12

Al cabo de once años en el poder, y tras haber ganado tres elecciones generales consecutivas, la primera ministra británica cayó finalmente el 20 de noviembre, aunque no anunció su decisión de dimitir hasta dos días después.

Su pérdida del poder se debió a una complicada regla de la constitución del Partido Conservador según la cual era necesaria la reelección nominal de la señora Thatcher como dirigente del partido a intervalos regulares. Tal intervalo se cumplía aquel mes de noviembre. Su reelección debería haber sido una mera formalidad, pero su ex ministro decidió oponerse a ella. Inconsciente del peligro, la señora Thatcher no se tomó el desafío en serio y encabezó una campaña sin brillo e incluso asistió a una conferencia en París el día de la votación.

A sus espaldas, toda una gama de antiguos resentimientos, egos ultrajados y temores nerviosos ante la posibilidad de que perdiera las próximas elecciones generales, se aglutinaron en una alianza contra ella, impidiéndole volver a la dirección del partido en la primera vuelta de la votación.

Si hubiera podido acceder a la primera vuelta, no habría habido una segunda y el político que la desafiaba se habría sumido en la oscuridad. En la vuelta del 20 de noviembre necesitaba una mayoría de dos tercios: solo le faltaron cuatro votos, lo cual obligó a una segunda y definitiva vuelta.

Al cabo de unas horas, lo que había comenzado como unos pocos guijarros que caían por una pendiente se había convertido en un corrimiento de tierras. Tras consultar a su gabinete, y ante la evidencia de que ahora podía perder, la primera ministra presentó su dimisión.

Para atajar al político que había presentado el reto, el ministro de Hacienda, John Major, se mocionó para ocupar el cargo supremo y ganó.

La noticia fue un duro golpe para los soldados que estaban en el Golfo, tanto británicos como estadounidenses. Al sur, en Omán, los pilotos de caza americanos que ahora coincidían a diario con los hombres del SAS destinados en la base cercana, preguntaron a los británicos qué ocurría, sin que estos pudieran responderles con algo más que impotentes encogimientos de hombros.

Extendidos a lo largo de la frontera entre Arabia Saudí e Irak, durmiendo bajo sus tanques Challenger en un desierto cada vez más frío a medida que se aproximaba el invierno, los hombres de la 7.ª Brigada de Blindados, las Ratas del Desierto, escuchaban sus transistores y lanzaban juramentos.

Mike Martin se enteró de la noticia cuando el chófer iraquí se le acercó contoneándose y se lo dijo. Martin permaneció unos instantes pensativo, se encogió de hombros y preguntó:

—¿Quién es esa?

—Idiota —le espetó el chófer—. Era la jefa de los Beni Naji. Ahora ganaremos. —Regresó a su coche para seguir escuchando la radio de Bagdad. Al cabo de unos instantes el primer secretario Kulikov salió a toda prisa de la casa y pidió al chófer que le llevara a la embajada.

Aquella noche Martin envió una larga transmisión condensada a Riad, que contenía la última hornada de respuestas de Jericó así como una solicitud de más instrucciones. De cuclillas delante de la entrada del cobertizo para impedir el paso de cualquier intruso, pues la antena de recepción por satélite estaba situada en el umbral, dirigida hacia él, aguardó una contestación. A la una y media de la madrugada, una luz tenue y pulsátil de la consola del pequeño transmisor-receptor le indicó que había llegado la respuesta.

Martin desmanteló la antena, la guardó bajo el suelo con las baterías y la radio, redujo la velocidad del mensaje y lo escuchó.

Había una nueva lista de solicitudes de información a Jericó y el visto bueno a su última petición de dinero, que ya había sido transferido a su cuenta. En menos de un mes, el renegado del Consejo del Mando Revolucionario había ganado más de un millón de dólares.

La transmisión contenía también otras dos instrucciones para Martin. La primera era que enviase a Jericó un mensaje que no era ninguna pregunta; se trataba de que las autoridades del régimen iraquí creyesen que las noticias procedentes de Londres probablemente significaban que el intento por parte de la Coalición de recuperar Kuwait sería cancelado si el rais se mantenía firme.

Nunca se sabrá si esta desinformación llegó a las esferas superiores de Bagdad, pero apenas había transcurrido una semana cuando Saddam Hussein afirmaba que la caída de la señora Thatcher se había debido a que el pueblo británico repudiaba que se hubiese puesto contra él.

La última instrucción en la cinta de Mike Martin era que aquella noche preguntara a Jericó si había oído hablar de un arma o un sistema defensivo al que se referían como El Puño de Dios.

A la luz de una vela, Martin se pasó la mayor parte del resto de la noche escribiendo las preguntas en árabe sobre fino papel de correo aéreo. Al cabo de veinte horas los papeles habían sido ocultados detrás del ladrillo suelto en el muro cercano al santuario del imán Aladham, en Aadhamiya.

Las respuestas tardaron una semana en llegar. Martin leyó la caligrafía de Jericó, semejante a patas de araña, y tradujo el texto al inglés. Desde el punto de vista militar, era interesante.

Las tres divisiones de la Guardia Republicana que se enfrentaban a británicos y estadounidenses a lo largo de la frontera, la Tawakkulna y la Medina, a las que ahora se había unido la Hammurabi, estaban equipadas con una mezcla de carros de combate T54/55, T62 y T72, todos ellos de fabricación soviética.

Pero durante una gira reciente, el general Abdullah Kadiri, del Cuerpo de Blindados, había descubierto horrorizado que la mayor parte de las dotaciones habían extraído sus baterías y las utilizaban para accionar ventiladores, cocinas, radios y radiocasetes. Era dudoso que, en condiciones de combate, alguno de ellos pudiera ponerse en marcha. Hubo varias ejecuciones y dos jefes de alta graduación fueron destituidos y enviados a casa.

