La respuesta a la perplejidad del general británico se hallaba sobre una corredera acolchada bajo los fluorescentes de la factoría, a 25 metros de profundidad bajo la superficie del desierto, donde había sido construido.
Un ingeniero sacó brillo al artefacto y se apresuró a cuadrarse cuando se abrió la puerta de la sala. Solo entraron cinco hombres antes de que los dos guardianes armados del cuerpo de seguridad presidencial, el Amn al Khass, cerrasen la puerta.
Cuatro de los hombres se mantuvieron a cierta distancia del que iba en el centro. Vestía su habitual uniforme de combate, con relucientes botas de becerro y su arma personal al cinto. Un pañuelo de algodón verde cubría el triángulo entre la chaqueta y la garganta.
Uno de los otros cuatro era el guardaespaldas personal, quien, incluso allí, donde todo el mundo había sido registrado cinco veces por si llevaba armas ocultas, no se apartaba de su lado. Entre el rais y su guardaespaldas estaba el yerno, Hussein Kamil, al frente del Ministerio de Industria e Industrialización Militar, el MIMI. Como en tantos otros aspectos, era el MIMI el que se había hecho cargo del Ministerio de Defensa.
Al otro lado del presidente se hallaba la figura principal del programa nuclear iraquí, el doctor Jaafar al Jaafar, considerado abiertamente como el Robert Oppenheimer de Irak. Junto a él, pero un poco detrás, estaba el doctor Salah Siddiqui. Si Jaafar era el físico, Siddiqui era el ingeniero.
El acero de su invento tenía un brillo apagado bajo la luz blanca. Medía cuatro metros y medio de largo y escasamente un metro de diámetro.
En la parte trasera había un complicado dispositivo de un metro de largo destinado a absorber el impacto, el cual se desprendería en cuanto el proyectil hubiera sido lanzado. Incluso el resto de la envoltura de tres metros de largo era, de hecho, un «casquillo», una manga dividida en ocho secciones idénticas. Unos minúsculos pernos explosivos harían que la envoltura se separase cuando el proyectil partiera hacia su destino, dejando que el delgado núcleo, de sesenta centímetros de diámetro, avanzara solo.
El «casquillo» solo servía para contener el proyectil de sesenta centímetros de modo que llenara el metro necesario para ocupar el calibre del lanzador y proteger las cuatro aletas rígidas que ocultaba.
Irak no poseía la telemetría necesaria para dirigir aletas movibles mediante señales de radio desde tierra, pero las aletas rígidas servirían para estabilizar al proyectil en vuelo y evitarían que se bamboleara o cayese.
La puntiaguda cabeza separable era de una aleación especial de acero ultrarresistente. Esta pieza también se desprendería finalmente.
Cuando un cohete que ha penetrado en el espacio interior durante su vuelo entra nuevamente en la atmósfera terrestre, esta crea un calor de fricción suficiente para fundir la cabeza separable. Por eso en su vuelo de regreso los astronautas necesitan un revestimiento antitérmico a fin de evitar que su cápsula se incinere al entrar en la atmósfera.
El artefacto que los cinco iraquíes examinaban aquella noche era similar. La cabeza separable de acero volaría sin problemas hacia arriba, pero no resistiría cuando entrase otra vez a la atmósfera. Si fuese retenido, el metal en fusión se doblaría y torcería, haciendo que el objeto que cae oscilara, se desviara bruscamente, girase de costado hacia la acometida del aire y ardiera.
La cabeza de acero estaba diseñada para que estallara en el apogeo del vuelo, revelando debajo de ella un cono de reingreso, más corto y romo, hecho de fibra de carbón.
Años atrás, el ahora difunto doctor Gerald Bull había intentado comprar para Bagdad una empresa británica en Irlanda del Norte, llamada LearFan. Era una compañía de aviación en bancarrota, que había intentado fabricar avionetas a reacción con muchos componentes de fibra de carbón. Lo que le interesaba al doctor Bull no eran las avionetas para ejecutivos, sino la maquinaria para hilar fibra de carbón que LearFan poseía.
La fibra de carbón es extremadamente resistente al calor, pero es también muy difícil de trabajar. El carbón se reduce primero a una especie de «lana» de la que se saca un hilo o filamento. El hilo se extiende y trenza muchas veces sobre un molde, y luego se fija a una armazón para darle la forma deseada.
Puesto que la fibra de carbón es esencial en la tecnología de los cohetes, y esta se clasifica como secreta, la exportación de tal maquinaria está estrictamente regulada. Cuando el servicio secreto británico se enteró del país al que iba destinado el equipo de LearFan y consultó en Washington, el trato se canceló. Se supuso que Irak no adquiriría su tecnología para fabricar filamento de carbón.
Los expertos se equivocaban. Irak probó otro sistema y esta vez tuvo éxito. Un proveedor estadounidense de productos para aire acondicionado y aislamientos fue persuadido para que vendiera a una compañía «tapadera» iraquí la maquinaria necesaria para fabricar hilo de lana de asbesto. Una vez en su destino, los ingenieros iraquíes la modificaron para obtener fibra de carbón.
La obra del doctor Siddiqui se encontraba entre el absorbedor de impactos en la parte trasera y la cabeza separable: una pequeña y ordinaria bomba atómica, aunque de perfecto funcionamiento, que sería lanzada por el principio del cañón de artillería, utilizando los catalizadores de litio y polonio para crear la tempestad de neutrones necesaria para iniciar la reacción en cadena.
Dentro del artefacto del doctor Siddiqui estaba el verdadero «triunfo», una esfera y un enchufe tubular que pesaban entre ambos 35 kilos y habían sido producidos bajo la dirección del doctor Jaafar. Eran de uranio puro 235 enriquecido.
Una lenta sonrisa de satisfacción se esbozó bajo el espeso bigote negro. El presidente avanzó y deslizó su dedo índice por el acero bruñido.
—¿Funcionará? —susurró—. ¿Funcionará de veras?
—Sí, sayidi rais —respondió el físico.
La cabeza tocada con una boina negra asintió lentamente varias veces.
—Hay que felicitaros, hermanos míos.
Debajo del proyectil, sobre un pedestal de madera, había una sencilla placa con la inscripción: Qubth ut Allah.
Tariq Aziz había reflexionado profundamente sobre si podría y, en caso de que lo consiguiese, de qué manera transmitir a su presidente la amenaza estadounidense que tan brutalmente le habían planteado en Ginebra.
Se conocían desde hacía veinte años, dos décadas durante las cuales el ministro de Asuntos Exteriores había servido a su señor con una entrega absoluta, poniéndose siempre de su parte durante las luchas tempranas dentro de la jerarquía del partido Baas, cuando había otros candidatos al poder. Siempre había sostenido el juicio personal de que la crueldad absoluta del hombre de Tikrit triunfaría, y siempre había acertado.
Habían trepado juntos por el resbaladizo poste del poder en una dictadura de Oriente Medio, uno siempre a la sombra del otro. Mediante una obediencia ciega, el rechoncho Aziz de cabello gris había logrado vencer la desventaja inicial que suponía haber tenido una educación superior y dominar un par de idiomas europeos.
Dejando a cargo de otros el ejercicio efectivo de la violencia, había observado y aprobado, como todos debían hacer en la corte de Saddam Hussein, mientras tenía lugar una purga tras otra y desfilaban camino del patíbulo columnas de oficiales del Ejército y miembros del partido caídos en desgracia. Estas ejecuciones, a menudo, estaban precedidas por angustiosas horas en Abu Ghraib a manos de los torturadores.
Había visto a buenos generales depuestos y fusilados por tratar de defender a los hombres a su mando, y sabía que los verdaderos conspiradores habían muerto más horriblemente de lo que él quería imaginar.
