante una combinación de banco de memoria electrónico y cámara de televisión instalada en el morro, los Tomahawk rodean los contornos del paisaje, desviándose hacia su destino según rumbos establecidos de antemano. Cuando llegan a la zona «ven» el objetivo, lo comparan con el que figura en su memoria, identifican el edificio concreto y van directamente a él.

El Wild Weasel es una versión del Phantom, pero especializado en destrucción de radares, cargado con HARM, siglas con que se denominan los misiles antirradiación de alta velocidad. Cuando una antena de radar se enciende o «ilumina» emite ondas electromagnéticas, algo que no puede evitar. El trabajo de los HARM consiste en encontrar esas ondas con sus sensores e ir directamente al corazón del radar antes de estallar.

Tal vez el más extraño de todos los aviones de combate que se deslizaba hacia el norte aquella noche fuese el F-117A, conocido como Stealth Fighter [caza sigiloso]. Completamente negro y construido de tal manera que sus múltiples ángulos reflejen la mayor parte de las ondas de radar dirigidas a él al tiempo que su fuselaje absorbe las restantes, el Stealth Fighter se niega a enviar de rebote al receptor las ondas de radar hostiles, evitando de ese modo revelar su presencia al enemigo.

Gracias a esa invisibilidad, aquella noche los F-117 estadounidenses se deslizaron sin ser detectados a través de las pantallas de radar iraquíes para descargar sus bombas de mil kilos dirigidas por láser precisamente sobre los 34 objetivos relacionados con el sistema de defensa aérea iraquí. Trece de esos objetivos se encontraban en Bagdad y sus alrededores.

Cuando las bombas cayeron, los iraquíes que disparaban a ciegas hacia arriba no podían ver nada y fallaban. En árabe llamaron a los Stealth shabah, que significa «fantasma».

Procedían de la base secreta de Khamis Mushait, en el profundo sur de Arabia, donde habían sido transferidos desde su hogar no menos secreto en Tonopah, Nevada. Mientras los pilotos estadounidenses menos afortunados tenían que vivir en tiendas de campaña, Khamis Musahit había sido construida en pleno desierto pero con hangares rígidos para los aviones e instalaciones provistas de aire acondicionado, por lo que los inapreciables Stealth fueron destinados allí.

Dado su amplísimo radio de acción, sus misiones figuraban entre las más largas de la guerra, y podían durar hasta seis horas entre el despegue y el aterrizaje, y todas bajo tensión. Avanzaban sin ser detectados a través de algunos de los sistemas de defensa aérea más potentes del mundo, los de Bagdad, y ni uno solo resultó alcanzado, ni aquella ni ninguna otra noche.

Una vez cumplida su misión, regresaban sigilosamente, volando como pastinacas en un mar en calma, a su base de Khamis Mushait.

Las tareas más peligrosas de la noche recayeron en los Tornado británicos. Su cometido, entonces y durante la semana siguiente, hasta que fue cancelado, consistía en inutilizar los aeródromos, con sus grandes y pesadas bombas JP-233 que destrozaban las pistas.

Su problema era doble. Por un lado, los aeródromos militares iraquíes eran enormes. Tallil cuadriplicaba el tamaño de Heathrow, con dieciséis pistas de despegue y rodaje, y estas últimas también podían ser utilizadas para aterrizajes y despegues. Destruirlas todas resultaba sencillamente imposible.

El segundo problema residía en el peso y la velocidad. Las JP-233 tenían que ser lanzadas desde un Tornado en un vuelo recto y uniforme previamente establecido. Incluso tras el lanzamiento de cada bomba, los Tornado no tenían más alternativa que sobrevolar el blanco, pero aunque los radares hubieran sido destruidos, los artilleros seguían en activo. La artillería antiaérea, conocida como Triple A, disparaba contra ellos oleadas de proyectiles cuando se aproximaban. Uno de los pilotos describió esas misiones como «volar entre tubos de acero fundido».

Los estadounidenses habían abandonado las pruebas con la bomba JP-233 por juzgar que era una «asesina de pilotos». Estaban en lo cierto, pero la RAF insistió, perdiendo aviones y tripulaciones, hasta que suspendieron esas misiones y les asignaron otras tareas.

Los bombarderos no fueron los únicos aviones en vuelo aquella noche. Detrás y por encima de ellos volaba un impresionante surtido de aparatos de apoyo.

Los cazas de superioridad aérea volaban «a cubierto» por encima de los bombarderos. Los Raven de la Fuerza Aérea estadounidense y sus equivalentes de la Armada, los Prowler, embrollaron las instrucciones de los controladores de tierra iraquíes a aquellos pocos de sus pilotos que lograron despegar. Los pilotos iraquíes en vuelo no recibieron instrucciones verbales ni orientación por radar. En su mayoría obraron juiciosamente y regresaron a sus bases.

Sesenta aviones cisterna volaban en círculo al sur de la frontera: KC-135 y KC-10 de la fuerza Aérea, KA-6D de la Armada, los Victor británicos y los VC-10. La misión de todos ellos era recibir a los aviones de combate que venían de Arabia Saudí, repostarlos para la misión y luego reunirse con ellos en el camino de regreso y darles más combustible para volver a casa. Esto puede parecer rutinario, pero uno de los pilotos que repostó en plena oscuridad lo describió como «tratar de meter un fideo por el culo de un gato montés».

En la zona del Golfo, donde llevaban cinco meses, los E-2 Hawkeye de la Armada estadounidense y los AWACS E-3 Sentry de la Fuerza Aérea trazaban continuos círculos, y sus radares captaban a todos los aviones amigos y enemigos en el cielo: advertían, aconsejaban, orientaban y vigilaban.

Al amanecer, casi todos los radares iraquíes habían sido destruidos, las bases de misiles habían sido cegadas y los principales centros de mando estaban en ruinas. Serían necesarios cuatro días más con sus noches para completar el trabajo, pero la supremacía aérea ya estaba a la vista. Los próximos objetivos serían las plantas de energía eléctrica, torres de comunicaciones, centrales telefónicas, repetidores, hangares de aviones, torres de control y todas las instalaciones conocidas para la producción y almacenamiento de armas de destrucción masiva.

Más adelante se procedería a la degradación «sistemática» del poder de lucha iraquí hasta reducirlo a menos del cincuenta por ciento al sur y sudoeste de la frontera kuwaití, una condición en la que el general Schwarzkopf había insistido antes de proceder al ataque terrestre.

