El gran Mercedes gris avanzaba con dificultad a causa del tráfico. El conductor tocaba furiosamente el claxon, obligado a abrirse paso entre el torrente de coches, furgonetas, tenderetes de mercado y carretillas de mano que formaban una ruidosa maraña entre las calles Khufala y Rashid.
Era aquella la vieja Bagdad, donde los mercaderes, los vendedores de paños, oro y especias, los buhoneros y traficantes de los géneros más habituales se habían dedicado a sus actividades durante diez siglos.
El coche giró por la calle del Banco, repleta a ambos lados de vehículos aparcados, y finalmente enfiló la calle Shurja. Por delante del automóvil, el mercado de los vendedores de especias era impenetrable. El conductor volvió a medias la cabeza.
—No puedo pasar de aquí.
Leila al Hilla asintió y esperó a que le abrieran la portezuela. Al lado del conductor iba sentado Kemal, el macizo guardaespaldas personal de Kadiri, un pesado sargento del Cuerpo de Blindados que llevaba años al servicio de Kadiri. Ella le odiaba.
Tras una pausa, el sargento bajó del vehículo, enderezó su gran corpachón en la acera y abrió la portezuela de atrás. Sabía que ella le había humillado una vez más, y se le notaba en los ojos. La mujer bajó del coche sin darle las gracias ni mirarlo siquiera.
El principal motivo por el que odiaba al guardaespaldas era que la seguía a todas partes. En eso consistía su trabajo. Desde luego, se lo había asignado Kadiri, pero no por ello le desagradaba menos. Cuando estaba sobrio, Kadiri era un duro soldado profesional, y en el aspecto sexual era también demencialmente celoso. De ahí su deseo de que Leila jamás fuese sola por la ciudad.
El otro motivo por el que detestaba al guardaespaldas era el evidente deseo que despertaba en este. Ella era una mujer de gustos degradados desde hacía mucho tiempo y comprendía muy bien que cualquier hombre deseara su cuerpo. Si el precio era adecuado, no tenía inconveniente en satisfacer esa lujuria, aunque para ello tuviera que hacer cosas excéntricas. Pero Kemal representaba el peor de los insultos, pues era un sargento y, por lo tanto, pobre. Resultaba increíble que se atreviera a acariciar tales pensamientos, pero era evidente que lo hacía, con una mezcla de desprecio y brutal deseo. Siempre, por supuesto, que el general Kadiri no estuviese mirando.
Él, por su parte, conocía la repulsión que le inspiraba, y le divertía insultarla con sus miradas mientras verbalmente mantenía una actitud de formalidad.
Leila se había quejado a Kadiri de la estúpida insolencia del sargento, pero aquel se había limitado a reír. Sospechaba que cualquier hombre la deseaba, pero a Kemal le permitía muchas libertades porque el guardaespaldas le había salvado la vida en las marismas de Al Fao durante la guerra contra los iraníes, y había dado muestras suficientes de estar dispuesto a morir por él.
El sargento cerró bruscamente la portezuela y se ubicó al lado de Leila para seguir a pie por la calle Shurja.
Esa zona se conoce como Agid al Nasara, la Zona de los Cristianos. Aparte de la iglesia de San Jorge, al otro lado del río, construida por los británicos para ellos mismos y su credo protestante, hay tres sectas cristianas en Irak, que representan entre todas cerca del siete por ciento de la población.
La mayor es la secta asiria, o siria, cuya catedral se encuentra en la Zona de los Cristianos, frente a la calle Shurja. A poco más de kilómetro y medio de distancia está la iglesia armenia, cercana a otra enmarañada red de calles y callejones cuya historia se remonta muchos siglos atrás y es conocida como Camp el Arman, el antiguo barrio armenio.
Al lado de la catedral siria se alza San José, la iglesia de los cristianos caldeos, que es la secta más pequeña. Si el rito sirio se parece al griego ortodoxo, los caldeos son una rama colateral de la Iglesia católica.
El iraquí más notable de los cristianos caldeos era entonces el ministro de Asuntos Exteriores, Tariq Aziz, aunque en su entrega total a Saddam Hussein y su política de genocidio podría indicar que el señor Aziz se había desviado de las enseñanzas del príncipe de la Paz. Leila al Hilla también pertenecía, por su nacimiento, a la secta caldea, y ahora ese vínculo se revelaba útil.
La mal avenida pareja llegó a la puerta de hierro forjado que daba acceso al patio de adoquines frente a la puerta arqueada del templo caldeo. Kemal se detuvo. Como musulmán que era, no daría un paso más. Ella le hizo un gesto de asentimiento y cruzó la puerta. Kemal observó cómo la mujer compraba una velita en un puesto junto a la puerta, se cubría la cabeza con un chal de encaje negro y entraba en el interior oscuro e impregnado de olor a incienso.
El guardaespaldas se encogió de hombros y recorrió unos metros para comprar una lata de Coca-Cola y buscar un sitio desde el que vigilar la entrada. Se preguntó por qué su señor consentía semejante estupidez. Aquella mujer era una puta. El general se cansaría de ella algún día, y había prometido a Kemal que antes de despedirla le permitiría poseerla. Sonrió ante la perspectiva, y un reguero de refresco le corrió por el mentón.
Dentro de la iglesia, Leila hizo una pausa para encender la vela con la llama de otra entre los centenares que ardían junto a la puerta, y entonces, con la cabeza inclinada, se dirigió al confesionario ubicado en el extremo de la nave. Un sacerdote con sotana negra pasó por su lado pero no le prestó atención.
Siempre utilizaba el mismo confesionario. Entró a la hora precisa, adelantándose a una mujer vestida de negro que también buscaba a un sacerdote que escuchara su letanía de pecados, probablemente más banales que los de la mujer más joven que la hizo a un lado y ocupó su lugar.
Leila cerró la puerta tras ella, se volvió y se sentó en el asiento del penitente. A su derecha había una rejilla ornamentada, detrás de la cual oyó un crujir de tela. Él estaría allí. Siempre lo hacía a la hora señalada.
Se preguntó quién sería. ¿Por qué le pagaba tan generosamente por la información que le llevaba? No se trataba de un extranjero, pues su árabe era demasiado correcto para ello, propio de alguien que ha nacido y se ha educado en Bagdad. Y su dinero era excelente.
—¿Leila?
La voz era un murmullo bajo y nivelado. Ella siempre tenía que llegar después de él y marcharse antes. Le había advertido que no se quedara fuera con la esperanza de verle, pero, de todos modos, ¿cómo podría quedarse, con Kemal acechándola? Si aquel patán advertía que ocurría algo raro informaría a su amo. Una cosa así podría costarle la vida.
—Identifíquese, por favor.
—Padre, he pecado contra la pureza y no soy digna de su absolución.
