Steve Laing regresó a Century House en taxi. Se sentía eufórico, pero también un tanto sorprendido. Había organizado el almuerzo con el académico arabista con la esperanza de reclutarle para otra tarea, que aún estaba pendiente, y solo había mencionado el tema de Kuwait como una argucia para conversar.
Años de práctica le habían enseñado que lo mejor era comenzar con una pregunta o una petición que el entrevistado no estaba en condiciones de responder o satisfacer, y entonces pasar al verdadero asunto a tratar. Según esta teoría, el experto, ante el reto que suponía la primera solicitud, y estimulado por su amor propio, estaría más dispuesto a aceptar la segunda.
Resultó que la sorprendente revelación del doctor Martin respondía a un interrogante que ya había sido planteado durante una conferencia de alto nivel en Century House el día anterior. En su momento había sido considerado, en general, como un deseo sin esperanza de realización. Pero si el joven doctor Martin estaba en lo cierto… Un hermano que hablaba árabe incluso mejor que él, que pertenecía al Regimiento del Servicio Aéreo Especial y, en consecuencia, estaba acostumbrado a vivir en la clandestinidad… Era interesante, muy interesante.
Al llegar a Century House, Laing se dirigió enseguida a su superior inmediato, el controlador de Oriente Medio. Tras conversar durante una hora, ambos subieron al piso de arriba para entrevistarse con uno de los dos subdirectores.
El Servicio Secreto de Inteligencia, o SIS, conocido también popular pero erróneamente como MI-6, sigue siendo, incluso en una época de gobiernos «abiertos», una organización en la sombra que protege su secretismo. Solo en años recientes un gobierno británico ha admitido formalmente su existencia. Y fue en fecha tan tardía como 1991 cuando el mismo gobierno nombró públicamente a su director, una medida que la mayoría del personal consideró estúpida y corta de miras, pues no serviría más que para obligar al infortunado caballero a la desagradable novedad de necesitar guardaespaldas, pagados por el erario público. Tales son las frivolidades de la corrección política.
La relación del personal del SIS no se encuentra en ningún manual, pero aparecen, aunque no siempre, como funcionarios públicos en las listas de una variedad de ministerios, principalmente el de Asuntos Exteriores, bajo cuyos auspicios actúa el Servicio. Su presupuesto no aparece en ninguna cuenta, pues se camufla en los presupuestos de una docena de ministerios.
Incluso durante años se supuso que su destartalada sede era un secreto de Estado, hasta que resultó evidente que cualquier taxista londinense, si un pasajero le pedía que lo llevase a Century House, replicaba: «Ah, se refiere a la casa de los agentes secretos, ¿verdad, jefe?» A estas alturas se admitía que si los taxistas de Londres sabían dónde estaba, el KGB también podría haberlo averiguado.
Aunque mucho menos famosa que la CIA, infinitamente más pequeña y con unos fondos reducidos hasta el extremo de que algunos los considerarían producto de la cicatería, la «Firma» se había ganado una sólida reputación entre amigos y enemigos por la calidad de su «producto» (datos vitales recogidos en secreto). Entre los principales servicios de Inteligencia del mundo, solo el Mossad israelí es más pequeño e incluso más intangible.
El hombre que dirige el SIS es conocido oficialmente como «el jefe», y jamás, a pesar de los interminables errores cometidos por la prensa, como el director general. Es la organización hermana MI-5, o Servicio de Seguridad, responsable de la contrainteligencia en las fronteras del Reino Unido, la que tiene un Director General.
Dentro de la casa, al jefe se le conoce como «C». Aunque parezca la inicial de la palabra chief (jefe), no lo es. El primer jefe fue el almirante sir Mansfield Cummings, y la «C» procede del apellido de ese caballero fallecido hace largo tiempo.
Del jefe dependen dos subjefes y de estos cinco jefes auxiliares. Estos hombres dirigen los cinco departamentos principales: Operaciones (recoge la información secreta); Inteligencia (la analiza con la esperanza de obtener una visión de conjunto significativa); Técnico (responsable de los informes falsos, cámaras en miniatura, escritura secreta, comunicaciones ultracompactas y todos los demás adminículos metálicos necesarios para hacer algo ilegal y salir bien librado en un mundo hostil); Administrativo (se ocupa de salarios, pensiones, listas de personal, contabilidad presupuestaria, asuntos legales, registro central, etcétera) y, por último, Contrainteligencia (intenta mantener el Servicio libre de penetración hostil mediante revisiones y comprobaciones).
Del departamento de Operaciones dependen los controladores, que trabajan con las diversas divisiones del globo: Hemisferio Occidental, Bloque Soviético, África, Europa, Oriente Medio y Australasia, con una oficina adicional de Enlace, que se encarga de la espinosa tarea de intentar cooperar con las agencias «amigas».
A decir verdad, las cosas no son tan nítidas (nada británico lo es), pero, aunque a duras penas, esos profesionales secretos parecen salir del paso.
Aquel mes de agosto de 1990 el foco de atención era Oriente Medio y, en especial, la «mesa de Irak», sobre la que todo el mundo político y burocrático de Westminster y Whitehall parecía haberse abatido como un ruidoso y molesto club de admiradores.
El subjefe escuchó atentamente lo que el controlador de Oriente Medio y el director de operaciones en aquella región tenían que decirle, y asintió en diversas ocasiones. Pensaba que era, o podría ser, una opción interesante.
No es que no se recibiera información procedente de Kuwait. En las primeras cuarenta y ocho horas, antes de que los iraquíes clausurasen las líneas telefónicas internacionales, cada empresa británica con oficina en Kuwait había telefoneado, enviado un télex o un fax a su representante en la zona. La embajada de Kuwait había fastidiado concienzudamente al Ministerio de Asuntos Exteriores británico con los primeros relatos de horror y sus exigencias de una liberación inmediata.
El problema residía en que prácticamente ninguna de las informaciones era de la clase que el jefe pudiera presentar al consejo de ministros como absolutamente digna de confianza. En los días que siguieron a la invasión, Kuwait era un gigantesco «revoltijo de mierda», como dijera mordazmente el ministro de Asuntos Exteriores seis horas antes.
Incluso el personal de la embajada británica estaba ahora recluido en su sede, a orillas del Golfo, casi a la sombra de las puntiagudas Torres de Kuwait, tratando de establecer contacto telefónico con los ciudadanos británicos que constaban en una lista, muy incompleta, para ver si estaban bien. Lo más creíble de cuanto decían aquellos asustados ingenieros y hombres de negocios era que de vez en cuando oían fuego de artillería… «Decidme algo que yo no sepa», replicó el encargado de la zona en Century House ante tales perlas de inteligencia.
Ahora bien, un hombre sobre el terreno y una penetración profunda lograda gracias a su adiestramiento, un hombre de operaciones encubiertas que pudiera hacerse pasar por árabe… eso sí resultaba sumamente interesante. Aparte de algunas informaciones de contrastada solvencia sobre qué demonios estaba pasando allí, existía la posibilidad de demostrar a los políticos que realmente se estaba haciendo algo y conseguir que allá en la CIA William Webster se atragantara con los caramelos de menta que solía chupar después de la cena.
El subjefe no se hacía ilusiones acerca de la estima casi coquetona, y correspondida, de Margaret Thatcher por el SAS desde aquella tarde de mayo de 1980, cuando hicieron volar a unos terroristas en la embajada iraní en Londres y se pasó la noche con el equipo en su cuartel general de Albany Road bebiendo whisky y escuchando el relato de sus intrépidas aventuras.
