8

El 1 de octubre, Mike Martin visitó la tumba del marino Shepton en el cementerio de Sulaibikhat, donde encontró la súplica de Ahmed al Khalifa.

No se sorprendió especialmente: si Abu Fouad había oído hablar de él, también habría oído hablar del movimiento de resistencia kuwaití que aumentaba y se extendía constantemente, y de su luz orientadora que permanecía oculta. Quizá era inevitable que acabaran encontrándose.

En el transcurso de seis semanas, la posición de las fuerzas de ocupación iraquíes había cambiado de manera espectacular. La invasión fue un paseo e iniciaron la ocupación con una confianza que les hizo descuidarse, convencidos de que su estancia en Kuwait sería tan cómoda como la conquista.

El saqueo había sido fácil y provechoso, la destrucción divertida y el uso de las mujeres placentero. Era un método de conquista que se remontaba a los tiempos de Babilonia.

Al fin y al cabo, Kuwait era una paloma cebada, a punto para desplumarla. Pero, transcurridos seis meses, la paloma había empezado a dar picotazos y arañar. Entre desaparecidos y víctimas halladas muertas, las bajas ascendían ya a un centenar de soldados y ocho oficiales. Las desapariciones no podían atribuirse sin más a deserciones. Por primera vez, las fuerzas de ocupación se sentían atemorizadas.

Los oficiales ya no viajaban en un solo vehículo, sino que insistían en que les escoltara un camión cargado de soldados. Era preciso vigilar día y noche los edificios del cuartel general, hasta el extremo de que los oficiales iraquíes habían empezado a disparar por encima de las cabezas de sus centinelas adormilados para despertarles.

De noche no se aventuraban por las calles, a menos que se tratase de importantes movimientos de tropas. Cuando oscurecía, los equipos encargados de los bloques de carreteras se acurrucaban en sus reductos. Y aun así las minas estallaban, los vehículos ardían o sus motores estropeados los inmovilizaban, alguien arrojaba granadas y los soldados degollados desaparecían en las alcantarillas o los contenedores de basura.

La resistencia, cada vez mayor, había obligado al alto mando a sustituir el Ejército Popular por las Fuerzas Especiales, buenas tropas de combate que deberían estar en el frente en el caso de que llegaran los americanos. Parafraseando a Churchill, los primeros días de octubre no fueron el principio del fin sino el fin del principio.

Martin no tenía manera de responder al mensaje de Al Khalifa cuando lo leyó en el cementerio, por lo que no depositó la respuesta hasta el día siguiente. En ella decía que aceptaba el encuentro, pero de acuerdo con sus propias condiciones. A fin de tener la ventaja de la oscuridad pero evitar el toque de queda que comenzaba a las diez de la noche, convocaba una reunión a las siete y media. Daba instrucciones precisas sobre el lugar donde Abu Fouad debía aparcar el coche y el bosquecillo en que se reunirían. El lugar indicado se encontraba en el distrito de Abrak Kheitan, cerca de la autopista principal que enlazaba la ciudad con el aeropuerto, ahora destrozado y fuera de servicio.

Martin sabía que se trataba de una zona de casas tradicionales, de piedra y con terrado. En uno de aquellos terrados él esperaría durante las dos horas anteriores a la cita, para asegurarse de que nadie seguía al oficial kuwaití o, en caso contrario, de que se trataba de sus propios guardaespaldas y no de los iraquíes. En un entorno hostil, el oficial del SAS seguía libre y activo porque evitaba minuciosamente todos los riesgos.

Ignoraba qué concepto tenía Abu Fouad de la seguridad, y no estaba dispuesto a dar por sentado que era brillante. Estableció el encuentro para la tarde del 7 de octubre y dejó su respuesta bajo la lápida de mármol. Ahmed al Khalifa la retiró el día 4.

Cuando el doctor John Hipwell se presentó de nuevo ante el comité Medusa, nadie le habría tomado, durante un encuentro informal, por un físico nuclear, y no digamos uno de esos científicos que se pasan los días laborables detrás de las ingentes medidas de seguridad del Establecimiento de Armas Atómicas de Aldermaston, diseñando cabezas nucleares del plutonio para ser instaladas cuanto antes en los misiles Trident.

Un observador superficial habría supuesto que se trataba de un campechano granjero de los condados próximos a Londres, más a sus anchas examinando con ojo diestro un corral de gordos corderos en el mercado local que supervisando el revestimiento con oro puro de una serie de letales discos de plutonio.

Aunque el tiempo aún era templado vestía, lo mismo que en agosto, su camisa a cuadros, corbata de lana y chaqueta de tweed. Sin esperar a que le dieran permiso para hacerlo, movió ágilmente sus grandes y rojizas manos para llenar y apisonar la cazoleta de su pipa de brezo, antes de iniciar su informe. Sir Paul Spruce arrugó la nariz con repugnancia e hizo un gesto para que subieran un poco el aire acondicionado.

—Bien, caballeros, la buena noticia es que nuestro amigo, el señor Saddam Hussein, no tiene una bomba atómica a su disposición —dijo Hipwell mientras desaparecía detrás de una nube de humo azulado—. Todavía no, ni mucho menos.

Hubo una pausa mientras el científico cuidaba de su hoguera personal. Terry Martin pensó que si uno se arriesgaba a diario absorbiendo una dosis de rayos de plutonio letales, una pipa de tabaco de vez en cuando no tenía la menor importancia. El doctor Hipwell consultó sus notas.

—Irak ha intentado obtener su propia bomba nuclear desde mediados de los años setenta, cuando Saddam Hussein llegó realmente al poder. Parece ser la obsesión de ese hombre. En esos años Irak compró un sistema completo de reactor nuclear a Francia, que no se hallaba ligada por el Tratado de No Proliferación Nuclear de 1968 con ese mismo propósito.

Aspiró el humo con satisfacción y apisonó de nuevo las brasas que ardían en lo alto de la cazoleta. Unas pavesas cayeron sobre sus notas.

—Perdone —le dijo sir Paul—. ¿Tenía ese reactor el objetivo de generar electricidad?

—Así se supuso —convino Hipwell—. Eso era una tontería, desde luego, y los franceses lo sabían. Los depósitos petrolíferos iraquíes son los terceros más grandes del mundo, y podían disponer de una planta eléctrica que funcionara por medio de petróleo a un precio muchísimo más bajo. No, se trataba de utilizar como combustible del reactor uranio de baja calidad, llamado «pasta amarilla» o «caramelo», que alguien se dejaría persuadir para vendérselo. Tras usarlo en un reactor, el producto final es lo que conocemos por plutonio.

Hubo gestos de asentimiento alrededor de la mesa. Todo el mundo sabía que el reactor británico de Sellafield generaba electricidad para el consumo y vomitaba el plutonio que luego el doctor Hipwell utilizaba para sus cabezas nucleares.

—Así pues, los israelíes se pusieron manos a la obra —continuó Hipwell—. Primero, uno de sus comandos hizo volar la enorme turbina en Toulon antes de que fuese enviada, con lo cual el proyecto retrocedió un par de años. Luego, en 1981, cuando las preciosas plantas de Saddam Osirak Uno y Dos estaban a punto de ser puestas en funcionamiento, los cazabombarderos israelíes las redujeron a escombros. Desde entonces, Saddam nunca ha logrado comprar otro reactor. Al cabo de un tiempo, dejó de intentarlo.

