La CIA y el SIS tenían mucha prisa. Aunque tanto entonces como posteriormente apenas si se habló de ello, a finales de octubre ya había en Riad una considerable presencia operativa de la CIA.
No pasó mucho tiempo antes de que el personal de la Agencia estuviese de pique con los jefes militares, a unos dos kilómetros en la madriguera de salas de planificación bajo el Ministerio de Defensa saudí. Los generales del aire, sobre todo, estaban convencidos de que con el hábil uso del asombroso conjunto de geniales medios técnicos de que disponían, podían averiguar con precisión cuanto necesitaban saber sobre las defensas y los preparativos de Irak.
Era, desde luego, un conjunto asombroso. Aparte de los satélites espaciales que proporcionaban un continuo suministro de imágenes del país de Saddam Hussein, aparte del Aurora y los U-2 que hacían lo mismo pero desde más cerca, había otras máquinas de pasmosa complejidad dedicadas a proporcionar información desde el aire.
Aunque había otra serie de satélites que desde su posición geosincrónica se dedicaban a escuchar todo lo que decían los iraquíes siempre que hablaban en línea «abierta», no podían captar las conferencias de planificación a través de aquellos más de setenta mil kilómetros de cables de fibra óptica enterrados.
Entre los aviones, el principal era el AWACS, siglas que corresponden a la denominación Sistema Aerotransportado de Advertencia y Control. Se trataba de aparatos Boeing 707 provistos de un enorme radar en forma de cúpula instalado en el techo. Los AWACS trazaban lentos círculos sobre el norte del Golfo, en turnos rotatorios de veinticuatro horas, y podían informar a Riad en cuestión de segundos en caso de que se produjera cualquier movimiento en el espacio aéreo de Irak. Difícilmente podía despegar una escuadrilla, o siquiera un solo avión, sin que Riad conociera su número, velocidad, rumbo y altitud.
Los AWACS contaban con el apoyo de otra versión modificada del Boeing 707, el E8-A, conocido como J-STAR, que hacía lo mismo que aquel pero con respecto a los movimientos que se producían en tierra. Con su gran radar Norden que exploraba hacia abajo y lateralmente, de manera que podía abarcar Irak sin entrar nunca en su espacio aéreo, el J-STAR era capaz de captar casi cualquier trozo de metal que empezara a moverse.
La combinación de estos y muchos más milagros técnicos en los que Washington había invertido miles y miles de millones de dólares, convencía a los generales de que podían oír y ver cuanto decía y hacía el enemigo, por lo que al conocer sus intenciones estaban en condiciones de desbaratarlas. Además, podían hacerlo con lluvia o niebla, de noche y de día. Jamás el enemigo podría ocultarse bajo un dosel de vegetación selvática y evitar ser detectado. Los ojos que se cernían sobre ellos lo veían todo.
Sin embargo, los funcionarios de los servicios secretos de Langley no podían ocultar su escepticismo. Las dudas eran cosa de civiles, y ante esta situación los militares se mostraban irritados. Tenían una tarea dura por delante, iban a llevarla a cabo y lo que menos necesitaban eran jarros de agua fría.
En el lado británico, la situación era diferente. La representación del SIS en el Golfo no era comparable a la de la CIA, pero de todos modos se trataba de una operación considerable según los parámetros de Century House y, de acuerdo al estilo de esta, más discreta y secreta.
Además, los británicos habían nombrado como comandante en jefe de todas las fuerzas del Reino Unido en el Golfo, y segundo jefe del general Schwarzkopf, a un militar poco corriente con unos antecedentes peculiares.
Norman Schwarzkopf era físicamente un hombretón, estaba dotado de una considerable destreza militar y era dado a confraternizar con sus tropas. Conocido ya como Norman el Tormentoso, ya como el Oso, su talante podía oscilar entre la afabilidad y los estallidos de mal genio, siempre de corta duración y a los que su personal se refería diciendo que el general se había vuelto «balístico». Su colega británico no habría podido ser más distinto.
El teniente general sir Peter de la Billière, que había llegado a principios de octubre para ponerse al frente de las fuerzas británicas, era un hombre de físico engañosamente débil, magro, anguloso, de modales tímidos y reacio a los discursos. El gran americano extrovertido y el delgado británico introvertido formaban una curiosa pareja, que solo tuvo éxito porque cada uno sabía lo suficiente del otro para reconocer lo que había detrás de la apariencia superficial.
Sir Peter, conocido por sus soldados como PB, era el soldado más condecorado del Ejército británico, un aspecto que él jamás mencionaba, bajo ninguna circunstancia. Solo quienes habían estado con él en sus diversas campañas hablaban en ocasiones, mientras bebían cerveza, de su aplomo y su sangre fría en el combate, virtudes que le habían valido toda aquella «chatarra» que llevaba prendida de la guerrera. También había sido comandante en jefe del SAS, cargo que le había proporcionado un utilísimo conocimiento del Golfo, la lengua árabe y las operaciones clandestinas.
Como el jefe británico había trabajado antes con el SIS, el equipo de Century House tenía en él a un interlocutor más acostumbrado a escuchar sus reservas que el grupo de la CIA.
El SAS disponía ya de una buena presencia en Arabia Saudí y sus miembros permanecían ocultos en su discreto campamento dentro de una gran base militar en las afueras de Riad. En su condición de ex jefe de aquellos hombres, el general PB se preocupaba de que sus notables talentos no se malgastasen en tareas cotidianas que podían llevar a cabo la infantería o los paracaidistas. Aquellos hombres eran especialistas en la penetración profunda y la recuperación de rehenes.
Se había propuesto su utilización para liberar a los «escudos humanos» británicos, rehenes en manos de Saddam Hussein, pero el plan se abandonó cuando los rehenes fueron diseminados por todo Irak.
Durante la última semana de octubre el equipo de la CIA y el SIS ideó, en aquella finca en las afueras de Riad, una operación que estaba a la altura del talento fuera de lo corriente de los miembros del SAS. La operación fue sometida al visto bueno del jefe local del SAS, quien se puso a trabajar en su planificación.
Mike Martin dedicó la tarde de la primera jornada que pasó en la finca a ponerse en antecedentes del descubrimiento por parte de los aliados angloestadounidenses del renegado de Bagdad que recibía el nombre en código Jericó. Mike seguía teniendo el derecho a negarse y regresar al regimiento. Durante la noche lo pensó a fondo. Entonces dijo a los funcionarios de la CIA y el SIS que le informaban: «Iré allí, pero pondré mis condiciones y quiero que sean aceptadas».
Todos reconocieron que el principal problema consistía en su tapadera. Aquella no era una misión en la que se pudiese entrar y salir rápidamente del país después de resolver cómo burlar a la red de contraespionaje. Tampoco podría contar con el apoyo encubierto y la ayuda que había recibido en Kuwait, ni mucho menos deambular por el desierto fuera de la ciudad de Bagdad como un miembro de una tribu beduina errante.
Todo Irak era por entonces un gran campamento armado. Incluso zonas que, según el mapa, parecían desoladas y vacías, eran recorridas por las patrullas militares. Bagdad estaba llena de controles militares y de la AMAM; los primeros buscaban a los desertores y la segunda a cualquiera que resultase sospechoso.
El temor que inspiraba la AMAM era bien conocido por todos los presentes en la finca. Los informes de hombres de negocios y periodistas, así como de los diplomáticos británicos y estadounidenses antes de su expulsión, atestiguaban ampliamente la omnipresencia de la policía secreta que mantenía a los ciudadanos de Irak amedrentados y temblorosos.
