6

Si aquel día Mike Martin no hubiera visto primero al joven, este habría muerto. Conducía su desvencijada camioneta cuya caja iba cargada de sandías que había comprado en una de las granjas cercanas a Jahra, cuando vio el turbante de lino blanco que oscilaba arriba y abajo detrás de un montón de cascotes, junto a la carretera. Pero antes de que el muchacho desapareciera detrás de los cascotes, le dio tiempo de ver el extremo del fusil que llevaba.

El vehículo cumplía bien con su cometido. Lo había pedido en aquel estado porque suponía, acertadamente, que más tarde o más temprano, y lo más probable era que muy pronto, los soldados iraquíes empezarían a confiscar los coches de buen aspecto para su propio uso.

Miró por el espejo retrovisor, pisó el freno y se detuvo en el arcén. Detrás de él había un camión lleno de soldados del Ejército Popular.

El joven kuwaití estaba apuntando al camión, tratando de mantener el veloz vehículo en el punto de mira del fusil, cuando una mano le cubrió la boca y otra le arrebató el arma.

—No creo que tengas ganas de morir, ¿eh? —gruñó una voz junto a su oído.

El camión pasó de largo y el momento de disparar contra él, también. El chico, que ya estaba bastante asustado por lo que iba a hacer, tenía ahora verdadero pánico.

Cuando el camión desapareció, la mano que se había cerrado sobre su cara, inmovilizándole la cabeza, aflojó su presa. El joven se contorsionó hasta librarse por completo de la mano y quedó tendido boca arriba. Agazapado sobre él había un beduino alto y barbudo que le miraba severamente.

—¿Quién eres? —preguntó el muchacho con un hilo de voz.

—Alguien que sabe lo estúpido que es matar a un solo iraquí cuando hay veinte más en el mismo camión. ¿Dónde tienes el vehículo con el que pensabas escapar?

—Allá —dijo el muchacho, que aparentaba unos veinte años e intentaba dejarse una barba todavía reacia.

El vehículo era un escúter que estaba a unos veinte metros, cerca de unos árboles. El beduino suspiró. Dejó el fusil en el suelo, un viejo Lee Enfield de calibre 303, que el chico debía de haber conseguido en una tienda de antigüedades, y le condujo sin contemplaciones a su camioneta.

Ocultó el fusil debajo de las sandías, retrocedió la corta distancia que lo separaba del montón de cascotes y luego avanzó hasta el escúter, lo levantó y lo puso encima de la carga de fruta. Varias sandías se rompieron.

—Sube —le ordenó al muchacho.

Recorrieron un trecho y, al llegar a un lugar tranquilo cerca del puerto de Shuwaikh, se detuvieron.

—Dime, ¿qué crees que estabas haciendo? —le preguntó el beduino.

El muchacho miró a través del parabrisas manchado por los insectos reventados. Tenía los ojos húmedos y le temblaban los labios.

—Violaron a mi hermana. Es enfermera del hospital Al Adan. Fueron cuatro… está destrozada.

El beduino asintió.

—Habrá muchas más violaciones —replicó—. Así pues, ¿quieres matar iraquíes?

—Sí, tantos como pueda antes de morir.

—Pero se trata de no morir. Si es eso lo que quieres, será mejor que te adiestre. De lo contrario, no vas a durar ni un día.

El muchacho soltó un bufido.

—Los beduinos no luchan.

—¿Has oído hablar de la Legión Árabe? —El chico guardó silencio—. ¿Y antes de ellos del príncipe Faisal y la revuelta árabe? Todos eran beduinos. ¿Hay muchos como tú?

El joven resultó ser un estudiante de derecho que antes de la invasión cursaba estudios en la Universidad de Kuwait.

—Somos cinco y todos queremos lo mismo. Decidí ser el primero en intentarlo.

—Memoriza esta dirección —le dijo el beduino.

La dirección que le dio era la de un chalet en una calle poco transitada de Yarmuk. El chico la repitió erróneamente dos veces, y a la tercera lo hizo bien. Martin le obligó a repetirla veinte veces.

—Esta noche a las siete. Ya habrá oscurecido, pero el toque de queda no es hasta las diez. Acudid por separado. Aparcad por lo menos a doscientos metros y haced el resto a pie. Entrad a intervalos de dos minutos. La verja y la puerta de la casa estarán abiertas.

Contempló al muchacho que se alejaba en su escúter y suspiró. Pensó que era un material demasiado tosco, pero por el momento era todo lo que tenía.

Los jóvenes llegaron puntualmente. Martin, tendido en un terrado al otro lado de la calle, los observó. Estaban nerviosos e inseguros, miraban por encima del hombro, se escondían en los portales y volvían a salir. Seguramente habían visto demasiadas películas de Bogart. No apareció ningún agente de seguridad iraquí. Martin bajó del terrado, cruzó la calzada y entró en la casa por la parte trasera. Estaban sentados en la sala con las luces encendidas y las cortinas sin correr. Eran cuatro hombres y una mujer, todos ellos de tez morena y mirada ardiente.

Miraban hacia la puerta que daba al vestíbulo cuando él entró desde la cocina. Había aparecido como por ensalmo. Los jóvenes tuvieron un atisbo de él antes de que apagara la luz.

—Corred las cortinas —ordenó en voz baja. La muchacha lo hizo, pues era una tarea femenina. Entonces él encendió nuevamente la luz—. Nunca estéis en una habitación iluminada con las cortinas descorridas —les dijo—. No es conveniente que os vean juntos.

Había dividido las seis residencias en dos grupos. Él vivía en cuatro, y se alojaba en una o en otra sin seguir ninguna pauta regular. Cada vez que salía dejaba pequeñas señales, una hoja en el quicio de la puerta, una lata en el escalón. Si alguna vez faltaban, sabría que alguien había visitado la casa. En las otras dos viviendas había almacenado el equipo que había desenterrado y traído desde el desierto. La vivienda que había elegido para reunirse con los estudiantes era la menos importante de todas, y ahora ya no podría volver a usarla para dormir.

Todos los jóvenes eran estudiantes excepto uno que trabajaba en un banco. Les pidió que se presentaran.

—Ahora necesitáis nuevos nombres. —Les proporcionó cinco nuevos nombres—. No debéis decírselos a nadie, ni amigos ni padres ni hermanos, a nadie en absoluto. Cada vez que los uséis, sabréis que el mensaje procede de uno de vosotros.

—¿Cómo te llamaremos? —le preguntó la muchacha, a quien había puesto el nombre de Rana.

—El Beduino —dijo él—. Será suficiente. A ver, repite la dirección de esta casa.

El joven al que había señalado se quedó un rato pensativo y luego sacó un trozo de papel. Martin se lo quitó.

—Nada de papeles. Hay que memorizarlo todo. Puede que los hombres del Ejército Popular sean estúpidos, pero la policía secreta no lo es. Si os registran, ¿cómo explicaréis esto?

Pidió a los tres que habían anotado la dirección que quemaran los trozos de papel.

—¿Conocéis bien la ciudad?

—Bastante bien —dijo el mayor, el empleado de banco, que tenía veinticinco años.

—Eso no es suficiente. Mañana comprad planos y estudiadlos como si tuvieseis que pasar un examen final. Aprenderéis todas las calles y callejones, las plazas y jardines, las avenidas, la situación de los principales edificios públicos, de todas las mezquitas y los juzgados. ¿Sabéis que están quitando los letreros de las calles?

