7

El hijo del estanquero estaba tan asustado como su padre.

—Por piedad, hijo mío, diles lo que sabes —rogó al muchacho.

Los dos hombres que formaban la delegación del Comité de Resistencia Kuwaití habían mostrado una cortesía exquisita cuando se presentaron al estanquero, pero insistieron con firmeza en que deseaban que su hijo fuese absolutamente sincero con ellos.

Aunque no le habían dado sus nombres reales sino dos seudónimos, el estanquero era lo bastante ingenioso para darse cuenta de que estaba hablando con miembros poderosos e influyentes de su propio pueblo. Más aún, saber que su hijo estaba implicado en la resistencia activa había sido una completa sorpresa para él.

Y lo peor de todo era que acababa de enterarse de que su vástago ni siquiera pertenecía a la resistencia oficial kuwaití, sino que le habían visto arrojar una bomba bajo un camión iraquí a petición de cierto extraño bandido del que nunca había oído hablar. Era suficiente para que cualquier padre sufriera un ataque cardíaco.

Los cuatro hombres estaban sentados en la sala de la cómoda casa del estanquero, en Keifan, mientras uno de los visitantes le explicaba que no tenían nada contra el beduino, sino que sencillamente deseaban entrar en contacto con él a fin de ofrecerle su colaboración.

Así pues, el muchacho les explicó lo que había sucedido desde el momento en que su amigo fue derribado detrás de un montón de cascotes cuando estaba a punto de disparar contra un camión iraquí que avanzaba velozmente por la carretera. Los hombres le escucharon en silencio: solo el que le interrogaba le interrumpía de vez en cuando para hacerle alguna pregunta. El que llevaba gafas oscuras y permanecía en silencio era Abu Fouad.

El interrogador estaba especialmente interesado en la casa donde el grupo se reunía con el Beduino. El muchacho les facilitó la dirección y añadió:

—No creo que os sirva de nada ir allá, porque él mantiene una vigilancia extrema. Uno de nosotros fue una vez con la intención de hablarle, pero la casa estaba cerrada. Estamos seguros de que no vive ahí, pero él supo que le habíamos visitado. Nos dijo que no volviéramos a hacerlo y que, si ocurría otra vez, rompería el contacto con nosotros y no le veríamos más.

Sentado en su rincón, Abu Fouad asentía. Al contrario que los demás, era un soldado adiestrado y creía reconocer en los hechos la mano de otro como él.

—¿Cuándo volveréis a verle? —preguntó serenamente.

Existía la posibilidad de que el muchacho lograra entregarle un mensaje, una invitación a parlamentar.

—Ahora es él quien se pone en contacto con nosotros. El contactado trae a los demás. Puede requerir algún tiempo.

Los dos kuwaitíes se marcharon. Tenían la descripción de los dos vehículos: una desvencijada camioneta de caja abierta que en apariencia pertenecía a un hortelano que la utilizaba para transportar fruta desde el campo a la ciudad, y un poderoso todoterreno para viajar por el desierto.

Abu Fouad indicó las matrículas de ambos vehículos a un amigo que tenía en el Ministerio de Transportes, pero la investigación no condujo a nada, pues ambas matrículas eran falsas. Solo había otra pista, la de los carnets de identidad que el hombre necesitaría para pasar por los omnipresentes bloqueos de carreteras y puntos de control iraquíes.

Por medio de su comité entró en contacto con un funcionario del Ministerio del Interior. Tuvo suerte. Aquel hombre recordaba haber confeccionado un falso carnet de identidad para un hortelano de Jahra. Era un favor que le había hecho al millonario Ahmed al Khalifa hacía ya un mes y medio.

Abu Fouad estaba eufórico y a la vez intrigado. El comerciante era una figura influyente y respetada en el movimiento, pero siempre se había creído que se limitaba estrictamente al aspecto financiero, no combatiente, de la resistencia. ¿Qué diablos estaba haciendo como patrono del misterioso y letal beduino?

Al sur de la frontera kuwaití proseguía la acumulación de armamento estadounidense. Transcurrida la última semana de septiembre, el general Norman Schwarzkopf, enterrado en la conejera de cámaras secretas dos plantas por debajo del Ministerio de Defensa saudí, en la avenida del Antiguo Aeropuerto de Riad, se dio cuenta por fin de que disponía de fuerzas suficientes para declarar que Arabia Saudí no corría peligro de un ataque iraquí.

En cuanto a la protección aérea, el general Charles Chuck Horner había establecido un «paraguas» que patrullaba constantemente, compuesto por una escuadra rápida y bien aprovisionada de cazas imbatibles en vuelo, cazabombarderos para atacar objetivos en tierra, transportes de combustible para repostar en el aire, bombarderos pesados y suficientes Thunderbolt anticarro para destruir a los iraquíes que pretendieran invadir la península por tierra y aire.

Horner disponía de una tecnología aerotransportada capaz de cubrir mediante radar hasta el último centímetro cuadrado de Irak, así como de percibir cualquier movimiento de metal pesado que avanzase por las carreteras, recorriera el desierto o intentara alzar el vuelo. También estaba en condiciones de captar todas las conversaciones iraquíes a través de las ondas aéreas y localizar cualquier fuente de calor.

En tierra, Norman Schwarzkopf sabía que tenía suficientes unidades mecanizadas, vehículos acorazados ligeros y pesados, además de la artillería y la infantería necesarias para hacer frente a toda columna iraquí, retenerla, rodearla y aniquilarla.

En la última semana de septiembre se hicieron planes —tan en secreto que ni siquiera se informó a los aliados de Estados Unidos—, para pasar de la situación defensiva a la ofensiva. Se planeó el ataque contra Irak, aun cuando el mandato de las Naciones Unidas se limitaba exclusivamente a la seguridad de Arabia Saudí y los estados del Golfo.

Pero el jefe estadounidense también tenía problemas. Uno de ellos era que el número de tropas, cañones y tanques iraquíes desplegados era el doble del que había cuando llegó a Riad hacía mes y medio. Otro problema consistía en que para liberar Kuwait tendría que duplicar el volumen de las fuerzas aliadas necesarias para mantener la seguridad de Arabia.

Norman Schwarzkopf era un hombre que se tomaba muy en serio el aforismo de George Patton. Un solo estadounidense, británico, francés o cualquier otro soldado o piloto de la Coalición muerto, representaba un exceso de bajas. Antes de proceder al ataque terrestre quería dos cosas: duplicar el volumen de las fuerzas de que ya disponía, y un ataque aéreo que garantizara la «degradación» al cincuenta por ciento del potencial de las fuerzas iraquíes situadas al norte de la frontera.

Eso significaba más tiempo, más equipo, más almacenes, cañones, tanques, tropas, aviones, combustible, alimentos y muchísimo más dinero. Entonces dijo a los pasmados estrategas de salón que se sentaban en el Capitolio que si querían una victoria sería mejor que le facilitaran todo eso.

En realidad fue el cortés jefe de la junta de Estado Mayor Conjunto, general Colin Powell, quien transmitió el mensaje, pero suavizando un poco el lenguaje. A los políticos les encanta jugar a soldados, pero detestan que se dirijan a ellos en el lenguaje de estos.

Así pues, la planificación en aquella última semana de septiembre se hizo en absoluto secreto. Tal como se desarrollaron las cosas, ese secretismo resultó acertado. Las Naciones Unidas, con sus costuras reventando de planes de paz, aguardarían hasta el 29 de noviembre antes de dar el visto bueno para usar toda la fuerza necesaria a fin de expulsar a Irak de Kuwait salvo que se retirase antes del 16 de enero. Si los planes se hubieran iniciado a finales de noviembre, no habrían podido ser completados a tiempo.

Ahmed al Khalifa estaba profundamente desazonado. Conocía a Abu Fouad, desde luego, sabía quién era y a qué se dedicaba. Además, comprendía el motivo por el que se había puesto en contacto con él. Pero le explicó que había dado su palabra y no podía incumplirla.