Si Martin iba allí, tendría que quedarse. Dirigir a un agente como Jericó no sería fácil. En primer lugar, habría que localizar al hombre por medio de los buzones muertos y avisarle de que volvía a la actividad. Las cajas podían estar bajo vigilancia. Finalmente, existía la posibilidad de que Jericó hubiera sido capturado y obligado a confesar.
Más aún, Martin necesitaría un lugar donde vivir, una base desde la que pudiera enviar y recibir mensajes. Tendría que merodear por la ciudad y atender a los escondrijos de material si se reanudaba el torrente de información secreta de Jericó, aunque ahora estuviese destinada a otros patronos.
Por último, y esto era lo peor, no podía haber una cobertura diplomática, ningún escudo protector que le ahorrase los horrores que seguirían a su captura y desenmascaramiento. Las celdas de interrogatorio de Abu Ghraib estarían preparadas para un hombre así.
—¿Qué es… qué es exactamente lo que ha pensado? —le preguntó Paxman cuando Martin habló de sus condiciones.
—Si no puedo ser un diplomático, quiero que me empleen en la vivienda de un diplomático.
—Eso no es fácil, amigo mío. Las embajadas están vigiladas.
—No he dicho embajada sino vivienda de un diplomático.
—¿Una especie de chófer? —le preguntó Barber.
—No, eso sería muy poco sutil. El conductor ha de permanecer al volante del coche. Lleva al diplomático de aquí para allá y le vigilan igual que a él.
—¿Entonces qué?
—A menos que las cosas hayan cambiado radicalmente, muchos de los diplomáticos veteranos viven fuera del edificio de la embajada, y cuando son de alto rango disponen de una finca independiente rodeada de un jardín vallado. En el pasado esas casas siempre disponían de un jardinero que era a la vez un factótum.
—¿Un jardinero? —inquirió Barber—. Por Dios, eso es un trabajo manual. Le cogerían y reclutarían para el Ejército.
—No. El jardinero y factótum hace todas las cosas fuera de la casa. Cuida del jardín, va a comprar en bicicleta al mercado de pescado, y se encarga también de traer las frutas y verduras, el pan y el aceite. Vive en una choza al fondo del jardín.
—¿Y cuál es su ventaja, Mike? —le preguntó Paxman.
—Que es invisible, tan normal y corriente que nadie repara en él. Si le detienen, su carnet de identidad está en regla y lleva una carta con membrete de la embajada y escrita en árabe, explicando que trabaja para el diplomático y está exento del servicio militar, y rogando a las autoridades que tengan la bondad de dejarle dedicarse a sus asuntos. A menos que cometa algún error, todo policía que arme escándalo por él tendrá que enfrentarse a una queja formal de la embajada.
Los funcionarios del servicio secreto reflexionaron.
—Podría salir bien —admitió Barber—. Vulgar e invisible. ¿Qué opina usted, Simon?
—Bueno —respondió—, el diplomático debería estar enterado del asunto.
—Solo parcialmente —dijo Martin—. Únicamente le haría falta una orden categórica de su gobierno diciéndole que acepte y emplee al hombre que se presentará, y entonces mirar al otro lado y no preguntar nada. Lo que sospeche es asunto suyo. Si desea conservar su empleo y proteger su carrera, mantendrá la boca cerrada. Siempre que la orden proceda de las altas esferas, por supuesto.
—La embajada británica queda descartada —dijo Paxman—, pues los iraquíes harían lo imposible para ofender a nuestra gente.
—Lo mismo digo con respecto a nosotros —dijo Barber—. ¿En quién ha pensado, Mike?
Cuando Martin se lo dijo, le miraron incrédulos.
—No puede decirlo en serio —comentó el estadounidense.
—Pues lo digo —replicó Martin con calma.
—Diablos, Mike, una solicitud así tendría que elevarse a… bueno, a la primera ministra en persona.
—Y al presidente —añadió Barber.
—Bien, parece ser que hoy todos somos grandes amigos, así que, ¿por qué no? Quiero decir que si el producto de Jericó acaba por salvar vidas de los aliados, ¿es mucho pedir una llamada telefónica?
Chip Barber consultó su reloj. En Washington eran siete horas menos que en el Golfo. En Langley estarían terminando de almorzar. En Londres solo eran dos horas menos, pero los altos cargos probablemente aún estarían en sus despachos.
Barber se apresuró a regresar a la embajada estadounidense y envió un mensaje «relámpago» codificado al subdirector de Operaciones, Bill Stewart, quien, nada más leerlo, lo llevó al director, William Webster. Este, a su vez, telefoneó a la Casa Blanca y solicitó una reunión con el presidente.
Simon Paxman tuvo suerte. Su llamada telefónica codificada fue respondida por Steve Laing en su despacho de Century House. Tras consultar con el jefe de Operaciones para Oriente Medio, Laing llamó al domicilio particular del jefe.
Tras pensarlo a fondo, sir Colin llamó al secretario del Consejo de Ministros, sir Robin Butler.
Se acepta que el jefe del servicio secreto tiene el derecho, en casos que juzga como una emergencia, de solicitar y obtener una reunión personal con su primer ministro, y Margaret Thatcher siempre se había hecho notar por su accesibilidad a los hombres que dirigen los servicios de Inteligencia y las fuerzas especiales. Accedió a reunirse con el jefe en su despacho privado del número 10 de Downing Street a las ocho de la mañana siguiente.
Como de costumbre, la señora Thatcher estaba trabajando desde antes del amanecer y casi había terminado de examinar los asuntos que había sobre su mesa cuando hicieron entrar al jefe del SIS. Escuchó la extraña petición con el entrecejo fruncido, pidió varias explicaciones, lo pensó un momento y entonces, a su manera habitual, tomó una decisión sin tardanza.
—Hablaré con el presidente Bush en cuanto se levante y veremos qué se puede hacer. Ese hombre… ¿va a hacerlo realmente?
—Esa es su intención, señora.
—¿Es uno de los suyos, sir Colin?
—No, es un comandante del SAS.
Ella se alegró perceptiblemente.
—Es un individuo notable.
—Así lo creo, señora.
—Cuando esto haya terminado, me gustaría conocerle.
—Estoy seguro de que podrá arreglarse, señora.
Cuando el jefe se hubo ido, el personal de Downing Street efectuó la llamada a la Casa Blanca, aunque todavía era plena noche, y dispusieron la conexión directa para las ocho de la mañana en Washington, la una de la tarde en Londres. El almuerzo de la primera ministra fue retrasado treinta minutos.
Al presidente George Bush, como a su predecesor Ronald Reagan, siempre le había resultado difícil rechazar algo que deseaba la señora Thatcher cuando esta empleaba toda su vehemencia.
—De acuerdo, Margaret —dijo el presidente al cabo de cinco minutos—. Haré esa llamada.
—Solo puede decir que no —señaló la señora Thatcher—, y no debería hacerlo. Después de todo, es mucho lo que hemos hecho por él.
—Sí, en efecto, hemos hecho muchísimo —dijo el presidente.
Los dos jefes de gobierno hicieron sus respectivas llamadas con una hora de diferencia, y la respuesta del perplejo hombre al otro extremo de la línea fue afirmativa. Recibiría en privado a los representantes de ambas partes en cuanto llegaran.
Aquella noche Bill Stewart partió hacia Washington y Steve Laing abordó el último vuelo del día desde Heathrow.
Si Mike Martin tenía alguna idea del frenesí de actividad que había desencadenado su petición, no lo evidenciaba en absoluto. Dedicó los días 26 y 27 de octubre a descansar, comer y dormir, pero dejó de afeitarse, de modo que una barba oscura volviera a cubrir sus mejillas. Sin embargo, en diferentes lugares se trabajaba intensamente para él.
El director del SIS en Tel Aviv había visitado al general Kobi Dror con una petición final. El jefe del Mossad miró asombrado al inglés.
