Don Walker pisó ligeramente el freno y el Corvette Stingray modelo 1963 se detuvo un momento en la entrada principal de la base Seymour Johnson de la Fuerza Aérea para dejar que pasaran un par de remolques antes de entrar en la autopista.
Hacía calor. El sol de agosto caía a plomo sobre la pequeña población de Goldsboro, en Carolina del Norte, y delante de él el asfalto parecía rielar como agua en movimiento. Era agradable viajar con la capota bajada y notar que el viento, por caliente que fuese, surcaba su cabello corto y rubio.
Maniobró el coche deportivo clásico, al que prodigaba tantas atenciones, a través de la pequeña ciudad dormida hasta la autopista 70 y luego entró en la autopista 13 en dirección nordeste.
Aquel tórrido verano de 1990, Don Walker era un hombre soltero de veintinueve años, de profesión piloto de combate, y acababa de enterarse de que se iba a la guerra gracias, al parecer, a cierto árabe misterioso llamado Saddam Hussein.
Esa misma mañana el coronel en jefe del ala, que no tardaría en ser ascendido a general, Hal Hornburg, se lo había explicado: dentro de tres días, el 9 de agosto, su escuadrilla, la 336 Rocketeers de la 9.ª Fuerza Aérea del Comando Aéreo Táctico (TAC), sería transportada al golfo Pérsico. Las órdenes procedían de la jefatura de la TAC en la base Langley de la Fuerza Aérea, en Hampton, Virginia. Así pues, la operación estaba en marcha, y el júbilo de los pilotos era enorme. ¿Para qué servían tantos años de adiestramiento si uno nunca tenía oportunidad de entrar en acción?
A solo tres días de la partida era mucho lo que quedaba por hacer, y para él, como oficial de armamento de la escuadrilla, todavía más, pero había rogado que le concedieran un permiso de veinticuatro horas para ir a despedirse de su familia; el teniente coronel Steve Turner, jefe de armamento, le había dicho que si el 9 de agosto, fecha en que los F-15 Eagle se pondrían en marcha, faltaba algún detalle, por pequeño que fuese, él personalmente le daría una patada en el culo. Entonces sonrió y dijo a Walker que si quería estar de vuelta a primera hora de la mañana sería mejor que se marchara cuanto antes.
Así pues, a las nueve de aquella mañana Walker avanzaba a toda velocidad por Snow Hill y Greenville, rumbo a la cadena de islas al este de Pamlico Sound. Era una suerte que sus padres no hubieran regresado a Tulsa, Oklahoma, pues en este caso no habría podido verles. Como era agosto, estaban veraneando en la casa que tenían en la playa, cerca de Hatteras, a cinco horas en coche desde la base.
Don Walker sabía que era un piloto competente y se recreaba en ello. Tener veintinueve años, hacer lo que más te gusta en el mundo y hacerlo, además, de maravilla, produce una agradable sensación. Le gustaba la base, le gustaban sus compañeros y le encantaba la potencia del McDonnell Douglas F-15 Strike Eagle que pilotaba, la versión de ataque contra tierra del avión de combate aéreo 15C. Tenía la seguridad de que era el mejor modelo de avión de toda la Fuerza Aérea de Estados Unidos, y enviaba mentalmente a hacer puñetas a los pilotos de los Fighting Falcons, quienes aseguraban que sus aparatos eran los mejores. Solo el F-18 Hornet de la Armada podía compararse al suyo, o eso decían, pero él nunca había pilotado un Hornet ni le apetecía, pues el Eagle le iba de maravilla.
Al llegar a Bethel viró hacia el este, en dirección a Columbia y Whalebone, que era donde la carretera entraba en la cadena de islas, pasaba por Kitty Hawk y Nag’s Head hasta que terminaba en Hatteras y uno se veía rodeado de mar por todas partes. Durante su adolescencia había pasado en Hatteras hermosas vacaciones, y hasta que su abuelo enfermó, se hacía a la mar con él muy temprano por la mañana para pescar.
Ahora que su padre se había jubilado de su cargo en la compañía petrolífera de Tulsa, tal vez pudiese pasar con su madre más tiempo en la casa veraniega, adonde él iría más a menudo a visitarlos. Era lo bastante joven para no permitir que ni siquiera le cruzara por la mente la posibilidad de que, si había una guerra, tal vez no regresara del Golfo.
A los dieciocho años, Walker finalizó la enseñanza media en Tulsa, con buenas notas y una sola ambición: volar. Hasta donde alcanzaba su memoria, siempre lo había deseado. Pasó cuatro años en la Universidad Estatal de Oklahoma y se licenció en ingeniería aeronáutica en junio de 1983. Sirvió en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de Reserva, y en otoño de ese año se incorporó a la Fuerza Aérea.
Llevó a cabo su adiestramiento de piloto en la base Williams de la Fuerza Aérea, cerca de Phoenix, Arizona, pilotando los T-33 y T-38, y al cabo de once meses, en el desfile de graduación, supo que se había distinguido en la superación de las pruebas, siendo el cuarto de cuarenta alumnos. Para su enorme satisfacción, los cinco primeros fueron enviados a la escuela de instrucción para pilotos de cazas de combate en la base de Holloman, cerca Alamogordo, Nuevo México. Con la suprema arrogancia de un joven destinado a pilotar cazas, pensó que los demás compañeros de curso serían destinados a manejar bombarderos o transportes de víveres y material bélico.
En la Unidad de Adiestramiento de Relevo, en Homestead, Florida, abandonó por fin el T-38 y pasó al F-4 Phantom, un avión de grandes dimensiones, pesado y potente, pero por fin un verdadero avión de combate.
Los nueve meses en Homestead finalizaron con su primer destino como integrante de una escuadrilla, a Osan, en Corea del Sur, donde pilotó los Phantom durante un año. Era bueno y lo sabía, cosa que, al parecer, también sabían los peces gordos. Después de Osan le enviaron a la escuela de armamento para cazas de combate en la base McConnell, en Wichita, Kansas.
En la escuela de armamento para cazas se imparte el curso considerado por muchos como el más difícil de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. De ahí salen los pilotos de élite, los que conocen más a fondo los entresijos del oficio. La tecnología de las nuevas armas inspira un temor reverencial. Los graduados de McConnell tienen que comprender la finalidad de cada tornillo y cada tuerca, de cada chip de silicio y microcircuito en el asombroso despliegue de artillería que un avión de combate moderno puede lanzar contra el enemigo, en el aire o contra el suelo. Walker volvió a coronar el curso con mención honorífica, lo cual significaba que toda escuadrilla de combate de la Fuerza Aérea se alegraría de contar con él en sus filas.
En el verano de 1987 ingresó en el 336 de Goldsboro y pilotó aviones Phantom durante un año. Siguieron cuatro meses en la base aérea Luke, en Phoenix, Arizona, adaptándose al modelo Strike Eagle con el que estaban renovando el equipo de los Rocketeers. Hacía más de un año que pilotaba el Eagle cuando Saddam Hussein invadió Kuwait.