El medio hermano de Saddam, Ali Hassan Majid, ahora gobernador de Kuwait, había informado de que la ocupación se estaba convirtiendo en una pesadilla; aún no habían podido atajarse los ataques contra soldados iraquíes y el número de deserciones iba en aumento. El movimiento de resistencia no mostraba señales de remitir, a pesar de los vigorosos interrogatorios y las numerosas ejecuciones llevadas a cabo por el coronel Sabaawi de la AMAM y de dos visitas personales de su jefe, Omar Khatib.

Peor todavía era que la resistencia había adquirido de alguna manera un explosivo plástico llamado Semtex, que era mucho más poderoso que la dinamita industrial.

Jericó había identificado otros dos puestos de mando militar importantes, ambos construidos en cavernas subterráneas e invisibles desde el aire.

En el círculo más próximo a Saddam Hussein se creía ahora, sin ninguna duda, que la propia influencia del rais había tenido una importancia primordial en la caída de Margaret Thatcher. Él había reiterado en dos ocasiones su negativa absoluta a considerar siquiera la posibilidad de retirarse de Kuwait.

Finalmente, Jericó nunca había oído hablar de algo llamado en clave El Puño de Dios, pero estaría atento por si lo mencionaban. Personalmente, dudaba de que existiese algún arma o sistema de armas que los aliados desconocieran.

Martin grabó el mensaje, lo aceleró y transmitió. En Riad fue recibido ávidamente, y los técnicos de radio anotaron su hora de llegada: las doce menos cinco de la noche del 30 de noviembre de 1990.

Leila al Hilla salió lentamente del cuarto de baño, se detuvo en el umbral y alzó los brazos, apoyándolos a los lados de la puerta.

La luz del baño brillaba a través del salto de cama revelando su silueta madura y voluptuosa. Debería surtir efecto: era negro, de finísimo encaje, y había costado una pequeña fortuna, pues era importado de París y lo había adquirido en una boutique de Beirut.

El hombre corpulento tendido en la cama la contempló con avidez, se pasó la lengua saburrosa por el grueso labio inferior y sonrió.

A Leila le gustaba demorarse en el baño antes de una sesión de sexo. Tenía que lavarse y aplicarse ungüento en determinados lugares, aplicarse rímel en los ojos, pintarse los labios y perfumarse con un aroma diferente para cada parte del cuerpo.

Era un buen cuerpo de treinta veranos, la clase de cuerpo que prefieren los clientes, sin obesidad pero bien curvado donde debía estarlo, de caderas y senos llenos, con músculo bajo las curvas.

Bajó los brazos y avanzó hacia la cama tenuemente iluminada, contoneándose. Los zapatos de tacón alto añadían diez centímetros a su estatura y exageraban el balanceo de las caderas.

Pero el hombre tendido boca arriba y desnudo en la cama, cubierto de vello como un oso desde el mentón a los tobillos, había cerrado los ojos.

«No te duermas ahora, zoquete —pensó ella—, no esta noche, cuando te necesito.» Leila se sentó en el borde de la cama y deslizó los dedos de uñas largas y rojas por el vello del vientre masculino hasta el pecho, pellizcó fuertemente cada pezón y deslizó de nuevo la mano más allá del estómago hasta la ingle.

Se inclinó y le besó en los labios, tratando de abrírselos con la lengua, pero los labios del hombre respondieron con indiferencia y ella notó el fuerte olor del arak.

Otra vez se había emborrachado. ¿Por qué no podía aquel necio prescindir del licor? De todos modos, una botella de arak cada noche tenía sus ventajas. A trabajar, se dijo la mujer.

Leila al Hilla era una buena cortesana y lo sabía. Algunos decían que era la mejor de Oriente Medio y, desde luego, figuraba entre las más caras.

Se había adiestrado años atrás, de niña, en una academia muy particular del Líbano, donde las astucias y mañas sexuales de las ouled-nails marroquíes, las muchachas nautsh de la India y las sutiles tecnócratas japonesas de Fukutomi-cho eran practicadas por las muchachas mayores mientras las niñas miraban y aprendían.

Tras quince años como profesional, sabía que el noventa por ciento de la habilidad de una buena puta no tenía nada que ver con el problema de enfrentarse a una virilidad insaciable. Eso era para las películas y revistas pornográficas.

Su talento consistía en halagar, acceder, alabar y mimar, pero sobre todo conseguir una auténtica erección masculina a partir de una interminable sucesión de apetitos agotados y potencia desvanecida.

Deslizó la mano por la ingle y palpó el pene del hombre. Suspiró internamente. Estaba blando como una esponja. Aquella noche, el general Abdullah Kadiri, jefe del Cuerpo de Blindados del Ejército de la República de Irak, necesitaría un poco de estímulo.

Anteriormente había escondido debajo de la cama una bolsa de paño, que ahora sacó para verter su contenido sobre la sábana, a su lado.

Embadurnándose los dedos con una jalea espesa y cremosa, lubricó un consolador vibratorio de tamaño mediano, alzó uno de los muslos del general y se lo deslizó expertamente en el ano. El general Kadiri soltó un gruñido, abrió los ojos, miró a la mujer desnuda agachada al lado de sus genitales y sonrió de nuevo, los dientes relucientes bajo el espeso bigote negro.

Leila apretó el disco en la base del vibrador y la insistente pulsación empezó a expandirse por las entrañas del general. La mujer notó que el fláccido órgano empezaba a crecer bajo su mano.

