5

El aeropuerto de Dhahran estaba atestado. Cuando Mike llegó allí procedente de Riad, tuvo la impresión de que la inmensa mayoría de la población del litoral se disponía a marcharse. Situado en el centro de la gran cadena de pozos petrolíferos que aportaron a Arabia Saudí su fabulosa riqueza, hacía mucho tiempo que conocía la presencia de americanos y europeos, al contrario de Taif, Riad, Yenbo y las demás ciudades del reino.

Ni siquiera el bullicioso puerto de Jeddah estaba acostumbrado a tantas caras anglosajonas en sus calles, pero en la segunda semana de agosto Dhahran estaba aturdida a causa de la invasión.

Algunos intentaban huir del país. Muchos habían recorrido en automóvil la autopista elevada que conectaba con Bahrein para una vez allí coger un avión. Otros estaban en el aeropuerto de Dhahran, sobre todo las esposas y familiares de los empleados de compañías petrolíferas, que se dirigían a Riad para enlazar con otro vuelo que les llevara a sus países.

Mientras esto ocurría, otros llegaban: un torrente de estadounidenses con su armamento y sus pertrechos. El avión civil en el que iba Martin se movía entre dos pesados Galaxy C-5, perteneciente a un convoy aéreo cuyos aparatos casi se rozaban morro con cola; habían sido enviados por Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos para participar en los trabajos que convertirían el nordeste de Arabia Saudí en un gran campamento militar.

Aquello no era la operación Tormenta del Desierto, la campaña para liberar Kuwait que tendría lugar cinco meses después, sino solo la denominada Escudo del Desierto, destinada a impedir el avance hacia el sur del ejército iraquí, que ahora había aumentado a catorce divisiones desplegadas a lo largo de la frontera y en todo Kuwait.

A un observador que estuviese en el aeropuerto de Dhahran podría parecerle impresionante, pero un estudio más minucioso revelaría que la piel protectora era delgada como el papel. Aún no habían llegado los carros blindados, y la artillería estadounidense (los primeros envíos estaban saliendo de la costa de Estados Unidos) y los pertrechos que transportaban los Galaxy, Starlifter y Hércules solo eran una fracción de la carga que podía transportar un barco.

Los Eagle que habían establecido su base en Dhahran y los Hornet de los marines en Bahrein, más los Tornado británicos que acababan de llegar de Dhahran y cuyos motores apenas se habían enfriado tras el vuelo desde Alemania, tenían suficientes pertrechos entre todos ellos para realizar media docena de misiones antes de que se agotaran.

Pero es necesario contar con más efectivos si se pretende detener un ataque decidido de una masa de blindados. A pesar de la impresionante exhibición de material militar en unos pocos aeropuertos, el nordeste de Arabia Saudí seguía desnudo bajo el sol.

Martin, con una bolsa de lona al hombro, se abrió paso entre la multitud que pululaba en el vestíbulo de llegadas, y distinguió un rostro familiar entre la muchedumbre agolpada frente a la barrera.

Cuando en su primer curso de selección para el SAS le dijeron que no tratarían de adiestrarle sino de matarle, no habían exagerado, pues a punto estuvieron de conseguirlo. Un día recorrió cincuenta kilómetros por los Brecons, uno de los terrenos más inhóspitos de Gran Bretaña, bajo una lluvia helada, con cincuenta kilos de equipo en su mochila Bergen. Al igual que sus compañeros, se encontraba más allá del cansancio, encerrado en un mundo particular donde toda la existencia era una emanación de dolor y solo sobrevivía la voluntad.

Entonces vio el camión, aquel hermoso camión que aguardaba. Era el fin de la marcha y, desde el punto de vista de la resistencia humana, el final de la línea. Cien metros, ochenta, cincuenta… el final del insoportable sufrimiento de su cuerpo iba acercándose mientras sus piernas insensibilizadas le llevaban, a él y a la pesada mochila Bergen, a lo largo de aquellos últimos metros.

En la caja del camión había un hombre sentado que contemplaba el rostro azotado por la lluvia y contorsionado por el dolor que avanzaba tambaleándose hacia él. Cuando la compuerta de cola estaba a pocos centímetros de los dedos extendidos, el hombre saltó a tierra, dio unos golpes en la parte trasera de la cabina y el camión se alejó. No recorrió unos centenares de metros más, sino otros quince kilómetros. Sparky Low era el hombre que estaba en el camión.

—Hola, Mike, me alegro de verte.

Cuesta mucho olvidar esa clase de cosas.

—Qué hay, Sparky, ¿cómo anda todo?

—Bastante complicado, ya que lo preguntas.

Sparky sacó del aparcamiento su jeep todoterreno sin ninguna señal distintiva y al cabo de media hora habían salido de Dhahran en dirección norte. Había unos trescientos kilómetros hasta Khafji, un trayecto de tres horas, pero después de que a su derecha dejaran atrás el aeropuerto de Jubail disfrutaron al menos de cierta intimidad. La carretera estaba vacía, nadie tenía deseos de visitar Khafji, una pequeña comunidad petrolífera en la frontera de Kuwait, ahora reducida a la condición de ciudad fantasma.

—¿Todavía llegan refugiados? —preguntó Martin.

—Algunos —respondió Sparky—, pero ya muy pocos. La oleada más importante llegó y se marchó. Los que vienen por la carretera principal son en su mayoría mujeres y niños con pases… Los iraquíes les dejan marchar para librarse de ellos. Como ves, son bastante listos. Si yo dirigiera Kuwait también querría librarme de los expatriados. Llegan algunos indios, pero los iraquíes parecen ignorarlos. En ese aspecto no son tan listos. Los indios tienen buena información y he persuadido a un par de ellos para que desanden el camino y regresen con mensajes para nuestra gente.

—¿Has conseguido el material que te pedí?

—Sí. Gray debe de haber tocado algunos resortes. Llegó ayer, en un camión con inscripciones saudíes. Lo he dejado en la habitación de invitados. Esta noche cenaremos con ese joven piloto de la Fuerza Aérea kuwaití de quien te hablé. Afirma que tiene contactos con el interior, gente de confianza que podría ser útil.

Martin gruñó.

—No quiero que me vea la cara, podrían derribarle y someterle a un interrogatorio persuasivo.

—De acuerdo —dijo Sparky después de reflexionar un momento.

Martin pensó que la finca requisada para Sparky Low no estaba nada mal. Pertenecía a un ejecutivo estadounidense de la compañía petrolífera Aramco, que había retirado de allí a su hombre y le había dado instrucciones de que regresase a Dhahran.

Sabía que no era prudente preguntarle a Sparky Low qué estaba haciendo en aquel lugar. Resultaba evidente que también él había sido «tomado en préstamo» por Century House y su tarea parecía ser la de interceptar a los refugiados que se filtraban por el sur y, si hablaban, someterles a un interrogatorio sobre lo que habían visto y oído.

Khafji estaba prácticamente vacía, a excepción de los efectivos de la Guardia Nacional Saudí que permanecían atrincherados ocupando posiciones defensivas en la ciudad y sus alrededores. Pero aún quedaban unos pocos saudíes desconsolados que deambulaban de un lado a otro. En un puesto del mercado, cuyo vendedor no podía creer que tuviera realmente un cliente, Martin compró las ropas que necesitaba.

