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El gran Ram Charger avanzaba a buena velocidad por la principal carretera de Qatar en dirección a Abu Dhabi, en los Emiratos Árabes Unidos. El aire acondicionado mantenía el interior fresco, y el conductor disponía de varios casetes de su música country favorita, los cuales llenaban el interior del vehículo con melodías que le recordaban su hogar.

Más allá de Ruweis se encontraron en el campo abierto, con el mar a su izquierda, solo visible a intervalos entre las dunas, y a su derecha el gran desierto que se extendía a lo largo de centenares de kilómetros de arena y desolación, hacia Dhofar y el océano Índico.

Sentada al lado de su marido, Maybelle Walker contemplaba excitada el desierto pardo y ocre que brillaba tenuemente bajo el sol de mediodía. Su marido, Ray, no apartaba la vista de la carretera. Durante toda su vida se había dedicado a la industria petrolífera, y no era la primera vez que veía un desierto. «Visto uno, vistos todos», gruñía cuando su esposa lanzaba una de sus frecuentes exclamaciones de asombro ante el panorama y los sonidos que eran tan nuevos para ella.

Pero para Maybelle Walker todo era nuevo y, aunque antes de salir de Oklahoma había incluido en el equipaje suficientes medicamentos para abrir una farmacia, su entusiasmo durante la gira de dos semanas por la costa del mar de Omán no decaía en absoluto.

Habían partido del norte de Kuwait en el todoterreno que les había facilitado la empresa, se habían internado en Arabia Saudí por Khafji y Akl Khobar, cruzado la calzada elevada que conectaba con Bahrein y luego retrocedido, atravesado Qatar y entrado en los Emiratos. Cada vez que se detenían en un lugar, Ray Walker efectuaba una «inspección» rutinaria de las oficinas de la delegación de su compañía, lo cual constituía la razón aparente del viaje, mientras ella tomaba como guía a uno de los empleados y exploraba la localidad. Se sentía muy valerosa caminando por las calles estrechas con un solo hombre blanco por escolta, sin darse cuenta de que habría corrido más peligro en cualquiera de cincuenta ciudades estadounidenses que entre los árabes del Golfo.

Todo lo que veía en su primer y, quizá, último viaje fuera de Estados Unidos, la entusiasmaba. Admiraba los palacios y los minaretes, se asombraba ante el torrente de oro puro exhibido en los zocos del oro y experimentaba un temor reverencial ante la marea de rostros oscuros y túnicas multicolores que se arremolinaban alrededor de ella en los barrios viejos.

Había tomado fotografías de todo y de todos, a fin de poder mostrarlas en el Club de Damas cuando regresase a casa, para que supieran dónde había estado y qué había visto. Se había tomado a pecho la advertencia que le hiciera el representante de la compañía en Qatar cuando le dijo que no fotografiara a un árabe del desierto sin su permiso, pues algunos aún creían que al hacerles una foto les extraían una parte de su alma.

Como a menudo se recordaba a sí misma, era una mujer feliz y tenía muchos motivos para sentirse así. Casi al terminar la escuela secundaria se había casado con el joven con quien salía desde hacía dos años. Su marido era un hombre bueno y capaz que trabajaba en una compañía petrolífera y había progresado en la empresa a medida que esta se expandía, hasta acabar siendo uno de los vicepresidentes.

La pareja tenía un bonito hogar en las afueras de Tulsa y una casa para pasar las vacaciones veraniegas en Hatteras, entre el Atlántico y Pamlico Sound, en Carolina del Norte. El suyo era un matrimonio bien avenido que duraba ya treinta años y que había sido recompensado con un hijo encantador. Y ahora esto… una gira de dos semanas a expensas de la compañía por la costa arábiga del mar de Omán, llena de paisajes, sonidos y olores exóticos, de experiencias que parecían de otro mundo.

—Es una buena carretera —observó la mujer mientras coronaban una elevación y la cinta de asfalto rielaba y se estremecía delante de ellos. Si la temperatura dentro del vehículo era de veintiún grados, fuera, en el desierto, se aproximaba a los cincuenta.

—Tiene que serlo —gruñó su marido—. Nosotros la construimos.

—¿La compañía?

—No, mujer, el Tío Sam, coño.

Ray Walker tenía la costumbre de añadir la palabra «coño» cada vez que ofrecía alguna información. Permanecieron unos momentos en agradable silencio mientras la voz melodiosa de Tammy Wynette la instaba a permanecer al lado de su hombre, cosa que ella siempre había hecho y se proponía seguir haciendo una vez se jubilase.

Ray Walker frisaba los sesenta años y estaba a punto de retirarse con una buena pensión y una tentadora opción para la compra de acciones de la empresa. La compañía, agradecida, le había ofrecido un viaje de primera clase por el Golfo, durante dos semanas y con todos los gastos pagados, para que «inspeccionase» sus diversas instalaciones a lo largo de la costa. Aunque él tampoco había estado nunca allí, tenía que admitir que se sentía menos entusiasmado que su esposa, pero le satisfacía que ella lo estuviese pasando tan bien.

Por su parte, anhelaba terminar el recorrido en Abu Dhabi y Dubai, y luego subir a la sección de primera clase de un avión que le conduciría directamente a Estados Unidos vía Londres. Por lo menos podría pedir una lata de cerveza fría sin tener que esconderse en la oficina de la compañía para tomarla. Reflexionó en que el Islam puede estar bien para algunos, pero tras haberse alojado en los mejores hoteles de Kuwait, Arabia Saudí y Qatar, en todos los cuales le dijeron que no tenían ni una gota de alcohol, se preguntaba qué clase de religión era aquella que impedía a un hombre tomarse una cerveza fría en un día caluroso.

Vestía de la manera que consideraba apropiada para un hombre dedicado al negocio petrolífero en el desierto: botas altas, tejanos, cinturón, camisa y sombrero Stetson, nada de lo cual era del todo necesario para un químico que, como él, trabajaba en el control de calidad.

Echó un vistazo al cuentakilómetros. Faltaban 128 kilómetros para llegar al desvío de Abu Dhabi.

—Tengo que bajar y hacer pis, cariño —musitó.

—Bueno, pero ten cuidado —le advirtió Maybelle—. Ahí fuera hay escorpiones.

—Pero no pueden dar saltos de más de medio metro —replicó él, y su propio chiste le hizo desternillarse de risa.

Que te pique en la picha un escorpión saltarín… Esa sí que era una buena historia para contársela a su hijo cuando estuviese de regreso en casa.

—Eres terrible, Ray —replicó Maybelle, y se rió también.

Walker dirigió el Ram Charger hasta el borde de la desierta carretera, apagó el motor y abrió la portezuela. Tuvo la sensación de que acababa de abrir un horno. Bajó del vehículo y se apresuró a cerrar la puerta para impedir que saliese el restante aire fresco.

Maybelle permaneció en el asiento del acompañante mientras su marido se dirigía a la duna más próxima y se bajaba la cremallera del pantalón. Entonces miró a través del parabrisas y musitó:

—Oh, Dios mío, pero qué estampa. —Cogió su Pentax, abrió la portezuela y se apeó—. Oye, Ray, ¿crees que se molestará si le hago una foto?

Ray estaba mirando en la otra dirección, absorto en uno de los mayores placeres que puede encontrar un hombre de edad mediana.

—Ya voy, cariño. ¿Quién es?

El beduino estaba al otro lado de la carretera, a la altura de su marido, y al parecer había salido de entre dos dunas. Un instante antes no había rastro de él, y ahora… allí estaba. Maybelle Walker permaneció junto al guardabarros delantero del todoterreno, cámara en mano, vacilante. Su marido se dio la vuelta y se subió la cremallera. Miró al hombre inmóvil al otro lado de la calzada.

—No sé —dijo a su mujer—. Supongo que no le importará, pero no te acerques demasiado. Probablemente tiene pulgas. Pondré el motor en marcha. Tú saca la foto rápido y, si se pone desagradable, sube enseguida.