Se llevó a la boca un poco de vaselina inodora e insípida que extrajo de un frasco de cuyo cierre hermético sobresalía un tubo, se inclinó sobre el pene del hombre y comenzó a succionárselo. La combinación de la oleosa suavidad de la vaselina y la hábil exploración con la punta de la lengua empezaron a surtir efecto. Durante diez minutos, hasta que la mandíbula comenzó a dolerle, Leila acarició y succionó, y por fin la erección del general llegó a ser todo lo buena que era posible en su estado.

Antes de que el miembro pudiera perder su rigidez, la cortesana alzó la cabeza, se puso a horcajadas sobre el general y se introdujo el pene en la vagina. Había tenido dentro miembros más gruesos y mejores, pero aquel por lo menos funcionaba, aunque fuese precariamente.

Leila se inclinó hacia delante y balanceó los pechos sobre el rostro del general.

—Ah, mi grande y fuerte oso negro —le arrulló—. Estás soberbio, como siempre.

Él sonrió. La mujer empezó a moverse arriba y abajo, no demasiado deprisa, alzándose hasta que el glande estaba justo entre los labios y bajando poco a poco hasta engullir toda la verga. Al moverse, utilizaba los desarrollados y bien adiestrados músculos vaginales para aferrar y apretar, soltar y, de nuevo, aferrar y apretar.

Conocía el efecto de la doble incitación. El general Kadiri empezó a gruñir y luego a gritar, con breves y ásperos gritos arrancados por las sensaciones de la intensa vibración en la zona del esfínter y el deslizamiento de la mujer arriba y abajo de su verga con un ritmo cada vez más rápido.

—Sí, sí, oh sí, qué bueno, sigue, sigue, cariño —le decía ella, jadeando en su cara, hasta que él por fin experimentó el orgasmo.

Mientras él se corría dentro de la mujer, esta enderezó el torso, se irguió moviéndose espasmódicamente y dejó escapar un grito de placer fingiendo un orgasmo espléndido.

En cuanto hubo eyaculado, el pene del general se redujo nuevamente a su mínima expresión, y al cabo de unos segundos ella le extrajo el consolador y lo arrojó a un lado, a fin de que el hombre no se durmiera demasiado pronto. Eso era lo último que Leila deseaba después de tantos esfuerzos. Aún le quedaba trabajo por hacer.

Se tendió a su lado, cubrió a ambos con la sábana y se apoyó sobre un codo, dejando que un seno presionara la mejilla del hombre, al tiempo que le alisaba el pelo y le acariciaba la otra mejilla con la mano derecha.

—Mi pobre oso —murmuró—. ¿Estás muy cansado? Trabajas demasiado, mi estupendo amante. Cómo te utilizan… Dime, ¿qué ha sido hoy? ¿Más problemas en el Consejo? ¿Y siempre eres tú quien ha de resolverlos? ¿Hummmm? Díselo a Leila, ya sabes que puedes contárselo todo a tu pequeña Leila.

Así pues, antes de dormirse, él se lo contó.

Más tarde, cuando el general Kadiri roncaba bajo los efectos del arak y el sexo, Leila se retiró al baño, donde, tras echar el pestillo, se sentó en el inodoro con una bandeja sobre el regazo y lo anotó todo en pulcra y compleja escritura árabe.

Ya por la mañana, cogió un támpax e introdujo en el tubo las finas hojas de papel dobladas y enrolladas, a fin de evitar las comprobaciones de seguridad. Más tarde entregaría los papeles al hombre que le pagaba.

No se le ocultaba que era una actividad peligrosa, pero también era lucrativa, pues le permitía ganar el doble por el mismo trabajo, y ella se había propuesto llegar a ser rica algún día, lo bastante para abandonar definitivamente Irak y establecer su propia academia, tal vez en Tánger, con varias muchachas bonitas con las que dormir y criados marroquíes a los que azotar cuando le viniese en gana.

Si Gidi Barzilai se había sentido frustrado por los mecanismos de seguridad del Winkler Bank, el seguimiento de Wolfgang Gemütlich durante las dos últimas semanas le estaba volviendo loco. Aquel hombre era imposible.

Tras la identificación del observador, Gemütlich había sido seguido rápidamente a su casa, más allá del Prater Park. Al día siguiente, mientras el señor Gemütlich estaba en el trabajo, el equipo yarid vigiló la casa hasta que su esposa salió a hacer la compra. La muchacha del equipo fue tras ella, manteniéndose en contacto con sus colegas mediante un pequeño transmisor a fin de poder avisarles cuando la mujer regresara. Estuvo ausente dos horas, tiempo más que suficiente.

El allanamiento de la casa por parte del equipo neviot no presentó problema alguno, y se ocultaron rápidamente micrófonos en la sala de estar, el dormitorio y el teléfono. El registro, efectuado de un modo rápido, hábil y sin dejar rastro alguno, no reveló nada. Encontraron la documentación habitual: las escrituras de la casa, pasaportes, partidas de nacimiento, libro de familia e incluso una serie de extractos bancarios. Lo fotografiaron todo, pero un vistazo a la cuenta de banco personal no mostró la menor traza de desfalco al Winkler Bank… Incluso existía la horrible posibilidad de que el hombre fuese completamente honesto.

El guardarropa y los cajones del dormitorio no revelaron ninguna señal de curiosos hábitos personales, que siempre son un buen medio de chantaje entre las respetables clases medias, cosa que no sorprendió al jefe del equipo neviot, quien había observado a la señora Gemütlich cuando esta abandonaba la casa.

Si la secretaria personal del hombre era menuda y tímida, su esposa era como un trozo de papel desechado. El israelí pensó que raras veces había visto una mujer tan alicaída.

Cuando la muchacha del yarid susurró por la radio que la señora Gemütlich regresaba, los expertos del neviot habían terminado y salido de la casa. Uno de los hombres, vestido con el uniforme de un empleado de teléfonos, cerró la puerta después de que los demás se hubieran escabullido por detrás a través del jardín.