A mediados de agosto aún había corriente eléctrica en Khafji, lo cual significaba que el aire acondicionado funcionaba, así como la bomba del pozo y el calentador de agua. Había un baño disponible, pero Martin sabía que no debía utilizarlo.

No se había lavado, afeitado ni cepillado los dientes en los tres últimos días. Si la señora Gray, su anfitriona en Riad, había notado el creciente mal olor que despedía su invitado, como ciertamente ocurrió, era demasiado bien educada para mencionarlo. Para su higiene dental Martin se limitaba a utilizar una astilla de madera con la que se escarbaba los dientes después de las comidas. Sparky Low tampoco lo mencionó, pero conocía el motivo de aquella conducta.

El oficial kuwaití resultó ser un apuesto joven de veintiséis años desbordante de ira por lo que habían hecho a su país, y apoyaba sin reservas a los miembros de la derrocada dinastía real Al Sabah, ahora alojados en un lujoso hotel de Taif como huéspedes del rey Fahd de Arabia Saudí.

También se quedó perplejo al ver que, si bien su anfitrión era, tal como había esperado, un oficial británico con informales ropas civiles, la tercera persona sentada a la mesa parecía ser un árabe; vestía un thob blancuzco y sucio y un keffiyeh moteado, uno de cuyos extremos le cubría la parte inferior de la cara. Low les presentó.

—¿Es usted realmente británico? —le preguntó el joven, sorprendido. Le explicaron por qué Martin vestía de aquella manera y mantenía su rostro cubierto. El capitán Al Khalifa asintió—. Le pido disculpas, comandante. Lo comprendo, desde luego.

Su relato fue claro y directo. La noche del 1 de agosto le llamaron a su casa y le pidieron que se presentase en la base aérea Ahinadi, donde estaba destinado. Durante la noche él y sus compañeros escucharon los informes radiofónicos de la invasión de su país desde el norte. Al amanecer, los cazas Skyhawk de su escuadrón fueron cargados de combustible, armados y preparados para el despegue. Aunque no era precisamente un avión moderno, el Skyhawk estadounidense aún podía resultar muy útil en un ataque contra efectivos estacionados en tierra. Nunca estaba a la altura de los Mig 23, 25 o 29 con que contaban las fuerzas iraquíes, o del Mirage de fabricación francesa, pero afortunadamente en su única misión de combate hasta la fecha no se había encontrado con ninguno de ellos.

Encontró sus blancos en los barrios residenciales al norte de la ciudad, poco después del amanecer.

—Alcancé uno de sus tanques con mis cohetes —contó excitado—. Lo sé porque lo vi arder. Entonces solo me quedaba el cañón, así que fui por los camiones que iban detrás. Le di al primero… viró bruscamente, se metió en una zanja y volcó. Se me acabaron las municiones y tuve que regresar, pero al pasar sobre Ahmadi la torre de control nos dijo que siguiéramos al sur, hacia la frontera, y salvásemos los aviones. Tenía el combustible justo para llegar a Dhahran.

»Hemos logrado sacar más de sesenta de nuestros aviones, ¿saben? Skyhawk, Mirage y los British Hawk de adiestramiento, además de helicópteros Gazelle, Puma y Super Puma. Ahora lucharé desde aquí y regresaré cuando mi país sea liberado. ¿Cuándo creen que empezará el ataque?

Sparky Low sonrió cautamente. La certidumbre de aquel muchacho era conmovedora.

—Me temo que todavía no. Debe usted ser paciente, pues hay que llevar a cabo una tarea de preparación. Háblenos de su padre.

Al parecer, el padre del piloto era un comerciante extremadamente rico, amigo de la familia real y con mucha influencia en el país.

—¿Favorecerá a las fuerzas invasoras? —le preguntó Low.

—Jamás, jamás hará tal cosa —replicó con vehemencia el joven Al Khalifa—, sino todo cuanto pueda por ayudar a la liberación. —Volvió sus ojos azules hacia el rostro cubierto por el paño moteado—. ¿Verá usted a mi padre? Puede confiar en él.

—Posiblemente —dijo Martin.

—¿Le dará un mensaje de mi parte?

Durante varios minutos escribió en una hoja de papel y luego se la dio a Martin. Cuando le condujeron de regreso a Dhahran, Martin quemó el papel en un cenicero, pues no podía entrar en Kuwait City llevando encima algo que pudiese incriminarlo.

A la mañana siguiente, con ayuda de Low colocó en la parte trasera del jeep el equipo que había pedido y se dirigieron de nuevo hacia el sur, hasta Manifah, donde giraron al oeste a lo largo de la carretera Tapline, que sigue el trazado de la frontera iraquí a través de Arabia Saudí. La llamaban así porque las siglas TAP corresponden a Trans Arabian Pipeline, y la carretera era esencial para el mantenimiento del oleoducto que transportaba una gran parte del crudo saudí hacia el oeste.

Más adelante, la carretera Tapline se convertiría en la principal arteria de transporte del mayor ejército terrestre jamás visto en movimiento, cuando cuatrocientos mil estadounidenses, setenta mil británicos, diez mil franceses y doscientos mil saudíes y otros soldados árabes avanzaran en masa para invadir Irak y Kuwait desde el sur. Pero aquel día estaba vacía.

Cuando había recorrido unos pocos kilómetros, el jeep viró de nuevo al norte, de regreso a la frontera entre Arabia Saudí y Kuwait, pero hacia un lugar diferente, tierra adentro. Cerca del viejo villorrio desértico de Hamatiyat, en el lado saudí de la frontera, esta se encuentra en su punto más próximo a Kuwait City.

Por otro lado, las fotografías de reconocimiento obtenidas por Gray en Riad mostraban que la masa de las fuerzas iraquíes estaba agrupada precisamente por encima de la frontera, pero cerca de la costa. Cuanto más se internaba uno en el país, más escasos y diseminados eran los puestos de avanzada iraquíes. Estaban concentrando sus fuerzas entre la intersección de Nuwaisib, en la costa, y el punto fronterizo de Al-Wafra, sesenta kilómetros tierra adentro.

La aldea de Hamatiyat se encontraba a ciento sesenta kilómetros, en pleno desierto, encajada en un pliegue de la línea fronteriza que acorta la distancia a Kuwait City.

Los camellos que Martin había solicitado les esperaban en una pequeña granja en las afueras del pueblo. Era una hembra joven, larguirucha y esbelta, y su vástago todavía de teta, también hembra y de color cremoso, con un morro aterciopelado y ojos de dulce mirada. Cuando creciera tendría un temperamento tan abominable como el de sus congéneres, pero por el momento era un encanto.

—¿Para qué sirve la cría? —preguntó Low. Estaban sentados en el jeep, contemplando a los animales en el corral.

—Es una tapadera. Si alguien nos pregunta, diré que la llevo a las granjas que hay en las afueras de Sulaibiya, para venderla. Allí los precios son más altos.

Bajó del jeep y se dirigió arrastrando los pies calzados con sandalias, a despertar al camellero que dormitaba a la sombra de su chamizo. Durante media hora ambos hombres estuvieron de cuclillas en el suelo polvoriento, regateando el precio de los dos animales. Al camellero no se le ocurrió ni por un momento que aquel hombre de rostro oscuro, dientes manchados y barba cerdosa, vestido con una túnica sucia y que, por el olor que despedía, debía de hacer días que no se bañaba, no fuera otra cosa que un tratante beduino con dinero para invertir en un par de buenos camellos.

