9

El control militar con que tropezó estaba situado en la esquina de la calle Mohammed ibn Kassem y el cuarto cinturón. Cuando los vio a lo lejos, Mike Martin se sintió tentado de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Pero los soldados iraquíes estaban apostados a cada lado de la calzada en las proximidades del control, al parecer solo con esa finalidad, y habría sido una locura tratar de rehuir el fuego de sus fusiles a la velocidad lenta necesaria para volver sobre sus pasos. No tenía otra alternativa que seguir adelante y unirse a la cola de vehículos que esperaban para pasar el control.

Como era a media mañana, también había esperado perderse en la confusión del tráfico o encontrar a los iraquíes resguardados del calor dentro de sus chamizos. Pero a mediados de octubre el tiempo había refrescado y los Boinas Verdes de las Fuerzas Especiales se revelaban mucho más competentes que los inútiles miembros del Ejército Popular. Así pues, Martin permaneció al volante de la furgoneta Volvo blanca y aguardó.

Todavía era noche cerrada cuando condujo el todoterreno hacia el sur, al interior del desierto, y desenterró los restantes explosivos, armas y municiones que le había prometido a Abu Fouad. Antes de que amaneciera había pasado todo el equipo del jeep a la furgoneta en el garaje bajo llave situado en una discreta calle de Firdous.

Entre la transferencia de un vehículo a otro y el momento en que juzgó que el sol estaría lo bastante alto para que los iraquíes buscaran refugio a la sombra, incluso logró echar una siesta de un par de horas al volante de la furgoneta, dentro del garaje. Entonces sacó la furgoneta y guardó el todoterreno, pues sabía que semejante vehículo en la calle pronto sería confiscado. Finalmente se mudó de ropa, cambiando las sucias vestiduras propias de un beduino del desierto por la limpia túnica blanca de un médico kuwaití.

Los coches que estaban delante del suyo avanzaban centímetro a centímetro hacia el grupo de infantería iraquí que rodeaba unos barriles rellenos de hormigón. En algunos casos los soldados se limitaban a echar un vistazo a los documentos de identidad del conductor y le hacían una seña de que siguiera adelante. En otros, apartaban los coches a un lado para registrarlos. Normalmente, los vehículos que llevaban carga recibían la orden de desviarse al bordillo.

Martin se sentía incómodo. Detrás de él, en el suelo de la zona de carga, había dos grandes baúles de madera que contenían el «género suficiente para asegurar su detención inmediata y su entrega a los tiernos cuidados de la AMAM.

Finalmente el último coche que iba delante se alejó y él avanzó hasta los barriles. El sargento al mando del control no se molestó en pedirle la documentación. Al ver las grandes cajas en la parte trasera del Volvo, el militar se apresuró a hacerle una seña de que se pusiera a un lado de la carretera y gritó una orden a sus colegas que allí aguardaban.

Un uniforme verde oliva apareció junto a la ventanilla, cuyo cristal Martin ya había bajado. El uniforme se agachó y un rostro con barba de varios días quedó enmarcado por la ventanilla.

—Salga —dijo el soldado.

Martin bajó y se enderezó. Sonreía cortésmente. Un sargento de rostro duro, con marcas de viruela, se aproximó a él. El soldado rodeó el vehículo y miró las cajas.

—Documentos —dijo el sargento.

Examinó el carnet de identidad que Martin le tendía, y su mirada pasó del rostro borroso bajo la superficie de plástico al del hombre que tenía delante. Si veía alguna diferencia entre el oficial británico ante el que estaba y el empleado de la Al Khalifa Trading Company cuya foto había sido usada para el carnet, no lo evidenció en absoluto.

El documento de identidad había sido fechado y emitido un año antes, y en un año a un hombre podía crecerle una corta barba negra.

—¿Es usted médico?

—Sí, mi sargento. Trabajo en el hospital.

—¿Dónde?

—En la carretera de Jahra.

—¿Adónde se dirige?

—Al hospital Amiri, en Dasman.

El sargento no era, evidentemente, un hombre muy educado, y desde su punto de vista un médico era un hombre de considerable cultura y posición social. Soltó un gruñido y se dirigió a la parte trasera del vehículo.

—Abra —le ordenó.

Martin abrió la portezuela trasera, que quedó alzada por encima de sus cabezas. El sargento contempló las dos cajas.

—¿Qué lleva ahí?

—Son muestras, mi sargento. Las necesitan en el laboratorio de investigación del Amiri.

—Ábralas.

Martin se sacó un manojo de llaves del bolsillo de su túnica. Los baúles eran del tipo de los que se usan en las travesías marítimas y los había adquirido en una tienda de equipajes; cada uno tenía dos cerrojos metálicos.

—¿Sabía usted que estos baúles están refrigerados? —dijo Martin en tono familiar, mientras manoseaba las llaves.

—¿Refrigerados? —La palabra confundía al suboficial.

—Sí, mi sargento. Los interiores están fríos, a fin de mantener los cultivos a unas temperaturas constantemente bajas. Eso garantiza que permanezcan inertes. Me temo que si los abro, el aire frío se escapará y se volverán muy activos. Será mejor que retroceda.

Al oír la palabra «retroceda», el sargento frunció el entrecejo y empuñó la carabina que llevaba colgada al hombro. Apuntó a Martin, sospechando que las cajas debían de contener alguna clase de arma.

—¿Qué quiere decir? —gruñó.

Martin se encogió de hombros, con un gesto de disculpa.

—Lo siento, pero no puedo impedirlo. Los gérmenes escaparán al aire que nos rodea.

—¿Gérmenes? ¿Qué gérmenes? —El sargento estaba confuso y airado, tanto por su propia ignorancia como por los modales del doctor.

—¿No le he dicho dónde trabajo? —inquirió Martin suavemente.

—Sí, en el hospital.

—Así es. El hospital de aislamiento. Estas cajas están llenas de muestras de viruela y cólera para analizarlas.

Esta vez el sargento retrocedió un buen medio metro. Los hoyos de su cara no eran ningún accidente. De niño había estado a punto de morir a causa de la viruela.

—Llévese eso de aquí, maldita sea.

Martin volvió a disculparse, cerró la portezuela trasera, se puso al volante y se alejó. Una hora después le orientaron sobre el almacén de pescado en el puerto de Shuwaikh y entregó su carga a Abu Fouad.

De: Grupo de Inteligencia y Análisis Político, Departamento de Estado, Washington, D. C.

Para: James Baker, secretario de Estado.