A partir de entonces, el equipo neviot manejaría los magnetófonos dentro del furgón situado calle abajo; de esa manera se enterarían de lo que se decía en la casa.

Dos semanas después, el desesperado jefe del equipo neviot dijo a Barzilai que apenas habían llenado una cinta. La primera noche habían grabado dieciocho palabras. Ella había dicho: «La cena está servida, Wolfgang», sin obtener respuesta. Luego había pedido a su marido dinero para unas cortinas nuevas, y él se lo había negado. Finalmente, el hombre le había dicho: «Mañana he de levantarme temprano, me voy a la cama».

—Dice eso cada puñetera noche, es como si llevara treinta años diciendo lo mismo —se quejó el miembro del equipo neviot.

—¿Y qué me dices de las relaciones sexuales? —preguntó Barzilai.

—Debes de estar de broma, Gidi. Ni siquiera hablan, y no digamos joder…

Todas las demás posibilidades de hallar un punto flaco en el carácter de Wolfgang Gemütlich quedaron descartadas una tras otra. No jugaba, no tenía aficiones pederastas, se mantenía al margen de la vida social, no acudía a clubes nocturnos, no tenía querida ni frecuentaba prostitutas. En una ocasión salió de su casa y el equipo de seguimiento se animó.

Con abrigo oscuro y sombrero, Gemütlich partió a pie, después de cenar, cuando ya era de noche, y avanzó por el barrio a oscuras hasta llegar a una casa particular a cinco manzanas de distancia.

Llamó a la puerta y esperó. La puerta se abrió, le hicieron pasar y cerraron. Pronto se encendió una luz en el segundo piso, detrás de unas gruesas cortinas. Antes de que la puerta se cerrara, uno de los observadores israelíes tuvo un atisbo de una mujer de aspecto sombrío que llevaba una bata blanca de nailon.

¿Tal vez baños estéticos? ¿Duchas asistidas, sauna mixta con dos robustas mozas manejando las ramas de abedul? La comprobación efectuada a la mañana siguiente reveló que la mujer de la bata era una anciana pedicura que tenía un pequeño consultorio en su propia casa. Wolfgang Gemütlich había ido a que le quitara los callos.

El primer día de diciembre Gidi Barzilai recibió una reprimenda de parte de Kobi Dror desde Tel Aviv. Le advertía que aquella no era una operación sin límite temporal. Las Naciones Unidas habían dado a Irak de plazo hasta el 16 de enero para abandonar Kuwait. Después de esa fecha, habría guerra y podría suceder cualquier cosa. Era preciso llegar al final de aquel asunto.

—Gidi, no podemos seguir indefinidamente a este cabrón —dijeron los dos jefes de equipo a su controlador—. No hay nada sucio en su vida. No comprendo a ese tipo, no hace absolutamente nada que podamos usar contra él.

Barzilai se encontraba ante un dilema. Podían raptar a la esposa y amenazar al marido, diciéndole que sería mejor que cooperase pues de lo contrario… El problema era que aquel mezquino preferiría perder a su mujer antes que robar un vale de comida. Peor aún, llamaría a la policía.

Podían raptar a Gemütlich y trabajarlo. El problema, en ese caso, era que el hombre tendría que volver al banco para hacer la transferencia y cerrar la cuenta de Jericó. Una vez en el banco, se apresuraría a dar la voz de alarma, y Kobi Dror había dicho que no era admisible ningún fallo ni dejar la menor huella.

—Pasemos a la secretaria —dijo—. Las secretarias confidenciales suelen saber más de lo que sabe su jefe.

Así pues, los dos equipos dirigieron su atención a fräulein Edith Hardenberg, de aspecto no menos alicaído.

El seguimiento apenas requirió diez días. La siguieron hasta su casa, un pisito en un edificio antiguo y serio frente a la Trautenauplatz, un lugar alejado del centro, en el distrito 19, el suburbio noroccidental de Grinzing.

La mujer vivía sola. No tenía amante, ningún amigo, ni siquiera un animal doméstico. El registro de sus documentos personales reveló una modesta cuenta bancaria, una madre jubilada que vivía en Salzburgo… El piso había sido alquilado en otro tiempo por la madre, como mostraban los contratos de alquiler, pero la hija se había mudado allí siete años antes, cuando la madre regresó a su Salzburgo natal.

Edith conducía un pequeño Seat que aparcaba en la calle, frente a su casa, pero utilizaba el transporte público para ir al trabajo y volver, sin duda debido a lo difícil que resultaba encontrar un aparcamiento donde aparcar en el centro de la ciudad.

Sus cheques salariales revelaban unos emolumentos cicateros; cuando vio la suma, el miembro del neviot exclamó: «Cabrones tacaños». Su partida de nacimiento mostraba que tenía treinta y nueve años… «Y aparenta cincuenta», observó el investigador.

No había ninguna foto de hombres en el piso, tan solo una de su madre, otra de ambas durante unas vacaciones a orillas de un lago y una del padre, al parecer fallecido, con el uniforme del servicio aduanero.

Si había algún hombre en su vida, debía de tratarse de Mozart.

—Todo lo que sabemos es que es aficionada a la ópera —informó el jefe del equipo a Barzilai, tras haber dejado el piso exactamente tal como lo habían encontrado—. Tiene una gran colección de elepés, todavía no se ha decidido por el disco compacto, y todos son de ópera. Debe de gastarse en ella la mayor parte de lo que gana. Hay libros sobre ópera, cantantes y directores, y pósters de las representaciones invernales en la Ópera de Viena, aunque ella no podría pagar una localidad…

—No hay ningún hombre en su vida, ¿eh? —musitó Barzilai.

—Podría enamorarse de Pavarotti, si logras dar con él y traerlo aquí. Aparte de eso, olvídate del asunto.