Ni siquiera reveló a su compatriota y camarada de la resistencia que aquel a quien llamaban el Beduino era, en realidad, un oficial británico, pero accedió a dejar un mensaje en un lugar donde sabía que aquel hombre lo encontraría más tarde o más temprano.

A la mañana siguiente se dirigió al cementerio cristiano y, bajo la lápida de mármol del marino Shepton, dejó una carta con su recomendación personal para que el Beduino accediese a reunirse con Abu Fouad.

El grupo estaba formado por seis soldados al mando de un sargento, y cuando el Beduino dobló la esquina se sorprendieron tanto como él.

Mike Martin había dejado su pequeño vehículo en el garaje y caminaba por la ciudad hacia la casa que había elegido para pasar aquella noche. Estaba cansado y, cosa rara en él, iba desprevenido. Cuando vio a los iraquíes y supo que ellos le habían visto, se maldijo a sí mismo. En su oficio, un hombre podía morir por bajar la guardia un solo instante.

Era bastante después del toque de queda, y aunque él estaba acostumbrado a moverse por la ciudad cuando los habitantes que respetaban la ley desaparecían y solo merodeaban las patrullas iraquíes, siempre se movía por calles secundarias mal iluminadas, oscuros terrenos baldíos y negros callejones, de la misma manera que los iraquíes mantenían su presencia en las arterias y cruces principales. De ese modo nunca había tropiezos.

Pero tras el regreso de Hassan Rahmani a Bagdad y su mordaz informe sobre la utilidad del Ejército Popular, se estaban produciendo ciertos cambios. Habían empezado a aparecer las boinas verdes de las Fuerzas Especiales.

Aunque no pertenecían a una élite, como la Guardia Republicana, los Boinas Verdes estaban por lo menos más disciplinados que la chusma de reclutas llamada Ejército Popular. Seis de ellos se hallaban ahora junto a su camión, en un cruce de calles donde normalmente no habría habido iraquíes.

Martin solo tuvo tiempo de apoyarse en el bastón que llevaba y adoptar la postura de un anciano. Era una actitud acertada, pues en la cultura árabe se respeta a los ancianos, o por lo menos se tiene compasión por ellos.

—Eh, tú —gritó el sargento—. Ven aquí.

Cuatro fusiles de asalto apuntaban al hombre solitario con la cara cubierta por un keffiyeh a cuadros. El viejo se detuvo y se aproximó cojeando.

—¿Qué haces en la calle a estas horas, beduino?

—Solo soy un viejo que intenta llegar a su casa antes del toque de queda, sayidi —gimió el hombre.

—Hace dos horas que ha comenzado el toque de queda, viejo idiota.

El anciano sacudió la cabeza, desconcertado.

—No lo sabía, sayidi, no tengo reloj.

En Oriente Medio los relojes no son indispensables, sino objetos muy caros, signo de prosperidad. Los soldados iraquíes que llegaron a Kuwait pronto adquirieron los suyos: se limitaron a cogerlos. Pero la palabra beduino deriva de bidun, que significa «sin».

El sargento gruñó. La excusa era factible.

—A ver, tus documentos.

El anciano se palpó con la mano libre la sucia túnica.

—Parece que los he perdido —dijo en tono quejumbroso.

—Registradle —ordenó el sargento.

Uno de los soldados se adelantó. Martin tenía la sensación de que la granada de mano fijada con cinta adhesiva en la cara interior de su muslo izquierdo era tan grande como una de las sandías de su camioneta.

—No te atrevas a tocarme los cojones —dijo severamente el viejo beduino. El soldado se detuvo. Uno de los soldados que estaban detrás soltó una risita. El sargento procuró mantenerse serio.

—Bien, adelante, Zuhair, regístrale.

El joven soldado Zuhair titubeó, azorado. Sabía que iban a reírse a su costa.

—Solo mi esposa puede tocarme los huevos —dijo el beduino. Dos de los soldados soltaron una carcajada y bajaron los fusiles. Los demás les imitaron. Zuhair seguía titubeando—. Claro que eso no le sirve de nada —añadió el anciano—. Ya hace mucho que no estoy para esas cosas.

Aquello fue demasiado. Los soldados se desternillaron de risa. Hasta el sargento sonrió.

—Bueno, anciano, sigue tu camino. Y no te quedes en la calle después de que oscurezca.

El beduino se dirigió cojeando hasta la esquina, rascándose bajo la ropa. Antes de doblar se volvió. La granada, con el cebo sobresaliendo toscamente a un lado, rodó sobre los adoquines y se detuvo ante los pies de Zuhair. Los seis la miraron fijamente. Entonces estalló. Fue el final de los seis soldados. También era el final de septiembre.

Aquella noche, lejos de allí, en Tel Aviv, el general Yaacov Kobi Dror, del Mossad, estaba sentado en su despacho del edificio Hadar Dafna, tomando un trago después del trabajo con un viejo amigo y colega, Shlomo Gershon, a quien todo el mundo conocía como Sami.

Sami Gershon era jefe de la División de Combatientes, o Komemiute, la sección responsable de dirigir a los agentes «ilegales», el peligroso filo cortante del espionaje. Era uno de los dos que se encontraban presentes cuando su jefe había mentido a Chip Barber.

—¿No crees que deberíamos habérselo dicho? —le preguntó, porque el tema había surgido de nuevo.

Dror agitó la botella de cerveza y bebió un sorbo.

—Que se jodan —gruñó—. Que recluten a sus puñeteros agentes.

Cierta vez, en la primavera de 1967, cuando era un soldado prácticamente adolescente, había estado en el desierto, esperando dentro de su tanque Patton mientras cuatro estados árabes se preparaban para ajustar las cuentas con Israel de una vez por todas. Todavía recordaba que el resto del mundo se había limitado a musitar: «¡Vaya, hombre!»

Con el resto de su tripulación, al frente de la cual estaba un joven de veinte años, fue uno de los que, bajo el mando de Israel Tal, abrieron una brecha a través del paso de Mitla e hicieron retroceder al ejército egipcio hasta el canal de Suez.

Y recordaba que, cuando Israel destruyó cuatro ejércitos y otras tantas fuerzas aéreas en seis días, los mismos medios de comunicación occidentales que se habían lavado las manos ante la inminente destrucción del país, en mayo acusaron a los israelíes de ganar empleando tácticas de matón de barrio.

Ese era el origen de la filosofía de Kobi Dror: que se fueran todos a hacer puñetas. Él era un sabra, nacido y criado en Israel, y no tenía la amplitud de miras ni la paciencia de David Ben Gurión.

Políticamente era leal al partido de extrema derecha Likud, a Menachem Begin, que había estado en el Irgun, y a Itzhak Shamir, un ex miembro de la «pandilla dura».

Una vez, sentado al fondo de la clase mientras escuchaba a un miembro de su personal que aleccionaba a los nuevos reclutas, oyó que el hombre decía «agencias de Inteligencia amigas». Entonces se levantó y siguió dando él mismo la clase.

—No existe ningún amigo de Israel excepto, tal vez, un judío de la diáspora —les dijo—. El mundo se divide en dos clases: nuestros enemigos y los neutrales. A nuestros enemigos sabemos cómo tratarlos. En cuanto a los neutrales, tomad todo de ellos y no les deis nada a cambio. Sonreídles, dadles palmadas en la espalda, bebed con ellos, halagadlos, agradecedles sus soplos y no les digáis nada.

—Bueno, Kobi, confiemos en que nunca lo averigüen —le dijo ahora Gershon.

—¿Cómo podrían averiguarlo? Solo lo sabemos ocho, y todos pertenecemos a la Oficina.

Tal vez fuese a causa de la cerveza, pero lo cierto es que estaba pasando por alto a alguien.

En la primavera de 1988 un hombre de negocios británico llamado Stuart Harris asistía a una feria industrial en Bagdad. Era director de ventas de una empresa de Nottingham que fabricaba y vendía equipos para diversos tipos de construcciones. La feria se celebraba bajo los auspicios del Ministerio de Transportes iraquí. Como a la mayoría de los occidentales, le habían alojado en el hotel Rashid de la calle Yafa, construido principalmente para extranjeros y sometido siempre a vigilancia.