Fecha: 16 de octubre, 1990.

Clasificación: Estrictamente confidencial.

En las diez semanas transcurridas desde la invasión del emirato de Kuwait por Irak, tanto nosotros como nuestros aliados británicos hemos llevado a cabo una investigación rigurosa del tamaño preciso, la naturaleza y el estado de los preparativos de la maquinaria bélica actualmente a disposición del presidente Saddam Hussein.

Sin duda los críticos dirán, con el habitual beneficio que proporciona la visión retroactiva, que ese análisis debería haberse realizado antes de esta fecha. Sea como fuere, ahora tenemos ante nosotros los hallazgos de los diversos análisis, y presentan una situación general muy inquietante.

Solo las fuerzas convencionales de Irak, con su ejército permanente de 1.250.000 hombres, sus cañones, tanques, baterías de cohetes y moderna aviación, se combinan para hacer que en estos momentos Irak posea, con mucho, la fuerza militar más poderosa de Oriente Medio.

Hace dos años se calculaba que si el efecto de la guerra con Irán hubiera sido el de reducir la maquinaria bélica iraní hasta el punto de que ya no pudiera constituir una amenaza realista para sus vecinos, los daños infligidos por Irán a la maquinaria bélica iraquí sería de similar importancia.

Ahora resulta evidente que, en el caso de Irán, el severo embargo a sus compras creado deliberadamente por nosotros y los estadounidenses ha hecho que su situación siga siendo en gran parte la misma. Sin embargo, en el caso de Irak, en los dos años transcurridos se ha llevado a cabo un programa de rearme de un vigor apabullante.

Recordará usted, señor secretario, que la política occidental en la zona del Golfo, e incluso en todo Oriente Medio, se ha basado desde hace mucho tiempo en el concepto del equilibrio, la noción de que la estabilidad y, por ende, el statu quo, únicamente pueden mantenerse si a ninguna nación de la zona se le permite adquirir un poder tal que amenace con someter a todos sus vecinos y establezca así su dominio.

Solo en el frente bélico convencional está ahora claro que Irak ha adquirido semejante poder y que se propone llegar a imponer su dominio.

Pero este informe concierne más a otro aspecto de los preparativos iraquíes: el establecimiento de una imponente cantidad de armas de destrucción masiva, junto con planes continuados de acumular todavía más, y sus apropiados sistemas de entrega internacionales y, posiblemente, intercontinentales.

En resumen, a menos que se proceda a la destrucción absoluta de esas armas, las que están todavía en desarrollo y sus sistemas de entrega, el futuro inmediato presenta una perspectiva catastrófica.

Según los estudios presentados al comité Medusa y con los que los británicos están totalmente de acuerdo, dentro de tres años Irak poseerá su propia bomba atómica y la capacidad de lanzarla a cualquier lugar dentro de un radio de dos mil kilómetros de Bagdad.

A esta perspectiva debe añadirse los miles de toneladas de gas venenoso y el potencial bélico bacteriológico que supone la utilización de ántrax, tularemia y, posiblemente, peste bubónica y neumonía.

Si Irak estuviera gobernado por un régimen benigno y razonable, la perspectiva seguiría siendo amedrentadora, pero la realidad es que Irak se encuentra bajo el poder absoluto del presidente Saddam Hussein, quien está claramente atenazado por dos condiciones psiquiátricas identificables: megalomanía y paranoia.

A menos que se emprenda una acción preventiva, dentro de tres años Irak será capaz de dominar, solo mediante la amenaza, todo el territorio que va desde la costa norte de Turquía hasta el golfo de Adén, desde el mar frente a Haifa hasta las montañas de Kandahar.

El efecto de estas revelaciones debe ser el de cambiar de manera radical la política de Occidente. La destrucción de la maquinaria de guerra iraquí y, en particular, de las armas de destrucción masiva, debe constituir una prioridad absoluta de la política occidental. La liberación de Kuwait se ha convertido en irrelevante y sirve tan solo como justificación.

Ahora el objetivo deseado solo se puede frustrar mediante una retirada unilateral de Kuwait por parte de Irak, y es preciso hacer todos los esfuerzos para evitar que suceda tal cosa.

En consecuencia, la política de Estados Unidos, conjuntamente con nuestros aliados británicos, debe dedicarse a cuatro objetivos:

a) En la medida en que sea posible, presentar secretamente provocaciones y argumentos a Saddam Hussein destinados a asegurar que se niegue a retirarse de Kuwait.

b) Rechazar cualquier compromiso que pueda ofrecer como un trueque para abandonar Kuwait, eliminando así la justificación de nuestra planeada invasión y la destrucción de su maquinaria bélica.

c) Instar a las Naciones Unidas para que aprueben sin más dilación la resolución 678 del Consejo de Seguridad, autorizando a las fuerzas aliadas a iniciar la guerra aérea en cuanto estén preparadas.

d) Aparentar que es bien recibido, pero frustrar de hecho cualquier plan de paz que pudiera permitir a Irak salir indemne de su actual dilema. En este aspecto, es evidente que el secretario general de las Naciones Unidas, París y Moscú son los principales peligros, pues es probable que propongan de un momento a otro algún plan ingenuo que podría impedir lo que debe hacerse. Por supuesto, el público seguirá convencido de lo contrario.

Sometido respetuosamente por el PIAG.

—En este asunto, Itzhak, tenemos que estar de acuerdo con ellos.

El primer ministro de Israel parecía, como siempre, empequeñecido por el gran sillón giratorio y la mesa ante la que se sentaba, cuando su viceministro de Asuntos Exteriores se enfrentaba a él en el despacho particular fortificado del dirigente, en los sótanos del Knesset de Jerusalén. Los dos paracaidistas armados con sendas Uzi que montaban guardia al otro lado de la pesada puerta de madera forrada de acero no podían oír nada de lo que se decía dentro.

Itzhak Shamir estaba furibundo; sus cortas piernas se balanceaban por encima de la alfombra, aunque disponía de un apoyo especial para los pies si lo necesitaba. Su cara llena de surcos y de expresión pugnaz bajo el cabello gris canoso, incrementaba su aspecto de gnomo del norte.

El viceministro de Asuntos Exteriores se diferenciaba de él en todo. Era alto, mientras que el dirigente nacional era de baja estatura; elegante, al contrario que el desaliñado Shamir; comedido, cuando el primer ministro era colérico. No obstante, se llevaban extremadamente bien, entre otras cosas porque compartían la misma visión inflexible de su país y de los palestinos, de manera que el primer ministro, nacido en Rusia, no había vacilado ni un segundo al elegir y promover al diplomático cosmopolita.