También había presenciado lo ocurrido a la tribu al-Juburi, en otro tiempo tan poderosa en el Ejército que nadie se atrevía a ofender a sus miembros, despojada y humillada, y los supervivientes obligados a arrodillarse y obedecer. Había guardado silencio cuando el medio hermano de Saddam, Ali Hassan Majid, entonces ministro del Interior, planeó el genocidio de los kurdos, no solo en Halabja, sino también en otros cincuenta pueblos y aldeas, a los que arrasó con bombas, artillería y gas.
Como todos los demás miembros del entorno del rais, sabía que no tenía ningún otro sitio adonde ir. Si algo le ocurría a su amo, también él estaría definitivamente acabado.
Al contrario que algunos alrededor del trono, Aziz era demasiado inteligente para creer que aquel era un régimen popular. Su verdadero temor no eran los extranjeros, sino la terrible venganza del pueblo de Irak si alguna vez le arrancaban el velo protector de Saddam.
Su problema aquel 11 de enero, mientras aguardaba el encuentro personal que había sido fijado tras su regreso de Europa, consistía en la manera de expresar la amenaza estadounidense sin atraer sobre él la inevitable ira del rais. Sabía que Saddam podía sospechar fácilmente que era él, el ministro de Asuntos Exteriores, quien había sugerido a los americanos que amenazasen a Irak. La paranoia carece de lógica, solo se rige por el instinto, unas veces acertado y otras erróneo. Muchos inocentes habían muerto, y sus familias con ellos, solo porque al rais se le había ocurrido sospechar de ellos.
Cuando dos horas después regresaba a su automóvil, se sentía aliviado y perplejo. Sus labios esbozaban una sonrisa.
Había visto al presidente relajado y afable, y de ahí su alivio. El rais había escuchado con expresión aprobatoria el brillante informe de Tariq Aziz sobre su misión en Ginebra. Afirmó haber observado en todas las personas con las que habló una comprensión generalizada por la posición de Irak y un sentimiento antiestadounidense que parecía ir en aumento en Occidente.
Saddam asintió con gesto de comprensión cuando Aziz echó las culpas a los comerciantes armamentísticos americanos, y cuando el ministro de Asuntos Exteriores, lleno de indignación, mencionó finalmente lo que James Baker le había dicho, la esperada explosión de ira por parte del rais no se produjo.
Mientras otros alrededor de la mesa estaban exaltados y echaban pestes contra el enemigo, Saddam Hussein siguió asintiendo, sonriente.
El ministro de Asuntos Exteriores también sonreía al abandonar la reunión, porque al final el rais le había felicitado por su misión europea. El hecho de que, según todos los criterios diplomáticos normales, esa misión hubiera sido un desastre, pues allí donde había ido le habían rechazado, sus anfitriones le habían tratado con una gélida cortesía y había sido incapaz de hacer mella en la resolución de los coaliados de enfrentarse a su país, no parecía importar.
Su perplejidad procedía de algo que el rais había dicho al final de la audiencia. Había sido un aparte, una observación susurrada solamente al ministro de Asuntos Exteriores cuando le acompañó a la puerta.
—Rafeek, querido camarada, no te preocupes. Pronto tendré una sorpresa para los americanos. Todavía no, pero si los Beni el Kalb tratan alguna vez de cruzar la frontera, no les responderé con gas, sino con el Puño de Dios.
Tariq Aziz hizo un gesto de asentimiento, aun cuando no sabía de qué le estaba hablando el rais. Lo supo junto con otros, solo veinticuatro horas más tarde.
En la mañana del 12 de enero tuvo lugar la última reunión del Consejo del Mando Revolucionario en pleno, celebrada en el palacio presidencial ubicado en la esquina de las calles Catorce de Julio y Kindi. Una semana después las bombas lo redujeron a escombros, pero el pájaro que estaba dentro había volado.
Como siempre, la convocatoria de la reunión llegó en el último momento. Por mucho que uno ascendiese en la jerarquía, al margen de la confianza depositada en él, solo un pequeño grupo de familiares, íntimos y guardaespaldas personales sabían dónde se encontraba exactamente el rais en una hora o un día determinados.
Si había sobrevivido a siete atentados muy bien planeados, había sido gracias a su obsesión por la seguridad personal.
Ni el servicio de contraespionaje ni la policía secreta de Omar Khatib y, desde luego, ni el Ejército ni la Guardia Republicana eran de suficiente confianza para proporcionar esa seguridad. La tarea recaía en la Amn al Khass, cuyos miembros eran jóvenes, casi adolescentes todavía, pero con una lealtad fanática y absoluta. Su jefe era el propio hijo del rais, Kusay.
Ningún conspirador podría saber jamás la carretera que recorrería el rais, cuándo o en qué vehículo. Sus visitas a las bases militares o instalaciones industriales eran siempre por sorpresa, no solo para aquellos que recibían la visita, sino también para los miembros de su entorno.
Incluso en Bagdad revoloteaba de un lugar a otro a capricho; unas veces pasaba varios días en el palacio, otras se retiraba a su búnquer detrás y debajo del hotel Rashid.
Cada plato que le servían tenía que ser probado primero, y el encargado de hacerlo era el hijo primogénito del jefe de cocina. Cada bebida venía en una botella con precinto.
Aquella mañana, cada miembro del Consejo del Mando Revolucionario había recibido la convocatoria a la reunión de manos de un mensajero especial una hora antes de su celebración. Así no había tiempo para efectuar los preparativos de un asesinato.
Las limusinas cruzaron el portal, dejaron a sus pasajeros y fueron a un aparcamiento especial. Cada miembro del Consejo pasó bajo un arco detector de metales. No se permitía llevar ningún arma personal.
Los treinta y tres asistentes se reunieron en la gran sala de conferencias, con su mesa en forma de T. Ocho se sentaron en la barra de la T, flanqueando el trono vacío, en el centro. Los demás lo hicieron unos frente a otros a lo largo del palo de la T.
Siete de los presentes eran parientes consanguíneos del rais y otros tres estaban emparentados por matrimonio. Estos y ocho más procedían de Tikrit o sus alrededores. Todos eran miembros del partido Baas desde hacía mucho tiempo.
Diez de los treinta y tres eran ministros y nueve generales del Ejército o la Fuerza Aérea. Saadi Tumah Abbas, ex comandante de la Guardia Republicana, había sido promovido a ministro de Defensa aquella misma mañana, y se sentaba, sonriente, en la cabecera de la mesa. Había sustituido a Abd al Jabber Shenshall, el renegado kurdo que mucho tiempo atrás había unido su suerte a la del verdugo de su propio pueblo.
Entre los generales del Ejército estaban presentes Musatafa Radi, de infantería; Farouk Ridha, de artillería; Ali Musuli, del Cuerpo de Ingenieros, y Abdullah Kadiri, del Cuerpo de Blindados.
En el extremo de la mesa se sentaban tres hombres que controlaban el aparato de Inteligencia: el doctor Ubaidi, de la Mukhabarat exterior; Hassan Rahmani, de contraespionaje, y Omar Khatib, de la policía secreta.
Cuando entró el rais, todos se levantaron y aplaudieron. El dirigente sonrió, tomó asiento, les indicó que hicieran lo mismo y dio comienzo a su declaración. No se habían reunido para discutir de nada, sino para escuchar lo que el presidente tenía que decirles.
Solo el yerno, Hussein Kamil, no mostró sorpresa alguna cuando el rais se embarcó en su perorata. Al cabo de cuarenta minutos dedicados a invocar la serie ininterrumpida de triunfos que habían marcado su liderazgo les dio la noticia, y la reacción fue de silencioso asombro.
Sabían que Irak lo había intentado durante años. Pero que el éxito en el único campo tecnológico que parecía capaz de asustar al mundo y ocasionar un temor reverencial incluso a los poderosos americanos se hubiera logrado ahora, en el mismo umbral de la guerra, parecía increíble. Era el resultado de la intervención divina. Pero la divinidad no estaba en los cielos, sino sentada allí mismo, delante de ellos, y sonreía apaciblemente.