Poco antes de mediodía, el Stingray llegó a la cadena de islas y pasó ante el monumento que se alza en Kitty Hawk, donde Orville y Wilbur Wright remontaron el vuelo a lo largo de unos metros con su cacharro de cuerdas y alambres para demostrar que el hombre realmente podía volar en un avión con motor. Si supieran lo que había ocurrido desde entonces…
A través de Nag’s Head siguió la caravana de furgonetas y remolques de los campistas hasta que estos por fin se disgregaron y la carretera quedó vacía más allá del cabo Hatteras y hacia el extremo de la isla. Poco antes de la una, enfiló el sendero de acceso a la casa de madera de sus padres. Los encontró en el porche, frente al sereno mar azul.
Ray Walker fue el primero en ver a su hijo y lanzó una exclamación de placer. Maybelle salió de la cocina, donde había estado preparando el almuerzo y corrió a abrazarle. El abuelo estaba sentado en su mecedora, mirando el mar. Dan se acercó a él.
—Hola, abuelo, soy yo, Don.
El anciano alzó la vista y asintió con una sonrisa. Entonces su mirada volvió a perderse en el océano.
—No está muy bien —dijo Ray—. Unas veces te reconoce y otras no. Bueno, siéntate y cuéntanos. Eh, Maybelle, ¿hay un par de cervezas para dos hombres sedientos?
Mientras bebía su cerveza, Don informó a sus padres de que se iría al Golfo dentro de cinco días. Maybelle se cubrió la boca con la mano. El padre tenía una expresión grave.
—Bueno, supongo que para eso te has entrenado tanto —dijo por fin.
Don bebió un trago de cerveza y se preguntó una vez más por qué los padres siempre tienen que preocuparse tanto. El abuelo le miraba fijamente, y había alguna clase de reconocimiento en sus ojos acuosos.
—Don se va a la guerra, abuelo —le gritó Ray Walker. Los ojos del viejo se animaron.
El abuelo había sido marine de profesión, un cuerpo en el que se había alistado nada más salir de la escuela, muchos años antes. En 1941 dio a su mujer un beso de despedida y la dejó con sus padres en Tulsa, junto con su hija recién nacida, Maybelle, para irse a la guerra del Pacífico. Estuvo con MacArthur en Corregidor y le oyó pronunciar aquella célebre palabra: «Volveré». Y cuando el general regresó, en efecto, él estuvo a veinte metros de él.
Entretanto se había abierto paso luchando a brazo partido por una docena de atolones desolados en las Marianas y había sobrevivido al infierno de Iwo Jima. Su cuerpo presentaba diecisiete cicatrices, todas ellas de heridas recibidas en combate, y tenía derecho a llevar las cintas de una Estrella de Plata, dos Estrellas de Bronce y siete Corazones Púrpura en el pecho.
Siempre se había negado a ascender, contento con su grado de sargento mayor, pues sabía dónde radicaba el verdadero poder. Desembarcó en la playa de Inchon, en Corea, y cuando finalmente le enviaron como instructor a la isla de Parris para que finalizara allí su carrera en el cuerpo, su uniforme de gala tenía más condecoraciones que cualquier otra prenda usada en la base. Cuando por fin se retiró tras dos aplazamientos, cuatro generales estuvieron presentes en su último desfile, una asistencia superior a la normal en la despedida de otro general.
El anciano hizo una seña a su nieto para que se acercara. Don se levantó de la mesa y se inclinó hacia él.
—Ten cuidado con los japoneses, muchacho —le susurró—, o te alcanzarán.
Don rodeó con un brazo los hombros delgados y reumáticos del anciano.
—No te preocupes, abuelo, que no tendrán oportunidad de acercarse a mí.
El viejo asintió y pareció satisfecho. Tenía ochenta años. Al final no habían sido los japoneses ni los coreanos quienes habían alcanzado al sargento inmortal, sino el viejo señor Alzheimer. En aquellos días se pasaba la mayor parte del tiempo sumido en un sueño placentero, cuidado por su hija y su yerno, porque no tenía ningún otro lugar donde ir.
Después de comer, los padres de Don le contaron su viaje por el golfo Pérsico, del que habían regresado cuatro días antes. Maybelle fue en busca de sus fotografías, que acababan de llegarle del laboratorio de revelado.
Don se sentó al lado de su madre, y ella fue seleccionando entre el montón de fotos, identificando los palacios y las mezquitas, las fachadas marítimas y los mercados de cada uno de los emiratos y dominios de jeques que había visitado.
—Debes tener mucho cuidado cuando estés allí —advirtió a su hijo—. Esta será la clase de gente a la que te enfrentarás. Son peligrosos, fíjate, solo tienes que mirar esos ojos.
Don Walker observó la foto que su madre sostenía. El beduino estaba entre dos dunas, con el desierto detrás de él y el keffiyeh cubriéndole parte del rostro. Solo los ojos oscuros miraban con suspicacia a la cámara.
—No te preocupes, que estaré al acecho por si me topo con él —le prometió. Su madre no reparó en la ironía y pareció satisfecha.
A las cinco de la tarde dijo a sus padres que ya era hora de que regresase a la base. Le acompañaron a la parte delantera de la casa, donde había estacionado el coche. Maybelle estrechó a su hijo y le repitió que tuviera cuidado. Ray le dio un abrazo y le dijo que estaban orgullosos de él. Don subió al coche y retrocedió para virar hacia la carretera. Miró atrás.
Su abuelo, apoyado en dos bastones, salió a la terraza. Lentamente dejó los bastones a un lado y se enderezó, esforzándose por superar al reumatismo que le atenazaba la espalda y los hombros, hasta que estuvieron erguidos. Alzó la mano, con la palma hacia abajo, hasta lo alto de su gorra de béisbol, y la mantuvo allí: un viejo guerrero saludaba a su nieto, que partía hacia una guerra más…
Desde el coche, Don respondió al saludo. Luego pisó el acelerador y se alejó rápidamente. No volvió a ver a su abuelo. A finales de octubre, el anciano murió mientras dormía.
A aquella hora en Londres ya había oscurecido. Terry Martin se había quedado trabajando hasta muy tarde, pues aunque los alumnos estaban ausentes, pasando las largas vacaciones estivales, tenía que preparar sus conferencias y, además, le tenían muy ocupado los cursos especializados que la escuela impartía incluso durante las vacaciones de verano. Pero aquella noche, incluso después de haber trabajado tanto, intentaba encontrar algo que hacer para alejar la preocupación que embargaba su mente.
Sabía adónde había ido su hermano e imaginaba los peligros que comportaba el intento de penetrar clandestinamente en el Kuwait ocupado por los iraquíes.
A las diez de la noche, mientras Don Walker conducía hacia el norte desde Hatteras, salió de la escuela, deseó cortésmente las buenas noches al anciano portero que echó el cerrojo tras él, y caminó por la calle Gower y St. Martin’s Lane hacia Trafalgar Square. Se dijo que, tal vez, las luces brillantes le animarían. La noche era cálida y fragante.
Al pasar por delante de St. Martin-in-the-Fields observó que las puertas estaban abiertas y hasta la calle llegaban las notas de los himnos religiosos. Entró, se sentó en un banco cerca del fondo y escuchó ensayar al coro. Pero las claras voces de este no hicieron más que aumentar su depresión. Pensó en la infancia que había compartido con Mike treinta años atrás, en Bagdad.