—¿Por qué diablos hizo eso? —preguntó Harry Sinclair desde su lugar en un extremo de la mesa.

—Porque cambió de dirección —respondió Hipwell con una ancha sonrisa, como quien ha resuelto el crucigrama del Times en media hora—. Hasta entonces había seguido el camino del plutonio para conseguir una bomba atómica. Desde entonces ha seguido el camino del uranio, y con algún éxito, por cierto, pero no el suficiente. Sin embargo…

—No comprendo —dijo sir Paul Spruce—. ¿Cuál es la diferencia entre una bomba atómica basada en el plutonio y otra en el uranio?

—El uranio es más simple —dijo el físico—. Miren… existen varias sustancias radiactivas que pueden utilizarse para una reacción en cadena, pero si se quiere obtener una bomba atómica sencilla, básica y eficaz, el uranio es el material indicado. Eso es lo que Saddam ha estado buscando desde 1982: una bomba atómica básica que utilice uranio. Aún no la tiene, pero sigue intentándolo y algún día la conseguirá.

El doctor Hipwell volvió a sentarse, sin dejar de sonreír, como si hubiera resuelto el enigma de la Creación. Al igual que la mayoría de los reunidos, sir Paul Spruce seguía perplejo.

—Si puede comprar ese uranio para su reactor destruido, ¿por qué no puede hacer una bomba con él? —preguntó

El doctor Hipwell se abalanzó sobre la pregunta como un granjero sobre una ganga.

—Hay diferentes clases de uranio, mi querido amigo. El uranio es una sustancia curiosa, sumamente rara. De mil toneladas de mineral de uranio, todo lo que se consigue es un trozo del tamaño de una caja de puros. Pasta amarilla. Se le llama «uranio natural», y su número de isótopo es el 238. Con él es posible hacer funcionar un reactor industrial, pero no fabricar una bomba, porque no es lo bastante puro. Para una bomba hace falta un isótopo más ligero, el uranio 235.

—¿Y ese de dónde sale? —preguntó Paxman.

—Está dentro de la pasta amarilla. En ese trozo de uranio del tamaño de una caja de puros hay suficiente uranio 235 para meterlo bajo la uña de un dedo sin que moleste. El problema consiste en separar los dos. Es lo que se llama «separación de isótopos». Muy difícil, muy técnico, muy caro y muy lento.

—Pero ha dicho usted que Irak está en camino de conseguirlo —señaló Sinclair desde su extremo de la mesa.

—En efecto, pero aún no lo ha logrado —dijo Hipwell—. Solo existe una manera viable de purificar y refinar la pasta amarilla hasta que cumpla con el requisito de ser pura en un noventa y tres por ciento.

»Hace años, los chicos del proyecto Manhattan intentaron varios métodos. Estaban experimentando, ¿comprenden? Ernest Lawrence fue por un lado y Robert Oppenheimer por otro. En aquellos días utilizaron ambos métodos de una manera complementaria y crearon suficiente uranio 235 para fabricar la bomba Little Boy.

»Después de la guerra se inventó y perfeccionó lentamente el método centrífugo, que en la actualidad es el único utilizado. Básicamente consiste en poner el material en una centrifugadora que gira a tal velocidad que requiere un espacio vacío, pues de lo contrario los cojinetes se convertirían en jalea.

»Lentamente, los isótopos más pesados, aquellos que no hacen falta, son atraídos a la pared exterior de la centrifugadora y extraídos. Lo que queda es un poco más puro que al principio, pero solo un poco más. Hay que repetir la operación una y otra vez, durante miles de horas, solo para conseguir una oblea de uranio apto para la bomba del tamaño de un sello de correos.

—¿Y él lo está haciendo? —insistió sir Paul.

—Sí, lleva haciéndolo más o menos un año. Esas centrifugadoras… Para ahorrar tiempo las enlazamos en series llamadas «cascadas». Pero hacen falta miles de centrifugadoras para formar una cascada.

—Si han seguido ese camino desde 1982, ¿por qué ha tardado tanto? —preguntó Terry Martin.

—Bueno, uno no entra en una ferretería y coge del estante una centrifugadora de difusión gaseosa de uranio —señaló Hipwell—. Al principio lo intentaron, pero, según prueban los documentos, su pedido fue rechazado. Desde 1985 se han dedicado a comprar los componentes para construirse la maquinaria in situ. Consiguieron unas quinientas toneladas de uranio básico, esa pasta amarilla, la mitad de ellas de Portugal. Adquirieron en Alemania Occidental gran parte de la tecnología de centrifugación…

—Creía que Alemania había firmado una serie de acuerdos internacionales que limitan la proliferación de tecnología para la fabricación de armamento nuclear —protestó Paxman.

—Es posible que lo hicieran, desconozco los aspectos políticos —dijo el científico—. Pero lo cierto es que disponen de todo el material… Hacen falta tornos de diseño, acero de una aleación especial extra fuerte, recipientes anticorrosión, válvulas especiales, hornos de alta temperatura llamados «calavera», porque eso es lo que parecen, más bombas y fuelles de vacío… Estamos hablando de una tecnología seria, y gran parte de la misma, más los conocimientos técnicos, procedían de Alemania.

—Permítanme que aclare esto —dijo Harry Sinclair—. ¿Ya tiene Saddam en funcionamiento alguna centrifugadora de separación de isótopos?

—Sí, una cascada que lleva funcionando cosa de un año. Y otra empezará a hacerlo dentro de poco.

—¿Sabe usted dónde se encuentra ese material?

—La planta de montaje de centrifugadoras está en un lugar llamado Taji… aquí. —El científico le pasó al estadounidense una foto aérea muy ampliada y señaló una serie de edificios industriales—. La cascada en funcionamiento parece estar en alguna parte bajo tierra, no lejos de Tuwaitha, donde se encontraba el antiguo reactor francés bombardeado, el Osirak. No sé si alguna vez podrán ustedes localizarlo desde el aire… desde luego, es subterráneo y está camuflado.

—¿Y la nueva cascada?

—Ni idea —respondió Hipwell—. Podría estar en cualquier parte.

—Probablemente esté en más de un lugar —sugirió Terry Martin—. Los iraquíes han practicado la duplicación y la dispersión, ya que cuando tenían todos los huevos en una sola cesta los israelíes la hicieron volar.

Sinclair soltó un gruñido.

—¿Cómo está usted tan seguro de que Saddam Hussein aún no está en condiciones de disponer de la bomba? —preguntó sir Paul.

—Es fácil —respondió el físico—. Se trata de una cuestión de tiempo, y todavía no ha tenido el suficiente. Para construir una bomba básica utilizable necesitará entre treinta y treinta y cinco kilos de uranio 235 puro. Entró en funcionamiento hace un año, y aun suponiendo que la cascada en activo pudiera funcionar durante veinticuatro horas al día, cosa que no es posible, un programa de rotación requiere como mínimo doce horas por cada centrifugadora.

»Son necesarias mil rotaciones para pasar de una pureza del cero por ciento a la del noventa y tres por ciento requerida. Eso significa quinientos días de rotación. Pero luego está la limpieza, el mantenimiento, las averías. Incluso con un millar de centrifugadoras operando en una cascada ahora y durante el año pasado, serían necesarios cinco años. Si introducen otra cascada el año que viene, acortarán ese tiempo a tres años.