Dos factores entonces desconocidos producirían cambios en el curso de la guerra. Uno fue la decisión iraquí de lanzar una andanada de misiles Scud sobre Israel. El otro sería desencadenado por un acto de pura frustración por parte del capitán Don Walker, del escuadrón 336.

El 17 de enero amaneció sobre una Bagdad muy castigada.

Los ciudadanos de a pie no habían pegado ojo a partir de las tres de la madrugada, y cuando se hizo de día algunos se aventuraron a examinar con curiosidad los escombros de una veintena de centros principales de su ciudad. A muchos les parecía milagroso haber sobrevivido, pues eran gentes sencillas y no se daban cuenta de que los veinte montículos de escombros humeantes habían sido cuidadosamente seleccionados y alcanzados con tal precisión que los ciudadanos no habían corrido peligro de muerte.

Los que de verdad estaban conmocionados eran los jerarcas. Saddam Hussein había abandonado el palacio presidencial y se alojaba en su extraordinario búnquer de múltiples pisos detrás y debajo del hotel Rashid, que aún estaba lleno de occidentales, en su mayoría profesionales de los medios de comunicación.

El búnquer había sido construido años atrás dentro de un gran cráter abierto con excavadoras, y su tecnología era principalmente sueca. Tan complejas eran sus medidas de seguridad que, de hecho, se trataba de una caja dentro de otra. Por debajo y alrededor de la caja interior había unos muelles tan fuertes que podían proteger a los inquilinos de los efectos de una bomba nuclear, reduciendo a un pequeño temblor de tierra las ondas de choque que convertirían la ciudad en una superficie llana.

Aunque se accedía al búnquer por una rampa accionada mediante un sistema hidráulico instalado en un terreno baldío detrás del hotel, la principal estructura se hallaba debajo de este, que había sido levantado ex profeso para albergar a los occidentales en Bagdad. Cualquier enemigo que quisiera bombardear el búnquer, primero tendría que destruir el hotel Rashid.

Por mucho que se esforzaran, los aduladores que rodeaban al rais tenían dificultades para quitar importancia a los desastres de aquella noche. Lentamente el nivel de la catástrofe penetraba en las mentes de todos.

Habían contado con un bombardeo general de la ciudad que arrasase los barrios residenciales, matando a millares de civiles inocentes. Si algo así hubiese ocurrido, habrían mostrado la carnicería a los medios de comunicación, los cuales lo filmarían todo y lo mostrarían al público asqueado en sus respectivos países. Así daría comienzo la oleada general de revulsión contra el presidente Bush y Estados Unidos, que culminaría con una convocatoria del Consejo de Seguridad y el veto de China y Rusia contra nuevas matanzas.

Hacia mediodía resultaba evidente que los «hijos de los perros» procedentes del otro lado del Atlántico no iban a satisfacer esas expectativas. Por lo que sabían los generales iraquíes, las bombas habían caído aproximadamente en los blancos fijados, pero eso era todo. Las instalaciones militares importantes de Bagdad habían sido situadas a propósito en zonas densamente pobladas, por lo que debería haber sido imposible evitar un gran número de bajas civiles.

No obstante, un recorrido de la ciudad reveló veinte puestos de mando, lugares de lanzamiento de misiles, bases de radar y centros de comunicación reducidos a cascotes, mientras que las casas cercanas a los edificios tomados como objetivos habían sufrido poco más que roturas de cristales y ahora sus moradores contemplaban pasmados el estropicio.

Las autoridades tuvieron que contentarse con inventar un número de bajas civiles y afirmar que los aviones americanos habían sido derribados de los cielos como hojas en otoño. La mayoría de los iraquíes, oprimidos por años de propaganda, creyeron esos primeros informes… durante algún tiempo.

Los generales encargados de la defensa aérea estaban mejor enterados. A mediodía tenían la certeza de que habían perdido casi todas sus instalaciones de radar de advertencia, sus misiles tierra-aire (SAM) estaban ciegos y las comunicaciones con las unidades desplegadas habían quedado totalmente interrumpidas. Peor todavía, los operadores de radar que habían sobrevivido seguían insistiendo en que unos bombarderos que no aparecían en sus pantallas habían causado daños. Los embusteros fueron arrestados de inmediato.

Desde luego, se habían producido algunas bajas entre la población civil. Por lo menos dos misiles de crucero Tomahawk, con las aletas dañadas por el fuego artillero convencional Triple A más que por los cohetes SAM, se habían vuelto «estúpidos» y habían estallado fuera de sus blancos. Uno de ellos demolió dos casas y arrancó tejas de una mezquita, ultraje que fue mostrado a los corresponsales extranjeros por la tarde.

El otro misil cayó en un terreno baldío y produjo un gran cráter. Al atardecer, en el fondo de ese cráter se encontró el cuerpo de una mujer, muy maltrecho por el impacto que aparentemente la había matado.

Como los ataques aéreos prosiguieron durante toda la jornada, el equipo sanitario que acudió al lugar tuvo que limitarse a envolver apresuradamente el cadáver en una manta, meterlo en una ambulancia y llevarlo al depósito del hospital más cercano, donde lo dejaron.

El hospital estaba próximo a un centro de mando de la Fuerza Aérea que había sido demolido, y todas las camas estaban ocupadas por personal militar herido en el ataque. Varias decenas de cuerpos fueron llevados al mismo depósito de cadáveres, todos muertos a consecuencia de las explosiones. La mujer era uno de ellos.

Dado lo limitado de sus recursos, el patólogo trabajó rápida y superficialmente. La identificación del cadáver y las causas de la muerte eran sus prioridades, y carecía de tiempo para un examen detallado. De un lado a otro de la ciudad se oían las detonaciones de más bombas, el fragor del fuego defensivo era incesante, y el médico estaba seguro de que por la noche le traerían más cadáveres.

Lo que sorprendió al doctor fue que todos los cadáveres eran de militares, excepto la mujer. Esta parecía tener unos treinta años, había sido atractiva, y el polvo de hormigón mezclado con la sangre de su rostro machacado, junto con el lugar donde había sido encontrada, no permitía más explicación que la de que estaba huyendo cuando el misil alcanzó el terreno baldío y acabó con su vida. Tal era la causa de la muerte que puso en la etiqueta de identificación, tras lo cual el doctor envolvió el cadáver.