Ellos asintieron. Apenas transcurridos quince días de la invasión, una vez se hubieron recobrado de la conmoción, los kuwaitíes estaban empezando a organizar una forma de resistencia pasiva, de desobediencia civil espontánea y sin coordinación, uno de cuyos aspectos era la eliminación de las placas con los nombres de las calles. Para empezar, Kuwait es una ciudad complicada: si se le priva de los nombres de las calles, se convierte en un laberinto.

Así pues, era comprensible que las patrullas iraquíes empezaran a perderse. Para la policía secreta, encontrar la dirección de un sospechoso era una pesadilla. Por la noche se arrancaban las señalizaciones en los cruces principales, o se las intercambiaba.

La primera noche Martin impartió a los alumnos dos horas de adiestramiento en seguridad básica. Siempre debían tener una cobertura verificable para explicar cualquier viaje o cita. Jamás debían llevar encima papeles incriminatorios. Siempre debían tratar a los soldados iraquíes con un respeto rayano en la deferencia. No debían confiar en nadie.

—De ahora en adelante cada uno de vosotros será dos personas: la verdadera, la que todo el mundo conoce, el estudiante, el empleado. Esta persona es cortés, atenta, respetuosa de la ley, inocente, inocua. Los iraquíes le dejarán en paz porque no representa una amenaza para ellos, nunca insulta a su país ni a su bandera ni a su líder, nunca llama la atención de la AMAM. Se mantiene libre y con vida. La otra persona solo aparecerá en una ocasión especial, cuando deba realizar una misión. Entonces se volverá hábil y peligrosa, y seguirá con vida.

Les enseñó las normas de seguridad que debían observar cuando acudieran a una reunión o a una cita: presentarse pronto, aparcar a considerable distancia, ponerse a cubierto en las sombras, vigilar durante veinte minutos, examinar las casas circundantes, buscar cabezas en el tejado —las cabezas del grupo que aguarda para tender una emboscada—, tener el oído atento para captar el ruido de las botas de un soldado en la grava, el resplandor de un cigarrillo, el tintineo del metal al chocar contra el metal. Cuando todavía estaban a tiempo de regresar a sus casas antes del toque de queda, los despidió. Los jóvenes no podían ocultar su decepción.

—¿Y los invasores? ¿Cuándo empezamos a matarles?

—Cuando sepáis cómo hacerlo.

—¿Ahora no podemos hacer nada?

—Vamos a ver, cuando los iraquíes se mueven de un lado a otro, ¿lo hacen andando?

—No, usan camiones, furgonetas, jeeps, coches robados dijo el estudiante de derecho.

—Coches que tienen depósitos de combustible —dijo el Beduino—, cuyos tapones se pueden desenroscar fácilmente con un rápido movimiento. Terrones de azúcar… veinte terrones en cada depósito de combustible. El azúcar se disuelve en la gasolina, pasa a través del carburador y con el calor de la combustión se convierte en un caramelo duro que destroza el motor. Tened mucho cuidado de que no os sorprendan haciendo eso. Trabajad en parejas y de noche. Uno vigila mientras el otro echa el azúcar. No os olvidéis de enroscar de nuevo el tapón. Tardaréis unos diez segundos.

»Otro sistema: un trozo de madera contrachapada de diez centímetros de lado, atravesada por cuatro clavos afilados. Dejadla deslizarse por debajo del thob hasta que caiga a vuestros pies. Empujadla con la punta del pie hacia el borde del neumático delantero de un vehículo aparcado.

»Un tercer sistema: como en Kuwait hay ratas, también hay tiendas donde se vende raticida. Comprad el que contiene estricnina. Luego comprad pasta de hornear en una panadería. Mezcladla con el veneno, usando guantes de goma, y luego destruid los guantes. Hornead el pan en el horno de la cocina, siempre que estéis solos en casa.

Los estudiantes le miraban boquiabiertos.

—¿Tenemos que dárselos a los iraquíes?

—No; lleváis las hogazas en cestos abiertos detrás de la moto, o en el maletero del coche. Ellos os detendrán en los controles de carreteras y os confiscarán el pan. Volveremos a encontrarnos aquí dentro de seis días.

Al cabo de cuatro días los camiones iraquíes empezaron a averiarse. Algunos eran remolcados y otros abandonados. En total, seis camiones y cuatro jeeps quedaron fuera de combate. Los mecánicos descubrieron el motivo, pero no pudieron descubrir cuándo había ocurrido ni quién era el culpable. Los neumáticos empezaron a estallar y los trozos de madera con clavos fueron entregados a la policía de seguridad, que se encolerizó y azotó a varios kuwaitíes detenidos al azar en las calles.

Los hospitales empezaron a llenarse de soldados enfermos que vomitaban y se quejaban de dolor de estómago. Como su propio ejército apenas les daba de comer y vivían al día en los bloqueos de carreteras y los chamizos de piedra a lo largo de las calles, se supuso que habían bebido agua contaminada.

Un día, en el hospital Amiri de Dasman, un técnico de laboratorio kuwaití llevó a cabo un análisis de una muestra de vómito de un enfermo iraquí. Se acercó al jefe de su departamento, lleno de perplejidad.

—Ha ingerido raticida, profesor, pero dice que en los últimos tres días solo ha comido pan y un poco de fruta.

El profesor parecía desconcertado.

—¿Pan del ejército iraquí?

—No, no le daban pan desde hacía días. Lo requisó a un chico kuwaití que pasaba con un cesto de panes.

—¿Dónde tienes las muestras?

—En el laboratorio. He pensado que sería mejor que usted las viera primero.

—Tienes razón. Has hecho bien. Destrúyelas. No has visto nada, ¿comprendes?

El profesor regresó a su despacho sacudiendo la cabeza. Matarratas… ¿Quién demonios habría pensado en eso?

El comité Medusa volvió a reunirse el 30 de agosto, porque el doctor en bacteriología de Porton Down creía haber descubierto todo lo posible en aquellos momentos acerca del programa de guerra bacteriológica iraquí, tal como era o parecía ser.

—Me temo que disponemos de unos datos muy imprecisos —dijo el doctor Bryant a sus oyentes—. La razón principal es que el estudio de la bacteriología puede ser realizado apropiadamente en cualquier laboratorio forense o veterinario que utilice el mismo equipo disponible en un laboratorio químico, y eso no se reflejará en los permisos de exportación.

»Miren, la mayor parte del producto es beneficiosa para la humanidad, está destinada a curar enfermedades, no a extenderlas. Por ello nada podría ser más natural en un país que se encuentra en vías de desarrollo que mostrar deseos de estudiar la bilharzia, el beriberi, la fiebre amarilla, la malaria, el cólera, el tifus o la hepatitis. Todas ellas son enfermedades humanas. Existe otra gama de enfermedades animales que los colegas veterinarios tendrían, naturalmente, mucho interés en estudiar.

—Así pues, prácticamente no hay manera de establecer si hoy Irak está en condiciones de fabricar una bomba de gérmenes o no —dijo Sinclair, de la CIA—. ¿Es así?

—Prácticamente no hay manera de saberlo —respondió Bryant—. Tenemos constancia de que ya en 1974, cuando Saddam Hussein no estaba en el trono, por así decirlo…

—Entonces era vicepresidente y detentaba el verdadero poder detrás del trono —dijo Terry Martin. Bryant se aturrulló.

—Bien, comoquiera que sea… el caso es que Irak firmó un contrato con el Institut Merieux de París para que le diseñara un proyecto de investigación bacteriológica. Se suponía que sería utilizado para la investigación veterinaria de enfermedades animales, y es posible que así fuese.