—Creo que será mejor que tenga una charla con el DSF.
Oficialmente, el regimiento del Servicio Aéreo Especial no tiene nada que ver con el SIS. Las cadenas de mando son del todo diferentes. El 22 SAS en servicio activo, en contraste con el 23 SAS que actúa solo esporádicamente, tiene su base en un edificio llamado Stirling Lines, en las afueras de la ciudad condal de Hereford, al oeste de Inglaterra. Su comandante jefe depende del director de las Fuerzas Especiales, cuya sede se encuentra en un amplio conjunto de edificios situado al oeste de Londres. Las oficinas están en el piso superior de una casa con columnas que en otro tiempo fue elegante, rodeada, al parecer a perpetuidad, por una cubierta de andamios y parte de una conejera de pequeñas habitaciones cuya carencia de esplendor contradice la importancia de las operaciones que allí se planean.
El DSF depende del director de Operaciones Militares, que es un general, quien a su vez está a las órdenes del jefe de estado mayor (un general de más alta graduación), y el estado mayor depende del Ministerio de Defensa.
Pero el adjetivo «especial» en el título del SAS obedece a un motivo. Desde 1941, cuando fue fundado por David Stirling en el desierto occidental de Libia, el SAS ha operado de una manera encubierta. Sus tareas siempre han incluido la penetración profunda, con el objetivo de permanecer escondidos y observar los movimientos del enemigo; la penetración profunda con fines de sabotaje, asesinato y violencia general; eliminación de terroristas; liberación de rehenes; protección estricta —un eufemismo para designar el trabajo de los guardaespaldas de grandes personalidades— y, finalmente, misiones de adiestramiento en el extranjero.
Como miembros de cualquier unidad de élite, los oficiales y demás miembros del SAS tienden a vivir discretamente dentro de su propio círculo, no pueden hablar de su trabajo fuera del mismo, se niegan a ser fotografiados y pocas veces salen de las sombras.
Así pues, debido a que el estilo de vida de los miembros de ambas organizaciones secretas tenía mucho en común, el SIS y el SAS se conocían mutuamente por lo menos de vista, y en el pasado habían cooperado con frecuencia, ya fuese en operaciones conjuntas o bien con el «préstamo», por parte del personal de Inteligencia, de un soldado especialista del regimiento para una tarea determinada. En algo de esta índole pensaba el subjefe del SIS (que había obtenido de sir Colin el visto bueno para su visita) cuando aceptó el vaso de whisky de malta que le ofrecía el brigadier J. P. Lovat en el disimulado cuartel general londinense aquella tarde, hacia la puesta del sol.
El inconsciente objeto de tales conversaciones y reflexiones privadas en Londres y Kuwait estaba en aquellos momentos inclinado sobre un mapa en otro acuartelamiento, a muchos kilómetros de distancia. Durante los ocho últimos meses él y su equipo de doce instructores habían vivido en una sección del cuartel asignada a la guardia personal del jeque Zayed bin Sultan, de Abu Dhabi.
Se trataba de una misión que el regimiento había hecho infinidad de veces. A lo largo de la costa occidental del Golfo, desde el sultanato de Omán al sur hasta Bahrein al norte, se extiende una cadena de sultanatos, emiratos y dominios de jeques donde durante siglos los británicos se han ocupado en fruslerías. Los estados de la Tregua, que ahora son los Emiratos Árabes Unidos, recibieron ese nombre porque Gran Bretaña firmó cierta vez una tregua con sus dirigentes para protegerlos con la Armada Real contra los piratas merodeadores a cambio de privilegios comerciales. La relación prosigue y muchos de esos dirigentes tienen espléndidas unidades de guardia adiestradas por equipos visitantes de instructores del SAS en las tácticas más sutiles de la protección estricta. Los emiratos pagan una tarifa, por supuesto, pero lo hacen al Ministerio de Defensa en Londres.
El comandante Mike Martin tenía un gran mapa del Golfo y la mayor parte de Oriente Medio extendido sobre la mesa del comedor y lo estaba estudiando, rodeado por varios de sus hombres. A sus treinta y siete años, no era el mayor de los que asistían a aquella reunión. Dos de sus sargentos eran cuarentones, soldados endurecidos, delgados y membrudos y en tan buena forma física que un hombre veinte años más joven cometería una gran estupidez si se le ocurría enfrentarse a alguno de ellos.
—¿Hay aquí algo para nosotros, jefe? —preguntó uno de los sargentos.
Como en todas las unidades pequeñas y compactas, en el regimiento se usan ampliamente los nombres de pila, pero los oficiales suelen ser tratados de «jefe» por sus subordinados.
—No lo sé —respondió Martin—. Saddam Hussein se ha metido en Kuwait, y la cuestión es saber si saldrá por su propia voluntad. Si no lo hace, ¿autorizarán las Naciones Unidas que una fuerza vaya a la zona y le desaloje? En caso afirmativo, creo que nosotros tendríamos algo que hacer allí.
—Estupendo —dijo el sargento con satisfacción, y los otros seis hombres que se encontraban alrededor de la mesa hicieron gestos de asentimiento. A su modo de ver, había pasado demasiado tiempo desde la última vez que participaron en un verdadero combate, de esos que provocan una gran secreción de adrenalina.
En el regimiento se practican cuatro disciplinas básicas, y todo recluta debe dominar al menos una de ellas. Se trata de los expertos en caída libre, especializados en saltos con paracaídas desde gran altura; los montañeros, cuyo terreno preferido son las superficies rocosas y los altos picos; los tripulantes de vehículos de exploración blindados, que conducen y operan sobre terreno abierto con los Land Rover desguarnecidos de chasis largo y con fuerte blindaje, y, finalmente, los anfibios, hábiles en el manejo de canoas, balsas hinchables preparadas para navegar sin emitir ningún ruido y en actividades subacuáticas.
En su equipo de doce hombres, Martin contaba con cuatro expertos en caída libre, incluido él mismo, cuatro conductores de blindados de exploración, que enseñaban a los alumnos de Abu Dhabi los principios del ataque y el contraataque rápido en terreno desértico, y, puesto que Abu Dhabi se encuentra a orillas del Golfo, cuatro instructores en actividades subacuáticas.
Además de su propia especialidad, los hombres del SAS deben poseer un conocimiento suficiente de las demás disciplinas, de manera que a menudo intercambian sus tareas. También tienen que dominar más cosas; como equipos de radiofonía, primeros auxilios e idiomas.
La unidad de combate básica está formada solo por cuatro hombres. Si alguno de ellos queda fuera de combate, sus tareas deben ser compartidas rápidamente por los tres supervivientes, tanto si están operando la radio como si han de formar una unidad médica.
Esos hombres se enorgullecen de tener un nivel educativo muy por encima del de cualquier otra unidad del Ejército, y como viajan mucho tienen que conocer una variedad de idiomas. Cada soldado ha de aprender uno, aparte del inglés. Durante años el ruso fue el favorito, pero desde el fin de la guerra fría está pasando de moda. El malayo es muy útil en el Lejano Oriente, donde el regimiento luchó durante años en Borneo. El español está en alza desde las operaciones encubiertas en Colombia contra los cárteles de la cocaína de Medellín y Cali. El francés se aprende… por si acaso.