Pero Barzilai no lo olvidó. Recordaba un caso ocurrido en Londres, mucho tiempo atrás. Se trataba de una funcionaria de Defensa, toda una solterona. Entonces los soviéticos le presentaron un joven y guapísimo yugoslavo… Hasta el juez se mostró comprensivo durante el juicio.

Aquella noche Barzilai envió un largo cable codificado a Tel Aviv.

A mediados de diciembre la concentración de fuerzas de la Coalición al sur de la frontera kuwaití se había convertido en una oleada implacable de hombres y acero.

Trescientos mil hombres y mujeres de treinta naciones se habían desplegado en una serie de líneas a través del desierto saudí, desde la costa y hacia el oeste, a lo largo de más de 1.600 kilómetros.

En los puertos de Jubail, Dammam, Bahrein, Doha, Abu Dhabi y Dubai, los buques de carga llegaban con cañones, tanques, combustible, suministros, alimentos y ropa de cama, municiones y piezas de recambio en interminable sucesión.

Desde los muelles los convoyes avanzaban en dirección al oeste a lo largo de la carretera del Oleoducto para establecer las grandes bases logísticas que un día abastecerían al ejército invasor.

El piloto de un Tornado con base en Tabuq, que volaba hacia el sur tras un amago de ataque en la frontera iraquí, contó a sus compañeros de escuadrón que había sobrevolado un convoy de camiones de un extremo a otro. A ochocientos kilómetros por hora, había tardado seis minutos en llegar al extremo de la hilera de camiones, que tenía ochenta kilómetros de longitud y avanzaban casi pegados unos a otros.

En la base logística Alfa había un recinto de barriles de petróleo colocados en columnas de a tres, sobre palieres cuadrados de metro ochenta de lado, con pasillos entre las columnas de la anchura de una carretilla elevadora. El recinto también era cuadrado y medía kilómetros de lado.

Y eso era solo el combustible. Otros recintos en la base Alfa contenían obuses, cohetes, morteros, cajas de proyectiles de ametralladora, proyectiles anticarro y granadas. En otros había alimentos, agua, maquinaria y piezas de repuesto, baterías para tanques y talleres móviles.

En aquel entonces el general Schwarzkopf había confinado las fuerzas de la Coalición a la zona desértica que se extendía al sur de Kuwait. Lo que en Bagdad no podían saber era que, antes de atacar, el general estadounidense se proponía enviar más fuerzas a través del Wadi el Batin y otros 160 kilómetros más al oeste, en el desierto, para invadir Irak, avanzando hacia el norte y luego hacia el este a fin de atacar por el flanco a la Guardia Republicana y destruirla.

El 13 de diciembre, los Rocketeers, el escuadrón 336 del Comando Aéreo Táctico de la Fuerza Aérea estadounidense, abandonó su base de Thumrait, en Omán, y fue transferido a Al Kharz, en Arabia Saudí. Era una decisión que se había tomado el 1 de diciembre.

Al Kharz era un aeródromo «pelado», que solo tenía pistas de rodaje y despegue. No había torre de control ni hangares ni talleres ni acomodo para nadie. No era más que una lámina llana en el desierto con franjas de hormigón armado.

Pero, de todos modos, era un aeródromo. Tiempo atrás el gobierno saudí había encargado y construido, con una previsión sorprendente, suficientes bases para contener una fuerza aérea que superase en más de cinco veces a la Real Fuerza Aérea Saudí.

Después del 1 de diciembre llegaron los constructores americanos y, en solo treinta días, alzaron una ciudad de tiendas de campaña capaz de albergar a cinco mil personas y cinco escuadrones de cazas.

Entre el personal figuraban, en lugar destacado, los ingenieros de obras pesadas, los llamados equipos Caballo Rojo, que utilizaban cuarenta enormes generadores eléctricos de la Fuerza Aérea. Parte del equipamiento a utilizar llegó por carretera, en remolques especiales, pero en general fue transportado por aire. De inmediato se procedió a la construcción de hangares en forma de concha, talleres, depósitos de combustible y artillería, salas de vuelo e instrucciones, la sala de operaciones, la torre de control, tiendas de almacenamiento y garajes.

Para las tripulaciones aéreas y equipos de tierra se trazaron calles con tiendas a ambos lados de la calzada, letrinas, casas de baño, cocinas, comedores y una torre de agua. El líquido elemento sería repuesto por medio de convoyes de camiones desde la fuente de agua más próxima.

Al Kharz se encuentra a ochenta kilómetros al sudeste de Riad, una posición que resultó estar a solo cinco kilómetros más allá del alcance máximo de los misiles Scud en posesión de los iraquíes. Las instalaciones serían utilizadas durante tres meses por cinco escuadrones: dos de Strike Eagle F-15E, los Rocketeers y los jefes, el escuadrón 335 procedente de Seymour Johnson que se incorporó allí, uno de cazas Eagle F-15 y dos de interceptores Fighting Falcon F-16.

Había incluso una calle especial para las 250 mujeres que figuraban entre el personal del ala: abogadas, jefas de equipos de tierra, camioneras, empleadas administrativas, enfermeras y dos escuadrones de agentes de Inteligencia.

Las tripulaciones aéreas llegaron desde Thumrait en sus aparatos, mientras que los equipos de tierra y el personal restante lo hicieron en aviones de carga. La totalidad del traslado requirió un par de días, y cuando arribaron los ingenieros aún estaban trabajando y seguirían haciéndolo hasta Navidad.

Don Walker lo había pasado bien en Thumrait; en la relajada atmósfera de Omán, las condiciones de vida eran excelentes, e incluso se permitía el consumo de bebidas alcohólicas dentro de los límites de la base.