—¿Y qué me dice de esos rumores sobre cultivos de ántrax para emplear contra seres humanos? —inquirió el estadounidense.

—Sí, es posible. El ántrax es una enfermedad particularmente virulenta. Afecta sobre todo a las vacas y otro ganado, pero puede infectar a las personas si manejan o ingieren productos de animales infectados. Recuerden que durante la Segunda Guerra Mundial el gobierno británico experimentó con el ántrax en la isla Grinard de las Hébridas. Todavía está fuera de control.

—Vaya que es malo. ¿De dónde sacaría Saddam ese germen?

—Esa es la cuestión, señor Sinclair. Difícilmente acudirá usted a un laboratorio europeo o americano prestigioso y dirá: «¿Pueden prepararme unos buenos cultivos de ántrax? Quiero arrojárselos a la gente». En cualquier caso, no tendría necesidad de hacer eso, pues existe ganado con esa enfermedad en todo el Tercer Mundo. Basta con enterarse de que ha surgido un brote en tal o cual lugar y comprar un par de reses muertas a causa de la enfermedad. Pero de eso no habría constancia en el papeleo del gobierno.

—Así pues, podría disponer de cultivos de esa enfermedad para usarlos en bombas u obuses, pero no lo sabemos —resumió sir Paul Spruce—. ¿Esa es la situación? —Apoyó su pluma de oro laminado sobre el bloc de papel.

—Así es, en efecto —dijo Bryant—, esa es la mala noticia. El aspecto positivo es que dudo de que ese tipo de armamento surtiera efecto contra un ejército en marcha. Supongo que si tienes un ejército que avanza contra ti, y eres lo bastante temerario, querrás pararlo en seco.

—Eso es lo razonable —dijo Sinclair.

—Pues el ántrax no servirá para eso. Impregnaría el suelo si lo lanzaran desde el aire delante del enemigo. Todo lo que creciera en ese suelo, hierba, frutas y verduras, quedaría infectado. Todo animal que se alimentara de la hierba sucumbiría. Toda persona que comiera la carne, bebiera la leche o manipulara la piel de uno de esos animales, se contagiaría. Pero el desierto no es un buen vehículo para esos cultivos de esporas. Es de suponer que nuestros soldados tomarían comidas empaquetadas y beberían agua embotellada.

—Sí, ya lo están haciendo —dijo Sinclair.

—Entonces no tendría mucho efecto, a menos que aspirasen las esporas. Las personas se contagian por vía respiratoria o gástrica. Teniendo en cuenta el riesgo de gases letales, supongo que irán provistos de máscaras antigás.

—Sí, señor, eso tenemos planeado.

—Nosotros también —añadió sir Paul.

—Entonces no veo por qué habrían de usar el ántrax —dijo Bryant—. No detendría en seco a los soldados, como lo haría una variedad de gases, y quienes lo contrajeran se curarían con potentes antibióticos. Existe un período de incubación; y los soldados podrían ganar la guerra y enfermar después. Francamente, se trata de un arma más terrorista que militar. Ahora bien, si vertieran un frasco de concentrado de ántrax en el suministro de agua de una ciudad, podrían provocar una epidemia catastrófica que desbordaría los servicios médicos. Pero si yo tuviese que pulverizar a unos combatientes en el desierto, elegiría un gas nervioso de los muchos que hay disponibles. Son invisibles y rápidos.

—Así pues, ¿no hay ninguna indicación de dónde podría tener instalado Saddam un laboratorio para la guerra bacteriológica? —preguntó sir Paul Spruce.

—Miren —dijo Bryant—, creo que lo más acertado sería ponernos en contacto con todos los institutos y facultades de veterinaria, para averiguar si han enviado profesores o delegaciones visitantes a Irak en los diez últimos años. Luego preguntaría a quienes fueron allá si había alguna instalación a la que les estuviera absolutamente prohibido acceder, o sometida a precauciones tales como cuarentenas. Si la hubo sería esa.

Sinclair y Paxman escribían frenéticamente. Otra tarea para los verificadores.

—Si eso no da resultado —concluyó Bryant—, podemos recurrir a la inteligencia humana. Por ejemplo, un científico iraquí que haya abandonado el país para establecerse en Occidente. Los investigadores en bacteriología son pocos y constituyen un grupo muy cerrado, realmente como un clan. Normalmente sabemos lo que sucede en nuestros países, incluso en una dictadura como Irak. Si Saddam hubiera montado una instalación de esas características, un hombre como el que acabo de mencionar podría haberse enterado de dónde está situada.

—Bien, le estamos profundamente agradecidos, doctor Bryant —le dijo sir Paul cuando se levantaron—. Más trabajo para los detectives de nuestros gobiernos, ¿eh, señor Sinclair? Tengo entendido que nuestro otro colega de Porton Down, el doctor Reinhart, podrá facilitarnos sus deducciones sobre la cuestión de los gases venenosos en un par de semanas. Naturalmente, nos mantendremos en contacto, caballeros. Gracias por su asistencia.

El grupo que estaba en el desierto permanecía en silencio, contemplando el amanecer que iba iluminando lentamente las dunas. Cuando la tarde anterior llegaron a la casa del Beduino, los jóvenes ignoraban que pasarían fuera toda la noche. Creían que iba a darles otra lección.

No llevaban ropa de abrigo y las noches en el desierto son muy frías, incluso a finales de agosto. Temblaban y se preguntaban qué explicación darían a sus afligidos padres. ¿Les había sorprendido el toque de queda? En ese caso, ¿por qué no les telefoneaban? Habían sufrido una avería… Eso tendría que servir.

De los cinco, tres titubeaban, preguntándose si habían acertado al ir allí, pero era demasiado tarde para retroceder. El Beduino se había limitado a decirles que era hora de que vieran un poco de acción, y les había conducido desde la casa a un destartalado todoterreno aparcado dos calles más abajo. Salieron de la ciudad y enfilaron la carretera para internarse en el llano y duro desierto antes del toque de queda. Desde su llegada a aquellos áridos parajes no habían visto a nadie.

Habían avanzado treinta kilómetros hacia el sur a través de la arena hasta llegar al cruce con una carretera estrecha que, al parecer, procedía del campo petrolífero de Manageesh, al oeste, y enlazaba con la Autopista Exterior, en el este. Sabían que en todos los campos petrolíferos había una guarnición de soldados iraquíes y que las rutas principales estaban infestadas de patrullas. En algún lugar del sur se encontraban atrincheradas dieciséis divisiones del Ejército y los guardias republicanos, de cara a Arabia Saudí y la creciente concentración de americanos. Estaban nerviosos.

Tres miembros del grupo permanecían tendidos en la arena al lado del Beduino, observando la carretera a la luz creciente. Era muy estrecha, tanto que cuando un vehículo quería adelantar a otro tenía que hacerlo por el arcén de grava.

En medio de la calzada había una tabla llena de clavos. El Beduino la había sacado de su camioneta y dejado allí, oculta bajo unos viejos sacos de arpillera cosidos. Luego los estudiantes habían vertido arena sobre aquella manta de sacos, como si el viento hubiera arrastrado hasta aquel lugar arena del desierto.

Los otros dos, el empleado de banco y el estudiante de derecho, se encargaban de la observación. Cada uno estaba tendido en una duna, a cien metros arriba y abajo de la carretera, para observar los vehículos que se aproximaban. Su jefe les había dicho que tenían que agitar la mano de una manera determinada según se tratase de un camión iraquí grande o de una columna de varios camiones.