—¿Significa eso que no dispondrá de sus treinta y cinco kilos hasta 1993 como muy pronto? —le interrumpió Sinclair.

—En efecto. No puede tenerlos antes.

—Una última pregunta. Si consigue el uranio, ¿cuánto tiempo tardará en disponer de una bomba atómica?

—No mucho, unas pocas semanas. Miren, un país que se embarca en la fabricación de su propia bomba seguramente dispone de la ingeniería nuclear necesaria trabajando en paralelo. La ingeniería de la bomba no es tan complicada, siempre que uno sepa qué está haciendo. Y Jafaar al Jafaar lo sabe… Sabrá construirla y hacerla estallar. Maldita sea, le adiestramos en Harwell.

»Pero la cuestión es que, solo desde el punto de vista temporal, Saddam Hussein todavía no puede disponer de suficiente uranio puro. Diez kilos como mucho. Le faltan por lo menos tres años.

Los presentes agradecieron al doctor Hipwell las semanas que había dedicado al análisis y la reunión se dio por concluida.

Sinclair regresaría a su embajada y redactaría sus abundantes notas que transmitiría a Estados Unidos en código ultrasecreto. Sus datos serían comparados con los análisis de sus colegas americanos, los físicos de los laboratorios de Sandia, Los Álamos y, sobre todo, Lawrence Livermore, en California. En este último, una sección secreta llamada sencillamente departamento Z había estado controlando durante dos años, a instancias del Departamento de Estado y el Pentágono, la constante expansión de la tecnología nuclear alrededor del mundo.

Aunque Sinclair no podía saberlo, los equipos británico y estadounidense confirmaron mutuamente sus hallazgos en un grado considerable.

Terry Martin y Simon Paxman abandonaron la reunión y caminaron por Whitehall bajo el benigno sol de octubre.

—Me siento muy aliviado —dijo Paxman—. El viejo Hipwell se ha mostrado firme y, al parecer, los americanos están totalmente de acuerdo. Ese cabrón todavía está muy lejos de conseguir su bomba atómica. Una pesadilla menos de la que preocuparnos.

Se separaron en la esquina. Paxman cruzó el río Támesis en dirección a Century House, Martin se encaminó a Trafalgar Square y avanzó por St. Martin’s Lane hacia la calle Grower.

Establecer lo que Irak tenía, o incluso podría llegar a tener, era una cosa; descubrir con precisión dónde estaba situado era otra. El flujo de fotografías era incesante. Los satélites KH-11 y KH-12 recorrían los cielos fotografiando todo lo que veían en suelo iraquí.

En octubre otro artefacto había empezado a cruzar los cielos; se trataba de un nuevo avión estadounidense de reconocimiento, tan secreto que en el Capitolio no sabían nada de él. Su nombre en código era Aurora, volaba en los límites del espacio interior y alcanzaba velocidades de Mach 8, casi 7.500 kilómetros por hora. Era como un meteoro que, por el efecto del estatorreactor, quedaba muy lejos de los radares o los misiles de intercepción iraquíes. Ni siquiera la tecnología de la moribunda Unión Soviética podía descubrir al Aurora, que había sustituido al legendario SR-71 Blackbird.

Irónicamente, aquel otoño, mientras el Blackbird era retirado de servicio, otro «viejo fiel», de más edad todavía, cumplía con su cometido sobre Irak. Con casi cuarenta años y el sobrenombre de Dragon Lady, el U-2 seguía volando y tomando fotografías. En 1960 Gary Powers había sido derribado en un U-2 sobre Sverdlovsk, en Siberia, y de ese mismo modelo U-2 era el avión que descubrió los primeros misiles soviéticos desplegados en Cuba en el verano de 1962, aun cuando fue Oleg Penkovsky quien los identificó como armas ofensivas y no defensivas, aventando así las falsas protestas de Kruschev y sembrando las simientes de su propia destrucción eventual.

El U-2 de 1990 había sido equipado para que sirviese como «escucha» más que como «observador», y una vez más había sido designado como TR-1, aunque seguía tomando fotografías. Toda esta información, de los profesores y científicos, analistas e intérpretes, seguidores de pistas y observadores, entrevistadores e investigadores, dio como resultado que en el otoño de 1990 se tuviese una visión general de Irak, y era una visión que daba miedo.

La información procedente de un millar de fuentes fue finalmente canalizada a una sola y muy secreta habitación dos plantas por debajo del Ministerio del Aire saudí, en la carretera del Antiguo Aeropuerto. La sala, donde los altos mandos militares celebraban sus conferencias y discutían sus planes —no autorizados por las Naciones Unidas— para la invasión de Irak, era conocida sencillamente como el Agujero Negro.

En el Agujero Negro, los establecedores de objetivos, procedentes de los tres ejércitos y de todos los grados, desde soldado a general, señalaban los lugares que deberían ser destruidos. Finalmente confeccionarían el mapa de combate aéreo del general Chuck Horner, que llegaría a contener setecientos objetivos. Seiscientos de ellos eran militares, pues se trataba de centros de mando, puentes, aeródromos, arsenales, depósitos de municiones, emplazamientos de misiles y concentraciones de tropas. Los cien restantes concernían a las armas de destrucción masiva: instalaciones de investigación, plantas de montaje, laboratorios químicos, depósitos de almacenaje, etcétera.

La fábrica de centrifugadoras de Taji constaba en la lista, así como la posición aproximada, pues solo podía suponerse, de la cascada de centrifugadoras subterránea ubicada en algún lugar del complejo de Tuwaitha.

Pero la planta embotelladora de agua en Tarmiya no figuraba, como tampoco Al Qubai. Nadie conocía su existencia.

Una copia del extenso informe que Harry Sinclair redactara en Londres se unió al resto de informes procedentes de diversos lugares de Estados Unidos y otros países. Finalmente, una síntesis de todos esos análisis en profundidad llegó a un pequeño y muy discreto grupo de científicos del Departamento de Estado, conocido tan solo por un puñado de personas selectas en Washington como el Grupo de Inteligencia y Análisis Político (PIAG). Se trata de una especie de invernadero analítico de asuntos exteriores y produce informes que no son, en modo alguno, para consumo público. En realidad, el grupo solo rinde cuentas al secretario de Estado, que en aquella época era James Baker.

Dos días después, Mike Martin estaba tendido sobre un terrado desde el que abarcaba el sector de Abrak Kheitan donde había convenido su cita con Abu Fouad.

Casi exactamente a la hora señalada, observó que un solo coche salía de la autopista del Rey Faisal que conducía al aeropuerto y entraba en una calle lateral. El vehículo avanzó lentamente por la calle, alejándose de las luces brillantes de la autopista y del escaso tráfico, y se sumió en la oscuridad.

Martin observó que la silueta del coche se detenía en el lugar descrito en su mensaje a Al Khalifa. Bajaron dos personas, un hombre y una mujer. Miraron a su alrededor, comprobaron que ningún otro coche les había seguido desde la autopista y siguieron avanzando poco a poco hacia el lugar en que una arboleda ocultaba un solar vacío.

Según las instrucciones, Abu Fouad y la mujer tenían que esperar un máximo de media hora. Si el Beduino no se presentaba, debían dar por cancelado el encuentro y regresar a su casa. En realidad esperaron cuarenta minutos antes de volver al coche. Ambos se sentían frustrados.