Era él quien había ideado esa frase, porque nadie más diría eso.
—¿Qué me traes?
Ella se puso la mano entre las piernas, apartó la parte inferior de las bragas y extrajo el falso támpax que él le había dado semanas atrás. Uno de los extremos se desenroscaba. Del interior extrajo un delgado rollo de papel que formaba un tubo no más ancho que un lápiz. Lo introdujo a través de la rejilla.
—Espera.
La mujer oyó el leve crujido de la hoja de fino papel mientras el hombre deslizaba su experta mirada por las notas que ella había tomado. Era un informe sobre las deliberaciones y conclusiones del consejo de planificación reunido el día anterior, presidido por Saddam Hussein en persona y en el que había estado presente el general Abdullah Kadiri.
—Bien, Leila, muy bien.
Aquel día el pago fue en francos suizos, unos billetes de valor muy elevados que el hombre le entregó a través de la rejilla. Ella los introdujo en el mismo lugar donde había guardado su información, un lugar que, como bien sabía, la mayoría de los musulmanes considerarían impuro en determinado período. Solo un médico o la temida AMAM encontraría allí lo que había ocultado.
—¿Hasta cuándo debe seguir esto? —preguntó Leila.
—No será demasiado tiempo. Pronto estallará la guerra, y cuando termine el rais caerá y otros se harán con el poder. Yo seré uno de ellos. Entonces serás recompensada de veras, Leila. Mantén la calma, haz tu trabajo y ten paciencia.
Ella sonrió. Recompensada de veras… Dinero, montones de dinero, suficiente para irse lejos y ser rica durante el resto de sus días.
—Ahora vete.
La mujer se levantó y abandonó el confesionario. La anciana de negro había buscado otro sacerdote que oyera su confesión. Leila cruzó de nuevo la nave y salió al exterior. Aquel palurdo de Kemal permanecía al otro lado de la puerta de hierro forjado, estrujando una lata con su gran puño, sudando bajo el sol. Muy bien, que sudara. Sudaría mucho más si supiera…
Sin mirarle siquiera, dobló por la calle Shurja y avanzó por el atestado mercado, hacia el coche que aguardaba. Kemal, furioso pero impotente, fue pesadamente tras ella. La mujer no reparó en absoluto en un pobre fellagha que empujaba una bicicleta con un cesto de mimbre abierto detrás del sillín, y él tampoco se fijó en ella. Había ido al mercado por encargo de la cocinera de la casa donde trabajaba, para comprar macis, coriandro y azafrán.
A solas en el confesionario, el hombre enfundado en la sotana negra de un sacerdote caldeo, permaneció allí un rato más para asegurarse de que su agente se había alejado. Era extremadamente improbable que le reconocieran, pero en aquella clase de juego incluso los riesgos marginales resultaban excesivos.
Había hablado en serio a la mujer. La guerra se aproximaba. Ni siquiera el hecho de que allá en Londres la Dama de Hierro hubiera perdido el poder lo impediría. Los americanos tenían el bocado entre los dientes y ahora no retrocederían.
Todo iría bien mientras aquel idiota que habitaba el palacio junto al río, a la altura del puente Tamuz, no lo estropeara retirándose unilateralmente de Kuwait. Por suerte, parecía totalmente decidido a labrar su propia destrucción. Los americanos ganarían la guerra y luego marcharían sobre Bagdad para terminar el trabajo. Sin duda no se limitarían a liberar Kuwait y creer que eso era el fin del asunto. Nadie podía ser tan poderoso y a la vez tan estúpido.
Cuando llegaran necesitarían un nuevo régimen. Como eran americanos, se inclinarían por alguien que hablase inglés con fluidez, que entendiera su manera de ser, su pensamiento y su lenguaje, alguien que supiese decir lo necesario para complacerles, convirtiéndose de ese modo en su candidato natural.
La misma educación, la misma urbanidad cosmopolita que ahora actuaban en su contra, le favorecerían. Por el momento, estaba excluido de los consejos superiores y las decisiones más recónditas del rais, porque él no pertenecía a la palurda tribu al Tikriti ni había sido durante toda su vida un fanático del partido Baas ni general o medio hermano de Saddam.
Pero Kadiri era de Tikrit, y gozaba de plena confianza. No se trataba más que de un mediocre general del Cuerpo de Blindados y con los gustos de un camello en celo, pero en su infancia había jugado con Saddam y los chiquillos de su clan en las polvorientas callejas de Tikrit, y eso bastaba. Kadiri estaba presente en todas las reuniones en las que se tomaban decisiones, conocía todos los secretos. Y el hombre que estaba en el confesionario también necesitaba enterarse de esas cosas, a fin de efectuar sus preparativos.
Tras una prudente espera, el hombre se levantó y salió. En vez de cruzar la nave, entró por una puerta lateral en la sacristía, saludó con una inclinación de cabeza a un verdadero sacerdote que se estaba vistiendo para un servicio y salió de la iglesia por una puerta trasera.
El hombre de la bicicleta estaba a solo seis metros de distancia. Casualmente alzó la vista en el momento en que el sacerdote vestido con sotana negra salía al sol, y desvió la cabeza a tiempo. El sacerdote le miró un momento, pero no vio nada sospechoso en el fellagha que estaba ajustando la cadena de su bicicleta, y se alejó rápidamente por el callejón hacia un pequeño coche sin ninguna señal distintiva.
El sudor corría por el rostro del comprador de especias, y el corazón le latía con fuerza. Qué cerca había estado… Había evitado minuciosamente acercarse al cuartel general de la Mukhabarat en Mansour para no correr el riesgo de topar con aquella cara. ¿Qué diablos estaba haciendo aquel hombre vestido de sacerdote en el barrio cristiano?
Cuántos años habían pasado desde que jugaran juntos en el jardín de la escuela preparatoria Tasisiya del señor Hartley, desde que le diera un puñetazo en el mentón por haber insultado a su hermano menor, desde que recitaran poesía en clase, siempre superados por Abdelkarim Badri… Sí, había pasado mucho tiempo desde la última vez que viera a su viejo amigo Hassan Rahmani, ahora jefe del servicio de contraespionaje de la república de Irak.
La Navidad se aproximaba y en los desiertos de Arabia Saudí trescientos mil americanos y europeos tenían la mente puesta en sus casas mientras se disponían a celebrar la festividad en un territorio musulmán. Pero a pesar de la inminente conmemoración del nacimiento de Cristo, la mayor acumulación de fuerzas desde el desembarco en Normandía proseguía sin cesar.
Las fuerzas de la Coalición todavía seguían aparcadas en el área desértica que se extiende al sur de Kuwait. Aún no había ningún indicio de que, finalmente, la mitad de aquellas tropas fuesen desplegadas mucho más al oeste.