Walker se sentó al volante y encendió el motor. El acondicionador de aire se puso en marcha de modo automático, lo que era un alivio.

Maybelle Walker se adelantó varios pasos y levantó la cámara.

—¿Puedo hacerle una foto? —le preguntó al beduino—. Cámara. Foto. Clic clic. Para mi álbum, la enseñaré en casa.

El hombre siguió inmóvil, mirándola fijamente. Su chilaba, en otro tiempo blanca y ahora manchada y cubierta de polvo, le caía desde los hombros hasta la arena del suelo. Llevaba el keffiyeh moteado de blanco y rojo sujeto a la cabeza por medio de un cordón negro doble; uno de los ángulos colgantes estaba metido bajo la sien opuesta, de modo que el paño le cubría la cara desde el puente de la nariz hacia abajo. Por encima de la tela moteada los ojos oscuros observaban detenidamente a la mujer. El keffiyeh dejaba al descubierto parte de la frente y una estrecha franja de piel alrededor de los ojos, quemada por el sol del desierto. Maybelle tenía ya muchas fotos destinadas al álbum que confeccionaría una vez que llegase a casa, pero ninguna de un miembro de una tribu beduina con el inmenso desierto saudí a sus espaldas.

Alzó la cámara. El hombre no se movió. Miró a través del visor, enmarcando la figura en el centro del espacio oblongo, preguntándose si llegaría a tiempo al coche en caso de que el árabe corriera tras ella. Clic.

—Muchísimas gracias —le dijo, pero el hombre siguió allí, quieto e imperturbable.

Ella retrocedió hacia el vehículo, con una ancha sonrisa en el rostro. Recordó el consejo que dio cierta vez el Reader’s Digest a los estadounidenses que han de enfrentarse a alguien que no entiende el inglés: «Sonríe siempre».

—¡Sube al coche, querida! —le gritó su marido.

—No te preocupes, creo que este buen hombre no tiene nada que objetar —dijo ella al tiempo que abría la portezuela.

La cinta del casete se había terminado mientras ella estaba haciendo la foto, y entonces se oyó la radio. Ray Walker tendió la mano e hizo subir bruscamente a su esposa. El coche se puso en marcha con un chirrido de neumáticos.

Tras contemplar cómo se alejaban, el árabe se encogió de hombros y rodeó la duna, detrás de la cual estaba aparcado su Land Rover. Al cabo de unos segundos también él partió en dirección a Abu Dhabi.

—¿A qué viene tanta prisa? —se quejó Maybelle Walker—. No iba a atacarme.

—No se trata de eso, cariño. —Ray Walker estaba taciturno y tenía el aspecto del hombre que domina la situación, capaz de enfrentarse a una emergencia internacional—. Nos vamos a Abu Dhabi y una vez allí tomaremos el primer vuelo a casa. Parece ser que esta mañana Irak ha invadido Kuwait, coño. Pueden presentarse aquí de un momento a otro.

Eran las diez de la mañana, hora del Golfo, del 2 de agosto de 1990.

Doce horas antes el coronel Osman Badri aguardaba, tenso y excitado, junto a la oruga de un carro de combate T-72 estacionado cerca de un pequeño aeródromo llamado Safwan. Aunque entonces no podía saberlo, la guerra de Kuwait había empezado allí y terminaría allí, en Safwan.

Cerca del aeródromo, que tenía pistas de aterrizaje pero ningún edificio, se extendía la carretera principal, que corría hacia el norte y hacia el sur. Hacia el norte, por donde el coronel había viajado tres días antes, estaba el cruce donde los viajeros podían girar hacia el este, en dirección a Basora, o hacia el noroeste, en dirección a Bagdad.

Hacia el sur la carretera conducía directamente hasta el puesto fronterizo de Kuwait, a ocho kilómetros de distancia. El coronel se encontraba mirando hacia el sur, y desde allí podía ver el tenue resplandor de Jahra y después, más al este, al otro lado de la bahía, el brillo de las luces de Kuwait City.

Estaba excitado porque para su país había llegado la hora. Era el momento de castigar a la chusma kuwaití por lo que le había hecho a Irak, por la guerra económica no declarada, por los perjuicios financieros y su altiva arrogancia.

Durante ocho sangrientos años Irak había contenido a las hordas de Persia, impidiéndoles penetrar en el norte del Golfo y poner fin al lujoso estilo de vida de los kuwaitíes. ¿Y ahora su recompensa debía consistir en permanecer sentados y en silencio mientras los kuwaitíes seguían robando su parte de petróleo que ambos países extraían en el campo compartido de Rumailah? ¿Iban a verse ahora en la miseria mientras Kuwait producía más de la cuenta y hacía que el precio del petróleo bajara? ¿Tenían que sucumbir dócilmente mientras los perros de Al Sabah insistían en el reintegro del miserable préstamo de quince mil millones de dólares que hicieran a Irak durante la guerra?

No, el rais tenía razón, como de costumbre. Históricamente, Kuwait era la decimonovena provincia de Irak; siempre lo había sido hasta que los británicos trazaran su condenada línea en la arena, en 1913, creando de ese modo el emirato más rico del inundo. Ahora recuperarían Kuwait, aquella misma noche, y Osman Badri tomaría parte en la operación.

Como ingeniero del Ejército, él no estaría en primera línea, pero iría detrás, muy cerca, con sus unidades de instaladores de puentes, zapadores, bulldozers y excavadoras, para abrir el camino en caso de que los kuwaitíes lo bloquearan. Cierto que la vigilancia aérea no había descubierto ninguna obstrucción, ni terraplenes ni bermas de arena ni trincheras anticarro ni trampas de hormigón. Pero, por si acaso, los ingenieros estarían allí, bajo el mando de Osman Badri, para despejar la carretera a los carros de combate y la infantería mecanizada de la Guardia Republicana.

A pocos metros de donde se encontraba se alzaba la tienda de campaña del mando; dentro de ella, los oficiales superiores estaban inclinados sobre sus mapas, efectuando modificaciones de última hora a su plan de ataque. Las horas y los minutos iban pasando mientras aguardaban la orden final de avance dada por el rais en Bagdad.

El coronel ya se había entrevistado con su general en jefe Ali Musuli, encargado de todo el cuerpo de ingenieros del Ejército iraquí y con el que se sentía profundamente agradecido por haberle recomendado para la «misión especial» en febrero pasado. Badri había podido asegurar a su jefe que sus hombres estaban perfectamente equipados y preparados para iniciar la marcha.

Mientras conversaba con Musuli, otro general había entrado y su jefe efectuó las presentaciones. Se trataba de Abdullah Kadiri, jefe de la división acorazada. Desde lejos había visto entrar en la tienda al general Saadi Tumah Abbas, jefe del cuerpo de élite de la Guardia Republicana. Como miembro leal del partido y adorador de Saddam Hussein, se había sentido perplejo al oír que el general de la división acorazada, Kadiri, mascullaba las palabras «mierda de políticos». ¿Cómo era posible semejante cosa? ¿No era Tumah Abbas íntimo de Saddam Hussein y no había sido recompensado por vencer en la crucial batalla de Fao que supuso la derrota definitiva de los iraníes? El coronel Badri había desechado los rumores de que la batalla de Fao había sido ganada, en realidad, por el general Maher Rashid, ahora desaparecido.

A su alrededor, hombres y oficiales de las divisiones de la Guardia de Tawakkulna y Medina se movían en la oscuridad. Sus pensamientos se remontaron a aquella noche memorable de febrero, cuando el general Musuli le ordenó que abandonara su tarea, consistente en dar los últimos toques a la instalación de Al Qubai, y se presentase en el cuartel general de Bagdad. Supuso que iban a darle un nuevo destino.

