11

Empezaba a oscurecer. El trayecto desde la estación de autobuses en el norte de la ciudad hasta la casa del primer secretario soviético en el distrito de Mansour era largo, pero Martin agradeció la caminata.

En primer lugar, había viajado hacinado en dos autobuses distintos durante doce horas, recorriendo 380 kilómetros desde Ar Rutba a la capital, y no habían sido precisamente vehículos de lujo. En segundo lugar, el paseo le daría la oportunidad de volver a «respirar» el ambiente de la ciudad después de veinticuatro años de ausencia, desde que regresara a Londres siendo un escolar de trece años.

Era mucho lo que había cambiado. La ciudad que recordaba era muy árabe, mucho más pequeña, agrupada alrededor de los distritos centrales de Shaikh Omar y Saadun, en la orilla noroccidental del Tigris, en Risafa, y el distrito de Aalam al otro lado del río, en Karch. La vida ciudadana transcurría sobre todo en esa zona interior de calles estrechas, callejones, mercados y mezquitas cuyos minaretes se alzaban por encima de los terrados para recordar al pueblo su sometimiento a Alá.

Veinte años de ingresos procedentes del petróleo habían proporcionado largas autopistas de dos carriles que cruzaban los espacios antes abiertos. Los automóviles habían proliferado y los rascacielos se alzaban en el cielo nocturno, como si Mammon diera codazos a su antiguo adversario.

Cuando llegó a Mansour por la larga calle Rabia, apenas pudo reconocer el barrio. Recordaba espacios muy amplios alrededor del Club Mansour, donde su padre solía llevar a la familia las tardes de los fines de semana. Era evidente que Mansour seguía siendo un distrito cotizado, pero los espacios abiertos habían sido ocupados por calles y edificios, residencias para quienes podían permitirse vivir lujosamente.

Martin pasó a pocos metros de la vieja escuela primaria del señor Hartley, donde recibiera sus lecciones y jugara en el recreo con sus amigos Hassan Rahmani y Abdelkarim Badri, pero en la oscuridad no reconoció la calle.

Sabía a qué se dedicaba ahora Hassan, pero de los dos hijos del doctor Badri no había oído una sola palabra en casi un cuarto de siglo. Se preguntó si el pequeño, Osman, tan aficionado a las matemáticas, habría llegado a ser ingeniero. Y Abdelkarim, que ganaba premios de rapsodia inglesa, ¿se habría convertido en poeta o escritor?

Si hubiera caminado a la manera del SAS, marchando con una oscilación de los hombros para ayudar al movimiento de las piernas, podría haber recorrido la distancia en la mitad del tiempo. También podrían haberle recordado, como les sucedió a aquellos dos ingenieros en Kuwait, que «puedes vestir como un árabe, pero sigues caminando como un inglés».

Sin embargo, no calzaba botas de marcha con cordones, sino sandalias de lona con suela de cáñamo, el calzado de un pobre fellagha iraquí, de modo que avanzaba con los hombros encorvados y la cabeza gacha.

En Riad le habían mostrado un mapa puesto al día de la ciudad de Bagdad, así como numerosas fotografías tomadas desde gran altura pero ampliadas hasta que, por medio de una lupa, se veían los jardines detrás de los muros, las piscinas e incluso los coches de los ricos y poderosos.

Había memorizado todos los detalles. Giró a la izquierda, entró en la calle de Jordania y, tras pasar por la plaza Yarmuk, volvió a girar a la derecha y tomó la avenida bordeada de árboles donde vivía el diplomático soviético.

En los años sesenta, cuando gobernaba Kassem y los generales que le siguieron, la URSS había ocupado una posición favorecida y prestigiosa en Bagdad, fingiendo abrazar la causa del nacionalismo árabe porque se le consideraba antioccidental, mientras trataba de convertir el mundo árabe al comunismo. En aquellos años la misión diplomática soviética adquirió varias residencias grandes aparte de la finca que ocupaba la embajada, la cual no podía albergar al personal cada vez más numeroso. Como concesión especial, a esas residencias se les había conferido la categoría de territorio soviético. Era un privilegio que ni siquiera Saddam Hussein había logrado rescindir, tanto más cuanto que, hasta mediados de los años ochenta, su principal suministrador de armas había sido Moscú y seis mil asesores militares soviéticos habían adiestrado y suministrado equipo a su Fuerza Aérea y a su Agrupación Acorazada.

Martin encontró la finca y la identificó por medio de la pequeña placa metálica que anunciaba que se trataba de una residencia perteneciente a la embajada de la URSS. Pulsó el timbre del portal y aguardó.

Al cabo de unos minutos se abrió el portal y apareció un ruso corpulento, con el pelo cortado al cero y vestido con la chaqueta blanca de un mayordomo.

Da? —preguntó.

Martin le respondió en árabe, adoptando el tono quejumbroso de un suplicante que se dirige a un superior. El ruso frunció el entrecejo. Martin buscó en los recovecos de su túnica y extrajo su carnet de identidad, cosa que tenía sentido para el mayordomo, pues en su país utilizaban pasaportes internos. Cogió el carnet, le ordenó en árabe que esperase y cerró el portal.

Regresó al cabo de cinco minutos e indicó al iraquí de sucia túnica que pasara al antepatio. Precedió a Martin hacia los escalones que conducían a la puerta principal de la mansión. Cuando llegaron al pie de la escalera, un hombre apareció en lo alto.

—Es suficiente, yo me encargaré de este asunto —le dijo en ruso al sirviente, quien dirigió una última mirada furibunda al árabe y regresó a la casa.

Yuri Kulikov, primer secretario de la embajada soviética, era un diplomático totalmente profesional y la orden recibida de Moscú le había parecido escandalosa pero inevitable. Debía de estar cenando, pues sostenía una servilleta con la que se limpiaba los labios mientras bajaba la escalera.

—De modo que está usted aquí —dijo en ruso—. Ahora escuche, si tenemos que llevar a cabo esta charada, así sea, pero personalmente no tengo nada que ver con ella. Panimayesh?

Martin, que no hablaba ruso, se encogió de hombros y, con una expresión de impotencia, replicó en árabe:

—¿Por favor, bey?

Kulikov tomó el cambio de idioma como una muestra de necia insolencia. Martin se dio cuenta de que la situación era deliciosamente irónica, pues el diplomático soviético había pensado realmente que su indeseado nuevo miembro del personal era un compatriota ruso que aquellos condenados espías de la Lubyanka en Moscú habían azuzado contra él.

—Ah, muy bien, pues en árabe si lo desea —dijo con irritación. También él conocía el árabe y lo hablaba con fuerte acento ruso. «Que me zurzan si dejo que este agente del KGB me avergüence», se dijo. Así pues, prosiguió en árabe—. Aquí tiene su carnet y la carta que me han ordenado prepararle. Bueno, vivirá usted en la choza que hay en el extremo del jardín, lo mantendrá ordenado y hará la compra siguiendo las instrucciones del chef. De las otras cosas que pueda hacer, no quiero enterarme. Si le capturan, no sabré nada, excepto que le acepté de buena fe. Ahora dedíquese a su cometido y líbrese de esas gallinas. Me sabría muy mal que destrozasen el jardín.

Mientras se volvía para reanudar su cena interrumpida, pensó amargamente en los riesgos que corría. Si aquel patán hacía alguna trastada y le detenían, la AMAM no tardaría en saber que era ruso, y la idea de que pertenecía, aunque fuese por accidente, al personal particular del primer secretario, sería tan verosímil como la posibilidad de esquiar sobre hielo en el Tigris. En su fuero interno, Yuri Kulikov estaba muy irritado con Moscú.