El tercer día de la feria, al regresar a su habitación, Harris encontró un sobre sin membrete que había sido introducido por debajo de la puerta. No constaba en él nombre alguno, tan solo el número de la habitación, que era el correcto.

El sobre contenía una sola hoja de papel y otro sobre, este de correo aéreo, y también sin indicación alguna. En la hoja de papel, y en letras mayúsculas, decía en inglés: «A su regreso a Londres entregue este sobre sin abrir a la embajada israelí.»

Eso era todo. Stuart Harris se sintió aterrado. Conocía la reputación de Irak y de su temida policía secreta. El contenido de aquel sobre, fuera lo que fuere, podría hacer que le detuvieran, tortuasen, incluso asesinaran.

Cabe decir en su favor que no perdió la cabeza, sino que se sentó y trató de entender aquello. Por ejemplo, ¿por qué le habían elegido a él? Había docenas de hombres de negocios británicos en Bagdad. ¿Por qué tenía que ser Stuart Harris? No podían saber que era judío, que su padre, Samuel Horowitz, había llegado a Inglaterra en 1935 procedente de Alemania. ¿Cómo iban a enterarse de esas cosas?

Aunque él nunca lo sabría, dos días antes había tenido lugar una conversación en la cantina de la feria entre dos funcionarios del Ministerio de Transportes iraquí. Uno de ellos le había hablado al otro de su visita a la fábrica de Nottingham el otoño anterior. Le contó que Harris había sido su anfitrión durante los dos primeros días, luego desapareció un día entero y al siguiente regresó. El iraquí preguntó si Harris había estado enfermo. Un colega se rió y le dijo que se había ausentado para el Yom Kippur.

Aunque los dos funcionarios iraquíes no pensaron más en ello, alguien que estaba en la mesa de al lado sí que lo hizo, y habló de la conversación con su superior. Este no pareció darle importancia, pero más tarde se quedó pensativo y pidió los datos del señor Stuart Harris, de Nottingham. Se enteró de que se alojaba en el Rashid y obtuvo su número de habitación.

Harris seguía sentado, preguntándose qué debía hacer. Razonó que, aunque el anónimo remitente de la carta hubiera descubierto que era judío, había una cosa que era imposible que supiera. Por una extraña coincidencia, Stuart Harris era un sayan.

El Instituto Israelí de Inteligencia y Operaciones Especiales, fundado en 1951 por orden de Ben Gurión, es conocido fuera de sus propios muros como Mossad, palabra hebrea que significa «instituto». De muros adentro nunca se lo llama así, sino siempre «la Oficina». Entre los principales servicios secretos del mundo es, con mucho, el más pequeño. A juzgar por su personal en nómina, es diminuto. En la sede de la CIA en Langley, Virginia, hay unos 25.000 empleados, sin contar el personal destinado en el exterior. En su época de mayor apogeo, el Primer Directorado del KGB, responsable como la CIA y el Mossad de recoger informes secretos en el exterior, contaba con 15.000 agentes en todo el mundo y unos 3.000 en la sede de Yazenevo.

El Mossad solo tiene entre 1.200 y 1.500 agentes y menos de cuarenta oficiales de caso, llamados katsas.

La posibilidad de operar con un presupuesto tan reducido y un personal tan escaso y, no obstante, asegurar la obtención del «producto», depende de dos factores. Uno es la capacidad de obtener cuantos datos deseen de la población israelí, que sigue siendo sorprendentemente cosmopolita y en la que se da una asombrosa variedad de talentos, lenguas y orígenes geográficos.

El otro factor es una red internacional de ayudantes o auxiliares, en hebreo sayanim. Se trata de judíos de la diáspora (deben ser totalmente judíos, por el lado paterno y el materno), quienes, aunque probablemente serán leales al país en el que residen, también simpatizarán con el Estado de Israel.

Solo en Londres hay dos mil de esos auxiliares, cinco mil en el resto de Gran Bretaña y diez veces esa cifra en Estados Unidos. Nunca se les hace intervenir en operaciones, sino que todo lo que se les pide son favores, y deben estar convencidos de que la ayuda que se les solicita no es para una operación contra su país natal o de adopción. No se permiten los conflictos de lealtades. Esas personas permiten reducir hasta la décima parte los costes de las operaciones.

Por ejemplo: un equipo del Mossad llega a Londres para montar una operación contra un grupo palestino clandestino. Necesitan un coche. A un sayan que trabaja en el ramo automovilístico se le pide que deje un coche de segunda mano con documentación legal en cierto lugar y con las llaves bajo la esterilla. Lo devuelven más tarde, después de la operación. El sayan nunca sabe para qué ha sido usado. En su registro consta que se lo dejó a un posible cliente.

El mismo equipo necesita una tapadera. Un sayan propietario de locales comerciales les presta un local vacío, y otro dedicado a la confitería les surte de los caramelos y chocolate necesarios para llenar la tienda. Si precisan una dirección a la que enviar correo, un sayan que trabaja en el ramo inmobiliario les presta las llaves de una oficina que consta como vacía en su registro.

Stuart Harris estaba veraneando en la localidad turística israelí de Eilat cuando, en el bar del Roca Roja, trabó conversación con un agradable joven israelí que hablaba un inglés excelente. Volvieron a verse y esta vez el joven acudió acompañado de un amigo, un hombre mayor que el otro y que discretamente averiguó cuáles eran los sentimientos de Harris hacia Israel. Al final de las vacaciones Harris había convenido que, si había algo que él pudiera hacer…

Regresó a su casa y reanudó su vida ordinaria, tal como le habían aconsejado. Durante dos años esperó la llamada, pero esta nunca se produjo. Sin embargo, un amistoso visitante siempre se mantenía en contacto con él… Una de las tareas más fatigosas de los katsas destinados al extranjero es la de echar un ojo a los sayanim de su lista.

Así pues, Stuart Harris, presa de creciente pánico, permanecía sentado en una habitación del hotel de Bagdad, preguntándose qué debía hacer. La carta podía ser una provocación, y tal vez le interceptarían en el aeropuerto cuando tratase de sacarla subrepticiamente. ¿Introducirla en el bolso de otra persona? Sabía que era incapaz de hacer eso. Además, ¿cómo la recuperaría cuando llegase a Londres?

Finalmente se serenó, ideó un plan y lo llevó minuciosamente a la práctica. Quemó el sobre externo y la nota en un cenicero, machacó las cenizas y las hizo desaparecer por el desagüe del lavabo. Entonces escondió el otro sobre bajo la manta de repuesto en el estante superior del armario, tras haberlo limpiado.

Si registraban su habitación se limitaría a afirmar que no había necesitado la manta ni tocado nunca el estante superior, y que la carta debía de haber sido dejada allí por un ocupante anterior.

En una papelería compró un sobre de papel manila, una etiqueta y cinta adhesiva. En una oficina de correos adquirió suficientes sellos para enviar una revista de Bagdad a Londres. Sustrajo de la feria comercial una revista de promoción que ensalzaba las virtudes de Irak e incluso hizo que sellaran el sobre vacío con el logotipo de la feria.

El último día, poco antes de salir hacia el aeropuerto con sus dos colegas, se retiró a su habitación. Deslizó la carta dentro de la revista y metió ambas en el sobre. Escribió la dirección de un tío suyo en Long Easton y pegó la etiqueta y los sellos. Sabía que en el vestíbulo había un buzón y que la próxima recogida del correo sería al cabo de cuatro horas. Razonó que aunque los agentes secretos abrieran el sobre con vapor, para entonces él estaría sobrevolando los Alpes en un avión británico.

Dicen que la suerte favorece a los osados, a los imprudentes o a ambos. El vestíbulo del hotel estaba vigilado por hombres de la AMAM cuya misión era ver si a cualquier extranjero que salía se le acercaba un iraquí tratando de entregarle algo. Harris llevaba el sobre bajo la chaqueta y debajo del brazo izquierdo. Un hombre sentado en un rincón con la cara oculta tras un periódico le estaba observando, pero un carrito de equipaje se interpuso entre ellos en el momento en que Harris metía el sobre en el buzón. Cuando el hombre que vigilaba le vio de nuevo, Harris estaba ante el mostrador de recepción, entregando la llave.