—El presidente quiere verte —le había dicho Musuli bruscamente—. Enviará a alguien a buscarte. Trasládate a los aposentos de los oficiales y permanece disponible día y noche.

Badri se mordió el labio. ¿Qué había hecho? ¿Qué había dicho? Nada desleal, pues eso sería imposible. ¿Habría sido objeto de una falsa denuncia? No, el presidente no enviaría a buscar a un hombre así. El malhechor sería sencillamente detenido por los gorilas de la Amn al Amm del brigadier Khatib, quienes se lo llevarían para darle una lección. Al ver la expresión de su rostro, Musuli se echó a reír y sus dientes destellaron bajo el espeso bigote negro que tantos oficiales superiores llevaban para imitar a Saddam Hussein.

—No te preocupes, tiene una tarea para ti; una tarea especial.

Y así era. Aún no habían transcurrido veinticuatro horas cuando Badri fue convocado al vestíbulo del edificio de los oficiales, donde un largo coche negro le estaba esperando con dos hombres de la Amn al Khass, la guardia personal del presidente. Le llevaron directamente al palacio presidencial, donde tendría el encuentro más emocionante y trascendental de su vida.

El palacio estaba entonces situado en el ángulo que formaban las calles Kindi y Catorce de Julio, cerca del puente del mismo nombre, en conmemoración de la fecha en que tuvo lugar el primero de los dos golpes de julio de 1968 que llevaron al poder al partido Baas poniendo fin al dominio de los generales. Condujeron a Badri hasta una sala de espera donde aguardó durante dos horas. Le registraron minuciosamente dos veces antes de llevarle a presencia del presidente.

En cuanto los guardias que le acompañaban se detuvieron, él los imitó, hizo un tembloroso saludo militar y lo mantuvo durante tres segundos antes de quitarse la gorra y colocársela bajo el brazo izquierdo. Entonces permaneció en posición de firmes.

—¿De modo que eres el genio de la mashirovka?

Le habían dicho que no mirase al rais directamente a los ojos, pero cuando él le habló no pudo evitarlo. Saddam Hussein estaba de buen humor. Los ojos del joven oficial brillaban de amor y admiración. No tenía nada que temer. Con tono mesurado, el presidente le dijo al ingeniero lo que quería. El pecho de Badri se hinchó de orgullo y admiración.

Durante cinco meses trabajó contra reloj, acuciado por un plazo imposible, y al finalizar su cometido aún le quedaron unos días libres. Había contado con todas las facilidades que el rais le prometió. Todo el mundo y todo el material estuvieron a su disposición. Si necesitaba más hormigón o acero le bastaba con marcar el número telefónico personal de Kamil y el cuñado del presidente se lo proporcionaba en el acto, recurriendo al Ministerio de Industria. Si precisaba más mano de obra, llegaban centenares de obreros, siempre coreanos o vietnamitas bajo contrato de aprendizaje. Durante aquel verano cortaron, cavaron, vivieron en míseras barracas temporales y luego se los llevaron de allí, sin que Badri supiera a qué lugar.

Aparte de los peones, nadie acudía allí por carretera, pues la única y áspera pista, que finalmente sería arrasada, solo era para los camiones que transportaban acero y otros materiales, y para las hormigoneras. Todos los demás seres humanos, a excepción de los camioneros, eran trasladados por vía aérea, en uno de los helicópteros MIL rusos, y solo cuando llegaban les quitaban la venda de los ojos, vendas que volvían a ser puestas cuando se marchaban. Esta medida se aplicaba a todo iraquí sin distinción alguna, desde el de mayor rango al más humilde.

El mismo Badri había escogido el emplazamiento, tras explorar durante varios días la zona montañosa en helicóptero. Finalmente se decidió por aquel lugar en lo alto de Jebal Hamreen, al norte de Kifri y más hacia las montañas, donde las colinas de la sierra de Hamreen se convierten en montañas sobre las carreteras de Sulaymaniyam.

Había trabajado veinte horas al día, durmiendo precariamente y en cualquier sitio; había intimidado, amenazado, engatusado con halagos y obtenido, mediante sobornos, una producción asombrosa por parte de sus hombres. Finalmente, antes de que finalizara el mes de julio, había cumplido con su objetivo. Todos los rastros de una obra —cada ladrillo y trozo de hormigón, cada pieza de acero que pudiera destellar al sol, cada raspadura y marca en las rocas— habían sido eliminados.

Se levantaron tres aldeas que harían las veces de puestos de vigilancia, con sus habitantes, sus cabras y sus ovejas. Por fin, la única pista fue arrasada y una excavadora retrocedió pesadamente y arrojó los cascotes y guijarros al valle que se extendía debajo. Los tres valles y la montaña violada fueron restaurados y quedaron como eran antes… o casi.

Aquel hombre, Osman Badri, coronel de ingenieros, heredero de la pericia constructora que erigió Nínive y Tiro, alumno del gran Stepanov de Rusia, el maestro de la mashirovka, el arte de disimular algo para que pase inadvertido o parezca otra cosa, había construido para Saddam Hussein la Qa’ala, la Fortaleza. Nadie podía verla y nadie sabía dónde estaba.

Antes de que la cerraran, Badri observó a los demás, los montadores de cañones y los científicos, que construían aquel tremendo cañón cuyo tubo parecía llegar hasta las mismas estrellas. Cuando todo estuvo terminado se marcharon y solo la guarnición permaneció atrás. Vivirían allí, ninguno de ellos se iría por tierra. Los que tuvieran que llegar o partir lo harían en helicóptero, y ninguno de los aparatos aterrizaría, sino que se cernería sobre una pequeña parcela de hierba a cierta distancia de la montaña. Los pocos que llegasen o partieran lo harían siempre con los ojos vendados.

Los pilotos y las tripulaciones estarían encerrados en una sola base aérea sin visitantes ni teléfono. Una vez que se esparcieron las últimas semillas de hierba silvestre y se plantaron los últimos arbustos, la Fortaleza quedó absolutamente aislada.

Aunque Badri no lo sabía, a los obreros que habían llegado en camiones finalmente se los llevaron y los transfirieron a unos autobuses con las ventanas pintadas de negro. Lejos de allí, en una quebrada, los autobuses que transportaban a los tres mil obreros asiáticos se detuvieron y los guardianes echaron a correr. Cuando las detonaciones derrumbaron la ladera de la montaña todos los autobuses quedaron sepultados para siempre. Entonces los guardianes fueron abatidos por otros guardianes que nunca habían visto la Qa’ala.

La ensoñación de Badri fue interrumpida por un griterío procedente de la tienda de mando, y entre la multitud de soldados que aguardaban se difundió velozmente la noticia: había llegado la orden de avanzar.

El ingeniero corrió a su camión y subió al asiento del acompañante mientras el conductor ponía el motor en marcha. Permanecieron a la espera mientras las tripulaciones de los tanques de las dos divisiones de la Guardia Republicana, que serían la vanguardia de la invasión, llenaban el aire con un ruido ensordecedor y los T-72 rusos partían del aeródromo y enfilaban la carretera que conducía a Kuwait.

Más adelante, Badri le contaría a su hermano Abdelkarim, piloto de caza y coronel de la Fuerza Aérea, que la invasión fue como tirar al blanco contra unos patos. El pequeño puesto policial fronterizo fue empujado a un lado y aplastado. Alrededor de las dos de la madrugada la columna había cruzado la frontera y avanzaba hacia el sur. Si los kuwaitíes se engañaron a sí mismos creyendo que aquel ejército, el cuarto ejército regular más grande del mundo, avanzaría hasta la sierra de Multa y haría ruido de sables hasta que Kuwait accediera a las exigencias del rais, no tuvieron suerte. Si los gobiernos de Occidente creyeron que Irak se limitaría a capturar las deseadas islas de Warbah y Bubiyan, obteniendo de ese modo su tan anhelado acceso al Golfo, también tomaron el rábano por las hojas. La orden de Bagdad era terminante: «Conquistadlo todo».