—Va usted a seguir adelante con esto, ¿verdad? —le preguntó.
—Solo sé lo que me han dicho que le diga, Kobi.
—Un agente sin cobertura diplomática, maldita sea. Usted sabe que le capturarán, ¿no es cierto?
—¿Pueden ustedes hacerlo, Kobi?
—Claro que podemos.
—¿En veinticuatro horas?
Kobi Dror estaba representando de nuevo su papel de violinista en el tejado.
—Por usted daría mi brazo derecho, muchacho. Pero, mire, esto que me propone es una locura.
Se levantó, dio la vuelta a su mesa y rodeó los hombros del inglés con un brazo.
—¿Sabe una cosa? Hemos violado la mitad de nuestras reglas, y ha habido suerte. Normalmente, nunca dejamos que uno de los nuestros vaya a un escondrijo de informes secretos, porque podría ser una trampa. Para nosotros, esos buzones muertos son unidireccionales: del katsa al espía. En el caso de Jericó prescindimos de esa regla. Si Moncada recogía el producto de la forma que lo hacía era porque no había otra manera. Y tuvo suerte, sí, la tuvo durante años. Pero él disponía de cobertura diplomática. Ahora usted quiere… ¿esto?
Alzó la pequeña fotografía en la que aparecía un hombre de rasgos árabes y expresión triste, negros mechones y barba de varios días. El inglés acababa de recibir la foto que había sido llevada a Riad en el birreactor de comunicaciones HS-125, el avión personal del general De la Billière, puesto que entre ambas capitales no existía ninguna ruta comercial. El aparato se hallaba en el aeródromo militar de Sde Dov, donde sus señales distintivas estaban siendo extensamente fotografiadas.
Dror se encogió de hombros.
—De acuerdo, mañana por la mañana. Le doy mi palabra.
No cabe ninguna duda de que el Mossad dispone de algunos de los mejores servicios técnicos del mundo. Aparte de un ordenador central con casi dos millones de nombres y sus correspondientes datos, y de unos expertos excelentes en forzar cerraduras, en el sótano y subsótano de la sede del Mossad hay una serie de salas donde la temperatura está cuidadosamente controlada.
Esas salas contienen «papel», pero no sólo cualquier clase de papel antiguo, sino un papel muy especial. Ahí se conservan originales de casi todos los pasaportes que existen en el mundo, junto con una miríada de carnets de identidad, permisos de conducir, tarjetas de la seguridad social y documentos similares.
Luego están los «papeles en blanco», esto es, los carnets de identidad sin rellenar en los que expertos calígrafos pueden trabajar a discreción, utilizando los originales como una guía para producir falsificaciones de calidad soberbia.
Los carnets de identidad no son la única especialidad. Billetes de banco de un parecido casi absoluto pueden ser producidos en grandes cantidades, como de hecho ocurre, ya sea para ayudar a hundir la moneda de naciones vecinas hostiles, ya para financiar las operaciones «negras» del Mossad, aquellas de las que ni el primer ministro ni el Knesset saben ni quieren saber nada.
Solo tras cierto examen de conciencia, la CIA y el SIS habían accedido a pedir el favor al Mossad, pero no podían producir, sin más, el carnet de identidad de un obrero iraquí de cuarenta y cinco años con la certidumbre de que pasaría cualquier inspección en Irak. Pues nadie se había molestado en encontrar y sustraer un original para copiarlo.
Afortunadamente, el Sayret Matcal, un grupo de reconocimiento al otro lado de las fronteras y tan secreto que su nombre ni siquiera podía imprimirse en Israel, había hecho una incursión en Irak dos años antes para dejar a un oter árabe que debía efectuar allí cierto contacto a alto nivel. Mientras se hallaban en suelo iraquí habían sorprendido a dos trabajadores en el campo, los habían atado y despojado de sus documentos de identidad.
Tal como Dror había prometido, sus falsificadores trabajaron durante la noche y al amanecer habían producido un carnet de identidad iraquí, convincentemente sucio y borroso, como si hubiera sido muy usado, a nombre de Mahmoud al Khouri, de cuarenta y cinco años y natural de una aldea en las colinas al norte de Bagdad, quien trabajaba como jornalero en la capital.
Los falsificadores no sabían que Martin había adoptado el nombre del mismo señor Al Khouri que le había sometido a la prueba de árabe en un restaurante de Chelsea a principios de agosto, como tampoco podían saber que había elegido la aldea de la que era natural el jardinero de su padre, el hombre que, mucho tiempo atrás, en Bagdad, habló al chiquillo inglés del lugar donde había nacido, de su mezquita, su café y los campos de alfalfa y melones que lo rodeaban. Había una cosa más que los falsificadores desconocían.
Por la mañana Kobi Dror entregó el carnet de identidad al hombre del SIS con base en Tel Aviv.
—Con esto no se llevará un chasco. Pero permítame que le diga una cosa… —Dio unos golpecitos a la foto con un rollizo dedo índice—. Este hombre, su árabe domesticado, les traicionará o será capturado antes de una semana.
El directivo del SIS solo pudo encogerse de hombros, pues ni siquiera él sabía que el hombre de la foto borrosa no era en absoluto árabe. No tenía necesidad de saberlo, de modo que no se lo habían dicho. Él se limitaba a hacer lo que le ordenaban, y así llevó el carnet al HS 125 que lo trasladó a Riad.
También habían sido preparadas ropas: la sencilla túnica de un trabajador iraquí, un keffiyeh de color marrón apagado y unas fuertes sandalias de lona con suela de cáñamo.
Un tejedor de cestos, sin saber qué hacía ni para qué, estaba confeccionando una caja de mimbre de un diseño muy raro. Era un pobre artesano saudí y el extraño infiel estaba dispuesto a pagarle una considerable cantidad de dinero, por lo que trabajaba con ahínco.
Fuera de la ciudad de Riad, en una base militar secreta, estaban preparando dos vehículos bastante especiales. Habían sido traídos en un Hércules de la RAF desde la base principal del SAS más al sur de la península, en Omán, y los estaban desguarneciendo y equipando de nuevo para un largo y duro viaje.
La esencia de la conversión de los dos Land Rover de chasis largo no era el blindaje y la potencia de fuego, sino la velocidad y el radio de acción. Cada vehículo debería transportar su dotación normal de cuatro hombres del SAS, y uno de ellos llevaría un pasajero. El otro transportaría una motocicleta de motocross con grandes neumáticos, dotada de depósitos de combustible adicionales.
Una vez más, el Ejército estadounidense prestó el material que le solicitaban, esta vez dos de sus helicópteros birrotores Chinook de gran autonomía.
Mijaíl Sergeivitch Gorbachov estaba sentado como de costumbre ante la mesa de su despacho del séptimo y último piso del edificio del Comité Central en Novaya Ploshad, trabajando con dos secretarios, cuando sonó el intercomunicador para anunciarle la llegada de los emisarios de Londres y Washington.
Desde hacía veinticuatro horas le intrigaban las peticiones tanto del presidente estadounidense como de la primera ministra británica para que recibiera a un emisario personal de cada uno de ellos. No se trataba de un político ni de un diplomático, sino tan solo de un mensajero. En los tiempos que corrían, se preguntaba, ¿qué mensaje no podía ser transmitido a través de los canales diplomáticos normales? Incluso podían utilizar una línea directa que de ninguna manera podría ser interceptada, aun cuando intérpretes y técnicos tuvieran necesariamente acceso a ella.
Se sentía intrigado y curioso, y como la curiosidad era uno de sus rasgos más notables, estaba deseoso de resolver el enigma.