La revista llegó a casa de su tío una semana después. Harris sabía que su tío estaba ausente de vacaciones y, como él tenía una llave por si se producía un incendio o un robo, la utilizó para entrar y recoger el sobre. Entonces lo llevó a la embajada israelí en Londres y pidió ver a su contacto. Le hicieron pasar a una salita y le dijeron que esperase.

Entró un hombre de edad mediana, le preguntó su nombre y por qué deseaba ver a «Norman». Él se lo explicó, extrajo del bolsillo el sobre de correo aéreo y lo depositó sobre la mesa. El diplomático israelí palideció, le dijo que esperase de nuevo y se marchó.

El edificio de la embajada, en el número 2 de Palace Green, tiene una hermosa estructura, pero sus líneas clásicas no dan indicio alguno de la enorme cantidad de fortificaciones y tecnología que el puesto londinense del Mossad oculta en el sótano. El joven que fue requerido con urgencia se hallaba en aquella fortaleza subterránea. Harris esperó durante largo rato.

Aunque no lo sabía, estaba siendo observado a través de un cristal que, por el lado que daba a la sala de espera, era un espejo. También le estaban fotografiando allí sentado, con el sobre encima de la mesa, mientras se comprobaban los archivos para asegurarse de que efectivamente se trataba de un sayan y no de un terrorista palestino. Cuando la foto de Stuart Harris, de Nottingham, que constaba en los archivos coincidió con el hombre sentado detrás del espejo, el joven katsa entró por fin en la sala.

Sonrió, se presentó como Rafi e invitó a Harris a contarle su historia desde el principio, desde su llegada a Eilat. Harris así lo hizo. Rafi sabía todo lo de Eilat, pues acababa de leer de cabo a rabo el expediente de aquel hombre, pero necesitaba cotejar la información. Cuando el otro le habló de Bagdad, su interés se avivó. Al principio le interrumpía poco, dejando que Harris le contase a su aire lo ocurrido. Entonces empezó el bombardeo de preguntas, hasta que Harris hubo revivido varias veces todo cuanto había hecho en Bagdad. Rafi no tomaba notas, pues la entrevista se estaba grabando. Finalmente utilizó un teléfono de pared para intercambiar unas frases en hebreo con un colega de mayor rango que estaba en la habitación contigua.

Rafi le agradeció efusivamente a Harris lo que había hecho, le felicitó por su valor y serenidad, le pidió que no mencionara absolutamente a nadie el incidente y le deseó un buen viaje de regreso a su casa. Entonces se marchó y otro funcionario acompañó a Harris al exterior.

Un hombre enfundado en un traje especial con casco y guantes a prueba de explosiones se llevó la carta. La fotografiaron y sometieron a rayos X. La embajada israelí ya había perdido un hombre a causa de una carta bomba y no estaban dispuestos a que algo así ocurriera de nuevo.

Finalmente abrieron la carta. Contenía dos hojas de papel cebolla llenas de escritura árabe. Rafi no hablaba árabe y mucho menos lo leía, como tampoco ninguno de los miembros de la estación de Londres. Por lo menos ninguno tenía la habilidad suficiente para comprender la compleja caligrafía árabe. Rafi envió por radio un largo informe en clave a Tel Aviv y luego escribió un informe aún más completo en el estilo formal y uniforme que en el Mossad se conoce con el nombre de NAKA. La carta y el informe salieron por valija diplomática en el vuelo nocturno de El Al desde Heathrow a Ben Gurión.

Un motorista con escolta armada recibió el correo en la escalerilla del avión y cogió la saca destinada al gran edificio del bulevar Rey Saúl, donde, poco después de la hora del desayuno, quedó depositada sobre la mesa del jefe de la sección de Irak, un joven katsa muy capacitado llamado David Sharon.

Aquel funcionario hablaba y leía el árabe a la perfección, y lo que leyó en aquel par de hojas de papel cebolla le dejó con la misma sensación que experimentó la primera vez que se lanzó desde un avión sobre el desierto del Neguev cuando se adiestraba en el cuerpo de paracaidistas.

Prescindiendo de su secretaria y del procesador de textos, utilizó su propia máquina de escribir y mecanografió una traducción literal de la carta en hebreo. Entonces llevó ambos documentos, más el informe de Rafi sobre cómo aquella carta había llegado a poder del Mossad, a su superior inmediato, el director de la división de Oriente Medio.

La carta decía que su autor era un funcionario de alto rango que participaba en los consejos superiores del régimen iraquí y que estaba dispuesto a trabajar para Israel por dinero, pero solo por dinero.

Decía algo más, e incluía el número de un apartado de correos en la oficina principal de correos de Bagdad, pero ese era el meollo del asunto.

Aquella noche tuvo lugar una reunión de alto nivel en el despacho privado de Kobi Dror. Estuvieron presentes este, Sami Gershon, jefe de los Combatientes, y Eitan Hadar, el superior inmediato de Sharon como director de la división de Oriente Medio, a quien aquella mañana había entregado la carta procedente de Bagdad. Llamaron a David Sharon.

Gershon se mostró receloso desde el principio.

—Es un camelo —dijo—. Nunca había visto un intento de tender una trampa tan flagrante, torpe y evidente. Mira, Kobi, no voy a enviar a ninguno de mis hombres más allá para que lo compruebe. Sería como enviarlo a una muerte segura. Ni siquiera mandaría un oter a Bagdad para que intentara establecer contacto.

Un oter es un árabe utilizado por el Mossad para establecer un contacto preliminar con un compatriota árabe, un mensajero de bajo nivel y mucho más prescindible que un auténtico katsa israelí.

El punto de vista de Gershon parecía prevalecer. La carta era una locura, un intento, al parecer, por atraer a Bagdad a un katsa veterano para detenerlo, torturarlo, juzgarlo y ejecutarlo públicamente. Finalmente Dror se volvió hacia David Sharon.

—Bueno, David, también tienes lengua. ¿Qué opinas de esto?

Sharon asintió, pesaroso.

—Casi tengo la certeza de que Sami está en lo cierto. Enviar allí a un buen elemento sería absurdo.

Eitan Hadar le dirigió una mirada de advertencia. Entre las divisiones existía la rivalidad habitual. No era necesario servirle a Gershon una victoria en bandeja de plata.

—Hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que se trate de una trampa.

—¿Solo el noventa y nueve por ciento? —replicó Dror, jocosamente—. ¿Y la única posibilidad restante, mi joven amigo?

—Ah, no es más que una idea alocada que se me acaba de ocurrir. Podría ser que nos hubiera caído del cielo un nuevo Penkovsky.

Todos guardaron silencio. La palabra se cernió en el aire como un desafío abierto. Gershon exhaló el aire con un largo siseo. Kobi Dror miró al jefe de su división de Irak. Sharon se contemplaba la punta de los dedos.

En el mundo del espionaje solo existen cuatro maneras de reclutar a un agente para que se infiltre en los consejos superiores de un país tomado como objetivo.

El primero es, con mucho, el más difícil. Consiste en usar a uno de tus propios compatriotas, al que se ha adiestrado hasta niveles extraordinarios para que se infiltre en el corazón mismo del país objeto del espionaje y se haga pasar por nativo. Por supuesto, semejante cosa es casi imposible a menos que el infiltrado haya nacido y se haya criado en el país-objetivo, y pueda introducirse de nuevo en él con facilidad con una tapadera que explique su ausencia. Incluso así, deberá esperar mucho tiempo hasta que tenga un cargo útil con acceso a los secretos; el período de «letargo» puede llegar a diez años.

No obstante, los israelíes fueron en el pasado maestros en esta técnica. Eso se debía a que, cuando Israel era un país recién creado, en los albores de su existencia como país, a Israel llegaban judíos provenientes de todo el mundo. Había judíos que podían pasar por marroquíes, argelinos, libios, egipcios, sirios, iraquíes o yemeníes, aparte de todos los que procedían de Rusia, Polonia, Europa Occidental y América del Norte y del Sur.