Benyamin Netanyahu había presentado bien su caso. Israel necesitaba a Estados Unidos; necesitaba su buena voluntad, que en otro tiempo había estado garantizada por el poder del lobby judío, pero que ahora estaba asediada por el Capitolio y los medios de comunicación, sus donaciones, su armamento, su veto en el Consejo de Seguridad. Todo eso era demasiado para arriesgarlo por un supuesto agente iraquí dirigido por Kobi Dror allí, en Tel Aviv.

—Dejemos que se queden con ese Jericó, quienquiera que sea —le instó Netanyahu—. Si les ayuda a destruir a Saddam Hussein, tanto mejor para nosotros.

El primer ministro soltó un gruñido, asintió y pulsó el intercomunicador.

—Localice al general Dror y dígale que necesito verle en mi despacho —pidió a su secretaria particular—. No, no cuando esté libre. Ahora mismo.

Cuatro horas después Kobi Dror abandonaba el despacho de su primer ministro. Estaba furioso. En realidad, se dijo a sí mismo cuando su coche salía de Jerusalén y tomaba la ancha autopista de Tel Aviv, no recordaba cuándo había estado tan enfadado.

Que tu propio primer ministro te diga que te has equivocado ya es bastante malo. Pero podía haberse ahorrado el resto; no había necesidad de que lo llamara «estúpido gilipollas».

Normalmente le complacía mirar los pinares donde, durante el asedio de Jerusalén, cuando la actual autopista no era más que una pista llena de baches, su padre y otros habían luchado hasta abrir una brecha en las líneas palestinas y conquistar la ciudad. Pero aquel día no estaba de humor para solazarse en esa contemplación.

Una vez en su despacho, llamó a Sami Gershon y le dio la noticia.

—¿Cómo diablos lo saben los yanquis? —gritó—. ¿Quién ha dado el soplo?

—Nadie de la oficina —afirmó rotundamente Gershon—. ¿Qué me dices de ese profesor? Veo que acaba de regresar de Londres.

—Maldito traidor —dijo gruñendo Dror—. Acabaré con él.

—Probablemente los británicos le emborracharon —sugirió Gershon—, y cuando estaba colocado fanfarroneó. Déjalo estar, Kobi. El daño ya está hecho. ¿Qué debemos hacer?

—Decírselo todo acerca de Jericó —respondió bruscamente Dror—. Yo no voy a hacerlo. Envía a Sharon, que lo haga él. El encuentro será en Londres, donde tuvo lugar la filtración.

Gershon permaneció un rato pensativo y sonrió.

—¿Qué encuentras tan divertido? —le preguntó Dror.

—Pues que ya no podemos entrar en contacto con Jericó. Que lo intenten ellos. Todavía no sabemos dónde está ese cabrón. A ver si ellos lo averiguan. Con un poco de suerte, no conseguirán nada.

Dror reflexionó y finalmente sus labios esbozaron una sonrisa taimada.

—Envía a Sharon esta misma noche —le dijo—. Luego pondremos en marcha otro proyecto, en el que vengo pensando desde hace algún tiempo. Lo llamaremos operación Josué.

—¿Por qué? —preguntó Gershon, perplejo.

—¿No recuerdas exactamente lo que Josué hizo a Jericó?

La reunión de Londres fue considerada lo bastante importante para que Bill Stewart, el subdirector de Operaciones de Langley, cruzara personalmente el Atlántico, acompañado por Chip Barber, de la división de Oriente Medio. Se alojaron en uno de los pisos francos de la Agencia, un apartamento no lejos de la embajada, en Grosvenor Square, y cenaron con un subdirector del SIS y Steve Laing. La presencia del subdirector era protocolaria, dado el rango de Stewart. En el interrogatorio de David Sharon sería sustituido por Simon Paxman, encargado de Irak, cuando este regresase de su misión especial.

David Sharon voló desde Tel Aviv bajo otro nombre y en Palace Areen fue recibido por un katsa de la embajada israelí. El servicio de contraespionaje del MI-5, al que no le gusta que los agentes extranjeros, ni siquiera los amistosos, hagan jugarretas en el puerto de entrada, había sido alertado por el SIS y localizó al katsa de la embajada que aguardaba. En cuanto saludó al recién llegado «señor Eliyahu», procedente de Tel Aviv, el grupo del MI-5 se puso en acción, dieron una calurosa bienvenida a Londres al señor Sharon y le ofrecieron todas las facilidades para que su estancia fuese agradable.

Los dos airados israelíes fueron escoltados a su coche, les despidieron a la entrada de la terminal y luego les siguieron tranquilamente hasta el centro de Londres. Las tupidas columnas de la Brigada de Guardias no podrían haber hecho un trabajo mejor.

A la mañana siguiente comenzó el interrogatorio de David Sharon, que se prolongó durante toda la jornada y la mitad de la noche. El SIS seleccionó uno de sus propios pisos francos, un apartamento bien protegido y eficazmente «conectado» en South Kensington.

Era, y sigue siendo, un piso grande y espacioso, cuyo comedor hizo las veces de sala de conferencias. En uno de los dormitorios estaban las baterías de magnetófonos y dos técnicos que grababan todo cuanto se decía. Una esbelta y joven dama, traída desde Century House, se encargaba de la cocina y dirigía magistralmente un convoy de bandejas con tazas de café y bocadillos para los seis hombres agrupados alrededor de la mesa redonda.

Los dos hombres de aspecto robusto que estaban en el vestíbulo del edificio se pasaban el día fingiendo reparar el ascensor, que de hecho funcionaba perfectamente, pero lo que en realidad hacían era asegurarse de que solo los inquilinos conocidos pasaran de la planta baja.

Ante la mesa del comedor estaban sentados David Sharon y el katsa de la embajada londinense —de todos modos, se trataba de un agente «declarado»—, los dos hombres de Langley, Stewart y Barber, y los dos del SIS, Laing y Paxman.

A petición de los americanos, Sharon empezó su relato por el principio y lo contó todo tal como había sucedido.

—¿Un mercenario? —preguntó Stewart en un momento determinado—. ¿Un hombre que se ofrece sin que le llamen? ¿No me está usted engañando?

—Tengo instrucciones de serle absolutamente sincero. Así es como sucedió.