Poco antes del amanecer hubo un enfrentamiento de carros de combate en la pequeña ciudad petrolífera kuwaití de Jahra, al norte de Kuwait City. La única brigada acorazada kuwaití había sido enviada precipitadamente al norte, después de que durante la semana anterior a la invasión hubiese sido mantenida a distancia a fin de no provocar a los iraquíes.

Fue un combate desproporcionado. Los kuwaitíes, considerados unos meros mercaderes y acaparadores de petróleo, lucharon con denuedo. Tuvieron a raya a la flor y nata de la Guardia Republicana durante una hora, permitiendo así que algunos de sus cazas Skyhawk y Mirage, estacionados más al sur, en la base de Ahmadi, levantaran vuelo, pero no tenían ninguna posibilidad de vencer. Los enormes carros T-72 soviéticos aplastaron a los más pequeños T-55 chinos usados por los kuwaitíes. Los defensores perdieron veinte tanques en otros tantos minutos, y finalmente los supervivientes desistieron y se retiraron.

Osman Badri, que observaba desde cierta distancia cómo los mastodontes viraban bruscamente y disparaban entre nubes de polvo y humo mientras una línea rosada teñía el cielo por encima de Irán, no podía saber que un día aquellos mismos T-72 de las divisiones de Medina y Tawakkulna serían destrozados por los Challenger y Abrams de británicos y norteamericanos.

Al amanecer, las primeras unidades decisivas pasaban con estruendo por las afueras de Kuwait City, dividiendo sus fuerzas para cubrir las cuatro carreteras que daban acceso a la ciudad desde el noroeste: la carretera de Abu Dhabi a lo largo de la costa; la carretera de Jahra entre los barrios residenciales de Granada y Andalus, y los cinturones quinto y sexto, más al sur. Tras esa división, las cuatro columnas se dirigieron al centro de Kuwait.

El coronel Badri no era necesario, pues no había zanjas que sus zapadores tuviesen que rellenar ni obstrucciones a las que fuese necesario volar con dinamita ni bolardos de hormigón que tuvieran que ser retirados con bulldozers. Solo en una ocasión el coronel se vio obligado a saltar precipitadamente para salvar la vida.

Camino de Sulaibikhat, muy cerca (aunque él lo ignoraba) del cementerio cristiano, un solitario Skyhawk que parecía salir del sol viró y disparó sus cuatro cohetes aire-tierra contra el tanque que iba delante. El blindado traqueteó, perdió una oruga y empezó a arder. La aterrada tripulación salió por la torreta. Entonces el Skyhawk regresó en busca de los camiones que seguían al tanque, vomitando llamaradas por el morro. Badri vio que el asfalto estallaba delante de él y se arrojó desde la portezuela en el mismo momento en que el conductor gritaba, el vehículo se salía de la carretera, caía en una zanja y volcaba.

Nadie resultó herido, pero Badri estaba furioso. Aquel perro insolente… Finalizó el viaje en otro camión.

Durante toda la jornada hubo fuego artillero esporádico, mientras las dos divisiones, los carros blindados, la artillería y la infantería mecanizada avanzaban a través de la extensa Kuwait City. Un grupo de oficiales kuwaitíes se encerró en el Ministerio de Defensa dispuesto a luchar contra los invasores con unas pocas armas de pequeño calibre que encontraron allí.

Uno de los oficiales iraquíes, de talante razonable, les señaló que si abría el ministerio con el cañón de su tanque serían hombres muertos. Mientras algunos resistentes kuwaitíes discutían con él antes de rendirse, los demás se cambiaron los uniformes por otras ropas y salieron sigilosamente por la parte trasera. Uno de ellos sería más adelante el dirigente de la resistencia kuwaití.

La principal oposición tuvo lugar en la residencia del emir Al Sabah, aun cuando este y su familia habían huido bastante antes hacia el sur, buscando refugio en Arabia Saudí. El conato de oposición fue aplastado.

Cuando se ponía el sol, el coronel Osman Badri estaba de espaldas al mar en la parte más septentrional de Kuwait City, en la calle del Golfo Árabe, contemplando la fachada de aquella residencia, el palacio Dasman. Unos pocos soldados iraquíes ya estaban dentro del edificio y de vez en cuando uno de ellos salía cargado con algún objeto de valor incalculable arrancado de las paredes, evitando pisar los cadáveres amontonados en las escaleras y el césped para depositar el botín en un camión.

Badri se sintió tentado de participar en el saqueo, para llevar un buen regalo a su anciano padre que vivía en Qadisiyah, pero algo le retuvo. Sin duda se trataba de la herencia de aquella condenada escuela inglesa a la que había asistido en Bagdad, hacía ya tantos años, debido a la amistad de su padre con el inglés Martin y su admiración por todo lo británico.

«Saquear es robar, muchachos, y robar está mal. La Biblia y el Corán lo prohíben, así que no lo hagáis.»

A pesar del tiempo transcurrido, todavía recordaba al señor Hartley, el director de la Escuela Preparatoria Adisiya (Fundación), bajo la supervisión del British Council, enseñando a sus alumnos, ingleses e iraquíes, sentados juntos en el aula.

¿Cuántas veces había razonado con su padre desde que se afiliara al partido Baas, diciéndole que los ingleses siempre habían sido unos agresores imperialistas que tuvieron a los árabes encadenados durante siglos para obtener beneficios?

Y su padre, ahora setentón y mucho más viejo, porque Osmán y su hermano eran el fruto de su segundo matrimonio, siempre sonreía a su razonamiento y le decía:

—Puede que sean extranjeros e infieles, pero son corteses y tienen valores morales. ¿Y qué valores morales tiene tu señor Saddam Hussein, eh, quieres decírmelo?

A Osman le resultó imposible convencer al viejo de lo importante que el partido era para Irak y cómo su dirigente llevaría el país a la gloria y el triunfo. Finalmente puso fin a esa clase de conversaciones, para evitar que su padre dijera algo inconveniente sobre el rais que fuese oído por algún vecino y les causara problemas. Ese era el único aspecto en que no estaba de acuerdo con su padre, al que por otra parte quería mucho.

Así pues, debido a un director de escuela que había tenido un cuarto de siglo antes, no participó en el saqueo del palacio de Dasman, aun cuando eso figuraba en la tradición de todos sus antepasados y los ingleses eran unos necios.

Por lo menos los años que había pasado en la Escuela Preparatoria Adisiya le sirvieron para dominar con fluidez la lengua inglesa, lo cual resultó de mucha utilidad, ya que era el idioma en que mejor podía comunicarse con el coronel Stepanov, quien durante mucho tiempo fue el oficial superior de ingenieros en el grupo de asesores millares soviéticos antes de que la guerra fría llegara a su fin y el ruso regresara a Moscú.

Osman Badri tenía treinta y cinco años y 1990 se estaba revelando como el año más importante de su vida. Como más adelante le diría a su hermano:

—Me quedé allí de pie, de espaldas al Golfo y ante el palacio Dasman, y pensé: «Lo hemos hecho, por el Profeta. Por fin hemos tomado Kuwait, y en un solo día.» Y así terminó todo.

En eso se equivocaba. Aquello no era más que el principio.

Mientras Ray Walker, según sus propias palabras, «perdía el culo» corriendo por el aeropuerto de Abu Dhabi y aporreaba el mostrador de ventas para insistir en el derecho constitucional de todo estadounidense a obtener de inmediato un pasaje aéreo, varios de sus compatriotas estaban llegando al final de una noche pasada en blanco.

A siete husos horarios de distancia, en Washington, el Consejo de Seguridad Nacional había estado trabajando toda la noche. Años atrás solían reunirse personalmente en el Situation Room, la sala de reuniones para situaciones de crisis ubicada en los sótanos de la Casa Blanca. Ahora, gracias a la nueva tecnología, podían conferenciar desde el lugar en que se encontraran gracias a un seguro enlace visual.