Quien tuvo más éxito entre todos ellos fue Elle Cohen, nacido y criado en Siria, quien fue introducido de nuevo en Damasco como un sirio que se había ausentado del país durante años y ahora regresaba. Con su nombre sirio, Cohen se hizo amigo íntimo de políticos de alto rango, funcionarios y generales que hablaban libre e interminablemente a su generoso anfitrión en las fiestas suntuosas que este daba. Todo cuanto decían, incluido el plan de combate sirio al completo, fue transmitido a Tel Aviv y llegó a tiempo para la Guerra de los Seis Días. Cohen fue descubierto, torturado y ahorcado públicamente en la Plaza de la Revolución de Damasco. Tales infiltraciones eran peligrosas en extremo y muy infrecuentes.

Pero transcurrieron los años y los inmigrantes originales israelíes envejecieron. Sus hijos sabra no estudiaban el árabe y no estaban en condiciones de intentar lo que Elle Cohen había hecho. Por ese motivo, hacia 1990, el Mossad tenía muchos menos arabistas brillantes de lo que podría haberse imaginado.

Pero existía una segunda razón. La penetración de los secretos árabes se logra mucho más fácilmente en Europa o Estados Unidos. Si un estado árabe compra un caza estadounidense, los detalles pueden ser robados con más facilidad y mucho menos riesgo en Norteamérica. Si un pez gordo árabe parece susceptible de abordaje, ¿por qué no hacerlo cuando visita los antros de placer de Europa? Ese es el motivo de que, hacia 1990, casi todas las operaciones del Mossad tuvieran lugar en Europa y Estados Unidos, que presentaban un riesgo muy bajo, en lugar de los estados árabes de alto riesgo.

Sin embargo, el rey de todos los infiltrados fue Marcus Mischa Wolf, quien durante años dirigió la red de Inteligencia en Alemania Oriental. Tenía una gran ventaja, y era que un alemán oriental puede hacerse pasar por un alemán occidental.

En su época, Wolf infiltró docenas y docenas de sus agentes en Alemania Occidental, y uno de ellos llegó a ser secretaria personal del mismísimo canciller Willy Brandt. La especialidad de Wolf era la secretaria solterona, gazmoña y poco atractiva que se hacía indispensable para su jefe, un ministro alemán occidental, y que estaba en condiciones de copiar todo documento que pasaba por su mesa para transmitirlo a Berlín Oriental.

El segundo método de infiltración consiste en usar a un miembro de la agencia agresora, pero haciéndose pasar por alguien procedente de una tercera nación. El país-objetivo sabe que el infiltrado es extranjero, pero está persuadido de que se trata de un extranjero amistoso y simpatizante.

Una vez más el Mossad aplicó con brillantez ese método, utilizando a un hombre llamado Ze’ev Gur Arieh. Su nombre verdadero era Wolfgang Lotz, y había nacido en Mannheim, Alemania, en 1921. Wolfgang medía más de metro ochenta de estatura, era rubio, de ojos azules y sin circuncidar, y, no obstante, era judío. Llegó a Israel de muchacho, se crió allí, adoptó su nombre hebreo, luchó con la Haganah clandestina y llegó a comandante del Ejército israelí. Entonces el Mossad se hizo cargo de él.

Le enviaron a Alemania durante dos años para que perfeccionara su alemán natal y «prosperase» con dinero del Mossad. Entonces, con una nueva esposa alemana, emigró a El Cairo y estableció una escuela de equitación.

Tuvo un gran éxito. A los jefes militares egipcios les encantaba relajarse con sus caballos, ayudados por Wolfgang, un buen alemán de derechas y antisemita que les servía champán y en el que podían confiar. Y, en efecto, confiaron. Todo lo que le decían era transmitido a Tel Aviv. Lotz fue finalmente capturado, tuvo la suerte de que no le ahorcaran y, después de la Guerra de los Seis Días, fue intercambiado por prisioneros egipcios.

Pero un impostor que aún tuvo más éxito fue un alemán de una generación anterior. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Richard Sorge era un corresponsal extranjero en Tokio que hablaba japonés y sostenía contactos de alto nivel con el gobierno de Hideki Tojo. Ese gobierno tenía un buen concepto de Hitler y suponía que Sorge era un alemán leal al régimen nazi, cosa que él ciertamente afirmaba ser.

A las autoridades de Tokio jamás se les ocurrió que Sorge no era nazi sino un comunista al servicio de Moscú. Durante años facilitó los planes de guerra del gobierno japonés a Moscú para que una vez allí fuesen estudiados. Su gran golpe fue el último. En 1941 los ejércitos de Hitler estaban ante Moscú. Stalin necesitaba saber con urgencia si Japón organizaría una invasión de la URSS desde sus bases en Manchuria. Sorge averiguó que tal cosa no ocurriría, y de ese modo Stalin pudo transferir cuarenta mil soldados mongoles desde el Extremo Oriente a Moscú. La carne de cañón asiática mantuvo a raya a los alemanes durante unas semanas más, hasta que llegó el invierno y Moscú se salvó.

No le sucedió lo mismo a Sorge, que fue desenmascarado y ahorcado. Pero antes de que muriese, su información probablemente había cambiado el curso de la historia.

El método más corriente de asegurar un agente en el país objetivo es el tercero: sencillamente, reclutar a ese hombre cuando ya está «en el sitio». El reclutamiento puede ser tediosamente lento o de una rapidez sorprendente. A tal fin, los «observadores de talentos» patrullan la comunidad diplomática en busca de un alto cargo «del otro lado» que parezca desencantado, resentido, insatisfecho, amargado o susceptible, en cualquier caso, de ser reclutado.

Se estudia a las delegaciones visitantes para ver si es posible separar a alguno de sus miembros, agasajarle y abordarle para intentar que cambie la lealtad. Cuando el observador de talentos ha encontrado uno «posible», los reclutadores se ponen en acción, y normalmente empiezan con una amistad informal que se hace más profunda y afectuosa. Finalmente el «amigo» sugiere al otro que podría hacerle un pequeño favor proporcionándole una información menor y sin trascendencia que necesita.

Una vez que el nuevo recluta ha caído en la trampa, le resulta imposible retroceder, y cuanto más implacable es el régimen al que sirve, menos probable será que lo confiese todo y se someta a la inexistente misericordia de ese régimen.

Los motivos por los que alguien es reclutado para servir a otro país varían. El reclutado puede tener deudas, graves problemas matrimoniales, haber sido postergado en la promoción, estar asqueado de su propio régimen o, sencillamente, anhelar una nueva vida y mucho dinero. Puede ser captado gracias a sus propias debilidades, sexuales u homosexuales, o simplemente mediante palabras almibaradas y halagos.

No han sido pocos los soviéticos, como Penkovsky y Gordievsky, que cambiaron de bando por auténticos motivos de «conciencia», pero la mayoría de los espías que se vuelven contra su propio país lo hacen porque tienen una vanidad monstruosa y están convencidos de que son realmente importantes para el país que los recluta.

Pero el más raro de todos los reclutamientos es el conocido simplemente como «entrar sin llamar». Tal como la frase indica, el recluta se presenta inesperadamente y sin anunciarse, y ofrece sus servicios.

Cuando es abordada de este modo, la agencia siempre reacciona con extremo escepticismo, pues teme que el hombre sea un «colocado» del otro bando. Así ocurrió cuando, en 1960, un alto cargo ruso abordó a los estadounidenses en Moscú, declaró que era coronel del brazo de la Inteligencia militar soviética, el GRU, y se ofreció para espiar a favor de Occidente. Fue rechazado.

Desconcertado, el hombre abordó a los británicos, quienes lo pusieron a prueba. Oleg Penkovsky resultó ser uno de los agentes más asombrosos que jamás han existido. En su breve carrera de treinta meses entregó más de 5.500 documentos al grupo operativo angloestadounidense que le utilizaba, y todos ellos pertenecían a las categorías de «secreto» o «máximo secreto». Durante la crisis de los misiles en Cuba, el mundo no se dio cuenta de que el presidente Kennedy conocía absolutamente todas las cartas de Nikita Kruschev, como un jugador de póquer con un espejo detrás de la espalda de su adversario. El espejo era Penkovsky.