Por primera vez se había encontrado con el SAS británico, que tenía allí una base de adiestramiento permanente, y otros «oficiales contratados» que servían con las fuerzas omaníes del sultán Qaboos. Se celebraron algunas fiestas memorables, salir con miembros del sexo opuesto había sido muy sencillo y volar con los Eagle en misiones de «amago» hasta la frontera iraquí había sido muy satisfactorio.

Tras un viaje al desierto con miembros del SAS en vehículos ligeros de reconocimiento, Walker había observado al recién nombrado jefe de escuadrón, teniente coronel Steve Turner:

—Estos tipos están locos de atar.

Las cosas iban a ser diferentes en Al Kharz. Como hogar de los dos santos lugares, la Meca y Medina, Arabia Saudí obliga a una abstención estricta de alcohol, así como toda exposición de las formas femeninas por debajo del mentón, excepto manos y pies.

En su orden general número uno, el general Schwarzkopf había prohibido todas las bebidas alcohólicas para el conjunto de las fuerzas de la Coalición bajo su mando. Las unidades estadounidenses sin excepción cumplían la orden, la cual era aplicada de manera estricta en Al Kharz.

Sin embargo, en el puerto de Dammam, los estibadores americanos observaron perplejos la cantidad de champú destinado a la Real Fuerza Aérea británica. Descargaron caja tras caja del producto, las colocaron en camiones o aviones de carga Hércules C-130 y las llevaron a los escuadrones de la RAF.

A los estadounidenses que vieron aquello no dejó de extrañarles que, en un entorno donde el agua escaseaba, las tripulaciones aéreas británicas pudieran dedicar tanto tiempo a lavarse la cabeza. Fue un enigma que continuaría hasta el final de la guerra.

En el otro lado de la península, y en medio del desierto, se encontraba la base de Tabuc, que los Tornado británicos compartían con los Falcon americanos. Los pilotos de Estados Unidos no pudieron por menos de sorprenderse cuando vieron que sus colegas británicos se sentaban bajo sus toldos para protegerse del sol y escanciaban pequeñas porciones de champú en un vaso, que mezclaban con agua mineral.

En Al Kharz no surgió ese problema, pues allí no había champú. Además, en ese lugar el personal vivía más hacinado que en Thumrait. Aparte del comandante del ala, que tenía una tienda para él solo, los demás, desde el grado de coronel hacia abajo, compartían tiendas de dos, cuatro, seis, ocho y hasta doce plazas, según la graduación.

Peor todavía era el hecho de que no tenían acceso al personal femenino, un problema tanto más frustrante cuanto que las damas americanas, fieles a su cultura y sin Mutawa (policía religiosa) saudí que las viera, se dedicaban a tomar el sol en bikini detrás de unas vallas bajas que habían extendido alrededor de sus tiendas.

Esto hizo que los pilotos se agenciasen todos los vehículos con chasis alto, pues montados en ellos iban hasta las pistas de vuelo, pero dando un amplio rodeo para pasar entre las tiendas de las mujeres y comprobar si las damas estaban en buena forma.

Aparte de estas obligaciones cívicas, la mayoría tenía que contentarse con volver a la crujiente litera y el alivio solitario.

El estado de ánimo también era distinto por otra razón. El plazo que las Naciones Unidas habían dado a Saddam Hussein para que se retirase de Kuwait vencía el 16 de enero. Las declaraciones de Bagdad seguían siendo desafiantes. Por primera vez resultaba evidente que habría guerra. Las misiones de adiestramiento adquirieron un cariz nuevo y urgente.

Por alguna razón, el 15 de diciembre fue un día caluroso en Viena. El sol brillaba y la temperatura subió. A la hora de comer, fräulein Hardenberg salió del banco como de costumbre para tomar su modesto almuerzo y tuvo el capricho de comprar unos bocadillos e ir a comerlos al Stadpark, a poca distancia de la Ballgasse.

Era algo que acostumbraba hacer en verano e incluso en otoño, y siempre se traía los bocadillos de casa, algo que aquel 15 de diciembre no había hecho.

Iba vestida con su pulcro abrigo de tweed, de modo que al ver el brillante cielo azul en la Franziskanerplatz decidió que si la naturaleza ofrecía, aunque fuese por un solo día, un poco de Altweibersommer —«verano de señoras mayores» para los vieneses—, debía aprovecharlo y comer en el parque.

El pequeño parque al otro lado del Ring le gustaba por un motivo especial. En un extremo está el Hübner Kursalon, un restaurante con paredes de vidrio que parece un gran invernadero, donde, durante la hora del almuerzo, una orquestina suele tocar las melodías de Strauss, el más vienés de los compositores.

Quienes no están en condiciones de costearse la comida en ese restaurante, pueden sentarse en el recinto exterior y escuchar gratis la música. Además, en el centro del parque, protegida por un arco de piedra, se encuentra la estatua del gran Johann.

Edith Hardenberg compró los bocadillos en un bar, buscó un banco al sol y comió mientras escuchaba los valses.

Entschuldigung.

La secretaria se sobresaltó. La suave voz que le pedía disculpas la había hecho salir de su ensoñación.

Si había algo que la señorita Hardenberg detestaba sobre todas las cosas era que se dirigieran a ella perfectos desconocidos. Levantó la vista.

Era un hombre joven, de cabello oscuro y ojos castaños, y tenía acento extranjero. Estaba a punto de volver la cabeza cuando observó que el joven tenía un folleto ilustrado en la mano y señalaba una palabra en el texto. Ella miró a pesar suyo. El folleto era el programa ilustrado de la ópera La flauta mágica.

—Perdone, esta palabra no es alemana, ¿verdad?

El dedo índice del hombre señalaba la palabra libretto.

Ella debía cortar por lo sano en aquel mismo momento, naturalmente, tenía que levantarse y alejarse de allí. Empezó a envolver de nuevo sus bocadillos.