Y como el regimiento ha ayudado durante años al sultán Qaboos, de Omán, en su guerra con los infiltrados comunistas desde Yemen del Sur al interior de Dhofar, más otras misiones de adiestramiento a lo largo del Golfo y en Arabia Saudí, muchos miembros del SAS hablan un árabe aceptable. El sargento que había pedido un poco de acción era uno de ellos, pero tuvo que admitir:
—El jefe te deja boquiabierto. Nunca he oído a nadie hablar como él. Hasta parece uno de ellos.
Mike Martin se enderezó y se pasó una mano de color marrón claro por el cabello negro azabache.
—Es hora de ir a la cama.
Eran poco más de las diez. Se levantarían antes del alba para su habitual carrera de quince kilómetros cargados con sus pertrechos antes de que el sol calentara demasiado. Era una tarea que los hombres de Abu Dhabi detestaban, pero en la que su jeque insistía. Si aquellos peculiares soldados ingleses decían que era bueno para ellos, era bueno y no había más que hablar. Además, pagaba por el adiestramiento y quería que su inversión rindiera sus frutos.
El comandante Martin se retiró a su habitación y se durmió rápida y profundamente. El sargento tenía razón. Parecía uno de ellos. A menudo sus hombres se preguntaban si debía su pelo tan negro, su piel olivácea y sus ojos oscuros a unos antepasados mediterráneos. Él nunca se lo dijo, pero estaban equivocados.
El abuelo materno de los hermanos Martin había sido un plantador de té británico en la región de Darjeeling, en la India. Cuando niños habían visto fotografías de él: un hombre alto, de rostro rosado y bigote rubio, con la pipa en la boca, el rifle en la mano y un pie sobre un tigre abatido. Tenía todo el aspecto del pukka sahib, el representante del Imperio británico en la India.
En 1928 Terrence Granger hizo lo impensable: se enamoró de una muchacha india e insistió en casarse con ella. Era una mujer hermosa y de buena cuna, pero no importaba. El matrimonio interracial era algo que, sencillamente, no se hacía. La compañía de té no le despidió, pues eso habría dado publicidad al asunto, con el consiguiente escándalo. Le enviaron al exilio interior (así era como realmente lo llamaban), a una plantación aislada en el remoto Assam.
Sus superiores lo consideraban un castigo, pero no les salió bien. A Granger y a su mujer, la ex señorita Indira Bohse, les encantó aquel lugar agreste lleno de barrancas y rebosante de caza y tigres, las laderas de cuyas montañas estaban cubiertas de arbustos de té de un verde intenso, el clima, la gente. Y allí nació Susan en 1930. Allí criaron a la niña angloindia con compañeros de juego indios.
En 1943 la guerra amenazaba a la India, pues los japoneses avanzaban hacia la frontera a través de Birmania. Granger era lo bastante mayor para no tener que servir como voluntario, pero insistió y, tras un adiestramiento básico en Nueva Delhi, fue destinado como comandante al regimiento de Fusileros de Assam. Todos los cadetes británicos fueron promovidos directamente al grado de comandante, pues no habría sido decoroso que sirvieran a las órdenes de un oficial indio, pero no había ningún inconveniente en que los indios fuesen tenientes o capitanes.
En 1945 Granger murió en el cruce del Irrawaddy. Su cuerpo nunca fue encontrado, se desvaneció en aquellas húmedas junglas de Birmania, uno más de las decenas de millares que vivieron algunos de los más encarnizados combates cuerpo a cuerpo de la guerra.
La viuda, que recibía una pequeña pensión de la compañía, se sumió de nuevo en su cultura propia. Dos años después hubo más problemas. En 1947 la India fue dividida. Los británicos se marchaban. Ali Jinnah insistía en su Pakistán musulmán al norte, en tanto que el Pandit Nehru se establecía al sur del país, donde la población era mayoritariamente hindú. Oleadas de refugiados de ambas religiones se dirigieron al norte y al sur, y estalló la lucha. Más de un millón de seres humanos perdieron la vida. La señora Granger, temerosa por la seguridad de su hija, la envió a Inglaterra para que completase su educación, y la muchacha vivió en casa del hermano menor de su padre, un excelente arquitecto que residía en Haslemere, Surrey. Seis meses después la madre murió en los disturbios.
Con diecisiete años de edad, Susan Granger llegó a Inglaterra, la tierra de su padre, en la que nunca había estado. Pasó un año en una escuela femenina cerca de Haslemere y luego dos años como aprendiza de enfermera en el Hospital General de Farnham, tras lo cual trabajó otro año como secretaria de un abogado de la misma localidad.
A los veintiún años, la edad mínima permitida, presentó una solicitud para ingresar como azafata en la British Overseas Airways Corporation. Se adiestró con las demás jóvenes en la escuela de la BOAC, el antiguo convento restaurado de St. Mary, en Heston, en las afueras de Londres. Su experiencia como enfermera fue decisiva, en tanto que su aspecto y sus modales constituyeron una ventaja adicional.
Era una joven hermosa, con una espléndida cabellera de color castaño, ojos de color avellana y la piel como la de una europea que luciera un bronceado permanente. Al graduarse la asignaron a la Línea 1, que cubría la ruta entre Londres y la India; se trataba de la elección evidente para una muchacha que hablaba el hindi con fluidez.
En aquellos días, el viaje en el Argonaut cuatrimotor a hélice era larguísimo. La ruta era Londres-Roma-El CairoBasora-Bahrein-Karachi y Bombay. Luego seguía a Nueva Delhi, Calcuta, Colombo, Rangún, Bangkok y, finalmente, Singapur, Hong Kong y Tokio. Por supuesto, una sola tripulación no podía estar de servicio durante tanto tiempo, y la primera escala con cambio de tripulantes era Basora, al sur de Irak, donde la tripulación se «escabullía» mientras otra ocupaba su lugar.
Fue allí cuando una tarde de 1951 en que se hallaba en el Port Club con una copa en la mano, conoció a un joven y más bien tímido contable de la Irak Petroleum Company, una empresa de propiedad y dirección británicas. Se llamaba Nigel Martin, y la invitó a cenar. Le habían advertido que durante las escalas tuviese cuidado con los tenorios, que abundaban entre la tripulación y los pasajeros. Pero aquel joven era muy amable y ella aceptó. Cuando la llevó de regreso al edificio de la BOAC donde la azafata se alojaba, le retuvo la mano. Ella se sorprendió tanto que la retiró bruscamente. Luego se pasó la noche despierta, en aquel tremendo calor, preguntándose cómo sería besar a Nigel Martin.
En la siguiente escala que hizo en Basora, él estaba allí de nuevo. Solo después de que se hubieran casado Nigel Martin admitió que estaba tan enamorado que, a través de un empleado de la BOAC, Alex Reid, averiguó cuándo estaba previsto que ella volviera. Aquel otoño de 1951 jugaron al tenis, nadaron en el Port Club y pasearon por los bazares de Basora. Siguiendo la sugerencia de él, la joven pidió un permiso y le acompañó a Bagdad, donde residía.
Susan pronto descubrió que era un lugar donde podía establecerse. La abigarrada muchedumbre con sus túnicas de brillantes colores, las escenas y los olores de la calle, las carnes asadas a orillas del Tigris, la miríada de tiendecillas donde se vendían hierbas y especias, oro y joyas… todo le recordaba su India natal. Cuando Nigel Martin le propuso matrimonio, ella aceptó de inmediato.
Se casaron en 1952, en la catedral de San Jorge, la iglesia anglicana frente a la calle Haifa, y aunque a la ceremonia no asistió ningún familiar de la novia, estuvieron presentes muchos compañeros de la IPC y personal de la embajada, que llenaron por completo ambas filas de bancos.