Mike Martin encontró su aposento junto al muro trasero del jardín; se trataba de un bungalow de una sola habitación con un camastro, una mesa, dos sillas, una hilera de ganchos en una pared y, sobre un estante en un rincón, una palangana y un jarro.

Un examen más detenido le reveló un cercano retrete de tierra y un grifo de agua fría en el muro del jardín. Estaba claro que los artículos de tocador serían elementales y, presumiblemente, le servirían la comida desde la cocina, una de cuyas puertas daba a la parte trasera de la casa. Suspiró. La casa en las afueras de Riad parecía ahora muy lejana.

A la luz mortecina de unas velas que encontró, colgó mantas ante las ventanas y se puso a trabajar con su cortaplumas en las ásperas losetas.

Tras raspar durante una hora el mohoso mortero, levantó cuatro losetas, y tras una hora más de excavación con una llana que sacó del vecino cobertizo de macetas y utensilios de jardinería, hizo un agujero en el que ocultar el transmisor de radio, las baterías, el magnetófono y la antena de recepción por satélite. Una mezcla de barro y saliva con la que restregó las grietas entre las losetas sirvió para ocultar los últimos vestigios de la excavación.

Poco antes de medianoche utilizó la navaja para cortar el falso fondo de la cesta, echando los restos a la base verdadera, de modo que no quedara rastro de la cavidad de diez centímetros. Mientras trabajaba, las aves iban de un lado a otro, rascando el suelo, buscando esperanzadas un grano inexistente, hasta que encontraron unos insectos que llevarse al buche.

Martin terminó las aceitunas y el queso y compartió con sus compañeras de viaje las migajas de una pita y un cuenco de agua obtenida del grifo exterior.

Metió de nuevo las gallinas en la cesta y no parecieron molestarse por encontrar su hogar diez centímetros más hondo que antes. El día había sido largo, y se durmieron enseguida. Martin orinó sobre las rosas de Kulikov, al amparo de la oscuridad, luego apagó las velas, se arrebujó en su manta y se dispuso a descansar.

Su reloj corporal le hizo despertarse a las cuatro de la madrugada. Extrajo el equipo de transmisión de sus bolsas de plástico y grabó un breve mensaje para Riad, lo aceleró doscientas veces, conectó el magnetófono al transmisor y levantó la antena de recepción por satélite, la cual ocupaba gran parte del centro de la choza pero estaba orientada hacia la puerta abierta.

A las cinco menos cuarto envió una única transmisión condensada por el canal del día, desmanteló el equipo y volvió a esconderlo bajo el suelo.

Sobre Riad el cielo aún estaba negro como el carbón cuando una antena parabólica similar a la de Martin y ubicada en el terrado de la residencia del SIS captó la señal de un solo segundo y la transmitió a la sala de comunicaciones. La «ventana» temporal de transmisión era de cuatro y media a cinco de la madrugada, y el escucha de guardia estaba despierto.

Dos cintas giratorias captaron la transmisión «comprimida» procedente de Bagdad y se encendió una luz de advertencia que alertaba a los técnicos. Estos redujeron doscientas veces la velocidad del mensaje hasta que pudieron oírlo normalmente en sus audífonos. Uno de ellos lo anotó en taquigrafía, lo mecanografió y abandonó la sala.

A las cinco y cuarto despertaron a Julian Gray, el jefe de estación.

—Es Oso Negro, señor. Ha entrado.

Gray leyó la transcripción del mensaje con creciente excitación y fue a despertar a Simon Paxman. El director de la sección iraquí se hallaba ahora destinado en Riad, y su subordinado le sustituía en Londres. También él se incorporó, totalmente despierto, y leyó la hoja de papel cebolla.

—Estupendo, hasta ahora va a pedir de boca.

—El problema podría empezar cuando intente contactar con Jericó —replicó Gray.

Era una reflexión sensata. El ex espía a favor del Mossad en Bagdad llevaba tres meses fuera de contacto. Podía haberse visto comprometido, haber sido capturado o, sencillamente, cambiado de idea. También era probable que le hubiesen destinado a un lugar remoto, lo cual sería mucho más factible si se trataba de un general actualmente al mando de tropas en Kuwait. Podía haber sucedido cualquier cosa. Paxman se levantó.

—Será mejor que hablemos con Londres. ¿Hay café por casualidad?

—Le diré a Mohammed que lo prepare —dijo Gray.

A las cinco y media, cuando Mike Martin estaba regando los macizos de flores, empezó el movimiento en la casa. La cocinera, una rusa de pecho opulento, le vio a través de la ventana y, cuando el agua estuvo caliente, le llamó.

Kak naravitsya? —le preguntó, y entonces pensó un momento y volvió a preguntarle cómo se llamaba, esta vez en árabe.

—Mahmoud —respondió Martin.

—Bien, toma una taza de café, Mahmoud.

Martin la aceptó encantado, inclinando la cabeza varias veces y musitando «Shukran» mientras cogía la taza caliente con ambas manos. No exageraba, pues el café era auténtico y delicioso, la primera bebida caliente que tomaba desde el té en el lado saudí de la frontera.

A las siete sirvieron el desayuno, que consistía en una pita y un cuenco de lentejas, que devoró. Al parecer, el portero de la noche anterior y su esposa, la cocinera, cuidaban del primer secretario Kulikov, que era soltero. Hacia las ocho Martin conoció al chófer, un iraquí que chapurreaba el ruso y era útil como intérprete de mensajes sencillos.

Martin decidió no acercarse demasiado al chófer, pues podía ser un agente de la policía secreta AMAM o incluso del contraespionaje de Rahmani. Permanecer lejos de aquel hombre no era difícil, pues, tanto si era un agente como si no, se comportaba como un perfecto esnob y trataba al nuevo jardinero con desprecio. Sin embargo, accedió a explicarle a la cocinera que Martin tenía que ausentarse brevemente porque su patrono le había ordenado que se librara de las gallinas.

Una vez en la calle, Martin se dirigió a la estación de autobuses y, de camino, liberó a sus gallinas en un terreno baldío.

Como en tantas ciudades árabes, la estación de autobuses de Bagdad no era simplemente un lugar para tomar los vehículos destinados a las provincias, sino un hirviente remolino de humanidad trabajadora donde la gente iba a vender y comprar. A lo largo de la pared meridional se extendía un mercado de objetos usados. Fue allí donde Martin, tras el adecuado regateo, compró una desvencijada bicicleta que chirriaba penosamente al montarla pero que pronto agradeció un chorro de aceite.

No se le había ocultado que le estaría vedado circular en coche y que incluso una motocicleta sería demasiado lujosa para un humilde jardinero. Recordó al criado de su padre que pedaleaba por la ciudad de un mercado a otro para comprar las provisiones cotidianas, y por lo que podía ver la bicicleta seguía siendo un medio de desplazamiento perfectamente normal para la clase trabajadora.

Regresó pedaleando al centro de la ciudad y en una papelería de la calle Shurja frente a la iglesia católica de San José, donde se reunían los fieles cristianos caldeos, compró cuatro barras de tiza de distintos colores.

La zona le traía recuerdos de su infancia. Era la Agid al Nasara, o área de los cristianos, y las calles Shurja y de la Ribera estaban todavía llenas de coches mal aparcados y extranjeros que merodeaban entre las herboristerías y tiendas de especias.