—Deben de haberle detenido —dijo Fouad a su compañera—. Tal vez ha sido una patrulla iraquí. ¿Quién sabe? En fin, maldita sea, tendré que empezar de nuevo.

—Creo que estás loco al confiar en él —dijo la mujer—. No tienes idea de quién es.

Hablaban en voz baja, y el líder de la resistencia kuwaití exploraba la calle arriba y abajo para asegurarse de que no habían aparecido soldados iraquíes mientras él estaba ausente.

—Es un hombre de éxito, astuto, y trabaja como un profesional. Eso es todo lo que necesito saber. Me gustaría colaborar con él, si está dispuesto.

—Entonces no tengo objeciones que poner.

La mujer lanzó un breve grito. Abu Fuad se sobresaltó detrás del volante.

—No os volváis y seguid hablando —dijo la voz desde el asiento trasero. Por el espejo retrovisor el kuwaití vio el vago contorno de un keffiyeh beduino y percibió el olor de alguien que vive a salto de mata. Soltó el aire que había retenido en una larga exhalación.

—Te mueves en silencio, Beduino.

—No hay necesidad de hacer ruido, Abu Fouad. Eso atrae a los iraquíes y no me gusta, excepto cuando estoy preparado.

Los dientes de Abu Fouad destellaron bajo su bigote negro.

—Muy bien, ya nos hemos encontrado. Ahora hablemos. Por cierto, ¿por qué te has escondido en el coche?

—Si este encuentro hubiera sido una trampa, tus primeras palabras cuando subieras de nuevo al coche habrían sido diferentes.

—Reveladoras.

—Claro.

—¿Y entonces…?

—Estarías muerto.

—Comprendido.

—¿Quién es tu compañera? No mencioné a ningún acompañante en mi mensaje.

—Tú conviniste la cita, y yo también tenía que confiar en ti. Es una colega de confianza, Asras Qabandi.

—Muy bien. Se la saluda, señorita Qabandi. ¿De qué queréis hablar?

—De armas, Beduino. Pistolas ametralladoras Kalashnikov, granadas de mano modernas, Semtex-H. Mi gente podría hacer mucho más con esa clase de material.

—A tu gente la capturan, Abu Fouad. Diez fueron rodeados en la misma casa por toda una compañía de infantería iraquí al mando de la AMAM. Todos abatidos, y todos jóvenes.

Abu Fouad guardó silencio. Aquel había sido un gran desastre.

—Nueve —dijo por fin—. El décimo se hizo el muerto y más tarde pudo huir. Está herido y cuidamos de él. Fue quien nos lo contó.

—¿Qué?

—Que fueron traicionados. Si hubiese muerto no lo habríamos sabido.

—Ah, la traición. Siempre el peligro en todo movimiento de resistencia. ¿Y el traidor?

—Le conocemos, naturalmente. Creíamos poder confiar en él.

—¿Pero es culpable?

—Así lo parece.

—¿Solo lo parece?

Abu Fouad suspiró.

—El superviviente jura que solo el undécimo hombre sabía que se encontrarían y dónde lo harían. Pero existe la posibilidad de que alguien haya filtrado la información, o de que uno de ellos haya sido seguido…

—En ese caso, el sospechoso debe ser puesto a prueba. Y si es culpable, castigarle. Señorita Qabandi, sea tan amable de dejarnos un momento a solas, por favor.

La joven miró a Abu Fouad, quien asintió. Ella bajó del coche y regresó al bosquecillo. El Beduino le dijo a Abu Fuad cuidadosamente y con detalle lo que quería que hiciera.

—No saldré de la casa hasta las siete —concluyó—. Así pues, bajo ninguna circunstancia debes hacer la llamada telefónica hasta las siete y media. ¿Entendido?

El Beduino bajó del coche y desapareció por los oscuros callejones entre los chalets. Abu Fouad puso el vehículo en marcha, recogió a la señorita Qabandi y juntos se alejaron.

El Beduino nunca volvió a ver a la mujer. Antes de la liberación de Kuwait, Asrar Qabandi fue capturada por la AMAM, torturada rigurosamente, violada por sus torturadores, fusilada y decapitada. No lograron que confesase nada.

Terry Martin hablaba por teléfono con Simon Paxman, quien seguía inundado de trabajo y lo que menos necesitaba era que lo interrumpieran. Solo debido a la simpatía que sentía por el nervioso profesor de estudios árabes, aceptó la llamada.

—Sé que soy un pelma, pero ¿tiene usted algún contacto en el GCHQ?

—Sí, claro —respondió Paxman—. Sobre todo en el Servicio Árabe. La verdad es que conozco al director.

—¿Podría preguntarle si me recibiría?

—Bueno, sí, supongo que sí. ¿Qué se propone?

—Se trata del material que nos llega últimamente de Irak. He estudiado todos los discursos de Saddam, claro, y observado los anuncios sobre rehenes y escudos humanos. He visto sus repugnantes intentos de relaciones públicas en la televisión. Pero quisiera ver si han recogido algo más, cosas que no han sido aireadas por su Ministerio de Propaganda.

—Bueno, eso es lo que hace el GCHQ —admitió Paxman—. No veo por qué no. Si ha estado usted sentado en el comité Medusa, tiene la aprobación para consultar ese material. Le llamaré.

Aquella tarde, tras concertar una cita, Terry Martin viajó en coche hasta Gloucestershire y se presentó ante el bien defendido portal de la extensión de edificios y antenas que conforman el tercer brazo principal de la Inteligencia británica junto con el MI-6 y el MI-5, la sede de Comunicaciones del Gobierno conocida por las siglas GCHQ.

El director del Servicio Árabe era Sean Plummer, a cuyas órdenes trabajaba aquel mismo señor Al Khouri que había examinado los conocimientos de árabe de Mike Martin en el restaurante de Chelsea casi tres meses antes, aunque eso no lo sabían ni Terry Martin ni Plummer.

El director había aceptado ver a Martin en medio de una jornada de intensa labor porque, como colega de estudios árabes, había oído hablar del joven erudito de la SOAS y admiraba su original investigación del califato abásida.

—Bueno, ¿en qué puedo servirle? —le preguntó cuando los dos estuvieron sentados ante una taza de té de menta, un lujo que Plummer se permitía para rehuir el atroz café que servían en la institución.

Martin le explicó que le sorprendía la escasez de las interceptaciones procedentes de Irak.

—Tiene usted razón, desde luego —convino Plummer—. Como sabe, en los circuitos abiertos nuestros amigos árabes tienden a charlar como cotorras. Durante los dos últimos años el tráfico interceptable ha sufrido un enorme bajón. Así pues, o bien ha cambiado el carácter nacional en su conjunto o…

—Cables enterrados —dijo Martin.

—Precisamente. Parece ser que Saddam y sus muchachos han enterrado más de setenta mil kilómetros de cables de comunicación de fibra óptica. Eso es lo que dicen. Para mí es una absoluta cabronada. ¿Cómo puedo seguir facilitando a los servicios secretos de Londres más informes meteorológicos de Bagdad y las condenadas listas de lavandería de mamá Hussein?

Martin se dio cuenta de que esa era una manera de hablar. El servicio de Plummer entregaba muchos más datos.