Una vez cerrado el trato, Martin pagó al camellero con un fajo de dinares saudíes que Low le había dado y que mantuvo durante un rato bajo un sobaco hasta que los billetes estuvieron lo bastante húmedos. Luego, condujo al par de camellos a lo largo de dos kilómetros y se detuvo cuando las dunas les resguardaban de posibles miradas indiscretas. Low llegó a su lado en el jeep.

Había permanecido sentado a unos centenares de metros del corral del camellero, observando. Aunque conocía bien al árabe peninsular, nunca había trabajado con Martin, y estaba impresionado. Aquel hombre no fingía meramente ser un árabe: a partir del momento en que bajó del jeep se había transformado por completo en un auténtico beduino, con su mismo porte y sus mismos gestos.

Aunque él no estaba enterado, el día anterior dos ingenieros británicos que intentaban escapar de Kuwait habían abandonado su piso vestidos con el típico thob kuwaití y el turbante llamado guthra. Antes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia que los separaba de su coche, un pillete de la calle les gritó: «Podéis vestiros como árabes, pero seguís andando como ingleses». Los ingenieros regresaron a su piso y no se movieron de él.

Sudando bajo el sol pero fuera de la vista de cualquiera que pudiese sorprenderse de que semejante tarea se hiciera cuando apretaba el calor del día, los dos hombres del SAS trasladaron el equipo a los grandes cestos que colgaban en los costados de la camella. Esta se había arrodillado, pero seguía protestando por el peso adicional, escupiendo y gruñendo a los hombres que tanto la molestaban.

Colocaron los cien kilos de explosivo Semtex-H en uno de los cestos, cada bloque de cinco kilos envuelto en un paño y con unos sacos de arpillera llenos de café encima, por si algún curioso soldado iraquí insistía en mirar el contenido. En el otro cesto cargaron metralletas, munición, detonadores, temporizadores y granadas, junto con un pequeño pero potente transmisor-receptor, con su antena plegable en forma de plato, capaz de captar transmisiones emitidas vía satélite, y sus baterías de repuesto de cadmio y níquel. Encima de este material también había sacos de café.

—¿Hay algo más que pueda hacer? —le preguntó Low una vez hubieron terminado.

—No, eso es todo, gracias. Me quedaré aquí hasta la puesta del sol. No es necesario que esperes.

Low le tendió la mano.

—Siento lo que pasó en los Brecons.

Martin se la estrechó.

—No te preocupes. Sobreviví.

Low rió breve y ruidosamente.

—Sí, eso es lo que hacemos, arreglárnoslas por jodidos que estemos para sobrevivir. Te deseo que sigas teniendo suerte, Mike.

Low se alejó en el jeep. La camella eructó, regurgitó un bolo alimenticio y empezó a mascar. La cría trató de llegar a sus ubres, pero no lo consiguió y se tendió a su lado.

Martin se apoyó en la silla de montar, se apartó el keffiyeh de la cara y pensó en los días venideros. El desierto no representaría problema alguno, pero la frenética actividad que se desarrollaba en la ocupada capital de Kuwait tal vez lo fuese. ¿Hasta qué punto serían estrictos los controles, qué dificultades presentarían los que se hubiesen dispuesto en las carreteras, hasta dónde llegaría la astucia de los soldados encargados de ellos? Century House le había ofrecido la posibilidad de obtener documentos falsos, pero él la había rechazado, pues los iraquíes podían cambiar los documentos de identidad.

Confiaba en que la tapadera que había elegido fuese una de las mejores que se podían utilizar en el mundo árabe. Los beduinos iban y venían a su aire. No presentaban ninguna resistencia a los ejércitos invasores, pues habían visto demasiados: sarracenos y turcos, cruzados y caballeros templarios, alemanes y franceses, británicos y egipcios, israelíes e iraquíes. Habían sobrevivido a todas las invasiones porque siempre se mantenían al margen de los asuntos políticos y militares.

Muchos regímenes han intentado domarlos y ninguno lo ha conseguido. El rey Fahd de Arabia Saudí, tras decretar que todos sus ciudadanos debían tener una casa, levantó un hermoso pueblo llamado Escan, equipado con modernas instalaciones: piscina, lavabos, baños, agua corriente. Se procedió entonces a la recogida de unos cuantos beduinos y se les hizo vivir allí.

Bebían de la piscina —que parecía un oasis—, hacían sus necesidades en el patio y jugaban con los grifos. Finalmente se marcharon, explicando cortésmente a su monarca que preferían dormir bajo las estrellas. Escan fue sometido a una limpieza a fondo y utilizado por los estadounidenses durante la crisis del Golfo.

Martin sabía también que su verdadero problema radicaba en su estatura. Medía cerca de metro ochenta, y la mayoría de los beduinos son bastante más bajos. Siglos de enfermedades y malnutrición han causado que sean, en general, canijos y enfermizos. En el desierto el agua solo es para beber, y eso es lo único que hacen con ella hombres, cabras y camellos. De ahí que Martin hubiera evitado bañarse. Sabía que el encanto de la vida en el desierto es algo exclusivo de los occidentales.

Carecía de papeles, pero eso no era ningún problema. Varios gobiernos han intentado proporcionar a los beduinos documentos de identidad, cosa que suele satisfacer sobremanera a los hombres de las tribus, porque esos documentos son muy útiles como papel higiénico, mejores que un puñado de grava. Que un policía o soldado insista en ver la documentación de un beduino es una pérdida de tiempo, y ambas partes lo saben. Desde el punto de vista de las autoridades, lo más importante es que los beduinos no provocan dificultades. Jamás se les ocurriría mezclarse con algún movimiento de resistencia kuwaití. Martin lo sabía, y confiaba en que los iraquíes lo supieran también.

Dormitó hasta la puesta del sol, y luego montó. Cuando le dijo «Hut, hut, hut», la camella se levantó. Martin esperó a que su cría mamara un rato, luego la ató detrás de la madre y emprendieron la marcha a un ritmo cómodo y oscilante que parece muy lento pero que cubre distancias asombrosas. La camella había comido y bebido bien en el corral y no se cansaría durante varios días.

Cuando poco antes de las ocho cruzó la frontera, Martin se hallaba al noroeste del puesto policial de Rugaifah, por donde una ancha trocha enlaza Kuwait con Arabia Saudí. La noche habría sido totalmente negra de no ser por el leve brillo de las estrellas. A su izquierda veía el tenue resplandor del campo petrolífero kuwaití de Manageesh, en el que probablemente habría una patrulla iraquí, pero el desierto que tenía por delante estaba vacío.

Según el mapa, había una distancia de cincuenta kilómetros hasta las granjas de camellos situadas al sur de Sulaibiya, el distrito en las afueras de Kuwait City donde se proponía dejar sus animales en un establo de alquiler hasta que volviera a necesitarlos. Pero antes enterraría el equipo en el desierto y señalizaría el lugar. A menos que le obligaran a detenerse y sufriera un retraso, enterraría su carga en la oscuridad antes de que amaneciese, para lo que aún faltaban nueve horas. En la hora décima llegaría a las granjas de camellos.

Cuando el campo petrolífero de Manageesh quedó atrás, se orientó mediante su brújula de mano en línea recta hacia su destino. Como había supuesto, los iraquíes podían patrullar las carreteras, incluso las trochas y caminos, pero nunca el desierto. Ningún refugiado trataría de huir por allí ni enemigo alguno intentaría entrar.