Era una buena época para vivir en Bagdad. La vida era lenta y fácil, el joven rey Feisal estaba en el trono y Nuri, en calidad de said, dirigía el país. La influencia de Gran Bretaña era abrumadora, lo cual se debía en parte a la poderosa contribución de la IPC a la economía, y en parte a que la mayoría de los oficiales de las fuerzas armadas habían sido adiestrados por los británicos, pero sobre todo porque toda la clase alta había sido introducida en el uso del orinal por almidonadas institutrices inglesas, lo cual siempre deja una impresión duradera.
Los Martin tuvieron dos hijos, nacidos en 1953 y 1955 respectivamente. Recibieron los nombres de Michael y Terry, y eran tan diferentes como la tiza y el queso. En Michael habían prevalecido los genes de la señorita Indira Bohse; tenía el cabello negro, los ojos oscuros, la piel olivácea. Los bromistas de la comunidad británica decían que parecía árabe. Terry, nacido dos años después, salió a su padre, y era bajo, robusto, con la piel rosada y el pelo rojizo.
A las tres de la madrugada un ordenanza sacudió al comandante Martin hasta despertarle.
—Hay un mensaje, sayidi.
Se trataba de un mensaje muy sencillo, pero el código de urgencia era «devastación» y procedía personalmente del director de las Fuerzas Especiales. No pedía ninguna respuesta. Solo le ordenaba que regresara a Londres en el primer avión disponible.
Delegó sus tareas en el capitán del SAS que estaba en su primer turno de servicio en el regimiento y era el segundo jefe en la actividad de adiestramiento, y corrió al aeropuerto vestido de civil.
El avión de las tres menos cinco de la madrugada con destino a Londres salía con retraso. Más de cien pasajeros roncaban o gruñían a bordo mientras las azafatas anunciaban sonrientes que la «razón operativa» de la demora de noventa minutos se solucionaría enseguida.
Cuando la puerta volvió a abrirse para admitir a un solo hombre delgado, con tejanos, botas para el desierto, camisa y guerrera, más una bolsa de lona al hombro, varios de los que todavía estaban despiertos le dirigieron miradas furibundas. Acompañaron al recién llegado a un asiento vacío en la clase Club. El hombre se acomodó y unos minutos después del despegue echó el respaldo del asiento hacia atrás y se durmió profundamente.
Un hombre de negocios sentado a su lado, que había cenado opíparamente y bebido en abundancia vino y licores ilícitos para luego esperar dos horas en el aeropuerto y otras dos a bordo del avión, se tomó otra tableta antiácido y miró irritado al pasajero que dormía apaciblemente junto a él.
—Puñetero árabe —musitó, y trató en vano de dormir.
Dos horas después amaneció sobre el Golfo, pero el avión de la British Airways volaba hacia el noroeste, aterrizando en Heathrow poco antes de las diez de la mañana, hora local. Mike Martin fue de los primeros en pasar por la aduana porque no llevaba más equipaje que el de mano. Nadie había acudido a recibirle, cosa que él ya sabía. También sabía adónde tenía que dirigirse. Cogió un taxi.
En Washington aún no había amanecido, pero los primeros signos del sol naciente teñían de rosa las lejanas colinas del condado de Georges, donde el río Patuxent baja para unirse al Chesapeake. En los pisos sexto y último del gran edificio oblongo entre la serie que forma el cuartel general de la CIA y que se conoce sencillamente como Langley, las luces aún estaban encendidas.
El juez William Webster, director de la Agencia Central de Inteligencia, se restregó los ojos fatigados con la yema de los dedos y se acercó a los ventanales. La arboleda de abedules plateados que ocultaba el Potomac cuando, como ahora, tenían todas sus hojas, permanecía envuelta en la oscuridad. Antes de una hora el sol naciente revelaría su verde pálido. El director había pasado otra noche de insomnio. Desde que Irak invadiera Kuwait solo había dado unas cabezadas entre llamadas del presidente, el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Estado y, por lo que parecía, casi todo el mundo que conocía su número.
A sus espaldas, tan cansado como él, se sentaba Bill Stewart, su subdirector de operaciones, y Chip Barber, jefe de la división de Oriente Medio.
—¿De modo que eso es todo? —preguntó el director de la CIA, como si formular de nuevo la pregunta pudiese producir una respuesta mejor.
Pero no había cambio alguno. La posición era que el presidente, el Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Estado clamaban por una información ultrasecreta obtenida de los mismos centros vitales de Bagdad, de los consejeros más íntimos del mismísimo Saddam Hussein. ¿Iba a quedarse en Kuwait? ¿Se retiraría bajo la amenaza de las resoluciones tomadas por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas? ¿Doblarían las rodillas ante el embargo petrolífero y el bloqueo comercial? ¿Qué pensaba? ¿Cuáles eran sus planes? ¿Dónde diablos estaba toda esa información imprescindible?
Pero la Agencia no lo sabía. Por supuesto, tenían un delegado en Bagdad, pero desde hacía semanas su información había sido suspendida. Naturalmente, aquel cabrón de Rahmani, director del servicio de contraespionaje iraquí, conocía al hombre de la Agencia, y ahora resultaba evidente que los datos suministrados al delegado durante semanas no eran más que memeces. Al parecer, sus mejores «fuentes» trabajaban para Rahmani y le habían contado mentiras.
Desde luego, habían visto fotos suficientes para ahogarse en ellas. Los satélites KH-11 y KH-12 pasaban sobre Irak cada pocos minutos, fotografiando alegremente todo el país. Los analistas trabajaban durante las veinticuatro horas del día para identificar lo que podría ser una fábrica de gas venenoso, lo que quizá fuese una instalación nuclear… aunque los iraquíes asegurasen que se tratase de un taller de bicicletas.
Era realmente admirable. Los analistas del Departamento Nacional de Reconocimiento, un organismo que dependía en parte de la CIA y en parte de la Fuerza Aérea, junto con los científicos expertos del ENPIC, el Centro Nacional de Interpretación Fotográfica, estaban ensamblando una imagen que algún día sería completa. Este es un puesto de mando importante, aquí tenemos un emplazamiento de misiles SAM, esto es una base de cazas. Estupendo, porque las fotos así nos lo indican. Y un día, tal vez, habría que bombardearles y hacerles volver a la edad de piedra. Pero ¿qué más tenía aquel hombre? ¿Qué había oculto, almacenado profundamente en el subsuelo?
Se estaban pagando las consecuencias de haber hecho caso omiso de Irak durante años. Los hombres repantigados en los sillones alrededor del director de la CIA eran espías veteranos que ya merodeaban el muro de Berlín antes de que el cemento se secase. Su experiencia era anterior a la época en que los chismes electrónicos empezaron a ocuparse de la recogida de datos secretos que antes se hacía personalmente.
Le habían dicho que las cámaras del NRO (el Departamento Nacional de Reconocimiento) y las escuchas de la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade no podían revelar planes, espiar intenciones ni penetrar en la cabeza del dictador.
Así pues, el NRO hacía fotos y los escuchas de Fort Meade prestaban oídos y grababan cada palabra de cada conversación telefónica y mensaje radiofónico que se recibía en Irak o era enviado desde allí, y sin embargo no había ninguna respuesta.
La misma Administración, el mismo Capitolio, que se habían quedado hipnotizados por tanto artefacto electrónico, que habían invertido miles de millones de dólares en el desarrollo y lanzamiento al espacio de cualquier artilugio que la ingeniosa mente humana fuese capaz de inventar, clamaban ahora pidiendo respuestas que los artilugios no parecían darles.