Diez minutos después hicieron pasar a los dos visitantes al despacho particular del secretario general del PCUS y presidente de la Unión Soviética. Era una habitación larga y estrecha con una única hilera de ventanas en el lado que daba a la Plaza Nueva. No había ventanas detrás del presidente, quien estaba sentado de espaldas a la pared en el extremo de una larga mesa de conferencias.
En contraste con el estilo sombrío y pesado grato a sus dos predecesores, Andropov y Chernenko, el joven Gorbachov prefería un decorado luminoso y ligero. La mesa era de clara madera de haya, y la flanqueaban sillas de respaldo recto pero cómodas. Las ventanas estaban cubiertas con visillos.
Cuando los dos hombres entraron hizo un gesto a sus secretarios de que salieran. Entonces se levantó de su mesa y fue hacia ellos.
—Hola, caballeros —dijo en ruso—. ¿Alguno de ustedes habla mi idioma?
Uno de ellos, al que juzgó inglés, respondió en un ruso vacilante:
—Sería aconsejable un intérprete, señor presidente.
—Vitali —dijo Gorbachov a uno de los secretarios que se retiraban—. Que venga Yevgeny.
Ya que no podían hablar de inmediato, sonrió e hizo un gesto a los visitantes de que se sentaran. Su intérprete personal acudió poco después y se sentó a un lado de la mesa presidencial.
—Mi nombre, señor, es William Stewart —dijo el estadounidense—. Soy subdirector de Operaciones de la Agencia Central de Inteligencia.
Los labios de Gorbachov se tensaron y frunció el entrecejo.
—Y yo, señor, soy Stephen Laing, director de Operaciones, división de Oriente Medio, del servicio secreto británico.
La perplejidad de Gorbachov se intensificó. Espías, chekisti, ¿qué diablos era todo aquello?
—Cada una de nuestras agencias ha pedido a su respectivo gobierno que le preguntara a usted si nos recibiría —dijo Stewart—. El caso, señor, es que Oriente Medio va hacia la guerra. Todos lo sabemos. Para tratar de evitarla, necesitamos saber qué se cuece en los consejos internos del régimen iraquí. Creemos que lo que dicen en público y lo que discuten en privado es radicalmente diferente.
—En eso no hay nada nuevo —replicó Gorbachov secamente.
—Nada en absoluto, señor —dijo Laing—. Pero ese es un régimen altamente inestable, peligroso… para todos nosotros. Si pudiéramos conocer lo que verdaderamente piensan hoy los miembros del gabinete de Saddam Hussein, tal vez seríamos más capaces de planear una estrategia que lograse evitar la guerra inminente.
—Sin duda para eso están los diplomáticos —señaló Gorbachov.
—Normalmente sí, señor presidente. Pero hay ocasiones en que incluso la diplomacia es un canal demasiado abierto, demasiado público para expresar los pensamientos más recónditos. ¿Recuerda usted el caso de Richard Sorge?
Gorbachov asintió. Todo ruso había oído hablar de Sorge. Su cara había aparecido incluso en sellos de correos. Era un héroe póstumo de la Unión Soviética.
—En aquel entonces —siguió Laing—, la información de Sorge de que Japón no invadiría Siberia fue absolutamente crucial para su país. Pero no podría haberle llegado a usted a través de la embajada.
»El caso, señor presidente, es que tenemos motivos para creer que en Bagdad existe una fuente, situada a un nivel excepcional, que está dispuesta a revelarnos lo que ocurre en los consejos más privados de Saddam Hussein. Ese conocimiento podría significar la diferencia entre una guerra y una retirada voluntaria de Kuwait.
Mijaíl Gorbachov asintió. Tampoco él era amigo de Saddam Hussein. Irak, que en otro tiempo había sido un cliente dócil de la URSS, se había vuelto cada vez más independiente y, últimamente, su errático dirigente había ofendido gratuitamente a la URSS.
Además, el líder soviético era plenamente consciente de que si quería llevar a cabo sus reformas en el sistema soviético necesitaría apoyo financiero e industrial, y eso significaba buena voluntad por parte de Occidente. Que la guerra fría había terminado era una realidad. Por ese motivo él había implicado a la URSS en la condena que el Consejo de Seguridad de la ONU había hecho de la invasión iraquí de Kuwait.
—Entonces, caballeros, establezcan contacto con esa fuente. Consigan una información que las potencias puedan utilizar para reducir la tensión y les estaremos muy agradecidos. La URSS tampoco desea que haya una guerra en Oriente Medio.
—Nos gustaría establecer contacto, señor —dijo Stewart—, pero no es posible. La fuente se niega a revelarse, y es comprensible, pues debe de correr riesgos enormes. Para establecer contacto es imprescindible que evitemos la ruta diplomática. Ese hombre ha dejado bien claro que solo usará comunicaciones encubiertas con nosotros.
—Así pues, ¿qué desean ustedes de mí?
Los dos occidentales aspiraron hondo.
—Queremos introducir a un hombre en Bagdad para que actúe como conducto entre la fuente y nosotros —dijo Laing.
—¿Un agente?
—Sí, señor presidente, un agente que se hará pasar por iraquí.
Gorbachov apoyó la barbilla en la punta de los dedos. No sabía prácticamente nada de operaciones encubiertas. El propio KGB apenas si había organizado alguna. Ahora le pedían que ayudara a los antiguos adversarios del KGB a organizar una y prestar la embajada soviética como paraguas protector de su hombre. Era algo tan escandaloso que casi se echó a reír.
—Si capturan a ese agente suyo, mi embajada estará comprometida.
—No, señor, su embajada habrá sido cínicamente engañada por los tradicionales enemigos occidentales de Rusia —dijo Laing—. Saddam se lo creerá.
Gorbachov reflexionó en ello. Recordó el ruego personal de un presidente y una primera ministra. Era evidente que consideraban el asunto como de la mayor importancia, y él no tenía otra alternativa que considerar como importante su buena voluntad.
—Muy bien. Daré instrucciones al general Vladimir Kryuchkov para que coopere plenamente con ustedes.
En aquel entonces Kryuchkov era el presidente del KGB. Diez meses después, mientras Gorbachov estaba de vacaciones en el mar Negro, Kryuchkov, junto con el ministro de Defensa Dmitri Yazov y otros, daría un golpe de Estado contra su propio presidente.
Los dos occidentales se removieron incómodos en sus asientos.
—Con el mayor respeto, señor presidente —dijo Laing—, ¿podríamos pedirle que confíe exclusivamente en su ministro de Asuntos Exteriores?
Eduard Schevardnadze era entonces ministro de Asuntos Exteriores y amigo fiel de Mijaíl Gorbachov.
—¿Solo en Schevardnadze?
—Sí, señor, si le parece a usted bien.
—Muy bien. Los preparativos solo se efectuarán a través del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Cuando los funcionarios de los servicios de Inteligencia occidentales se marcharon, Mijaíl Gorbachov permaneció sentado, sumido en sus pensamientos. Solo habían querido que él y Eduard estuvieran al corriente de su plan. No Kryuchkov. Se preguntó si sabrían algo que el presidente de la URSS desconocía.
Los agentes del Mossad eran once en total, dos equipos de cinco miembros cada uno y el controlador operativo, un hombre al que Kobi Dror había elegido personalmente, librándolo así de la aburrida tarea de instruir a los reclutas de la Escuela de Adiestramiento en las afueras de Herzlia.
Uno de los equipos pertenecía a la rama Yarid, una sección del Mossad encargada de la seguridad operativa y la vigilancia. La otra rama era la Neviot, cuya especialidad consiste en las escuchas clandestinas, el allanamiento de morada… en suma, todo aquello que requiere el uso de instrumentos electrónicos o mecánicos.