Junto al cuerpo de la mujer fue hallado un bolso; contenía una polvera, un pintalabios y sus documentos de identidad. Tras haber establecido que una tal Leila al Hilla era indudablemente la víctima civil del bombardeo, el hostigado patólogo hizo que se la llevaran para enterrarla rápidamente.

La autopsia más detenida, para la que el patólogo carecía de tiempo aquel 17 de enero, habría revelado que la mujer había sido salvaje y repetidamente violada antes de que la golpearan de un modo sistemático hasta matarla. Varias horas después arrojaron su cuerpo al cráter.

Dos días antes, el general Abdullah Kadiri se había marchado de su suntuoso despacho en el Ministerio de Defensa. No tenía sentido quedarse allí para ser convertido en cenizas por una bomba americana, y estaba seguro de que el ministerio sería alcanzado y destruido antes de que la guerra aérea estuviera muy avanzada. No se equivocaba.

Se había establecido en su finca, pues, aunque lujosa, estaba razonablemente seguro de que era lo bastante anónima para no figurar en un mapa de objetivos americanos. En eso también acertaba.

Desde hacía largo tiempo, la finca disponía de su propia sala de comunicaciones, dotada ahora con personal del ministerio. Todas sus comunicaciones con los diversos centros de mando del Cuerpo de Blindados alrededor de Bagdad se realizaban por medio de cable de fibra óptica enterrado, que también estaba fuera del alcance de los bombarderos.

Solo era necesario mantener comunicación radiofónica con las unidades más alejadas, lo cual suponía una amenaza de interceptación, además, por supuesto, de las que estaban en Kuwait.

Su problema, cuando la oscuridad descendía sobre Bagdad aquella noche, no residía en la manera de entrar en contacto con los jefes de su brigada ni en qué órdenes debía darles. Habían recibido instrucciones de dispersar sus blindados lo más ampliamente posible entre las hileras de tanques falsos u ocultarlos en los búnqueres subterráneos y aguardar, por lo que no podían tomar parte en el combate aéreo.

Su problema no era otro que el de su seguridad personal, y no era a los americanos a quienes temía.

Dos noches antes se levantó de la cama con la vejiga a punto de reventar, abotargado por el arak como de ordinario, y había ido tambaleándose al baño. Creyendo que la puerta se había atascado, la empujó con todas sus fuerzas. Sus cien kilos de peso arrancaron los tornillos del cerrojo interior, abriendo la puerta bruscamente.

Podía estar abotargado, pero Abdullah Kadiri no procedía de un callejón de Tikrit para estar al mando de los carros blindados, por encima de la Guardia Republicana, no había ascendido por la resbaladiza escala de las querellas internas del partido Baas y no había conservado un lugar de confianza en el Consejo del Mando Revolucionario sin disponer de unas buenas reservas de baja astucia animal.

Contempló en silencio a su querida, enfundada en una bata y sentada en el inodoro, el papel apoyado en el dorso de una caja de Kleenex, boquiabierta, con una expresión de horror y sorpresa, el bolígrafo todavía suspendido en el aire. Entonces el general la puso en pie de un tirón y le asestó un puñetazo en la mandíbula.

Antes de que Leila despertase debido a la jarra de agua arrojada a su rostro, él había tenido tiempo de leer el informe que estaba preparando y llamar a su fiel Kemal, alojado al otro lado del patio. Era Kemal quien había bajado a la prostituta al sótano.

Kadiri leyó una y otra vez el informe que ella había estado a punto de terminar. Si hubiera concernido a sus hábitos y preferencias personales como un modo de hacerle chantaje en el futuro, no se habría preocupado demasiado y se habría limitado a ordenar que mataran a la mujer. En cualquier caso, el chantaje no habría sido efectivo, pues sabía que la bajeza de ciertos miembros del entorno del rais era superior a la suya, como también sabía que eso al rais no le importaba.

Pero aquello era peor. Al parecer, había hablado de asuntos confidenciales del gobierno y el Ejército. Era evidente que la mujer se dedicaba a espiar. Necesitaba saber durante cuánto tiempo lo había hecho, de qué había informado ya y, sobre todo, a quién.

Con el permiso de su amo, Kemal obtuvo primero los placeres que había aguardado durante largo tiempo. Ningún hombre podría haber deseado lo que quedó de Leila al Hilla cuando Kemal finalizó su interrogatorio. Había durado varias horas. Entonces Kadiri supo que Kemal lo había obtenido todo, o, por lo menos, todo cuanto la cortesana sabía.

Luego Kemal siguió utilizándola para su diversión, hasta que la mujer murió.

Kadiri estaba convencido de que su querida no conocía la verdadera identidad del hombre que la había reclutado para que espiara, pero los datos de que disponía apuntaban forzosamente a Hassan Rahmani.

La descripción de los intercambios de informes por dinero en el confesionario de San José demostraban que el hombre era un profesional, y Rahmani ciertamente lo era.

A Kadiri no le preocupaba que le vigilasen, pues era algo que les sucedía a cuantos rodeaban al rais. En realidad, se vigilaban mutuamente.

Las reglas de Saddam eran sencillas y claras. Todo personaje de alta graduación debía ser vigilado por sus colegas, quienes informarían de lo que hacía. Una denuncia de traición, probablemente ocasionaría su ruina. Por ello pocas conspiraciones llegaban muy lejos. Uno de aquellos en los que el conspirador depositaba su confianza, informaría del asunto y este llegaría a oídos del rais.

Para complicar las cosas, cada miembro del entorno presidencial era provocado en ocasiones, a fin de ver su reacción. Un colega que había recibido instrucciones hacía un aparte con su amigo y le proponía un plan para traicionar al rais. Si el amigo accedía, estaba acabado, y si no denunciaba a quien le había hecho la proposición, también lo estaba. Así pues, cualquier acercamiento por parte de otro podría ser una provocación; era demasiado arriesgado suponer otra cosa. Por este motivo cada uno informaba sobre los demás.

Pero aquel caso era diferente. Rahmani era el jefe del contraespionaje. ¿Había tomado la iniciativa por sí solo? Y en ese caso, ¿por qué lo había hecho? ¿Se trataba de una operación con el conocimiento y la aprobación del mismo rais y, de ser cierto, por qué motivo?

Se preguntaba qué había dicho. Cosas indiscretas, sin duda, pero nada que pudiera considerarse traición.