Poco después de las seis de la mañana el estudiante de derecho agitó el brazo. Su señal significaba: «Son demasiados para hacerles frente». El Beduino tiró del sedal cuyo extremo sujetaba y retiró la tabla tendida sobre la calzada. Medio minuto después dos camiones llenos de soldados iraquíes pasaron sin sufrir daño alguno. El Beduino corrió a la carretera y colocó de nuevo la tabla, la cubierta de sacos de arpillera y la arena.

Al cabo de diez minutos el empleado de banco hizo una señal. Esta vez era la adecuada. Por la dirección de la autopista venía un coche oficial a toda velocidad, hacia el campo petrolífero.

El conductor no pensó en desviarse para evitar aquel montón de arena en mitad de la carretera pero solo una de las ruedas delanteras alcanzó los clavos. Fue suficiente. El neumático estalló, la cubierta de sacos envolvió la rueda y el coche dio un violento bandazo. El conductor corrigió el viraje a tiempo, enderezó el vehículo y lo detuvo a medias en la calzada y a medias fuera de ella. El lado del coche situado fuera quedó atascado.

El conductor se apresuró a bajar y lo mismo hicieron los dos oficiales —un comandante y un joven teniente— que viajaban en la parte trasera. La emprendieron a gritos con el conductor, quien se encogió de hombros y masculló algo, señalando la rueda. Sería imposible colocar el gato debajo del coche, pues este había quedado en un ángulo absurdo.

Para asombro de sus alumnos, el Beduino musitó: «Quedaos aquí». Entonces se levantó y recorrió el trecho de arena hasta la carretera. Sobre el hombro derecho llevaba una manta beduina de piel de camello que le cubría el brazo. Saludó al oficial superior con una ancha sonrisa.

Salaam aleikhem, sayidi comandante. Veo que tienen un problema, y tal vez pueda ayudarles. Mi gente está cerca de aquí.

El comandante se llevó la mano a la pistola, pero enseguida se tranquilizó. Hizo un gesto de asentimiento, con expresión furibunda.

Aleikhem salaam, beduino. Este hijo de una camella ha hecho salir mi coche de la carretera.

—Habrá que levantarlo, sayidi. Tengo muchos hermanos.

La distancia se había reducido a dos metros y medio cuando el beduino alzó el brazo. Al encargar pistolas ametralladoras o metralletas, había pedido la Heckler y Koch MP5 o la Mini-Uzi. Dado que esta última era de fabricación israelí, no se podía conseguir en Arabia Saudí, donde tampoco había HK. Así pues, se conformó con el Kalashnikov AK-47, la versión MS con culata plegable, fabricada por Omnipol en Checoslovaquia. Había extraído la culata y limado las puntas de la munición 7.62 hasta dejarla roma. No era necesario atravesar a un hombre y que la bala saliera por el otro lado.

Disparó a la manera del SAS, dos tiros, pausa, dos tiros, pausa… El comandante fue alcanzado en el corazón a una distancia de dos metros y medio. Un leve movimiento del AK a la derecha alcanzó al teniente en el esternón haciéndole desplomar sobre el conductor, que estaba inclinado junto a la rueda delantera destrozada. El hombre se enderezó justo a tiempo de recibir la tercera ráfaga en el pecho, que acabó instantáneamente con su vida.

El ruido de los disparos pareció reverberar en las dunas, pero el desierto y la carretera estaban vacíos. El Beduino llamó a los tres aterrados estudiantes y estos salieron de sus escondites.

—Meted los cuerpos en el coche, el conductor al volante y los dos oficiales detrás —dijo a los varones. Luego dio a la chica un destornillador corto con la hoja tan aguda como un punzón—. Clávalo tres veces en el depósito de gasolina.

Miró a los vigías. Estos hicieron una señal indicadora de que nadie se acercaba. El Beduino le pidió a la chica que envolviera una piedra con su pañuelo, lo anudara y lo empapase en petróleo. Cuando los tres cuerpos estuvieron de nuevo en el coche, encendió el pañuelo empapado y lo arrojó al charco de gasolina que brotaba del depósito.

—Ahora largo de aquí.

No fue necesario insistir. Echaron a correr por las dunas hasta el lugar donde estaba estacionada la camioneta, a cierta distancia de la carretera. Solo el Beduino pensó en recoger la tabla y llevársela. Cuando se volvió hacia las dunas, el fuego alcanzó la gasolina del depósito y se produjo una deflagración. El coche oficial desapareció bajo las llamas.

Regresaron a Kuwait en silencio, los jóvenes presa de un temor reverencial. Dos de los cinco viajaban delante con el Beduino, y los otros tres iban detrás.

—¿Lo habéis visto? —les preguntó Martin por fin—. ¿Habéis observado?

—Sí, Beduino.

—¿Qué os ha parecido?

—Ha sido tan… tan rápido —dijo la chica apodada Rana.

—A mí me ha parecido que tardabas mucho —dijo el empleado de banco.

—Ha sido rápido y brutal —replicó Martin—. ¿Cuánto tiempo creéis que hemos estado en la carretera?

—¿Media hora?

—Seis minutos. ¿Os ha impresionado?

—Sí, Beduino.

—Muy bien. Solo los psicópatas no se impresionan la primera vez. Hubo un general americano, se llamaba Patton… ¿habéis oído hablar de él?

—No, Beduino.

—Pues decía que su trabajo no consistía en asegurar que sus soldados muriesen por su patria, sino asegurarse de que los otros pobres cabrones murieran por las suyas. ¿Comprendéis?

La filosofía de George Patton no puede traducirse bien al árabe, pero la entendieron.

—Cuando uno va a la guerra —continuó Martin—, puede ocultarse hasta cierto punto. Después de ese punto ha de tomar una decisión. O mueres tú o muere el otro. Ahora todos vosotros tenéis que tomar esa decisión. Podéis volver a vuestros estudios o ir a la guerra.

Los jóvenes reflexionaron durante varios minutos. Rana fue la primera en hablar.

—Iré a la guerra si me enseñas a hacerlo, Beduino.

Entonces los muchachos tuvieron que mostrarse de acuerdo.

—Muy bien, pero primero os enseñaré a destruir, matar y conservar vuestra vida. Venid a mi casa dentro de dos días, al amanecer, cuando se haya levantado el toque de queda. Traed libros de texto, todos vosotros, incluido tú, Banquero. Si os detienen, actuad con naturalidad: solo sois unos estudiantes que van a estudiar. En cierta manera, eso es cierto, aunque los estudios sean diferentes. Tenéis que bajar aquí. Tomad caminos diferentes para volver a la ciudad.

Habían llegado a las carreteras asfaltadas y alcanzado la autopista del Quinto Anillo. El Beduino señaló una estación de servicio en la que algunos de los conductores de los camiones que allí se detenían accederían a llevarlos. Cuando los muchachos se hubieran marchado, él regresaría al desierto, desenterraría la radio, recorrería cinco kilómetros, abriría la antena de conexión con el satélite y hablaría mediante su Motorola en clave con la casa designada en Riad.

Una hora después de la emboscada, la siguiente patrulla encontró el coche oficial quemado. Llevaron los cuerpos al hospital más cercano, Al Adan, que estaba en la costa, cerca de Fintas.