Ocho de los diez hombres hablaban un alemán bueno o pasable en tanto que el controlador de la misión dominaba esa lengua a la perfección. En cuanto a los otros dos… de todos modos eran los técnicos y no tenían necesidad de hablarlo bien. El grupo de vanguardia de la operación Josué estuvo tres días en Viena, adonde llegaron desde distintos puntos europeos, cada uno de ellos con pasaportes perfectos y tapaderas adecuadas.
Como en el caso de la operación Jericó, Kobi Dror estaba forzando algunas reglas, pero ninguno de sus subordinados discutiría sus decisiones. Josué había sido designado un asunto ain efes, que en hebreo significa «sin fracaso», lo cual, viniendo del mismo jefe, significaba que era de máxima prioridad.
Normalmente, los equipos Yarid y Neviot tienen entre siete y nueve miembros, pero como el objetivo fue considerado civil, neutral, aficionado y carente por completo de sospechas, el número de miembros había sido reducido.
El jefe de estación del Mossad en Viena había destinado tres de sus pisos francos; a fin de mantenerlos ordenados, limpios y aprovisionados en todo momento, asignó otros tantos bodlim.
Un bodel, en plural bodlim, suele ser un israelí joven, a menudo estudiante, utilizado como recadero tras una investigación minuciosa de sus antecedentes. Su trabajo consiste en hacer recados, realizar tareas rutinarias y no preguntar nada. A cambio se le permite vivir sin pagar alquiler en un piso franco del Mossad, una gran ventaja para un estudiante corto de dinero en una capital extranjera. Cuando llegan los «bomberos» visitantes, el bodel tiene que mudarse, pero puede ser retenido para que se encargue de la limpieza, la colada y la compra.
Aunque Viena no dé la impresión de ser una gran capital, para el mundo del espionaje siempre ha sido muy importante. El motivo se remonta a 1945, cuando Viena, como segunda capital del Tercer Reich, fue ocupada por los aliados victoriosos y dividida en cuatro sectores: francés, británico, estadounidense y ruso.
Al contrario de Berlín, Viena consiguió su libertad e incluso los rusos accedieron a marcharse, pero el precio fue una neutralidad completa para Viena y toda Austria. Cuando se inició la guerra fría durante el bloqueo de Berlín de 1948, Viena pronto se convirtió en un semillero de espías. Gratamente neutral, sin apenas una red de contraespionaje propia, cercana a las fronteras húngara y checa, abierta a Occidente pero rebosante de europeos orientales, Viena era una base perfecta para una variedad de agencias.
Poco después de su creación en 1951, el Mossad también vio las ventajas de Viena y se instaló allí, con una presencia tan considerable y selecta que el jefe de estación supera en rango al embajador.
La decisión estuvo más que justificada cuando la elegante y decadente capital del antiguo Imperio austrohúngaro se convirtió en un centro de banca ultradiscreta, la sede de tres agencias distintas de las Naciones Unidas y un punto de entrada preferido por palestinos y otros terroristas.
Fiel a su neutralidad, Austria tiene desde hace mucho tiempo un aparato de contrainteligencia y seguridad interna tan fácil de evadir que los agentes del Mossad se refieren a esos funcionarios bienintencionados como fertsalach, una palabra no excesivamente halagadora, pues significa «pedo».
El controlador elegido para la misión de Kobi Dror era un duro katsa que tenía a sus espaldas años de experiencia europea, en Berlín, París y Bruselas.
Gideon Barzilai también había servido en una de las unidades kidon de ejecución que persiguió a los terroristas árabes responsables de la masacre de atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Munich, en 1972. Afortunadamente para su carrera, no había estado implicado en uno de los mayores errores en la historia del Mossad, cuando una unidad kidon abatió a tiros a un inocente camarero marroquí en Lillehammer, Noruega, tras haberle confundido con Ali Hassan Salameh, el cerebro de aquella matanza.
Gideon Gidi Barzilai se llamaba ahora Ewald Strauss y era representante de un fabricante de material sanitario en Frankfurt. No solo sus documentos estaban en perfecto orden, sino que el contenido de su maletín habría revelado los folletos apropiados, los libros de pedidos y la correspondencia en papel timbrado de la empresa.
Incluso una llamada telefónica a su oficina central en Frankfurt habría confirmado su tapadera, pues el número telefónico del membrete correspondía a una oficina de Frankfurt donde trabajaban los agentes del Mossad.
Los papeles de Gidi, así como los de los otros diez miembros de su equipo, eran el producto de otra división del Mossad que se ocupaba de los servicios de apoyo. En el mismo sótano de Tel Aviv que alberga el departamento de falsificaciones hay otra serie de salas dedicadas a almacenar detalles de un número asombroso de empresas, tanto reales como ficticias. Expedientes de las empresas, auditorías, registros y papel con membrete se almacenan en tal abundancia que cualquier katsa dedicado a una operación en el extranjero puede ser equipado con una identidad profesional prácticamente inexpugnable.
Tras establecerse en su propio piso, Barzilai celebró una extensa conferencia con el jefe de estación local e inició su misión con una tarea relativamente sencilla: la de descubrir todo cuanto pudiera sobre un banco privado discreto y ultratradicional, el Winkler Bak, frente a la Franziskanerplatz.
Esa misma semana dos helicópteros Chinook estadounidenses emprendieron el vuelo desde una base militar en las afueras de Riad y se dirigieron al norte siguiendo la ruta más corta, sobre la carretera del Oleoducto a lo largo de la frontera entre Arabia Saudí e Irak, desde Khafji hasta Jordania.
Apretado dentro del compartimiento de carga de cada helicóptero viajaba un solo Land Rover de chasis largo, despojado de todo cuanto no era esencial pero equipado con depósitos de combustible adicionales. Cuatro hombres del SAS trabajaban con cada vehículo, no menos apretados que estos en el reducido espacio que había detrás de la tripulación.
El destino final del helicóptero estaba más allá de lo que le permitía su autonomía normal, pero esperándoles en la carretera del Oleoducto había dos grandes camiones cisterna llegados desde Dammam, en la costa del Golfo.
Cuando los sedientos Chinook se posaron en la carretera, los operarios de los camiones cisterna pusieron manos a la obra, hasta que los depósitos de los helicópteros volvieron a estar rebosantes de combustible. Despegaron y se dirigieron a la carretera que llevaba a Jordania, manteniéndose a baja altura para evitar el radar iraquí situado al otro lado de la frontera.
Más allá de la ciudad saudí de Badanah, aproximándose al lugar donde convergen las fronteras de Arabia Saudí, Irak y Jordania, los Chinook aterrizaron de nuevo. Allí había otros dos camiones cisterna para repostar, pero aquel era el punto donde debían descargar a los Land Rover y sus pasajeros.
Si los tripulantes americanos sabían adónde iban los silenciosos ingleses, no lo evidenciaron en absoluto, y si no lo sabían, no se molestaron en preguntarlo. Los copilotos hicieron descender los vehículos camuflados con pintura color arena, estrecharon las manos de los pasajeros y les desearon buena suerte. Entonces repostaron y partieron en la dirección por donde habían venido. Los camiones cisterna les siguieron.
Los ocho hombres del SAS les vieron alejarse y luego se encaminaron en la otra dirección, siguiendo carretera arriba hacia Jordania. A ochenta kilómetros al noroeste de Badanah se detuvieron y esperaron.
El capitán al mando de la misión comprobó la posición de los dos vehículos. En la época del coronel David Stirling, en el desierto occidental de Libia se orientaban por medio del sol, la luna y las estrellas. La tecnología con que contaban en 1990 hacía que todo fuese mucho más fácil y preciso.