Nigel y Susan Martin vivían entonces en una antigua casa de dos plantas, sólida y espaciosa, en Saadun, un elegante distrito en la mitad de la ciudad llamada Risafa. Mike había nacido en 1953 y él dos años después, en 1955. Su primer recuerdo se remontaba a cuando tenía dos años y observaba cómo vestían de punta en blanco a su hermano de cabellos oscuros para asistir a su primer día en el parvulario de la señorita Saywell. Le pusieron camisa y pantalones cortos, zapatos y calcetines, el típico uniforme de un escolar inglés, y Mike protestó a gritos porque le separaban de su habitual túnica de algodón blanco que le daba libertad de movimientos y mantenía su cuerpo fresco.
En los años cincuenta, la vida era cómoda y elegante para la comunidad británica en Bagdad. Eran miembros del Club Mansour y del Alwiya, con sus pistas de tenis y squash y su piscina, donde los empleados de la Irak Petroleum Company y el personal de la embajada se reunían para jugar, nadar, entretenerse ociosamente o tomar bebidas en el bar.
Recordaba a Fátima, la dada o niñera que se ocupaba de él y su hermano, una muchacha rolliza y amable, procedente de un pueblo del interior, que ahorraba todo lo que podía a fin de llegar a tener una dote que le permitiera casarse con un hombre joven cuando regresara a su tribu. Él solía jugar con Fátima en el jardín, hasta que iban en busca de Mike a la escuela de la señorita Saywell.
Antes de cumplir los tres años los dos niños eran bilingües en inglés y árabe, idioma este último que aprendían de Fátima, el jardinero y la cocinera. Mike fue especialmente rápido en el aprendizaje de la lengua, y como su padre era un gran admirador de la cultura árabe, tenía numerosos amigos iraquíes que a menudo visitaban su casa.
En cualquier caso, los árabes tienden a ser muy cariñosos con los niños pequeños y les tienen mucha más paciencia que los europeos. Cuando Mike correteaba por el jardín con su pelo negro y sus ojos oscuros, enfundado en la túnica blanca y charlando en árabe, los amigos de su padre se reían con placer y exclamaban:
—¡Este Terry se parece mucho más a uno de nosotros!
Algunos fines de semana acudían a ver la cacería real Harithiya, una especie de caza del zorro inglesa transplantada a Oriente Medio en la que se cazaban chacales bajo la dirección del arquitecto municipal, Philip Hirst. Después de la cacería había una comida a base de kuzi y verduras. Hacían también deliciosas excursiones río abajo, a la isla del Cerdo, situada en medio del lento Tigris que dividía la ciudad.
Al cabo de dos años, al igual que hiciera Mike, Terry fue al parvulario de la señorita Saywell, pero gracias a su gran inteligencia adelantó tanto que los dos hermanos fueron juntos a la Escuela Preparatoria de la Fundación, dirigida por el señor Hartley.
Terry contaba seis años y su hermano ocho cuando asistieron por primera vez a la escuela, situada en Tasisiya, donde había algunos alumnos ingleses pero también chicos iraquíes de familias acomodadas.
Por entonces ya se había producido en el país un golpe de estado. El joven rey y Nuri as Said habían sido asesinados y el general neocomunista Kassem se había hecho con el poder absoluto. Aunque los dos jóvenes hermanos ingleses no sabían nada de ello, la inquietud de sus padres, como la de toda la comunidad inglesa, iba en aumento. Kassem, que favorecía al partido comunista de Irak, estaba realizando un atroz asesinato en masa de los nacionalistas pertenecientes al partido Baas, quienes, a su vez, intentaron asesinar al general. Uno de los miembros del grupo que trató sin éxito de ametrallar al dictador era un joven revolucionario llamado Saddam Hussein.
Durante su primer día en la escuela preparatoria, Terry se vio rodeado por un grupo de muchachos iraquíes.
—Es un gusano —dijo uno de ellos.
—No soy un gusano —replicó Terry entre sollozos.
—Sí, lo eres —insistió el chico más alto—. Eres gordo y blanco, y mírate el pelo. Pareces un gusano. Gusano, gusano, gusano.
Entonces todos se sumaron a la salmodia. Mike apareció por detrás de su hermano. Naturalmente, todos hablaban en árabe.
—No llaméis gusano a mi hermano —les advirtió.
—¿Tu hermano? No parece tu hermano, pero sí que parece un gusano.
El uso del puño cerrado no forma parte de la cultura árabe. De hecho, es ajeno a la mayor parte de las culturas, con excepción de ciertas regiones del Lejano Oriente. Incluso al sur del Sahara el puño cerrado no es un arma tradicional. A los negros de África y sus descendientes tuvieron que enseñarles a apretar el puño y dar un golpe con él. Entonces se convirtieron en los mejores del mundo en esa práctica. El puñetazo es una tradición del Mediterráneo occidental y, en especial, de la cultura anglosajona.
El diestro puñetazo de Mike Martin dio de lleno en la mandíbula del chico iraquí que fastidiaba más a Terry, y le derribó al suelo. La sorpresa del muchacho fue muy superior al daño recibido, pero nadie volvió a llamar a Terry gusano.
Curiosamente, Mike y aquel chico iraquí luego se hicieron grandes amigos. Durante los años de la escuela preparatoria fueron inseparables. El iraquí se llamaba Hassan Rahmani. El tercer miembro de la pandilla de Mike era Abdelkarim Badri, quien tenía un hermano menor llamado Osman, de la misma edad que Terry. Así pues, Terry y Osman también se hicieron amigos, lo cual resultaba útil porque el Badri mayor se encontraba a menudo en casa de sus padres. Era médico y a los Martin les satisfacía mucho tenerle como médico de cabecera. Fue él quien atendió a Mike y Terry Martin cuando sufrieron las enfermedades propias de la infancia, como el sarampión, las paperas y la varicela.
Terry recordaba que al Bradi mayor le fascinaba la poesía; siempre estaba enfrascado en un libro de algún poeta inglés y había ganado premios de rapsodia incluso compitiendo con chicos ingleses. Osman, el menor, destacaba en matemáticas y decía que quería llegar a ser ingeniero o arquitecto y construir cosas hermosas. Aquella cálida noche de 1990, Terry, sentado en el banco de la iglesia, se preguntaba qué habría sido de ellos.
Mientras estudiaban en la Tasisiya empezaron a cambiar las cosas a su alrededor. Cuatro años después de que llegara al poder tras haber asesinado al rey, el mismo Kassem fue derribado y liquidado por unas fuerzas armadas a las que preocupaban sus coqueteos con el comunismo. Siguieron once meses de gobierno compartido entre el ejército y el partido Baas, durante los cuales los baasistas se vengaron salvajemente de sus antiguos perseguidores, los comunistas.
Entonces las fuerzas armadas expulsaron al Baas, obligándolo a exiliarse, y los militares gobernaron solos hasta 1968.
Pero en 1966, cuando contaba trece años, Mike había sido enviado a una escuela pública inglesa llamada Haileybury para que completara su educación. Terry siguió sus pasos en 1968. A finales de junio de aquel año, sus padres le llevaron a Inglaterra para que pudieran pasar juntos las largas vacaciones antes de que Terry se reuniese con Mike en Haileybury. Fue así, casualmente, como se perdieron los dos golpes de estado, del 14 y el 30 de julio, que derrocaron al gobierno militar y dieron el poder al partido Baas, bajo el presidente Bakr, con un vicepresidente llamado Saddam Hussein.