—Por supuesto, los ministros, funcionarios y generales siguen hablando. Incluso nos llega la cháchara entre los comandantes de carros blindados en la frontera saudí. Pero las conversaciones telefónicas serias, de alto secreto, no están en el aire y nunca lo han estado. ¿Qué quiere usted ver?

Durante las cuatro horas siguientes Terry Martin examinó una serie de interceptaciones. Las emisiones de radio eran demasiado evidentes; buscaba algo en una llamada telefónica inadvertida, un desliz, un error. Finalmente cerró las carpetas de compilaciones.

—Le agradecería que esté al tanto por si surge algo realmente raro —pidió al director del departamento—, cualquier cosa que no tenga sentido.

Mike Martin estaba empezando a pensar que algún día escribiría una guía turística de los terrados de Kuwait City. Le parecía haber pasado una impresionante cantidad de tiempo tendido en ellos, vigilando la zona que se extendía debajo. Por otro lado, los terrados eran magníficas posiciones para permanecer camuflado.

Llevaba en aquel terrado casi dos días, vigilando la casa cuya dirección había dado a Abu Fouad. Era una de las seis que le había prestado Ahmed al Khalifa, y una que no volvería a usar jamás.

Aunque habían transcurrido dos días desde que diera la dirección a Abu Fouad y no esperaba que ocurriera nada aquella noche del 9 de octubre, seguía vigilando noche y día, alimentándose de pan y fruta.

Si antes de las siete y media de la tarde del día 9 llegaban soldados iraquíes, sabría quién le había traicionado: el mismo Abu Fouad. Consultó su reloj. Eran las siete y media. El coronel kuwaití debería estar haciendo su llamada, de acuerdo con las instrucciones que le había dado.

Al otro lado de la ciudad, Abu Fouad estaba, en efecto, cogiendo el teléfono. Marcó un número y le respondieron al tercer timbrazo.

—¿Salah?

—Sí, ¿quién es?

—No nos conocemos, pero he oído muchas cosas buenas de ti… que eres leal y valiente, uno de los nuestros. La gente me conoce como Abu Fouad.

Al otro lado de la línea se oyó una exclamación ahogada.

—Necesito tu ayuda, Salah. ¿Puede el movimiento contar contigo?

—Oh, sí, Abu Fouad. Por favor, dime qué deseas.

—No se trata de mí, sino de un amigo. Está herido y enfermo. Sé que eres farmacéutico. Tienes que llevarle enseguida medicinas: vendas, antibióticos, analgésicos. ¿Has oído hablar de ese hombre al que llaman el Beduino?

—Sí, claro, pero ¿quieres decir que le conoces?

—Hemos trabajado juntos durante semanas. Ese hombre tiene una importancia enorme para nosotros.

—Bajaré enseguida a la tienda, seleccionaré lo que me pides y se lo llevaré. ¿Dónde le encontraré?

—Está escondido en una casa de Shuwaikh y no puede moverse. Coge papel y lápiz.

Abu Fouad dictó la dirección que le había dado el Beduino. Su interlocutor la anotó.

—Iré enseguida, Abu Fouad —dijo el farmacéutico Salah—. Puedes confiar en mí.

—Eres un buen hombre. Serás recompensado.

Abu Fouad colgó. El Beduino le había dicho que telefonearía al amanecer si nada sucedía y el farmacéutico quedaría libre de sospechas.

Poco antes de las ocho y media Mike Martin vio, más que oyó, el primer camión. Rodaba por su propia inercia, con el motor apagado para no hacer ruido. Pasó por el cruce de la calle antes de detenerse unos metros más allá y perderse de vista. Martin hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

El segundo camión hizo lo mismo instantes después. De cada vehículo bajaron silenciosamente veinte hombres. Boinas Verdes que sabían lo que estaban haciendo. Los hombres se movieron en columna calle arriba, encabezados por un oficial que agarraba a un civil. La blanca túnica del hombre resplandecía débilmente en la semioscuridad. Como todos los letreros de las calles habían sido arrancados, los soldados necesitaban un guía civil para encontrar la calle que buscaban. Pero los números de las casas seguían en su sitio.

El civil se detuvo delante de una casa, examinó la placa con el número y señaló. El capitán al mando de la fuerza intercambió rápidos susurros con su sargento, quien llevó quince hombres a un callejón para cubrir la parte trasera.

Seguido por los soldados restantes, el capitán empujó la puerta de acero que daba acceso al pequeño jardín. Se abrió y los hombres entraron.

Desde el jardín el capitán vio que en una habitación del piso superior brillaba una luz mortecina. Gran parte de la planta baja estaba ocupada por el garaje, que se hallaba vacío. Una vez delante de la puerta principal, los iraquíes abandonaron toda pretensión de sigilo. El capitán intentó abrir la puerta, comprobó que estaba cerrada e hizo un gesto al soldado que se encontraba detrás de él. El hombre disparó una breve ráfaga de su fusil automático contra el cerrojo rodeado de madera, y la puerta se abrió.

Con el capitán al frente, los Boinas Verdes se apresuraron a entrar. Algunos fueron a las habitaciones a oscuras de la planta baja, mientras que el capitán y los demás se dirigían directamente al dormitorio principal.

Desde el rellano el capitán podía ver el interior de la habitación débilmente iluminada, el sillón con el respaldo hacia la puerta y el keffiyeh a cuadros que asomaba por la parte superior. No disparó. El coronel Sabaawi de la AMAM había sido concreto: quería vivo a aquel hombre para interrogarle. Al avanzar bruscamente, el joven oficial notó el tirón del sedal contra sus espinillas.

Oyó que sus hombres entraban por la parte trasera mientras otros subían ruidosamente las escaleras. Vio la forma repantigada, enfundada en una sucia túnica rellena de cojines, y la gran sandía envuelta en el keffiyeh. Su rostro se contorsionó de ira y tuvo tiempo de lanzar un insulto al tembloroso farmacéutico que estaba en el umbral.

Dos kilos de Semtex-H pueden parecer poca cosa, un paquete de discretas proporciones. Las casas de la vecindad, algunas de las cuales estaban ocupadas por kuwaitíes, eran de piedra y hormigón, lo cual salvó a sus moradores, que solo sufrieron daños superficiales. Pero la casa que había sido ocupada por los soldados prácticamente desapareció. Más tarde se encontraron algunas de sus tejas a varios centenares de metros de distancia.

El Beduino no se había quedado para ver el resultado de su obra artesanal. Se encontraba ya a dos calles de distancia —pensando en sus propios asuntos mientras caminaba arrastrando los pies—, cuando oyó la explosión apagada, semejante a un portazo brusco, luego un instante de silencio y finalmente el estrépito de la mampostería al derrumbarse.

Al día siguiente ocurrieron tres cosas, y todas ellas después de que oscureciera. En Kuwait, el Beduino tuvo su segundo encuentro con Abu Fouad. Esta vez el kuwaití acudió solo a la cita, a la sombra de un hondo portal arqueado, a solo doscientos metros del hotel Sheraton, que había sido ocupado por docenas de oficiales iraquíes de alta graduación.

—¿Te has enterado, Abu Fouad?

—Desde luego. En la ciudad no se habla de otra cosa. Han perdido más de veinte hombres y los demás están heridos. —Exhaló un suspiro—. Habrá más represalias al azar.