Hussein Kamil, advertido de antemano, fue quien se levantó e inició la ovación. Los demás se apresuraron a imitarle, cada uno temeroso de ser el último en ponerse de pie o aplaudir con menos intensidad. Entonces ninguno estuvo dispuesto a ser el primero en detenerse.
Cuando dos horas después regresó a su despacho, Hassan Rahmani, el cortés y cosmopolita jefe del servicio de contraespionaje, despejó su mesa, ordenó que no le interrumpieran y se sentó con una taza de café fuerte entre las manos. Tenía que pensar, y hacerlo profundamente.
Como a todos los demás presentes en la sala, la noticia le había conmocionado. De repente el equilibrio de poder en Oriente Medio había cambiado, pero nadie lo sabía. Después de que el rais, con un admirable gesto de humildad, alzara las manos pidiendo que cesara la ovación y reanudase su presidencia de la sesión, pidió a todos los presentes que juraran mantener en secreto lo que acababan de escuchar.
Rahmani comprendía esa exigencia. A pesar de la euforia desbordante que experimentaban todos al salir, y a la que él se había unido sin vacilación, preveía grandes problemas. Ningún arma de esa clase tiene ningún valor a menos que tus amigos y, lo que es más importante, tus enemigos sepan que la posees. Entonces solo los enemigos potenciales se humillarían mostrándose como amigos.
Algunas naciones que habían desarrollado el arma se habían limitado a anunciar el hecho mediante una prueba importante, dejando que el resto del mundo sacara las conclusiones. Otras, como Israel y Sudáfrica, habían dado a entender que la poseían, pero nunca lo habían confirmado, dejando que el mundo y, en especial, sus vecinos, hicieran conjeturas. A veces esa actitud surtía mejor efecto, pues la imaginación se desmandaba.
Pero Rahmani estaba convencido de que en el caso de Irak no sería así. Si lo que el rais había dicho era cierto, y él no tenía la completa seguridad de que no se trataba de otra estratagema, contando con una filtración eventual a fin de conseguir otra prórroga del ataque aliado, entonces nadie fuera de Irak lo creería.
La única manera que tenía Irak de utilizar el arma con fines disuasorios era demostrar que la poseía, algo que el rais ahora parecía negarse a hacer. Por supuesto, dicha demostración planteaba grandes dificultades.
Efectuar una prueba en el propio territorio estaba descartado, pues sería una completa locura. Enviar un barco muy al sur del océano Índico, abandonarlo y dejar que la prueba tuviera lugar allí podría haber sido posible en otro tiempo, pero no ahora. Todos los puertos estaban firmemente bloqueados. Sin embargo, podrían invitar a un equipo de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, radicada en Viena, a fin de que examinaran el arma y se convencieran de que realmente existía. Al fin y al cabo, la AIEA les había visitado casi anualmente durante una década, y siempre habían conseguido engañarla sobre lo que allí se hacía. Si se les presentaban pruebas visuales, tendrían que dar crédito a sus ojos, aceptar humildemente lo ingenuos que habían sido en el pasado y confirmar la verdad.
No obstante, Rahmani acababa de oír que esa ruta estaba formalmente prohibida. ¿Por qué? ¿Porque todo era mentira? ¿Porque el rais tenía algún otro plan? Y lo que era más importante: ¿qué tenía que ver él, Rahmani, con el asunto?
Durante meses había contado con que Saddam Hussein cometería un error tras otro hasta embarcarse en una guerra que no podía ganar. Por fin lo había hecho. Rahmani había contado con la derrota que culminaría con la caída, ingeniada por los americanos, del rais y su consiguiente elevación en el régimen patrocinado por Estados Unidos. Ahora las cosas habían cambiado. Se dio cuenta de que necesitaba tiempo para pensar y encontrar la mejor manera de jugar aquella carta nueva y asombrosa.
Ya había oscurecido cuando apareció una marca de tiza en un muro detrás de la iglesia caldea de San José, en la Zona de los Cristianos. Parecía un número ocho tendido de lado.
Aquella noche los ciudadanos de Bagdad temblaron. A pesar del bombardeo incesante de propaganda emitida por la radio iraquí y la fe ciega que tenían muchos en que todo era cierto, otros escuchaban discretamente el Servicio Mundial de la BBC en árabe, preparado en Londres pero radiado desde Chipre, y sabían que los Beni Naji estaban diciendo la verdad. La guerra era inminente.
En la ciudad se creía que los americanos empezarían con un bombardeo de saturación, y esa suposición llegó al mismo palacio presidencial. Habría una enorme cantidad de bajas civiles. El régimen lo asumía sin que le importara. En las altas esferas se calculaba que semejante matanza masiva de civiles en sus casas causaría una reacción mundial contra Estados Unidos, obligándole a desistir y marcharse. Por ese motivo se permitía aún, e incluso se estimulaba, la permanencia en el hotel Rashid de un notable contingente de periodistas extranjeros. Había guías preparados para acompañar rápidamente a los cámaras de las televisiones extranjeras a los escenarios del genocidio en cuanto este comenzara.
La sutileza de semejante argumento eludía de alguna manera a los habitantes de Bagdad. Muchos ya habían huido, y los que no eran iraquíes se encaminaban a la frontera jordana para engrosar la marea de refugiados procedentes de Kuwait iniciada cinco meses atrás, mientras los iraquíes buscaban refugio en el campo.
Nadie sospechaba, incluidos los millones de televidentes pegados a sus pantallas en toda América y Europa, el verdadero nivel de sofisticación tecnológica con que contaba el lúgubre Chuck Horner allá en Riad. Nadie podía imaginar que la mayor parte de los blancos serían seleccionados entre un menú preparado por las cámaras de los satélites en el espacio y demolidos mediante bombas guiadas por láser que pocas veces se desviaban de su objetivo.
Lo que sí supieron los ciudadanos de Bagdad, cuando la verdad obtenida de la BBC se filtró a través de bazares y mercados, era que cuatro días después de la medianoche del 12 de enero expiraría el plazo dado para abandonar Kuwait y llegarían los aviones americanos. Así pues, la ciudad permanecía en silenciosa expectativa.
Mike Martin avanzaba lentamente en su bicicleta. Había salido de la calle Shurja y rodeado la parte trasera de la iglesia. Vio la marca de tiza en el muro mientras pedaleaba, y siguió adelante. Al llegar al extremo del callejón se detuvo, bajó de la bicicleta y pasó algún tiempo ajustando la cadena mientras miraba hacia atrás para ver si había algún movimiento a sus espaldas.
No advirtió nada extraño; no había agentes de la policía secreta en los portales que delataran su presencia al cambiar de postura ni cabezas visibles en lo alto de los terrados. Regresó pedaleando, extendió la mano con el trapo húmedo, borró la marca de tiza y se alejó.
La figura en forma de ocho significaba que le aguardaba un mensaje detrás de un ladrillo en un viejo muro frente a la calle Abu Nawas, río abajo, a menos de un kilómetro de distancia.
De niño había jugado allí, corriendo por los muelles con Hassan Rahmani y Abdelkarim Badri, donde los vendedores cocinaban el delicioso masgouf sobre lechos de rescoldos de juncos olorosos y vendían las partes más tiernas de las carpas del Tigris a los transeúntes.
Las tiendas y las casas de té estaban cerradas. Pocos paseaban por los muelles como lo hacían antes. El silencio era un aliado de Martin. En lo alto de Abu Navas vio un grupo de policías de paisano de la AMAM, pero no se fijaron en el fellagha que pedaleaba tras hacer un recado para su amo. La presencia de aquellos agentes le reconfortó, pues la AMAM se distinguía por su torpeza. Si iban a poner bajo vigilancia un buzón muerto, no utilizarían a un grupo de hombres tan visibles en la entrada de la calle. Su vigilancia podría ser un intento de refinamiento, pero era defectuoso.