Nigel Martin sospechó que algo grave se preparaba e hizo planes. Abandonó la compañía petrolera IPC e ingresó en otra radicada en Gran Bretaña, la Burmah Oil. Dispuso el envío de las posesiones familiares en Bagdad e instaló a su familia en las afueras de Hertford, desde donde podría trasladarse diariamente a Londres y su nuevo empleo.
El padre de los hermanos Martin se aficionó mucho al golf. Los fines de semana, a menudo les pedía a sus hijos que hicieran de caddies cuando jugaba con un colega de la Burmah Oil, cierto ejecutivo llamado Denis Thatcher, cuya esposa se interesaba mucho por la política.
A Terry le encantaba la escuela de Haileybury, cuyo director era entonces el señor Bill Stewart. Ambos hermanos estaban en la subdivisión Melvill House, cuyo profesor encargado era Richard Rhodes-James. Como era de prever, Terry resultó ser el erudito y Mike el atleta. Si la actitud protectora de Mike hacia su hermano más bajo y rechoncho había empezado en Bagdad cuando asistían a la escuela del señor Hartley, en Haileybury se confirmó, así como la adoración del hermano menor por el mayor.
Mike no quiso presentarse al examen de selectividad universitaria y anunció enseguida que deseaba dedicarse a una carrera militar. El señor Rhodes-James aceptó satisfecho esa decisión.
Cuando el coro dejó de ensayar, Terry Martin abandonó la iglesia a oscuras, cruzó Trafalgar Square y abordó un autobús que le condujo a Bayswater, donde él e Hilary compartían un piso. Al pasar por Park Lane recordó aquel partido final de rugby contra Tonbridge con el que Mike daba por concluidos sus cinco años en Haileybury.
El encuentro con Tonbridge era siempre el más difícil, y aquel año el partido tuvo lugar en casa, en el campo llamado The Terrace. Mike era defensa, quedaban cinco minutos de juego y Haileybury estaba dos puntos por debajo. Terry estaba en la línea lateral, como un fiel perro de presa, contemplando el juego de su hermano.
La pelota oval salió de una melé y cayó en manos del medio de Haileybury, quien se desvió alrededor de un jugador contrario e hizo un pase al zaguero centro más cercano. Mike echó a correr detrás de ellos. Solo Terry advirtió sus intenciones. Aceleró a toda velocidad, atravesó derechamente la línea de su propio zaguero interceptando un pase dirigido al extremo, se abrió paso a través de la defensa de Tonbridge y se dirigió a la línea de toque. Terry daba brincos y gritaba como un loco. Habría dado todos los aprobados de sus exámenes y los papeles de su beca a cambio de estar en aquel campo corriendo al lado de su hermano, aunque sabía que sus blancas y cortas piernas, cubiertas de aquel vello rojizo que parecía los pelos de una grosella silvestre, no le sostendrían a lo largo de diez metros en el terreno de juego antes de que la jauría de Tonbridge cayera sobre él.
Hubo una pausa en el griterío cuando el defensa del Tonbridge se disponía al placaje. Los dos estudiantes de dieciocho años tuvieron un encontronazo tremendo; el de Tonbridge rebotó a un lado, sin resuello y Mike siguió adelante y marcó los tres puntos necesarios.
Cuando los dos equipos abandonaron el campo, Terry esperaba, con una amplia sonrisa en los labios, junto al pasillo delimitado por cuerdas. Mike extendió la mano y le revolvió el cabello.
—Bueno, chico, lo hemos conseguido.
Y ahora, por haberse portado como un estúpido cuando debería haber mantenido la boca cerrada, había sido el causante de que enviasen a su hermano al Kuwait ocupado. Sentía deseos de verter lágrimas de inquietud y frustración.
Bajó del autobús y cruzó a toda prisa los jardines de Chepstow. Pensó que Hilary, que durante tres días había estado ausente por motivos de trabajo, ya debía de estar de vuelta. Él así lo esperaba, pues necesitaba su consuelo. La llamó nada más abrir la puerta, y oyó con alegría que ella le respondía desde la sala de estar.
Fue al encuentro de Hilary y le contó precipitadamente la estupidez que había cometido. Entonces se sintió rodeado por el consolador abrazo de la amable y comprensiva agente de bolsa con quien compartía su vida.
Mike Martin había pasado dos días con el jefe de estación que el servicio secreto tenía en Riad, estación cuyos efectivos habían sido incrementados con otros dos hombres de Century House.
La estación de Riad trabaja normalmente desde la embajada, y puesto que Arabia Saudí está considerado un país de lo más amistoso y favorable a los intereses británicos, nunca se ha creído necesario un puesto «duro», de los que requieren un personal considerable e instalaciones complejas. Pero la crisis en el Golfo, que duraba ya diez días, había cambiado las cosas.
La recientemente creada coalición de naciones occidentales y árabes, que se oponía de manera inflexible a que continuara la ocupación de Kuwait, había nombrado ya dos jefes supremos, el general Norman Schwarzkopf, de Estados Unidos, y el príncipe Khaled bin Sultan bin Abdulaziz, un soldado profesional de cuarenta y cuatro años, adiestrado en Sandhurst, Inglaterra, y en Estados Unidos, sobrino del rey e hijo del ministro de Defensa, príncipe Sultan.
El príncipe Khaled respondió a la solicitud británica con su amabilidad acostumbrada y, con notable celeridad, la embajada británica obtuvo, bajo régimen de alquiler, una gran finca aislada en las afueras de la ciudad.
Un grupo de técnicos procedentes de Londres comenzó a instalar receptores y transmisores con sus inevitables máquinas codificadoras para que el uso de tales artefactos fuese completamente seguro, y el edificio estaba a punto de convertirse en el cuartel general del servicio secreto británico mientras durase la emergencia. En algún lugar al otro lado de la ciudad, los estadounidenses estaban haciendo algo muy parecido para la CIA, la cual se proponía, con toda evidencia, tener una representación muy importante. Aún no había comenzado la animosidad que más tarde surgiría entre las autoridades militares estadounidenses y los civiles de la Agencia.
Entretanto, Mike Martin se había alojado en la casa particular del jefe de estación, Julian Gray. Ambos hombres acordaron que no sería nada conveniente que Martin se dejara ver en la embajada. La encantadora señora Gray, dedicada por entero a sus tareas de ama de casa, fue su anfitriona y jamás se le ocurrió preguntar quién era o qué estaba haciendo en Arabia Saudí. Martin no hablaba en árabe con el personal saudí, y se limitaba a aceptar el café que le ofrecían con una sonrisa y dando las gracias en inglés.
La noche del segundo día, Gray estaba dándole las instrucciones finales. Al parecer, y hasta donde les había sido posible, la cobertura era perfecta, al menos desde Riad.
—Volará usted a Dharran mañana por la mañana, en un vuelo civil de la línea Saudia. El vuelo directo a Khafji ha sido suspendido. Allí le estarán esperando. La Firma ha establecido un contacto en Khafji: se reunirá con usted y le llevará al norte. Por cierto, creo que ese contacto ha pertenecido al regimiento. Se llama Sparky Low… ¿le conoce?
—Sí, le conozco —respondió Martin.