La tarde anterior, todavía 1 de agosto en Washington, los primeros informes indicaron que se habían producido algunos disparos a lo largo de la frontera septentrional de Kuwait. No era nada inesperado. Desde hacía varios días los pases de los grandes satélites KH-11 sobre el norte del Golfo habían revelado una concentración de fuerzas iraquíes, informándole a Washington más de lo que el embajador norteamericano en Kuwait sabía realmente. El problema consistía en conocer las verdaderas intenciones de Saddam Hussein: ¿amenazar o invadir?

El día anterior se habían enviado frenéticas solicitudes al cuartel general de la CIA en Langley, pero la agencia no había sido de ninguna ayuda y había rechazado los análisis de la «posible» situación basándose en las imágenes recogidas por el Departamento Nacional de Reconocimiento y el sentido común político de la división de Oriente Medio del Departamento de Estado.

—Cualquier bisoño puede hacer eso —gruñó Brent Scowcroft, presidente del Consejo de Seguridad Nacional—. ¿No tenemos a nadie dentro del régimen iraquí?

Le respondieron con una apesadumbrada negativa. Durante meses, ese sería un problema recurrente.

La solución del enigma llegaría antes de las diez de la noche, cuando el presidente George Bush se retiró a su dormitorio y no recibió más llamadas de Scowcroft. Había amanecido en el Golfo y los tanques iraquíes estaban más allá de Jahra y penetraban en los barrios residenciales al noroeste de Kuwait City.

Los participantes recordarían más adelante que fue una noche de tremenda agitación. Eran ocho en el enlace visual: representantes del Consejo de Seguridad Nacional, el Tesoro Público, el Departamento de Estado, la CIA, la junta de jefes de Estado Mayor y el Departamento de Defensa. Las órdenes se sucedían velozmente y del mismo modo eran cumplidas. Una serie similar procedía de una apresurada reunión del comité COBRA (Oficina Anexa de Información del Gabinete) en Londres, donde la diferencia horaria con Washington era de cinco horas, pero solo de dos con el Golfo.

Todos los bienes financieros iraquíes situados en el extranjero fueron congelados por ambos gobiernos, como también lo fueron (con la anuencia de los embajadores kuwaitíes en ambas ciudades) todos los bienes de Kuwait, de modo que ningún gobierno títere que trabajara para Bagdad pudiera poner las manos en los fondos. Estas decisiones congelaron miles y miles de millones de petrodólares.

El presidente Bush fue despertado a las cinco menos cuarto de la mañana del 2 de agosto para que firmara los documentos. En Londres, la señora Margaret Thatcher, en pie desde hacía ya largo rato y armando gran alboroto, había hecho lo mismo antes de abordar su avión con destino a Estados Unidos.

Otro paso esencial fue el de convocar apresuradamente al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en Nueva York para que condenara la invasión y exigiese la retirada inmediata de Irak. Esto se logró con la resolución 660, firmada a las cuatro y media de aquella misma mañana.

Poco antes de que amaneciese finalizó la conferencia por enlace visual, y los participantes tuvieron dos horas para ir a sus casas, lavarse, cambiarse, afeitarse y estar de regreso a la Casa Blanca a las ocho de la mañana a fin de asistir a la reunión plenaria del Consejo Nacional de Seguridad, presidido por Bush en persona.

Los recién llegados a la reunión eran Richard Cheney, de Defensa; Nicholas Brady, del Tesoro Público, y el fiscal general, Richard Thornburgh. Bob Kimmitt seguía representando al Departamento de Estado porque el secretario James Baker y el vicesecretario Lawrence Eagleburger estaban fuera de la ciudad.

El presidente de la junta de jefes de Estado Mayor, Colin Powell, había regresado de Florida, acompañado por el general que estaba al frente del Mando Central, un hombretón del que más adelante se hablaría mucho. Cuando los generales entraron, Norman Schwarzkopf iba al lado del general Powell.

George Bush abandonó la reunión a las nueve y cuarto de la mañana, cuando Ray y Maybelle Walker sobrevolaban aliviados los cielos de Arabia, en dirección al noroeste, hacia su hogar y la seguridad. El presidente subió a un helicóptero que aguardaba en el césped sur de la Casa Blanca y voló rumbo a la base de la Fuerza Aérea en Andrews, donde abordó el avión presidencial y partió hacia Aspen, Colorado. Allí tenía que pronunciar un discurso sobre las necesidades de la defensa estadounidense. Resultó un tema de lo más oportuno, pero la jornada sería mucho más ajetreada de lo previsto.

En pleno vuelo recibió una larga llamada del rey Hussein de Jordania, monarca del más pequeño y eclipsado de los países vecinos de Irak. El rey hachemita estaba en El Cairo, conferenciando con el presidente egipcio Hosni Mubarak.

El rey Hussein deseaba desesperadamente que Estados Unidos diera a los estados árabes unos pocos días para tratar de solucionar las cosas sin necesidad de una guerra. Hussein propuso una conferencia entre cuatro estados, con la asistencia del presidente Hosni Mubarak, Saddam Hussein y, actuando como presidente de la conferencia, el rey Fahd de Arabia Saudí. Confiaba en que esa conferencia conseguiría persuadir al dictador iraquí de que se retirara pacíficamente de Kuwait. Pero el rey Hussein necesitaba tres, quizá cuatro días y ninguna condena pública de Irak por parte de las naciones participantes en la conferencia.

El presidente Bush accedió a su petición y delegó el asunto en el monarca hachemita. El desdichado George todavía no se había reunido con la señora procedente de Londres que le estaba esperando en Aspen. Se encontraron aquella noche.

La Dama de Hierro tuvo la impresión de que su buen amigo estaba a punto de titubear una vez más. Antes de que transcurrieran dos horas le había convencido de que era necesaria una respuesta drástica.

—No se puede permitir de ninguna manera que se salga con la suya, George.

Enfrentado a aquellos ojos azules relampagueantes y el tono afilado que parecía cortar el zumbido del acondicionador de aire, George Bush admitió que esa no era, en modo alguno, la intención de Estados Unidos. Más tarde sus íntimos tuvieron la impresión de que le preocupaba menos Saddam Hussein con su artillería y sus tanques que aquel bolso intimidante.

El 3 de agosto, las autoridades estadounidenses sostuvieron una discreta conversación con las egipcias. Recordaron al presidente Mubarak hasta qué punto sus fuerzas armadas dependían del armamento norteamericano, lo mucho que debía Egipto al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional y cuánta ayuda norteamericana recibía. El 4 de agosto, el gobierno egipcio hizo una declaración pública en la que condenaba tajantemente la invasión de Saddam Hussein.

El rey de Jordania se sintió consternado, pero no sorprendido, cuando el déspota iraquí se negó en redondo a asistir a la conferencia de Jeddah y sentarse al lado de Hosni Mubarak bajo la presidencia del rey Fahd.

Para el monarca de Arabia Saudí se trataba de un desaire brutal perpetrado contra una cultura que se precia de una cortesía exquisita. El rey Fahd, que tras su apariencia de hombre indulgente ocultaba una astuta mentalidad política, no estaba complacido.

Ese fue uno de los factores que dieron al traste con la conferencia de Jeddah. El otro fue el hecho de que habían mostrado al monarca saudí fotografías tomadas desde el espacio que revelaban que el ejército iraquí, lejos de detenerse en su avance, seguía en orden de batalla completo y avanzando hacia el sur, en dirección a la frontera saudí en el límite meridional de Kuwait.