Cuando él era niño solo había tres puentes tendidos sobre el Tigris: el puente del Ferrocarril al norte, el puente Nuevo en el centro y el puente del Rey Feisal al sur. Ahora había nueve. En el futuro próximo, cuatro días después de que empezara el ataque aéreo, no quedaría ninguno en pie, pues todos ellos habían sido fijados como blancos en el Agujero Negro de Riad y serían destruidos a su debido tiempo. Pero en aquella primera semana de noviembre la vida de la ciudad fluía a través de ellos incesantemente.

Martin reparó también en la omnipresencia de los miembros de la policía secreta AMAM, aunque en su mayoría no intentaban pasar desapercibidos. Vigilaban en las esquinas de las calles y desde coches aparcados. En dos ocasiones vio que detenían a extranjeros y les pedían que mostraran sus documentos de identidad, y en otras dos ocasiones vio que sucedía lo mismo con iraquíes. Los extranjeros reaccionaban con resignada irritación, pero la expresión de los iraquíes era de indisimulado temor.

Superficialmente, la vida urbana continuaba y los habitantes de Bagdad conservaban el buen humor que él recordaba, pero sus antenas le decían que, bajo la superficie, el río de temor impuesto por el tirano en el gran palacio río abajo, cerca del puente de Tamuz, era caudaloso y profundo.

Solo en una ocasión, aquella misma mañana, tuvo un atisbo de lo que muchos iraquíes sentían cada día de sus vidas. Estaba en el mercado de frutas y verduras de Kasra, también en la otra orilla del río con respecto a la zona donde se hallaba su nuevo hogar, regateando el precio de la fruta fresca con un anciano vendedor. Si los rusos iban a alimentarle con legumbres y pan, debería reforzar su dieta con algo de fruta. Cerca de él cuatro hombres de la AMAM registraron rudamente a un joven antes de decirle que siguiera su camino. El viejo frutero gargajeó y escupió en el suelo, y estuvo en un tris de alcanzar con su escupitajo las mismas berenjenas que vendía.

—Un día volverán los Beni Naji y echarán a esta chusma —musitó.

—Ten cuidado, anciano, esas son palabras necias —susurró Martin mientras comprobaba la madurez de unos melocotones. El viejo le miró fijamente.

—¿De dónde eres, hermano?

—De lejos, de un pueblo del norte, más allá de Baji.

—Si quieres seguir el consejo de un viejo, vuelve allá. He visto mucho. Los Beni Naji vendrán del cielo, sí, y los Beni Kalb.

Volvió a escupir y esta vez las berenjenas no tuvieron tanta suerte. Martin compró melocotones y limones y se alejó pedaleando. A mediodía estaba de regreso en la casa del primer secretario soviético. Kulikov y su chófer hacía largo tiempo que habían partido hacia la embajada, y aunque la cocinera reprendió a Martin, lo hizo en ruso, por lo que él se encogió de hombros y se puso a trabajar en el jardín.

El incidente con el anciano vendedor de fruta le intrigaba. Al parecer, algunos preveían que su país sería invadido y no se oponían a ello. La frase «echarán a esta chusma» solo podía referirse a la policía secreta y, por inferencia, a Saddam Hussein.

En las calles de Bagdad se conoce a los británicos como los Beni Naji. Quién fue exactamente Naji es algo que sigue envuelto en las brumas del pasado, pero se cree que se trataba de un hombre prudente y santo. Los jóvenes oficiales británicos destinados en aquellos lugares del imperio solían visitarle, se sentaban a sus pies y escuchaban sus sabias palabras. Él los trataba como a sus hijos, aun cuando eran cristianos y, en consecuencia, infieles, por lo que la gente los llamaba los «hijos de Naji».

A los estadounidenses se les conoce como los Beni el Kalb. En árabe kalb significa «perro», y este animal, por desgracia, no está muy bien considerado en la cultura árabe.

El informe sobre el Winkler Bank proporcionado por el sayan dedicado a la banca que trabajaba para la embajada contenía, por lo menos, un aspecto positivo para Gideon Barzilai: le señalaba la dirección que debía seguir.

Lo primero que tenía que hacer era identificar cuál de los tres vicepresidentes, Kellner, Gumütlich o Plei, era el que controlaba la cuenta a nombre del renegado iraquí al que llamaban Jericó. La ruta más rápida sería una llamada telefónica, pero, a juzgar por el informe, Barzilai estaba seguro de que ninguno de ellos admitiría nada a través de una línea abierta.

Efectuó su petición mediante una señal codificada enviada desde el puesto subterráneo fortificado del Mossad, debajo de la embajada de Viena, y recibió la respuesta de Tel Aviv en cuanto la tuvieron preparada.

Se trataba de una carta, falsificada con auténtico papel de carta que ostentaba el membrete de uno de los bancos británicos de mayor solera, el Coutts of the Strand londinense, banqueros de Su Majestad la reina.

Incluso la firma era un facsímil perfecto de la de un verdadero directivo del Coutts que trabajaba en la sección Extranjero. El nombre del destinatario no constaba ni en el sobre ni en la carta, que comenzaba simplemente con «Muy señor mío…».

El texto de la misiva era sencillo e iba directamente al grano. Un importante cliente del Coutts no tardaría en efectuar una cuantiosa transferencia a la cuenta numerada de un cliente del Winkler Bank, es decir, la cuenta número tal. El cliente del Coutts ya les había advertido que, debido a inevitables razones técnicas, habría un retraso de varios días en la realización de la transferencia. Si el cliente del Winkler preguntaba si esta no llegaría a tiempo, el Coutts estaría eternamente agradecido si los señores Winkler le informaban de que la transferencia estaba, en efecto, siguiendo su curso y llegaría sin un momento de retraso innecesario. Finalmente, el Coutts apreciaría mucho el acuse de recibo de su misiva.

Barzilai calculaba que, como a los bancos les encanta la perspectiva de recibir dinero, y el Winkler Bank no iba a ser menos, el viejo y serio banco de la Ballgasse tendría la cortesía de responder por carta a los banqueros de la Real Casa de Windsor. No se equivocaba.

El sobre enviado desde Tel Aviv hacía juego con el papel de la carta y había sido franqueado con sellos británicos, al parecer dos días antes en la oficina de correos de Trafalgar Square. Iba dirigido, sencillamente, al «Director, Departamento de Cuentas de Clientes, Winkler Bank, etcétera», puesto que la tarea se repartía entre tres hombres.

En plena noche el sobre fue introducido en el buzón del banco. El equipo yarid de vigilancia llevaba una semana observando, anotando y fotografiando la rutina cotidiana del banco, sus horas de apertura y cierre, la llegada del correo, la partida del mensajero para hacer sus recados, la posición de la recepcionista detrás de su mesa en el vestíbulo y la del guardia de seguridad en una mesa más pequeña frente a ella.

El edificio del Winkler Bank no era nuevo. La Ballgase, así como toda la zona de la Franziskanerplatz, se encuentra en el distrito antiguo, frente a la Singerstrasse. El edificio ocupado por la entidad bancaria debió de haber sido en otro tiempo la sólida morada vienesa de una rica familia de comerciantes, retirada detrás de una pesada puerta de madera que lucía una discreta placa metálica. A juzgar por la disposición de una casa similar sobre la misma plaza que el equipo yarid había examinado haciéndose pasar por clientes de la empresa de contabilidad allí radicada, solo contaba con seis plantas, cada una de las cuales tenía seis despachos.

El equipo también había observado que la correspondencia que el banco enviaba era llevada cada tarde, poco antes de la hora de cierre, a un buzón de la plaza. Esta tarea era realizada por el portero y guardián, quien regresaba al edificio para mantener la puerta abierta mientras salía el personal. Finalmente, antes de marcharse a su casa, dejaba entrar al portero nocturno, que echaba a la puerta suficientes cerrojos para impedir el paso de un coche blindado.