—¿Deseas que nos detengamos ahora?

—No, no podemos, pero, ¿cuánto más hemos de sufrir?

—Algún día vendrán los americanos y los británicos.

—Alá quiera que sea pronto. ¿Estaba Salah con ellos?

—Él los condujo hasta allí. Había un solo civil. ¿No se lo dijiste a nadie más?

—No, solo a él. No puede haber sido otro. Las muertes de nueve jóvenes pesaban sobre su conciencia. No verá el Paraíso.

—Bien. ¿Qué más quieres de mí?

—No te pregunto quién eres ni de dónde vienes. Soy un oficial adiestrado y sé que no puedes ser un simple camellero beduino del desierto. Tienes suministros de explosivos, armas, munición, granadas. Mi gente también podría hacer mucho con ese material.

—¿Y tu oferta?

—Únete a nosotros y trae tus suministros, o bien sigue actuando por tu cuenta pero comparte tus suministros. No estoy aquí para amenazar, sino solo para pedir. Pero si quieres ser de ayuda a nuestra resistencia, esa es la manera de hacerlo.

Mike Martin permaneció pensativo un momento. Al cabo de dos meses le quedaban la mitad de sus existencias, todavía enterradas en el desierto, o diseminadas en las dos fincas que no usaba para vivir sino para almacenaje. De sus otras cuatro casas, una había sido destruida y la otra, donde se había reunido con sus discípulos, estaba comprometida. Podía entregar el material restante y enviar un mensaje secreto pidiendo más… Era arriesgado pero factible, siempre que sus mensajes a Riad no fuesen interceptados, cosa que no podía saber. O bien podía efectuar otro viaje en camello a través de la frontera y regresar con otras dos cestas cargadas. Ni siquiera eso sería fácil, pues ahora había dieciséis divisiones iraquíes alineadas a lo largo de aquella frontera, tres veces el número que había cuando él la cruzara.

Era hora de entrar de nuevo en contacto con Riad y pedir instrucciones. Entretanto, le entregaría a Abu Fouad casi todo lo que tenía. Había más al sur de la frontera; solo tenía que encontrar la manera de recogerlo.

—¿Dónde quieres que lo entregue? —le preguntó.

—Tenemos un almacén de pescado en el puerto de Shuwaikh. Es muy seguro. El propietario es uno de los nuestros.

—Dentro de seis días —dijo Martin.

Convinieron la hora y el lugar donde un ayudante de confianza de Abu Fouad se reuniría con el Beduino y le conduciría durante el resto del recorrido hasta el almacén. Martin le describió el vehículo que conduciría y el aspecto que tendría.

Aquella misma noche, pero dos horas más tarde debido a la diferencia horaria, Terry Martin estaba sentado en un restaurante tranquilo, no lejos de su piso, y hacía girar una copa de vino en una mano. El invitado al que esperaba entró unos minutos después. Se trataba de un hombre entrado en años, de cabello gris, con gafas y una pajarita a topos. Miró a su alrededor inquisitivamente.

—Aquí, Moshe.

El israelí se apresuró a ir al encuentro de Terry Martin y le saludó efusivamente.

—Terry, mi querido muchacho, ¿cómo estás?

—Ahora que te veo, mucho mejor, Moshe. No podía permitir que pasaras por Londres sin que por lo menos cenásemos y tuviéramos ocasión de charlar.

El israelí era lo bastante mayor para ser el padre del doctor Martin, pero su amistad se basaba en un interés común. Ambos eran académicos y estudiosos entusiastas de las antiguas civilizaciones del Oriente Medio árabe, sus culturas, arte e idiomas.

El profesor Moshe Hadari tenía un largo historial. En su juventud había excavado gran parte de Tierra Santa con Yigal Yadin, que, además de profesor, era general del Ejército. Su gran pesar era que, como israelí, gran parte de Oriente Medio le estaba prohibido, ni siquiera podía visitarlo como estudioso. No obstante, era uno de los mejores en su campo y, puesto que se trataba de un campo reducido, era inevitable que los dos estudiosos se encontraran en algún seminario, como había sucedido diez años atrás.

Fue una buena cena, y charlaron sobre las últimas investigaciones acerca de cómo había sido la vida en los reinos de Oriente Medio diez siglos antes.

Terry Martin sabía que estaba supeditado a la Ley de Secretos Oficiales y no podía comentar sus recientes actividades para Century House, pero mientras tomaban café su conversación versó naturalmente sobre la crisis del Golfo y las posibilidades de que hubiera una guerra.

—¿Crees que se retirará de Kuwait, Terry? —preguntó el profesor.

Martin sacudió la cabeza.

—No, no puede hacerlo a menos que le proporcionen un camino claramente señalizado, unas concesiones que pueda usar para justificar la retirada. Si se retira sin nada, caerá.

Hadari suspiró.

—Qué tremenda pérdida —dijo—. El empeño de toda mi vida, totalmente perdido. Tanto dinero, suficiente para hacer de Oriente Medio un paraíso en la Tierra; tanto talento, tantas vidas jóvenes… ¿Y para qué? Terry, si llegase la guerra, ¿lucharían los británicos con los americanos?

—Naturalmente. Ya hemos enviado la 7.ª Brigada Blindada y creo que le seguirá la 4.ª. Eso constituye una división, aparte de los cazas y los barcos de guerra. No te preocupes por ello. Esta es una guerra de Oriente Medio en la que Israel no solo puede, sino que debe quedarse cruzado de brazos.

—Sí, lo sé —dijo el israelí sombríamente—. Pero muchos más jóvenes tendrán que morir.

Martin se inclinó hacia delante y dio unas palmaditas a su amigo en el brazo.

—Mira, Moshe, hay que detener a ese hombre, más tarde o más temprano. Israel es el país que mejor debe saber hasta qué punto ha llegado en el desarrollo de su armamento de destrucción masiva. En cierto sentido, nosotros solo hemos averiguado la verdadera escala de lo que posee.

—Pero los nuestros han ayudado, naturalmente. Probablemente somos su blanco principal.

—En el análisis de objetivos, sí —convino Martin—. Nuestro problema principal son los servicios secretos de alto nivel sobre el terreno. Sencillamente, no disponemos de esa clase de informes directamente desde Bagdad. Ni los británicos ni los americanos, ni siquiera los tuyos.

Veinte minutos después la cena finalizó y Terry Martin despidió al profesor Hidari, quien tomó un taxi de regreso a su hotel.

Alrededor de la medianoche, y siguiendo órdenes de Hassan Rahmani desde Bagdad, fueron implantadas en Kuwait tres estaciones de triangulación.

Eran antenas parabólicas de radio destinadas a localizar la fuente de una emisión de ondas de radio y determinar sus coordenadas. Una de ellas era una estación fija, montada en el tejado de un alto edificio en el distrito de Ardiya, en las afueras meridionales de Kuwait City. La antena estaba encarada al desierto.

Las otras dos eran estaciones móviles, grandes furgones con las antenas sobre el techo, un generador empotrado para el suministro eléctrico y un interior a oscuras donde los exploradores se sentaban ante sus consolas para rastrear las ondas aéreas en busca del transmisor requerido, el cual, según les habían dicho, probablemente estaría emitiendo desde algún lugar del desierto entre la ciudad y la frontera saudí.