El mensaje estaba allí. El ladrillo volvió a su lugar en un instante y el papel doblado quedó oculto en la entrepierna de sus calzoncillos. Minutos después cruzaba el puente de Ahrar sobre el Tigris, pasando de Risafa a Karch, y se dirigía a la casa del diplomático de la embajada soviética en Mansour.
Llevaba nueve semanas en la finca rodeada por una valla, y ya se había aclimatado. La cocinera rusa y su marido le trataban bien, y había aprendido algunas frases de su idioma. Todos los días iba a comprar verduras frescas, lo cual le daba una buena excusa para examinar todos sus buzones muertos. Había transmitido catorce mensajes al invisible Jericó, y recibido quince de este.
En ocho ocasiones le habían detenido los hombres de la AMAM, pero en todas ellas su porte humilde, la bicicleta y la cesta con verduras, fruta, café, especias y otros víveres, más la carta del diplomático y su evidente pobreza le habían permitido salir del paso sin ningún tropiezo.
No podía saber qué planes se estaban llevando a cabo en Riad, pero tenía que redactar todas las preguntas y peticiones dirigidas a Jericó en su propia caligrafía árabe tras escucharlas en las transmisiones grabadas que le llegaban, y leer las respuestas de Jericó a fin de enviarlas a Simon Paxman en transmisiones «condensadas».
Como soldado que era, comprendía que la información política y militar de Jericó tenía que ser de valor inapreciable para un general en jefe que preparaba un ataque contra Irak.
Ya había adquirido un calentador de petróleo y una lámpara Petromax para iluminar su chamizo. Unos sacos de arpillera traídos del mercado servían ahora como rudas cortinas para cubrir las ventanas, y si alguien se acercaba oiría el sonido de sus pasos en la grava.
Aquella noche regresó agradecido al calor de su hogar, echó el cerrojo a la puerta, se aseguró de que las cortinas cubrían las ventanas en su totalidad, encendió la lámpara y leyó el último mensaje de Jericó. Era más breve de lo acostumbrado, pero la brevedad no disminuyó su impacto. Martin lo leyó dos veces para asegurarse de que no había sufrido una pérdida repentina de sus conocimientos de árabe, musitó «Dios mío» y levantó las baldosas sueltas para sacar el magnetófono.
A fin de evitar cualquier malentendido, leyó el mensaje lenta y cuidadosamente en árabe y en inglés, antes de mover los mandos para rebobinar la cinta a gran velocidad y reducir su mensaje de cinco minutos a un segundo y medio.
Lo transmitió veinte minutos después de medianoche.
Sabedor de que aquella noche existía una ventana de transmisión entre quince y treinta minutos después de medianoche, Simon Paxman no se había acostado. Estaba jugando a cartas con uno de los técnicos de radio cuando llegó el mensaje. El segundo operador de radio trajo la noticia desde la sala de comunicaciones.
—Será mejor que venga a escuchar esto… ahora mismo, Simon.
Aunque en el puesto del SIS en Riad trabajaban muchos hombres, el control de Jericó se consideraba tan secreto que solo Paxman, el jefe de estación, Julian Gray, y dos técnicos de radio conocían aquel asunto. Sus tres habitaciones habían sido prácticamente aisladas del resto de la finca.
Simon Paxman escuchó la voz en la gran grabadora que estaba en la «choza de la radio», en realidad un dormitorio transformado. Martin hablaba primero en árabe, leyendo dos veces el mensaje manuscrito literal de Jericó, y luego daba su propia traducción, también dos veces.
Mientras escuchaba, Paxman sintió como si una mano grande y fría le revolviera las entrañas. Algo había salido mal, muy mal. Lo que estaba escuchando no podía ser cierto. Los otros dos hombres permanecían en silencio a su lado.
—¿Es él? —preguntó Paxman alarmado en cuanto finalizó el mensaje.
Lo primero que acudía a su mente era que Martin había sido capturado y la voz que acababa de oír era la de un impostor.
—Sí, es él, he hecho las comprobaciones oportunas. No hay duda alguna de que es él.
Las pautas del habla tienen tonos y ritmos variables, altos y bajos, cadencias que pueden ser registradas con un osciloscopio que las reduce a una serie de líneas sobre una pantalla, como un monitor de latidos cardíacos.
Cada voz humana es ligeramente diferente, por muy buena que sea la imitación. Antes de su partida hacia Bagdad, la voz de Mike Martin había sido grabada en una de tales máquinas. Más tarde las transmisiones desde Bagdad habían recibido el mismo tratamiento, por si la reducción y el aumento de la velocidad, junto con cualquier distorsión producida por el magnetófono o la transmisión mediante satélite, causaban alguna variación.
La voz que llegó de Bagdad aquella noche coincidía con la voz registrada. Era Martin, y nadie más que él, quien hablaba.
Paxman temía también que Martin hubiera sido capturado, torturado y le hubieran «dado la vuelta», y que ahora emitiera bajo coacción. Rechazó esa idea como sumamente improbable.
Había palabras convenidas de antemano, una pausa, una vacilación, una tos, que habrían advertido a los escuchas de Riad en caso de que el agente no transmitiera libremente. Además, su transmisión anterior solo había tenido lugar tres días antes.
La policía iraquí podía ser brutal, pero no era rápida. Y Martin tenía una gran resistencia. Un hombre detenido y obligado a transmitir lo que sus captores quisieran estaría destrozado, la tortura le habría convertido en una piltrafa, lo cual se notaría en su manera de hablar.
Eso significaba que Martin era de fiar: el mensaje que había leído era precisamente el que Jericó le había hecho llegar aquella noche. Esto planteaba más imponderables. O Jericó estaba en lo cierto, o se equivocaba o mentía.
—Llame a Julian —dijo Paxman a uno de los técnicos de radio.
Mientras el hombre iba en busca del jefe de estación, que estaba durmiendo arriba, Paxman telefoneó por la línea privada a su colega americano, Chip Barber.
—Será mejor que venga cuanto antes, Chip —le dijo.
El hombre de la CIA se despertó enseguida. Algo en la voz del inglés le dijo que aquel no era el momento para gastar bromas.
—¿Hay problemas, amigo mío?
—Así lo parece desde aquí —admitió Paxman.
Barber cruzó la ciudad y llegó a la casa del SIS en media hora, con un suéter y los pantalones encima del pijama. Eran las dos de la madrugada. Por entonces Paxman tenía la cinta en inglés y árabe, más una transcripción en ambos idiomas. Los dos técnicos de radio, que habían trabajado durante años en Oriente Medio, hablaban el árabe con fluidez y confirmaron que la traducción de Martin era exacta.
—Debe de estar bromeando —susurró Barber cuando oyó la grabación.
Paxman examinó las comprobaciones ya efectuadas para establecer la autenticidad de la voz de Martin.
—Mire, Simon, Jericó informa de lo que él asegura haber oído a Saddam esta mañana, perdón, ayer por la mañana. Es posible que Saddam mienta. No hay duda de que falta a la verdad con la misma facilidad con que respira.
Cierto o falso, aquel asunto no podía ser tratado en Riad. Los puestos locales del SIS y la CIA podrían proporcionar a sus generales información táctica e incluso estratégica militar procedente de Jericó, pero la política correspondía a Londres y Washington. Barber consultó su reloj. Eran las siete de la tarde en la capital de Estados Unidos.
—En estos momentos estarán mezclando sus cócteles —comentó—. Será mejor que los hagáis fuertes, muchachos. Informaré de esto a Langley de inmediato.
—Pues en Londres están tomando cacao y galletas —dijo Paxman—. Me pondré en contacto con Century, a ver qué sacan en claro.