Antes de introducir el sobre para el Coutts de Londres por la puerta del banco, el jefe del equipo técnico neviot había examinado el buzón de la Franziskanerplatz, soltando un bufido de disgusto. Aquello no era precisamente un desafío. Uno de los miembros de su equipo, muy hábil con la ganzúa, lo abrió y volvió a cerrarlo en tres minutos. Gracias a lo que pudo ver la primera vez que lo hizo, estuvo en condiciones de confeccionar una llave adecuada, la cual tras un par de pequeñas rectificaciones, funcionó tan bien como la llave del cartero.

La vigilancia continuada reveló que el guardián del banco se adelantaba siempre unos veinte minutos a la hora de recogida habitual del correo, las seis de la tarde, por la furgoneta del servicio postal.

El día en que llegó la carta del Coutts, el equipo yarid y el experto en abrir cerraduras trabajaron juntos. Mientras el guardián del banco regresaba por el callejón, el experto abrió la puerta del buzón. Encima estaban las veintidós cartas que salían del Winkler Banck. En treinta segundos extrajeron la destinada a los señores Coutts de Londres, restituyeron las restantes y volvieron a cerrar el buzón.

Los cinco miembros del equipo yarid habían sido apostados en la plaza por si alguien trataba de estorbar al «cartero», cuyo uniforme adquirido apresuradamente en una tienda de ropa de segunda mano, tenía un notable parecido con los verdaderos uniformes de los carteros vieneses.

Pero los buenos ciudadanos de Viena no están acostumbrados a que agentes de Oriente Medio profanen un buzón. En aquellos momentos solo había dos personas en la plaza, y ninguna de ellas reparó en el que parecía un empleado de correos cumpliendo con su cometido. Veinte minutos después los verdaderos carteros realizaron su trabajo, pero los transeúntes anteriores habían desaparecido y ya pasaban otros por la plaza.

Barzilai abrió la respuesta de Winkler a Coutts y vio que era un breve pero cortés acuse de recibo, escrito en un inglés aceptable y firmado por Wolfgang Gemütlich. Ahora el jefe del equipo del Mossad sabía exactamente cómo manejar la cuenta de Jericó. Lo único que quedaba por hacer era entrar en contacto con él. Lo que Barzilai ignoraba era que sus problemas acababan de empezar.

Había oscurecido ya cuando Mike Martin abandonó la finca del diplomático soviético en Mansour. No vio motivo alguno para molestar a los rusos cruzando la puerta principal. Había un portillo en el muro trasero, con una cerradura oxidada cuya llave le habían dado. Sacó la bicicleta al callejón, volvió a cerrar la puerta y empezó a pedalear.

Sabía que la noche iba a ser larga. Moncada, el diplomático chileno, había descrito perfectamente a los agentes del Mossad que le interrogaron al término de su misión dónde estaban los tres buzones muertos en los que había introducido sus mensajes a Jericó, y dónde debía poner las marcas de tiza para indicar al invisible confidente que le esperaba un mensaje. Martin tenía la impresión de que no le quedaría más remedio que utilizar los tres a la vez, dejando un mensaje idéntico en cada uno de ellos.

Había escrito las misivas en árabe, en fino papel de correo aéreo, doblándolas después e introduciéndolas en bolsas cuadradas de siltano. Tenía las tres bolsas fijadas con cinta adhesiva a la cara interior del muslo, y en un bolsillo interior llevaba las barras de tiza.

Hizo el primer alto en el cementerio Alwazia, al otro lado del río, en Risafa. Ya lo conocía, tenía del lugar un recuerdo muy lejano y, en Riad, había examinado las fotos detenidamente. Encontrar un ladrillo suelto en la oscuridad sería otra cuestión.

En la penumbra del recinto, palpó las paredes con la yema de los dedos hasta que, al cabo de diez minutos, dio con el ladrillo que buscaba. Estaba exactamente donde Moncada había dicho. Retiró el ladrillo, depositó en el hueco una bolsa de siltano y volvió a colocar aquel en su lugar.

Su segundo destino era otro antiguo muro medio desmoronado, esta vez cerca de las ruinas de la ciudadela de Aadhamiya, donde un estanque de agua pútrida es todo lo que queda del viejo foso. No lejos de la ciudadela se encuentra el santuario de Aladham, y entre los restos se extiende un muro, tan antiguo y ruinoso como la misma ciudadela. Martin encontró el muro y el único árbol que crecía contra él. Extendió la mano por detrás del árbol y contó diez hileras verticales de ladrillos desde la parte superior. El décimo ladrillo se movía como un diente viejo. Martin metió en el hueco el segundo sobre y lo cubrió con el ladrillo. Echó un vistazo alrededor para ver si alguien estaba mirando y comprobó que se encontraba completamente a solas. A nadie se le ocurriría ir de noche a aquel lugar desierto.

Su tercer y último destino era otro cementerio, en Waziraya, cerca de la embajada de Turquía. Se trataba del cementerio británico, desde hacía largo tiempo en desuso. Al igual que en Kuwait, el escondrijo estaba en una tumba, pero no en un hueco detrás de la lápida de mármol, sino en el interior de un pequeño recipiente de piedra fijado en el lugar donde debía estar la lápida, en un extremo de la parcela abandonada desde mucho tiempo atrás.

—No te preocupes —murmuró Martin al fenecido guerrero del imperio que pudiera yacer allí desde épocas inmemoriales—. Tú sigue adelante, lo estás haciendo muy bien.

Como la base de Moncada había sido el edificio de las Naciones Unidas, a varios kilómetros carretera abajo desde el aeropuerto Matar Sadam, había tenido la precaución de elegir los lugares marcados con tiza más cercanos a las anchas carreteras de Mansour, donde pudieran verse desde un coche en movimiento. La regla era que si tanto Moncada como Jericó veían una marca de tiza, debían anotar la ubicación del escondrijo y luego borrar la marca con un trapo húmedo. Al día siguiente, o poco más tarde, el que había dejado la señal vería que esta había desaparecido y sabría que su mensaje había sido recibido y, presumiblemente, retirado del lugar donde era ocultado.

De esta manera ambos agentes se habían comunicado durante dos años sin encontrarse jamás.

Al contrario de Moncada, Martin carecía de automóvil, por lo que efectuó en bicicleta todo el trayecto. Su primera señal, una cruz de San Andrés con figura de X, la trazó con tiza azul sobre el poste de piedra del portal de una mansión abandonada.

Trazó la segunda señal con tiza blanca sobre la oxidada puerta metálica de un garaje en la parte trasera de una casa, en Yarmuk. Tenía la forma de una cruz de Lorena. La tercera, con tiza roja, una media luna islámica con una raya horizontal en el medio, la hizo en la pared del edificio de la Unión de Periodistas Árabes, en el borde del distrito de Mutanabi. El régimen iraquí no estimula el espíritu investigador de sus periodistas, y una señal de tiza en la pared de su sede difícilmente merecería un titular.

Martin no podía saber si Jericó, a pesar de que Moncada le había advertido que podría regresar, seguía patrullando la ciudad, mirando desde la ventanilla de su coche para ver si había marcas de tiza en las paredes. Lo único que podía hacer era comprobar a diario si se producía alguna novedad y esperar.

El 7 de noviembre observó que la marca de tiza blanca había desaparecido. ¿Tal vez el propietario del garaje había decidido limpiar la puerta de metal oxidado?

Martin prosiguió su recorrido en bicicleta. La marca de tiza azul del poste en el portal tampoco estaba, como así tampoco la marca roja dejada en la pared del centro de periodistas.