¿Se atreverían realmente a seguir desplegándose e invadir Arabia Saudí? La aritmética así lo hacía temer. Arabia Saudí tiene las mayores reservas petrolíferas del mundo. En segundo lugar está Kuwait, con unas reservas para más de cien años en los niveles actuales de producción. El tercer país es Irak. Al invadir Kuwait, Saddam Hussein había invertido el equilibrio. Además, el noventa por ciento de los pozos de petróleo y las reservas saudíes están localizados en el ángulo nordeste del reino, alrededor de Dharan, Al-Khobar, Dammam y Jubail, tierra adentro desde esos puertos. El triángulo se encontraba directamente en el camino de las divisiones de guardias republicanos que avanzaban, y las fotografías demostraban que seguían entrando más divisiones en Kuwait.

Afortunadamente, el rey Fahd nunca descubrió que las fotos habían sido manipuladas. Las divisiones cercanas a la frontera se estaban atrincherando, pero los bulldozers habían sido borrados para dar la impresión de que en realidad las tropas avanzaban.

El 6 de agosto, el reino de Arabia Saudí pidió formalmente a las fuerzas armadas de Estados Unidos que entraran en el país para defenderlo.

Las primeras escuadrillas de cazabombarderos salieron hacia Oriente Medio el mismo día. Había comenzado la operación Escudo del Desierto.

El brigadier Hassan Rahmani saltó de su coche oficial y subió corriendo las escaleras del hotel Hilton, que había sido requisado rápidamente para utilizarlo como cuartel general de las fuerzas de seguridad iraquíes en el Kuwait ocupado. Al cruzar las puertas de vidrio y entrar en el vestíbulo, aquella mañana del 4 de agosto, pensó en lo divertido que era que el Hilton estuviese al lado mismo de la embajada estadounidense, ambos sobre la playa con encantadoras vistas de las brillantes aguas azules del Golfo.

Ese panorama era todo lo que el personal de la embajada obtendría durante cierto tiempo. Por sugerencia del brigadier, el edificio había sido rodeado inmediatamente por guardias republicanos y esas fuertes medidas de seguridad seguirían en vigor. No podía impedir que los diplomáticos extranjeros transmitieran mensajes a sus gobiernos desde el interior de su territorio soberano, y sabía que no tenía a su alcance los superordenadores necesarios para descifrar los complicados códigos que utilizarían británicos y estadounidenses. Pero, como jefe del servicio de contraespionaje de la Mukhabarat, podía asegurarse de que dispusieran de muy poca información de interés que enviar a sus países, limitando sus observaciones a lo que veían desde las ventanas de las embajadas.

Por supuesto, existía la posibilidad de que obtuvieran información por vía telefónica, proporcionada por compatriotas que todavía andaban a sus anchas por Kuwait. Otra prioridad máxima era asegurar que todas las líneas telefónicas con el exterior fuesen cortadas o interceptadas. Esto último sería lo mejor, pero la mayoría de sus mejores hombres estaban muy ocupados realizando esa misma tarea en Bagdad.

Entró en la suite que había sido destinada al equipo de contraespionaje, se quitó su chaqueta militar, la arrojó al sudoroso ayudante que había traído sus dos maletas repletas de documentos y se acercó a la ventana para mirar la piscina del Hilton Marina. Pensó que no estaría mal darse un chapuzón más tarde, pero entonces vio que dos soldados estaban llenando sus cantimploras con el agua de la piscina y que otros dos orinaban en ella. Suspiró.

Rahmani era un hombre de treinta y siete años, apuesto, pulcro, bien afeitado, y su rostro no lucía el consabido bigote a lo Saddam Hussein. Sabía que había llegado adonde estaba porque era un buen profesional y no debido a alguna influencia política, por pequeña que fuese. Era un tecnócrata en un mundo de cretinos ascendidos políticamente.

Sus amigos extranjeros solían preguntarle por qué servía a semejante régimen. Normalmente lo hacían después de que él los emborrachara en el bar del hotel Rashid o un lugar más privado. Sus superiores le permitían que se mezclara con los extranjeros porque eso formaba parte de su trabajo, pero él siempre permanecía totalmente sobrio. No tenía ninguna objeción contra el alcohol por motivos religiosos, y pedía un gin tonic, pero el barman sabía que solo debía servirle tónica.

Así pues, cuando le hacían esa pregunta se limitaba a sonreír y responder que era iraquí y estaba orgulloso de serlo. ¿A qué gobierno pretendían que sirviese?

En su fuero interno sabía perfectamente por qué colaboraba con un régimen del que despreciaba a la mayoría de sus lumbreras. Si era capaz de sentir alguna emoción, cosa que a menudo negaba, se trataba de un verdadero afecto por su país y su pueblo, la gente común y corriente a la que el partido Baas había dejado de representar hacía mucho tiempo.

Pero la razón principal era su deseo de prosperar en la vida. Para un iraquí de su generación las opciones eran escasas. Podía oponerse al régimen y abandonarlo, sobrevivir en el extranjero esquivando a los pistoleros de su país y manteniéndose precariamente con traducciones del árabe al inglés y viceversa, o quedarse en Irak.

Si se quedaba, tenía tres opciones: oponerse al régimen de nuevo y acabar en una de las cámaras de tortura de aquel animal, Omar Khatib, un ser con el que compartía un mutuo sentimiento de odio personal; intentar sobrevivir como hombre de negocios independiente en una economía sistemáticamente arruinada, o seguir sonriendo a los idiotas y ascender dentro de sus filas gracias a su habilidad y talento.

En esto último no veía nada de malo. Era como un jugador de ajedrez, al igual que Reinhard Gehlen, que sirvió primero a Hitler, luego a los estadounidenses y finalmente a los alemanes occidentales, o que Marcus Wolf, quien trabajó para los comunistas de la Alemania Oriental sin creer una sola palabra de lo que decían. Vivía para el juego y le atraían los intrincados movimientos del espionaje y el contraespionaje. Irak era su tablero de ajedrez. Sabía que otros profesionales de todo el mundo lo comprenderían perfectamente.

Hassan Rahmani se apartó de la ventana, se sentó en el sillón detrás de la mesa y empezó a tomar notas. La tarea sería ingente si, como cabía suponer, Kuwait se convertía algún día en la decimonovena colonia de Irak.

Su primer problema residía en que ignoraba el tiempo que Saddam Hussein pretendía quedarse en Kuwait. Dudaba de que el propio presidente lo supiera. Si Irak iba a retirarse, no tenía ningún sentido organizar una formidable operación de contraespionaje, cerrando herméticamente, hasta donde le fuera posible, todas las filtraciones y grietas peligrosas para la seguridad.

En su fuero interno, creía que Saddam podría salirse con la suya, pero sería necesario hacer fintas inteligentes, llevar a cabo los movimientos acertados, decir las cosas apropiadas. La primera estratagema debía consistir en asistir al día siguiente a la conferencia de Jeddah, halagar todo lo necesario al rey Fahd, y afirmar que Irak no deseaba más que un tratado justo sobre el petróleo, el acceso al Golfo y el préstamo pendiente de pago, luego de lo cual regresaría a Bagdad. De esa manera, dejando todo el asunto en manos árabes y manteniendo a toda costa a estadounidenses y británicos al margen, Saddam podría confiar en la tendencia árabe a seguir hablando hasta que el infierno se congele.

En cuanto a Occidente, que no podía mantener su atención concentrada en un punto más de unas pocas semanas, se hartaría y dejaría el asunto en manos de los cuatro dirigentes árabes, dos reyes y dos presidentes, y mientras el petróleo siguiera fluyendo para crear la niebla contaminante que les estaba ahogando, los anglosajones se darían por satisfechos. A menos que Kuwait recibiera un trato brutal, los medios de comunicación dejarían de lado el tema. El régimen de Al Sabah, exiliado en algún lugar de Arabia Saudí, sería olvidado, los kuwaitíes seguirían viviendo bajo un nuevo gobierno y la conferencia para tratar de la retirada de Kuwait podría alargarse durante una década, hasta que la invasión hubiese dejado de importar.