Y los técnicos que los manejaban les decían que el «elint», nombre con que se conocía la inteligencia electrónica, era un apoyo y un complemento del «humint», o recogida personal de datos secretos, pero no un sustituto. Resultaba agradable saber tal cosa, pero no daba ninguna solución al problema planteado.
El problema consistía en que la Casa Blanca exigía respuestas que solo podían ser fidedignas si procedían de una fuente —una persona muy útil, un agente secreto, un espía, un traidor, lo que fuera— que estuviese muy bien situada dentro de la jerarquía iraquí. Y el director de la CIA no tenía a esa persona.
—¿Han preguntado a Century House?
—Sí, director. Están en la misma situación que nosotros.
—Dentro de dos días iré a Tel Aviv —dijo Chip Barber—. Me entrevistaré con Yaacov Dror. ¿Se lo planteo?
El director asintió. El general Yaacov Kobi Dror era el jefe del Mossad, el menos cooperador de todos los servicios secretos «amistosos». El director de la CIA aún estaba dolido por el caso de Jonathan Pollard, infiltrado por el Mossad en Estados Unidos a fin de que espiara para Israel. Vaya amigos. Detestaba tener que pedir favores al Mossad.
—Confíe en él, Chip. Esta no es una cuestión de poca monta. Si él tiene una fuente dentro de Bagdad, la necesitamos. Ese producto nos hace falta. Entretanto, será mejor que regrese a la Casa Blanca y me enfrente de nuevo a Scowcroft.
La reunión finalizó de una manera muy poco provechosa.
Los cuatro hombres que aguardaban en el cuartel general londinense del SAS aquella mañana del 5 de agosto habían estado ocupados la mayor parte de la noche.
El director de las Fuerzas Especiales, el brigadier Lovat, había estado continuamente al teléfono, y solo se había permitido descabezar un sueño de un par de horas entre las dos y las cuatro de la madrugada. Como tantos otros soldados curtidos en el combate, hacía mucho tiempo que había adquirido la capacidad de echar un sueñecito dondequiera que fuese y siempre que la situación lo permitiera. Uno nunca sabía cuándo iba a tener la siguiente oportunidad de recargar las baterías. Antes de que amaneciera se había lavado y afeitado y estaba dispuesto a emprender otra jornada de trabajo a pleno rendimiento.
Su llamada a medianoche (hora de Londres) a un contacto que tenía en la British Airways había sido la causa de que el avión despegase con retraso de Abu Dhabi. Cuando la administración británica quiere moverse con rapidez y reducir el papeleo, conocer a un «tipo» en el sitio adecuado puede resultar extremadamente útil. El ejecutivo de la British Airways, a cuyo domicilio telefoneó, no preguntó por qué debía retener la salida de un avión de línea que estaba a 4.500 kilómetros de distancia hasta que un pasajero más subiera a bordo. Conocía a Lovat porque eran miembros del Club de Fuerzas Especiales en Herbert Crescent, tenía una idea aproximada de cuál era su trabajo y le hizo el favor sin preguntarle nada.
Durante la hora del desayuno el sargento ordenanza se había puesto en contacto con Heathrow y comprobado que el vuelo procedente de Abu Dhabi había reducido la tercera parte de su retraso de noventa minutos y aterrizaría hacia las diez. El comandante llegaría al cuartel cerca de las once de la mañana.
Un motorista había traído a toda velocidad cierto expediente personal que procedía de Browning Barracks, cuartel general del regimiento de paracaidistas, en Aldershot. El ayudante regimental lo había sacado del archivo poco después de medianoche. Era la hoja de servicios de Mike Martin desde el día en que ingresara en el cuerpo de paracaidistas cuando era un estudiante de dieciocho años, y cubría los diecinueve años en los que había sido soldado profesional, a excepción de dos largos períodos que pasó transferido al regimiento del SAS.
El comandante en jefe del 22 SAS, coronel Bruce Craig, otro escocés, había conducido de noche desde Hareford, llevando consigo el expediente que cubría esos dos períodos. Se presentó poco antes del amanecer.
—Buenos días, J. P. ¿A qué viene tanta excitación?
Los dos se conocían bien. Lovat, conocido como J. P. o Jeypi, era el hombre que había estado al frente del grupo encargado de recapturar la embajada iraní tomada por los terroristas diez años antes, y en esa época Craig era el jefe de una unidad bajo sus órdenes. Trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo.
—Century quiere situar un hombre en Kuwait —le dijo. Eso pareció bastar. Los largos discursos no le apasionaban.
—¿Uno de los nuestros? ¿Martín? —El coronel arrojó sobre la mesa el expediente que había traído.
—Eso parece. Le he hecho venir desde Abu Dhabi.
—Que se vayan a hacer puñetas. ¿Piensas consentirlo?
Mike Martin era uno de los oficiales de Craig y también trabajaban juntos desde hacía largo tiempo. No le hacía ninguna gracia que Century House le «birlara» hombres bajo sus mismas narices. Lovat se encogió de hombros.
—Si Martin es la persona adecuada, tendremos que aceptarlo. Probablemente tocarán las teclas más importantes.
Craig emitió un gruñido y tomó el café fuerte que le servía el sargento ordenanza, al que saludó llamándole Sid. Habían luchado juntos en Dhofar. Cuando se trataba de política, el coronel estaba al cabo de la calle. El SIS podría actuar con desconfianza, pero cuando querían hacer uso de las influencias eran capaces de llegar tan alto como quisieran. Ambos soldados conocían muy bien a Margaret Thatcher y eran entusiastas admiradores suyos. Sabían también que, como Churchill, la Dama prefería el principio de «la acción hoy mismo». Era probable que esta vez Century House, si se lo proponía, se saliese con la suya. El regimiento tendría que cooperar, aun cuando Century tuviera el control general bajo el disfraz de «misión conjunta».
Los dos hombres de Century llegaron poco después del coronel y se hicieron las presentaciones. El mayor de ellos era Steve Laing, a quien acompañaba Simon Paxman, jefe de la sección o «mesa» de Irak. Les invitaron a sentarse en una sala de espera, les sirvieron café y les ofrecieron los dos expedientes para que los leyeran. Ambos hombres se sumieron en los antecedentes de Mike Martin desde sus dieciocho años en adelante. La noche anterior Paxman había pasado cuatro horas con su hermano menor, informándose sobre su familia, su educación en Bagdad y el tiempo que había pasado en la escuela pública Haileybury.
En el verano de 1971, durante su último trimestre escolar, Martin escribió una carta personal dirigida al regimiento de paracaidistas. En septiembre de ese año fue convocado a una entrevista que tuvo lugar en el cuartel de Aldershot, junto al viejo avión Dakota desde el cual los paracaidistas británicos saltaron cierta vez para tratar de apoderarse del puente de Arnhem.
Los paracaidistas (conocidos como Paras) siempre lo investigan todo, y se enteraron de que en la escuela era considerado un estudiante correcto pero un atleta soberbio, lo cual era perfecto para ellos. Aceptaron al muchacho y el mismo mes empezaron a adiestrarle. Fueron veintidós duras semanas, y los supervivientes del curso se diplomaron en abril de 1972.
Había comenzado con cuatro semanas de instrucción, manejo básico de armamento y entrenamiento físico. Siguieron dos semanas de lo mismo más primeros auxilios, señales y estudio de las precauciones contra la NBC (guerra nuclear, bacteriológica y química). La séptima semana estuvo dedicada a más entrenamiento físico; la dificultad de las pruebas era cada vez mayor, pero no tanto como en la octava y novena semanas, con marchas de resistencia a través de la sierra de Brecon, en el País de Gales, donde hombres fuertes y en buena forma han muerto de hipotermia, fatiga o frío.