El cadáver de la mujer había permanecido en el sótano hasta que cayeron las bombas; Kemal encontró un cráter en un terreno baldío y lo arrojó allí. El general insistió en que dejaran el bolso junto al cuerpo. Que aquel cabrón de Rahmani supiera lo que le había ocurrido a su furcia.

Pasada la medianoche, el solitario general Abdullah Kadiri sudaba mientras echaba unas gotas de agua a su décimo vaso de arak. Si solo se tratara de Rahmani podría acabar con aquel canalla, pero ¿cómo sabría hasta qué alturas en la escala del poder era objeto de desconfianza? En lo sucesivo tendría que ser cuidadoso, más de lo que jamás había sido hasta entonces. Aquellos viajes nocturnos a la ciudad debían terminar. En cualquier caso, ya había comenzado la contienda aérea y era hora de que finalizaran.

Simon Paxman había volado nuevamente de regreso a Londres. No tenía sentido permanecer en Riad. La CIA había prescindido de Jericó, aunque el renegado de Bagdad aún no lo supiera, y Mike Martin debía mantenerse a cubierto hasta que pudiera escapar al desierto y encontrar el camino hacia la seguridad a través de la frontera.

Más tarde juraría con la mano en el pecho que su encuentro del día 18 con el doctor Terry Martin había sido una verdadera coincidencia. Sabía que Martin, como él mismo, vivía en Bayswater, pero este es un barrio muy grande y comercial.

Como su esposa estaba ausente, cuidando de su madre enferma, y Paxman ignoraba cuándo regresaría a casa, encontró el piso y el frigorífico vacíos, por lo que fue a comprar a un supermercado que estaba abierto hasta altas horas en Westbourne Grove.

El carrito de Terry Martin casi chocó con el suyo cuando doblaba la esquina del pasillo de pastas y alimentos para animales domésticos. Los dos hombres se sobresaltaron.

—¿Estoy autorizado a conocerle? —le preguntó Martin con una sonrisa azorada.

En aquellos momentos estaban solos en el pasillo.

—¿Por qué no? —respondió Paxman—. Solo soy un humilde funcionario que ha salido de compras para hacerse la cena.

Juntos terminaron de comprar y acordaron ir a comer a un restaurante indio en vez de cocinar en casa a solas. Al parecer, Hilary también estaba ausente.

Desde luego, Paxman no debería haberlo hecho. No debía sentirse inquieto porque el hermano mayor de Terry Martin se hallara en una situación de tremendo peligro en la que él y otros le habían puesto. No debía preocuparle que el confiado académico creyera realmente que su admirado hermano estaba sano y salvo en Arabia Saudí. Las reglas del oficio señalan que a uno no deben preocuparle esa clase de cosas. Sin embargo, él no podía evitar sentirse preocupado.

No era ese su único motivo de inquietud. Steve Laing era su superior en Century House, pero Laing nunca había estado en Irak. Su experiencia se había desarrollado por completo en Egipto y Jordania. En cambio Paxman conocía Irak, así como la lengua árabe, no al nivel de Martin, por supuesto, pero había que convenir en que este era excepcional. No obstante, sabía lo suficiente, por las diversas visitas que había efectuado antes de que le nombraran jefe de la sección de Irak, para tener un sincero respeto por la calidad de los científicos iraquíes y la pericia de sus ingenieros. No era ningún secreto que la mayor parte de las instituciones técnicas británicas consideraban a sus graduados entre los mejores del mundo árabe.

Lo que le inquietaba desde que sus superiores le habían dicho que el último informe de Jericó tal vez no fuera otra cosa que un montón de tonterías era, sencillamente, el temor a que, contra todas las probabilidades, Irak estuviese en realidad más avanzado de lo que los científicos occidentales parecían dispuestos a admitir.

Aguardó hasta que les sirvieron la cena, rodeada de los numerosos recipientes pequeños propios de toda comida india, y entonces tomó la decisión.

—Terry, voy a hacer algo que, si alguna vez se descubre, me costará mi carrera en el servicio secreto.

Martin se sobresaltó.

—Eso parece drástico. ¿Por qué?

—Porque me han prevenido oficialmente contra usted.

El académico estaba a punto de echar un poco de chutney de mango en su plato, y se detuvo.

—¿Es que ya no soy de confianza? Fue Steve Laing quien me metió en todo esto.

—No, no se trata de eso. Consideran que… se preocupa demasiado.

Paxman no quiso repetir el adjetivo que había usado Laing, «quisquilloso.

—Es posible, pero se debe a mi información. A los académicos no nos gustan los enigmas que no podemos resolver. Tenemos que preocuparnos hasta que el confuso jeroglífico tiene sentido. ¿Se debe a esa frase del mensaje interceptado?

—Sí, eso y otras cosas.

Paxman había pedido khorma de pollo. A Martin le gustaban los platos más picantes y había ordenado vindaloo. Conocía la comida oriental y por ello la tomaba con té negro caliente, en vez de la cerveza fría que solo sirve para echar a perder el sabor de las cosas. Miró a Paxman parpadeando por encima del borde de su taza.

—Muy bien, ¿cuál es la gran confesión?

—¿Me dará su palabra de que quedará entre nosotros?

—Pues claro.

—Ha habido otra interceptación.

Paxman no tenía la menor intención de revelar la existencia de Jericó. El grupo que conocía la existencia del agente en Irak era aún reducido y seguiría siéndolo.

—¿Puedo escucharla?

—No, ha sido suprimida. No aborde a Sean Plummer, porque se vería obligado a negarlo y eso revelaría de dónde ha sacado usted la información.

Martin se sirvió más raita para suavizar la sensación ardiente del curry.

—¿Qué dice esa nueva interceptación?

Paxman se lo dijo. Martin dejó el tenedor y se limpió la cara intensamente sonrosada bajo la pelambrera rojiza.

—¿Puede… podría ser cierto bajo cualquier circunstancia? —preguntó Paxman.

—No lo sé, no soy físico. ¿Las autoridades militares lo han rechazado de plano?

—Totalmente. Todos los científicos nucleares coinciden en que no puede ser cierto y, en consecuencia, Saddam ha mentido.

Personalmente, Martin pensaba que se trataba de una interceptación radiofónica muy extraña. Parecía más bien una información procedente de una reunión a puerta cerrada.