Nuevas divisiones seguían llegando a los puestos costeros. La 4.ª Brigada Acorazada británica se había unido a las Ratas del Desierto, la 7.ª, para formar la 1.ª División Acorazada. Los franceses estaban reforzando su contribución hasta diez mil hombres, incluida la Legión Extranjera.
Los americanos habían trasladado, o estaban a punto de hacerlo, la 1.ª División de Caballería, los regimientos segundo y tercero de Caballería Acorazada, la 1.ª División de Infantería Mecanizada y la 1.ª y 3.ª Acorazadas, dos divisiones de marines y las 82 y 101 Aerotransportadas.
En la misma frontera, exactamente donde deseaban estar, se hallaban las fuerzas especiales saudíes, ayudadas por las divisiones egipcias y sirias y otras unidades procedentes de una diversidad de naciones árabes más pequeñas.
Las aguas al norte del golfo Pérsico rebosaban de buques de guerra de la Coalición. Tanto en el Golfo como en el mar Rojo o al otro lado de Arabia Saudí, Estados Unidos había situado cinco grupos de transporte, encabezados por los portaaviones Eisenhower, Independence, John F. Kennedy, Midway y Saratoga. Otros tres, el America, el Ranger y el Theodore Roosevelt no tardarían en llegar.
Tan solo el poderío aéreo de los portaaviones, con sus Tomcat, Hornet, Intruder, Prowler, Avenger y Hawkeye era impresionante. En el Golfo estaba estacionado el buque de guerra americano Wisconsin, al que en enero se uniría el Missouri.
En los estados del Golfo y el territorio de Arabia Saudí, todos los aeródromos dignos de ese nombre estaban atestados de cazas, bombarderos, transportes de combustible, cargueros y aviones preparados para despegar de inmediato y abortar cualquier ataque si la red de radares detectaba misiles o aviones enemigos. Los vuelos se sucedían durante las veinticuatro horas del día, aunque aún no invadían el espacio aéreo iraquí, con la excepción de los aviones espías que volaban a gran altura sin ser vistos.
En varios casos la Fuerza Aérea de Estados Unidos compartía un aeródromo con escuadrillas de la RAF británica. Como las tripulaciones tenían un idioma común, la comunicación era fácil, informal y amistosa. Sin embargo, en ocasiones se producían malentendidos. Uno de los más notables concernió a una localización secreta británica conocida tan solo como MMFD.
Durante una de las primeras misiones de adiestramiento, el controlador del tráfico aéreo había preguntado a un Tornado británico si había llegado a cierto punto crítico. El piloto respondió que no: todavía estaba sobre MMFD.
A medida que transcurría el tiempo, muchos pilotos estadounidenses oyeron hablar de ese lugar y examinaron minuciosamente sus mapas para encontrarlo. Era un enigma por dos razones: al parecer los británicos pasaban mucho tiempo sobre MMFD, cuya ubicación no aparecía en ningún mapa aéreo americano.
Surgió la teoría de que podía tratarse de KHMC, siglas correspondientes a Ciudad Militar del Rey Khaled, que era una gran base saudí, pero esto se descartó a medida que proseguían las investigaciones. Finalmente los estadounidenses se rindieron. Dondequiera que se encontrara MMFD no era precisamente en los mapas proporcionados a las escuadrillas de la Fuerza Aérea de Estados Unidos por sus planificadores en Riad.
Finalmente los pilotos de los Tornado explicaron el secreto de MMFD. Eran las siglas correspondientes a la expresión miles and miles of fucking desert [millas y millas de jodido desierto].
En tierra, los soldados vivían en el centro mismo de MMFD. Para muchos, que dormían bajo sus tanques, cañones móviles y vehículos blindados, la vida era dura y, peor todavía, aburrida.
Sin embargo tenían diversiones, y una de ellas consistía en visitar las unidades vecinas para matar el tiempo. Los americanos estaban equipados con literas de campaña especialmente buenas que despertaban la envidia de los británicos. Por el contrario, la comida precocinada que consumían era singularmente repugnante, tal vez ideada por un funcionario civil del Pentágono que habría preferido morir antes que comerla tres veces al día.
Las llamaban MRE, que significaba meals ready to eat [comidas listas para tomar]. Los soldados americanos les negaban esa cualidad y decían que en realidad MRE significaba meals rejected by ethiopians [comidas rechazadas por los etíopes]. En cambio los británicos comían mucho mejor, por lo que, de acuerdo con la ética capitalista, pronto se estableció un brioso trueque entre literas americanas y raciones alimenticias británicas.
Otra noticia procedente de las líneas británicas que pasmaba a los estadounidenses era el pedido efectuado por el Ministerio de Defensa en Londres: medio millón de condones para los soldados en el Golfo. En los desolados desiertos de Arabia se consideró que esa compra indicaba que los británicos debían de saber algo que los soldados americanos desconocían.
El misterio se desveló la víspera del comienzo de la ofensiva terrestre. Los americanos se habían pasado cien días limpiando sus fusiles una y otra vez para eliminar la arena, el polvo y la gravilla que penetraba sin cesar por las bocas de los cañones. Los británicos extrajeron sus condones para revelar unos cañones relucientes y bien engrasados.
Otro acontecimiento principal que tuvo lugar poco antes de Navidad fue la reintegración del contingente francés en la planificación aliada.
En los primeros días, Francia había tenido un desastroso ministro de Defensa llamado Jean-Pierre Chevenement, quien parecía sentir una profunda simpatía por Irak y ordenó al comandante en jefe francés que enviara a París todas las decisiones de la planificación aliada.
Cuando se lo explicaron al general Schwarzkopf, este y sir Peter de la Billière casi se desternillaron de risa. Monsieur Chevenement también era entonces presidente de la Sociedad para la Amistad entre Francia e Irak. Aunque la fuente del contingente francés se hallaba al mando de un excelente militar, el general Michel Roquejoffre, Francia tuvo que ser excluida de todos los consejos de planificación.
A finales de año Pierre Joxe fue nombrado ministro de Defensa francés, y canceló la orden de inmediato. En lo sucesivo, el general Roquejoffre gozó de la confianza de estadounidenses y británicos.
Dos días antes de Navidad Mike Martin recibió la respuesta de Jericó a una pregunta que le había planteado una semana antes. Jericó se mantenía firme. En los últimos días se había producido una crisis ministerial que solo afectaba al núcleo más íntimo del gabinete de Saddam Hussein, el Consejo del Mando Revolucionario y los generales de más alta posición.
Durante la reunión se había planteado la cuestión del abandono voluntario de Kuwait por parte de Irak. Por supuesto, no se había hablado de eso a propuesta de alguno de los presentes en la reunión, pues nadie era tan estúpido para hacer semejante cosa. Todos recordaban muy bien la ocasión anterior, durante la guerra entre Irán e Irak, cuando se abordó la sugerencia iraní de que si Saddam Hussein renunciaba al poder habría paz. Saddam preguntó qué opinaban los presentes.