Uno de los furgones se hallaba en las afueras de Jahra, muy al oeste de sus colegas en Ardiya, en tanto que la tercera estación estaba en la costa, en los terrenos del hospital Al Adan, donde la hermana del estudiante de derecho había sido violada en los primeros días de la invasión. El rastreador de Al Adan podía obtener una marcación transversal completa con respeto a las indicadas por los exploradores ubicados más al norte, estableciendo la fuente de la transmisión en un cuadrado de unos pocos centenares de metros de diámetro.

En la base aérea de At Ahamadi, de donde meses atrás Khaled al Khalifa partiera con su Skyhawk, un helicóptero artillado Hind de fabricación soviética permanecía las veinticuatro horas del día listo para despegar. La tripulación del Hind era de la Fuerza Aérea, una concesión que a Rahmani le había costado obtener del general en jefe de la Fuerza Aérea iraquí. Los equipos de rastreo radiofónico pertenecían al propio servicio de contraespionaje de Rahmani. Habían sido seleccionados en Bagdad y eran los mejores técnicos de que disponía.

Aquella noche, el profesor Hadari no podía dormir. Algo que le había dicho su amigo le preocupaba profundamente. Se consideraba un israelí de lealtad a toda prueba, nacido en el seno de una antigua familia sefardí que había emigrado a principios de siglo junto con hombres como Ben Yehuda y David Ben Gurión. Había nacido en las afueras de Yaffa cuando este era aún un bullicioso puerto de los árabes palestinos, y en su niñez había aprendido el árabe.

Había tenido dos hijos y presenciado cómo uno de ellos moría en una desgraciada emboscada al sur del Líbano. Era el abuelo de cinco nietos pequeños. ¿Quién iba a decirle que no amaba a su país?

Pero había algo que no estaba bien. Si llegaba la guerra, morirían muchos jóvenes, como su Ze’ev había muerto, y poco importaba que fuesen británicos, americanos y franceses. ¿Era acaso el momento de que Kobi Dror mostrara un vengativo chovinismo de pequeña potencia?

Se levantó temprano, pagó la cuenta, hizo el equipaje y pidió un taxi para ir al aeropuerto. Antes de abandonar el hotel, permaneció un rato delante de los teléfonos públicos que había en el vestíbulo, pero cambió de idea.

A medio camino del aeropuerto, pidió al taxista que se desviara de la M4 y buscara una cabina telefónica. Gruñendo por el tiempo y la molestia que eso suponía, el taxista hizo lo que deseaba el pasajero y finalmente encontró una cabina en una esquina de Chiswick. Hadari tuvo suerte. Fue Hilary quien se puso al teléfono en el piso de Bayswater.

—Espere un momento —le dijo—. Acaba de entrar ahora mismo.

Terry Martin se puso al aparato.

—Soy Moshe. No dispongo de mucho tiempo, Terry. Comunique a su gente que el Instituto tiene una fuente superior de información en Bagdad. Dígales que pregunten qué le ocurrió a Jericó. Adiós, amigo mío.

—Un momento, Moshe, ¿está seguro? ¿Cómo lo sabe?

—No importa. Yo no le he dicho nada. Adiós.

La comunicación se cortó. En Chiswick, el viejo académico subió de nuevo a su taxi y prosiguió su viaje a Heathrow. Temblaba por la enormidad de lo que acababa de hacer. ¿Y cómo podría decirle a Terry Martin que era él, el profesor de árabe de la universidad, quien había redactado aquella primera respuesta a Jericó?

Poco después de las diez, Terry Martin llamó a Century House, donde encontró a Simon Paxman en su despacho.

—¿A comer? Lo siento, pero no puedo. He tenido un día terrible. Tal vez mañana.

—Demasiado tarde, Simon. Es urgente.

Paxman suspiró. Sin duda aquel tedioso académico había encontrado alguna nueva interpretación de una frase en una emisión radiofónica iraquí que supuestamente cambiaría el significado de la vida.

—De todas maneras no puedo ir a comer. He de asistir a una conferencia de alto nivel que tendrá lugar aquí. Mire, tomemos un trago rápido. El Hole-in-the-Wall es un pub debajo del puente de Waterloo, muy cerca de aquí. ¿Le parece bien a las doce en punto? Solo puedo dedicarle media hora, Terry.

—Será más que suficiente —dijo Martin—. Hasta luego.

Poco después de mediodía estaban bebiendo en el pub por encima del cual los trenes de la Región Meridional pasaban atronando en dirección a Kent, Sussex y Hampshire. Sin revelar su fuente, Martin narró lo que le habían dicho aquella mañana.

—Por todos los diablos —dijo Paxman en voz baja, pues había gente en el reservado contiguo—. ¿Quién se lo ha dicho?

—No puedo decírselo.

—Tiene que hacerlo.

—Mire, se ha puesto en una situación peligrosa. Le he dado mi palabra. Es un académico y un hombre muy bien situado. Eso es todo.

Paxman reflexionó. Académico y mezclado con Terry Martin. Desde luego, debía de tratarse de otro arabista. Podría haber trabajado para el Mossad. Fuera como fuere, era preciso informar a Century sin dilación. Dio las gracias a Martin, dejó su cerveza a medio tomar y se escabulló para regresar al destartalado edificio llamado Century.

Debido a la conferencia que tendría lugar a la hora de comer, Steve Laing no había abandonado el edificio. Paxman le llevó a un aparte y le contó lo ocurrido. Laing fue directamente a ver al jefe.

Sir Colin, que nunca era dado a exagerar, aseguró que el general Kobi Dror era un «individuo de lo más inaguantable», prescindió del almuerzo, ordenó que le llevaran algo a su mesa y se retiró al piso superior. Entonces, utilizando una línea extremadamente segura, hizo una llamada personal al juez William Webster, director de la CIA.

Solo eran las ocho y media en Washington, pero el juez era un hombre al que le gustaba levantarse con las gallinas y ya estaba en su despacho cuando se produjo la llamada. Preguntó a su colega británico un par de cosas sobre la fuente de la información, gruñó al enterarse de que no se sabía, pero estuvo de acuerdo en que se trataba de algo que no podía dejarse de lado.

Webster se lo dijo a su subdirector de operaciones, Bill Stewart, quien se puso como una fiera y entonces conferenció durante media hora con Chip Barber, el director de operaciones para Oriente Medio. Barber se enfadó incluso más, pues era él quien se había sentado delante del general Dror en la iluminada habitación en lo alto de una colina fuera de Herzlia y, al parecer, el general le había mentido.

Entre ambos decidieron lo que habría de hacerse, y comunicaron su idea al director de la Agencia.

A media tarde William Webster celebró una conferencia con Brent Scowcroft, presidente del Consejo de Seguridad Nacional, y llevó el asunto al presidente Bush. Webster le pidió lo que deseaba y recibió plena autorización para seguir adelante.

Buscaron la cooperación del secretario de Estado, James Baker, quien la ofreció de inmediato. Aquella noche el Departamento de Estado envió una solicitud urgente a Tel Aviv, que fue presentada a su destinatario a la mañana siguiente, solo tres horas después debido a la diferencia horaria.