Durante la décima semana el curso se llevó a cabo en Hythe, Kent, donde los alumnos dispararon en el campo de tiro. Allí Martin, que acababa de cumplir diecinueve años, se clasificó como un tirador de primera. Las semanas undécima y duodécima se dedicaron a «pruebas» realizadas a campo abierto cerca de Aldershot; se trataba de subir y bajar corriendo unas colinas de arenisca cargados con troncos de árbol, con las piernas hundidas en el barro y bajo la lluvia y el granizo de mediados del invierno.
—¿Semana de prueba? —musitó Paxman, volviendo la hoja—. ¿Y qué demonios han sido las anteriores?
Tras las semanas de prueba los jóvenes obtuvieron lo que tanto codiciaban: su boina roja y su mono de paracaidista. Sin embargo, siguieron otras tres semanas en la sierra de Brecons para realizar ejercicios de defensa, patrulla y tiro con «fuego real». Por entonces, a finales de enero de 1972, esta sierra era un paraje absolutamente desolado y gélido. Los hombres dormían sobre terrenos húmedos y escabrosos, sin siquiera un fuego para calentarse.
Las semanas decimosexta y decimoséptima fueron dedicadas al curso básico de paracaidismo de la RAF en Abingdon, donde unos pocos más cayeron, y no solo desde el avión. Al final llegó el «desfile de las alas», cuando les prendieron en el uniforme de paracaidista las insignias en forma de alas. Aunque en el informe no constaba, aquella noche se consumieron muchas cervezas en el viejo Club 101.
Al cabo de otras dos semanas dedicadas a un ejercicio de campaña llamado «la última valla» y cierto perfeccionamiento de las habilidades de desfile, en la vigésima semana tuvo lugar el gran desfile de graduación en el que por fin se permitió que los orgullosos padres vieran a los jóvenes que les habían dejado seis meses antes.
El soldado Mike Martin estaba considerado desde hacía tiempo como posible candidato a oficial, y en mayo de 1972 ingresó en la Real Academia Militar de Sandhurst, para estudiar el primero de los nuevos cursos de un año que habían empezado a sustituir a los anteriores cursos de dos años.
El resultado fue que el desfile de graduación de aquella primavera de 1973 fue el mayor jamás celebrado en Sandhurst, con una participación de 490 cadetes, pues los pertenecientes a los cursos más antiguos, correspondientes a las quintas de 1951 y 1952, se unieron a los hombres que siguieron el primer curso de un año. Presidió el desfile el general sir Michael Carver, quien más adelante sería el mariscal de campo lord Carver, jefe del estado mayor de Defensa.
El nuevo teniente Martin ingresó directamente en Hythe y se puso al frente de un pelotón sometido a adiestramiento preparatorio para ir a Irlanda del Norte. Mandó el pelotón durante doce tristes semanas, la mayor parte de las cuales la pasó agazapado en un puesto de observación llamado Flax Mill («la hilandería de lino»), que cubría el enclave ultrarrepublicano de Ardoyne, en Belfast. Sin embargo, aquel verano la vida era tranquila en Flax, pues desde el Domingo Sangriento de enero de 1972, el IRA tendía a evitar a los Paras como si fuesen la peste.
Martin había sido asignado al tercer batallón, conocido como Para Tres, y después de su servicio en Belfast regresó a Aldershot para ponerse al mando de un pelotón de reclutas y hacer pasar a los recién llegados por el mismo purgatorio que él mismo había sufrido. En el verano de 1977 regresó a Para Tres, que desde el pasado mes de febrero tenía su base en Osnabruck, formando parte del ejército británico en el Rin.
Aquel fue otro período deprimente. El personal de Para Tres se alojaba en el cuartel Quebec, un antiguo y feo campamento de personas expatriadas. Los Paras fueron asignados a la «modalidad pingüino», lo cual significaba que tres años de cada nueve, o un turno de servicio de cada tres, dejaban de lado su actividad como paracaidistas y eran utilizados como infantería ordinaria transportada. Todos los Paras odiaban la «modalidad pingüino». La moral era baja, se producían peleas entre paracaidistas e infantes y Martin se veía obligado a castigar a hombres con los que simpatizaba. Aguantó ese estado de cosas durante un año, y en noviembre de 1977 se ofreció voluntario para ser transferido al SAS.
Un número considerable de miembros del SAS procedían del cuerpo de paracaidistas, tal vez debido a que el adiestramiento presenta similitudes, aunque el SAS asegura que el suyo es más duro. El expediente de Martin llegó a las oficinas del regimiento, en Hereford, donde repararon en el hecho de que hablaba el árabe con fluidez, y fue invitado a participar en el curso de selección que tuvo lugar en el verano de 1978.
El SAS acepta hombres en muy buena forma y se ocupa de prepararlos a fondo. Martin realizó el curso inicial estandarizado de selección en seis semanas, entre otros paracaidistas, marines y voluntarios de infantería, fuerzas blindadas, artillería e incluso ingenieros. Es un curso sencillo que se basa en un simple precepto.
El primer día un sonriente instructor les dijo a todos:
—En este curso no intentaremos adiestraros, sino mataros.
No exageraba. Solo el diez por ciento de los alumnos pasan el curso inicial del SAS, lo cual ahorra tiempo más adelante. Martin superó las pruebas. Siguió una prolongación del adiestramiento en la jungla de Belice y, una vez de vuelta a Inglaterra, un mes dedicado por entero a resistir los interrogatorios. «Resistir» significa tratar de mantenerse en silencio mientras uno es sometido a prácticas en extremo desagradables. Hay un solo alivio, y es que tanto el miembro del regimiento como el voluntario tienen derecho cada hora a solicitar un RAU, es decir el «regreso a la unidad».
—Están locos —dijo Paxman, arrojando el expediente sobre la mesa. Se sirvió más café—. A todos les falta un tornillo.
Laing le respondió con un gruñido. Estaba absorto en el segundo expediente, el que relacionaba las experiencias de su hombre en Arabia. Eso era lo que necesitaba para la misión que había ideado.
Durante su primer turno de servicio, Martin había pasado tres años en el SAS con el grado de capitán y en calidad de jefe de tropa. Había optado por el escuadrón A, el de los técnicos en caída libre (los escuadrones son A, B, C y G), la elección natural de un hombre que, cuando estaba en los Paras había saltado con su equipo de exhibición de caída libre, los Diablos Rojos, desde gran altura.
Si los Paras no tenían necesidad de sus conocimientos de árabe, para el regimiento, en cambio, eso era esencial. Entre los años 1979 y 1981, Martin había servido en las fuerzas del sultán de Omán, al oeste de Dhofar, había sido instructor de métodos de protección de altas personalidades en dos emiratos del Golfo, enseñado a la Guardia Nacional Saudí en Riad y aleccionado a los guardaespaldas personales del jeque Isa, de Bahrein. Tras estos datos, en su expediente del SAS figuraban unas observaciones: que había reanudado el fuerte vínculo que tuviera en su infancia con la cultura árabe, que hablaba el idioma mejor que ningún otro oficial del regimiento y que tenía el hábito de dar largos paseos por el desierto cuando quería reflexionar a fondo en un problema, sin que le afectaran en absoluto el calor y las moscas.