El ministro de Sanidad sugirió que semejante acción podría ser juiciosa, aunque, desde luego, solamente como una estratagema temporal. Saddam invitó al ministro a entrar con él en una habitación anexa, desenfundó su pistola, le pegó un tiro, matándole en el acto, y reanudó la reunión del gabinete.
La cuestión de Kuwait había sido abordada como si se tratara de una denuncia de las Naciones Unidas por haberse atrevido a sugerir tal idea. Todos esperaban que Saddam tomara la iniciativa. Él renunció a hacerlo, y permaneció sentado en la cabecera de la mesa, como hacía muy a menudo, mirando con ojos de cobra vigilante a todos los presentes, para ver si descubría en alguno el menor indicio de deslealtad.
A falta de una iniciativa por parte del rais, la conversación se agotó de una manera natural. Entonces Saddam empezó a hablar, muy tranquilamente, lo cual resultaba mucho más peligroso.
Dijo que quien estuviese de acuerdo en admitir una humillación tan catastrófica de Irak ante Estados Unidos, era un hombre preparado a jugar el papel de cobista de los americanos durante el resto de su vida. Para un hombre así no podía haber lugar en aquella mesa.
De ese modo, el asunto se dio por zanjado. Todos los presentes se apresuraron a explicar que semejante pensamiento jamás, bajo ninguna circunstancia, pasaría por la mente de ninguno de ellos.
Entonces el dictador iraquí añadió algo más. Solo si Irak podía ganar y su victoria era percibida como tal, sería posible retirarse de la decimonovena provincia iraquí.
Todos los reunidos alrededor de la mesa asintieron prudentemente, aunque ninguno entendía de qué estaba hablando.
Era un largo informe, y aquella misma noche Mike Martin lo transmitió a la finca ubicada en las afueras de Riad.
Chip Barber y Simon Paxman examinaron el informe durante horas. Los dos habían decidido abandonar Arabia Saudí durante unos días y regresar a casa, dejando el control de Mike Martin y Jericó desde Riad en manos de Julian Gray, por parte de los británicos, y el jefe de estación local de la CIA, por parte de los americanos. Solo quedaban veinticuatro días hasta que expirase el plazo dado por las Naciones Unidas y se iniciara el ataque aéreo del general Chuck Horner contra Irak. Los dos hombres deseaban pasar unas cortas vacaciones en casa y el importante informe de Jericó les dio la oportunidad de hacerlo. Se lo llevarían con ellos.
—¿Qué cree que significa eso de «ganar y que la victoria sea percibida como tal»? —preguntó Barber.
—No tengo la menor idea —dijo Paxman—. Será preciso que algunos analistas mejores que nosotros se encarguen de estudiarlo.
—Nosotros también lo haremos. Supongo que no habrá nadie disponible durante los próximos días excepto los peces gordos. Se lo daré tal como está a Bill Stewart y él probablemente hará que algunos técnicos lo analicen en profundidad antes de pasarlo al director y al Departamento de Estado.
—Yo conozco a un técnico y me gustaría que le echara un vistazo —dijo Paxman, tras lo cual se dirigieron al aeropuerto para tomar sus respectivos vuelos de regreso a casa.
En Nochebuena Paxman mostró al doctor Terry Martin todo el texto del mensaje de Jericó y preguntó si intentaría averiguar qué habría querido decir Saddam Hussein con aquello de que el precio por abandonar Kuwait sería vencer a Estados Unidos.
—Por cierto —le dijo Terry—. Ya sé que va contra esa regla de no informar cuando no hay necesidad de saber, pero la verdad es que estoy preocupado. Le hago todos estos favores… Hágame usted uno a cambio. ¿Qué tal le va a mi hermano en Kuwait? ¿Sigue sano y salvo?
Paxman miró durante varios segundos al profesor de estudios árabes.
—Solo puedo decirle que ya no está en Kuwait —respondió—. Y eso es más de lo que estoy en condiciones de informarle.
Terry Martin se sintió aliviado.
—Es el mejor regalo de Navidad que podrían haberme hecho. Gracias, Simon. —Alzó la vista e hizo oscilar un dedo—. Solo una cosa más: no se le ocurra enviarle a Bagdad.
Paxman llevaba quince años en el oficio. Mantuvo el rostro impasible y el tono ligero. Era evidente que el académico solo estaba bromeando.
—¿De veras? ¿Por qué no?
Martin estaba apurando su vaso de vino y no reparó en el destello de alarma en los ojos del directivo del servicio secreto.
—Mi querido Simon, Bagdad es la única ciudad en el mundo donde no debe poner los pies. ¿Recuerda esas cintas de las interceptaciones radiofónicas que me dio Sean Plummer? Algunas de las voces han sido identificadas y he reconocido uno de los nombres. Ha sido una chiripa increíble, pero sé que estoy en lo cierto.
—No me diga —replicó Paxman con naturalidad—. Cuénteme más.
—Ha pasado mucho tiempo, naturalmente, pero sé que se trata del mismo hombre. ¿Y sabe una cosa? Ahora es el jefe del contraespionaje en Bagdad, el cazador de espías número uno de Saddam.
—Hassan Rahmani —murmuró Paxman. Pensó que Terry Martin debía prescindir de la bebida incluso antes de Navidad. No podía asimilarla, le soltaba demasiado la lengua.
—Ese mismo. Fueron juntos a la escuela, ¿sabe? Todos fuimos a la escuela preparatoria del buen señor Hartley. Mike y Hassan eran íntimos amigos. ¿Se da cuenta? Por eso no deben verle nunca en Bagdad.
Paxman salió del bar y se quedó mirando la desgarbada figura del arabista que se alejaba calle abajo.
—Maldita sea —dijo entre dientes.
Alguien acababa de estropearle las Navidades, y él estaba a punto de estropear las de Steve Laing.
Edith Hardenberg había ido a Salzburgo para pasar las fiestas con su madre, una tradición que se remontaba a muchos años atrás.
Karim, el joven estudiante jordano, pudo visitar a Gidi Barzilai en el piso franco que este ocupaba, donde el líder de la operación Josué estaba sirviendo bebidas a los miembros libres de servicio de los equipos yarid y neviot que trabajaban a sus órdenes. Solo un desdichado estaba en Salzburgo, vigilando a la señorita Hardenberg, por si esta regresaba de repente a la capital.
Karim se llamaba en realidad Avi Herzog, y era un joven de veintinueve años que había sido destinado al Mossad varios años antes, procedente de la unidad 504, una rama de la Inteligencia militar especializada en ataques sorpresivos al otro lado de la frontera, lo cual explicaba que hablara el árabe con fluidez. Gracias a su apostura y a la engañosa actitud tímida que podía adoptar cuando lo deseaba, el Mossad le había utilizado en dos ocasiones en operaciones como aquella, cuando era preciso tender una trampa sentimental.