Los americanos no tenían nada contra un mercenario, pues en realidad era una ventaja. Todo agente reclutador sabe que el dinero es el motivo más simple y sencillo para traicionar al propio país. Con un mercenario uno sabe el terreno que pisa. No hay torturados arrepentimientos, angustia o asco hacia uno mismo, no hay un ego frágil que necesite ser masajeado y halagado ni plumas encrespadas que deban ser alisadas. En el mundo de los agentes secretos, un mercenario es como una puta. No son necesarias fatigosas cenas a la luz de las velas y dulces naderías. Un puñado de dólares sobre el tocador servirá a la perfección.

Sharon describió la búsqueda frenética de alguien que pudiera vivir en Bagdad bajo cobertura diplomática, durante una estancia prolongada, y la selección final —la «elección de Hobson»— de Alfonso Benz Moncada, su adiestramiento intensivo en Santiago y su nueva infiltración para «dirigir» a Jericó durante dos años.

—Espere un momento —dijo Stewart—. ¿Ese aficionado dirigió a Jericó durante dos años? ¿Hizo setenta recogidas de datos secretos y no le echaron el guante?

—Así es —dijo Sharon—. Se lo juro por mi vida.

—¿Qué le parece eso, Steve?

Laing se encogió de hombros.

—La suerte del principiante. No le habría gustado intentarlo en Berlín Este o Moscú.

—Cierto —dijo Stewart—. ¿Y nunca le siguieron cuando iba a recoger una entrega? ¿Nunca se vio comprometido?

—La verdad es que le siguieron algunas veces —dijo Sharon—, pero siempre de una manera esporádica y torpe. Cuando iba o venía de su casa al edificio de la Comisión Económica. Y una vez cuando iba a recoger una entrega, pero se dio cuenta y canceló la recogida.

—Hagamos una suposición —dijo Laing—. Imaginemos que un equipo de observadores le siguió realmente hasta el lugar de una recogida. Los chicos del contraespionaje de Rahmani vigilan el escondrijo y al final empapelan a Jericó. Este, sometido a persuasión, tiene que cooperar…

—Entonces el producto habría bajado de valor —dijo Sharon—. La verdad es que Jericó estaba haciendo mucho daño, y Rahmani no habría permitido que eso siguiera. Habríamos visto un juicio y ejecución públicos de Jericó, y Moncada, con suerte, habría sido expulsado del país.

»Parece ser que le seguían miembros de la AMAM, aunque se supone que los extranjeros corresponden a Rahmani. Sea como fuere, actuaron con la torpeza acostumbrada y Moncada les descubrió fácilmente, ¡Ya saben que la AMAM siempre intenta meterse en el terreno del contraespionaje…!

Los demás asintieron. La rivalidad entre departamentos no era nada nuevo. Era algo que sucedía incluso en sus propios países.

Cuando Sharon contó que Moncada fue retirado bruscamente de Irak, Bill Stewart soltó una imprecación.

—¿Quiere decir que ha quedado fuera de contacto…? ¿Me está diciendo que Jericó anda suelto sin nadie que lo controle?

—Esa es la cuestión —respondió Sharon, pacientemente, y se volvió hacia Chip Barber—. Cuando el general Dror dijo que no dirigía a ningún agente en Bagdad, hablaba en serio. El Mossad estaba convencido de que Jericó, como operación en marcha, estaba acabada.

Barber dirigió al joven katsa una mirada irónica. Le parecía demasiado increíble que semejante fuente de información se hubiera agotado de ese modo.

—Queremos establecer de nuevo el contacto —dijo Laing suavemente—. ¿Cómo lo hacemos?

Sharon les indicó las seis localizaciones de los buzones muertos. Durante sus dos años en activo, Moncada había cambiado un par de ellos; en un caso porque uno de los lugares fue derruido y el terreno nivelado para levantar una nueva construcción, y en otro porque la tienda abandonada fue restaurada y ocupada de nuevo. Pero los seis escondrijos en funcionamiento y los seis lugares donde debían colocarse las señales de tiza alertadoras estaban al día, y eran los mismos que Moncada había revelado durante su interrogatorio tras ser expulsado de Irak.

Anotaron minuciosamente la localización exacta de los escondrijos y las marcas de tiza.

—Tal vez —sugirió Barber— podríamos conseguir que un diplomático amigo le abordase en el curso de un acto oficial, le dijera que vuelve a estar activo y que hay mucho más dinero, y prescindir de esta tontería de los ladrillos y las losas.

—No —dijo Sharon—. O utiliza los escondrijos, o no podrá ponerse en contacto con él.

—¿Por qué? —preguntó Stewart.

—Esto le resultará difícil de creer, pero le juro que es cierto. Nunca hemos descubierto quién es.

Los cuatro agentes se quedaron mirando a Sharon durante varios minutos.

—¿No le han identificado? —inquirió Stewart lentamente.

—No. Lo hemos intentado, le hemos pedido que se identifique por su propia seguridad. Se negó, amenazándonos con retirarse si insistíamos. Efectuamos retratos psicológicos y analizamos su caligrafía. Hicimos un índice de referencia sistemática de la información que él podía facilitar y el material al que tenía acceso. Terminamos con una lista de treinta o cuarenta hombres, todos ellos del entorno de Saddam Hussein, pertenecientes al Consejo del Mando Revolucionario, el alto mando militar o los cargos superiores del partido Baas.

»Eso fue lo más cerca que estuvimos de él. Por dos veces deslizamos en nuestras peticiones un término técnico en inglés, y en ambas nos preguntó qué era. Parece ser que sólo sabe decir «no», o que su inglés es muy limitado. Pero también podía hacerlo para despistar. Es posible que lo hable con fluidez, pero si tuviéramos esa certeza las posibilidades de localizarle aumentarían considerablemente. Por eso siempre escribe a mano y en árabe.

Stewart mostró su convencimiento con un gruñido.

—Se parece al caso de Garganta Profunda.

Recordaron el confidente secreto del asunto Watergate, que filtró información confidencial al Washington Post.

—Pero sin duda Woodward y Bernstein identificaron a Garganta Profunda… —sugirió Paxman.

—Eso afirman ellos, pero lo dudo —dijo Stewart—. Supongo que el tipo se mantuvo bien oculto, como Jericó.

Hacía largo rato que había oscurecido cuando por fin los cuatro dejaron que el exhausto David Sharon regresara a su embajada. Si había algo más que pudiera haberles dicho, no conseguirían sonsacárselo; sin embargo, Steve Laing estaba seguro de que esta vez el Mossad no tenía nada que ocultar. Bill Stewart le había hablado del grado de presión que habían ejercido en Washington.