Aquella noche acudió a los tres buzones muertos destinados a los mensajes de Jericó a su controlador.

Uno de ellos estaba detrás de un ladrillo suelto en la parte opuesta del muro que rodeaba el mercado de verduras, frente a la calle Saadun. Allí había una hoja de papel cebolla doblada. El segundo escondrijo, bajo el suelto alféizar de piedra de una casa abandonada, en aquel laberinto de humildes callejones que componía el zoco en la orilla norte del río cerca del puente de Shuhada, contenía una hoja similar. En el tercero y último, bajo la baldosa suelta de un patio abandonado frente a Abu Nawas, encontró un tercer cuadrado de papel fino.

Martin fijó los papeles con cinta adhesiva a su muslo izquierdo y regresó pedaleando a Mansour.

Los leyó a la luz mortecina de una vela. El mensaje era el mismo. Jericó estaba vivo y bien, dispuesto a trabajar de nuevo para Occidente, y comprendía que los británicos y los estadounidenses eran ahora los receptores de su información. Pero el incremento de los riesgos era inconmensurable, por lo que también aumentarían paralelamente sus honorarios. Aguardaba la aceptación de ese particular y una indicación de lo que deseaban de él.

Martin quemó los tres mensajes y aplastó las cenizas hasta reducirlas a polvo. Conocía ya la respuesta a ambas preguntas. Si el producto era bueno, Langley estaba dispuesto a ser generoso en grado sumo. En cuanto a la información necesaria, Martin había memorizado una lista de preguntas relativas al estado de ánimo de Saddam, su concepto de la estrategia y la situación de los principales centros de mando y fábricas de armamento de destrucción masiva.

Poco antes del amanecer comunicó a Riad que Jericó volvía a estar en activo.

El 10 de noviembre el doctor Terry Martin regresó a su pequeño y desordenado despacho en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, donde encontró, sobre el secante, un papel doblado que había dejado allí su secretaria.

El mensaje decía: «Ha llamado un tal señor Plummer. Ha dicho que usted tiene su número y que sabría de qué se trata».

La brusquedad del texto indicaba que la señorita Wordsworth se había molestado. Era una dama a quien agradaba proteger a los profesores que estaban a su cargo con la seguridad envolvente y posesiva de una gallina clueca, y sin duda eso implicaba estar siempre enterada de lo que ocurría. No daba su aprobación a quienes llamaban y no le decían por qué o cuál era el asunto del que deseaban tratar.

En pleno trimestre otoñal y teniendo que enfrentarse a una hornada de nuevos estudiantes, Terry Martin casi había olvidado su solicitud al director de los servicios árabes en el Centro Gubernamental de Comunicaciones.

Cuando le llamó, Plummer estaba ausente, almorzando. Las clases de la tarde mantuvieron a Martin ocupado hasta las cuatro. Su contacto en Gloucestershire encontró a su objetivo poco antes de que se marchara a casa, a las cinco.

—Ah, sí —dijo Plummer—. ¿Recuerda que me preguntó por algo extraño, cualquier cosa que no tuviera sentido? Ayer recogimos algo en nuestra estación de Chipre que tiene todo el aspecto de ser un problema endiablado. Puede usted escucharlo, si lo desea.

—¿Aquí en Londres? —inquirió Martin.

—Ah, no, me temo que no. Lo tenemos aquí grabado, por supuesto, pero, francamente, tiene usted que oírlo a través del gran aparato con todos los recursos que ofrece. Un magnetófono corriente no tiene suficiente calidad. El sonido está muy amortiguado y por eso ni siquiera mi personal árabe puede descifrarlo.

Los dos tenían comprometido el resto de la semana. Martin accedió ir a verle el domingo y Plummer le dijo que le invitaría a comer en «un sitio muy decente a unos dos kilómetros de la oficina».

Los dos hombres vestidos con chaquetas de tweed no llamaron la atención al entrar en el hostal, y ambos pidieron el plato del día, consistente en carne asada y pudín de Yorkshire.

—Desconocemos la identidad de los que hablan —le dijo Plummer—, pero resulta evidente que se trata de altos cargos. Por alguna razón el que llama utiliza una línea telefónica abierta y parece haber regresado de una visita al cuartel general en Kuwait. Tal vez ha usado un teléfono móvil desde su coche. Sabemos que no hablaba a través de una red militar, por lo que probablemente la persona a la que se dirigía no perteneciese a las fuerzas armadas. Tal vez se trate de un burócrata importante.

Llegó la comida y dejaron de hablar mientras la camarera les servía la carne acompañada con patatas asadas y chirivías. Cuando la mujer se hubo alejado, Plummer siguió diciendo:

—El que ha llamado parece comentar unos informes de la Fuerza Aérea iraquí. Dice que americanos y británicos están efectuando vuelos cada vez más frecuentes, que agresivas escuadrillas de cazas llegan a la frontera iraquí y dan la vuelta en el último momento.

Martin asintió. Había oído hablar de esta táctica, cuya finalidad era la de controlar las reacciones de la defensa aérea iraquí ante la posibilidad de ataques en su espacio aéreo, obligándoles a «iluminar» sus pantallas de radar y avistadores de misiles SAM, con lo cual revelaban sus posiciones exactas a los AWACS que volaban en círculo sobre el Golfo.

—El hablante se refiere a los Beni al Kalb, los hijos de los perros, que son los americanos, y quien le escucha se ríe y sugiere que Irak se equivoca al responder a esas tácticas, cuyo propósito evidente es el de hacerles caer en una trampa para que revelen sus posiciones defensivas. Entonces el hablante dice algo que no podemos interpretar. Hay cierta confusión en ese punto, estática o algo parecido. Podemos intensificar la mayor parte del mensaje para eliminar la interferencia, pero en ese momento el hablante baja la voz. En cualquier caso, el que escucha se irrita mucho y le dice que se calle y corte la comunicación. Más aún, ese hombre, al que suponemos en Bagdad, cuelga bruscamente el aparato. Me gustaría que escuchara usted las dos últimas frases.

Después de comer Plummer condujo a Martin al centro de control, que seguía funcionando exactamente como en un día laborable. El GCHQ trabaja los siete días de la semana. En una habitación a prueba de ruidos, parecida a un estudio de grabación, Plummer pidió a uno de los técnicos que pusiera la misteriosa cinta. Los dos hombres permanecieron sentados en silencio mientras las voces guturales iraquíes llenaban la estancia.

La conversación empezaba como Plummer había descrito. Hacia el final, el iraquí que había iniciado la conversación parecía excitarse. Su voz subía de tono: «No por mucho tiempo, rafeek. Pronto nosotros…». Entonces comenzó la confusión y las palabras se hicieron ininteligibles. Pero su efecto sobre el hombre de Bagdad fue eléctrico. Interrumpió al otro: «Guarda silencio, ibn-al-gahba», y colgó, como si hubiera sido súbita y atrozmente consciente de que la línea no era segura.

El técnico puso la cinta tres veces a velocidades ligeramente distintas.

—¿Qué opina usted? —preguntó Plummer a su invitado.

—Bueno, ambos son miembros del partido —dijo Martin—. Solo los jerarcas del partido se dan el tratamiento de rafeek, que significa «camarada».

—Muy bien, de modo que tenemos dos peces gordos hablando de los actos de provocación de la Fuerza Aérea estadounidense.

—Entonces el hablante se excita, probablemente esté enfadado, aunque con una pizca de júbilo. Dice «no por mucho tiempo».

—¿Indicará eso que van a hacer algunos cambios? —preguntó Plummer.