—Saddam miente continuamente —dijo—, pero suele hacerlo para el consumo público.

—¿Dijo eso al reducido grupo de personas en las que confía plenamente? Me intrigan sus objetivos. ¿Lo haría para reforzar la moral ante la guerra inminente?

—Eso es lo que opinan en las altas esferas —dijo Paxman.

—¿Se lo han dicho a los generales?

—No. El razonamiento es que ahora están tremendamente ocupados y no se les debe molestar con algo que, sin duda alguna, es una pura falsedad.

—Entonces ¿qué quiere usted de mí, Simon?

—Que me diga en qué está pensando Saddam, algo que nadie puede imaginar. Nada de lo que hace tiene el menor sentido en Occidente. ¿Está loco de atar o es taimado como un zorro?

—En su mundo es lo último. En su mundo, lo que hace tiene sentido. El terror que nos repugna carece para él de lado moral, y es juicioso. Las amenazas y las bravatas tienen sentido para él.

—Solo cuando intenta entrar en nuestro mundo, con esos asquerosos ejercicios de relaciones públicas en Bagdad, revolviendo el pelo de ese chiquillo inglés, representando el papel del tío benévolo, esa clase de cosas… solo cuando intenta eso parece un necio total. Pero en su propio mundo no es un necio. Sobrevive, se mantiene en el poder, conserva la unidad de Irak, sus enemigos caen y perecen…

—Pero, Terry, mientras usted y yo estamos aquí sentados su país está siendo pulverizado.

—Pero ¿por qué habría dicho lo que se supone que ha dicho?

—¿Qué opinan las autoridades?

—Que ha mentido.

—Insisto en que solo miente para el consumo público —dijo Martin—. No tiene necesidad de hacerlo con los que componen su círculo interno. Al fin y al cabo, es el dueño de esa gente. O bien la fuente de la información ha mentido, y Saddam nunca ha dicho eso, o bien lo ha dicho porque creía que es cierto.

—Entonces ¿es posible que le hayan mentido a él?

—Tal vez, pero quien lo hiciera lo pagaría muy caro cuando el engaño se descubriese. Por otro lado, el mensaje interceptado podría ser falso, un farol aposta destinado precisamente a que lo interceptaran.

Paxman no podía decirle lo que sabía, que no se trataba de una interceptación, que procedía de Jericó y que este, en sus dos años de servicio para los israelíes y tres meses para ingleses y estadounidenses, no se había equivocado ni una sola vez.

—Tiene usted dudas, ¿no es cierto? —preguntó Martin.

—Supongo que sí —admitió Paxman.

Martin suspiró.

—Son meros indicios, Simon. Una frase de un mensaje interceptado, un hombre a quien han ordenado callar y han llamado hijo de puta, una frase de Saddam sobre el éxito y la percepción de que ha triunfado al hacer daño a Estados Unidos… y ahora esto. No es más que paja, Simon, y necesitamos un cordel.

—¿Un cordel?

—Solo puede hacerse una bala con paja cuando se tiene un cordel para atarla. Ha de haber otra manera de saber qué piensa realmente. De lo contrario, las autoridades tienen razón y utilizará el arma del gas que ya posee.

—De acuerdo, buscaré un cordel.

—Y yo no le he visto esta noche ni hemos hablado —concluyó Martin.

—Gracias —dijo Paxman.

Hassan Rahmani se enteró de la muerte de su agente Leila dos días después de que ocurriera, el 19 de enero. No se había presentado como estaba convenido para hacer una entrega de información sonsacada al general Kadiri en la cama y, temiendo lo peor, consultó los registros del depósito de cadáveres.

El hospital de Mansour aportó la prueba, aunque el cadáver había sido enterrado, junto a otros procedentes de los edificios militares destruidos, en una fosa común.

Hassan Rahmani no creía que su agente hubiera sido alcanzada por una bomba perdida cuando cruzaba un solar vacío en plena noche más de lo que creía en los fantasmas. Los únicos fantasmas sobre los cielos de Bagdad eran los bombarderos americanos invisibles que conocía por haber leído sobre ellos en revistas de defensa occidentales, y no eran tales fantasmas sino inventos concebidos lógicamente, lo mismo que la muerte de Leila al Hilla.

Su única conclusión lógica era que Kadiri había descubierto sus actividades extramuros y les había puesto término, lo cual significaba que la mujer habría hablado antes de morir. En cuanto a él, significaba que Kadiri se había convertido en un enemigo tan poderoso como peligroso. Peor todavía, su principal conducto de acceso a los consejos internos del régimen había sido cerrado.

De haber sabido que Kadiri estaba tan preocupado como él mismo, Rahmani se habría sentido encantado, pero lo ignoraba. Solo sabía que en lo sucesivo tendría que andarse con pies de plomo.

El segundo día de la batalla aérea Irak lanzó su primera batería de misiles contra Israel. Los medios de comunicación anunciaron enseguida que se trataba de Scud-B de fabricación soviética, y ese nombre se utilizó durante toda la guerra. En realidad, no se trataba en absoluto de misiles Scud.

La estrategia del ataque no era absurda. Irak sabía perfectamente que Israel no era un país dispuesto a aceptar grandes cantidades de bajas civiles. Cuando los primeros cohetes cayeron sobre los suburbios de Tel Aviv, Israel reaccionó tomando el camino de la guerra, exactamente lo que Bagdad deseaba.

Dentro de la Coalición de cincuenta naciones alineadas contra Irak figuraban diecisiete estados árabes, y si había algo que todos compartían, aparte del credo islámico, era la hostilidad hacia Israel. Irak calculaba, probablemente con razón, que si era posible provocar al estado hebreo mediante un ataque para que interviniese en la guerra, las naciones árabes de la Coalición se retirarían. Incluso el rey Fahd, monarca de Arabia Saudí y Conservador de los dos Santos Lugares, se encontraría en una posición insostenible.

Al principio se creyó que los cohetes lanzados contra Israel estarían cargados de gas o cultivos de gérmenes. De ser esto cierto, habría sido imposible contener a Israel. Enseguida se demostró que los misiles eran de carga convencional, pero el efecto psicológico en el interior de Israel seguía siendo enorme.

El gobierno de Estados Unidos se apresuró a presionar a Jerusalén para que no respondiera con un contraataque. Se le aseguró a Itzhak Shamir que los aliados se encargarían del asunto. Israel llegó a lanzar un contraataque con una oleada de sus cazabombarderos F-15, pero ordenó que regresaran cuando todavía volaban sobre el espacio aéreo israelí.