El capitán sostenía un dispositivo no mayor que un libro de bolsillo, llamado Sistema de Posicionamiento Global (GPS) y conocido también por los nombres SATNAV o Magallanes. A pesar de su tamaño, el GPS puede situar a su poseedor en un cuadrado no mayor de diez metros de lado en cualquier lugar de la superficie terrestre.
El GPS que sostenía el capitán tenía dos posiciones: código Q y código P. La precisión de esta última correspondía al cuadrado de diez metros de lado, pero necesitaba que cuatro de los satélites estadounidenses NAVSTAR estuvieran sobre el horizonte al mismo tiempo. La posición código Q requería solo dos NAVSTAR sobre el horizonte, pero su precisión no era inferior a un cuadrado de cien metros de lado.
Aquel día solo estaban en funcionamiento dos satélites de rastreo, pero eran suficientes. Nadie dejaría de ver a otro a cien metros de distancia en aquel yermo de arena y esquistos azotado por el viento, a muchos kilómetros de cualquier parte entre Badanah y la frontera jordana. Una vez se hubo cerciorado de que se encontraba en el lugar de la cita, el capitán apagó el GPS y se introdujo a rastras bajo las redes de camuflaje extendidas por sus hombres entre los dos vehículos para protegerse del sol. Según el termómetro, la temperatura era de cincuenta y cuatro grados.
Al cabo de una hora llegó desde el sur un helicóptero británico Gazelle. El comandante Mike Martin había volado desde Riad en un avión de transporte Hércules de la RAF hasta la ciudad saudí de Al Jawf, el lugar más próximo a la frontera en aquel punto que tenía aeropuerto municipal. El Hércules había transportado el Gazelle con los rotores plegados, el piloto, los operarios de tierra y los depósitos de combustible adicionales necesarios para el vuelo desde Al Jawf hasta la carretera del Oleoducto y el regreso.
Por si incluso un lugar abandonado como aquel era rastreado por los radares iraquíes, el Gazelle avanzaba a vuelo rasante sobre el desierto, pero el piloto vio enseguida la bengala de estrella Very que el capitán del SAS disparó cuando oyó el ruido del helicóptero que se aproximaba.
El Gazelle se posó sobre la carretera a cincuenta metros de los Land Rover, y Martin saltó a tierra. Llevaba al hombro una bolsa con su equipo y en la mano izquierda un cesto de mimbre, cuyo contenido había hecho que el piloto del Gazelle se preguntara si aquel hombre se había enrolado en la Fuerza Aérea o en una filial de la Unión de Granjeros, pues en el cesto llevaba dos gallinas vivas.
Por lo demás, Martin vestía como los ocho hombres del SAS que le estaban esperando: botas apropiadas para el desierto, pantalones holgados de lona fuerte, camisa, suéter y guerrera de combate con camuflaje de desierto. Llevaba al cuello un pañuelo a cuadros que serviría para protegerle la cara del polvo arremolinado, en la cabeza un pasamontañas de lana y encima de este unas gafas de protección.
Que los hombres no se muriesen de calor con semejante equipo pasmaba al piloto. Claro que él nunca había experimentado el frío de las noches en el desierto.
Los hombres del SAS sacaron de la parte trasera del Gazelle los recipientes de plástico que habían dado al pequeño helicóptero de reconocimiento su peso máximo con carga, y llenaron de nuevo los depósitos. Tras repostar, el piloto saludó agitando la mano y despegó rumbo al sur, hacia Al Jawf, de regreso a Riad y a la cordura tras haber abandonado a aquellos locos en el desierto.
Solo cuando se hubo ido los hombres del SAS se sintieron a sus anchas. Aunque los ocho hombres de los Land Rover pertenecían al escuadrón D, de expertos en vehículos ligeros, y Martin era miembro del grupo de caída libre, les conocía a todos excepto a dos. Tras el intercambio de saludos, hicieron lo que hacen los soldados británicos cuando tienen tiempo: prepararon un té bien cargado.
El capitán había decidido cruzar la frontera de Irak en aquel punto yermo y desolado por dos razones. En primer lugar, cuanto más árido fuese el terreno, menos probabilidades habría de topar con una patrulla iraquí, y su misión no consistía en dejar atrás a los iraquíes en campo abierto sino en evitar por completo que detectaran su presencia.
La segunda razón era que tenía que depositar su carga lo más cerca posible de la larga carretera iraquí que serpentea desde Bagdad hacia el oeste a través de las grandes planicies desérticas hasta Ruweishid, en el cruce de la frontera jordana.
Aquella misérrima avanzada en el desierto se había vuelto familiar para los espectadores de televisión desde la conquista de Kuwait, porque era allí por donde solía cruzar la desventurada marea de refugiados filipinos, bengalíes, palestinos y de otras nacionalidades, tras huir del caos ocasionado por la invasión.
En esa esquina del extremo norte de Arabia Saudí, la distancia desde la frontera a la carretera de Bagdad era la más corta. El capitán sabía que al este, desde Bagdad hacia la frontera saudí, el terreno era en general una planicie yerma, en su mayor parte tan liso como una mesa de billar, lo cual lo hacía apto para una rápida carrera desde la frontera hasta la carretera más próxima que enlazaba con Bagdad. Sin embargo, también era probable que estuviese ocupada por patrullas militares y ojos vigilantes. Allí, en el oeste de los desiertos de Irak, la superficie era más accidentada, pues estaba atravesada por quebradas que provocaban repentinas inundaciones durante la época de las lluvias e incluso debían ser salvadas con sumo cuidado en la época seca, pero, en compensación, se hallaba prácticamente libre de patrullas iraquíes.
El punto elegido para cruzar se encontraba a cincuenta kilómetros al norte de donde estaban y, más allá de la frontera sin señalizar, a solo otros cien kilómetros de la carretera entre Bagdad y Ruweishid. Pero el capitán calculó que necesitaría toda una noche, y permanecer bajo las redes de camuflaje durante el día y la noche siguientes, para que pudieran entregar su carga en un punto que se encontrara a una distancia de la carretera salvable a pie.
Partieron a las cuatro de la tarde. El calor del sol todavía era ardiente y los hombres que ocupaban los vehículos tenían la sensación de que estaban entrando en un horno. A las seis empezó a oscurecer y la temperatura comenzó a descender rápidamente. A las siete era totalmente de noche y hacía frío. Se les secó el sudor y agradecieron los gruesos jerséis de los que se había burlado el piloto del Gazelle.
El copiloto del vehículo que iba en cabeza comprobaba una y otra vez la posición y el rumbo. Cuando estaban en la base, él y el capitán habían pasado horas inclinados sobre varias fotografías de alta definición proporcionadas amablemente por la misión de los U-2 estadounidenses en su base de Taif. Las fotos, ampliadas a gran escala, ofrecían una imagen mejor que la de un simple mapa.
Conducían sin luces, pero con una pequeña linterna el copiloto controlaba sus desviaciones y corregía el rumbo cada vez que una hondonada o un desfiladero les obligaba a alejarse varios kilómetros al este o al oeste.
A cada hora se detenían para confirmar la posición con el GPS. El copiloto ya había calibrado los lados de sus fotografías con los minutos y segundos de longitud y latitud, de modo que las cifras ofrecidas por la pantalla digital del GPS les decía con exactitud en qué lugar se hallaban sobre las fotografías.
El avance era lento, porque en cada elevación uno de los hombres tenía que adelantarse y echar un vistazo para asegurarse de que no había ninguna sorpresa desagradable al otro lado.
Una hora antes de que amaneciera, encontraron un uadi, o curso de agua intermitente; bajaron a su cauce de paredes escarpadas y se refugiaron en él bajo las redes de camuflaje. Uno de los hombres subió a una prominencia cercana para examinar desde allí el campamento y ordenar algunos ajustes, hasta cerciorarse de que un avión de reconocimiento prácticamente tendría que estrellarse en el uadi para verles.