—No —replicó bruscamente—, es italiano.

—Ah —dijo el hombre con tono de disculpa—. Estoy aprendiendo el alemán, pero no entiendo el italiano. ¿Se refiere a la música?

—No, se refiere al texto, al argumento.

—Gracias —dijo él, con sincera gratitud—. Es tan difícil comprender sus óperas vienesas, pero me gustan muchísimo.

De pronto, la mujer pareció menos apresurada por envolver los bocadillos restantes y marcharse.

—Está ambientada en Egipto, ¿sabe? —le explicó el joven.

Qué tontería, decirle a ella tal cosa, ella que se sabía Die Zauberflöte palabra por palabra.

—Así es, en efecto —dijo ella. Pensó que aquello ya había ido demasiado lejos. Fuera quien fuese, era un joven muy descarado. Vamos, casi estaban conversando. La idea era estremecedora.

—Lo mismo que Aida —observó él, examinando de nuevo las notas del programa—. Me gusta Verdi, pero creo que prefiero Mozart.

Ella había envuelto de nuevo sus bocadillos y estaba a punto de irse. Solo tenía que levantarse y echar a andar. Se volvió a mirarle y él eligió aquel momento para alzar la vista y sonreírle.

Era una sonrisa muy tímida, casi suplicante. Tenía unos ojos de perrito de aguas, con unas pestañas que para sí habría querido una modelo.

—No hay comparación posible —le dijo—. Mozart es el maestro de todos ellos.

La sonrisa del joven se ensanchó, mostrando sus dientes blancos y parejos.

—Y vivió aquí, tal vez se sentó en este mismo banco para componer su música.

—Estoy segura de que no hizo tal cosa —replicó ella—. El banco no estaba aquí entonces.

Se puso de pie y se volvió. El joven se levantó también e hizo una corta reverencia al estilo vienés.

—Siento haberla molestado, fräulein, pero muchas gracias por su ayuda.

Ella emprendió el camino a través del parque, de regreso a su despacho para terminar de comer allí. Estaba furiosa consigo misma. Conversaciones con hombres jóvenes en los parques… ¿Qué haría a continuación? Por otro lado, solo era un estudiante extranjero que intentaba informarse sobre la ópera vienesa. Sin duda no había daño alguno en ello, pero todo tiene un límite. Pasó ante un cartel. Naturalmente, en la ópera de Viena se representaría La flauta mágica dentro de tres días. Tal vez formaba parte del curso al que el joven asistía.

A pesar de su pasión, Edith Hardenberg nunca había asistido a una representación en la Opernhauss. Desde luego, había merodeado alrededor del edificio cuando estaba abierto, de día, pero una localidad de platea siempre había estado más allá de sus posibilidades.

Era casi imposible adquirirla. Los abonos de temporada pasaban de una generación a otra, y su precio solo estaba al alcance de los ricos. El resto de las localidades únicamente podían adquirirse por influencias, de las que ella carecía por completo. Incluso las localidades ordinarias estaban más allá de sus medios. Suspiró y volvió a su trabajo.

Aquel único día cálido y soleado fue el último. Regresaron el frío y las nubes grises. La secretaria volvió a almorzar en su café y su mesa habituales. Era una dama muy pulcra, una persona de hábitos.

El tercer día después del encuentro en el parque, llegó a su mesa a la hora habitual y reparó a medias en que la mesa al lado de la suya debía de estar ocupada. Encima había un par de libros de texto, cuyos títulos no se molestó en leer, y un vaso de agua a medio beber.

Apenas ella había pedido el menú del día, el ocupante de la mesa regresó del lavabo. Una vez sentado, reconoció a su vecina y ahogó un grito de sorpresa.

—Oh, Grüss Gott… otra vez —dijo.

Ella tensó los labios, con una expresión de disgusto. Llegó la camarera y le sirvió la comida. Estaba atrapada. Aquel joven era irrefrenable.

—He terminado las notas del programa. Creo que ahora lo comprendo todo.

Ella asintió y empezó a comer con ademanes delicados.

—Excelente. ¿Estudia aquí?

¿Por qué le preguntaba tal cosa? ¿Qué locura se había apoderado de ella? Pero la cháchara del restaurante se alzaba a su alrededor. Se preguntó por qué se preocupaba tanto. Sin duda una conversación civilizada, incluso con un estudiante extranjero, no podía hacerle daño alguno. ¿Qué pensaría herr Gemütlich? Seguramente lo desaprobaría.

El joven moreno sonrió con satisfacción.

—Sí, estudio ingeniería en la Universidad Técnica. Cuando me licencie, volveré a mi país y ayudaré a su desarrollo. Me llamo Karim.

—Fräulein Hardenberg —dijo ella con gazmoñería—. ¿Y de dónde es usted, herr Karim?

—Soy de Jordania.

Un árabe, cielo santo. En fin, debía de haber muchos en la Universidad Técnica, a dos manzanas al otro lado del Kärntner Ring. La mayoría de los que ella veía eran vendedores callejeros, gente terrible que vendía alfombras y periódicos en las terrazas de los cafés y se negaba a marcharse. El joven que estaba a su lado parecía bastante respetable. Tal vez procedía de una familia mejor, pero, al fin y al cabo… un árabe. Terminó de comer e hizo una seña para que le trajeran la cuenta. Era hora de dejar la compañía de aquel joven, aun cuando fuese notablemente cortés… para ser árabe.

—De todos modos, no creo que pueda ir —dijo él en tono pesaroso.

Cuando llegó la cuenta, la secretaria sacó unos billetes del monedero.

—¿Ir adónde?

—A la ópera, a ver La flauta mágica. No tendría valor para ir solo, con tanta gente, sin saber qué hacer, cuándo aplaudir…

Ella le sonrió con una expresión tolerante.