Los dos agentes secretos británicos y los dos estadounidenses, cansados de bocadillos y café, se trasladaron a un restaurante que estaba a kilómetro y medio de distancia. Allí Bill Stewart, a cuya úlcera no habían contribuido a mejorar aquellas doce horas a base de bocadillos y con una fuerte tensión nerviosa, jugueteó con un plato de salmón ahumado.

—Es una cabronada, Steve, una cabronada con todas las de la ley. Al igual que el Mossad, tendremos que encontrar un diplomático acreditado y ya adiestrado en el oficio que quiera trabajar para nosotros. Le pagaremos si es necesario. Langley está dispuesto a invertir mucho dinero en esto. La información de Jericó podría ahorrarnos muchas vidas cuando empiece la lucha.

—Entonces ¿quién nos queda? —dijo Barber—. La mitad de las embajadas de Bagdad ya están cerradas, y las restantes deben de encontrarse bajo vigilancia. ¿Los irlandeses, suizos, suecos, finlandeses…?

—Los neutrales no querrán intervenir —replicó Laing—, y dudo de que dispongan de un agente adiestrado en Bagdad. Olvídate de las embajadas del Tercer Mundo… eso significaría iniciar todo un programa de reclutamiento y adiestramiento.

—No tenemos tiempo, Steve. Esto es urgente. No podemos seguir el mismo camino que los israelíes. Tres semanas… es absurdo. Puede que entonces funcionara, pero ahora Bagdad está en pie de guerra, y las cosas han de ser mucho más difíciles allí. Si empezamos de cero, quiero como mínimo tres meses para adiestrar a un diplomático en el oficio.

Stewart hizo un gesto de asentimiento.

—Si eso no es posible, tiene que ser alguien con acceso legítimo. Hay hombres de negocios que todavía entran y salen, sobre todo alemanes. Podríamos conseguir un alemán convincente, o un japonés.

—El problema reside en que las estancias de esos caballeros son breves. Lo ideal sería alguien que pudiera servir como gallina clueca de Jericó durante los próximos… digamos cuatro meses. ¿Qué me dices de un periodista?

Paxman sacudió la cabeza.

—He hablado con todos los que han estado allí. Como son periodistas, se ven sometidos a una vigilancia absoluta. Husmear por los callejones apartados no es algo apropiado para un corresponsal extranjero… Constantemente tienen un guardián de la AMAM pisándoles los talones. Además, no olvides que si no disponemos de un diplomático acreditado estamos hablando de una operación negra. ¿Alguien desea recordar lo que le ocurre a un agente que cae en manos de Omar Khatib?

Los cuatro hombres sentados a la mesa habían oído hablar de la brutal reputación de Khatib, jefe de la AMAM, conocido por el sobrenombre de al-Mu’azib, el Atormentador.

—Habrá que correr riesgos —observó Barber.

—Me refería más bien a la aceptación —señaló Paxman—. ¿Qué hombre de negocios o periodista aceptaría, sabiendo lo que le aguarda si le capturan? Yo preferiría el KGB a la AMAM.

El frustrado Stewart dejó el tenedor a un lado y pidió otro vaso de leche.

—Bueno, esas son todas las posibilidades, a menos que lleguemos a encontrar un agente adiestrado que pueda pasar por un iraquí.

Paxman dirigió una mirada a Steve Laing quien, luego de reflexionar un momento, asintió lentamente.

—Tenemos un hombre que puede hacerlo —dijo Paxman.

—¿Un árabe domesticado? —inquirió Stewart—. El Mossad los tiene, y nosotros también, aunque no a ese nivel. Hombres que llevan mensajes, recaderos. Pero esta es una operación de alto riesgo y mucho valor.

—No, me refiero a un británico, un comandante del SAS.

Stewart hizo una pausa, su vaso de leche a medio camino de la boca. Barber soltó el tenedor y el cuchillo y dejó de masticar su bistec.

—Hablar árabe es una cosa, pero hacerse pasar por un iraquí dentro de Irak es un juego totalmente diferente —dijo Stewart.

—Tiene la piel oscura, el cabello negro, los ojos marrones, pero es británico de pura cepa. Nació y se crió allí. Puede pasar por uno de ellos.

—¿Y está completamente adiestrado para operaciones secretas? —inquirió Barber—. Mierda, ¿dónde diablos está?

—En estos momentos se encuentra en Kuwait —dijo Laing.

—Maldita sea. ¿Quiere decir que está ahí inmovilizado, escondido?

—No, la verdad es que parece moverse con entera libertad.

—Entonces, si puede salir, ¿qué diablos está haciendo?

—Se dedica a matar iraquíes.

Stewart reflexionó y asintió lentamente.

—Qué cojones —murmuró—. ¿Puede sacarle de allí? Quisiéramos que nos lo prestaran.

—Supongo que sí, la próxima vez que se ponga en contacto por radio. Pero lo dirigiremos nosotros, y compartiremos el producto.

Stewart asintió de nuevo.

—Claro, es natural. Ustedes nos han informado sobre Jericó. Trato hecho. Hablaré del asunto con el juez.

Paxman se levantó y se limpió la boca.

—Será mejor que haga una llamada a Riad —dijo.

Mike Martin era un hombre acostumbrado a crearse su propia suerte, pero aquel mes de octubre salvó la vida por chiripa.

Tenía que establecer contacto radiofónico con la casa del SIS designada en las afueras de Riad durante la noche del 19, la misma noche en que los cuatro directivos de los servicios de Inteligencia de la CIA y Century House estaban cenando en South Kensington.

De haberlo hecho, su mensaje habría estado en el aire, debido a las dos horas de diferencia, antes de que Simon Paxman regresara a Century House y alertara a Riad de que deseaban hablar con él.

Peor aún, habría estado en el aire durante cinco o diez minutos, tratando con Riad las maneras de asegurar un nuevo suministro de armas y explosivos.

En realidad, poco antes de medianoche se encontraba en el garaje en que guardaba el jeep cuando descubrió que el vehículo tenía un neumático pinchado. Tras soltar un juramento, pasó una hora con el jeep levantado sobre el gato, esforzándose en extraer las tuercas de la rueda, atascadas debido a una mezcla de grasa y arena. A la una menos cuarto salió del garaje, y apenas había recorrido un kilómetro cuando observó que también el neumático de recambio tenía un pequeño pinchazo por donde el aire escapaba lentamente.

No tenía más remedio que regresar al garaje y prescindir de comunicarse por radio con Riad.