Sabía que, cuando saliera el sol, desde las granjas de camellos podría subir a bordo de un camión que se dirigiera al centro de la ciudad, treinta kilómetros más adelante.

Allá en lo alto, silencioso en el cielo nocturno, se deslizaba un satélite KH-11 del Departamento Nacional de Reconocimiento. Años antes, otras generaciones de satélites espías estadounidenses tenían que hacer fotos y desprender las cápsulas a intervalos en los vehículos de reingreso, para ser recuperados laboriosamente y procesar la película.

Los KH-11, de veinte metros de largo y con un peso de trece toneladas y media, son más listos. Cuando toman las imágenes procedentes de la Tierra, las codifican automáticamente en una serie de pulsaciones electrónicas que envían hacia arriba, a otro satélite situado a mayor altura.

El satélite receptor es uno de los que forman una red situada en una órbita geosincrónica, lo cual significa que giran en el espacio a una velocidad y con un rumbo que los mantiene siempre sobre el mismo punto de la Tierra. En realidad, puede decirse que se ciernen sobre esta.

Tras haber recibido las imágenes del KH-11, el satélite cernido puede enviarlas directamente a Estados Unidos o bien, si la curva de la tierra se interpone, hacerlas rebotar a través del espacio a otro «pájaro» cernido que enviará las imágenes a su destino final. De esta manera el Departamento Nacional de Reconocimiento está en condiciones de recoger su información fotográfica en «tiempo real», solo unos segundos después de que hayan sido tomadas las fotos.

La tecnología de los satélites actuales proporciona enormes ventajas en caso de guerra. Significa que el KH-11 puede ver, por ejemplo, un convoy enemigo en movimiento con la suficiente antelación para ordenar un ataque aéreo que pulverice los camiones. Los desdichados soldados que viajan en estos jamás sabrán cómo los han descubierto los cazabombarderos, pues los KH-11 pueden trabajar de día y de noche, sin importar que haya nubes o niebla.

Se ha dicho de ellos que lo ven todo, pero esto tiene más de ilusión que de verdad. Aquella noche, el KH-11 pasó por encima de Arabia Saudí y Kuwait, pero no vio al solitario beduino que penetraba en territorio prohibido, ni se habría preocupado si lo hubiese visto. Recorrió el espacio de Kuwait y entró en el de Irak. Vio muchos edificios y pequeñas ciudades industriales diseminados alrededor de Al Hillah y Tarmiya, Al Atheer y Tuwaitha, pero no vio lo que encerraban aquellas edificaciones, no vio las cubas de gas venenoso en preparación ni el hexafluoruro de uranio destinado a las centrifugadoras de difusión gaseosa de la planta separadora de isótopos.

El satélite siguió hacia el norte, observando los aeródromos, las autopistas y los puentes. Incluso vio el parque de vehículos auxiliares de Al Qubai, pero no reparó en él. Vio los centros industriales de Al Quaim, Jazira y Al Shirqat, al oeste y el norte de Bagdad, pero no los artefactos de destrucción masiva que se fabricaban en su interior. Pasó sobre Jebel Al Hamreen, pero no vio la Fortaleza, que había sido construida por el ingeniero Osman Badri. No era más que una montaña entre otras montañas, una especie de aldea elevada entre otras aldeas también a considerable altitud. Entonces siguió su camino sobre el Kurdistán y Turquía.

Mike Martin proseguía lentamente pero sin pausa su camino rumbo a Kuwait City, amparado por las sombras y por aquel atuendo que no había llevado durante casi dos semanas. Sonrió al recordar el momento en que, cuando regresaba a su Land Rover tras un recorrido por el desierto en las afueras de Abu Dhabi, se sorprendió al verse interceptado por una rolliza dama estadounidense que señalaba su cámara y le gritaba «Clic, clic».

Se había convenido que el comité Medusa se reuniese para su conferencia preliminar en una sala ubicada en los sótanos de las dependencias ministeriales de Whitehall. La razón principal era la seguridad del edificio, registrado con regularidad en busca de posibles teléfonos intervenidos, aunque parecía que últimamente los rusos eran buenos chicos y por fin habían dejado de intentar unas prácticas tan fatigosas.

La sala a la que fueron conducidos los ocho invitados estaba dos plantas por debajo del nivel del suelo. Terry Martin había oído hablar de las cámaras selladas a prueba de escuchas clandestinas donde podía hablarse de los más delicados asuntos de Estado con una discreción absoluta bajo el edificio de aspecto inocente que se alzaba frente al Cenotafio.

Sir Paul Spruce presidía la reunión. Era un burócrata cortés y experimentado, con categoría de subsecretario permanente del gabinete ministerial. Se presentó a sí mismo y luego hizo lo propio con el resto de las personas allí reunidas. La embajada estadounidense estaba representada por el agregado auxiliar de Defensa y Harry Sinclair, un astuto y experto funcionario de Langley que desde hacía tres años se encontraba al frente de la delegación londinense de la CIA.

Sinclair era un hombre alto y anguloso a quien le gustaban las chaquetas de tweed, frecuentaba la ópera y se llevaba perfectamente bien con sus colegas británicos.

El hombre de la CIA asintió y guiñó un ojo a Simon Paxman, con quien había coincidido cierta vez en Londres en una reunión del Comité de Inteligencia Conjunta, en el que la CIA tenía un asiento permanente.

La tarea de Sinclair consistiría en anotar todo aquello de interés que pudieran presentar los científicos británicos y transmitir la información a Washington, donde la sección estadounidense, considerablemente mayor, del comité Medusa también celebraba sesión. Todos los hallazgos serían entonces cotejados y comparados para analizar el potencial con que contaba Irak para causar un número de bajas espeluznante.

Estaban presentes dos científicos de Aldermaston, el Centro de Investigación Armamentística situado en Berkshire. Les gustaba poner la palabra «atómico» delante de sus siglas, WRE, pero en realidad en Aldermaston solo se llevan a cabo investigaciones sobre armamento convencional. El trabajo de aquellos científicos consistiría en tratar de elucidar, a partir de la información procedente de Estados Unidos, Europa y otros países, y de las fotografías aéreas de posibles instalaciones de investigación nuclear iraquíes, hasta qué punto Irak había avanzado en su intento de dominar la tecnología necesaria para fabricar una bomba atómica, en el caso de que lo hubiera hecho.

Había otros dos científicos, procedentes de Porton Down. Uno de ellos era químico, el otro un biólogo especializado en bacteriología.

Con frecuencia la prensa de izquierdas ha acusado a Porton Down de llevar a cabo investigaciones sobre armamento químico y bacteriológico para uso británico. De hecho, su investigación se ha centrado durante años en la búsqueda de antídotos para todas y cada una de las formas de ataque con gas y gérmenes que pudieran perpetrarse contra las tropas británicas y aliadas. Por desgracia, es imposible desarrollar antídotos contra cualquier germen sin estudiar primero las propiedades de la toxina. En consecuencia, los dos científicos de Porton tenían bajo su égida, y en condiciones de extrema seguridad, algunas sustancias francamente repulsivas. Claro que, aquel 13 de agosto, también las tenía el señor Saddam Hussein. La diferencia residía en que Gran Bretaña no se proponía usarlas contra los iraquíes, pero se temía que el señor Hussein no fuese tan considerado.