—Él tiene todo cuanto usted ha dicho que necesitaba. Y ha encontrado un joven piloto kuwaití con quien tal vez le gustaría hablar. Le proporcionaremos las últimas imágenes de los satélites americanos que muestran la zona fronteriza y las principales concentraciones de tropas iraquíes que es preciso evitar, más cualquier otra cosa que podamos facilitarle. Por último, aquí tenemos estas fotos que acaban de llegar de Londres.
Extendió una hilera de grandes y satinadas fotos sobre la mesa del comedor.
—Parece ser que Saddam aún no ha nombrado un gobernador general iraquí. Todavía sigue empeñado en organizar una administración de kuwaitíes traidores a su patria, pero no está llegando a ninguna parte. Ni siquiera la oposición kuwaití está dispuesta a seguirle el juego. Pero parece ser que ya hay allí una notable presencia de la policía secreta. Mire, se cree que este hombre es el jefe local de la AMAM, un tal Sabaawi, un cabrón redomado. Su jefe en Bagdad, que podría venir de visita, es el director de la Amn al Amm, Omar Khatib. Aquí lo tiene.
Martin examinó la fotografía; era un rostro adusto, que reflejaba una mezcla de crueldad y astucia campesina en los ojos y la boca.
—Tiene fama de sanguinario, lo mismo que su compinche de Kuwait, Sabaawi. Khatib tiene unos cuarenta y cinco años, procede de Tikrit y pertenece al clan de Saddam, de quien es secuaz desde hace mucho tiempo. No sabemos gran cosa de Sabaawi, pero se hará notar más.
Gray separó otra fotografía.
—Aparte de la AMAM, Bagdad ha enviado un equipo del departamento de contraespionaje, el Mukhabarat, probablemente para que se ocupe de los extranjeros y de cualquier intento de espionaje o sabotaje dirigido desde el exterior de Kuwait. El jefe de contraespionaje es este de aquí… tiene reputación de astuto y de que nadie le engaña. Puede que sea de él de quien debamos cuidarnos más.
Era el 8 de agosto. Otro Galaxy C-5 atronaba en el aire, a punto de aterrizar en el cercano aeropuerto militar, parte de la vasta maquinaria logística americana que ya estaba en funcionamiento entregando ingentes cantidades de material a un reino musulmán extremadamente tradicionalista que miraba todo aquello con nerviosidad y extrañeza.
Mike Martin bajó la vista y observó fijamente el rostro de Hassan Rahmani.
Steve Laing volvía a estar al teléfono.
—No quiero hablar —dijo Terry Martin.
—Creo que debería hacerlo, doctor Martin. Oiga, está usted preocupado por su hermano, ¿no es cierto?
—Muchísimo.
—No hay motivos para ello, ¿sabe? Es un hombre de gran fortaleza y tenacidad y sabrá cuidar de sí mismo. Quería ir, de eso no le quepa duda. Podía rechazar nuestra proposición sin ningún problema.
—Debería haber mantenido la boca cerrada.
—Procure verlo de esta manera, doctor. Si ocurre lo peor, es posible que tengamos que enviar a muchos otros hermanos, maridos, hijos, tíos y novios al Golfo. Si podemos hacer algo para limitar las bajas, ¿por qué no hemos de intentarlo?
—De acuerdo. ¿Qué desea usted?
—Pues… creo que comer otra vez juntos. Es más fácil hablar de hombre a hombre. ¿Conoce el hotel Montcalm? ¿Le parece bien a la una?
Poco antes, aquella misma mañana, Laing había hecho a Simon Paxman una observación sobre Terry Martin: «A pesar de su inteligencia, es un tipo muy emotivo.» Paxman replicó: «Dios mío», como un entomólogo a quien le dicen que debajo de una roca ha sido descubierta una nueva especie.
El jefe de espías y el académico dispusieron de un tranquilo reservado en el restaurante… El señor Costa se había encargado de ello. Una vez servidos los barquillos de salmón ahumado, Laing abordó su tema.
—La cuestión es que hay muchas probabilidades de que tengamos una guerra en el Golfo. Todavía no, desde luego, pues hará falta tiempo para reunir las fuerzas necesarias. Pero los estadounidenses tienen el bocado entre los dientes. Están absolutamente decididos, con el apoyo total de nuestra buena señora de la calle Downing, a echar a Saddam Hussein y sus matones de Kuwait.
—Supongamos que se marcha de manera espontánea —sugirió Martin.
—Pues muy bien, entonces no hará falta una guerra —replicó Laing, aunque en su fuero interno pensaba que esa opción podía no ser tan buena. Corrían rumores que eran muy inquietantes, y esa era la verdadera causa de que estuviese almorzando con el arabista—. Pero si no lo hace, no tendremos más remedio que ir allí y echarle a puntapiés, bajo los auspicios de las Naciones Unidas.
—¿Nosotros?
—Bueno, principalmente los estadounidenses. Nosotros enviaremos fuerzas que se unirán a las suyas, de tierra, mar y aire. Ahora mismo tenemos barcos en el Golfo, y escuadrillas de cazas y cazabombarderos que se dirigen al sur. Así están las cosas. La señora Thatcher no desea que parezcamos tibios. Por el momento solo se trata de la operación Escudo del Desierto, para impedir que a ese cabrón se le ocurra avanzar al sur e invadir Arabia Saudí. Pero las cosas podrían complicarse mucho más. Supongo que habrá oído hablar de las WMD, ¿verdad?
—Por supuesto. Son las siglas con que se conocen las armas de destrucción masiva.
—Ese es el problema. La guerra NBC, nuclear, química y bacteriológica. Durante un par de años nuestros hombres de Century han procurado, a título personal, advertir a los dirigentes políticos de la posibilidad de que ocurriera una cosa así. El año pasado el jefe presentó un informe sobre los servicios de Inteligencia en los años noventa. En él se advertía que desde el final de la guerra fría la gran amenaza es y será la proliferación nuclear. Dictadores llegados bruscamente al poder y de aspecto muy inestable acceden a un armamento de muy alta tecnología y luego posiblemente lo usen. A todos les parecía de perlas. Estupendo, que se armen. No movieron un dedo para impedirlo. Ahora, por supuesto, todos están preocupados y temerosos.
—Pues Saddam Hussein se ha hecho con un armamento formidable —observó el doctor Martin.
—Exactamente, mi querido amigo. Calculamos que Saddam ha invertido en armamento cincuenta mil millones de dólares en la última década. Por eso está en bancarrota… debe quince mil millones a los kuwaitíes, otros quince mil a los saudíes, y eso solo por los préstamos que le concedieron durante la guerra entre Irán e Irak. Ha invadido Kuwait porque los kuwaitíes se han negado a cancelar esas deudas y prestarle otros treinta mil millones para sacar a su economía del atolladero.
»Ahora, el meollo del problema es que un tercio de esos cincuenta mil millones, la increíble cifra de diecisiete mil millones de machacantes, la ha gastado en WMD o en los medios para fabricarlas.
—¿Y Occidente ha despertado por fin?
—Así es, totalmente. Está en marcha una impresionante operación. Langley ha recibido el encargo de investigar en todo el globo, tratando de localizar a cada uno de los gobiernos que vendieron algo a Irak y estudiando los permisos de exportación. Nosotros estamos haciendo lo mismo.