El patólogo forense que llevó a cabo la autopsia bajo la severa mirada de la policía secreta AMAM descubrió los orificios de bala, reducidos a minúsculos pinchazos en la carne carbonizada. Era un padre de familia con hijas, y conocía a la enfermera que había sido violada.

Cubrió el tercer cadáver con la sábana y empezó a quitarse los guantes.

—Me temo que han muerto de asfixia cuando el coche se incendió después del accidente —informó al oficial—. Que Alá se apiade de ellos.

El coronel soltó un gruñido y se marchó.

En su tercer encuentro con su grupo de voluntarios el Beduino les llevó desierto adentro, a un lugar ubicado al oeste de Kuwait City y al sur de Jahra, donde podían estar completamente a solas. Sentados en la arena como si hubieran salido de excursión, los cinco jóvenes observaron a su maestro, quien extendió su manta de piel de camello en el suelo y sobre ella dispuso un surtido de extraños objetos que fue sacando de su mochila. Los identificó uno tras otro.

—Explosivo plástico. Fácil de manejar y muy estable.

Los cinco jóvenes palidecieron cuando apretó la sustancia entre sus manos como si fuese arcilla de modelar. Uno de los jóvenes, cuyo padre era propietario de un estanco, había traído una serie de viejas cajas de puros que el Beduino le había pedido.

—Esto es un detonador con temporizador combinado. Cuando tuerces este tornillo de mariposa que veis aquí arriba, se rompe una ampolla de ácido, y este empieza a abrirse camino corroyendo un diafragma de cobre. Lo hará en sesenta segundos. Entonces el fulminante de mercurio hará detonar el explosivo. Mirad.

Los chicos estaban totalmente absortos en sus explicaciones. Martin cogió una pieza de Semtex del tamaño de una cajetilla de tabaco, la introdujo en la pequeña caja de puros e insertó el detonador en medio de la masa.

—Ahora, cuando torcéis la mariposa, así, todo lo que debéis hacer es cerrar la caja y rodearla con una goma elástica… así… para que se mantenga cerrada. Solo haréis esto en el último momento. —Depositó la caja en el centro del círculo—. No obstante, sesenta segundos es un tiempo mucho más largo de lo que creéis. Podéis caminar hacia el camión iraquí, o el búnquer o el vehículo semioruga, echar dentro la caja y largaros. Caminad, no corráis nunca. Un hombre que corre siempre es motivo de alarma. Dejad suficiente tiempo para doblar una esquina y seguid caminando, no corriendo, incluso después de que oigáis la explosión.

Por el rabillo del ojo miraba su reloj de pulsera. Habían pasado treinta segundos.

—Beduino… —le dijo el Banquero.

—¿Qué?

—Esa no es real, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

—A la bomba que acabas de preparar. Es falsa, ¿no es cierto?

Cuarenta y cinco segundos. El Beduino cogió la caja.

—Pues no, es auténtica. Solo quería mostraros lo largos que son en realidad sesenta segundos. Nunca dejéis que estas cosas os den pánico, porque el pánico os matará. Si os ven aterrados os pegarán un tiro. Tenéis que mantener la calma en todo momento.

Con un diestro movimiento de muñeca lanzó la caja de puros por encima de las dunas. Cayó detrás de una y estalló. La explosión hizo estremecer a los jóvenes sentados y el viento arrastró hacia ellos una fina nube de arena.

En las alturas, al norte del Golfo, un avión AWACS estadounidense captó la explosión con uno de sus sensores de calor. El operador llamó la atención del controlador de misiones, quien examinó la pantalla. El brillo de la fuente de calor se extinguía.

—¿Intensidad?

—Supongo que es del tamaño de un proyectil de tanque, señor.

—Muy bien. Nos limitaremos a anotar la incidencia.

En tierra, el Beduino dijo a sus alumnos:

—Hoy mismo seréis capaces de fabricar estas bombas. Usaréis esto para guardar y transportar los detonadores y temporizadores. —Cogió un envase de aluminio de cigarro puro, envolvió el detonador en algodón en rama, lo insertó en el tubo y enroscó el tapón—. El plástico lo llevaréis así. —Extrajo el envoltorio de una pastilla de jabón, enrolló cuatro onzas de explosivo dándole la forma de una pastilla y colocó el envoltorio del jabón, fijándolo con dos centímetros de cinta adhesiva—. Las cajas de puros las adquiriréis vosotros mismos. Que no sean de habanos grandes, sino de puritos. Llevad siempre un par de puritos en la caja, por si os detienen y registran. Si un iraquí se empeña en cogeros el tubo del cigarro, o la caja, o el jabón, dejad que lo haga.

Les hizo practicar bajo el sol hasta que pudieron desenvolver el «jabón», extraer los puritos, preparar la bomba y rodear la caja con la goma elástica en treinta segundos.

—Podéis hacerlo en la parte trasera de un coche, en los lavabos de un café, en un portal o, por la noche, detrás de un árbol —les explicó—. Primero elegid el blanco y aseguraos de que no hay otros soldados lo bastante apartados para que tengan posibilidad de sobrevivir. Entonces hacéis el tornillo de mariposa, cerráis la caja, ponéis la goma elástica, echáis a andar, arrojáis la bomba y seguís caminando. Desde el momento en que hagáis girar el tornillo, contad lentamente hasta cincuenta. Si al cabo de cincuenta segundos no os habéis desprendido de ella, arrojadla tan lejos como podáis. Bueno, como la mayoría de vosotros haréis esto a oscuras, eso es lo que vamos a practicar ahora.

Los miembros del grupo se turnaron vendándose los ojos unos a otros. Al principio todos manejaban el material con torpeza y las cosas se les caían de las manos, pero al final de la tarde eran capaces de hacerlo a ciegas. Cuando oscureció, el Beduino les dio el restante contenido de la mochila —suficiente para que cada uno preparase seis pastillas de jabón—, y seis temporizadores en forma de lápiz. El hijo del estanquero accedió a proporcionar todas las cajitas y tubos de aluminio. Podían adquirir por sí mismos algodón en rama, envoltorios de jabón y gomas elásticas. Entonces los condujo de regreso a la ciudad.

Durante el mes de septiembre, el cuartel general de la AMAM en el hotel Hilton empezó a recibir un torrente de informes sobre una serie de ataques cada vez más frecuentes contra soldados y equipo militar iraquíes. La ira del coronel Sabaawi corría pareja con su frustración.

Las cosas no estaban saliendo como era de esperar. Les habían dicho que los kuwaitíes eran un pueblo cobarde que no les causaría problemas. Bastaría aplicar un poco los métodos de Bagdad para que hicieran lo que se les ordenase. Pero esta suposición se estaba revelando demasiado optimista.

Lo cierto era que había varios movimientos de resistencia, en su mayor parte aleatorios y sin coordinación alguna. En el distrito chiíta de Rumaithiya los soldados iraquíes desaparecían sin más. Los musulmanes chiítas tenían motivos especiales para odiar a los iraquíes, pues durante la guerra entre Irak e Irán cientos de miles de chiítas iraníes habían sido masacrados. Los soldados iraquíes que se aventuraban en el dédalo de callejones que formaban el distrito de Rumaithiya eran degollados y sus cuerpos arrojados a las alcantarillas. Nunca eran recuperados.

Entre los sunníes la resistencia se centraba en las mezquitas, donde los iraquíes no solían aventurarse. Allí se transmitían mensajes, se intercambiaban armas y se planeaban ataques.