Durante el día comían, bebían y dormían mientras dos de ellos siempre montaban guardia por si se acercaba un pastor errante u otro viajero solitario. Varias veces oyeron los reactores iraquíes en el cielo, y en una ocasión el balido de unas cabras en una colina cercana. Pero los animales, que no parecían tener pastor, se alejaron en la dirección opuesta. Tras la puesta del sol, los hombres reanudaron su camino.
Existe una pequeña población iraquí llamada Ar Rutba, que se extiende a ambos lados de la carretera, y poco antes de las cuatro de la madrugada vieron sus luces mortecinas a lo lejos. La pantalla del GPS confirmó que estaban donde quería estar, al sur de la ciudad y a ocho kilómetros de la carretera.
Cuatro de los hombres exploraron alrededor hasta que uno de ellos encontró un uadi de fondo blando y arenoso. Allí cavaron su refugio, silenciosamente, usando las herramientas fijadas a los lados de los Land Rover para quitar la arena que los cubría en parte. Enterraron la motocicleta de motocross con sus neumáticos reforzados y los recipientes adicionales de combustible para llevarla a la frontera, por si surgía la necesidad de utilizarla. Todo estaba envuelto en resistentes bolsas de polietileno que protegían de la arena y el agua, pues las lluvias aún estaban por llegar.
A fin de evitar que los objetos escondidos fuesen arrastrados por una riada, levantaron un túmulo de piedras que prevendría la erosión.
El copiloto trepó al risco por encima del uadi y estableció la dirección exacta desde allí hasta la torre de radio por encima de Ar Rutba, cuya luz roja de advertencia se veía a lo lejos.
Mientras trabajaban, Mike Martin se desnudó y de la bolsa en que llevaba su equipo sacó la túnica, el turbante y las sandalias de Mahmoud al Khouri, el bracero, jardinero y factótum iraquí. Provisto de una bolsa de paño que contenía pan, aceite, queso y aceitunas para desayunar, una raída cartera con el carnet de identidad y fotos de los ancianos padres de Mahmoud, y una abollada caja de hojalata con algún dinero y un cortaplumas, estaba preparado para partir. Hacía falta una hora para despejar el sitio donde los Land Rover pasarían el día ocultos.
—Salude de mi parte a Saddam —dijo el capitán.
—Buena cacería, jefe —añadió el copiloto.
—Por lo menos tendrá un huevo fresco para desayunar —terció otro, y sus compañeros rieron quedamente.
Los hombres del SAS nunca se deseaban unos a otros «buena suerte»… jamás. Mike Martin se despidió de ellos agitando la mano e inició su peregrinaje por el desierto en dirección a la carretera. Minutos más tarde, los Landrover habían desaparecido y el uadi volvía a estar vacío.
El jefe de estación en Viena tenía en sus registros a un sayan que era un alto ejecutivo de uno de los principales bancos de compensación del país. Le había encargado un informe lo más completo posible sobre el Winkler Bank, diciéndole tan solo que ciertas empresas israelíes habían iniciado relaciones comerciales con el Winkler y deseaban asegurarse de su solidez, antecedentes y prácticas bancarias. Últimamente, añadieron pesarosos quienes le encargaron el trabajo, había demasiado fraude.
El sayan aceptó los motivos que le dieron e hizo cuanto pudo, que no fue poco, habida cuenta de que su primer descubrimiento fue que el Winkler operaba con un secreto casi obsesivo.
El banco había sido fundado casi un siglo atrás por el padre del actual único propietario y presidente. El Winkler de 1990, hijo del fundador, tenía noventa y un años y era conocido en los círculos bancarios vieneses como der Alte, el Viejo. A pesar de su edad, se negaba a abandonar la presidencia o el control exclusivo de la mayor parte del paquete accionario. Era viudo y sin hijos, por lo que no había un sucesor familiar natural y habría que aguardar al día en que se leyera su testamento para saber quién le sucedería.
No obstante, la dirección cotidiana del banco dependía de tres vicepresidentes, Kessler, Gemütlich y Blei. No era un banco de compensación, desde luego, carecía de cuentacorrentistas y no entregaba talonarios de cheques. Su negocio consistía en ser depositario de los fondos de sus clientes, que podían ser empleados en inversiones sólidas y seguras, principalmente en el mercado europeo.
Lo de menos era que los intereses producidos por tales inversiones figuraran en la lista de los «diez primeros». Los clientes de Winkler no buscaban un rápido crecimiento ni unos intereses que subieran como la espuma. Lo que querían era seguridad y un anonimato total. Eso era algo que el Winkler garantizaba y cumplía.
Los criterios en los que hacía tanto hincapié Winkler eran una discreción absoluta con respecto a la identidad de los propietarios de sus cuentas numeradas, a lo que debía sumarse la garantía de que el banco no caería en lo que el Viejo denominaba «tonterías de moda».
La repugnancia que le causaban las modernas artimañas tecnológicas era el motivo de que en su entidad estuvieran prohibidos los ordenadores para almacenar información delicada o controlar las cuentas, los faxes y, hasta donde era posible, los teléfonos. El Winkler Bank aceptaba instrucciones e información por teléfono, pero nunca los divulgaba por el mismo medio. Siempre que las circunstancias lo permitían el banco prefería las entrevistas personales o el anticuado método de la correspondencia, para lo que utilizaba un caro papel de hilo de color crema.
En el área de Viena el mensajero del banco entregaba todas las cartas y estados de cuentas en sobres cerrados con un sello de lacre, y solo se confiaba en el correo público para las cartas dirigidas al resto del país y al extranjero.
En cuanto a las cuentas numeradas propiedad de clientes extranjeros, sobre las que habían pedido al sayan que informara, nadie conocía su número con exactitud, pero se rumoreaba que había depósitos de centenares de millones de dólares. Si era así, y dado que un porcentaje de esos clientes secretos moriría sin revelar a nadie el modo de acceder a la cuenta, el Winkler Bank tenía unos muy jugosos beneficios.
Cuando Gidi Barzilai leyó el informe, soltó un largo y sonoro juramento. Winkler el Viejo podía desdeñar las técnicas más recientes de interceptación telefónica y manipulación informática, pero su instinto acertaba de pleno.
Durante los años en que Irak se dedicó a adquirir la tecnología para la fabricación del gas venenoso, todas las compras efectuadas a Alemania habían sido pagadas a través de uno de los tres bancos suizos. El Mossad sabía que la CIA había conectado subrepticiamente con las redes informáticas de los tres bancos a fin de investigar los orígenes de ciertas cantidades de dinero procedente del narcotráfico, y esta información fidedigna había permitido a Washington efectuar su interminable sucesión de protestas ante el gobierno alemán acerca de las exportaciones. No podía achacarse a la CIA la culpa de que el canciller Kohl hubiera rechazado despectivamente cada una de las protestas, pues la información era del todo exacta.
Si Gidi Barzilai creía estar en condiciones de acceder al ordenador central del Winkler Bank, se equivocaba, pues tal ordenador no existía. Las alternativas se reducían, pues, a colocar micrófonos ocultos en las habitaciones, interceptar el correo y pinchar las líneas telefónicas, pero lo más probable sería que ninguno de esos métodos resolviera su problema.
Muchas cuentas bancarias requieren una losungwort, una consigna para operar con ellas a fin de efectuar reintegros y transferencias. Pero generalmente los propietarios de cuentas pueden usar esa palabra para identificarse por teléfono o fax, y no digamos en una carta. Tal como parecía operar el Winkler, una cuenta numerada de alto valor propiedad de un cliente extranjero, como lo era la de Jericó, tendría un sistema de operación mucho más complicado. O bien el propietario de la cuenta debía presentarse personalmente con toda la identificación necesaria, o bien era preciso un mandato por escrito redactado de una manera especial, con palabras y símbolos en clave colocados en lugares determinados de antemano.