El ruso corrió unos riesgos absurdos, negándose a viajar a Occidente cuando aún tenía la oportunidad de hacerlo. Después de la crisis de los misiles fue desenmascarado por los servicios de contraespionaje soviéticos, juzgado y fusilado.

Ninguno de los otros tres israelíes que estaban reunidos aquella noche en la habitación de Kobi Dror necesitaba que se le dijese nada acerca de Oleg Penkovsky. En su mundo, formaba parte de una leyenda. Parecía un sueño. ¿Un auténtico traidor vivo y chapado en oro de veinticuatro kilates en Bagdad? ¿Podía ser cierto? ¿Existía una mínima posibilidad de que lo fuese?

Kobi Dror dirigió a Sharon una larga y dura mirada.

—¿En qué estás pensando, muchacho?

—Era una simple idea —dijo Sharon con fingida timidez—, una carta… sin riesgos para nadie… una simple carta… haciendo algunas preguntas, preguntas difíciles, cosas que nos gustaría saber… Y él se presenta o no lo hace.

Dror lanzó una mirada a Gershon. El hombre que dirigía a los agentes «ilegales» se encogió de hombros. Su gesto parecía decir: «Yo coloco hombres sobre el terreno; las cartas me tienen sin cuidado».

—Muy bien, joven David. Le contestaremos, haciéndole unas cuantas preguntas. Entonces veremos. Eitan, trabaja con David en este asunto. Dejadme ver la carta antes de enviarla.

Eitan Hadar y David Sharon salieron juntos.

—Espero que sepas qué diablos estás haciendo —musitó a su protegido el jefe de la división de Oriente Medio.

La carta fue redactada con extremo cuidado. Varios expertos de la casa trabajaron en ella, por lo menos en la versión hebrea. La traducción al árabe vendría más tarde.

Nada más empezar, David Sharon se presentó solo con su nombre de pila. Agradeció al remitente la molestia que se había tomado y le aseguró que la misiva había llegado sin problemas al destino que sin duda él se había propuesto.

La respuesta seguía diciendo que el remitente comprendería, naturalmente, el hecho de que su carta hubiera despertado sorpresa y sospechas, tanto por su fuente como por su método de transmisión. Sabía que el remitente no era ningún necio y, en consecuencia, sabría que «mi gente» tenía necesidad de establecer la autenticidad de la oferta. David aseguraba al remitente que si era posible establecer esa autenticidad, el requisito de pago no representaría problema alguno, pero desde luego el producto debería justificar la remuneración que «mi gente» estuviera dispuesta a pagar. Así pues, ¿sería el remitente tan amable de responder a las preguntas que figuraban en la hoja adjunta?

La carta completa era más larga y complicada, pero esa era su esencia. Sharon terminaba facilitando al renitente una dirección postal en Roma para que enviara su respuesta.

La dirección era en realidad la de un piso franco que había dejado de ser utilizado y que la estación de Roma había ofrecido a instancias urgentes de Tel Aviv. En lo sucesivo, la estación de Roma seguiría vigilando la casa abandonada. Si los agentes de seguridad iraquíes aparecían en ella, serían observados y el asunto quedaría interrumpido.

La lista de veinte preguntas fue también cuidadosamente elegida después de mucha reflexión. El Mossad ya sabía las respuestas a ocho de las preguntas, pero no podía esperarse que las conociera. Por ello, un intento de engañar a Tel Aviv no surtiría efecto.

Otras ocho preguntas concernían a hechos cuya veracidad podía comprobarse después de que hubieran ocurrido. Cuatro de las preguntas se referían a cosas que Tel Aviv deseaba saber de verdad, en especial acerca de las intenciones de Saddam Hussein.

—Veamos hasta qué altura llega realmente este cabrón —dijo Kobi Dror cuando leyó la lista.

Finalmente llamaron a un profesor de la facultad de árabe de la Universidad de Tel Aviv para que redactara la carta en el ornado y florido estilo del lenguaje escrito. Sharon la firmó en árabe con la versión en esa lengua de su propio nombre: Daoud.

El texto contenía un punto más. A David le gustaría darle un nombre al remitente de Bagdad, y si este no tenía nada que objetar, ¿le importaría que le conocieran simplemente como Jericó?

La carta fue enviada desde El Cairo, la capital del único país árabe donde Israel tenía embajada.

Tras enviar la carta, David Sharon reanudó su trabajo y esperó. Cuanto más pensaba en ello, tanto más absurdo le parecía el asunto. Un apartado postal en un país donde la red de contraespionaje estaba dirigida por un tipo tan listo como Hassan Rahmani era atrozmente peligroso. No lo era menos redactar una información secreta en prosa normal y corriente, y no existía indicación alguna de que Jericó conociera la escritura secreta. Si el asunto seguía adelante, también sería imposible utilizar los servicios de correos ordinarios. No obstante, razonó, la cosa no prosperaría.

Pero prosperó. Al cabo de un mes la respuesta de Jericó llegó a Roma y fue llevada sin abrir a Tel Aviv, dentro de una caja blindada. Se tomaron precauciones extremas. El sobre podía estar conectado a explosivos o untado con una toxina letal. Cuando los científicos declararon por fin que estaba «limpio», lo abrieron.

Para su gran sorpresa, Jericó se revelaba como un filón. Las respuestas a las ocho preguntas ya conocidas por el Mossad eran rigurosamente exactas. Otras ocho, sobre movimientos de tropas, promociones, despidos y viajes al extranjero de luminarias reconocibles del régimen, tendrían que esperar a ser verificadas cuando ocurriesen, si es que ocurrían. En cuanto a las cuatro últimas preguntas, las autoridades de Tel Aviv no podían saber si eran acertadas ni comprobar su veracidad, pero todas las respuestas parecían absolutamente factibles.

David Sharon se apresuró a responder, con un texto que no causaría problemas de seguridad si fuese interceptado: «Querido tío, muchas gracias por tu carta que acaba de llegar. Es estupendo saber que estás bien y gozas de buena salud. Algunas de las cosas que planteas requerirán tiempo, pero si todo va bien, volveré a escribirte pronto. Tu sobrino que te quiere, Daoud.»

En el edificio Hadar Dafna empezaba a crecer la certidumbre de que, al fin y al cabo, aquel hombre, Jericó, podía ir en serio. En tal caso, era necesaria una acción urgente. Un intercambio de dos cartas era una cosa, pero enviar un agente clandestino a un país gobernado por una dictadura brutal era otra. De ninguna manera podía continuar la comunicación epistolar en escritura normal, mediante correos públicos y apartados postales, ya que eso era una receta para un seguro desastre.

Sería necesario introducir en Bagdad un oficial de caso para que viviese allí y dirigiera a Jericó utilizando todos los medios habituales del oficio: escritura secreta, códigos, los llamados «buzones muertos», que eran escondrijos de correo secreto, y los medios para sacar el producto de Bagdad sin que fuese interceptado y enviarlo a Israel.

—De ninguna manera —repitió Gershon—. No enviaré a un katsa israelí veterano a una misión «negra» para una estancia prolongada en Bagdad. O lo hace bajo cobertura diplomática, o no va.

—De acuerdo, Sami —dijo Dror—, que sea cobertura diplomática. A ver qué tenemos ahí.

La insistencia en la cobertura diplomática se debía a que un agente «negro» puede ser detenido, torturado, ahorcado… cualquier cosa, mientras que un diplomático acreditado, incluso en Bagdad, está en condiciones de evitar situaciones tan desagradables. Si le sorprenden espiando, será declarado persona no grata y le expulsarán del país. Es algo que se hace continuamente.

Aquel verano varias de las principales divisiones del Mossad trabajaron a toda marcha, especialmente Investigación. Gershon pudo decirles que no contaba con ningún agente entre el personal de las embajadas acreditadas en la capital de Irak, por cuyo motivo ya estaba bastante irritado. Así pues, se iniciaron las investigaciones para encontrar un diplomático apropiado.