La tarea de los hombres de Porton consistiría en intentar deducir, mediante las listas de productos químicos adquiridos por Irak durante varios años, lo que tenía, en qué cantidades y los daños que podría causar si estuviera en condiciones de uso. También estudiarían las fotografías aéreas de una serie de fábricas y plantas industriales de Irak para detectar, en caso de que existieran, signos reveladores en la forma y tamaño de diversas estructuras (unidades de descontaminación, depuradores de emisiones) que pudieran identificar las fábricas de gas venenoso.

—Ahora, caballeros —empezó sir Paul dirigiéndose a los cuatro científicos—, la carga principal pesa sobre ustedes. Los demás les ayudaremos y apoyaremos en todo cuanto esté a nuestro alcance. Tengo dos volúmenes de informes enviados hasta ahora por nuestros agentes en el extranjero, personal de embajadas, misiones comerciales y los… caballeros del servicio secreto. Todavía estamos en una fase temprana. Estos son los primeros resultados tras seleccionar las licencias de exportación a Irak durante la pasada década, y, ni que decir tiene, proceden de gobiernos que no han dudado un instante en prestarnos su ayuda.

»Hemos lanzado la red lo más lejos que hemos podido. En estos informes se hace referencia a la exportación de productos químicos, materiales de construcción, equipo de laboratorio, productos de ingeniería especializados… casi todo excepto paraguas, lana para tejidos de punto y juguetes blandos. Algunas de estas exportaciones, probablemente la mayor parte, resultarán ser compras normales de un país árabe en vías de desarrollo con propósitos pacíficos, y pido disculpas porque su estudio puede acabar siendo una pérdida de tiempo. Pero les ruego que no solo se concentren en las compras especializadas para la fabricación de armas de destrucción masiva, sino también en las adquisiciones de doble uso, géneros que podrían ser adaptados o desmontados para emplearlos con una finalidad distinta a la declarada.

»Bien, creo que nuestros colegas estadounidenses también han estado trabajando.

Sir Paul entregó uno de sus expedientes a los hombres de Porton Down y otro a los de Aldermaston. A su vez, el agente de la CIA sacó otro par de expedientes e hizo lo mismo. Los perplejos científicos se encontraron ante un grueso rimero de papeles.

—Hemos procurado que entre los estadounidenses y nosotros no hubieran duplicaciones —explicó sir Paul—, pero me temo que algunas han sido inevitables. Una vez más, reciban mis disculpas. Y ahora les hablará el señor Sinclair.

El director de la representación de la CIA en Londres fue conciso y al grano, al contrario que el funcionario de Whitehall, que casi había hecho dormir a los científicos con su verborrea.

—La cuestión, caballeros, es que probablemente tendremos que luchar contra esos cabrones.

Esa manera de referirse al asunto resultaba más apropiada. Sinclair hablaba como a los británicos les gustaba pensar que son los estadounidenses: directos y sin miedo de morderse la lengua. Los cuatro científicos le escucharon con mucha atención.

—Si llega ese día, primero lanzaremos un ataque aéreo. Al igual que los británicos, deseamos que el número de nuestras bajas sea mínimo. Así pues, nuestro objetivo será destruir su infantería, artillería, tanques y aviones. Apuntaremos a sus emplazamientos de misiles SAM, enlaces de comunicaciones y centros de mando. Pero si Saddam utiliza armas de destrucción masiva, ustedes y nosotros sufriremos cuantiosas bajas. Por eso necesitamos saber dos cosas.

»En primer lugar, con qué material cuenta. De ese modo podremos planificar las necesidades de máscaras antigás, capotes herméticos y antídotos químicos. En segundo lugar, ¿dónde diablos lo oculta? Entonces podremos tomar como blanco las fábricas y los almacenes, y destruirlos antes de que haya podido usarlos. Así pues, estudien las fotos con lupa y busquen los signos reveladores. Nosotros seguiremos buscando y entrevistando a los contratistas que construyeron esas fábricas y a los científicos que equiparon sus interiores. Así obtendremos mucha información. Pero los iraquíes pueden haber hecho ciertas modificaciones, de modo que la tarea vuelve a recaer en ustedes, los analistas.

»Pueden salvar muchas vidas, de manera que pongan todo su empeño en esta labor. Identifiquen las WMD y nosotros iremos allí y bombardearemos las instalaciones hasta que no quede rastro de ellas.

Los cuatro científicos estaban entusiasmados. Tenían un trabajo que hacer y sabían cuál era. Sir Paul parecía sufrir ligeramente los efectos de una neurosis de guerra.

—Sí, bueno, todos estamos profundamente agradecidos al señor Sinclair por su… explicación. ¿Puedo sugerir que volvamos a reunirnos cuando Aldermaston o Porton tengan algo para nosotros?

Cuando salieron del edificio, Simon Paxman y Terry Martin pasearon bajo el cálido sol de agosto desde Whitehall a la plaza del Parlamento, atestada como de costumbre de autocares turísticos. Encontraron un banco vacío cerca del marmóreo pedestal de Winston Churchill, quien parecía contemplar furibundo a los impúdicos mortales agrupados a sus pies.

—¿Han visto las últimas noticias de Bagdad? —inquirió Paxman.

—Naturalmente.

Saddam Hussein acababa de ofrecer que se retiraría de Kuwait si Israel se retiraba de la Cisjordania y Siria del Líbano. Pretendía vincular las tres cosas. Las Naciones Unidas habían rechazado de plano esa oferta y el Consejo de Seguridad seguía aprobando resoluciones que interrumpían el comercio, las exportaciones de crudo, los movimientos de divisas, el transporte aéreo y los recursos de Irak. Pero la destrucción sistemática de Kuwait por parte del ejército de ocupación seguía adelante.

—¿Tiene eso alguna importancia?

—No, solo la indignación habitual. Era predecible. Es un numerito de cara al público. A la OLP le ha gustado, claro, pero eso es todo. No es un juego limpio.

—¿Acaso es capaz de jugar limpio? —preguntó Paxman—. Si así fuese, nadie puede averiguarlo. Los americanos creen que está loco.

—Lo sé. Anoche vi a Bush en la tele.

—¿De verdad está loco?

—Es taimado como un zorro.

—Entonces no entiendo por qué no avanza hacia el sur, en dirección a los campos petrolíferos saudíes, cuando todavía tiene oportunidad de hacerlo. La acumulación de fuerzas estadounidenses solo está empezando, y la nuestra también. En el Golfo hay unos pocos escuadrones y portaaviones, pero nada en tierra. La Fuerza Aérea por sí sola no puede detenerle. Ese general americano que acaban de nombrar…

—Schwarzkopf —dijo Martin—. Norman Schwarzkopf.

—Exacto. Él calcula que necesitará dos meses enteros antes de disponer de las fuerzas necesarias para detener y repeler una invasión a gran escala. En esas condiciones, ¿por qué Saddam no ataca ahora?

—Porque eso sería atacar a un estado árabe hermano con el que no tiene ningún pleito. Sería una ignominia que le enemistaría con el resto del mundo árabe. Es algo que va contra su cultura. Él desea dirigir el mundo árabe, que este le aclame, no que le denigre.

—Pero ha invadido Kuwait —señaló Paxman.