Barber salió para enviar su copia de la transmisión codificada a Bill Stewart, con una urgencia clasificada como «cósmica», la más alta conocida. Eso significaría que, dondequiera que estuviese, los técnicos de codificación darían con él y le dirían que utilizase una línea segura.
Paxman hizo lo mismo con respecto a Steve Laing, a quien despertaron en plena noche y pidieron que abandonara su cálido lecho para salir a la noche helada y dirigirse a Londres.
Había una última cosa que Paxman podía hacer, y la hizo. A las cuatro de la madrugada Martin tenía una ventana de transmisión solo para escucha. Paxman esperó levantado y envió a su hombre en Bagdad un mensaje tan corto como explícito. Decía que Martin no debía acercarse, hasta nuevo aviso, a ninguno de sus seis buzones muertos. Por si acaso.
Karim, el estudiante jordano, efectuaba unos progresos lentos pero firmes en su cortejo de fräulein Edith Hardenberg. Esta le permitía que le cogiera la mano cuando paseaban por las calles de la vieja Viena, la escarcha de las aceras crujiendo bajo sus pies. La mujer incluso admitía en su fuero interno que era agradable caminar cogidos de la mano.
En la segunda semana de enero consiguió localidades para el Burgtheater… pagadas por Karim. Era una representación de Grillparzer, Cygus und sein Ring.
Antes de ir, ella le contó excitada que se trataba de un viejo rey con varios hijos, y aquel a quien legara su anillo sería el sucesor. Karim asistió a la representación con expresión estática y pidió varias explicaciones sobre el texto, al que se refirió constantemente durante la obra.
En el entreacto, Edith respondió entusiasmada a todas sus preguntas. Más tarde Avi Herzog le diría a Barzilai que la obra había sido tan excitante como ver secarse una pared pintada.
—Eres un filisteo —le dijo el hombre del Mossad—. No tienes cultura.
—No estoy aquí por mi cultura —replicó Avi.
—Entonces sigue con ello, muchacho.
El domingo, Edith, que era devota católica, asistía a misa matinal en la Votivkirche. Karim le explicó que, como musulmán, no podía acompañarla, pero la esperaría en un café al otro lado de la plaza.
Luego, cuando tomaban café al que él añadió ex profeso un chorrito de schnapps que sonrosó las mejillas de la dama, le explicó las diferencias y similitudes entre el cristianismo y el Islam, la adoración común de un solo Dios verdadero, la sucesión de patriarcas y profetas, las enseñanzas, los libros santos y los códigos morales. Edith le escuchaba temerosa pero fascinada. Se preguntaba si escuchar todo aquello podría poner en peligro su alma inmortal, pero le asombraba enterarse de que había estado equivocada al creer que los musulmanes se inclinaban ante ídolos.
—Me gustaría que cenáramos juntos —le dijo Karim tres días después.
—Bueno, sí, pero no te gastes mucho conmigo —replicó Edith.
Ahora podía mirar su rostro juvenil y sus ojos castaños con placer, pero no dejaba de recordarse que la diferencia de edad entre ellos era de diez años, y pensar en algo más que una amistad platónica se le antojaba absolutamente ridículo.
—No quiero cenar en un restaurante.
—¿Dónde entonces?
—¿Cocinarías para mí, Edith? ¿Sabes cocinar? ¿Auténtica comida vienesa?
Ella se ruborizó ante la idea. Cada noche, a menos que fuese sola a un concierto, se preparaba un modesto tentempié en la pequeña habitación de su pisito que le servía de comedor. Pero se dijo que sí, en efecto, sabía cocinar, aunque hacía tanto tiempo que no lo hacía para nadie… Además, arguyó, él la había llevado a varios restaurantes caros… y era un joven en extremo cortés y bien educado. ¿Qué de malo podía haber en ello?
Decir que el informe de Jericó transmitido la noche del 12 al 13 de enero ocasionó consternación en ciertos círculos secretos de Londres y Washington sería una verdad a medias. Lo cierto era que ocasionó un pánico controlado.
Uno de los problemas era el reducidísimo círculo de personas que conocía la existencia del confidente, y no digamos los detalles de la operación clandestina. El principio de la «necesidad de conocer» puede parecer quisquilloso o incluso obsesivo, pero tiene un motivo.
Todos los servicios secretos se sienten obligados hacia un agente que trabaja para ellos en una situación de muy alto riesgo, por muy innoble que pueda ser el agente como persona. El hecho de que Jericó fuese claramente un mercenario y no un ideólogo de altas miras era lo de menos. El hecho de que estuviera traicionando cínicamente a su país y su gobierno era irrelevante. De todos modos el gobierno de Irak era considerado completamente repulsivo, de manera que se trataba de un canalla traicionando a un puñado de canallas.
Lo que contaba, aparte del evidente valor de Jericó y el hecho de que su información muy bien podría salvar vidas de los aliados en el campo de batalla, era la alta posición que ostentaba y la posibilidad que tenía de acceder a informaciones de tal calibre que le convertían en un bien inapreciable. Era por ello que las dos agencias que le controlaban habían restringido el conocimiento de su existencia a un minúsculo círculo de iniciados. Ni los ministros del gobierno ni los políticos ni los funcionarios ni los militares habían sido informados oficialmente de que Jericó existía.
En consecuencia, los informes del agente habían sido disfrazados de diversas maneras. Se había ideado toda una serie de tapaderas para explicar la procedencia de aquel torrente de información.
Se suponía que los informes de carácter militar se debían a desertores iraquíes de Kuwait, entre ellos un comandante inexistente al que habían interrogado a fondo en una instalación encubierta de los servicios secretos en Oriente Medio, pero fuera de Arabia Saudí.
La información científica y técnica relativa a las armas de destrucción masiva estaba camuflada entre un licenciado en ciencias iraquí que se había pasado a los británicos tras haber estudiado en el Imperial College de Londres y haberse enamorado de una muchacha inglesa, y una serie de técnicos europeos que habían trabajado en Irak entre los años 1985 y 1990.
Los informes de naturaleza política se atribuían a una mezcla de refugiados que salían de Irak, mensajes radiofónicos encubiertos desde el Kuwait ocupado y brillantes informes de sigint y elint, inteligencia de señales y electrónica respectivamente, escuchas telefónicas y radiofónicas y vigilancia aérea.
Pero ¿cómo explicar un informe directo de lo que había dicho Saddam, por extravagante que pareciera, en una reunión a puerta cerrada en su propio palacio, sin admitir que existía un agente en los círculos más altos de Bagdad?
Los peligros de admitir semejante cosa eran tremendos. En primer lugar, había filtraciones, lo cual era algo que sucedía a menudo. Continuamente se filtran documentos gubernamentales, informes de los funcionarios y mensajes interdepartamentales. Desde el punto de vista de los servicios secretos, los políticos son los peores. Si damos crédito a las pesadillas de los maestros del espionaje, los políticos hablan por los codos con sus esposas, amigas, amigos, peluqueros, chóferes y camareros. Incluso hablan entre ellos de temas confidenciales con un camarero inclinado sobre su mesa.
Añádase a esto el hecho de que la prensa y otros medios de comunicación en Gran Bretaña y Estados Unidos tienen veteranos cuyos talentos investigadores hacen que Scotland Yard y el FBI parezcan duros de mollera, y se comprenderá el problema que entrañaba dar una explicación satisfactoria del producto que entregaba Jericó sin admitir la existencia de este.
Finalmente, en Londres y Washington seguía habiendo centenares de estudiantes iraquíes, algunos sin duda agentes de la Mukhabarat del doctor Ismail Ubaidi, dispuestos a informar a su país de cualquier cosa que vieran u oyesen.
No se trataba tan solo de que alguien denunciara a Jericó por su nombre, cosa que sería imposible. Bastaría un atisbo de que una información que no debería haber salido de Bagdad lo había hecho para que la red de contraespionaje de Rahmani hiciera horas extras a fin de detectar y aislar la fuente. En el mejor de los casos, eso significaría el futuro silencio de Jericó a fin de protegerse, y en el peor su captura.