Podía hacerse, pero necesitaría el toque apropiado, el toque de Hitler… «Tan solo pretendo una satisfacción pacífica de mis justas exigencias, esta es, absolutamente, mi última ambición territorial.» El rey Fahd se lo tragaría. Al fin y al cabo, nadie sentía el menor afecto hacia los kuwaitíes, y no digamos los indolentes cortesanos de Al Sabah. El rey Fahd y el rey Hussein los abandonarían, de la misma manera que Chamberlain había abandonado a los checos en 1938.

El verdadero problema consistía en que Saddam era listo cómo el diablo, pues de lo contrario ya no estaría vivo; pero desde los puntos de vista estratégico y diplomático se trataba de un bufón. Rahmani razonó que de alguna manera el rais se equivocaría; retirarse o seguir avanzando hasta apoderarse de los pozos de petróleo saudíes y presentar a Occidente un hecho consumado no serviría más que para destruir el petróleo y la prosperidad derivada de este durante una generación.

Occidente significaba Estados Unidos, con los británicos a su lado, y todos ellos eran anglosajones, a los que él conocía bien. Cinco años en la Escuela Preparatoria Adisiya del Hartley no solo habían hecho que hablase un inglés perfecto, sino que le permitían comprender a los británicos y precaverse contra ese hábito tan anglosajón de darte un puñetazo en la mandíbula sin advertencia previa.

Se frotó el mentón, donde en el pasado recibiera uno de tales golpes, y se echó a reír. Su ayudante, al otro lado de la habitación, se sobresaltó. Aquel condenado Mike Martin… ¿Dónde estaría ahora?

Hassan Rahmani, inteligente, culto, cosmopolita, educado y refinado, un vástago de la clase alta que servía a un régimen de matones, se aplicó a su tarea. Una tarea descomunal. Del millón ochocientas mil personas que componían la población de Kuwait aquel mes de agosto, solo seiscientas mil eran kuwaitíes. A ellos había que sumar otros tantos palestinos, parte de los cuales se mantendrían leales a Kuwait, mientras que otros se pondrían del lado de Irak porque la OLP lo había hecho, en tanto que la mayoría adoptaría una actitud discreta y procuraría sobrevivir. Había trescientos mil egipcios; entre ellos, algunos sin duda trabajarían para El Cairo, lo que en las presentes circunstancias equivalía a hacerlo para Washington o Londres. El resto de la población foránea estaba compuesto por doscientos cincuenta mil indios, bangladeshes y filipinos, en su mayoría obreros o personal doméstico… Como iraquí, Rashmani creía que los kuwaitíes eran incapaces de rascarse una picadura de pulga en el trasero sin llamar a un criado extranjero para que lo hiciera.

Finalmente había cincuenta mil ciudadanos del Primer Mundo: británicos, norteamericanos, franceses, alemanes, españoles, suecos, daneses y de otras nacionalidades. Y el cometido de Rashmani consistía en eliminar el espionaje extranjero… Suspiró pensando en los días en que los mensajes significaban mensajeros o teléfonos. Como jefe del servicio de contraespionaje podía cerrar herméticamente las fronteras y cortar las líneas telefónicas. Ahora cualquier idiota con un satélite a su disposición estaba en condiciones de marcar unos números en un teléfono celular o activar el modem conectado al ordenador y hablar con California. Era difícil interceptar o localizar la fuente, excepto con el mejor equipo, que no estaba a su alcance.

No tenía ningún sentido intentar lo imposible, aunque se vería obligado a fingir que lo había hecho, y con éxito. El objetivo principal sería la prevención del sabotaje activo, los atentados mortales contra iraquíes y la destrucción de su equipo; en suma, evitar la formación de un auténtico movimiento de resistencia. También debería evitar que esta resistencia recibiera ayuda desde el exterior, ya fuera en forma de personal, conocimientos técnicos o equipo.

En el desempeño de su cometido tendría que habérselas con sus rivales de la AMAN, la policía secreta, que estaban instalados dos pisos más abajo del suyo. Aquella mañana se había enterado de que Khatib había nombrado al matón Sabaawi, un palurdo tan brutal como Khatib, al frente de la AMAN en Kuwait. Si los resistentes kuwaitíes caían en sus manos, aprenderían a gritar con tanta fuerza como los disidentes en Irak. Así pues, él, Rahmani, se limitaría a ocuparse de los extranjeros. Cumpliría estrictamente sus órdenes.

Aquella mañana, poco antes del mediodía, el doctor Terry Martin dio fin a su clase en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos, una facultad de la Universidad de Londres, frente a la calle Gowen, y se retiró a la sala de profesores. Nada más entrar se encontró con Mabel, la secretaria que compartía con otros dos profesores de estudios árabes.

—Ah, doctor Martin, hay un mensaje para usted. —Apoyó su maletín en una rodilla cubierta por la falda de tweed, rebuscó en su interior y sacó una hoja de papel—. Le ha llamado este caballero. Ha dicho que tenga la amabilidad de comunicarse con él y que es muy urgente.

El profesor dejó las notas de que se servía para sus lecciones sobre el califato abásida y utilizó un teléfono de pago que colgaba de la pared. Le respondieron al segundo timbrazo. Una clara voz femenina se limitó a repetir el número del teléfono. No dijo el nombre de ninguna empresa, solo el número.

—¿Está el señor Stephen Laing? —preguntó Martin.

—¿Puedo preguntarle quién es usted?

—Eeeh… el doctor Martin. Terry Martin. Él me ha llamado.

—Ah, sí, doctor Martin. Aguarde un momento, por favor.

Martin frunció el entrecejo. La mujer estaba enterada de la llamada y conocía su nombre. En cuanto a él, no tenía la menor idea de quién podía ser aquel Stephen Laing. Un hombre se puso al aparato.

—Aquí Stephen Laing. Oiga, es estupendo que haya respondido a mi llamada con tanta rapidez. Sé que esto es extremadamente precipitado, pero usted y yo coincidimos hace algún tiempo en el Instituto de Estudios Estratégicos. En esa ocasión nos leyó usted un brillante informe sobre la maquinaria iraquí para la obtención de armamento. Dígame, ¿tiene algún plan para almorzar?

Quienquiera que fuese aquel Laing, había adoptado esa manera de manifestar el propio carácter, a la vez tímido y persuasivo, a la que resulta tan difícil responder con una negativa.

—¿Hoy? ¿Ahora?

—A menos que tenga usted algún compromiso. ¿Qué pensaba hacer?

—Iba a tomar unos bocadillos en la cantina —respondió Martin.

—¿Me permite que le invite a un buen lenguado a la meunière en Scott’s? Ya lo conoce. Está en la calle Mount.

Martin lo conocía. Era uno de los mejores y más caros restaurantes londinenses especializados en pescado, y estaba a veinte minutos en taxi de donde él se hallaba. Eran las doce y media… le encantaba el pescado… y Scott’s no estaba al alcance de su salario académico. ¿Sabría Laing por casualidad esas cosas?

—Dígame, ¿pertenece usted al ISS? —le preguntó.

—Se lo explicaré mientras almorzamos, doctor. Digamos a la una. Le estaré esperando. —La comunicación se interrumpió.

Cuando Martin entró en el restaurante el maître se adelantó para saludarle personalmente.

—¿Doctor Martin? El señor Laing lo espera en su mesa. Sígame, por favor.

La mesa estaba situada en un rincón muy discreto, de modo que permitía hablar sin temor a que nadie se enterase de nada. Laing se levantó para saludarle, y Martin tuvo entonces la seguridad de que jamás le había visto antes. Era un hombre delgado, huesudo, de cabello ralo y gris, y vestía un traje oscuro y una sobria corbata. Ofreció una silla a su invitado y, enarcando una ceja, señaló una botella de Meursault frío dentro de un cubo de hielo. Martin asintió.

—Usted no pertenece al Instituto, ¿no es cierto, señor Laing?