Tardó dos días en reparar ambos neumáticos, y hasta la noche del 21 no se encontró en el desierto, muy al sur de la ciudad, donde ajustó la pequeña antena parabólica en dirección a la capital saudí, a varios centenares de kilómetros, utilizando el botón de «envío» para transmitir una serie de rápidas señales electrónicas indicadoras de que estaba llamando y a punto de salir «al aire».

—Dos, cero, dos grados magnéticos.

Su radio era un aparato básico con circuito de cuarzo de diez canales, cada uno de los cuales estaba asignado a cada día del mes en rotación. El día 21 usaba el canal uno. Tras haberse identificado, cambió a «recepción» y esperó. Al cabo de unos segundos, una voz baja replicó:

—Montaña Rocosa, Oso Negro, te recibo en el cinco.

Los códigos que identificaban a Riad y Martin se correspondían con la fecha y el canal, por si alguien hostil trataba de invadir la banda de ondas.

Martin pasó a «envío» y pronunció varias frases.

Al norte, en las afueras de Kuwait City, un joven técnico iraquí fue alertado por una luz pulsátil en la consola que controlaba. Estaba en un piso requisado en la última planta de un edificio residencial. Uno de sus detectores había captado la transmisión y la había seguido.

—Capitán —llamó urgentemente. Un oficial de la sección de señales de contraespionaje de Hassan Rahmani se acercó enseguida a la consola. La luz seguía pulsando, y el técnico movía un cuadrante para establecer la dirección—. Alguien acaba de salir al aire.

—¿Dónde?

—En el desierto, señor.

El técnico escuchó a través de sus auriculares mientras sus detectores de dirección establecían la fuente de la transmisión.

—Es una transmisión cifrada electrónicamente, señor.

—Entonces tiene que ser él. El jefe estaba en lo cierto. ¿Cuál es la orientación?

El oficial se dispuso a coger el teléfono para alertar a sus otras dos unidades de control, los camiones con remolque aparcados en Jahra y en el hospital Al Adan, cerca de la costa.

Dos, cero, dos grados eran 22 grados al oeste yendo en línea recta hacia el sur, y no había absolutamente nada en esa dirección, salvo el desierto kuwaití que se extendía hasta fusionarse con el desierto saudí en la frontera.

—¿Frecuencia? —gritó el oficial cuando el operador del camión de Jahra entró en la línea.

El rastreador se la dio: se trataba de un canal raro en la gama de frecuencia más baja.

—Teniente —dijo por encima del hombro—. Llame a la base aérea de Ahmadi. Dígales que envíen el helicóptero. Lo hemos localizado.

Lejos, en pleno desierto, Martin terminó su transmisión y pasó a «recepción» para obtener la respuesta de Riad. No fue la que había esperado. Él mismo solo había hablado durante quince segundos.

—Montaña Rocosa, Oso Negro, regresa a la cueva. Repito, regresa a la cueva. Extrema urgencia. Cambio y fuera.

El capitán iraquí facilitó la frecuencia a sus otras dos estaciones controladoras. En Jahra y en el terreno del hospital otros técnicos hicieron girar sus rastreadores de fuentes hasta la frecuencia indicada y, por encima de sus cabezas, las antenas parabólicas de un metro de diámetro giraron de un lado a otro. La que estaba en la costa cubría la zona que iba desde la frontera norte de Kuwait e Irak hasta el límite con Arabia Saudí. Los rastreadores de Jahra barrieron de este a oeste, desde el mar en el este al desierto iraquí en el oeste.

Entre los tres pudieron triangular una fuente emisora dentro de un radio de cien metros, y transmitieron la dirección y la distancia al helicóptero Hind y sus diez soldados armados.

—¿Todavía está ahí? —preguntó el capitán.

El técnico examinó la pantalla circular que tenía delante, calibrada alrededor de su borde con los puntos de la brújula. El centro del disco representaba el punto donde él se hallaba. Unos segundos antes una brillante línea cruzaba la pantalla, desde el centro a la gradación dos, cero, dos de la brújula. Ahora la pantalla estaba en blanco. Solo se iluminaría cuando el hombre que estaba allí volviera a transmitir.

—No, señor, ha desaparecido del aire. Probablemente está escuchando la respuesta.

—Volverá —dijo el capitán.

Pero se equivocaba. Oso Negro había fruncido el entrecejo al escuchar las repentinas instrucciones de Riad, había desconectado el aparato, cerrado el transmisor y plegado la antena.

Los iraquíes controlaron la frecuencia durante el resto de la noche hasta el amanecer, cuando el Hind en Al Ahmadi detuvo sus rotores y los soldados, rígidos y exhaustos, saltaron a tierra.

Simon Paxman estaba durmiendo en un sofá cama en su despacho, cuando sonó el teléfono. Era un experto en mensajes cifrados de la sección de Comunicaciones, que se hallaba en el sótano.

—Enseguida bajo —dijo Paxman.

Se trataba de un mensaje muy breve, enviado desde Riad, que acababa de ser descifrado. Se habían puesto en contacto con Martin y este había recibido sus órdenes. Desde su despacho, Paxman telefoneó a Chip Barber, quien se encontraba en su piso de la CIA frente a Grosvenor Square.

—Va camino de regreso —le dijo—. No sabemos cuándo cruzará la frontera. Steve quiere que vaya allá. ¿Viene usted conmigo?

—De acuerdo —dijo Barber—. Mi colega volverá a Langley en el vuelo de la mañana, pero yo iré con usted. Tengo que ver a ese hombre.

Durante el día 22 la embajada estadounidense y el Ministerio de Asuntos Exteriores británico se dirigieron a la embajada saudí a fin de que les proporcionara una acreditación urgente para un nuevo diplomático en Riad. No hubo problema alguno. Dos pasaportes, en ninguno de los cuales figuraban los nombres de Barber o Paxman, fueron visados sin tardanza, y los dos hombres tomaron el vuelo de las nueve menos cuarto de la noche que salía de Heathrow y llegaron al aeropuerto internacional Rey Abdulaziz, de Riad, poco antes del amanecer.

Un coche de la embajada estadounidense esperaba a Chip Barber y le llevó de inmediato a la misión de Estados Unidos, donde tenía su base el nutrido personal de la CIA, mientras que un turismo más pequeño y sin marcas de identificación llevaba a Paxman a la finca donde se había acuartelado el SIS británico. La primera noticia que tuvo Paxman fue que, al parecer, Martin aún no había cruzado la frontera.