Mientras avanzaba la cuenta atrás para el inicio del ataque aéreo, las dos agencias volvieron a ponerse en contacto con sus anteriores expertos en el campo de la física nuclear y les pidieron una rápida reevaluación de los informes que ya habían dado. ¿Existía, después de todo, una posibilidad, por mínimamente concebible que fuese, de que Irak estuviera en condiciones de disponer de una instalación mayor y más rápida para la separación de isótopos de lo que se había creído hasta entonces?
En Gran Bretaña se consultó una vez más a los expertos de Harwell y Aldermaston; en Estados Unidos a los de Sandia, Lawrence Livermore y Los Álamos. Apremiaron especialmente al departamento Z de Livermore, donde controlaban de modo continuo la proliferación nuclear en el Tercer Mundo.
Aunque bastante enfadados, los científicos se reafirmaron en sus conjeturas. Incluso suponiendo la peor situación posible, que no una sino dos «cascadas» centrifugadoras de difusión gaseosa estuvieran trabajando desde hacía no uno sino dos años, no existía la menor posibilidad de que Irak dispusiera de más de la mitad del uranio 235 necesario para un solo artefacto de tamaño mediano.
Las agencias se encontraban, pues, ante una gama de opciones. Saddam se equivocaba porque le habían mentido. Tal conclusión era improbable. Los responsables pagarían con sus vidas por semejante ultraje al rais.
Saddam lo había dicho pero mentía. Esta conclusión era muy factible. Lo habría hecho para reforzar la moral entre sus seguidores tibios y aprensivos. Pero en ese caso ¿por qué habría limitado el conocimiento de la noticia a los fanáticos más íntimos, que no eran tibios ni aprensivos? La propaganda reforzadora de la moral es para las masas y el extranjero. El enigma seguía sin respuesta.
Saddam no lo había dicho, en cuyo caso todo el informe era un fárrago de mentiras, lo cual tenía una conclusión secundaria: Jericó había mentido porque estaba ávido de dinero y creía que, dada la inminencia de la guerra, su actuación como espía pronto habría terminado. Había pedido un millón de dólares por su información.
Jericó mentía porque había sido desenmascarado y lo había revelado todo. Esta conclusión también era posible y planteaba un riesgo tremendo para el hombre que mantenía el contacto en Bagdad. Al llegar a ese punto, la CIA asumió con firmeza la situación. Como Langley era quien pagaba, tenía el perfecto derecho a hacerlo.
—Le diré el resultado final, Steve —dijo Bill Stewart a Steve Laing la noche del 14 de enero, a través de una línea segura desde la CIA a Century House—. Saddam se equivoca o miente, y lo mismo podemos decir de Jericó. En cualquier caso, el Tío Sam no ingresará un millón de pavos en una cuenta de Viena por esta clase de basura.
—¿No podría ser que, a la postre, la opción no considerada fuese cierta, Bill?
—¿A cuál se refiere?
—¿Que Saddam lo dijera y que fuese en serio?
—De ninguna manera. Es un burdo truco de naipes. No nos lo vamos a tragar. Mire, Jericó lo ha hecho muy bien durante nueve semanas, aunque ahora tengamos que revisar de nuevo los informes que nos ha dado. La mitad del material ya ha sido examinado y es bueno. Pero con su último informe ha metido la pata. Creemos que ese es el final de la línea. No sabemos por qué, pero así lo han decidido en las alturas.
—Eso nos crea problemas, Bill.
—Lo sé, amigo mío, y por ello le llamo nada más terminar la conferencia con el director. O Jericó ha sido capturado y se lo ha dicho todo a los matones, o está a punto de esfumarse. Pero si llega a saber que no enviaremos a su cuenta un millón de dólares, supongo que se pondrá desagradable. Sea como fuere, eso es una mala noticia para el agente que ustedes tienen allí. Es un buen elemento, ¿no?
—El mejor, con un temple excelente.
—Pues sáquele de ahí, Steve, y cuanto antes.
—Creo que eso es lo que tendremos que hacer, Bill. Gracias por el aviso. Lástima, era una buena operación.
—Ha sido la mejor mientras ha durado.
Stewart colgó. Laing subió a ver a sir Colin. La decisión se tomó en menos de una hora.
La mañana del 15 de enero, a la hora del desayuno, todos los pilotos que aguardaban en Arabia Saudí, estadounidenses, británicos, franceses, italianos, saudíes y kuwaitíes, sabían que iban a la guerra.
Creían que políticos y diplomáticos no habían logrado impedirla. A lo largo del día todas las unidades aéreas pasaron a la fase de alerta prebélica.
Los centros nerviosos de la campaña estaban localizados en tres establecimientos de Riad.
En las afueras de la Base Aérea Militar de Riad había una agrupación de enormes tiendas de campaña provistas de aire acondicionado, a las que, por la luz verde que se filtraba en ellas a través de la lona, llamaban el Granero. Este era el primer filtro de la marea de fotografías aportadas por los servicios secretos que habían fluido durante semanas y que se duplicarían y triplicarían en las próximas semanas.
El producto del Granero, una síntesis de la información fotográfica más importante aportada por numerosas salidas aéreas de reconocimientos, recorría más de kilómetro y medio carretera arriba hasta el cuartel general de la Fuerza Aérea saudí, gran parte de la cual había sido traspasada a la Fuerza Aérea Central, o CENTAF.
Un gigantesco edificio de vidrio y cemento, de 150 metros de longitud y sostenido sobre pilotes, albergaba el cuartel general. En el sótano, que ocupaba toda su longitud, tenía su base el CENTAF.
A pesar de la gran extensión del sótano, el espacio era insuficiente, por lo que el aparcamiento estaba repleto de una serie de tiendas de campaña verdes y casetas prefabricadas donde tenía lugar el resto de la actividad interpretativa.
En el sótano estaba el punto focal de todo ello; se trataba del Centro Conjunto de Producción de Imágenes, un laberinto de salas intercomunicadas en las que trabajaron durante la guerra 250 analistas, británicos y estadounidenses, de los tres ejércitos y de todos los grados. Aquel era el llamado Agujero Negro.
Técnicamente, el director del centro era el general en jefe de la Fuerza Aérea, Chuck Horner, pero como a menudo tenía que acudir al Ministerio de Defensa, otro kilómetro y medio carretera arriba, lo más frecuente era encontrar allí a su segundo, el general Buster Glosson.
Los planificadores del combate aéreo que estaban en el Agujero Negro consultaban diariamente, e incluso a cada hora, un documento llamado Gráfico de Objetivos Básicos, una lista y un mapa de todo cuanto había en Irak considerado como blanco de un «golpe». De ahí salía el vademécum cotidiano de todo jefe de la Fuerza Aérea, de los grupos de Inteligencia y planificación de operaciones, así como las tripulaciones aéreas en el teatro del Golfo, la Orden de Misiones Aéreas.
Este documento, conocido por las siglas ATO, era muy detallado, tanto que llenaba más de cien páginas mecanografiadas. Se tardaba tres días en prepararlo.
En primer lugar estaba la «delimitación», la decisión de los porcentajes de objetivos en Irak que podían ser alcanzados y las clases de aparatos disponibles para ese ataque.
El segundo día se determinaba la «cuota», la conversión del porcentaje de blancos iraquíes en números y emplazamientos. El tercer día se dedicaba a la «distribución», la decisión de quiénes recibían la asignación de determinados objetivos. En el proceso de distribución podía decidirse, por ejemplo, que tal objetivo era para los Tornado británicos, tal otro para los Strike Eagle americanos, este para los Tomcat de la Armada, aquel para los Phantom y tal otro para la Estratofortaleza B-52.