—Así parece —dijo Martin.

—A continuación viene la parte confusa. Pero fíjese en la reacción del oyente, Terry. No solo cuelga bruscamente el aparato, sino que llama a su colega «hijo de puta». Eso es muy fuerte, ¿no?

—Desde luego. Solo el más importante de los dos podría usar esa frase impunemente. ¿Qué diablos la ha provocado?

—Es la frase confusa. Escúchela de nuevo.

El técnico volvió a pasar aquella frase.

—¿Algo acerca de Alá? —sugirió Plummer—. ¿Pronto estaremos con Alá? ¿Estaremos en las manos de Alá?

—Parece decir «pronto nosotros tendremos… algo… algo… Alá».

—Muy bien, Terry. Guiémonos por eso. ¿Quizá «tendremos la ayuda de Alá…»?

—Entonces ¿por qué se encolerizaría tanto el otro? —replicó Martin—. Atribuir la buena voluntad del Todopoderoso a la propia causa no es nada nuevo ni especialmente ofensivo. No sé. ¿Puede darme una copia de la cinta para escucharla en casa?

—Desde luego.

—¿Ha preguntado al respecto a nuestros primos americanos?

A pesar de las pocas semanas que llevaba relacionado con aquel curioso mundo, Terry Martin ya había captado la jerga. Para la comunidad de los servicios secretos británicos, sus propios colegas son los «amigos», mientras que a sus colegas estadounidenses les llaman los «primos».

—Por supuesto. En Fort Meade captaron la misma conversación por medio de un satélite. Tampoco ellos pueden descifrarlo. De hecho, no le dan demasiada importancia; lo consideran secundario.

Terry Martin regresó a su casa con la pequeña cinta en el bolsillo. Hilary se irritó cuando él insistió en poner la cinta una y otra vez en su pequeño magnetófono, sobre la mesilla de noche. Ante sus protestas, Terry le dijo que ella a veces se preocupaba mucho cuando le faltaba una sola respuesta para resolver el crucigrama del Times. A Hilary le enfureció la comparación.

—Por lo menos yo tengo la respuesta a la mañana siguiente —respondió irritada, antes de darle la espalda para dormir.

Terry Martin no obtuvo la respuesta a la mañana siguiente ni a la otra. Ponía la cinta durante las pausas entre lecciones y cada vez que tenía un momento libre, anotando posibles alternativas de las palabras confusas. Pero el significado de estas siempre le eludía. ¿Por qué el interlocutor de aquel hombre se había enfadado tanto por una inofensiva referencia a Alá?

Cinco días después, los dos sonidos guturales y el sibilante que contenía la frase confusa aparecieron claros ante él.

Entonces intentó ponerse en contacto con Simon Paxman en Century House, pero le dijeron que su contacto estaba ausente y no sabían cuándo regresaría. Pidió que le pusieran con Steve Laing, pero el jefe de Operaciones para Oriente Medio tampoco estaba disponible.

Terry Martin no podía saberlo, pero Paxman se encontraba en el cuartel general del SIS en Riad, con la condición de residencia extendida, y Laing estaba de visita en la misma ciudad, participando en una importante conferencia con Chip Barber, de la CIA.

El hombre al que llamaban el «observador» voló a Viena desde Tel Aviv, vía Londres y Frankfurt. Nadie había acudido a recibirle al aeropuerto de Schwechat, donde tomó un taxi que le llevó al hotel Sheraton, en el que tenía habitación reservada.

El observador era un abogado neoyorquino rubicundo y jovial, ciento por ciento americano, con documentos que lo demostraban. Su inglés con acento estadounidense era impecable, lo cual no resultaba sorprendente, pues había pasado años en Estados Unidos. También hablaba un alemán aceptable.

Apenas llevaba unas horas en Viena y ya había empleado los servicios de secretaría del Sheraton para redactar una carta cortés en el papel con membrete de su bufete de abogados dirigida a cierto señor Gemütlich, vicepresidente del Winkler Bank.

El papel de cartas era auténtico y, si alguien efectuaba una llamada telefónica, comprobaría que el firmante era, en efecto, un socio de aquel prestigioso bufete neoyorkino, aunque se hallaba de vacaciones, cosa que el Mossad había confirmado en Nueva York y, desde luego, no se trataba del mismo hombre que ahora estaba en Viena.

La carta, llena de excusas, era intrigante. El firmante representaba a un cliente de gran riqueza y alta posición que ahora deseaba colocar cuantiosas sumas en Europa. Era este quien había insistido personalmente, al parecer informado por un amigo, en que consultara al Winkler Bank y concretamente al buen herr Gemütlich.

El firmante habría pedido previamente una cita, pero tanto su cliente como el bufete al que representaba daban una enorme importancia a que se guardase la reserva más absoluta, evitando líneas telefónicas abiertas y faxes para tratar de los negocios de sus clientes, por lo que el firmante había aprovechado la circunstancia de una visita a Europa para personarse en Viena. Por desgracia, su apretada agenda solo le permitía pasar tres días en la ciudad, pero si herr Gemütlich era tan amable de concederle una entrevista al abogado estadounidense acudiría encantado al banco.

Aquella noche el americano echó personalmente la carta en el buzón del banco y al mediodía siguiente el mensajero de este dejó la respuesta en el Sheraton. Herr Gemütlich estaría encantado de ver al abogado americano a las diez de la mañana del día siguiente.

En cuanto hicieron pasar al observador, su mirada no perdió detalle de todo cuanto veía. No tomó notas, pero todo quedó perfectamente grabado en su mente. La recepcionista comprobó sus credenciales, telefoneó para confirmar que le esperaban e hizo que el conserje le acompañase arriba, hasta la austera puerta de madera que golpeó con los nudillos. En ningún momento perdió de vista al observador.

Al oír la orden «Herein», el conserje abrió la puerta e hizo pasar al visitante americano. Entonces se retiró y cerró la puerta tras él antes de regresar a su mesa, en el vestíbulo.

La palabra gemütlich significa en alemán «cómodo», con un atisbo de afabilidad. Jamás un hombre había tenido un apellido menos apropiado. Aquel Gemütlich era delgado hasta el extremo de parecer un cadáver, contaría poco más de sesenta años, vestía de gris, con corbata del mismo color, tenía el cabello escaso y el rostro enjuto. Exudaba grisura por todos sus poros. No había una pizca de humor en los ojos claros y la sonrisa con que recibió a su visitante era menos una sonrisa que una mueca de sus finos labios.

El despacho daba la misma sensación de austeridad que su ocupante: paredes forradas de madera oscura, diplomas enmarcados de estudios bancarios y una gran mesa sobre la que todo parecía escrupulosamente en orden.

Wolfgang Gemütlich no era banquero por diversión. Más aún parecía evidente que desaprobaba cualquier forma posible de diversión. La banca era algo muy serio; tan serio como la vida misma. Si había una sola cosa que deploraba de veras herr Gemütlich, era gastar dinero. El dinero era para ahorrarlo, preferiblemente bajo la égida del Winkler Bank. Un reintegro podía ocasionarle trastornos gástricos, y una importante transferencia de una cuenta del Winkler a otra entidad bastaba para arruinarle la semana.

El observador sabía que estaba allí para fijarse en todo y luego hacer un informe. Su tarea principal, ya realizada, consistía en identificar personalmente a Gemütlich para informar al equipo yarid que estaba en la calle. Buscaba también la ubicación de una caja fuerte que pudiera contener los detalles operativos de la cuenta de Jericó, así como cerraduras y cerrojos de seguridad, sistemas de alarma… en una palabra, estaba allí para hacerse una composición de lugar por si era necesario recurrir a un robo con allanamiento.