—Eso ha sido diferente. Ha podido decir que corregía una injusticia imperialista, porque históricamente Kuwait siempre formó parte de Irak. Como Nehru cuando invadió la Goa portuguesa.

—Oh, vamos, Terry. Saddam ha invadido Kuwait porque estaba en bancarrota. Todos lo sabemos.

—Sí, esa es la verdadera razón. Pero el pretexto es que reclamaba un territorio iraquí al que tiene derecho. Mira, eso es algo que sucede en todo el mundo. India se apoderó de Goa, China del Tíbet, Indonesia ha invadido Timor Oriental. Argentina intentó hacerse con las Malvinas. En cada ocasión se aduce que el motivo de la invasión es recuperar un territorio propio que había sido arrebatado. Eso goza de enorme popularidad entre los súbditos del invasor.

—Entonces ¿por qué sus amigos árabes se vuelven contra él?

—Porque creen que no se saldrá con la suya —respondió Martin.

—Y no se saldrá, desde luego. Tienen razón.

—Solo a causa de Estados Unidos, no del mundo árabe. Para obtener la aclamación de este, debe humillar a Estados Unidos, no a su vecino árabe. ¿Ha estado usted en Bagdad?

—Hace mucho tiempo —dijo Paxman.

—Ahora está lleno de fotos de Saddam en las que aparece como el guerrero del desierto en un caballo blanco y con la espada alzada. Tonterías, por supuesto, pues ese hombre es un pistolero de barrio bajo. Pero así es como se ve a sí mismo.

Paxman se levantó.

—Todo esto es muy teórico, Terry, pero de todos modos le agradezco sus observaciones. El problema es que he de enfrentarme a hechos incontestables. En cualquier caso, nadie cree que pueda llegar a humillar a Estados Unidos. Los yanquis tienen en sus manos el poder y la tecnología. Cuando estén preparados, pueden ir allí y destrozar por completo el Ejército y la Fuerza Aérea iraquíes.

Terry Martin entrecerró los ojos para protegerlos del sol.

—Las bajas, Simon, las bajas. Estados Unidos puede encajar muchas cosas, pero no una pérdida masiva de vidas humanas, al contrario de Saddam. A él no le importan las bajas.

—Pero allí todavía no hay suficientes americanos.

—Precisamente.

El Rolls Royce en el que viajaba Ahmed al Khalifa viró hacia el edificio de oficinas que se anunciaba en inglés y árabe como la sede de la Al Khalifa Trading Corporation Ltd., y se detuvo con un siseo.

El conductor, un sirviente corpulento, chófer y guardaespaldas, bajó del vehículo y se apresuró a abrir la puerta a su señor.

Tal vez fuese estúpido acudir allí en el Rolls, pero el millonario kuwaití había hecho caso omiso de las súplicas para que usara el Volvo por temor a ofender a los soldados iraquíes en los controles de carreteras.

—Que se pudran en el infierno —había farfullado mientras desayunaba.

De hecho, el viaje desde su suntuoso hogar —rodeado de un jardín vallado en el lujoso barrio residencial de Andalus— hasta el edificio de oficinas en Shamiya se había desarrollado sin incidentes.

Transcurridos diez días desde la invasión, los disciplinados soldados profesionales de la Guardia Republicana iraquí habían sido retirados de Kuwait City y sustituidos por la chusma reclutada que formaba el Ejército Popular. Si Al Khalifa había odiado a los primeros, por los segundos no sentía más que un profundo desprecio.

Durante los primeros días los guardias habían saqueado la ciudad de una manera sistemática y planeada. Él los había visto entrar en el Banco Nacional y extraer los lingotes de oro por valor de cinco mil millones de dólares que constituían la reserva nacional. Pero no se trataba de un saqueo con fines de lucro personal. Los lingotes habían sido guardados en contenedores herméticamente cerrados, introducidos en camiones y enviados a Bagdad. El Zoco del Oro había producido otros mil millones de dólares en objetos de oro, que habían seguido el mismo camino.

Los controles de carreteras de los guardias republicanos, distinguibles por sus boinas negras y su porte, habían sido estrictos y profesionales. Entonces, repentinamente, fueron enviados más al sur y apostados en la frontera meridional con Arabia Saudí.

En su lugar había llegado el Ejército Popular, formado por hombres andrajosos, sin afeitar, indisciplinados y, por esa misma razón, más impredecibles y peligrosos. Testimonio de ello era la muerte ocasional de algunos kuwaitíes por negarse a entregar su reloj o su coche.

Hacia mediados de agosto, el calor cayó como un martillo sobre un yunque. Los soldados iraquíes, en busca de refugio, destrozaron las calzadas, arrancando trozos de pavimento para construirse pequeñas chozas de piedra en las calles de cuya vigilancia estaban encargados. Al amanecer y por la noche, cuando refrescaba, salían de las chozas para fingir que eran soldados. Entonces vejaban a los civiles y se dedicaban al saqueo de alimentos y objetos valiosos bajo el pretexto de registrar los coches en busca de contrabando.

Normalmente, al señor Al Khalifa le gustaba estar en su lugar de trabajo a las siete de la mañana, pero al retrasar su salida hasta las diez, cuando el calor ya era muy intenso, había pasado ante los vivacs de piedra en los que se refugiaban los soldados del Ejército Popular sin que nadie le detuviera. Dos soldados, desaliñados y sin gorra, habían hecho un desgarbado saludo militar al paso del Rolls Royce, suponiendo que en él viajaba algún notable de su propio bando.

Aquello no podía durar, desde luego. Más tarde o más temprano algún matón robaría el Rolls a punta de pistola. Pero ¿qué más daba? Cuando los hubieran echado del país, pues estaba convencido de que, aunque no supiera cuándo, así sería, se compraría otro.

El comerciante se apeó. Vestía una túnica de un blanco deslumbrante, y el liviano ghutra de algodón sujeto alrededor de la cabeza con dos cordones negros le caía sobre la cara. El conductor cerró la portezuela y regresó al coche para llevarlo al aparcamiento de la empresa.

—Una limosna, sayidi, por caridad, para uno que lleva tres días sin comer.

Solo había visto a medias al hombre que estaba en cuclillas en la acera, cerca de la puerta, al parecer durmiendo al sol, lo cual era una estampa corriente en cualquier ciudad de Oriente Medio. Ahora el hombre, un beduino con una túnica sucia, estaba a su lado y tendía la mano hacia él.

El chófer gritó al mendigo que se marchara, dirigiéndole un torrente de maldiciones. Ahmed al Khalifa alzó la mano; él era un musulmán practicante que intentaba regirse por las enseñanzas del sagrado Corán, una de las cuales es que uno ha de dar limosnas con tanta generosidad como le sea posible.

—Aparca el coche —ordenó al chófer.

Del bolsillo lateral de la túnica sacó su cartera y extrajo un billete de diez dinares. El beduino cogió el billete con ambas manos, indicando con este gesto que la dádiva de su benefactor pesaba tanto que necesitaba todas sus fuerzas para sostenerla.

Shukran, sayidi, shukran —dijo el mendigo. Entonces, sin cambiar el tono de su voz, añadió—: Cuando esté en su despacho, envíe a alguien a buscarme. Tengo noticias de su hijo, que está en el sur.