El Scud verdadero era un misil soviético torpe y obsoleto, de los que Irak había adquirido novecientos varios años antes. Tenía un alcance inferior a los trescientos kilómetros y estaba provisto de una carga explosiva cercana a la media tonelada. No volaba guiado, y en su forma original podía impactar en cualquier parte en un radio de unos ochocientos metros de su objetivo.

Desde el punto de vista de Irak, había sido una compra prácticamente inútil. Esos misiles no pudieron llegar a Teherán durante la guerra entre Irak e Irán y, desde luego, no podían llegar a Israel ni siquiera si los lanzaban desde la frontera más occidental de Irak.

Entretanto, los iraquíes habían hecho algo en apariencia excéntrico con los misiles. Habían cortado los Scud en pedazos, con ayuda de tecnología alemana, usando tres de ellos para crear dos nuevos cohetes. Lo menos que podría decirse del nuevo cohete Al Husayn era que se trataba de una chapuza.

Mediante la adición de depósitos de combustible complementarios, los iraquíes habían aumentado el alcance a 630 kilómetros, de manera que podía, como en efecto ocurrió, alcanzar Teherán e Israel. Pero la carga útil había quedado reducida a unos patéticos ochenta kilos. Su orientación, que siempre había sido errática, era ahora caótica. Dos de ellos, lanzados contra Israel, no solo no cayeron en Tel Aviv sino que sobrevolaron todo el territorio israelí y cayeron en Jordania.

No obstante, como arma terrorista, casi surtió efecto. Aunque el número total de cohetes Al Husayn que cayeron en Israel tenían menos carga útil que una sola bomba americana de mil kilos lanzada sobre Irak, causaron en la población israelí algo que se aproximaba al pánico.

Estados Unidos respondió de tres maneras. Hasta mil aviones aliados fueron desviados de sus tareas asignadas sobre Irak para buscar los emplazamientos fijos de cohetes y las todavía más esquivas lanzaderas móviles.

Baterías de misiles Patriot americanos fueron enviadas a Israel al cabo de unas horas, con el fin de que derribaran a los cohetes iraquíes, pero sobre todo para persuadir a Israel de que se mantuviera al margen de la guerra.

Y, por último, los SAS y, más adelante, los Boinas Verdes americanos fueron enviados al desierto occidental de Irak para que buscaran las lanzaderas de cohetes móviles y las destruyeran con sus propios misiles Milan o pidieran por radio ataques aéreos.

Aunque saludados como los salvadores de toda la creación, los Patriot tenían un éxito limitado que no era culpa suya, pues el fabricante, Raytheon, los había diseñado para que interceptaran aviones, no misiles, y fueron rápidamente adaptados a su nuevo papel. La razón de que casi nunca alcanzaran a uno de los misiles que llegaban no fue revelada.

Lo cierto era que, al ampliar el alcance del Scud convirtiéndolo en el Al Husayn, los iraquíes también habían aumentado su altitud. El nuevo cohete, que en su vuelo parabólico penetraba en el espacio interior, se ponía al rojo vivo al descender, algo para lo que el Scud no había sido diseñado. Cuando entraba de nuevo en la atmósfera terrestre se desintegraba. Lo que descendía sobre Israel no era un cohete entero, sino un cubo de basura caído del cielo.

Cuando el Patriot realizaba su cometido, ascendía para interceptar al otro misil y no se encontraba con una pieza de metal que avanzaba hacia él, sino con una docena. Así pues, su minúsculo cerebro le decía que debía hacer aquello para lo que estaba diseñado, es decir, ir en busca de la pieza más grande. Esta pieza solía ser el depósito de combustible vacío, que caía descontroladamente. La cabeza explosiva, mucho más pequeña y separada del resto del misil al producirse la fragmentación, descendía en caída libre. Muchas no llegaban a estallar, y la mayor parte de los daños sufridos por los edificios israelíes se debieron al impacto.

Si el llamado Scud era un terrorista psicológico, el Patriot era un salvador psicológico. Pero la psicología surtía efecto siempre y cuando formara parte de la solución.

Otra parte era el pacto de tres puntos convenido secretamente entre Estados Unidos e Israel. El primer punto se refería a la entrega gratuita de los Patriot, en tanto que el segundo era la promesa del cohete Arrow, muy mejorado, en cuanto estuviera listo, alrededor de 1994. El tercer punto era el derecho de Israel a elegir hasta un centenar de blancos adicionales que las fuerzas aliadas se encargarían de destruir. Se trataba, principalmente, de objetivos en Irak occidental que afectaban a Israel. Debido a su posición geográfica, ninguno de esos blancos tenía nada que ver con la liberación de Kuwait, en el otro lado de la península Arábiga.

Los cazabombarderos de las fuerzas aéreas estadounidense y británica asignados a la caza de Scud tuvieron muchos éxitos. Sin embargo, la CIA se mostró escéptica, lo que despertó las iras de los generales Chuck Horner y Schwarzkopf.

Dos años después de la guerra Washington negó oficialmente que una sola lanzadera móvil de misiles Scud hubiera sido destruida por los bombardeos aéreos, una sugerencia que todavía hoy encoleriza a cualquiera de los pilotos que participaron. El hecho fue que la mashirovka volvió a engañar en gran manera a los pilotos.

Si el desierto al sur de Irak es como una mesa de billar sin ningún accidente, los desiertos al norte y el noroeste son rocosos, montuosos y recorridos por un millar de uadis y barrancos. Aquel era el terreno que Mike Martin tuvo que recorrer cuando se infiltró en Bagdad. Antes de lanzar sus ataques con cohetes, Bagdad había confeccionado centenares de falsas lanzaderas móviles de Scud. Estas estaban camufladas, al igual que las reales, de modo que se confundiesen con el paisaje.

Los iraquíes acostumbraban a sacar por la noche los tubos de chapa metálica montados en la caja plana de un camión, y al amanecer prendían fuego a un barril de petróleo y desechos de algodón que estaba en el interior del tubo. Muy lejos de allí, los sensores de los AWACS captaban la fuente de calor y las registraban como un lanzamiento de misil. Los cazas se dirigían al emplazamiento, hacían su trabajo y afirmaban haber acabado con una lanzadera.