La resistencia más organizada era la dirigida por los notables kuwaitíes, hombres cultivados y ricos. El señor Al Khalifa se convirtió en su banquero, utilizando sus fondos para conseguir alimentos a los kuwaitíes, así como otras cargas ocultas bajo los alimentos que llegaban del exterior.

La organización tenía seis objetivos, cinco de los cuales eran una forma de resistencia pasiva. Uno era la documentación: a cada resistente se le facilitaba una documentación perfecta fraguada por otros resistentes dentro del Ministerio del Interior. Un segundo objetivo eran los informes secretos: mantener una corriente de información sobre los movimientos iraquíes dirigida al cuartel general de la Coalición en Riad, especialmente sobre el potencial humano y armamentístico, las fortificaciones costeras y el despliegue de misiles. Una tercera meta consistía en mantener los servicios en funcionamiento, el agua, la electricidad, las brigadas de bomberos y la sanidad pública. Cuando, finalmente, el derrotado Irak se dirigió contra los pozos de petróleo y empezó a destruir el mismo mar, los ingenieros petrolíferos kuwaitíes indicaron hacia qué válvulas debían dirigir los cazabombarderos estadounidenses sus cohetes a fin de interrumpir el flujo de crudo.

Por todos los distritos circulaban comités comunitarios de solidaridad, que a menudo entraban en contacto con europeos y otros residentes del Primer Mundo que aún permanecían refugiados en sus casas, evitando que cayeran en las redes de arrastre iraquíes.

Un sistema telefónico por medio de satélite fue introducido clandestinamente desde Arabia Saudí en el falso depósito de combustible de un jeep. No estaba codificado como el de Martin, pero si se lo mantenía continuamente en movimiento podía evitarse que los iraquíes lo detectaran. Con él la resistencia kuwaití se ponía en contacto con Riad cada vez que había algún mensaje que transmitir. Un anciano radioaficionado trabajó durante toda la ocupación enviando siete mil mensajes a otro radioaficionado de Colorado, quien los transmitió al Departamento de Estado.

Existía también una resistencia ofensiva, sobre todo a cargo de un teniente coronel kuwaití que había conseguido huir con otros del edificio del Ministerio de Defensa el primer día de la ocupación. Como tenía un hijo llamado Fouad, su nombre en clave era Abu Fouad, es decir, «padre de Fouad».

Finalmente Saddam Hussein abandonó su propósito de formar un gobierno títere, y nombró a su medio hermano Ali Hassan Majid como gobernador general.

La resistencia no era un mero juego. Se desencadenó una guerra clandestina de pequeño alcance pero sucia en extremo. La AMAM reaccionó estableciendo dos centros de interrogatorios, en el Centro Deportivo Kathma y en el estadio Qadisiya. Los métodos que el jefe de la AMAM, Omar Khatib, utilizaba en la prisión de Abu Ghraib, en las afueras de Bagdad, fueron importados y aplicados extensamente. Antes de la liberación murieron quinientos kuwaitíes, la mitad de los cuales fueron ejecutados, muchos de ellos después de una tortura prolongada.

El jefe del servicio de contraespionaje, Hassan Rahmani, estaba sentado en su despacho del hotel Hilton y leía los informes preparados por su personal sobre el terreno. El día 15 de septiembre, dejaría sus obligaciones en Bagdad para hacer una breve visita a Kuwait.

Se estaba produciendo un continuo aumento de ataques contra las avanzadas iraquíes en carreteras solitarias, casetas de guardias, vehículos y controles de carreteras. Ese era el principal problema de la AMAM, ya que la resistencia local estaba bajo su jurisdicción y, predeciblemente, en opinión de Rahmani, aquel patán brutal de Khatib estaba convirtiendo el asunto en un desayuno de camello.

Rahmani tenía poco tiempo para practicar la tortura de la que era tan partidario su rival en la organización de los servicios secretos iraquíes. Prefería confiar en una paciente labor de detección, deducción y astucia, aun cuando debía conceder que en Irak era el terror y nada más que el terror lo que había mantenido al Rais en el poder durante tantos años. Incluso debía conceder, con toda su educación, que el listo y retorcido psicópata de las callejas de Tikrit le asustaba.

Había intentado persuadir a su presidente de que le permitiera hacerse cargo del servicio secreto interno en Kuwait, pero su petición había tropezado con una rotunda negativa. El ministro de Asuntos Exteriores, Tariq Aziz, le había explicado que se trataba de una cuestión de principios. Él, Rahmani, era el encargado de proteger al Estado del espionaje y el sabotaje realizados por los extranjeros. El Rais no estaba dispuesto a admitir que Kuwait era un país extranjero. Para él, se trataba de la decimonovena provincia de Irak. Así pues, la tarea de Omar Khatib consistía en asegurar la sumisión de los kuwaitíes.

Aquella mañana, mientras contemplaba el rimero de informes en su despacho del Hilton, Rahmani se sentía bastante aliviado por no haberse encargado de la tarea. Era una pesadilla y, tal como predijera, Saddam Hussein había jugado mal sus cartas una y otra vez.

La toma de rehenes occidentales para usarlos como escudos humanos contra un ataque se estaba revelando totalmente contraproducente. El presidente había perdido la oportunidad de avanzar hacia el sur y tomar los pozos de petróleo saudíes para obligar al rey Fahd a sentarse a la mesa de conferencias, y ahora los americanos estaban llegando al teatro de operaciones.

Todos los intentos por asimilar Kuwait estaban fracasando, y al cabo de un mes, probablemente antes, Arabia Saudí sería inexpugnable, pues su frontera septentrional estaría protegida por un escudo estadounidense.

Rahmani creía que Saddam Hussein no podía retirarse de Kuwait sin sufrir una humillación, pero tampoco quedarse allí si le atacaban, ya que en ese caso la humillación todavía sería mayor. Sin embargo, el Rais aún se mostraba confiado, como si estuviera convencido de que surgiría alguna solución. ¿Qué demonios esperaba aquel hombre? ¿Que el mismo Alá bajara del cielo y abofeteara a sus enemigos?

Rahmani se levantó de su mesa y se acercó a la ventana. Le gustaba pasear mientras pensaba, eso disciplinaba su cerebro. Miró al exterior. El puerto deportivo, antes deslumbrante, era ahora un vertedero de basura.

En los informes apilados sobre su mesa había algo que le inquietaba. Los examinó una vez más. Sí, había algo extraño. Ciertos ataques contra los iraquíes habían sido perpetrados con pistolas y fusiles, otros con bombas fabricadas con TNT industrial. Pero había otra serie de casos en que estaba claro que se había utilizado un explosivo plástico. En Kuwait jamás había habido esa clase de explosivo, y menos aún el Semtex-H. Así pues, ¿quién lo estaba usando y de dónde lo había sacado?

Luego estaban los informes sobre la radio, un transmisor codificado en alguna parte del desierto que se movía constantemente y emitía a distintas horas, farfullaba tonterías durante diez o quince minutos y se callaba, y siempre desde una ubicación distinta.

Finalmente, ciertos informes hablaban de un extraño beduino que parecía desplazarse como le daba la gana, aparecía, desaparecía, volvía a aparecer dejando tras él, invariablemente, un rastro de destrucción. Dos soldados malheridos habían declarado antes de morir que vieron al hombre; era alto, parecía muy seguro de sí e iba tocado con un keffiyeh a cuadros rojos y blancos, uno de cuyos extremos le cubría el rostro.