—No se tardaría mucho tiempo si todos cooperasen, y probablemente lo harán —dijo Martin, mientras llegaba a la mesa su aleta de raya.
—No es tan fácil —replicó Laing—. Aunque esto recién comienza, ya está muy claro que el yerno de Saddam, Kamil, ha montado una maquinaria diabólicamente inteligente para la obtención de armamento. Centenares de pequeñas empresas falsas en toda Europa y América del Norte, Central y del Sur, las cuales compran piezas que, por separado, parecen totalmente inofensivas. Falsifican las solicitudes de exportación, manipulan los detalles del producto, mienten acerca del verdadero uso que les darán, desvían las compras a través de países que constaban en el certificado de exportación y destino final. Pero si juntamos todas esas piezas de aspecto inocente, obtenemos algo realmente desagradable.
—Sabemos que tiene gas —dijo Martin—. Lo usó contra los kurdos y los iraníes en Fao. Fosgeno, gas mostaza… Pero tengo entendido que también dispone de agentes nerviosos, sin olor, sin señales visibles, letales y de vida muy corta.
—Lo sabía, mi querido amigo. Es usted una mina de información.
Laing estaba perfectamente enterado de la existencia de gas venenoso, pero más sabía de los halagos.
—Luego está el ántrax —añadió Martin—. Ha experimentado con eso, y quizá con una epidemia de neumonía. Pero, mire, uno no puede ocuparse de esas cosas con un par de guantes de cocina. Hace falta un equipo químico muy complejo, y eso debería constar en las licencias de exportación.
Laing asintió y exhaló un suspiro de frustración.
—Debería constar, en efecto. Pero los investigadores ya han tropezado con dos problemas. Un muro de ofuscación por parte de ciertas empresas, sobre todo en Alemania, y la cuestión del uso dual. Alguien envía una carga de pesticida… ¿qué podría ser más inocente en un país que trata de estimular su producción agrícola? O por lo menos eso es lo que arguye. Otra empresa de otro país envía un producto químico diferente… por la misma razón aparente. Entonces un químico inteligente mezcla los dos productos y, ¡bingo!, ya tenemos un gas venenoso. Ambos proveedores replican gimoteando que ellos no sabían nada.
—La clave radicará en el equipo necesario para mezclar los productos —dijo Martin—. Se trata de una química de otra tecnología. No es posible mezclar esas cosas en una bañera. Encuentre a la gente que suministra las fábricas de llave en mano y a los hombres que las han instalado. Puede que se indignen mucho, pero sabían exactamente qué estaban haciendo cuando lo hacían, y para qué servía.
—¿Fábricas de llave en mano ha dicho usted? —preguntó Laing.
—Plantas enteras, construidas totalmente por empresas extranjeras contratadas. El nuevo propietario solo tiene que hacer girar la llave y entrar. Pero nada de esto explica el hecho de que estemos aquí hablando. Usted debe de tener acceso a químicos y físicos. Si estoy enterado de esas cosas, se debe a un puro interés personal. ¿Por qué me ha elegido?
Laing revolvió su café con semblante pensativo. Ahora tenía que andarse con pies de plomo.
—Sí, tenemos químicos y físicos, científicos de todas clases. Y sin duda aportarán algunas respuestas. Entonces traduciremos las respuestas al inglés corriente. En este asunto trabajamos en total cooperación con Washington. Los estadounidenses harán lo mismo y entonces compararemos nuestros análisis. Obtendremos algunas respuestas, pero no todas. Creemos que usted tiene algo diferente que ofrecer, y ese es el motivo por el que le haya invitado hoy a almorzar. ¿Sabía usted que nuestros altos mandos siguen aferrados a la idea de que los árabes serían incapaces de montar una bicicleta infantil, y no digamos inventarla?
Había tocado una fibra sensible, y lo sabía. El retrato psicológico del doctor Terry Martin que había solicitado estaba a punto de demostrar su valor. Las mejillas del académico adquirieron una tonalidad rosa intensa, pero enseguida se dominó.
—La verdad es que me siento desconcertado cuando mis compatriotas insisten en que los árabes no son más que un puñado de camelleros aficionados a llevar paños de cocina en la cabeza —respondió—. Sí, realmente lo he oído expresado de esa manera. El hecho es que construían palacios de complejidad extrema, mezquitas, puertos, carreteras y sistemas de irrigación cuando nuestros antepasados corrían por ahí vestidos con pieles de oso. Tenían dirigentes y legisladores asombrosamente sabios cuando nosotros estábamos sumidos en la oscuridad medieval. —Se inclinó hacia delante y apuntó al hombre de Century con la cucharilla de café—. Créame, los iraquíes cuentan con algunos científicos brillantes, y como constructores son incomparables. Sus ingenieros de construcción son los mejores en un radio de dos mil kilómetros alrededor de Bagdad, y eso incluye a Israel. Es posible que muchos hayan sido adiestrados por la Unión Soviética u Occidente, pero han absorbido nuestro conocimiento como esponjas y luego han hecho un enorme esfuerzo propio…
Hizo una pausa y Laing aprovechó la oportunidad.
—Estoy absolutamente de acuerdo con usted, doctor Martin. Solo llevo un año en la división para Oriente Medio de Century House, pero he llegado a la misma conclusión que usted: los iraquíes son un pueblo de mucho talento. Pero los gobierna un hombre que se ha revelado como un genocida. Todo ese dinero y todo ese talento van a ser utilizados para matar a miles, quizá centenares de miles de personas. ¿Va a aportar Saddam gloria al pueblo de Irak o va a llevarlos al matadero?
Martin suspiró.
—Está usted en lo cierto. Ese hombre es una aberración. No lo fue en el pasado, hace mucho tiempo, pero ha degenerado. Inspirándose en Adolf Hitler, ha pervertido el nacionalismo del viejo partido Baas convirtiéndolo en un nacionalsocialismo. ¿Qué quiere usted de mí?
Laing permaneció pensativo unos instantes. Ahora estaba cerca, demasiado cerca de la posibilidad de perder a su hombre.
—George Bush y la señora Thatcher han acordado que nuestros dos países creen un cuerpo dedicado a la investigación y el análisis de las WMD de Saddam Hussein. Los investigadores aportarán los hechos a medida que los descubran, los científicos nos dirán qué significan. ¿Con qué cuenta? ¿Cómo lo ha desarrollado? ¿De qué cantidades dispone? ¿Tenemos que protegernos de ello si hay guerra? ¿Máscaras antigás? ¿Trajes espaciales? ¿Antídotos inyectables? Todavía desconocemos lo que tiene y lo que nosotros necesitamos…
—Pero yo no sé nada de eso —le interrumpió Martin.
—Así es, pero conoce algo que nosotros ignoramos: la mente árabe, la mentalidad de Saddam. ¿Usará lo que tiene, se mantendrá testarudamente en Kuwait o se retirará, qué inducciones le obligarán a marcharse, llegará hasta el final? Los nuestros sencillamente no comprenden ese concepto árabe del martirio.
Martin se echó a reír.
—El presidente Bush y cuantos le rodean actuarán de acuerdo con su educación, que se basa en la filosofía moral judeocristiana apoyada por el concepto grecorromano de la lógica. Y Saddam reaccionará sobre la base de la visión que tiene de sí mismo.
—¿Como árabe y musulmán?