A los hombres del SAS no era posible engañarles de esa manera. Aunque eran muy pocos, acudían al desierto occidental en sus Land Rover y motos, se escondían, soportando el calor ardiente del día y el frío helado de la noche, y observaban. A doscientos metros podían ver qué era una verdadera lanzadera y qué era una falsificación.

Cuando las lanzaderas de cohetes eran sacadas de sus escondites en las alcantarillas bajo las carreteras y debajo de los puentes donde permanecían ocultas para eludir la observación aérea, los silenciosos hombres camuflados en las escarpaduras del terreno las vigilaban a través de sus prismáticos. Si había demasiados iraquíes alrededor, pedían discretamente por radio que se procediera al ataque aéreo. En caso de que fuese factible, usaban sus propios cohetes anticarro Milan, que producían un gran estruendo cuando alcanzaban el depósito de combustible de un auténtico Al Husayn.

Pronto se puso de manifiesto que existía una línea invisible que iba de norte a sur en el desierto. Al oeste de esa línea, los cohetes iraquíes podían llegar a Israel, mientras que al este su alcance era corto. El trabajo consistía en aterrorizar a las tripulaciones iraquíes para que no se atrevieran a aventurarse al oeste de esa línea, sino que disparasen al este de la misma y mintieran a sus superiores. La operación duró ocho días, al cabo de los cuales cesaron los ataques con cohetes contra Israel y no se reanudaron: Más adelante fue utilizada como línea divisoria la carretera entre Bagdad y Jordania. Al norte de ella estaba el pasadizo septentrional de los Scud, terreno de las Fuerzas Especiales estadounidenses que iban allí en helicópteros de largo alcance. Por debajo de la carretera estaba el pasadizo meridional de los Scud, competencia del Servicio Aéreo Especial. Cuatro excelentes profesionales murieron en aquel desierto, pero llevaron a cabo la tarea que les había sido encomendada, en tanto que una tecnología que costaba miles de millones de dólares había sido engañada.

El 20 de enero, cuando la batalla aérea llevaba ya cuatro días, el escuadrón 336 procedente de Al Kharz era una de las unidades que no había sido desviada al desierto occidental. Su misión aquel día consistía en un emplazamiento de grandes misiles SAM al noroeste de Bagdad. Los SAM estaban controlados por dos grandes antenas de radar.

Los ataques aéreos previstos en el plan del general Horner avanzaban ahora hacia el norte. Casi todas las bases de misiles y antenas de radar al sur de una línea horizontal a través de la zona meridional de Bagdad habían sido destruidas, y era hora de limpiar el espacio aéreo al este, oeste y norte de la capital.

El día 20 de enero los 24 Strike Eagle del escuadrón realizarían varias misiones. El jefe al mando, el teniente coronel Steve Turner, había destinado un grupo de doce aviones a la base de misiles. Un enjambre tan numeroso de Eagle era conocido en la jerga militar como un «gorila».

El «gorila» estaba encabezado por uno de los dos comandantes de vuelo. Cuatro de los doce aparatos estaban provistos de HARM, los misiles destructores de radares que se orientaban por las señales infrarrojas procedentes de una antena de radar. Los otros ocho llevaban dos largas bombas relucientes, con cubierta de acero inoxidable y guiadas por láser, conocidas como GBU-10-I. Cuando los radares fueran destruidos y los misiles quedaran ciegos, seguirían a los HARM y destruirían las baterías de cohetes.

No parecía que las cosas fuesen a salir mal. Los doce Eagle despegaron en tres grupos de cuatro aparatos, se colocaron en formación más o menos escalonada y ascendieron a ocho mil metros. El cielo era de un azul brillante y debajo de los aviones el desierto resultaba claramente visible.

Al sur de la frontera los doce Eagle se reunieron con sus aviones nodriza, dos KC-10. Cada uno de ellos alimentaría a seis sedientos cazas, por lo que, uno tras otro, los Eagle se colocaron en posición detrás de los nodrizas y esperaron a que el operario del sistema de alimentación, que les miraba a través de su ventana de plexiglás, a pocos metros de distancia, enviara el brazo alimentador hasta quedar fijado en la entrada de combustible situada en el morro del caza.

Finalmente, los doce Eagle, tras haber repostado para su misión, giraron hacia el norte, en dirección a Irak. Un AWACS que se encontraba sobre el Golfo les comunicó que no existía ninguna actividad hostil por delante de ellos. De haber habido cazas iraquíes en el aire, los Eagle llevaban, aparte de sus bombas, dos clases de cohetes aire-aire, el misil de interceptación aérea número 7 y el AIM-9, más conocidos como Sparrow y Sidewinder respectivamente.

La base de misiles estaba allí, en efecto, pero sus radares permanecían inactivos. Si las antenas hubieran operado cuando ellos llegaron, se habrían «iluminado» de inmediato para guiar a los SAM en su búsqueda de los intrusos que se aproximaban. En cuanto los radares se activaran, los cuatro Strike Eagle que transportaban los HARM los eliminarían o, como se decía en la jerga de la Fuerza Aérea, «les arruinarían el día».

Los americanos nunca llegaron a averiguar si el jefe militar iraquí temía por su vida o solo era extremadamente listo, pero aquellos radares se negaron a funcionar. Dirigidos por el jefe de vuelo, los primeros cuatro Eagle descendieron una y otra vez para provocar el encendido de los radares, pero estos siguieron apagados.

Habría sido absurdo que los bombarderos se internaran en el espacio aéreo iraquí con los radares todavía intactos, pues de haberse «iluminado» de súbito, los misiles SAM habrían tenido a los Eagle a su merced.

Al cabo de veinte minutos sobre el blanco, el ataque fue cancelado y a los componentes del «gorila» se les asignaron sus blancos secundarios.

Don Walker intercambió rápidamente unas palabras con Tim Nathanson, su «mago» sentado detrás de él. El blanco secundario de la jornada era un emplazamiento fijo de Scud al sur de Samarra, el cual, en cualquier caso, estaba siendo visitado por otros cazabombarderos porque se trataba de una conocida instalación de gas venenoso.

Los AWACS confirmaron que no había ninguna actividad de despegue en las dos grandes bases aéreas iraquíes al este de Samarra y el sudeste de Balad. Don Walker llamó a su piloto de flanco y los dos aviones se dirigieron al emplazamiento de los Scud.