Solo entonces se enviaría a cada escuadrilla y ala su menú del día siguiente. A partir de ese momento les tocaría a ellos hacerlo: encontrar el blanco, determinar la ruta, enlazar con los aviones nodriza para repostar, planear la dirección del ataque, calcular los blancos secundarios en caso de que la operación principal fuese cancelada y fijar la ruta de regreso.
El comandante de la escuadrilla elegiría sus tripulaciones, pues muchas escuadrillas tenían blancos múltiples designados en un solo día, y nombraría a sus jefes de vuelo y pilotos de flanco.
Los oficiales de armamento aéreo, entre los que se encontraba Don Walker, seleccionarían la munición, bombas de «hierro» o «tontas», que no son guiadas, bombas o cohetes guiados por láser, etcétera.
A kilómetro y medio carretera del Antiguo Aeropuerto abajo se encontraba el tercer edificio. El enorme Ministerio de Defensa saudí está formado por cinco grandes bloques unidos de reluciente cemento blanco y siete pisos de altura, con columnas estriadas hasta el cuarto.
Habían destinado al general Norman Schwarzkopf una elegante suite en el cuarto piso en la que casi nunca estaba, pues solía dormir en una litera instalada en un cuartito del subsótano, lo que le permitía estar cerca de su puesto de mando.
El ministerio mide en total cuatrocientos metros de largo y treinta de altura, una prodigalidad que rindió dividendos en la guerra del Golfo, cuando Riad tuvo que ser anfitriona de tantos extranjeros inesperados.
En el subsuelo hay otras dos plantas que ocupan toda la longitud del edificio. El mando de la Coalición ocupaba sesenta metros de los cuatrocientos.
Era allí donde los generales se reunieron en cónclave durante la guerra, contemplando un mapa gigantesco mientras los oficiales de estado mayor indicaban lo que se había hecho, los fallos habidos, lo que había aparecido, lo que se había movido, cuáles habían sido la respuesta y las disposiciones iraquíes.
Aquel día de enero, protegido del cálido sol, un jefe de escuadrilla británico permanecía ante el mapa mural que mostraba los setecientos blancos clasificados en Irak, 240 primarios y el resto secundarios, y observó:
—Bueno, eso es todo.
Por desgracia, aquello no era todo. Los planificadores no sabían, a pesar de los satélites y la tecnología, que el puro ingenio humano en forma de camuflaje y mashirovka les había engañado.
En centenares de emplazamientos desperdigados por todo el territorio de Irak y Kuwait los tanques permanecían silenciosos bajo sus redes, bien localizados por los aliados gracias al contenido metálico captado por los radares en vuelo. Muchos de ellos eran de tablas machihembradas, madera terciada y hojalata, y en su interior unos barriles llenos de virutas de hierro proporcionaban la apropiada respuesta metálica a los sensores.
Sobre docenas de viejos chasis de camión se montaron réplicas de lanzadores móviles de misiles Scud, que en su momento serían seriamente bombardeados.
Pero aún más grave era el hecho de que setenta blancos primarios relacionados con las armas de destrucción masiva no habían sido localizados porque estaban enterrados a gran profundidad o disfrazados astutamente.
Solo más tarde los planificadores se preguntarían asombrados cómo los iraquíes habían logrado reconstruir divisiones totalmente destruidas con una rapidez tan increíble. Solo más tarde los inspectores de las Naciones Unidas descubrirían plantas y almacenes que les habían pasado inadvertidos, y sabrían que todavía quedaban más instalaciones enterradas.
Pero en aquel cálido día de 1991 nadie sabía tales cosas. Lo que sabían los jóvenes que estaban en las líneas de vuelo desde Tabuk, en el oeste, a Bahrein, en el este, y el Khamis Mushait ultrasecreto en el sur, era que en cuarenta horas tal vez fuesen a la guerra y en ese caso algunos de ellos no regresarían.
En el último día antes de que fueran impartidas las instrucciones finales, la mayoría de ellos escribió a su casa. Algunos mordisqueaban sus lápices y se preguntaban qué dirían. Otros pensaban en sus esposas e hijos y lloraban al escribir. Las manos acostumbradas a controlar toneladas de metal mortífero trataban de expresar con unas palabras que parecían inadecuadas lo que realmente sentían. Los amantes intentaban decir lo que deberían haber susurrado antes, los padres pedían a sus hijos que cuidaran de sus madres si ocurría lo peor.
El capitán Don Walker oyó la noticia con todos los pilotos y personal aéreo de los Rocketeers del 336 TFS en un conciso anuncio del comandante del ala en Al Kharz. Eran poco más de las nueve de la mañana, y el sol golpeaba ya el desierto como el martillo sobre el yunque.
No había rastro de las chanzas habituales mientras los hombres salían de la tienda de instrucciones, cada uno sumido en sus pensamientos, que en todos los casos eran más o menos los mismos: el último intento de evitar una guerra había fracasado; políticos y diplomáticos habían celebrado una conferencia tras otra, habían asumido posturas y declamado, instado, intimidado, suplicado, amenazado y halagado para evitar un enfrentamiento armado, pero todo había sido en vano.
Por lo menos así lo creían aquellos jóvenes a los que acababan de decir que habían finalizado las conversaciones, incapaces de comprender que durante todos los meses pasados los habían estado adiestrando para cuando ese día llegase.
Walker observó al jefe de su escuadrilla, Steve Turner, que regresaba a su tienda con pasos pesados para escribir la que estaba convencido sería su última carta a Betty-Jane, allá en Goldsboro, Carolina del Norte. Randy Roberts intercambió unas breves palabras con el técnico Henry, tras lo cual se separaron y fueron en direcciones diferentes.
El joven de Oklahoma contempló la bóveda azul celeste del cielo, en la que había ansiado encontrarse desde que era un niño en Tulsa y bajo la cual pronto podría morir a los treinta años, y encaminó sus pasos hacia el perímetro. Como los demás, deseaba estar a solas.
En la base de Al Kharz no había ninguna valla, sino tan solo el ocre mar de arena, esquistos y grava que se extendía hasta el horizonte y más allá, hacia nuevos horizontes. Pasó ante los hangares en forma de concha agrupados alrededor de la faja de estacionamiento de hormigón donde los mecánicos trabajaban en los aviones y los jefes de tripulación pasaban entre los equipos, hablando y efectuando comprobaciones para asegurarse de que cuando cada uno de sus aparatos finalmente entrase en combate fuese una máquina tan perfecta como era capaz de hacerla la mano humana.
Walker localizó su aparato Eagle y, como siempre, experimentó un temor reverencial al contemplar el F-15 desde cierta distancia, por su aire serenamente amenazador. Estaba agazapado en silencio entre el enjambre de hombres y mujeres enfundados en monos que pululaban en torno a su corpulenta estructura, inmunes al amor o la lujuria, el odio o el temor, aguardando pacientemente el momento en que por fin haría aquello para lo que había sido diseñado durante tantos años en el tablero de dibujo: llevar fuego y muerte a quienes designara el presidente de Estados Unidos. Walker envidiaba a su Eagle, pues, a pesar de su enorme complejidad, nunca sentiría nada, jamás podría tener miedo.
Abandonó la ciudad de tiendas de campaña y recorrió la llanura de esquistos, los ojos protegidos por la visera de la gorra de béisbol y las gafas de aviador, sintiendo apenas el calor del sol sobre sus hombros.
Durante ocho años había pilotado un avión de su país, y lo había hecho porque lo amaba. Pero ni una sola vez hasta ese momento había considerado la posibilidad de que tal vez muriese en combate. Todo piloto de guerra piensa de vez en cuando en la posibilidad de poner a prueba su pericia, su valor y la excelencia de su aparato contra otro hombre en un combate real, no en simples maniobras de adiestramiento. Pero, por otro lado asume, invariablemente, que eso no llegará a ocurrir, que nunca tendrá ocasión de matar a otros hijos de madre, o de morir a manos de estos.