—¿Qué tal te va, gran amante? —le preguntó Gidi mientras distribuía las bebidas.
—Con lentitud —respondió Avi.
—No tardes demasiado. Recuerda que el Viejo quiere un resultado.
—Es una dama muy rígida y solo le interesa el encuentro de las mentes… por el momento.
En su cobertura como estudiante procedente de Amman, le habían instalado en un pisito que compartía con otro estudiante árabe, quien en realidad era miembro del equipo neviot, un especialista en interceptaciones telefónicas que también hablaba árabe. Era una medida de protección por si a Edith Hardenberg o cualquier otra persona se le ocurría comprobar dónde, cómo y con quién vivía.
El apartamento habría pasado cualquier inspección: estaba lleno de libros de texto sobre ingeniería, así como de revistas y periódicos jordanos. Ambos jóvenes se habían matriculado realmente en la Universidad Técnica, por si realizaban allí una comprobación. Fue su compañero de piso quien habló.
—¿Un encuentro de mentes? No jodas, hombre.
—Ese es el problema —dijo Avi—. Que no hay manera de joder. —Cuando las risas remitieron, añadió—: Por cierto, voy a necesitar una prima de peligrosidad.
—¿Por qué? —preguntó Gidi—. ¿Crees que te la arrancará de un mordisco cuando te bajes los pantalones?
—No, se trata de las galerías de arte, conciertos, óperas y recitales. Podría morirme de aburrimiento antes de llegar tan lejos.
—Tú sigue portándote como sabes hacerlo, muchacho. Si estás aquí es porque la Oficina dice que tienes algo que nosotros no tenemos.
—Sí —dijo la muchacha que formaba parte del equipo de seguimiento yarim—, y mide más de veinte centímetros.
—Basta ya, joven Yael. Puedes volver a buscar tus clientes en la calle Hayarkon cuando lo desees.
Fluyeron la bebida, las risas y las chanzas en hebreo. Más tarde, aquella misma noche, Yael descubrió que estaba en lo cierto. Fueron unas buenas Navidades para el equipo del Mossad destinado en Viena.
—Así pues, ¿qué le parece, Terry?
Steve Laing y Simon Paxman habían invitado a Terry Martin a reunirse con ellos en uno de los pisos de la Firma en Kensington. Necesitaban más intimidad de la que podían tener en un restaurante. Faltaban dos días para el Año Nuevo.
—Fascinante —dijo el doctor Martin—. Absolutamente fascinante. ¿Es eso cierto? ¿De veras Saddam ha dicho tales cosas?
—¿Por qué lo pregunta?
—Bueno, ustedes perdonen, pero es una extraña interceptación telefónica. El narrador parece informar a otra persona sobre una reunión a la que ha asistido… y el hombre que está en el otro extremo de la línea no parece decir una sola palabra.
De ninguna manera la Firma revelaría a Terry Martin cómo habían conseguido el informe.
—Las intervenciones del otro hombre eran superficiales —dijo Laing con suavidad—. Solo gruñidos y expresiones de interés. No nos pareció necesario incluirlas.
—Pero ¿es este el lenguaje utilizado por Saddam Hussein?
—Así lo entendemos, en efecto.
—Fascinante. Es la primera vez que oigo algo dicho por él no destinado a la publicación o a un público más amplio.
Martin no tenía en sus manos el informe manuscrito de Jericó, que había sido destruido por su propio hermano en Bagdad en cuanto lo hubo leído y grabado palabra por palabra, sino una transcripción mecanografiada en árabe del texto que había llegado a Riad en la transmisión «condenada» antes de Navidad. También tenía la traducción inglesa efectuada por la Firma.
—Esa última frase —dijo Paxman, que debía regresar a Riad aquella misma noche—, donde dice «ganar y que la victoria sea percibida como tal»… ¿le dice a usted algo?
—Naturalmente. Pero, miren, ustedes siguen utilizando la palabra «ganar» en su connotación europea o estadounidense. Yo hablaría más bien de «triunfo».
—De acuerdo, Terry, ¿cómo espera triunfar sobre Estados Unidos y la Coalición? —preguntó Laing.
—Mediante la humillación. Ya le he dicho antes que debe hacer que los americanos parezcan unos imbéciles.
—¿Acaso no se retirará de Kuwait en los próximos días? Eso es lo que realmente necesitamos saber, Terry.
—Miren, Saddam invadió Kuwait porque no satisfacían sus exigencias —dijo Martin—. Exigía cuatro cosas: la toma de posesión de las islas de Warba y Bubiyan para tener acceso al mar, compensación por el exceso de petróleo que, según afirma, Kuwait le robó del campo petrolífero compartido, el fin de la sobreproducción kuwaití y la cancelación de la deuda de guerra por quince mil millones de dólares. Si logra todo esto, podrá retirarse con honor, dejando a Estados Unidos con un palmo de narices. Eso es triunfar.
—¿Hay algún indicio de que crea que puede conseguir todo eso?
Martin se encogió de hombros.
—Cree que en las Naciones Unidas los conciliadores podrían mover la silla para que se caiga. Apuesta a que el tiempo está de su parte, a que si puede seguir manteniendo las cosas como hasta ahora, la resolución de las Naciones Unidas caerá en saco roto, y podría estar en lo cierto.
—Pero eso no tiene sentido —dijo bruscamente Laing—. Le han puesto una fecha límite, el 16 de enero, para la que no faltan ni veinte días. Van a aplastarle.
—A menos —sugirió Paxman— que uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad se descuelgue en el último momento con un plan de paz para postergar la fecha límite.
—París o Moscú, o ambos —predijo Laing, con expresión sombría.
—Si se llega a la guerra, ¿cree aún que podría ganar? Perdone, ¿que podría «triunfar»? —inquirió Paxman.
—Sí —respondió Terry Martin—. Pero volvemos a lo que les he dicho antes… Habrá bajas estadounidenses. No olviden que Saddam es un pistolero de baja estofa. Sus seguidores no están en los pasillos diplomáticos de El Cairo o Riad, sino en esos callejones y bazares repletos de palestinos y otros árabes resentidos contra Estados Unidos, que apoya a Israel. Todo aquel que pueda dejar a América sangrando, al margen del daño que sufra su propio país, será un vencedor para todos esos millones.
—Pero no puede hacerlo —insistió Laing.