Todas las comunicaciones entre los aviones americanos estaban codificadas mediante el sistema llamado HAVEquick, que enmaraña las conversaciones de modo que sean ininteligibles para cualquiera que escuche pero no disponga del mismo sistema. Aunque los códigos se podían cambiar a diario, eran comunes a toda la aviación aliada.

Walker miró a su alrededor. El cielo estaba despejado y a ochocientos metros de distancia su piloto de flanco Randy R-2 Roberts volaba a popa y ligeramente por encima de él. Su «mago», sentado detrás, era Jim Boomer Henry.

Cuando llegó a la posición de las lanzaderas fijas de Scud, Walker descendió para identificar el blanco adecuadamente y se irritó al advertir que un shamal, una nube de arena que se había levantado del suelo a causa del fuerte viento, lo ocultaba.

Las bombas guiadas por láser no errarían en tanto y en cuanto el piloto pudiese seguir el rayo proyectado hacia el objetivo desde su propio avión, pero para proyectar el rayo guía, necesitaba ver el blanco.

Enfurecido y ya escaso de combustible, Walker dio la vuelta. Dos frustraciones en la misma mañana era demasiado. Detestaba aterrizar sin haber lanzado un solo proyectil, pero no podía hacer nada, el camino hacia casa estaba hacia el sur.

Al cabo de tres minutos atisbó un enorme complejo industrial.

—¿Qué es eso? —preguntó a Tim.

—Se llama Tarmiya —respondió el técnico después de examinar sus mapas.

—Es enorme, ¿eh?

—Sí.

Aunque ninguno de los dos lo sabía, el complejo industrial de Tarmiya estaba formado por 381 edificios y ocupaba un cuadrado de dieciséis kilómetros de lado.

—¿Figura en la lista?

—No.

—De todos modos voy a bajar. Cúbreme el culo, Randy.

—Ya está —le dijo su piloto de flanco a través de la radio.

Walker hizo bajar su Eagle hasta tres mil metros. El polígono industrial era inmenso. En el centro se alzaba un edificio enorme, del tamaño de un estadio deportivo cubierto.

—Allá voy.

—No es un blanco señalado, Don.

Al llegar a dos mil cuatrocientos metros, Walker activó el sistema de orientación por láser y se alineó sobre la vasta factoría que se extendía por debajo y delante de él. En el tablero de mandos, una pantalla digital le mostró la distancia a medida que se acortaba, indicándole los segundos que faltaban para disparar. Cuando esta última cifra fue cero, Walker soltó las bombas, manteniendo todavía el morro del avión sobre el blanco que se aproximaba.

El «husmeador» de láser en el morro de las dos bombas era del sistema PAVEWAY. Bajo el fuselaje del avión estaba el módulo de orientación, llamado LANTIRN. Este último lanzaba un rayo infrarrojo invisible hacia el blanco, donde el rayo rebotaba para formar un corto cesto electrónico en forma de embudo cuya punta señalaba hacia el avión.

Las cabezas separables PAVEWAY percibieron ese cesto, penetraron en él y siguieron el embudo hacia abajo y adentro hasta que se produjo el impacto precisamente en el lugar al que se había dirigido el rayo.

Ambas bombas cumplieron con su cometido, estallando bajo el borde del tejado de la construcción. Tras verlas estallar. Don Walker viró, alzó el morro del Eagle y remontó el vuelo de nuevo hasta los ocho mil metros. Al cabo de una hora, y después de repostar una vez más en vuelo, él y su piloto de flanco aterrizaron en Al Kharz.

Antes de elevar el morro de su aparato, Walker había visto el destello cegador de las dos explosiones, así como la gran columna que se había levantado, y había tenido un atisbo de la nube de polvo que siguió al bombardeo.

Lo que no vio era que aquellas dos bombas habían arrancado un extremo de la factoría, levantando una gran sección de tejado, que desde arriba parecía la vela de un barco en el mar.

Tampoco observó que el fuerte viento del desierto que soplaba aquella mañana, el mismo que había ocasionado la tormenta de polvo que ocultó el emplazamiento de los misiles Scud, hizo el resto. Arrancó el tejado del edificio, tirando de él hacia atrás como la tapa de una lata de sardinas, mientras las láminas de acero que cubrían el tejado volaban letalmente en todas direcciones.

Una vez de regreso en la base, Don Walker, como los demás pilotos, fue sometido a un intenso interrogatorio. Se trataba de un trámite agotador, pues los hombres estaban extenuados, pero debía efectuarse. El encargado de hacerlo era el oficial de Inteligencia del escuadrón, la comandante Beth Kroger.

Nadie pretendía que la operación del «gorila» hubiera sido un éxito, pero cada piloto había tomado en serio su blanco secundario, excepto uno. Su competente oficial de armamento había desestimado su objetivo secundario y elegido un terciario al azar.

—¿Para qué diablos ha hecho eso? —le preguntó Beth Kroger.

—Porque era enorme y parecía importante.

—Ni siquiera figuraba en la orden de la misión —se quejó ella.

La oficial anotó el objetivo que Walker había elegido, su localización exacta y su descripción, además del informe proporcionado por el piloto de los daños que las bombas habían causado, a fin de someterlo a la atención del Centro de Control Aéreo Táctico, conocido por sus siglas TACC, que compartía el sótano de Centaf debajo del cuartel general de la Fuerza Aérea saudí con los analistas del Agujero Negro en Riad.

—Si resulta que eso era una planta embotelladora de agua o una fábrica de alimentos infantiles, le van a empapelar —advirtió la oficial a Walker.

—¿Sabe una cosa, Beth? —replicó él—. Está usted guapa cuando se enfada.

Beth Kroger era una buena oficial de carrera. Si alguien iba a coquetear con ella, prefería que fuese de coronel para arriba. Como los tres únicos que había en la base estaban bien casados, Al Kharz empezaba a resultar un lugar aburrido.

—Se está usted pasando de la raya, capitán —le dijo ella, recalcando la última palabra, y fue a archivar el informe.

Walker suspiró y se encaminó a su litera para descansar. La mujer estaba en lo cierto. Si acababa de bombardear el mayor orfelinato del mundo, el general Horner usaría personalmente sus insignias de capitán como mondadientes. Lo cierto es que nunca dijeron a Don Walker qué era el blanco que había bombardeado aquella mañana, pero no se trataba de un orfelinato.