Según el expediente, había regresado a los Paras después de su traslado temporal de tres años al SAS en el invierno de 1981, y se había alegrado al ver que los Paras tomaban parte en la operación Rocky Lance en los meses de enero y febrero de 1982… y precisamente en Omán. Así pues, regresó al Jebel Akdar durante ese período, antes de tomar un permiso en marzo. En abril le convocaron apresuradamente: Argentina había invadido las Malvinas.
Aunque la agrupación Para Uno permanecía en el Reino Unido, la Dos y la Tres partieron hacia el Atlántico Sur. Zarparon en el transatlántico Canberra, modificado a toda prisa para que sirviera como transporte de tropas, y desembarcaron en San Carlos. Mientras el grupo Para Dos desalojaba a los argentinos de Ganso Verde —operación en la que el comandante en jefe, coronel H. Jones, obtuvo la Cruz de la Victoria—, la agrupación Para Tres cruzó a trompicones la isla Soledad bajo la cellisca y la lluvia, en dirección a Puerto Stanley.
—¿A trompicones? Creía que lo llamaban trajinar —observó Laing dirigiéndose al sargento Sid, que estaba llenándole de nuevo la taza de café. El sargento frunció los labios, como si pensara: «Puñeteros civiles».
—Los marines lo llaman trajinar, señor. Los Paras y el regimiento lo llaman trompicar.
En cualquier caso, esos términos se referían a la marcha forzada en condiciones meteorológicas adversas acarreando sesenta kilos de equipo.
La agrupación Para Tres se acuarteló en una granja solitaria llamada Estancia House y se preparó para el asalto final a Puerto Stanley, lo cual significaba tomar primero el monte Longdon, fuertemente defendido. En aquella noche atroz entre el 11 y el 12 de junio el capitán Mike Martin recibió un balazo.
Comenzó como un silencioso ataque nocturno contra las posiciones argentinas, que resultó muy ruidoso cuando el cabo Milne pisó una mina que le destrozó el pie. Las ametralladoras argentinas abrieron fuego, el fulgor iluminó la montaña como si fuese de día y a la agrupación Para Tres se le presentaron dos alternativas: o retroceder para ponerse a cubierto o avanzar hacia el fuego y tomar Longdon. Se decantaron por la segunda y tomaron Longdon, con unas bajas de veintitrés muertos y más de cuarenta heridos. Uno de los heridos era Mike Martin, quien recibió un impacto en una pierna que le hizo lanzar un torrente de insultos y maldiciones, afortunadamente en árabe.
Tras haber pasado la mayor parte del día en la ladera de la montaña, encañonando a ocho temblorosos prisioneros argentinos y esforzándose por no desmayarse, fue recogido y llevado al puesto de primeros auxilios en Ajax Bay, donde le sometieron a una cura de urgencia para enviarlo en helicóptero al buque hospital Uganda. Allí se encontró en una litera al lado de un teniente argentino. Durante la travesía hasta Montevideo se hicieron buenos amigos, y aún mantenían correspondencia.
El Uganda hizo escala en la capital uruguaya para desembarcar a los argentinos; Martin se encontraba en el grupo de los que estaban lo bastante restablecidos para regresar a Brize Norton en un avión civil. Entonces los Paras le dieron tres semanas de permiso en Headley Court, Leatherhead, para que completase su convalecencia.
Fue allí donde conoció a la enfermera Susan, que se convertiría en su esposa tras un breve noviazgo. Tal vez a ella le gustara el encanto de aquel hombre, pero se equivocó. Fueron a vivir a una casa de campo, cerca de Chobham, conveniente para ambos porque estaba a poca distancia de sus trabajos respectivos en Leatherhead y Aldershot. Pero al cabo de tres años, durante los cuales ella no le vio en total más que cuatro meses y medio, Susan le planteó una comprensible alternativa: o se quedaba con los Paras y su puñetero desierto, o se quedaba con ella. Martin lo pensó a fondo y prefirió el desierto.
Susan acertó al separarse de él. En el otoño de 1982 Martin comenzó a estudiar para ingresar en la escuela del cuerpo de oficiales administrativos, la puerta hacia una alta graduación y un buen despacho, tal vez en el ministerio. En febrero de 1983 suspendió el examen.
—Lo hizo a propósito —dijo Paxman—. Su comandante en jefe anota aquí que podría haber pasado tranquilamente si hubiera querido.
—Lo sé —replicó Laing—. Lo he leído. Ese hombre es… poco corriente.
En el verano de 1983 Martin fue nombrado oficial de estado mayor y asignado al cuartel general de las fuerzas terrestres del sultán de Omán, en Muscat, un traslado temporal que duró otros dos años. Conservó su insignia de paracaidista, pero estaba al frente del Regimiento Fronterizo del Norte, en Muscat. En el verano de 1986 fue ascendido a comandante en Omán.
Los oficiales que han realizado un turno de servicio en el SAS pueden volver para un segundo, pero solo si son invitados a ello. Aterrizó en Inglaterra en el invierno de 1987, la época en que se formalizó el divorcio al que él no se había opuesto, y de inmediato recibió la invitación desde Hereford. Regresó como jefe de escuadrón en enero de 1988 y sirvió en el Flanco Septentrional (Noruega), luego con el sultán de Brunei y seis meses con el equipo de seguridad interna en el edificio Lines, de Jereford. En junio de 1990 fue enviado con su equipo de instructores a Abu Dhabi.
El sargento Sid llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—El brigadier pregunta si quieren reunirse con él. El comandante Martin está en camino.
Cuando Martin entró en la estancia, Laing reparó en el rostro tostado por el sol, el cabello y los ojos, y lanzó una mirada a Paxman. Uno de los interrogantes acababa de ser despejado, y quedaban dos por responder. Sí, parecía uno de ellos. Ahora bien, ¿estaría dispuesto a hacer el trabajo y realmente hablaría árabe tan bien como decían?
J. P. se adelantó y estrechó la mano de Martin como si quisiera triturarle los huesos.
—Es un placer verle de regreso, Mike.
—Gracias, señor. —Estrechó la mano del coronel Craig.
—Permítame que le presente a estos dos caballeros —le dijo el director de las Fuerzas Especiales—. El señor Laing y el señor Paxman, ambos de Century. Les gustaría… bueno, quieren hacerle una propuesta. Adelante, caballeros. ¿O prefieren hablar en privado con el comandante Martin?
—Oh, no, por favor —se apresuró a decir Laing—. El jefe confía en que si esta reunión llega a un resultado positivo, sea definitivamente una operación conjunta.
«Buena jugada —pensó J. P.—. Tenía que mencionar a sir Colin solo para demostrar cuánta influencia política se proponen ejercer estos cabrones si es necesario.»
Los cinco se sentaron y Laing habló por los codos: explicó el trasfondo político, la incertidumbre acerca de si Saddan Hussein se retiraría de Kuwait con rapidez, lentitud, o si no se retiraría en absoluto a menos que le echaran de allí. Pero según el análisis político, Irak primero despojaría a Kuwait de todos sus bienes y luego se quedaría y exigiría concesiones que las Naciones Unidas no estaban dispuestas a aceptar. Cabía esperar que el conflicto se alargase durante meses y meses.
Las autoridades británicas necesitaban saber qué ocurría en el interior de Kuwait, no a través de chismorreos o rumores, ni de los espeluznantes relatos que difundían los medios de comunicación, sino de una información absolutamente fidedigna sobre los ciudadanos británicos que seguían bloqueados allí, sobre las fuerzas de ocupación y, en caso de que finalmente hubiera que recurrir a la fuerza, sobre si una resistencia kuwaití sería útil para inmovilizar un número creciente de tropas de Saddam que, de otro modo, estarían en primera línea.