Laing no se mostró en absoluto desconcertado. Observó cómo vertía el camarero el vino fresco y, tras darles una carta a cada uno, se marchaba. Alzó su copa para brindar.

—En realidad trabajo para Century House. ¿Le incomoda, quizá?

El servicio secreto de Inteligencia británico tiene su sede en Century House, un edificio bastante destartalado al sur del Támesis, entre el Elephant and Castle y Old Kent Road. No es un edificio nuevo y, desde luego, no parece a la altura de la actividad que se desarrolla en él. Su interior es tan laberíntico que los visitantes no necesitan pases de seguridad, pues al cabo de unos segundos se pierden y acaban pidiendo a gritos misericordia.

—No, en absoluto. Solo me interesa —replicó Martin.

—La verdad es que somos nosotros los interesados. Soy un gran admirador de usted. Procuro mantenerme al día, pero no dispongo de tanta información.

—Me resulta difícil creer eso —dijo Martin, aunque se sentía halagado. A un académico le satisface que alguien le exprese su admiración.

—Es del todo cierto —insistió Laing—. ¿Lenguado para dos? Excelente. Creo que he leído todos los informes que ha escrito para el Instituto, los Servicios Unidos y Chatham. Aparte, claro está, de esos dos artículos publicados en Survival.

Durante los últimos cinco años, y a pesar de su juventud pues solo tenía treinta y cinco, el doctor Martin había estado cada vez más solicitado para presentar informes eruditos en organismos como el Instituto de Estudios Estratégicos, el Instituto de Servicios Unidos y ese otro centro dedicado al estudio intensivo de los asuntos exteriores, Chatham House. Survival es la revista del ISS, y veinticinco ejemplares de cada número son enviados automáticamente al Ministerio de Asuntos Exteriores británico, ubicado en la calle King Charles. Cinco de esos ejemplares son filtrados a Century House.

El interés de Terry Martin por esas instituciones no tenía nada que ver con el hecho de que fuese una autoridad reconocida en historia de la Mesopotamia medieval, sino que se debía a su segunda afición. Era, en efecto, un interés puramente personal el que años atrás le había hecho dedicarse al estudio de las fuerzas armadas en Oriente Medio, asistir a exhibiciones de defensa, cultivar amistades entre fabricantes y sus clientes árabes, con quienes había establecido muchos contactos debido a su dominio de la lengua árabe. Al cabo de diez años era una enciclopedia ambulante en el tema de su afición, y los profesionales de alta categoría lo escuchaban con el mismo respeto con que consideran al novelista estadounidense Tom Clancy un experto mundial en equipos de defensa de la OTAN y del antiguo Pacto de Varsovia.

Llegaron los dos lenguados a la meunière y los dos hombres comenzaron a dar cuenta de ellos visiblemente complacidos.

Un par de meses antes, Laing, por entonces director de operaciones de la división para Oriente Medio en Century House, pidió un informe detallado de Terry Martin al personal de investigación, y cuando se lo facilitaron quedó impresionado por lo que leyó.

Nacido en Bagdad, criado en Irak y luego escolarizado en Inglaterra, Martin salió de Hailybury con tres Niveles Avanzados, todos ellos con mención honorífica, en lengua inglesa, lengua francesa e historia. En Hailybury fue considerado un alumno brillantísimo y merecedor de una beca para estudiar en Oxford o Cambridge.

Pero el muchacho, que ya hablaba el árabe con fluidez, quería proseguir los estudios árabes, por lo que solicitó plaza como graduado en la SOAS de Londres, y se presentó a la entrevista de candidatos efectuada en la primavera de 1973. Fue aceptado de inmediato e ingresó en la escuela en el otoño de aquel mismo año para estudiar historia de Oriente Medio.

En tres años obtuvo un diploma de primera clase y luego dedicó otros tres años a preparar el doctorado. Se especializó en el Irak de los siglos VIII al XV, con especial referencia al califato abásida desde el 750 al 1258. Obtuvo el doctorado en 1979 y luego se tomó un año sabático. En 1980 se encontraba en Irak cuando este país invadió Irán desencadenando la guerra de ocho años; esta experiencia despertó su interés por las fuerzas militares en Oriente Medio.

A su regreso, y con solo veintiséis años de edad, le ofrecieron un puesto de profesor adjunto, todo un honor en la SOAS, que es una de las mejores y, por lo tanto, más exigentes escuelas de estudios árabes del mundo. Como reconocimiento a la excelencia de sus investigaciones fue promovido a profesor titular, cargo que ocupó cuando contaba treinta y cuatro años de edad. Era evidente que hacia los cuarenta sería catedrático de historia de Oriente Medio.

Tal era el currículum que había leído Laing. Lo que más le interesaba era el segundo aspecto, es decir, los conocimientos que poseía sobre los arsenales de Oriente Medio. Durante años había sido un tema periférico, empequeñecido por la guerra fría, pero ahora…

—Se trata de ese asunto de Kuwait —dijo Laing por fin.

Retiradas las sobras del pescado, ambos hombres habían rechazado el postre. El Meursault era un vino que entraba muy bien y Laing se había encargado de que Martin bebiera la mayor parte de la botella. De pronto aparecieron, como salidas de la nada, dos copas de oporto añejo.

—Como puede usted imaginar, en los últimos días se ha dicho una infinidad de tonterías.

Laing acababa de exponer la realidad con demasiada modestia. Lo cierto era que la Dama había regresado de Colorado en un estado de ánimo que los mandarines denominaban «de Boadicea», en alusión a aquella antigua reina británica que cortaba las piernas de los romanos por las rodillas con las espadas que sobresalían de las ruedas de su carro si aquellos se interponían en su camino. Se decía que el ministro de Asuntos Exteriores, Douglas Hurd, estaba pensando en ponerse un yelmo de acero, y las peticiones de iluminación instantánea habían llovido sobre los agentes secretos de Century House.

—La cuestión es que nos gustaría introducir a alguien en Kuwait para descubrir exactamente qué está ocurriendo.

—¿Bajo la ocupación iraquí? —preguntó Martin.

—Me temo que sí, puesto que los iraquíes parecen dominar la situación.

—¿Por qué han pensado en mí?

—Permítame que le sea franco —dijo Laing, que pretendía ser cualquier cosa menos eso—. Tenemos verdadera necesidad de saber lo que ocurre dentro. Cuántos efectivos constituyen el ejército de ocupación iraquí, su nivel de pericia, su equipamiento. Pero también cómo están reaccionando nuestros propios compatriotas, si corren peligro, si es posible, siendo absolutamente realistas, evacuarlos de allí con seguridad. Necesitamos un hombre que sea un experto y esté sobre el terreno. Esta información es vital. Bueno… alguien que hable árabe como un árabe, un kuwaití o un iraquí. Usted se ha pasado la vida entre gente que habla árabe, al menos mucho más que yo…

—Pero es indudable que aquí, en Inglaterra, hay centenares de kuwaitíes que podrían regresar directamente —sugirió Martin.

Laing succionó despacio un trocito de lenguado que se le había quedado atascado entre dos dientes.

—La verdad es que preferiría que se tratase de un compatriota nuestro —murmuró.

—¿Un británico? ¿Que se pueda hacer pasar por árabe en medio de ellos?

—Eso es lo que necesitamos. Por desgracia, dudamos de que exista alguno.

Debió de ser el vino, o el oporto. Terry Martin no tenía por costumbre beber Meursault y oporto en las comidas. Más tarde habría estado dispuesto a cortarse la lengua con los dientes si así hubiera conseguido que el reloj retrocediera unos segundos. Pero lo dijo, y luego fue demasiado tarde.

—Conozco a alguien… mi hermano Mike. Es comandante del SAS y puede pasar por árabe.

Laing ocultó su excitación mientras apartaba el mondadientes y el ofensivo pedacito de lenguado.

—¿Podrá hacerlo? —preguntó casi en un murmullo.