—Él cree que sí —replicó Martin—. Miren, es lo bastante listo para haberse dado cuenta de que, desde el punto de vista norteamericano, Estados Unidos no puede ni debe perder. Eso, sencillamente, es inaceptable. Basta ver lo ocurrido en Vietnam. Los veteranos regresaron a casa y les arrojaron basura. Para Estados Unidos, un número muy elevado de bajas a manos de un enemigo despreciado es una forma de derrota absolutamente inaceptable. Saddam puede perder cincuenta mil hombres en cualquier momento y lugar. Eso le tiene sin cuidado, al contrario que al Tío Sam. Si Estados Unidos sufre esa clase de pérdida, la conmoción será tremenda. Tendrán que rodar cabezas, muchas carreras quedarán truncadas, caerán gobiernos. Las recriminaciones y las autoinculpaciones se sucederían durante una generación.
—Él no puede hacer eso —dijo Laing.
—Cree que puede —replicó Martin.
—Es por esa arma, el gas venenoso —musitó Paxman.
—Tal vez. Por cierto, ¿han averiguado qué significa esa frase de la interceptación telefónica?
Laing miró a Paxman. Otra vez Jericó. No debían mencionar a su agente.
—No. Lo hemos consultado, pero nadie ha oído hablar jamás de eso. Nadie puede imaginar de qué se trata.
—Podría ser importante, Steve. Algo más… algo que no es gas venenoso.
—Terry —le dijo Laing pacientemente—, en menos de veinte días británicos, americanos, franceses, italianos, saudíes y otros muchos vamos a lanzar contra Saddam Hussein el mayor ataque aéreo que el mundo ha presenciado jamás. Suficiente potencia de fuego para superar en otros veinte días a todo el tonelaje lanzado durante la Segunda Guerra Mundial. Los generales están muy ocupados en Riad. No podemos presentarnos allí y decirles: «Un momento, chicos, hay una frase en una intercepción telefónica cuyo significado se nos escapa». Enfrentémonos a la realidad, no era más que un hombre excitado diciendo por teléfono que Dios está de su parte.
—Eso no tiene nada de extraño, Terry —dijo Paxman—. Desde tiempo inmemorial, quienes van a la guerra han afirmado que Dios les apoya. Supongo que ese es, simplemente, el sentido de la frase en cuestión.
—El otro hombre le dijo al hablante que callara y cortase la comunicación —les recordó Martin.
—Bueno, estaba nervioso e irritable.
—Le llamó hijo de puta.
—Será porque no le tenía mucho aprecio.
—Tal vez.
—Por favor, Terry, déjelo ya. Era solo una frase. El gas venenoso es el arma con la que cuenta Saddam. Estamos de acuerdo con todo el resto de su análisis.
Martin fue el primero en marcharse. Los dos directivos de los servicios secretos lo hicieron veinte minutos después. Enfundados en sus abrigos, con los cuellos levantados, caminaron por la acera en busca de un taxi.
—Bueno, es un mariconcete inteligente y me gusta mucho —dijo Laing—. Pero la verdad es que es terriblemente quisquilloso. ¿Tienen noticias de su vida privada?
Pasó un taxi, vacío pero con la luz apagada. Era la hora de descanso. Laing soltó un juramento.
—Sí, claro, el Apartado hizo una investigación.
En la jerga del servicio de seguridad, el Apartado, o Apartado 500, designa al MI-5. Antes, hace mucho tiempo, la dirección del MI-5 era realmente Apartado de correos n.° 500, Londres.
—Bueno, pues ahí tiene —dijo Laing.
—Mire, Steve, la verdad es que no creo que eso tenga nada que ver con nuestro asunto.
Laing se detuvo y se volvió hacia su subordinado.
—Confíe en mí, Simon. Está un poco chiflado y nos hace perder el tiempo. Hágame caso y deje de lado al profesor.
—Será el gas venenoso, señor presidente.
Tres días después de Año Nuevo, el ambiente festivo en la Casa Blanca, la mayor parte de cuyo personal no había tenido un momento de reposo, se había esfumado por completo. Toda el Ala Oeste, corazón de la administración estadounidense, vibraba de actividad.
En el silencioso despacho oval, George Bush estaba sentado ante la gran mesa, con las altas y estrechas ventanas a su espalda, los vidrios verde claro de diez centímetros de espesor, a prueba de balas, y bajo el escudo de Estados Unidos.
Ante él se encontraba el general Brent Scowcroft, consejero de seguridad nacional del presidente.
El presidente echó un vistazo al resumen de los análisis que acababan de presentarle.
—¿Todo el mundo coincide en esto? —preguntó.
—Sí, señor. El material que acaba de llegar de Londres muestra que sus técnicos están completamente de acuerdo con los nuestros. Saddam Hussein no se retirará de Kuwait a menos que se le dé una «salida», algo para salvar la cara, y nosotros nos aseguraremos de que tal cosa no ocurra. Por lo demás, confiará en ataques masivos con gas contra las fuerzas de la Coalición, ya sea antes o después de su invasión a través de la frontera.
George Bush era el primer presidente estadounidense, desde John F. Kennedy, que había participado en una guerra y había visto cadáveres de compatriotas muertos en acción. Pero había algo especialmente atroz, execrable, en la idea de unos jóvenes combatientes retorciéndose en los últimos momentos de su vida mientras el gas desgarraba los tejidos pulmonares y paralizaba el sistema nervioso central.
—¿Y cómo lanzará ese gas?
—Creemos que hay cuatro opciones, señor presidente. La más probable es mediante botes lanzados desde cazas y bombarderos. Colin Powell acaba de hablar con Chuck Horner en Riad. El general Horner dice que necesita 35 días de combate aéreo incesante. Después del vigésimo día ningún avión iraquí llegará a la frontera. Diez días después, ningún avión iraquí volará tras despegar más de un minuto. Dice que lo garantiza, señor. Lo jura por sus galones.
—¿Y el resto?
—Saddam tiene una serie de baterías MLRS. Esa parece ser la segunda posibilidad.
Los sistemas de lanzamiento múltiple de cohetes iraquíes eran de fabricación soviética y se basaban en los antiguos Katiuskas usados con efectos devastadores por el Ejército soviético en la Segunda Guerra Mundial. Esos cohetes, que no habían sido muy modernizados, se lanzaban en rápida secuencia desde un «paquete» rectangular en la caja de un camión o desde una posición fija, y ahora tenían un alcance de cien kilómetros.
—Naturalmente, señor presidente, dado su alcance tendrán que ser lanzados desde Kuwait o el desierto iraquí hacia el oeste. Creemos que los J-STARS los localizarán con sus radares y serán eliminados. Los iraquíes pueden camuflarlos cuanto quieran, pero el metal los revelará.
»Por lo demás, Irak cuenta con obuses con carga de gas que pueden ser disparados mediante tanques y artillería. Su alcance está por debajo de los 37 kilómetros. Sabemos que esos proyectiles ya están en sus lugares de almacenaje, pero ese alcance hace que se encuentren rodeados de desierto y sin ninguna cobertura. El personal aéreo confía en poder dar con ellos y destruirlos. Luego están los Scud, de los que se están ocupando en estos mismos momentos.