Dos kuwaitíes torturados habían mencionado la leyenda del beduino invisible, pero aseguraron que no lo habían visto personalmente. Los hombres de Sabaawi intentaron persuadir a los prisioneros, infligiéndoles aún más dolor, para que admitieran haberlo visto. Fue una estupidez. Claro que lo admitieron… habrían inventado cualquier cosa con tal de que no siguieran torturándoles.

Cuanto más pensaba Hassan Rahmani en ello, tanto más se convencía de que se trataba de un infiltrado extranjero y que el caso estaba claramente bajo su jurisdicción. Le resultaba difícil creer que existiera un beduino que conociese el manejo de los explosivos plásticos y los transmisores-receptores dotados de codificador… si ambas cosas correspondían al mismo hombre. Podría haber adiestrado a un pequeño grupo de colocadores de bombas, pero también parecía llevar a cabo en persona muchos de los ataques.

No sería posible detener a cada beduino que deambulara por la ciudad y el desierto. Ese era el método de la AMAM, pero aunque se pasaran años arrancando uñas no llegarían a ninguna parte.

Para Rahmani el problema presentaba tres alternativas: capturar al hombre durante uno de sus ataques, lo cual estaba librado por completo al azar y posiblemente nunca ocurriría; capturar a uno de sus cómplices kuwaitíes y seguir al hombre hasta su madriguera; o sorprenderle en el desierto cuando estuviera inclinado sobre su transmisor.

Rahmani se decidió por la última alternativa. Haría venir de Irak dos o tres de sus mejores equipos de detección de radios clandestinas, los apostaría en lugares diferentes e intentaría triangular la fuente de la emisión. También necesitaría que estuviera preparado un helicóptero militar con un equipo de las Fuerzas Especiales. En cuanto él regresara a Bagdad, pondría la operación en marcha.

Aquel día Hassan Rahmani no era el único hombre en Kuwait que se interesaba por el beduino. En una finca de las afueras, a varios kilómetros del hotel Hilton, un kuwaití apuesto y con bigote, enfundado en un thob de algodón, estaba sentado en un sillón y escuchaba a un amigo que había acudido a él para darle una información interesante.

—Me encontraba sentado en mi coche, esperando a que cambiara la luz del semáforo y sin mirar nada en particular, cuando reparé en un camión del ejército iraquí al otro lado del cruce. Estaba aparcado allí, con un grupo de soldados alrededor del capó, comiendo y fumando. Entonces un joven, uno de los nuestros, salió de un café llevando en la mano algo que parecía una cajita. Era realmente pequeña. No vi en ello nada raro hasta que advertí que la arrojaba debajo del camión. Entonces dobló la esquina y desapareció. Cambió la luz del semáforo, pero me quedé donde estaba. Al cabo de cinco segundos el camión se desintegró. Quiero decir que estalló. Los soldados estaban en el suelo, con las piernas arrancadas de cuajo. Nunca había visto nada igual, que un paquete tan pequeño pudiera hacer tanto daño. Como puedes suponer, me apresuré a largarme antes de que llegara la AMAM.

—Plástico —musitó el oficial del Ejército—. Daría cualquier cosa por tener un poco. Debe de haber sido uno de los hombres del Beduino. Pero ¿quién será ese cabrón? Me encantaría conocerle.

—El caso es que reconocí al chico.

—¿Qué? —El joven coronel se inclinó hacia delante, rebosante de interés.

—No habría venido hasta aquí solo para decirte lo que ya sabes. Créeme, reconocí al que lanzó la bomba. Hace años que compro el tabaco a su padre, Abu Fouad.

Tres días después, cuando el doctor Reinhart se dirigió al comité Medusa reunido en Londres, parecía fatigado. Aun cuando había abandonado todos sus demás deberes en Porton Down, la documentación que se llevó tras la primera reunión y la información complementaria que llegó desde entonces le había dado un trabajo enorme.

—Es probable que el estudio aún sea incompleto —explicó—, pero disponemos de una visión de conjunto bastante amplia. En primer lugar, sabemos, desde luego, que Saddam Hussein tiene una gran capacidad de producción de gas venenoso, calculo que más de mil toneladas al año.

»Durante la guerra entre Irán e Irak algunos soldados iraníes que habían sido gaseados fueron tratados aquí, en Gran Bretaña, y tuve ocasión de examinarles. Ya entonces nuestros análisis nos permitieron reconocer fosgeno y gas mostaza. Lo peor del caso es que no tengo ninguna duda de que ahora Irak dispone de grandes cantidades de otros dos gases mucho más letales; se trata de los agentes nerviosos de invención alemana llamados sarin y tabun. Si esos gases hubieran sido usados en la guerra entre Irán e Irak, y existe la posibilidad de que así fuese, las víctimas no habrían sido tratadas en hospitales británicos, pues habrían muerto antes.

—¿Hasta qué punto son letales esos… esos agentes, doctor Reinhart? —preguntó sir Paul Spruce.

—¿Está usted casado, sir Paul?

Esta pregunta sobresaltó al cortés directivo.

—Pues sí, la verdad es que tengo esposa.

—¿Usa la señora Spruce perfume con atomizador?

—Sí, creo que la he visto alguna vez hacer eso.

—¿Ha observado lo fino que es el rocío de un atomizador, lo minúsculas que son las gotitas?

—Sí, claro, y teniendo en cuenta el precio del perfume me alegro de que así sea.

Era una salida jocosa. En cualquier caso, a sir Paul le gustaba.

—Dos de esas gotitas de sarin o tabun en su piel, y es usted hombre muerto —le dijo el químico de Porton.

Ninguno de los presentes sonrió.

—La investigación iraquí de gases nerviosos se remonta a 1976 —continuó el doctor Reinhart—. En ese año abordaron a la compañía británica ICI, explicando que querían construir una planta de pesticidas para fabricar cuatro clases de insecticida, pero los materiales que pidieron eran tan sospechosos que la ICI rechazó de plano el pedido. Las especificaciones de los iraquíes eran recipientes de reactor, tuberías y bombas resistentes a la corrosión, lo cual convenció a la ICI de que el verdadero objetivo no era la producción de pesticidas químicos sino de gas nervioso. No hubo trato.

—Gracias a Dios por ello —dijo sir Paul, y tomó una nota.

—Pero no todo el mundo dio una negativa —añadió el ex refugiado vienés—. La excusa siempre era la misma: que Irak necesitaba producir herbicidas y pesticidas, y ambos productos, naturalmente, requieren veneno.

—¿No es posible que quisieran producir realmente esos productos químicos? —preguntó Paxman.

—De ninguna manera —respondió Reinhart—. Para un químico profesional, la clave radica en las cantidades y los tipos. En 1981 consiguieron que una empresa alemana les construyera un laboratorio con una disposición muy especial y fuera de lo corriente. Era para producir pentacloruro de fósforo, que es la sustancia química esencial del fósforo orgánico que, a su vez, es uno de los ingredientes del gas nervioso. Ningún laboratorio universitario normal tendría necesidad de utilizar unas sustancias tan terriblemente tóxicas, y eso es algo que sin duda sabían los ingenieros químicos implicados.

»Otras licencias de exportación posteriores evidencian pedidos de tiodiglicol, una sustancia que, mezclada con ácido hidroclórico, forma el llamado gas mostaza. En pequeñas cantidades, el tiodiglicol también puede ser usado para fabricar la tinta de los bolígrafos.

—¿Qué cantidad compraron? —preguntó Sinclair.

—Quinientas toneladas.

—Con eso pueden llenarse muchos bolígrafos —musitó Paxman.