Desde el punto de vista de Martin, la orden de Riad de que volviera a la base no era tan fácil de cumplir. Había regresado del desierto bastante antes del amanecer del día 22 y, al parecer, se había pasado la jornada reorganizando sus centros operativos.

Dejó un mensaje bajo la lápida del marinero Shepton en el cementerio cristiano, explicando al señor Al Khalifa que, lamentablemente, tenía que marcharse de Kuwait. Otra nota dirigida a Abu Fouad explicaba dónde y cómo recoger las restantes existencias de armas y explosivos que seguían almacenados en las dos casas que le quedaban de las seis que había tenido en su momento.

A primera hora de la tarde había terminado y se dirigió con su desvencijada camioneta a la granja de camellos más allá de Sulaibiya, donde terminaban los últimos suburbios de Kuwait City y empezaba al desierto.

Sus camellos seguían allí, y en buen estado. La cría estaba destetada e iba camino de convertirse en un animal valioso, por lo que Martin la usó para saldar su deuda con el propietario de la granja que había cuidado de ella.

Poco antes del anochecer, montó y se encaminó al sudoeste, de modo que cuando anocheció y le envolvió la fría oscuridad del desierto, Martin se hallaba lejos de las últimas señales de presencia humana.

Al contrario de la vez anterior, esta vez no tardó una hora sino cuatro en llegar al lugar donde había enterrado su radio, un emplazamiento señalado por la oxidada chatarra de un coche que mucho tiempo atrás se había averiado para ser abandonado allí.

Ocultó la radio en los cestos, debajo de una carga de dátiles. El peso era mucho más ligero para la camella de cuando acarreaba los explosivos y armas a Kuwait, seis semanas antes.

Si el animal estaba agradecido, no dio señal alguna de ello, y se limitó a gruñir y escupir con disgusto por haber sido desalojada de su cómodo corral en la granja. Pero avanzó sin reducir el ritmo de su marcha bamboleante a lo largo de muchos kilómetros a oscuras.

Sin embargo, era un viaje diferente al de mediados de agosto. A medida que se encaminaba hacia el sur, Martin veía signos crecientes del enorme ejército iraquí que ahora infestaba la zona al sur de la ciudad y que se extendía más y más al oeste hacia la frontera iraquí.

Normalmente podía ver el resplandor de las luces de los diversos pozos de petróleo que tachonaban el desierto en aquella región y, como sabía que probablemente estaban ocupados por los iraquíes, se internaba en las arenas para evitarlos.

En otras ocasiones olía el humo de sus fogatas justo a tiempo para rodear el campamento. Una vez estuvo a punto de tropezar con un batallón de tanques, ocultos tras parapetos de arena en forma de herradura, de cara a los estadounidenses y los saudíes, al otro lado de la frontera, hacia el sur. Oyó a tiempo el sonido metálico, tiró con fuerza de la brida a la derecha y se escabulló entre las dunas.

Cuando entró en el país, solo había dos divisiones de la Guardia Republicana al sur de Kuwait, y estaban más al este y el sur de Kuwait City. Ahora la división Hammurabi se había unido a las otras dos, y Saddam Hussein había ordenado que otras once divisiones, sobre todo del Ejército regular, se dirigieran al sur de Kuwait para equilibrar sus fuerzas con las de los estadounidenses y efectivos de la Coalición al otro lado.

Catorce divisiones suponen una gran cantidad de hombres, incluso desplegadas en un desierto. Para suerte de Martin, no parecían haber apostado centinelas y dormían profundamente debajo de sus vehículos, pero su mismo número le empujaba cada vez más hacia el sur.

No había manera de que pudiese efectuar el breve recorrido de cincuenta kilómetros desde el pueblo saudí de Hamatiyyat hasta la granja de camellos kuwaití. Lo estaban obligando a dirigirse hacia el oeste, en dirección a la frontera iraquí, señalada por la profunda hendidura del Wadi al Batin, que Martin no quería verse obligado a cruzar.

Al amanecer se encontraba bastante al oeste del campo petrolífero de Manageesh y todavía al norte del puesto policial de Al Mufrad, que señala la frontera en uno de los puntos de cruce de emergencia.

El terreno se había vuelto más accidentado, pero por fin encontró un agrupamiento de rocas entre las que podría pasar el día. Cuando el sol se alzaba, condujo allí a la camella (que husmeó la arena y las piedras con aversión pues no encontró ni un sólo arbusto espinoso para desayunar), se envolvió en la manta de piel de camello y se echó a dormir.

Poco después del mediodía le despertó el estrépito de los tanques que pasaban a muy poca distancia, y se dio cuenta de que estaba demasiado cerca de la carretera principal que parte de Jahra, en Kuwait, se dirige al sudoeste y penetra en Arabia Saudí por el puesto aduanero de Al Salmi. Después de la puesta del sol aguardó allí hasta poco antes de medianoche. Luego reanudó la marcha. Sabía que la frontera no podía encontrarse a más de doscientos metros al sur de donde él estaba.

Su salida tardía le permitió moverse entre las últimas patrullas iraquíes hacia las tres de la madrugada, esa hora en que la vitalidad humana está en su punto más bajo y los centinelas tienden a adormilarse.

A la luz de la luna vio el puesto policial de Qaimat Subah a un lado, y tres kilómetros más allá supo que había cruzado la frontera. A fin de mantenerse en el lado seguro, siguió avanzando hasta llegar a la carretera lateral que va de este a oeste entre Hamatiyyat y Ar Ruqi. Allí se detuvo y desplegó la antena del radiotransmisor.

Debido a que los iraquíes situados en el norte se habían atrincherado a lo largo de varios kilómetros en el lado kuwaití de la frontera, y a que, según el plan del general Schwarzkopf, las fuerzas de Escudo del Desierto también tendrían que mantenerse rezagadas para asegurarse de que, en caso de ser atacadas, supiesen que los iraquíes realmente habían invadido Arabia Saudí, Martin se encontraba ahora en una desierta tierra de nadie. Un día esa tierra solitaria se convertiría en un impetuoso torrente de fuerzas saudíes y estadounidenses avanzando hacia el norte en dirección a Kuwait. Pero en la oscuridad previa al amanecer del 24 de octubre, Martin la tenía toda para él solo.

Un joven miembro del equipo de Century House instalado en la casa despertó a Simon Paxman.

—Oso Negro está en el aire, Simon. Ha cruzado la frontera.