—¿Y las medidas preventivas?
—Se han completado, señor presidente. Todos los hombres han sido vacunados, por si hubiera un ataque con ántrax. Los británicos también lo han hecho. A cada hora aumentamos la producción de la vacuna antiántrax. Y todos, hombres y mujeres, disponen de una máscara y un capote antigás. Si Saddam lo intenta…
El presidente se levantó y, volviéndose, contempló el escudo. El águila calva que aferraba las flechas le devolvió la mirada.
Veinte años antes había visto aquellas atroces bolsas con cremallera que contenían cadáveres procedentes de Vietnam, y sabía que ahora había muchas más almacenadas en discretos contenedores sin señales de identificación bajo el sol saudí.
Por muchas precauciones que se tomaran, siempre habría partes de piel expuesta y se darían casos de hombres que no habían podido colocarse la máscara a tiempo.
El año siguiente Bush se presentaría a la reelección, pero eso era lo de menos. Tanto si vencía como si era derrotado, no tenía intención de pasar a la historia como el presidente estadounidense que había enviado a decenas de miles de hombres a la muerte, y no en el curso de más de diez años, como en Vietnam, sino en unas pocas semanas o incluso días.
—Brent…
—Sí, señor presidente.
—James Baker se entrevistará pronto con Tariq Aziz.
—Dentro de seis días, en Ginebra.
—Pídele que venga a verme, por favor.
En los primeros días de enero, Edith Hardenberg empezó a disfrutar de veras por primera vez en muchos años. Era emocionante mostrarle y explicarle a su ilusionado y joven amigo las maravillas culturales que encerraba la ciudad.
El Winkler Bank había dado a sus empleados cuatro días de vacaciones, con motivo del Año Nuevo. Luego tendrían que limitar sus salidas culturales a las noches, cuando podrían asistir al teatro, a conciertos y recitales, o a los fines de semana, cuando museos y galerías todavía estaban abiertos.
Pasaron medio día en el Jugendstil, admirando el arte modernista, y otro medio en el Sezession, donde está la exposición permanente de obras de Klimt.
El entusiasta joven jordano no dejaba de hacer preguntas, y a Edith Hardenberg le brillaban los ojos mientras le explicaba que el fin de semana siguiente habría otra exposición extraordinaria en el Kunstlerhaus y no debían perdérsela de ninguna manera.
Tras ver los cuadros de Klimt, Karim la llevó a cenar a la Rotisserie Sirk. Ella protestó, porque era un lugar muy caro, pero su nuevo amigo le explicó que su padre era un cirujano muy rico de Ammán, y que le daba asignación generosa.
Sorprendentemente, le permitió que le sirviera un vaso de vino y no se fijó en que lo llenaba hasta arriba. Su conversación se hizo más animada, en sus pálidas mejillas apareció un suave arrebol.
Mientras tomaban café, Karim se inclinó hacia delante y le tomó una mano. Ella pareció turbarse y miró rápidamente a su alrededor para comprobar si alguien les miraba, pero nadie se fijaba en ellos. Retiró la mano, pero lo hizo muy lentamente.
Aquel fin de semana visitaron cuatro de los tesoros culturales que ella consideraba indispensables, y cuando regresaron a través de la fría oscuridad hacia su coche tras la velada en el Musikverein, él le cogió la mano enguantada y la retuvo. Ella no la retiró y notó el calor que se filtraba a través del guante de algodón.
—Es usted muy amable al hacer todo esto por mí —le dijo él seriamente—. Estoy seguro de que debe de aburrirle mucho.
—Oh, no, de ninguna manera —se apresuró a decir ella—. Disfruto viendo y escuchando todas esas cosas hermosas, y me alegro de que a usted también le gusten. Muy pronto será un experto en el arte y la cultura europeos.
Cuando llegaron a su coche él le sonrió, tomó entre sus manos, sorprendentemente cálidas a pesar de que estaban descubiertas, el rostro de la mujer enfriado por el viento y la besó ligeramente en los labios.
—Danke, Edith —le dijo.
Entonces se alejó. Edith Hardenberg regresó a casa como de costumbre, pero las manos le temblaban tanto al volante que estuvo a punto de chocar con un tranvía.
El 9 de enero, el secretario de Estado James Baker se reunió en Ginebra con el ministro de Asuntos Exteriores iraquí, Tariq Aziz. La reunión no fue ni larga ni amistosa. Cierto que las partes implicadas no tenían intención de que lo fuera. Estaba presente un solo intérprete de inglés y árabe, aunque Tariq Aziz dominaba el inglés lo bastante bien para entender a la perfección al estadounidense, que hablaba lentamente y con gran claridad. Su mensaje era muy sencillo.
—Si en el curso de las hostilidades que puedan surgir entre nuestros países su gobierno decide emplear el arma del gas venenoso, prohibida internacionalmente, estoy autorizado a informarles, a usted y a su presidente, que mi país utilizará el arma nuclear. En una palabra, arrojaremos una bomba atómica sobre Bagdad.
El rechoncho iraquí de cabello gris comprendió el sentido del mensaje, pero al principio no podía creerlo. En primer lugar, ningún hombre en su sano juicio se habría atrevido a transmitir una amenaza tan desvergonzada al rais, quien, a la manera de los antiguos reyes babilonios, tenía la costumbre de hacer pagar al mensajero por el disgusto que se había llevado.
Por otro lado, en principio no tenía la seguridad de que el americano hablara en serio, pues la lluvia radiactiva, los daños colaterales de una bomba atómica, sin duda no se remitirían exclusivamente a Bagdad. ¿No devastarían la mitad de Oriente Medio?
Durante el viaje de regreso a Irak, el turbado Tariq Aziz ignoraba tres cosas.
La primera era que el llamado «teatro» de la tecnología nuclear moderna había variado mucho desde que en 1945 cayera sobre Hiroshima la bomba atómica. Las nuevas bombas de daños limitados se llaman «limpias» porque, aunque los daños debidos al calor y la explosión son tan terribles como siempre, la radiactividad que dejan tiene una duración extremadamente breve.
Por otro lado, el buque de guerra Wisconsin, por entonces estacionado en el Golfo y al que se había unido el Missouri, transportaba tres cajas muy especiales de acero y hormigón, lo bastante resistentes, si el buque se hundía, para no degradarse durante diez mil años. Esos recipientes contenían tres misiles de crucero Tomahawk que los Estados Unidos confiaban en no tener que usar jamás.
La tercera cosa que Tariq Aziz ignoraba era que el secretario de Estado no estaba bromeando en absoluto.