—Eso fue a principios de 1983 —dijo Reinhart—. En el verano de ese año, su gran planta de gas venenoso instalada en Samarra empezó a funcionar, produciendo iperita, que es el gas mostaza. En diciembre empezaron a usarlo contra los iraníes.

»Durante los primeros ataques de las oleadas humanas iraníes, los iraquíes usaron una mezcla de lluvia amarilla, iperita y tabun. En 1985 habían mejorado la mezcla, formada ahora por ácido cianhídrico, gas mostaza, tabun y sarin, logrando así una mortalidad del sesenta por ciento entre la infantería iraní…

—¿Podríamos examinar los gases nerviosos, doctor? —inquirió Sinclair—. Ese parece ser el material realmente mortífero.

—En efecto —dijo el doctor Reinhart—. Desde 1984 las sustancias químicas que han comprado son el oxicloruro de fósforo, que es un importante precursor químico del tabun, y dos precursores del sarin: el fosfito trimetil y el fluoruro potásico. De la primera de esas tres, intentaron pedir 250 toneladas a una compañía holandesa. Eso es suficiente pesticida para matar a todos los árboles, arbustos y hierbas de Oriente Medio. Al igual que la ICI, los holandeses rechazaron el pedido, pero aun así los iraquíes adquirieron en esa época dos sustancias químicas sin control: la dimetilamina para fabricar el tabun y el isopropanol para el sarin.

—Si estaban descontrolados en Europa, ¿por qué no podían ser usadas para pesticidas? —preguntó sir Paul.

—Debido a las cantidades —respondió Reinhart—, la manufactura química, el equipo para el manejo y los trazados de la fábrica. Para un químico o ingeniero químico experimentado, ninguna de esas compras podía servir para otra cosa que fabricar gas venenoso.

—¿Sabe usted quién ha sido el principal suministrador a lo largo de los años, doctor? —preguntó sir Paul.

—Sí, claro. En los primeros tiempos hubo cierta participación científica de la Unión Soviética y Alemania Oriental, así como exportaciones desde unos ocho países, en la mayor parte de los casos, de pequeñas cantidades de sustancias químicas no controladas. Pero el ochenta por ciento de las plantas, trazados, maquinaria, equipo de manejo especial, sustancias químicas, tecnología y conocimientos técnicos procedían de Alemania Occidental.

—A decir verdad —dijo lentamente Sinclair—, nos hemos quejado a Bonn durante años, pero jamás nos han hecho caso. Doctor, ¿puede usted identificar las plantas de gas químico en esas fotos que le dimos?

—Sí, por supuesto. Algunas fábricas están identificadas en el papeleo burocrático, mientras que otras pueden verse con una lupa. —El químico extendió cinco grandes fotografías aéreas sobre la mesa—. Desconozco los nombres árabes, pero estos números identifican las fotografías, ¿no es así?

—En efecto, solo señalan los edificios —dijo Sinclair.

—Aquí, todo el complejo de diecisiete edificios… aquí, esta gran planta aislada… ¿ve el depurador de gases? Y aquí, mire esta… y todo ese complejo de ocho edificios… y también este.

Sinclair examinó una lista que había sacado de su maletín. Asintió con el semblante sombrío.

—Tal como pensábamos. Al Qaim, Fallujah, Al Hillah, Salman Pak y Samarra. Le estoy muy agradecido, doctor. Nuestros chicos de Estados Unidos averiguaron exactamente lo mismo. Estos serán los blancos de la primera oleada de ataques.

Cuando se levantó la reunión, Sinclair, Simon Paxman y Terry Martin pasearon hasta Piccadilly para tomar un café en el Richoux.

—No sé qué harán ustedes —dijo Sinclair mientras removía su cappuccino—, pero nosotros consideramos prioritaria la amenaza del gas. El general Schwarzkopf está convencido de que ese es lo que él llama el «marco de pesadilla». Ataques masivos con gas, una lluvia de proyectiles cargados con veneno cayendo sobre nuestras tropas. Si van allí llevarán máscaras antigás y capotes especiales, estarán protegidos de la cabeza a los pies. El aspecto positivo es que, una vez expuesto al aire, la actividad de ese gas es muy corta. Cuando cae en el desierto es inocuo. No parece convencido, Terry.

—Esa lluvia de proyectiles… —dijo Martin—. ¿Cómo suponen que los lanzará Saddam?

Sinclair se encogió de hombros.

—Supongo que mediante andanadas de artillería, como hizo contra los iraníes.

—¿Pero no van ustedes a destruir toda su artillería? Su alcance es de solo treinta kilómetros. Tiene que estar en algún lugar del desierto.

—Desde luego, disponemos de la tecnología necesaria para localizar todos los cañones y tanques desplegados en el desierto, a pesar del atrincheramiento y el camuflaje —dijo el estadounidense.

—Entonces, si su artillería queda destrozada, ¿de qué otro modo lanzará Saddam la lluvia de gas?

—Supongo que mediante cazabombarderos.

—Pero también los habrán destruido las fuerzas terrestres en su avance —señaló Martin—. A Saddam no le quedará ningún medio de ataque aéreo.

—Bueno, pues usará misiles Scud o lo que sea. Eso es lo que intentará, y los destruiremos uno tras otro. Lo siento, amigos, pero debo marcharme.

—¿Adónde quiere ir usted a parar, Terry? —le preguntó Paxman cuando se hubo ido el hombre de la CIA.

Terry Martin suspiró.

—La verdad es que no lo sé. Pero es evidente que Saddam y sus planificadores sabrán todo eso; no van a subestimar el poderío aéreo de Estados Unidos. Dígame, Simon, ¿podría conseguirme copias de todos los discursos de Saddam en los seis últimos meses? En árabe, tiene que ser en árabe.

—Sí, supongo que sí. El GCHQ de Cheltenham los tendrá, o el servicio árabe de la BBC. ¿Los quiere en cinta o transcritos?

—En cinta, si es posible.

Durante tres días Terry Martin escuchó la voz gutural del presidente lanzando sus arengas desde Bagdad. Pasó las cintas una y otra vez y no pudo librarse de la inquietante sensación de que el déspota iraquí hablaba de una manera que no correspondía a un hombre sumido en unas dificultades tan enormes. Era como si ignorase o no estuviera dispuesto a admitir la gravedad de su situación. O tal vez supiese algo que sus enemigos desconocían.

El 21 de septiembre Saddam Hussein pronunció un nuevo discurso, o más bien fue una declaración del Consejo de Mando Revolucionario que usaba el propio vocabulario del presidente. Declaraba que no existía la menor probabilidad de una retirada iraquí de Kuwait, y que cualquier intento por expulsar a Irak desembocaría en «la madre de todas las batallas».

Así fue como se tradujo. A los medios de comunicación les encantó y esas palabras se convirtieron en una consigna.

El doctor Martin estudió el texto y luego telefoneó a Simon Paxman.

—He estado examinando los matices de la lengua hablada en el valle del Tigris superior —le dijo.

—Dios mío, menuda afición —replicó Paxman.

—Se trata de esa frase que ha usado, «la madre de todas las batallas».

—Sí, ¿qué tiene de particular?

—La palabra puede traducirse por «batalla». Pero en la región natal de Saddam también significa «víctimas» o «baño de sangre».

Su interlocutor permaneció un momento en silencio.

—No se preocupe por eso —le dijo al fin.

Pero a pesar de ello, Terry Martin estaba preocupado.