Se identificó a quienes trabajaban en cada una de las embajadas extranjeras en Bagdad, para lo que se adquirió, en la capital de cada país, una lista completa de su personal. Nadie correspondía a las especificaciones, ningún miembro del personal diplomático en Bagdad había colaborado antes con el Mossad, de modo que no existía posibilidad alguna de «reactivarlo». Ni siquiera había un solo sayan en aquellas listas.

Entonces, uno de los empleados tuvo una idea: las Naciones Unidas. En 1990 el organismo mundial disponía de una sola agencia radicada en Bagdad, la Comisión Económica de la ONU para Asia Occidental.

El Mossad tenía un gran nivel de penetración en la sede neoyorquina de las Naciones Unidas, y adquirió una lista del personal. Uno de los nombres respondía a los requisitos: se trataba de un joven diplomático judío de nacionalidad chilena llamado Alfonso Benz Moncada. No se había adiestrado como agente pero era un sayan y, por lo tanto, presumiblemente estaría dispuesto a ayudar.

Los datos facilitados por Jericó se revelaron exactos uno tras otro. Las comprobaciones determinaron que las divisiones militares que según él se moverían, se habían movido; y que los ascensos y los despidos que había predicho se produjeron en su momento.

—O bien Saddam Hussein en persona está detrás de este fárrago, o bien Jericó está traicionando a su país de un modo excelente —observó Kobi Dror.

David Sharon envió una tercera carta, también redactada de la manera más inocente. Para esta misiva y la anterior el profesor de árabe no había sido necesario. La tercera se refería a un pedido del cliente de Bagdad, consistente en cristalería y objetos de porcelana sumamente delicados. David decía que, sin duda, habría que tener un poco más de paciencia hasta que se pudiera idear un medio de envío que garantizara la imposibilidad de que la carga sufriera un desastre accidental.

Un katsa que hablaba español y ya tenía su base en Sudamérica fue enviado a toda prisa a Santiago, donde persuadió a los padres del señor Benz para que instaran a su hijo a que regresase a casa de inmediato pues su madre estaba muy enferma. Fue el padre quien telefoneó a su hijo a Bagdad. Preocupado, este solicitó tres semanas de permiso para volver a Chile, lo que le fue concedido enseguida.

Pero allí no encontró a su madre enferma, sino a todo un equipo de oficiales de adiestramiento del Mossad, quienes le rogaron que accediera a su petición. Él habló del asunto con sus padres y estos estuvieron de acuerdo. Nunca habían visto Israel, pero eran judíos y el compromiso emocional con las necesidades de aquella tierra era muy fuerte.

Otro sayan que vivía en Santiago prestó su casa, sin necesidad de saber qué iban a hacer en ella. Era un chalet veraniego rodeado de un jardín vallado, en las afueras de la ciudad, cerca del mar. Una vez instalado allí, el equipo de adiestramiento empezó a trabajar.

Para que un katsa sepa cómo dirigir a un agente clandestino en territorio hostil son necesarios, al menos, dos años de adiestramiento. El equipo solo disponía de tres semanas. Trabajaron dieciséis horas al día. Instruyeron al chileno de treinta años en la escritura secreta y los códigos básicos, la fotografía en miniatura y la reducción de fotografías a micropuntos. Salieron a las calles y le enseñaron la manera de descubrir si alguien le seguía. Le advirtieron que nunca debía quitarse de encima a un perseguidor, salvo en un caso de absoluta emergencia, si llevaba consigo un material altamente incriminatorio. Le dijeron que aunque solo pareciera que le estaban siguiendo, cancelase la cita o la recogida de material y volviera a intentarlo más tarde.

Le mostraron cómo utilizar las sustancias combustibles almacenadas en una falsa estilográfica para destruir pruebas acusatorias en cuestión de segundos, al abrigo de un lavabo o simplemente a la vuelta de una esquina.

Le llevaron en coche para enseñarle a detectar un seguimiento en vehículo: uno de ellos actuaba como instructor y los restantes miembros del equipo como «hostiles». Absorbía sus instrucciones hasta que los oídos le zumbaban, los ojos le dolían e imploraba que le dejaran dormir.

Entonces le informaron acerca de los escondrijos de correo secreto, los buzones muertos, unos compartimientos secretos donde podía dejar o recoger un mensaje. Le enseñaron a preparar uno, en un hueco detrás de un ladrillo suelto en una pared, o bajo la lápida de una tumba, en una grieta de un viejo árbol o bajo una losa.

Al cabo de tres semanas Alfonso Benz Moncada se despidió de sus entristecidos padres y regresó a Bagdad en avión, con escala en Londres. En el chalet, el instructor jefe se retrepó en su sillón, se pasó una mano por la frente con gesto de cansancio y dijo al equipo:

—Si ese maricón consigue salir libre y con vida, haré un peregrinaje a la Meca.

Los demás se echaron a reír. Su jefe era un judío absolutamente ortodoxo. Durante todo el tiempo que dedicaron a la instrucción de Moncada, ninguno de ellos supo qué iba a hacer en Bagdad. Su tarea no consistía en saberlo. Tampoco lo sabía el chileno.

Durante la escala en Londres le llevaron al hotel Heathrow Penta, cercano al aeropuerto. Allí conoció a Sami Gershon y David Sharon, quienes le pusieron al corriente.

—No intentes identificarle —advirtió Gershon al joven—. Eso corre de nuestra cuenta. Limítate a establecer los escondrijos del correo secreto y usarlos. Te enviaremos las listas de las cosas cuyas respuestas necesitamos. No las entenderás, porque estarán escritas en árabe. No creemos que Jericó tenga muchos conocimientos de inglés, y es posible que no lo hable en absoluto. Jamás intentes traducir lo que te enviemos. Déjalo en uno de los escondrijos y haz la marca apropiada con tiza para que sepa que ha de recoger material. Cuando veas su marca de tiza, haz lo mismo y recoge la respuesta.

En una habitación independiente hicieron entrega a Alfonso Benz Moncada de su nuevo equipaje. Había una cámara que parecía una Pentax común y corriente pero que admitía un carrete con más de cien exposiciones, más un codal de aluminio y aspecto inocente para sujetar la cámara a la distancia exactamente apropiada sobre la hoja de papel. La cámara ya había sido preparada de antemano para fotografiar a esa distancia.

En su bolsa de aseo había varias clases de tinta invisible y sustancias químicas combustibles disfrazadas como loción para después del afeitado. Una cartera contenía papel de cartas tratado especialmente para la escritura secreta. Finalmente le explicaron la manera de comunicarse con ellos mediante un método que habían establecido durante el período de adiestramiento en Chile.

Podía escribir cartas relativas a su pasión por el ajedrez —que era su afición favorita—, a Justin Bokomo, un amigo ugandés con el que mantenía correspondencia que trabajaba en el Secretariado General del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. Sus cartas siempre saldrían de Bagdad en la valija de correo diplomático con destino a Nueva York. Las respuestas también serían enviadas por Bokomo desde Nueva York.

Aunque Benz Moncada no lo sabía, en Nueva York había un ugandés llamado Bokomo. En la sala de correo también había un katsa del Mossad que interceptaría la correspondencia.

Cuando el dorso de las cartas de Bokomo fuese tratado químicamente, aparecería la lista de preguntas del Mossad. Esta debía ser fotocopiada cuando nadie mirase y pasada a Jericó depositándola en uno de los escondrijos convenidos. Probablemente la respuesta de Jericó estaría escrita en el aracnoide alfabeto árabe. Cada página debía ser fotografiada diez veces, por si alguna imagen salía borrosa, y la película enviada a Bokomo.

De regreso a Bagdad, el joven chileno, con el corazón en la garganta, estableció seis escondrijos para el correo, sobre todo detrás de ladrillos sueltos en viejos muros o casas en ruinas, debajo de losas en callejones poco transitados y uno de ellos bajo el alféizar de una ventana en una tienda abandonada.