El general sir Peter de la Billière paseaba a solas en la oscuridad nocturna del desierto, acompañado tan solo por sus pensamientos inquietos y el crujir de la arena bajo sus pies.
Soldado profesional durante toda su vida y veterano de guerra, sus gustos eran tan ascéticos como magro su cuerpo. Los lujos que ofrecían las ciudades le desagradaban bastante, y se sentía más a sus anchas en campamentos y vivacs en compañía de sus camaradas militares. Al igual que otros antes que él, apreciaba el desierto árabe, sus vastos horizontes, el calor ardiente y el frío que atería, y, muy a menudo, su formidable silencio.
Aquella noche, durante una visita al frente, uno de los placeres que se permitía tan a menudo como le era posible, se había alejado del campamento de St. Patrick, dejando tras él a los tanques Challenger bajo sus redes, como animales agazapados que aguardaran pacientemente su momento, y los húsares que preparaban la cena debajo de ellos.
Era ya amigo íntimo del general Schwarzkopf y estaba enterado secretamente de los consejos más confidenciales del personal de planificación, por lo que sabía que habría guerra. Menos de una semana antes de que expirase el plazo dado por las Naciones Unidas, no había el menor atisbo de que Saddam Hussein tuviera intención de retirarse de Kuwait.
Lo que le preocupaba aquella noche bajo las estrellas del desierto saudí era la imposibilidad de comprender qué se proponía el tirano de Bagdad. Como soldado, al general británico le gustaba comprender a su enemigo, sondear sus intenciones, sus motivaciones, sus tácticas, su estrategia general.
Personalmente no sentía más que desprecio por el hombre que gobernaba Irak con mano de hierro. Los archivos ampliamente documentados que evidenciaban genocidio, tortura y asesinato le repugnaban. Saddam no era un soldado, nunca lo había sido, y si alguna vez había tenido algún talento militar, lo había desperdiciado en gran parte al desautorizar a sus generales o ejecutar a los mejores de ellos.
Pero el problema no era ése, sino el hecho de que Saddam Hussein había tomado claramente el mando en todos los aspectos, tanto políticos como militares, y nada de lo que hacía tenía el menor sentido.
Había invadido Kuwait en un momento inadecuado y por motivos erróneos. Luego había echado a perder sus posibilidades de tranquilizar a los demás estados árabes, asegurándoles que estaba dispuesto a seguir la vía diplomática, que era capaz de razonar y que el problema se resolvía dentro del ámbito de las negociaciones entre árabes. De haber seguido ese camino, muy probablemente habría podido contar con que el petróleo seguiría fluyendo y que Occidente perdería poco a poco interés por las conferencias interárabes que se alargarían durante años.
Era su propia estupidez lo que había hecho intervenir a Occidente y, para rematarlo todo, la ocupación iraquí de Kuwait, con sus múltiples violaciones y su brutalidad, su intento de utilizar a los occidentales como escudos humanos, había garantizado su aislamiento absoluto.
En los primeros días Saddam Hussein había tenido a su merced los ricos campos petrolíferos del nordeste de Arabia Saudí, pero no quiso avanzar. Con el Ejército y la Fuerza Aérea al mando de buenos generales, incluso habría podido llegar a Riad y dictar sus condiciones. No lo hizo, y entonces los occidentales establecieron el Escudo del Desierto, mientras el presidente iraquí cometía un error garrafal tras otro de relaciones públicas en Bagdad.
Puede que fuese un matón de barrio, pero en todos los demás aspectos era un bufón estratégico. Y no obstante, razonó el general británico, ¿cómo era posible que un hombre fuera tan estúpido?
Incluso ante la potencia aérea ahora alineada contra él, todos sus movimientos, tanto políticos como militares, eran erróneos. ¿No tenía idea del furor que iba a precipitarse desde los cielos sobre Irak? ¿No comprendía realmente el nivel de la potencia de fuego que estaba a punto de hacer retroceder diez años a su material blindado en unas pocas semanas?
El general se detuvo y se quedó mirando fijamente hacia el norte. Aquella noche no había luna, pero en el desierto las estrellas son tan brillantes que su luz permite ver vagamente los contornos. La tierra era llana y se extendía hacia el laberinto de muros de arena, zanjas cortafuegos, campos minados, marañas de alambre de espino y barrancos que formaban la línea defensiva iraquí a través de la cual los ingenieros americanos del Gran Rojo Uno abrirían un camino para que los Challenger pudieran avanzar.
Y no obstante, el tirano de Bagdad tenía un solo as que el general conociera y temiese. Sencillamente, Saddam podía retirarse de Kuwait.
El tiempo no estaba a favor de los aliados, sino de Irak. El 15 de marzo comenzaría la festividad musulmana del Ramadán. Durante un mes ningún musulmán podría comer ni beber agua entre el alba y la puesta del sol. Las noches serían para comer y beber. Eso hacía que durante ese período para casi todos los ejércitos musulmanes fuese imposible ir a la guerra.
Después del 15 de abril el desierto se convertiría en un infierno, con temperaturas por encima de los 54 grados. La opinión pública de los aliados presionaría para que los soldados regresaran a casa, y en verano, la presión doméstica y la atrocidad de la vida en el desierto serían irresistibles. Los aliados tendrían que retirarse, y cuando lo hicieran ya no regresarían con semejante despliegue de hombres y material. La Coalición era un fenómeno que no se repetiría.
Así pues, el 15 de marzo era la fecha límite. La batalla terrestre podría durar hasta veinte días, por lo que, en caso de que se produjera, debería empezar el 23 de febrero. Pero Chuck Horner necesitaba sus 35 días de combate aéreo para destruir las armas, regimientos y defensas iraquíes. El 17 de enero era la fecha más tardía posible.
El general británico volvió a preguntarse qué se proponía aquel loco. ¿Acaso esperaba algo, alguna intervención divina producto de su imaginación, que aplastara a sus enemigos y le hiciera salir victorioso contra todo pronóstico?
Oyó un grito procedente del campamento de tanques, a sus espaldas. Se volvió. El comandante en jefe de los Reales Húsares Irlandeses de la Reina, Arthur Denaro, le llamaba para cenar. El robusto y jovial Arthur Denaro, quien un día iría en el primer tanque que avanzase a través de la brecha.
El general sonrió y emprendió el camino de regreso. Sería grato ponerse de cuclillas en la arena con los hombres, comer judías de lata y pan, escuchar las voces al amor de la lumbre, el monótono timbre nasal de Lancashire, la tonalidad ondulante, con las erres guturales, de Hampshire y el suave acento irlandés, reírse de las bromas y chistes, el rudo vocabulario de hombres que usaban un inglés abrupto para decir exactamente lo que querían, y con buen humor.
Que la tierra se tragase a aquel hombre en el norte. ¿Qué diablos estaba esperando?