El observador no dijo en concreto qué cantidades de dinero deseaba transferir su cliente a Europa, pero dio a entender que eran enormes, y se interesó por el nivel de seguridad y discreción que mantenía el Winkler Bank. Herr Gemütlich le explicó encantado que las cuentas numeradas de la institución eran inexpugnables y la discreción obsesiva.

Durante la conversación que mantuvieron solo fueron interrumpidos una vez. Se abrió una puerta lateral y entró una mujer de aspecto tímido que traía el correo para la firma. Gemütlich recibió la interrupción con expresión ceñuda.

—Dijo usted que eran importantes, herr Gemütlich —adujo la mujer—. De lo contrario…

Una mirada más detenida reveló que la secretaria no era tan mayor como aparentaba, y que debía de tener unos cuarenta años. El cabello recogido en un moño, el traje de tweed, las medias de hilo de Escocia y los zapatos de tacón bajo hacían que pareciese de más de edad.

Ja, ja, ja —dijo Gemütlich, y tendió la mano para recoger las cartas—. Entschuldigung… —dijo dirigiéndose a su visitante.

El banquero y el observador hablaban en alemán, ya que había quedado claro que el inglés de Gemütlich era vacilante. El observador se puso de pie y saludó a la recién llegada con una ligera inclinación de cabeza.

Grüss Gott, Fräulein —le dijo. La mujer pareció azorada, pues los visitantes de Gemütlich no solían levantarse cuando entraba una secretaria.

El gesto del americano obligó a Gemütlich a aclararse la garganta y murmurar:

—Ah, sí, es… mi secretaria particular, la señorita Hardenberg.

El observador memorizó el nombre mientras se sentaba.

Cuando terminó la entrevista, tras asegurar a su interlocutor que daría a su cliente de Nueva York el informe más favorable sobre el Winkler Bank, le acompañaron al exterior de la misma manera que antes. El directivo llamó al conserje que estaba en el vestíbulo y este se presentó en la puerta. El observador se despidió y siguió al hombre.

Subieron al pequeño y ruidoso ascensor con puerta enrejada, y el observador preguntó al conserje si podía ir al servicio antes de salir. El conserje frunció el entrecejo, como si tales funciones corporales estuvieran fuera de lugar en el Winkler Bank, pero detuvo el ascensor en el entresuelo. Le indicó una puerta de madera sin ninguna señal, cerca del ascensor, y el observador entró allí.

Era sin duda un lavabo para los empleados masculinos del banco: un solo urinario, un solo inodoro, la pila, un rollo de toalla y un armario en la pared. El observador abrió los grifos para hacer ruido y examinó rápidamente la estancia. Tenía una ventana con barrotes y herméticamente cerrada, sobre la cual pasaban los cables de un sistema de alarma… Sería posible, pero no fácil. La aireación dependía de un ventilador automático. El armario contenía escobas, recogedores, líquidos de limpieza y una aspiradora. Así pues, tenían personal de limpieza. Pero ¿cuándo trabajaban? ¿Por las noches o los fines de semana? Si su propia experiencia servía de algo, incluso el encargado de la limpieza trabajaría dentro de los despachos solo bajo supervisión. Era evidente que podrían «encargarse» del conserje o el portero nocturno, pero esa no era la cuestión. Las órdenes de Kobi Dror eran concretas: no podían dejar detrás ninguna pista.

Cuando salió del lavabo, el conserje seguía allí. Al ver que los anchos escalones de mármol que conducían al vestíbulo estaban al final del corredor, el visitante sonrió, los señaló con un gesto y echó a andar por el pasillo en vez de tomar el ascensor para recorrer tan corta distancia.

El conserje corrió tras él, le escoltó hasta el vestíbulo y le acompañó a la puerta. El observador oyó el ruido del mecanismo de cierre automático. Entonces se preguntó cómo haría la recepcionista para hacer pasar a un cliente o a un mensajero si el conserje estaba arriba.

Pasó dos horas informando a Gidi Barzilai sobre el funcionamiento interno del banco, tal como había podido observarlo. El jefe del equipo neviot permaneció sentado, sacudiendo la cabeza; el informe era preocupante.

El observador dijo que no habría problema para entrar, pues todo dependía de encontrar el sistema de alarma y neutralizarlo. Pero lo más problemático sería no dejar rastro alguno. Había un portero nocturno que probablemente haría una ronda de vigilancia a intervalos. Y luego, ¿qué buscarían? ¿Una caja fuerte? ¿Dónde? ¿De qué tipo? ¿Con llave, combinación o ambas cosas? El trabajo llevaría horas, y tendrían que silenciar al portero nocturno, lo cual dejaría huellas, y eso era algo que Dror había prohibido terminantemente.

Al día siguiente, el observador regresó a Tel Aviv en avión. Aquella tarde le presentaron una serie de fotografías entre las que identificó a Wolfgang Gemütlich y, por si acaso, a fräulein Hardenberg. Cuando se marchó, Barzilai y el equipo neviot conferenciaron de nuevo.

—Francamente, necesito más información interior, Gidi. Todavía es mucho lo que desconozco. Debe de guardar los documentos que necesitas en una caja fuerte. ¿Dónde? ¿Detrás del artesonado de las paredes? ¿En el suelo? ¿En el despacho de la secretaria? ¿En una cámara acorazada en el sótano? Necesitamos información interior.

Barzilai soltó un gruñido. Mucho tiempo atrás, durante su adiestramiento, uno de los instructores le había dicho que todo hombre tiene un punto débil: «Encuentra ese punto, presiona el nervio y verás cómo coopera». A la mañana siguiente, el conjunto de los equipos yarid y neviot emprendieron una vigilancia intensiva de Wolfgang Gemütlich.

Pero el avinagrado vienés demostraría que el instructor estaba equivocado.

Steve Laing y Chip Barber tenían un problema considerable. Hacia mediados de diciembre Jericó había dado su primera respuesta a las preguntas que le habían hecho llegar a través de un buzón muerto en Bagdad. Su precio había sido alto, pero el gobierno estadounidense efectuó la transferencia a la cuenta vienesa sin rechistar.

Si la información de Jericó era exacta, y no había motivo para sospechar que no lo fuese, resultaba útil en extremo. No había respondido a todas las preguntas, pero sí que lo había hecho a algunas, confirmando otras ya respondidas a medias.

El problema consistía en decírselo a los militares sin revelar el hecho de que Langley y Century House tenían un agente de alto rango que estaba traicionando a Bagdad desde dentro.

No era que los profesionales del espionaje desconfiaran del estamento militar, ni mucho menos, pues por alguna razón eran oficiales de alta graduación. Pero en el mundo de los servicios secretos existe una vieja y bien probada regla: la «necesidad de conocer». Un hombre que no sabe nada no puede cometer un desliz, ni siquiera por inadvertencia. Si los hombres vestidos de paisano se limitaban a presentar una lista de nuevos objetivos salidos de la nada, ¿cuántos generales, brigadieres y coroneles imaginarían de dónde debía proceder?

En la tercera semana del mes Barber y Laing tuvieron una reunión privada en el sótano del Ministerio de Defensa saudí, con el general Buster Glosson, lugarteniente del general Chuck Horner, quien mandaba las acciones bélicas aéreas en el teatro de operaciones del Golfo.

Aunque debía de ser su nombre de pila, nadie se refería jamás al general de brigada Glosson por otro nombre que no fuese Buster, y era él quien había planeado y seguía planeando el eventual ataque aéreo masivo contra Irak que, como todo el mundo sabía, habría de preceder a la invasión por tierra.