Aquella mañana se dio cuenta, como sus demás compañeros, de que esa ocasión finalmente había llegado, que tantos años de estudio y adiestramiento le habían conducido a aquel día y lugar, que dentro de cuarenta horas volvería a emprender el vuelo con su Eagle y esta vez quizá no regresaría.
Al igual que los demás, sus pensamientos se centraron en su hogar. Como era hijo único y soltero, pensó en sus padres, evocó todas las épocas y lugares de su adolescencia en Tulsa, cómo jugaban juntos en el jardín detrás de la casa, el día que le regalaron su primer guante de béisbol y su padre le obligó a lanzarle pelotas hasta que se puso el sol.
Recordó las vacaciones que pasó con ellos antes de irse de casa para estudiar en la universidad y luego enrolarse en la Fuerza Aérea. Lo que recordaba con más nitidez era la ocasión en que, cuando tenía doce años, había ido con su padre —ellos dos solos— de pesca a Alaska durante las vacaciones de verano.
Ray Walker era entonces casi veinte años más joven, estaba más delgado y en buena forma, y aún era más fuerte que su hijo, diferencia que el tiempo se encargaría de invertir. Embarcaron en un kayak, con un guía y otros pescadores, y surcaron las gélidas aguas de Glacier Bay, observaron los osos negros que cogían bayas en las laderas de las montañas, las focas de piel moteada que tomaban el sol sobre los últimos témpanos de agosto y el astro que se elevaba por encima del glaciar Mendehall, detrás de Juneau. Juntos sacaron dos monstruos de 35 kilos de las aguas del Halibut Hole y entonces llevaron los grandes salmones fuera del canal, frente a Sitka.
Vio que estaba caminando por un mar de arena ardiente, en una tierra alejada de su casa, y advirtió que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y se secaban al sol. Si moría no se casaría, no tendría hijos. En dos ocasiones había estado a punto de proponer matrimonio, primero a una compañera de la universidad, pero entonces era demasiado joven y solo estaba encaprichado; luego a una mujer más madura a la que conoció fuera de la base, en McConnell, quien le hizo saber que nunca podría ser la esposa de un piloto militar.
Ahora deseaba más que nunca tener hijos, quería una mujer con la que reunirse al final de la jornada, una hija a la que arropar en su cama y contarle un cuento antes de que se durmiera y un hijo al que enseñarle a atrapar una pelota de rugby que baja girando por el aire, a batear y lanzar, a emprender caminatas y pescar, como su padre le había enseñado a él. Por encima de todo deseaba regresar a Tulsa y abrazar de nuevo a su madre, a la que tanto había preocupado por las cosas que hacía y que, sin embargo, se armaba de valor y fingía no sentirse preocupada…
Finalmente el joven piloto regresó a la base, se sentó ante una mesa desvencijada en la tienda que compartía con otros compañeros e intentó escribir una carta a casa. No tenía facilidad para ello, las palabras no acudían fácilmente a su mente. En general solía describir las cosas que habían sucedido recientemente en la escuadrilla, los acontecimientos de la vida social, el tiempo que hacía. Esta vez lo que tenía que decir era diferente.
Escribió dos páginas a sus padres, como lo hicieron tantos otros hijos aquel día. Trataba de explicar lo que pasaba por su cabeza, y no era nada fácil.
Les habló de la noticia que habían anunciado aquel día y lo que significaba, y les pidió que no se preocupasen por él. Había seguido el mejor adiestramiento imaginable y pilotaba el mejor caza del mundo para la mejor Fuerza Aérea que existía.
Les dijo que lamentaba todas las veces que había sido un incordio para ellos, y les agradeció cuanto habían hecho por él en el transcurso de los años, desde el primer día que tuvieron que limpiarle el culito hasta que cruzaron Estados Unidos para presenciar el desfile de graduación, cuando el general le prendió las codiciadas alas de aviador en el pecho.
Les explicó que, dentro de cuarenta horas, despegaría de nuevo con su Eagle, pero que esta vez sería diferente. Ahora, por primera vez, intentaría matar a otros seres humanos, y ellos tratarían de abatirle a él. No vería sus rostros ni percibiría su temor, como ellos no conocerían los suyos, pues así es como se libra la guerra moderna. Pero si ellos vencían y él caía, quería que sus padres supieran cuánto les había amado, y confiaba en haber sido un buen hijo.
Cuando terminó, introdujo las hojas en el sobre y lo cerró. Muchas otras cartas fueron cerradas aquel día a lo ancho y largo de Arabia Saudí. Entonces las recogieron los servicios postales militares y fueron enviadas a Trenton, Tulsa, Londres, Ruán y Roma.
Aquella noche Mike Martin recibió una transmisión «condensada» de sus controladores en Riad. Cuando volvió a pasar la cinta, comprobó que era Simon Paxman quien hablaba. El mensaje no era largo, pero sí claro, e iba al grano.
En su mensaje anterior, Jericó estaba absolutamente equivocado. Todas las comprobaciones científicas demostraban que era imposible que estuviera en lo cierto.
Su equivocación podía ser deliberada o inadvertida. En el primer caso, significaría que la avidez de dinero le había impulsado a engañarles, o que sus captores le habían obligado a hacerlo. En el segundo caso estaría furioso, porque la CIA se negaba en redondo a pagarle un dólar más por aquella clase de producto.
Tal como estaban las cosas, no había más remedio que creer que, con la cooperación de Jericó, toda la operación era conocida por el servicio de contraespionaje iraquí, ahora en manos de «su amigo Hassan Rahmani», o que pronto lo sería si Jericó intentaba vengarse enviando a Rahmani una información anónima.
En consecuencia, los seis buzones muertos estaban comprometidos, y no debía acercarse a ellos bajo ninguna circunstancia. Martin debería efectuar sus propios preparativos para huir de Irak a la primera oportunidad que se le presentase, tal vez aprovechando el caos que se produciría dentro de veinticuatro horas. Ese era el final del mensaje.
Martin reflexionó durante el resto de la noche. No le sorprendía que Occidente no diera crédito a Jericó. Que los pagos al mercenario cesaran en aquel momento era todo un golpe. El hombre solo había comunicado el contenido de una conferencia en la que Saddam había hablado. Así pues, Saddam había mentido, pero eso no era nada nuevo. ¿De qué otro modo podría haber actuado Jericó? ¿Haciendo caso omiso? El descaro de aquel hombre al exigir un millón de dólares era lo que había dado al traste con la operación.
Por lo demás, la lógica de Paxman era impecable. Al cabo de cuatro días, cinco a lo sumo, Jericó comprobaría que no había dinero. La cólera y el resentimiento se apoderarían de él. Si no le habían descubierto y estaba en manos de Omar Khatib el Atormentador, era muy probable que reaccionara dando un soplo anónimo.
Sin embargo, hacer eso sería una necedad por su parte. Si Martin era capturado y torturado, y no estaba seguro de cuánto podría resistir a manos de Khatib y sus torturadores profesionales en el Gimnasio, su propia información podría señalar a Jericó, fuera quien fuese.
No obstante, cometer necedades es propio del ser humano. Paxman tenía razón, los escondrijos secretos podrían hallarse bajo vigilancia.
En cuanto a huir de Bagdad, era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Gracias a los chismorreos que había oído en los mercados, Martin estaba enterado de que las carreteras de salida de la ciudad estaban llenas de patrullas de la AMAM y la policía militar, en busca de desertores y jóvenes que huían del reclutamiento. Su carta firmada por el diplomático soviético Kulikov solo le autorizaba a servir a aquel hombre como jardinero en Bagdad. Sería difícil explicar en un puesto de control policial qué hacía en dirección al oeste, hacia el desierto, donde había enterrado la motocicleta.
Tras considerar todas las opciones, decidió permanecer algún tiempo más en el recinto diplomático soviético. Probablemente era el lugar más seguro de todo Bagdad.