—Qué va. El Islam no tiene nada que ver con ello. A Saddam le tienen sin cuidado las hadith, las enseñanzas codificadas del Profeta. Reza delante de las cámaras cuando le conviene. No, tiene usted que retroceder a Nínive y Asiria. No le importa cuántos mueran, mientras él crea que puede vencer.
—Pero no puede. Nadie puede vencer a Estados Unidos.
—Se equivoca. Usted utiliza el término «vencer» como lo haría un británico o un americano, como lo usan incluso ahora Bush, Scowcroft y los demás. Él lo verá de una manera diferente. Si abandona Kuwait porque el rey Fahd le paga para ello, cosa que podría haber sucedido si se hubiera celebrado la conferencia de Jeddah, puede vencer con honor. Pagar para que se marche es aceptable, y en ese caso vence. Pero Estados Unidos no permitirá tal cosa.
—Desde luego.
—Pero si abandona bajo amenaza, pierde, y todo el mundo árabe lo verá así. Perderá y probablemente morirá. Así pues, no se marchará.
—¿Y si los americanos lanzan contra él su maquinaria bélica? —replicó Laing—. Le harán polvo.
—No importa. Él tiene su búnquer. Su gente morirá, pero eso no es lo importante. Si puede perjudicar a Estados Unidos, saldrá victorioso. Si puede hacerle daño de veras, se cubrirá de gloria, muerto o vivo. Vencerá.
—Uf, es una cuestión complicada —suspiró Laing.
—No tanto. Cuando uno cruza el río Jordán, se produce un salto cuántico en la filosofía moral. Permítame que le pregunte de nuevo: ¿qué desea usted de mí?
—Se está formando un comité que tiene por fin asesorar a nuestros dirigentes sobre ese armamento de destrucción masiva. Los cañones, tanques, aviones… de eso se ocuparán los ministros de Defensa. El armamento convencional no es ningún problema. No es más que quincalla y podemos destruirla desde el aire.
»En realidad, hay dos comités, uno en Washington y otro aquí, en Londres, con observadores británicos en el suyo y estadounidenses en el nuestro. Habrá personal del Ministerio de Asuntos Exteriores, Aldermaston, Porton Down… Century tiene adjudicadas dos plazas. Voy a enviar a Simon Paxman, y quisiera que usted le acompañase, para cerciorarnos de que no hay ningún aspecto de la interpretación que se nos pueda pasar por alto porque se trata de un aspecto peculiarmente árabe. Ese es su punto fuerte, y es precisamente ahí donde usted puede colaborar.
—Muy bien, si puedo contribuir en algo… aunque es posible que no sea nada. ¿Cómo se llama ese comité? ¿Cuándo se reúne?
—Ah, sí, Simon le telefoneará para darle los detalles. La verdad es que le han puesto un nombre apropiado. Se llama Medusa.
Aquella tarde del 10 de agosto un suave y cálido crepúsculo iba avanzando hacia la base de la Fuerza Aérea en Seymour Johnson, Carolina, anunciando la clase de noche idónea para poner una jarra de ponche de ron en el cubo del hielo y un filete de ternera alimentada con maíz en la parrilla.
Los hombres del escuadrón táctico de cazas 334 que todavía no operaban los F-15E, y los de la 335 TFS, los jefes, que volarían al Golfo en diciembre, permanecían inmóviles, a la espera. Con el escuadrón 336 componían la 4.ª Ala Táctica de Cazas de la 9.ª Fuerza Aérea. Era el 336 el que estaba en movimiento.
Dos días de actividad frenética llegaban a su fin; dos días de preparación de los aviones, planificación de la ruta, elección del equipo y almacenamiento de los manuales secretos y el ordenador del escuadrón cuyo banco de datos contenía todas las tácticas de combate, todo lo cual sería cargado en aviones de transporte. Trasladar un escuadrón de aviones de combate no es como trasladar una casa, lo que ya de por sí puede ser bastante complicado, sino como trasladar una pequeña ciudad.
Los veinticuatro Eagle permanecían estacionados sobre el asfalto, como bestias temibles que esperaran, agazapadas y en silencio, a que las pequeñas criaturas de la misma especie de aquellas que los habían diseñado y construido, subieran a bordo y, con una leve presión de la yema de sus dedos, desencadenaran su terrible poder.
Los aparatos estaban equipados para efectuar el largo vuelo alrededor del mundo, hasta la península de Arabia, en una sola jornada. Cada Eagle disponía de depósitos internos de combustible con 6.000 litros de gasolina de aviación. A lo largo de sus flancos llevaba dos depósitos adicionales, semejantes a ampollas de bajo perfil diseñados de modo que, una vez en vuelo, ofrecieran la menor resistencia posible al aire. Estos depósitos adicionales iban cargados con 2.500 litros de combustible cada uno. Debajo del fuselaje colgaban tres depósitos externos en forma de torpedo, cada uno de los cuales contenía 2.000 litros. Solo el peso del combustible, de trece toneladas y media, constituía la carga útil de cinco bombarderos de la Segunda Guerra Mundial… Y el Eagle es un caza.
El equipo personal de la tripulación iba empaquetado en vainas de viaje —en el pasado vainas de napalm a las que ahora se daba un uso más humano—, unos recipientes bajo las alas que contenían camisas, calcetines, pantalones cortos, jabón, utensilios para el afeitado, uniformes, amuletos y revistas eróticas. Por lo que se sabía, el camino hasta el bar para solteros más cercano podía ser muy largo.
Los grandes KC-10, aviones nodriza que abastecerían a los cazas a través del Atlántico y en la península de Arabia, eran cuatro en total y cada uno de ellos abastecía a seis Eagle. Ya estaban en el aire, aguardando sobre el océano.
Más adelante, una caravana aérea de Starlifter y Galaxie llevarían el resto, formado por un pequeño ejército de montadores y ajustadores, técnicos electrónicos y personal de apoyo, más la artillería y las piezas de repuesto, los elevadores eléctricos y los talleres, las máquinas, las herramientas y los bancos de trabajo. Podían contar con que al llegar a su destino no encontrarían nada, de modo que todo lo necesario para mantener a dos docenas de los cazambombarderos más sofisticados del mundo en perfecto estado y listos para el combate tendría que ser transportado en aquella misma odisea alrededor de medio mundo.
Cada uno de los Strike Eagle aparcados en la pista aquella tarde, representaba cuarenta y cuatro millones de dólares en cajas negras, aluminio, compuestos de fibra de carbono, ordenadores y mecanismos hidráulicos, junto con un trabajo de diseño verdaderamente genial. Si bien ese diseño se remontaba a treinta años atrás, el Eagle era un nuevo avión de caza, lo cual es una muestra del largo tiempo que requieren la investigación y el desarrollo de tales aparatos.
A la cabeza de la delegación cívica de Goldsboro estaba el alcalde de la comunidad, Hal K. Plonk. Este excelente funcionario goza del sobrenombre Kerplunk (juego de palabras entre su nombre y la expresión coloquial kerflumixed, que significa perplejo, confuso), apodo otorgado por sus agradecidos veinte mil conciudadanos debido a su capacidad para divertir a las arrogantes delegaciones de la políticamente correcta Washington con su acento sureño y su reserva de chistes. Se sabe que algunos habitantes de la capital han tenido que someterse a terapia traumática tras escuchar durante una hora las desternillantes bromas del alcalde. Naturalmente, cuando finaliza su período en el cargo de alcalde, Plonk es reelegido una y otra vez por una mayoría cada vez más amplia.