El viceministro de Asuntos Exteriores de Israel era Benyamin Netanyahu, un diplomático apuesto, elegante, de cabello gris, y hermano de aquel Jonathan Netanyahu que fuera el único israelí muerto durante el ataque contra el aeropuerto Entebbe de Idi Amin en el que los comandos israelíes rescataron a los pasajeros de un avión francés secuestrado por terroristas palestinos y alemanes.

Benyamin Netanyahu era un sabra de tercera generación, parcialmente educado en Estados Unidos. Debido a su elocuencia y a su apasionado nacionalismo, era miembro del gobierno Likud de Itzhak Shamir y, a menudo, el persuasivo portavoz de Israel en las entrevistas con los medios de comunicación occidentales.

Dos días después, el 14 de octubre, el viceministro llegó al aeropuerto Dulles de Washington; estaba un tanto perplejo por la invitación que le había hecho el Departamento de Estado para que viajara a Estados Unidos a fin de hablar de unos asuntos de considerable importancia.

Todavía se quedó más perplejo cuando dos horas de conversación privada con el subsecretario Lawrence Eagleburger no revelaron más que una visión global de los acontecimientos que venían desarrollándose en Oriente Medio desde el 3 de agosto. Al terminar la conversación se sentía absolutamente frustrado, y aún debía enfrentarse a un vuelo nocturno de regreso a Israel.

Cuando abandonaba el Departamento de Estado, un ayudante depositó una lujosa tarjeta en su mano. La tarjeta estaba encabezada por un blasón personal y el firmante, en una elegante caligrafía cursiva, le pedía que no abandonara Washington sin haber pasado antes por su casa a fin de comentar un asunto de cierta importancia «para nuestros dos países y toda nuestra gente».

El israelí conocía la firma, conocía al hombre, así como el poder y la riqueza de la mano que la había trazado. La limusina del firmante esperaba a la puerta. El viceministro israelí tomó una decisión: ordenó a su secretario que regresara a la embajada para recoger el equipaje y se reuniera con él en una casa de Georgetown dos horas después. Desde allí se dirigían al aeropuerto Dulles. Entonces subió a la limusina.

Nunca hasta entonces había estado en la casa, pero era mejor de lo que había esperado, un suntuoso edificio en la mejor parte de la calle M, a menos de trescientos metros del campus de la Universidad de Georgetown. Le hicieron pasar a una biblioteca con las paredes forradas de madera noble, cuadros y libros de rareza y buen gusto superlativos, y poco después entró su anfitrión, avanzando por la alfombra de Kashan con la mano extendida.

—Mi querido Bibi, qué amable ha sido al dedicarme algún tiempo.

Saul Nathanson era banquero y financiero, profesiones que le habían hecho rico en extremo sin las trampas y embustes que habían echado a perder Wall Street durante los reinados de Boesky y Milken. Su verdadera fortuna era objeto de conjeturas, y el banquero era lo bastante educado para no hablar del tema. Pero los Van Dyke y Breughel que colgaban de sus paredes no eran copias y sus donativos para obras de caridad, incluidas algunas en el estado de Israel, eran legendarios.

Al igual que el político israelí, tenía el cabello gris y vestía con elegancia, pero al contrario que el hombre algo más joven, los trajes se los hacía a medida un sastre londinense de Savile Row, y sus camisas de seda eran de Sulka.

Condujo a su invitado a un par de sillones de cuero ante un auténtico fuego de leños, y entró un mayordomo inglés con una botella y dos copas en una bandeja de plata.

—He pensado que esto podría agradarle mientras charlamos, amigo mío.

El mayordomo vertió el vino tinto en las dos copas de cristal de Lalique, y el israelí tomó un sorbo. Nathanson enarcó una ceja, con expresión inquisitiva.

—Soberbio, desde luego —le dijo Netanyahu. El Château Mouton Rothschild de 1961 no es un vino fácil de encontrar y no debe tomarse con precipitación.

El mayordomo dejó la botella al alcance de la mano y se retiró.

Saul Nathanson era demasiado sutil para entrar de inmediato en el meollo de lo que deseaba exponer. Primero se sirvieron unos entremeses de conversación ligera y luego vino el plato fuerte de Oriente Medio.

—Va a haber una guerra, ¿sabe usted? —dijo tristemente.

—No tengo ninguna duda —convino Netanyahu.

—Antes de que termine, muchos jóvenes estadounidenses pueden haber perdido la vida, buenos muchachos que no merecen morir. Debemos hacer cuanto esté en nuestra mano para que ese número sea el más bajo humanamente posible, ¿no le parece? ¿Un poco más de vino?

—Estoy absolutamente de acuerdo con usted.

¿Adónde diablos quería ir a parar aquel hombre? El viceministro de Asuntos Exteriores israelí no tenía la menor idea.

Nathanson miró fijamente el fuego.

—Saddam es una amenaza y hay que detenerle. Probablemente representa una amenaza mayor para Israel que para cualquier otro Estado vecino.

—Eso es lo que hemos dicho durante años, pero cuando bombardeamos su reactor nuclear, el gobierno de Estados Unidos nos condenó.

Nathanson hizo un gesto con la mano, como si no tomara eso en serio.

—La gente de Carter… Tonterías, por supuesto, tonterías cosméticas que solo afectaban a la superficie de las cosas. Ambos lo sabemos, y no somos tan tontos como para creer en la seriedad de aquella condena. Tengo un hijo sirviendo en el Golfo.

—No lo sabía. Dios quiera que regrese sano y salvo.

Nathanson se sintió auténticamente conmovido.

—Gracias, Bibi, gracias. Ruego por ello a diario. Mi primogénito, mi único hijo. Creo que… en estos momentos… la cooperación entre nosotros no debe tener restricciones.

—Eso es indiscutible. —El israelí tenía la incómoda sensación de que el momento de la mala noticia se estaba aproximando.

—Para que el número de bajas sea el menor posible, ¿sabe? Por eso le pido su ayuda, Benyamin, para que las bajas sean mínimas. Estamos en el mismo bando, ¿no es cierto? Soy estadounidense y judío.

El orden de procedencia que había utilizado quedó colgando en el aire.

—Y yo soy un israelí y un judío —murmuró Netanyahu. También él tenía su orden de precedencia. El financiero no se sintió en absoluto molesto.

—Precisamente por eso. Pero, dada la educación que usted recibió aquí, comprenderá… bueno, ¿cómo podría decirlo? Lo emotivos que a veces pueden ser los americanos. ¿Puedo serle franco?

El israelí pensó que esa petición de franqueza era un alivio.

—Si pudiera hacerse algo para reducir el número de bajas, aunque solo fuese un puñado, yo y mis compatriotas estaríamos eternamente agradecidos a todo aquel que hubiera contribuido a ello en cualquier medida.

No expresó la otra mitad de su sentimiento, pero Netanhayu era un diplomático demasiado experto como para que le pasara por alto. Y si se hacía o no hacía algo que pudiera aumentar ese número de bajas, la memoria de Estados Unidos sería larga y su venganza desagradable.

—¿Qué quiere usted de mí? —le preguntó.

Saul Nathanson tomó un sorbo de vino y contempló los troncos chisporroteantes.

—Parece ser que en Bagdad hay un hombre cuyo nombre en clave es Jericó…

Cuando terminaron de hablar, el viceministro de Asuntos Exteriores, que avanzaba a toda velocidad para abordar su avión en el aeropuerto Dulles, parecía profundamente pensativo.