El comerciante creyó haber oído mal. El hombre se apartó de él arrastrando los pies y se metió el billete en el bolsillo. Al Khalifa entró en el edificio, saludó con un gesto de la cabeza al portero uniformado y, un tanto aturdido, subió a su despacho, situado en el último piso. Una vez sentado ante su mesa, pensó un momento y luego pulsó el botón del intercomunicador.

—Fuera, en la acera, hay un beduino. Deseo hablar con él. Hágale subir, por favor.

Si su secretaria particular creía que su patrono se había vuelto loco, no lo evidenció. Solo su nariz arrugada mientras acompañaba al beduino al fresco despacho, cinco minutos después, indicaba lo que pensaba del olor corporal del sorprendente visitante de su jefe.

Cuando la secretaria se hubo marchado, el comerciante señaló un sillón.

—¿Dice usted que ha visto a mi hijo? —le preguntó sin preámbulos. Había pensado en la posibilidad de que el hombre estuviera allí en busca de una limosna todavía mayor.

—Sí, señor Al Khalifa. Estuve con él hace dos días en Khafji.

Al kuwaití le dio un vuelco el corazón. Habían transcurrido dos semanas y aún no tenía ninguna noticia suya. Se había enterado indirectamente de que su único hijo había emprendido el vuelo desde la base aérea de Ahmadi, y luego… nada. Ninguno de sus contactos parecía saber qué había ocurrido. Aquel 2 de agosto la confusión había sido tremenda.

—¿Me trae usted un mensaje de él?

—Sí, sayidi.

Al Khalifa tendió la mano.

—Démelo, por favor. Le recompensaré bien.

—Lo tengo en la cabeza. No podía traer ningún papel encima, así que lo memoricé.

—Muy bien. Por favor, dígamelo.

Mike Martin enunció, palabra por palabra, la carta de una página que había escrito el piloto del Skyhawk.

—«Mi querido padre, a pesar de su aspecto, el hombre que tienes delante es un oficial británico…»

Al Khalifa se estremeció y miró fijamente a Martin. Le resultaba un tanto difícil dar crédito a lo que veía y oía.

—«Ha entrado clandestinamente en Kuwait. Ahora que lo sabes, tienes su vida en tus manos. Te ruego que confíes en él, como él debe confiar en ti ahora, pues te pedirá ayuda.

»”Estoy sano y salvo, en la base aérea saudí en Dhahran. Pude volar en una misión contra los iraquíes y destruí un tanque y un camión. Volaré con la Real Fuerza Aérea Saudí hasta la liberación de nuestro país.

»”Ruego a diario a Alá para que pasen rápidamente las horas hasta que pueda regresar y abrazarte de nuevo. Tu obediente hijo, Khaled.”

Martin se interrumpió. Ahmed al Khalifa se puso de pie, fue hasta la ventana y miró hacia fuera. Aspiró hondo varias veces. Una vez se hubo recuperado, volvió a su silla.

—Gracias, muchas gracias. Dígame qué desea.

—La ocupación de Kuwait no durará unos pocos días, sino que se alargará varios meses, a menos que sea posible persuadir a Saddam Hussein de que se retire…

—¿Los americanos no vendrán pronto?

—Los americanos, británicos, franceses y demás países integrantes de la Coalición necesitarán tiempo para reunir sus fuerzas. Saddam dispone del cuarto ejército permanente más grande del mundo, con más de un millón de hombres. Esa fuerza de ocupación no será desalojada por un puñado de soldados.

—Muy bien, lo comprendo.

—Entretanto, se considera que cada soldado, tanque y cañón iraquíes que puedan ser inmovilizados en el Kuwait ocupado, no podrán ser utilizados en la frontera…

—Está usted hablando de resistencia, una resistencia armada, de defendernos —dijo Al Khalifa—. Algunos muchachos impetuosos lo han intentado, han disparado contra las patrullas iraquíes, y han sido abatidos como perros.

—Sí, eso creo. Fueron valientes pero atolondrados. Existen maneras adecuadas de hacer estas cosas. La cuestión no reside en matar a unos centenares y en que te maten. Lo importante es lograr que el ejército de ocupación iraquí esté constantemente nervioso, siempre atemorizado, que sea necesario escoltar a cada oficial adondequiera que vaya, que nunca puedan dormir en paz.

—Mire, señor inglés, sé que tiene usted las mejores intenciones, pero sospecho que es un hombre acostumbrado a estas cosas y hábil en ellas, mientras que a mí me sucede lo contrario. Esos iraquíes son un pueblo cruel y salvaje. Los conocemos desde antiguo. Si hacemos lo que usted dice, habrá represalias.

—Es como una violación, señor Al Khalifa.

—¿Una violación?

—Cuando una mujer va a ser violada, puede defenderse o sucumbir. Si es dócil, será violada, probablemente golpeada y quizá asesinada. Si se defiende, también será violada, ciertamente golpeada y tal vez asesinada.

—Kuwait es la mujer e Irak el violador. Eso ya es sabido. Así pues, ¿para qué defenderse?

—Porque hay un mañana. Mañana Kuwait se mirará en el espejo. Su hijo verá el rostro de un guerrero.

Ahmed al Khalifa miró fijamente la cara morena y barbuda del inglés durante largo rato, y entonces dijo:

—Lo mismo hará su padre. Que Alá tenga misericordia de mi pueblo. ¿Qué necesita? ¿Dinero?

—No, gracias. Tengo dinero.

Disponía de diez mil dinares kuwaitíes que le había dado el embajador en Londres después de retirarlos del Banco de Kuwait situado en la esquina de las calles Baker y George.

—Necesito casas en las que alojarme. Seis en total…

—No hay ningún problema. Ya hay miles de pisos abandonados.

—Pisos no, sino casas independientes. En los edificios de pisos hay vecinos. En cambio, nadie investigará a un pobre hombre encargado de cuidar un chalet abandonado.

—Los encontraremos.

—También necesitaré documentos de identidad, auténticos documentos kuwaitíes. Tres en total. Uno para un médico kuwaití, otro para un contable indio y un tercero para un hortelano de fuera de la ciudad.

—De acuerdo. Tengo amigos en el Ministerio del Interior. Creo que ellos todavía controlan las imprentas que confeccionan los documentos de identidad. ¿Y qué me dice de las fotos respectivas?

—Para la del hortelano, busque a un viejo de la calle y páguele. En cuanto al médico y al contable, elíjalos entre miembros de su personal que se parezcan más o menos a mí pero estén bien afeitados. Esas fotografías siempre son de muy mala calidad. Finalmente, necesitaré tres coches. Una furgoneta blanca, un jeep todoterreno y una camioneta de caja abierta vieja y maltrecha. Todos ellos en garajes cerrados y todos con matrículas cambiadas.

—De acuerdo, se hará como usted dice. ¿Dónde recogerá los documentos de identidad y las llaves de los garajes y las casas?

—¿Conoce usted el cementerio cristiano?

Al Khalifa frunció el entrecejo.

—He oído hablar de él, pero nunca he estado allí.

—Está en la carretera de Jahra en Sulaibikhat, junto al principal cementerio musulmán. Tiene una puerta muy oscura con un minúsculo letrero que dice: «Para cristianos». La mayor parte de las lápidas corresponden a libaneses y sirios, a excepción de algunos filipinos y chinos. En el extremo de la derecha se encuentra la tumba de un marino mercante llamado Shepton, cuya lápida de mármol está floja. Debajo de ella he hecho una cavidad en la grava. Déjelo allí y, si tiene un mensaje para mí, deposítelo en el mismo sitio. Revise la tumba una vez a la semana, por si hay algún mensaje mío.