Era evidente que el Winkler Bank aceptaría un ingreso de cualquiera, en todo momento y efectuado desde cualquier lugar. El Mossad lo sabía porque habían pagado a Jericó su dinero fruto de la traición por medio de transferencias a una cuenta identificada para ellos por un solo número. Persuadir al banco de que hiciera una transferencia sería un asunto totalmente distinto.
De alguna manera, desde la sala donde, enfundado en un batín, pasaba la mayor parte del tiempo escuchando música religiosa, Winkler el Viejo parecía haber adivinado que la tecnología para la interceptación ilegal de información había superado a las técnicas normales de información de transferencia. Maldito vejestorio…
La única otra cosa que el sayan podía garantizar era que unas cuentas numeradas de alto valor serían manejadas personalmente por uno de los tres vicepresidentes y nadie más. El Viejo había elegido bien a sus subordinados. Los tres tenían fama de carecer de humor, eran duros y estaban bien pagados; en una palabra, eran inexpugnables. El sayan había añadido que Israel no tenía que preocuparse por el Winkler Bank. Naturalmente, había malentendido los motivos de sus superiores. Para cuando llegó la primera semana de noviembre, Gidi Barzilai ya estaba demasiado harto de aquel banco.
Una hora antes de que amaneciera pasó un autobús que aún no llevaba ningún pasajero y redujo la velocidad hasta detenerse al lado del hombre que había estado sentado sobre una roca junto a la carretera, a cinco kilómetros de Ar Rutba, y que, cuando vio aproximarse el vehículo, se levantó y agitó una mano. Pagó con dos sucios y arrugados billetes de un dinar, se sentó al fondo, acomodó el cesto con las gallinas en su regazo, y se quedó dormido.
En el centro de la ciudad había un control policial, ante el que el autobús frenó con un considerable chirrido de su vieja suspensión, y varios de los pasajeros bajaron para ir al trabajo o al mercado, mientras otros seguían adelante. Pero si bien los policías comprobaban los documentos de identidad de los que proseguían el trayecto, se limitaron a echar un vistazo a través de las polvorientas ventanas a los pocos que habían permanecido a bordo e hicieron caso omiso del campesino con el cesto de gallinas sentado al fondo. Estaban buscando subversivos, personas sospechosas.
Al cabo de otra hora, el autobús avanzaba con estrépito hacia el este, balanceándose y traqueteando, apartándose en ocasiones hacia la cuneta cuando pasaba a toda velocidad una columna de vehículos militares, con sus reclutas mal afeitados y malhumorados sentados en la parte trasera, contemplando las arremolinadas nubes de polvo que levantaban.
Mike Martin tenía los ojos cerrados y escuchaba la cháchara de alrededor, fijándose en una palabra desacostumbrada o un matiz de acento que pudiera haber olvidado. El árabe que se hablaba en aquella parte de Irak era muy distinto del de Kuwait. Si en Bagdad quería pasar por un fellagha analfabeto e inocuo, aquellos acentos y giros provincianos se revelarían sumamente útiles. Pocas cosas desarman más a un policía municipal que un acento rústico.
Las gallinas habían tenido un viaje duro dentro de su cesto de mimbre, aun cuando Martin les había dado granos de maíz que llevaba en el bolsillo y compartido con ellas el agua de su cantimplora, en aquel Land Rover que ahora se tostaba al sol del desierto bajo una red de camuflaje. A cada bamboleo del autobús las aves expresaban su protesta cloqueando, o bien defecaban sobre la sucia paja que cubría el fondo del cesto.
Habría sido necesaria una excepcional capacidad de observación para ver que por fuera la base de la cesta tenía diez centímetros más que en el interior. El mullido colchón de paja sobre el que se acomodaban las gallinas solo tenía dos centímetros y medio de grosor, y servía para disimular la diferencia. La cesta, cuadrada y de medio metro de lado, ocultaba en su base varios artículos que a los policías de Ar Rutba les habrían parecido enigmáticos e interesantes.
Uno de ellos era una antena circular articulada para captar emisiones por satélite, convertida en una vara gruesa como si se tratara de un paraguas plegable. Otro era un transmisor-receptor, pero más potente que el que Martin había utilizado en Kuwait, ya que en Bagdad no tendría ocasión de transmitir mientras erraba por el desierto. Las transmisiones prolongadas estaban descartadas, lo cual explicaba, aparte de la batería recargable de cadmio y plata, el último artículo que contenía la cavidad: un magnetófono de características especiales.
Los adelantos tecnológicos tienden a ser, al principio, voluminosos, pesados y difíciles de manejar. Cuando los desarrollan, suceden dos cosas: las «entrañas» se vuelven cada vez más complicadas y, al mismo tiempo, más y más pequeñas, mientras que su manejo resulta más sencillo.
Los aparatos de radio llevados a Francia por los agentes del servicio de operaciones especiales británicos durante la Segunda Guerra Mundial eran, según el criterio moderno, una pesadilla. Ocupaban una maleta de gran tamaño, necesitaban una antena unida con cable de varios metros a una tubería de desagüe, tenían incómodas válvulas del tamaño de bombillas y solo podían transmitir mensajes en Morse. Esto obligaba al operador a pulsar la tecla durante un tiempo interminable, lo que hacía que las unidades de detección alemanas pudieran triangular la posición de la fuente emisora e ir por ella.
El magnetófono de Martin era de manejo simple pero contenía algunos elementos útiles. Un mensaje de diez minutos podía ser leído lenta y claramente ante el micrófono. Antes de que fuese grabado en la bobina, un chip de silicio lo habría codificado, transformándolo en una confusión que, aunque fuese interceptada, resultaría prácticamente imposible de decodificar.
Al apretar un botón la cinta se rebobinaría. Otro botón haría que volviese a grabar, pero en una fracción del tiempo inicial, reduciendo el mensaje a una «transmisión condensada» de tres segundos cuyo seguimiento sería imposible.
Era esa transmisión condensada lo que enviaría el transmisor cuando estuviera en conexión con la antena de satélite, la batería y el magnetófono. Cuando captasen el mensaje en Riad, lo pasarían lentamente, lo descifrarían y luego volverían a pasarlo como un mensaje normal.
El autobús, llegó a Ramadi, Martin se apeó y abordó otro que seguía más allá del lago Habbaniyah y la antigua base de la Real Fuerza Aérea, ahora convertida en una moderna base de cazas iraquíes. Este segundo autobús se detuvo en las afueras de Bagdad, donde los policías examinaron los carnets de identidad de todos los pasajeros.
Martin permaneció humildemente en la cola, aferrando el cesto con sus gallinas, mientras los pasajeros se acercaban a la mesa ante la que estaba sentado un sargento de policía. Cuando le tocó el turno, dejó el cesto de mimbre en el suelo y mostró su documento de identidad. El sargento le echó un vistazo. Hacía calor y estaba sediento. La jornada había sido larga. Señaló con un dedo el lugar de origen del hombre al que estaba identificando.
—¿Dónde está esto?
—Es un pueblecito al norte de Baji, afamado por sus melones, bey.
El sargento hizo una mueca. Bey era una forma respetuosa de trato que se remontaba al Imperio turco y solo se oía rara vez, utilizada por personas procedentes de regiones remotas. Hizo un gesto con la mano para que se marchara. Martin recogió sus gallinas y regresó al autobús.
Poco antes de las siete el autobús llegó a la parada final y el comandante Martin bajó en la principal estación de autobuses de Kadhimiya, Bagdad.