Junto al comandante del ala, Hal Hornberg, la delegación cívica contemplaba con orgullo cómo los Eagle, remolcados por tractores, salían de los hangares y las tripulaciones subían a bordo, el piloto en el asiento delantero de la doble carlinga y su oficial de sistemas de armamento, o «mago», detrás. Cada aparato estaba rodeado de un grupo de técnicos que efectuaban las comprobaciones necesarias antes del despegue.
—¿Le he contado alguna vez la anécdota del general y la furcia? —preguntó jovialmente el alcalde al serio oficial de la Fuerza Aérea que estaba a su lado.
Afortunadamente, en aquel momento Don Walker puso en marcha los motores de su avión y el aullido de los dos turbojets Pratt and Whitney F100-PW-220 ahogó los detalles de las desdichadas experiencias de la dama a manos del general. El F100 es capaz de convertir el combustible líquido en un ruido y un calor tremendos, y 12.000 kilos de fuerza propulsora estaban a punto de hacerlo.
Uno tras otro, los veinticuatro Eagles del escuadrón 336 se pusieron en marcha y empezaron a recorrer los dos kilómetros hasta el extremo de la pista. Unas banderolas rojas que flameaban bajo las alas indicaban la ubicación de las espigas que sujetaban a sus pilones bajo las alas los misiles Stinger y Sidewinder. Estas espigas solo se extraían un momento antes del despegue. Su viaje a Arabia podría ser pacífico, pero poner en vuelo un Eagle sin ningún medio de autodefensa sería impensable.
A lo largo de la pista de rodaje hacia el punto de despegue se alineaban grupos de guardias armados y miembros de la policía de la Fuerza Aérea. Unos agitaban las manos, otros hacían el saludo militar. Poco antes de llegar a la pista de despegue, los Eagle volvieron a detenerse y fueron sometidos a las últimas atenciones por parte de un enjambre de técnicos artilleros y de tierra. Estos aseguraron las ruedas con cuñas y procedieron a examinar un motor tras otro, buscando filtraciones, accesorios o paneles sueltos, cualquier cosa que pudiera motivar un fallo mientras el avión rodara por la pista. Finalmente extrajeron las espigas de los misiles.
Entretanto, los Eagle aguardaban pacientemente. Sus medidas eran de 19,20 metros de largo, 5,5 metros de altura y 12,20 metros de envergadura; pesaban 18 toneladas sin combustible y 36 como máximo al despegar, cosa que iban a hacer enseguida. La carrera para realizar esta operación sería larga.
Finalmente los Eagle se dirigieron a la pista de despegue, viraron bajo la ligera brisa y aceleraron sobre el asfalto. Cuando los pilotos introdujeron las válvulas reguladoras a través de la «puerta», los quemadores auxiliares entraron en acción y unas llamaradas de diez metros brotaron de las tuberías de cola. Junto a la pista de despegue, los jefes de tripulación, protegidos del tremendo ruido mediante cascos, saludaron a sus bebés que partían para cumplir una misión en el extranjero. No volverían a verlos hasta que llegaran a Arabia Saudí.
Luego de recorrer un kilómetro y medio de pista a una velocidad de 185 nudos, las ruedas se alzaron del asfalto y los Eagle remontaron el vuelo. Subieron ruedas y alerones, las válvulas reguladoras se retiraron de los quemadores auxiliares y quedaron establecidas de modo que el vuelo procediera con potencia militar. Los veinticuatro Eagle dirigieron sus morros hacia el cielo, a una velocidad ascensional de 5.000 mil pies por minuto, y desaparecieron en el crepúsculo.
Llegaron al techo máximo de 25.000 pies y, al cabo de una hora, vieron las luces de posición y la luz estroboscópica de navegación del primer transporte de combustible KC-10. Era hora de llenar los depósitos a tope. Los dos motores F100 son terriblemente sedientos. Cuando funcionan los quemadores auxiliares cada uno consume 20.000 litros de combustible por hora, por cuyo motivo el motor auxiliar solo se usa para el despegue, en combate o cuando han de realizarse maniobras de emergencia para salir inmediatamente de una zona peligrosa. Incluso cuando funcionan con la potencia normal, los motores necesitan ser llenados cada hora y media. Para llegar a Arabia Saudí era imprescindible la presencia de los KC-10, las «gasolineras celestes».
El escuadrón estaba ahora en amplia formación de frente, con una distancia de unos dos kilómetros entre los extremos de las alas de uno y otro avión. Don Walker, con su mago Tim detrás, echó un vistazo para ver si su piloto de flanco permanecía donde debía estar. Como volaban hacia el este, estaban ahora a oscuras sobre el Atlántico, pero el radar mostraba la posición de cada aparato y sus luces de navegación indicaban su localización.
En la cola del KC-10 que volaba por encima y delante de él, el operador del brazo alimentador abrió el panel que protegía su ventana al mundo exterior y contempló el mar de luces que tenía detrás. El brazo conector para trasvasar el combustible se extendió, esperando al primer cliente.
Cada grupo de seis Eagle ya había identificado al transporte de combustible que le correspondía, y Walker maniobró cuando le tocó su turno. Un toque del regulador y el Eagle se situó velozmente bajo el avión nodriza, al alcance del brazo alimentador. El operador dirigió el brazo hacia la espita que sobresalía del borde delantero del ala izquierda del caza. Una vez encajado el instrumento, el combustible empezó a fluir, 2.000 litros de JP4 por minuto. El Eagle bebía insaciablemente.
Una vez hubo repostado, Walker se retiró y su piloto de flanco ascendió para cargar combustible. Otros tres aviones nodriza hacían lo mismo con cada uno de sus seis pupilos.
Volaron durante toda la noche, que fue corta porque avanzaban en la dirección del sol a 350 nudos calibrados, es decir, el equivalente a unos ochocientos kilómetros por hora en el suelo. Al cabo de seis horas, el sol salió de nuevo y cruzaron la costa española, volaron al norte de la costa africana, evitando Libia, y se aproximaron a Egipto, que participaba en la coalición de fuerzas. El escuadrón 336 viró entonces al sudeste, sobrevoló el mar Rojo y tuvo el primer atisbo de esa enorme losa de grava y arena, color pardo y ocre, denominada desierto de Arabia.
Después de quince horas de vuelo, fatigados y rígidos, los cuarenta y ocho jóvenes americanos aterrizaron en Dhahran, Arabia Saudí. Al cabo de unas horas habían sido trasladados a su destino final, la base aérea omaní de Thumrait, en el sultanato de Muscat y Omán.
Allí vivirían en unas condiciones que más adelante recordarían con nostalgia, a 112 kilómetros de la frontera iraquí y la zona de peligro, durante cuatro meses, hasta mediados de diciembre. Cuando llegara su equipo de apoyo realizarían misiones de adiestramiento sobre el interior omaní, nadarían en las azules aguas del océano índico y esperarían aquello que el buen Dios y Norman Schwarzkopf les tuvieran reservado.
En diciembre serían situados de nuevo en Arabia Saudí, y uno de ellos, aunque nunca lo sabría, alteraría el curso de la guerra.