Al Khalifa sacudió la cabeza, perplejo.

—No estoy hecho para esa clase de cosas.

Mike Martin desapareció en el torbellino de personas que pululaban por las calles estrechas y los callejones del distrito de Bneid-al-Qar.

Al cabo de cinco días, bajo la lápida de la tumba del marino Shepton, encontró tres tarjetas de identidad, tres juegos de llaves de garaje con la indicación de sus respectivas direcciones, tres juegos de llaves de vehículo y cinco juegos de llaves de casas con las direcciones en sus etiquetas.

Dos días después, un camión iraquí que regresaba a la ciudad desde el campo petrolífero de Umm Gudayr voló en pedazos a consecuencia de haber chocado con algo.

Chip Barber, el jefe de la división de la CIA para Oriente Medio, llevaba dos días en Tel Aviv cuando sonó el teléfono del despacho que le habían destinado en la embajada americana. Era el jefe del departamento, que llamaba desde Estados Unidos.

—Va bien, Chip. El hombre ha vuelto a la ciudad. He convenido un encuentro con él a las cuatro en punto. Así tendrás tiempo de tomar el último vuelo hacia Estados Unidos que salga del Ben Gurion. Los chicos dicen que pasará por la oficina y nos recogerá.

El jefe de estación se hallaba ausente de la embajada, por lo que Baber habló de generalidades por si la línea estaba intervenida. Así era, desde luego, pero solo por los israelíes, quienes estaban enterados de todos modos. «El hombre» era el general Yaakov Kobi Dror, director del Mossad, «la oficina» era la misma embajada y «los chicos» eran los dos agentes personales de Dror que llegaron en un coche sin distintivos a las tres y diez.

Barber pensó que cincuenta minutos era demasiado tiempo para ir desde la embajada hasta la sede del Mossad, que está situado en un alto bloque de oficinas llamado Edificio Hadar Dafna, en el bulevar de Rey Saúl.

Pero no era allí donde tendría lugar la reunión. El coche avanzó velozmente hacia el norte, alejándose de la ciudad, pasó junto al aeródromo militar Sde Dov y enfiló la autopista costera en dirección a Haifa.

A la entrada de Herzlia está situado un gran centro hotelero de lujo llamado The Country Club. Es un lugar donde algunos israelíes, pero sobre todo ancianos judíos procedentes del extranjero, acuden a relajarse y disfrutar de las numerosas instalaciones sanitarias y balnearias que el centro posee. Esas personas felices no suelen alzar la vista hacia la colina al pie de la cual se encuentra el lugar de recreo. Si lo hicieran, verían, encaramado en lo alto, un edificio bastante espléndido desde donde se domina un magnífico panorama del campo circundante y el mar. Si preguntaran qué es, les dirían que la residencia veraniega del primer ministro.

En efecto, al primer ministro de Israel se le permite acudir allí, y es uno de los pocos autorizados, pues ese lugar es la escuela de adiestramiento del Mossad, conocida dentro de la organización como la Midrasha.

Yaakov Dror recibió a los dos estadounidenses en su despacho del último piso, una habitación clara y aireada, con el aire acondicionado puesto al máximo. Era un hombre bajo y rechoncho, vestido con el atuendo reglamentario israelí, camisa de manga corta y cuello abierto, y que fumaba los reglamentarios sesenta cigarrillos al día.

Barber agradeció el aire acondicionado, pues el humo le fastidiaba.

El jefe de los espías israelíes se levantó de su sillón y se adelantó con andar pesado.

—Chip, mi viejo amigo, ¿qué tal está últimamente?

Dio un abrazo al americano, bastante más alto que él. Le agradaba comportarse como un mal actor judío y representar el papel de oso amistoso y afable. Todo era fingido. En misiones anteriores como agente operativo veterano o katsa, había demostrado ser muy inteligente y extremadamente peligroso.

Chip Barber le devolvió el saludo. Las sonrisas eran tan poco sinceras como lejana la época en que iniciaran su relación. Y no había pasado tanto tiempo desde que un tribunal estadounidense sentenciara a Jonathan Pollard, del servicio secreto de la Armada, a una condena muy larga por espiar a favor de Israel, una operación que sin duda dirigió contra Estados Unidos el afable Kobi Dror.

Al cabo de diez minutos fueron al grano: Irak.

—Permítame que se lo diga, Chip —dijo Dror al tiempo que servía a su invitado otra taza de café lo bastante fuerte para mantenerlo despierto durante días—. Creo que está usted haciendo las cosas exactamente como deben hacerse. —Apagó el tercer cigarrillo en un gran cenicero de cristal. Barber intentó contener la respiración, pero tuvo que dejarlo correr.

—Si hemos de entrar —dijo Barber—, si él no se marcha de Kuwait y tenemos que entrar, empezaremos con bombardeos aéreos.

—Naturalmente.

—E iremos por sus armas de destrucción masiva. Eso también les interesa a ustedes, Kobi. En ese aspecto necesitamos cierto grado de cooperación.

—Chip, hemos observado esas armas de destrucción masiva durante años. Maldita sea, les hemos advertido de su existencia. ¿A quién cree que está destinado todo ese gas venenoso y esas bombas llenas de gérmenes y sustancias patógenas? A nosotros. Nos cansamos de avisar y nadie nos hizo caso. Hace nueve años volamos sus generadores nucleares en Osirak, le hicimos retroceder diez años en su búsqueda de la bomba, y el mundo nos condenó. Estados Unidos también…

—Esa fue una condena cosmética. Todos lo sabemos.

—De acuerdo, Chip, de modo que como hay vidas americanas en peligro, ya no hay cosmética que valga. Podrían morir americanos de verdad.

—Vamos, Kobi, no deje traslucir su paranoia.

—Tonterías. Mire, nos conviene que destruyan todas sus plantas de gas venenoso y sus laboratorios de gérmenes y sus instalaciones nucleares. Nos va la mar de bien. E incluso nos mantenemos al margen del asunto porque ahora el Tío Sam tiene aliados árabes. Así pues, ¿quién se queja? Israel no. Le hemos transmitido cuanto sabemos sobre sus programas de armas secretas. Todo cuanto tenemos; no nos hemos reservado nada.

—Necesitamos más, Kobi. De acuerdo, es posible que hayamos descuidado un poco a Irak en los últimos años. Teníamos que ocuparnos de la guerra fría. Ahora se trata de Irak y nos falta material. Necesitamos información, no basura de la que puede recogerse en la calle, sino verdaderos filones de alto nivel. Por eso se lo pregunto directamente. ¿Cuenta usted con algún hombre bien situado dentro del régimen iraquí? Hemos de hacer preguntas y necesitamos respuestas. Y pagaremos; conocemos las reglas.

Hubo una pausa. Kobi Dror contempló el extremo encendido de su cigarrillo. Los otros dos altos funcionarios contemplaban la mesa.

—Chip —dijo Dror lentamente—, le doy mi palabra. Si tuviéramos un agente con acceso a los consejos de Bagdad, se lo diría. Le transmitiría toda la información. No lo tenemos, créame.

Más tarde el general Dror explicaría a su primer ministro, un Itzhak Shamir muy irritado, que cuando dijo eso no mentía. Pero lo cierto era que debería haber mencionado a Jericó.