Paxman saltó de la cama y corrió en pijama a la sala de la radio. Un operador estaba en un sillón giratorio ante una consola que ocupaba toda una pared de lo que había sido un elegante dormitorio. Como era el día 24, los códigos se habían cambiado.

—Corpus Cristi a Texas Ranger, ¿dónde estás? Repito, indica tu posición, por favor.

La voz era tenue cuando surgió del altavoz de la consola, pero perfectamente clara.

—Al sur de Qaimat Subah, en la carretera de Hamatyyat a Ar Ruqi.

El operador dirigió una mirada a Paxman. El hombre del SIS pulsó el botón de envío y dijo:

—Quédate ahí, Ranger. Un taxi va a buscarte. ¿Has entendido?

—Comprendido —dijo la voz—. Esperaré al taxi negro.

No era realmente un taxi negro, sino un helicóptero estadounidense Blackhawk que dos horas después sobrevolaba la carretera. El copiloto explorador, sujeto con los cinturones de seguridad junto a la puerta abierta, examinaba con unos gemelos la pista polvorienta que pretendía ser una carretera. A sesenta metros distinguió al hombre que se hallaba al lado del camello, y estaba a punto de proseguir el vuelo cuando el hombre agitó los brazos.

El Blackhawk redujo la velocidad hasta cernerse y los tripulantes observaron al beduino con cautela. En opinión del piloto, estaban incómodamente cerca de la frontera. No obstante, la posición en el mapa que le había dado el oficial de Inteligencia de su escuadrón era exacta y allí no había nadie más a la vista.

Era Chip Barber quien había solicitado al Ejército estadounidense estacionado en el aeropuerto de Riad que prestaran un Blackhawk para recoger a un británico que iba a cruzar la frontera de Kuwait. El helicóptero tenía la suficiente autonomía de vuelo para llegar allí. Pero nadie le había hablado al piloto militar de un beduino con un camello.

Mientras los aviadores estadounidenses observaban desde sesenta metros de altura, el hombre en el suelo colocó una serie de piedras de una manera determinada. Cuando hubo terminado, retrocedió. El explorador centró sus gemelos en la disposición de las piedras. Eran unas letras y decían sencillamente: «Eh, hola».

El explorador dijo a través de su mascarilla:

—Debe de ser el tipo que buscamos. Vamos por él.

El piloto asintió, el Blackhawk trazó una curva y descendió hasta posarse a veinte metros del hombre y su animal.

Martin ya había librado a la camella de los cestos y la pesada silla, y estos descansaban a un lado de la carretera. El equipo de radio y su arma personal, la Browning automática de 9 mm y trece disparos preferida por los miembros del SAS, estaban en la bolsa que le colgaba del hombro.

Cuando el helicóptero descendió, la camella fue presa del pánico y huyó a medio galope. Martin la observó alejarse. Le había servido bien, a pesar de su mal carácter. Sola, en el desierto, no sufriría daño alguno. Vagaría libremente, encontraría por sí misma el forraje y el agua, hasta que algún beduino diera con ella y, al advertir que en su piel no había marca alguna de ganadería, se la apropiara.

Martin se agachó bajo las aspas giratorias del helicóptero y abrió la puerta. Por encima del rugido de los rotores, el copiloto explorador le gritó:

—Su nombre, señor.

—Comandante Martin.

Una mano salió por la abertura para ayudar a subir a Martin.

—Bienvenido a bordo, comandante.

En aquel momento el ruido del motor ahogó toda palabra, y el copiloto entregó a Martin un par de auriculares para protegerse los oídos del ruido. Emprendieron el vuelo rumbo a Riad.

Cuando se aproximaban a la ciudad, el piloto recibió instrucciones por radio de que se dirigiera a una finca en las afueras. Junto a la casa había un terreno baldío donde alguien había colocado tres hileras de cojines de color anaranjado brillante en forma de H. Mientras el Blackhawk se cernía a un metro del suelo, el hombre con atuendo árabe saltó a tierra, se volvió para dar las gracias a la tripulación y se encaminó a la casa. El helicóptero remontó el vuelo. Dos sirvientes empezaron a recoger los cojines.

Martin cruzó el arco abierto en la pared y se encontró en un patio enlosado. Dos hombres salían de la casa. Reconoció a uno de ellos: se habían visto muchas semanas atrás en el cuartel general londinense del SAS.

—Simon Paxman —dijo el hombre más joven al tiempo que le tendía la mano—. Me alegro muchísimo de que esté de vuelta. Ah, le presento a Chip Barber, uno de nuestros primos de Langley.

Barber le estrechó la mano y, mientras lo hacía, le examinó de arriba abajo: el británico vestía una sucia túnica que iba desde el mentón hasta el suelo, llevaba sobre el hombro una manta a rayas doblada y en la cabeza un keffiyeh a cuadros blancos y rojos con dos cordones negros para mantenerlo en su sitio. El rostro era enjuto, duro, las mejillas estaban cubiertas por una negra barba de varios días.

—Es un placer conocerle, comandante. He oído hablar mucho de usted. —Arrugó la nariz—. Supongo que le irá bien un baño caliente, ¿eh?

—Oh, sí, ahora mismo encargaré que se lo preparen —dijo Paxman.

Martin asintió, les dio las gracias y entró en la fresca casa. Paxman y Barber le siguieron. Este último estaba jubiloso, pensando: «Coño, creo que este cabrón hasta podría conseguirlo».

Fueron necesarios tres baños seguidos en la bañera de mármol de la casa que el príncipe Khaled bin Sultan había puesto a disposición de los británicos para que Martin pudiera quitarse de encima la mezcla de polvo y sudor que se había ido acumulando sobre su piel a lo largo de aquellas semanas. Se sentó con una toalla alrededor de la cintura mientras un barbero llamado para ese fin le cortaba el cabello apelmazado y luego le afeitaba con el equipo de aseo personal de Paxman.

El keffiyeh, la manta, la túnica y las sandalias habían sido llevados al jardín, donde un sirviente saudí los convirtió en una fogata satisfactoria. Dos horas después, vestido con unos pantalones de algodón ligero de Paxman y camisa de manga corta, Mike Martin se sentó ante la mesa del comedor y contempló el almuerzo de cinco platos.

—¿Les importaría decirme por qué me han hecho venir? —preguntó.

—Buena pregunta, comandante —respondió Chip Barber—. Sí, una estupenda pregunta, y merece una no menos estupenda respuesta, ¿verdad? El hecho es que nos gustaría enviarle a Bagdad, la próxima semana. ¿Ensalada o pescado?