Desde hacía largo tiempo, tanto Londres como Washington habían llegado a la conclusión de que, al margen de Kuwait, era preciso destruir la maquinaria bélica de Saddam Hussein, gran parte de la cual consistía en su capacidad de fabricar gas, gérmenes y bombas atómicas.

Antes de que la operación Escudo del Desierto hubiera destruido finalmente cualquier posibilidad de un exitoso ataque iraquí contra Arabia Saudí, los planes para la eventual batalla aérea, bajo el nombre en código secreto de Trueno Instantáneo, estaban muy adelantados. El verdadero arquitecto de esa batalla aérea era Buster Glosson.

El 16 de noviembre las Naciones Unidas y diversas cancillerías de todo el mundo seguían buscando afanosamente un plan de paz que pusiera fin a la crisis sin disparar un solo tiro, arrojar una bomba o lanzar un cohete. Aquel día los tres hombres reunidos en la sala subterránea sabían que semejante plan para impedir las hostilidades no sería viable.

Barber fue conciso y al grano.

—Como usted sabe, Buster, nosotros y los británicos estamos haciendo grandes esfuerzos desde hace meses a fin de identificar las instalaciones de Saddam para la fabricación de armamento de destrucción masiva.

El general de la Fuerza Aérea estadounidense asintió con cautela. Tenía un mapa a lo largo del corredor con más alfileres que las púas de un puerco espín, y cada una de ellas era un objetivo independiente a bombardear. ¿Qué pretendían ahora?

—Así pues, comenzamos con las licencias de exportación y localizamos los países exportadores y luego las empresas radicadas en esos países que habían extendido los contratos. A continuación nos pusimos en contacto con los científicos que habían equipado esos centros, pero muchos de ellos fueron llevados a los emplazamientos en autobuses con las ventanas pintadas de negro, vivían en una base y nunca se enteraron de dónde habían estado en realidad.

»Finalmente, Buster, consultamos a las empresas de construcción, las que habían edificado la mayor parte de las Instalaciones dedicadas a fabricar el gas venenoso de Saddam. Y algunas de ellas nos han proporcionado una información valiosísima.

Barber extendió la nueva lista de blancos por encima de la mesa en dirección al general, y Glosson la examinó con interés. No estaban identificados con coordenadas geográficas, como las que serían necesarias para planear un bombardeo, pero las descripciones bastaban para reconocerlos a partir de las fotografías aéreas ya disponibles.

Glosson soltó un gruñido. Sabía que algunos de los lugares indicados ya eran objetivos; otros, hasta entonces señalados con interrogantes, se confirmaban, y finalmente había algunos nuevos. Alzó la vista.

—¿Es esto cierto?

—Totalmente —respondió el inglés—. Estamos convencidos de que la información de las empresas constructoras es fidedigna, tal vez la mejor de todas, porque son técnicos que sabían lo que estaban haciendo cuando construyeron esos lugares y hablan sin tapujos, mucho más que los burócratas.

Glosson se levantó.

—Muy bien. ¿Tendrán algo más para mí?

—Seguiremos investigando en Europa, Buster —respondió Barber—. Si obtenemos algunos blancos fidedignos más, se lo comunicaremos. Han enterrado una inmensa cantidad de material, ¿sabe? A mucha profundidad bajo el desierto. Se trata de grandes proyectos de construcción.

—Ustedes díganme dónde los tienen y nosotros nos encargaremos de hundirles el tejado —dijo el general.

Más tarde, Glosson llevó la lista a Chuch Horner. El jefe de la Fuerza Aérea estadounidense era un hombre de aspecto sombrío, más bajo que Glosson, con cara de sabueso y la sutileza diplomática de un rinoceronte con hemorroides, pero adoraba a sus pilotos y personal de tierra, y ellos le respondían con la misma moneda.

Se sabía que les defendería contra los contratistas, los burócratas y los políticos, y para ello iría a la misma Casa Blanca si fuera preciso. Ni una sola vez moderaba su lenguaje; no tenía pelos en la lengua ni ocultaba sus pensamientos.

Cuando visitaba los estados del Golfo —Bahrein, Abu Dhabi y Dubai— donde estaban apostados algunos de sus equipos, evitaba la vida lujosa, rehuía los Sheraton y Hilton, donde la buena vida fluía literalmente, y prefería compartir el rancho con sus equipos de vuelo en la base y pernoctar en un camastro en el dormitorio común.

Los miembros de las fuerzas armadas no son proclives a la hipocresía, y saben rápidamente lo que les gusta y lo que detestan. Los pilotos de la Fuerza Aérea estadounidense habrían atacado Irak en biplanos de cuerdas y cables si Chuck Horner lo hubiese ordenado. Este examinó la lista del servicio secreto y refunfuñó. Al situarlos en los mapas, dos de los emplazamientos aparecían en medio del desierto.

—¿De dónde han sacado esto? —preguntó Glosson.

—Entrevistando a los equipos de construcción que los levantaron, o eso es lo que dicen.

—Chorradas —replicó el general—. Esos soplapollas tienen a alguien en Bagdad. No vamos a decir nada de esto, Buster, a nadie. Limítate a incluir estos objetivos en la lista de blancos. —Hizo una pausa, se quedó un rato pensativo y entonces añadió—: Me pregunto quién será el cabrón.

El día 18 Steve Laing regresó a Londres para encontrar la capital del Reino Unido envuelta en el frenesí y la confusión de la crisis que atenazaba al gobierno conservador, pues un diputado del Parlamento intentaba utilizar las reglas del partido para despojar a la señora Margaret Thatcher del cargo de primera ministra.

A pesar de su fatiga, Laing leyó el mensaje de Terry Martin que había sobre su mesa y le telefoneó a la escuela. Dada la excitación del académico, Laing accedió a verle para tomar una copa después del trabajo. Sería un encuentro breve, estaría con el profesor el menor tiempo posible antes de regresar a su casa en las afueras.

Cuando se sentaron a la mesa de un discreto bar del West End, Martin extrajo de su maletín un magnetófono y un casete. Se los mostró a Laing y le explicó la solicitud que hiciera unas semanas antes a Sean Plummer, y su encuentro la semana anterior.

—¿Quiere escucharlo? —le preguntó.

—Bueno, si los tipos del GCHQ no pueden entenderlo, es evidente que yo tampoco —replicó Laing—. Oiga, Sean Plummer tiene árabes en su personal, como Al Khouri. Si ellos no son capaces de descifrarlo…

No obstante, escuchó cortésmente.

—¿Lo oye? —le preguntó Martin, excitado—. ¿Percibe el sonido de la «k» después de la última palabra inteligible? Ese hombre no está invocando la ayuda de Alá en la causa iraquí, sino que está usando un título. Eso es lo que irritó tanto al otro. Está claro que nadie tiene derecho a usar ese título abiertamente. Debe de estar restringido a un círculo de personas muy reducido.

—Pero ¿qué dice realmente? —quiso saber Laing, perplejo. Martin le miró desconcertado. ¿Es que Laing no entendía nada?

—Dice que la gran acumulación progresiva de fuerzas norteamericanas no importa, porque «pronto tendremos el Qubth ut Allah». —Como Laing seguía sin entender, Martin dijo con vehemencia—: Un arma. Tiene que ser eso. Algo que estará pronto disponible y detendrá a los americanos.

—Perdóneme por mis escasos conocimientos de árabe —le dijo Laing—, pero ¿qué es ese Qubth ut Allab?

—Ah —replicó Martin—, significa «el puño de Dios».