Martin asentía y escuchaba. Hizo algunas preguntas pertinentes, pero por lo demás permaneció callado. Los dos oficiales superiores miraban por la ventana. Laing terminó su exposición poco después de las doce.
—Eso es todo, comandante. No espero que responda ahora mismo, pero desde luego el tiempo es un factor esencial.
—¿Le importa que cambie unas palabras con nuestro colega en privado? —preguntó J. P.
—Por supuesto que no. Mire, Simon y yo regresaremos a la oficina. Ya tiene usted mi número telefónico. ¿Podría decirme algo esta tarde?
El sargento Sid acompañó a los dos civiles al exterior y los escoltó hasta la calle. Esperó a que cogieran un taxi y entonces subió a su nido de águila bajo las vigas del tejado, detrás del andamio.
J. P. se acercó a un pequeño frigorífico y sacó tres latas de cerveza. Una vez abiertas, los tres hombres bebieron un trago.
—Mire, Mike, usted conoce bien el asunto. Eso es lo que quieren. Si cree que es una locura, aceptaremos su postura sin rechistar.
—Puede estar seguro de ello —dijo Craig—. En el regimiento no tiene usted ninguna mancha negra por haber dado una negativa. Esta idea no es nuestra sino de ellos.
—Pero si decide aceptar —dijo J. P.—, cruzar la puerta, por así decirlo, entonces estará bajo su mando hasta que regrese. Nos veremos implicados, desde luego, pues probablemente no podrán llevar a cabo la operación sin nosotros, pero usted dependerá de ellos. Cuando la misión haya terminado, volverá con nosotros como si hubiera estado de permiso.
Martin sabía cómo funcionaban aquellas cosas. Se lo habían contado otros que habían trabajado para Century House. Sencillamente, dejabas de existir para el regimiento hasta que regresabas. Entonces todos te decían: «Cuánto me alegro de volver a verte», y jamás mencionaban ni te preguntaban dónde habías estado.
—Aceptaré —dijo.
El coronel Craig se levantó. Tenía que volver a Hereford. Le tendió la mano.
—Buena suerte, Mike.
—Por cierto —dijo el brigadier—, está citado para almorzar. Es cerca de aquí, en esta misma calle. Century lo ha organizado.
Entregó a Martin un papel con las señas y se despidió de él. El comandante bajó las escaleras y salió a la calle. El papel ponía que el almuerzo sería en un pequeño restaurante a cuatrocientos metros de distancia, y que su anfitrión era el señor Wafic-al-Khouri.
Aparte del MI-5 y el MI-6, el tercer brazo principal del servicio de Inteligencia británico es la Dirección General de Comunicaciones Gubernamentales, conocido por las siglas GCHQ, un complejo de edificios en un recinto vigilado en las afueras de la sosegada ciudad de Cheltenham, en Gloucestershire.
La GCHQ es la versión británica de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense (NSA), con la que coopera muy estrechamente; se trata de los oyentes cuyas antenas captan furtivamente casi todas las emisiones de radio y conversaciones telefónicas del mundo si se lo proponen.
Gracias a su cooperación con la GCHQ, la NSA posee una serie de estaciones en el interior de Gran Bretaña, además de sus otros puestos de escucha en todo el mundo. Por su parte, el GCHQ tiene sus propias estaciones en ultramar, entre las que destaca una de grandes dimensiones en el territorio bajo soberanía británica de Akrotiri, en Chipre.
Dada su proximidad a la región, la estación de Akrotiri controla el Oriente Medio, pero transmite todas sus grabaciones a Cheltenham para su análisis. Entre los analistas hay una serie de expertos que, aunque árabes de nacimiento, están acreditados en un nivel muy alto. Uno de ellos era el señor Al-Khouri, quien mucho tiempo atrás había sido elegido para instalarse en Gran Bretaña, donde acabó naturalizándose y contrayendo matrimonio con una inglesa.
Aquel afable diplomático ex jordano trabajaba ahora como analista superior en la división para los Países Árabes del GCHQ, donde, aunque hay muchos conocedores ingleses de la lengua árabe, a menudo él podía interpretar un significado oculto detrás del sentido aparente de un discurso dado por un dirigente del mundo árabe. Era él quien, a petición de Century, estaba esperando a Mike Martin en el restaurante.
Tuvieron un agradable almuerzo que duró dos horas, y solo hablaron en árabe. Cuando se despidieron, Martin regresó paseando al edificio del SAS. Tendría que recibir instrucciones durante horas antes de que estuviese preparado para volar a Riad con un pasaporte que, como bien sabía, Century tendría listo con sus correspondientes visados y un nombre falso.
Antes de salir del restaurante, el señor Al-Khouri hizo una llamada desde el teléfono de pared en el tocador de caballeros.
—No hay ningún problema, Steve. Es perfecto. La verdad es que nunca había oído hablar a nadie como él. No es un árabe académico, ¿sabes?, es incluso mejor, desde tu punto de vista. Árabe de la calle, juramentos, jerga… No, ni rastro de acento… Sí, puede pasar perfectamente por árabe… en cualquier calle de Oriente Medio. No, no, en absoluto, amigo mío. Me alegro de poder ayudados.
Media hora más tarde había recogido su coche y estaba en la autopista M4 en dirección a Cheltenham. Antes de entrar en el cuartel general, Mike Martin también hizo una llamada a un número de la calle Gowe. El hombre con quien quería comunicarse respondió porque estaba en su despacho de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, donde trabajaba con unos documentos aprovechando que esa tarde no tenía que impartir clases.
—Hola, chico, soy yo.
El militar no tuvo necesidad de presentarse. Desde que estudiaban juntos en la escuela preparatoria en Bagdad, siempre había llamado «chico» a su hermano menor. Oyó un grito sofocado al otro extremo de la línea.
—¿Martin? ¿Dónde diablos estás?
—En Londres, en una cabina telefónica.
—Te creía en algún lugar del Golfo.
—He vuelto hoy por la mañana. Es probable que me marche esta misma noche.
—Oye, Martin, no vayas. Todo esto es culpa mía… Debería haber mantenido cerrada mi puñetera boca…
La risa profunda de su hermano le llegó al profesor a través de la línea.
—Me tenía intrigado por qué esos maricones se interesaban por mí de repente. Te invitaron a almorzar, ¿no es cierto?
—Sí, estábamos hablando de otra cosa. El tema surgió de repente y… se me escapó. Mira, no tienes obligación de ir. Diles que ha sido un error…
—Es demasiado tarde. De todos modos, ya he aceptado.
—Dios mío… —En su despacho, rodeado de tomos sobre la Mesopotamia medieval, al hermano menor se le llenaron los ojos de lágrimas—. Cuídate, Mike. Rezaré por ti.
Mike permaneció pensativo un momento. Sí, Terry siempre había sido un tanto religioso. Probablemente rezaría.
—Te lo agradezco, chico. Bueno, nos veremos a mi regreso.
Colgó el auricular. A solas en su despacho, el académico de cabello rojizo que adoraba como a un héroe a su hermano militar, apoyó la cabeza en las manos.
Cuando el vuelo de la British Airways de las nueve menos cuarto partió hacia Arabia Saudí, Mike Martin viajaba en él, con un pasaporte perfectamente visado a otro nombre. Poco antes del amanecer, el jefe del puesto de Century le recibiría en la embajada británica en Riad.