—Oh, no creo que vaya, joven, porque no conseguirá localidad.

Él pareció perplejo.

—No, no se trata de eso.

Se llevó la mano al bolsillo y sacó dos tiras de papel que depositó sobre la mesa de la secretaria, junto a su factura. Eran localidades para la segunda fila de platea, prácticamente a los pies de los intérpretes, al lado del pasillo central.

—Tengo un amigo en las Naciones Unidas. Ellos tienen una cuota, ¿sabe usted? Pero él no las quería, así que me las dio.

Se las dio. No se las vendió, se las dio. Dos localidades inapreciables… y se las dio.

El joven le preguntó con tono de súplica:

—¿Sería tan amable de llevarme con usted? Por favor…

Lo había dicho de una bonita manera, como si ella fuese a llevarle.

La señorita Hardenberg se imaginó sentada en aquel paraíso grande, abovedado, dorado y rococó; imaginó su espíritu elevándose con las voces de los bajos, barítonos, tenores y sopranos hasta el alto techo decorado con pinturas…

—De ninguna manera —le dijo.

—Oh, perdone, fräulein, la he ofendido.

El joven cogió las localidades y, sin pensarlo dos veces, empezó a rasgarlas.

—¡No! —exclamó ella, y puso su mano sobre la de él antes de que hubiera desgarrado más de un centímetro de papel—. No debe hacer eso.

La señorita Hardenberg estaba visiblemente sofocada.

—Pero no me sirven de nada…

—Bueno, supongo…

El rostro del joven se iluminó.

—¿Entonces me enseñará su Ópera? ¿Sí?

Enseñarle la ópera. Sin duda eso era diferente. No se trataba de salir con un hombre, no era la clase de chica de las que… aceptan citas. No, era más bien como una gira turística. Una muestra de cortesía vienesa para mostrar a un estudiante extranjero una de las maravillas de la capital austríaca. ¿Podía haber en ello algo de malo?

Convinieron en encontrarse a las siete y cuarto en los escalones de la Ópera. Ella acudió en coche desde Grinzing y consiguió sin dificultades un lugar donde aparcar. Se sumaron a la multitud que entraba al teatro, visiblemente animados ante la perspectiva del espectáculo que les aguardaba.

Si Edith Hardenburg, solterona desde hacía veinte veranos, tuvo jamás un atisbo del paraíso, fue aquella noche de 1990, cuando se sentó a escasa distancia del escenario y se sumió en la música. Si alguna vez conoció la sensación de la embriaguez, fue en aquella velada en que se abandonó por completo a la intoxicación del torrente de voces que subían y bajaban.

En la primera mitad, mientras Papageno cantaba y hacía cabriolas ante ella, notó una mano joven y seca sobre la suya. El instinto le hizo retirar la suya bruscamente. En la segunda mitad, cuando sucedió lo mismo, no hizo nada, y sintió, con la música, que el calor del cuerpo de otra persona se filtraba dentro de ella.

Cuando terminó la representación, seguía embriagada, de lo contrario jamás habría permitido que el joven la acompañase a través de la plaza hasta la vieja guarida de Freud, el café Landtmann, que después de ser restaurado había recuperado su esplendor de finales del siglo XIX. Allí, el magnífico maître Robert en persona les acompañó a una mesa donde tomaron una cena tardía.

—Me gustaría que me enseñase la Viena auténtica —le dijo Karim en voz baja—. Su Viena. La Viena de los conciertos y los hermosos museos. De lo contrario, nunca entenderé la cultura de Austria, al menos no de la manera como usted me la enseñaría.

—¿Qué está diciendo, Karim?

Estaban al lado de su coche. No, de ninguna manera ella le ofrecería que subiese a su piso, dondequiera que estuviese, y cualquier sugerencia por parte de él de ir a su casa revelaría exactamente la clase de granuja que era.

—Que me gustaría volver a verla.

—¿Por qué?

«Si me dice que soy guapa, le pego», pensó ella.

—Porque es usted amable.

—Oh.

La oscuridad ocultó su sonrojo. Sin decir más, él se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla. Luego se marchó, cruzando la plaza a grandes zancadas. Ella regresó a casa sola.

Aquella noche Edith Hardenberg tuvo unos sueños turbadores. Soñó con Horst, quien la había amado aquel largo y lejano verano de 1970, cuando ella tenía diecinueve años y era virgen. Con Horst, que le arrebató su castidad, obligándola a amarle. Con Horst, que se marchó en invierno sin dejar una nota, sin darle una explicación, sin despedirse.

Al principio ella pensó que debía de tratarse de un accidente y telefoneó a todos los hospitales. Luego supuso que su profesión de viajante de comercio era la causa de su ausencia y que la llamaría. Más tarde supo que se había casado con la muchacha de Graz con la que también se había relacionado cuando sus negocios le llevaban a esa ciudad.

Lloró hasta la primavera, luego cogió todo aquello que pudiese recordárselo y lo quemó. Arrojó a las llamas los regalos y las fotos que se habían hecho durante sus paseos o mientras navegaban en los lagos del Schlosspark, en Laxenburg, y sobre todo quemó la foto del árbol bajo el cual él la amó por primera vez, la amó realmente, y la hizo suya.

No hubo más hombres en su vida. «Te traicionan y te dejan», le había dicho su madre, y tenía razón. Juró que nunca, jamás, habría más hombres.

Aquella noche, una semana antes de Navidad, los sueños menguaron antes del alba y se durmió con el programa de La flauta mágica aferrado contra sus pequeños senos. Mientras dormía, algunas arrugas parecieron desaparecer de las comisuras de sus ojos y los ángulos de la boca. Y sonreía al dormir. Sin duda no había mal alguno en ello.