En cada una de las ocasiones temió verse rodeado por los terribles hombres de la AMAM, pero los ciudadanos de Bagdad parecían tan corteses como siempre y ninguno reparó en él cuando merodeaba, con la apariencia de un turista extranjero curioso, por los callejones y callejas laterales del barrio antiguo, el barrio armenio, el mercado de frutas y verduras de Kasra y los viejos cementerios. Por todas partes había viejos muros en ruinas y losas sueltas donde a nadie se le ocurriría mirar.

Anotó las ubicaciones de los seis escondrijos, tres de los cuales contendrían sus mensajes para Jericó mientras los otros tres serían para las respuestas de este. También buscó seis lugares, en paredes, portales y persianas, donde una inocente marca de tiza pudiera alertar a Jericó de que había un mensaje para él, o bien indicarle a él mismo que su contacto tenía una respuesta a punto aguardando a ser recogida en un buzón muerto.

Cada marca de tiza respondía a un escondrijo diferente. Anotó la ubicación de estos, así como los lugares donde estaban las marcas de tiza, con la precisión necesaria para que Jericó pudiera encontrarlas contando únicamente con la descripción por escrito.

Permanecía continuamente alerta a fin de detectar la presencia de cualquier perseguidor en vehículo o a pie. Una sola vez estuvo bajo vigilancia, pero fue torpe y rutinaria, pues la AMAM parecía elegir ciertos días al azar para seguir a diplomáticos extranjeros escogidos también al azar. Al día siguiente nadie lo siguió, y reanudó la tarea.

Cuando lo tuvo todo preparado, memorizó cada detalle, los mecanografió, destruyó la cinta, fotografió las hojas de papel, las destruyó también y envió el carrete de película al señor Bokomo. A través de la sala de correo del edificio de Naciones Unidas junto al East River, Nueva York, el pequeño paquete terminó en manos de David Sharon, en Tel Aviv.

Lo más arriesgado era hacer llegar toda esa información a Jericó. Significaba enviar una última carta a aquel condenado apartado de correos de Bagdad. Sharon escribió a «su amigo» que los documentos que necesitaba serían depositados exactamente a mediodía, al cabo de catorce días, el 18 de agosto de 1988, y deberían ser recogidos no más de una hora después.

Las instrucciones precisas, escritas en árabe, estuvieron en poder de Moncada el día 16. A las doce menos cinco del día 18 entró en el edificio de correos, se dirigió al apartado postal y depositó en él un voluminoso paquete. Nadie le dijo nada ni le arrestó. Una hora después Jericó abrió el apartado y retiró el paquete. Tampoco a él le dijeron nada ni le detuvieron.

Ahora que se había establecido un contacto seguro, el tráfico empezó a fluir. Jericó insistía en que pondría «precio» a cada envío de información que Tel Aviv deseara, y que si el dinero era depositado, enviaría la información. Indicó un banco muy discreto de Viena, el Winkler Bank, en la Ballgasse, frente a la Franziskanerplatz, y dio un número de cuenta.

Tel Aviv estuvo de acuerdo y procedió de inmediato a investigar el banco. Era pequeño, de una discreción absoluta y prácticamente inexpugnable. El número de cuenta coincidía, desde luego, ya que los primeros veinte mil dólares transferidos desde un banco de Tel Aviv no fueron devueltos con el argumento de que debía de tratarse de un error.

El Mossad sugirió a Jericó la conveniencia de que se identificase «para su propia protección, en caso de que algo saliera mal, pues sus amigos occidentales podrían ayudarle». Jericó respondió con una rotunda negativa, y fue aún más allá: si intentaban vigilar las entregas y recogidas de correo secreto, acercarse a él de alguna manera, o si alguna vez el dinero no llegaba, interrumpiría de inmediato su actividad.

El Mossad estuvo de acuerdo, pero probó otras vías. Se hicieron psicorretratos, se estudió su caligrafía y se confeccionaron y estudiaron listas de notables iraquíes; todo indicaba que Jericó era de mediana edad, había recibido una educación de tipo medio, probablemente hablaba un inglés escaso o vacilante y se desenvolvía en un entorno militar o cuasimilitar.

—O sea, que puede ser cualquier miembro del condenado alto mundo iraquí, uno de los cincuenta principales del Partido Baas o el primo de Fulano de Tal —farfulló Kobi Dror.

Alfonso Benz Moncada «dirigió» a Jericó durante dos años, y el producto fue oro de veinticuatro quilates. Concernía a la política, las armas convencionales, el progreso militar, los cambios en el mando, la forma de conseguir armamento, cohetes, gas, la guerra bacteriológica, además de dos intentos de golpe contra Saddam Hussein. Sin embargo, había un aspecto en el que Jericó se mostraba vacilante: los progresos de Irak en materia nuclear. Le preguntaron al respecto, naturalmente. Era algo tan secreto que solo lo conocía el equivalente iraquí de Robert Oppenheimer, el doctor en física Jaafar al Jaafar. Jericó informó que presionar demasiado sería invitar a que les descubrieran.

En el otoño de 1989 dijo a Tel Aviv que Gerry Bull era sospechoso y estaba siendo vigilado en Bruselas por un equipo de la Mukhabarat iraquí. El Mossad, que por entonces estaba utilizando a Bull como otra fuente para el avance del programa de cohetes iraquí, intentó advertirle tan sutilmente como pudo. De ninguna manera habrían podido decirle cara a cara lo que sabían, pues sería tanto como revelarle que tenían un agente secreto en Bagdad, y ninguna agencia descubría jamás la existencia de semejante agente.

Así pues, el katsa que controlaba la importante estación de Bruselas hizo que sus hombres allanaran el piso de Bull en varias ocasiones, durante el otoño y el invierno, dejando mensajes indirectos: una cinta de vídeo rebobinada, las copas de vino cambiadas de sitio, una ventana del patio abierta, incluso una larga hebra de cabello femenino sobre su almohada.

El científico armamentístico se sintió preocupado, desde luego, pero no lo suficiente. Cuando llegó el mensaje de Jericó que hablaba del intento de liquidar a Bull, ya era demasiado tarde. El «golpe» había sido realizado.

La información de Jericó permitió al Mossad tener una visión general casi completa de Irak mientras este país preparaba la invasión de Kuwait en 1990. Lo que les dijo sobre las armas de destrucción masiva que poseía Saddam confirmaba y ampliaba las pruebas gráficas que les había pasado Jonathan Pollard, por entonces en prisión condenado a cadena perpetua.

Teniendo en cuenta lo que el Mossad sabía, y lo que suponían que debía de saber Estados Unidos, supusieron que los americanos reaccionarían. Pero mientras progresaban los preparativos químicos, nucleares y bacteriológicos en Irak, la apatía de Occidente continuaba, por lo que Tel Aviv permaneció en silencio.

Para agosto de 1990 ya habían pasado dos millones de dólares del Mossad a la cuenta de Jericó en Viena. Resultaba caro, pero era bueno y Tel Aviv reconocía que valía la pena. Entonces se produjo la invasión de Kuwait y sucedió lo imprevisto. Naciones Unidas, tras haber aprobado la resolución del 2 de agosto exigiendo que Irak se retirase de inmediato, consideró que no podía seguir apoyando a Saddam mediante su presencia en Bagdad. Bruscamente, el 7 de agosto, la Comisión Económica para Asia Oriental fue cerrada y se repatrió a sus diplomáticos.

Benz Moncada todavía pudo hacer una última cosa. Dejó un mensaje en un escondrijo secreto diciéndole a Jericó que le expulsaban y el contacto quedaba interrumpido. No obstante, existía la posibilidad de que regresara, y Jericó debía seguir examinando los lugares donde estaban las marcas de tiza. Entonces se marchó. En Londres, el joven chileno fue interrogado extensamente, hasta que no hubo nada más que pudiera decirle a David Sharon.

Así pues, Kobi Dror pudo mentir a Chip Barber sin cambiar de expresión. Ya no tenía un agente en Bagdad. Sería demasiado embarazoso admitir que no había llegado a descubrir el nombre del traidor y que ahora incluso había perdido el contacto. No obstante, como Sami Gershon había dejado claro, si los estadounidenses llegaban a descubrirlo… En retrospectiva, tal vez debería haber mencionado a Jericó.