Aquella fría y lluviosa tarde del 22 de marzo de 1990, el hombre al que le quedaban diez minutos de vida estaba riendo.
La causa de su hilaridad era una anécdota que acababa de contarle su ayudante personal, Monique Jaminé, quien iba al volante del coche en que le conducía a casa desde la oficina.
La anécdota se refería a una colega de ambos que trabajaba en las oficinas de la Space Research Corporation, en la rue de Stalle, una mujer considerada como una verdadera vampiresa, una devoradora de hombres que había resultado ser lesbiana. El engaño estimulaba el sentido del humor escatológico del hombre.
La pareja había salido de las oficinas en el barrio residencial de Bruselas a las siete menos diez, con Monique al volante del Renault 21 familiar. Unos meses antes había vendido el Volkswagen de su jefe, porque este era un conductor tan pésimo que ella temía que acabara matándose.
El trayecto desde la oficina al piso, en el bloque central del complejo de tres edificios Cheridreu, frente a la rue François Folie, era solo de diez minutos, pero a medio camino hicieron un alto en una panadería. Entraron juntos y él compró una hogaza de su pain de campagne favorito. El viento estaba cargado de lluvia y ambos agacharon la cabeza, sin reparar en el coche que les seguía.
Semejante actitud no era extraña en absoluto, pues ninguno de los dos estaba adiestrado en el oficio. El coche, sin ninguna marca distintiva y a bordo del cual iban dos hombres de mejillas oscuras, llevaba semanas siguiendo al científico, sin perderle nunca, sin acercarse jamás, tan solo observando. Y él no se había dado cuenta. Otros lo habían visto, pero él no.
Salió de la tienda, situada delante del cementerio, echó la hogaza al asiento trasero y subió al coche para completar el trayecto hasta su casa. A las siete y diez Monique detuvo el vehículo delante del edificio, cuyas puertas de vidrio estaban separadas quince metros de la acera. Ella se ofreció a acompañar al científico hasta su apartamento, pero él rechazó el ofrecimiento. Monique sabía que esperaba a su amiga Helene y no quería que las dos se conocieran. Esa era una de las vanidades del científico que su personal femenino, que le idolatraba, le consentía: Helene no era más que una buena amiga que le hacía compañía mientras él estaba en Bruselas y su esposa en Canadá.
Bajó del coche, el cuello de su guerrera alzado como siempre, y se echó al hombro la gran bolsa de lona negra que casi nunca abandonaba. Pesaba más de quince kilos y contenía una masa de papeles: documentos científicos, proyectos, cálculos y datos. El científico desconfiaba de las cajas fuertes y creía, ilógicamente, que todos los detalles de sus últimos proyectos estaban más seguros si los llevaba colgando del hombro.
Monique vio a su jefe por última vez de pie ante las puertas de vidrio, con la bolsa sobre un hombro y la hogaza de pan bajo el otro brazo, rebuscando las llaves. Vio cómo cruzaba las puertas y la lámina de vidrio cerrarse automáticamente tras él. Entonces Monique se alejó en el coche.
El científico vivía en el sexto piso del bloque de ocho plantas. Los dos ascensores estaban en la pared del fondo, rodeados por las escaleras con una puerta contra incendios en cada rellano. Subió al ascensor y bajó en el sexto piso. Las tenues luces a nivel del suelo del corredor se encendieron automáticamente en cuanto salió del camarín. Todavía haciendo tintinear las llaves, con el cuerpo algo ladeado a causa de la pesada bolsa y sujetando la hogaza, giró a la izquierda dos veces, avanzó por la moqueta de color bermejo oscuro e intentó introducir la llave en la cerradura de su puerta.
El asesino lo esperaba al otro lado del ascensor que sobresalía en el vestíbulo débilmente iluminado. Rodeó sigilosamente el hueco del ascensor empuñando su Beretta automática de 7.65 mm con silenciador, que llevaba envuelta en una bolsa de plástico para evitar que los cartuchos despedidos cayeran sobre la moqueta.
Cinco disparos, efectuados desde menos de un metro de distancia, todos ellos en la nuca y el cuello, fueron más que suficiente. El hombre alto y fornido cayó hacia delante, dio contra su puerta y resbaló hasta la moqueta. El pistolero no se molestó en examinarle; no era necesario. Era algo que había hecho antes, practicando con prisioneros, y sabía que su trabajo estaba concluido. Bajó rápidamente los seis tramos de escaleras, salió por la parte trasera del edificio, cruzó los jardines cuajados de árboles y llegó al coche que le aguardaba. Al cabo de una hora se hallaba en la embajada de su país, y al día siguiente habría abandonado Bélgica.
Helene llegó cinco minutos después. Al principio creyó que su amante había sufrido un ataque cardíaco. Presa del pánico, entró en el piso para llamar una ambulancia. Luego recordó que el médico personal de su amigo vivía en el mismo bloque y le llamó también. La ambulancia llegó primero.
Uno de los sanitarios intentó mover el pesado cuerpo, que aún estaba de bruces. El hombre retiró la mano empapada de sangre. Al cabo de unos minutos, él y el médico certificaron que la víctima estaba muerta. Solo había otro inquilino en los cuatro pisos de la planta, y asomó la cabeza por la puerta. Era una anciana que había estado escuchando un concierto de música clásica y no había oído nada detrás de su maciza puerta de madera. El Cheridreu era de esa clase de edificios muy discretos.
El hombre tendido en el suelo era el doctor Gerald Vincent Bull, un genio caprichoso, diseñador de armas para el mundo y, últimamente, armero del presidente de Irak, Saddam Hussein.
En los días posteriores al asesinato del doctor Gerry Bull empezaron a suceder ciertas cosas extrañas en toda Europa. En Bruselas, el servicio de contraespionaje belga admitió que durante algunos meses el científico había sido seguido casi a diario por una serie de coches sin identificación en los que viajaban dos hombres atezados, de mejillas oscuras y que parecían del oriente mediterráneo.
El 11 de abril, los funcionarios de las aduanas británicas capturaron en los muelles de Middlesborough ocho secciones de enormes tuberías de acero bellamente forjado y laminado, susceptibles de ser ensambladas mediante gigantescas pestañas en cada extremo, y perforadas para su fijación con potentes tornillos y tuercas. Los exultantes funcionarios anunciaron que aquellos tubos no estaban destinados a una planta petroquímica, como especificaban los conocimientos de embarque y los certificados de exportación, sino que eran piezas de un gran cañón diseñado por Gerry Bull y que su destino era Irak. Así nació la farsa del Supercañón, que se iría extendiendo y revelaría juegos dobles, las zarpas furtivas de varios servicios de Inteligencia, mucha ineptitud burocrática y cierta trapacería política.
Al cabo de unas semanas empezaron a aparecer, inesperadamente, fragmentos del Supercañón en toda Europa. El 23 de abril, Turquía anunció que había detenido un camión húngaro que transportaba un tubo de acero de diez metros de largo con destino a Irak, y se creía que era una parte integrante del arma. El mismo día, unos funcionarios griegos confiscaron otro camión con piezas de acero y retuvieron al desventurado conductor británico durante varias semanas, acusándole de complicidad.
En mayo los italianos interceptaron 75 toneladas de piezas, fabricadas por la Società della Fucine, en tanto que otras quince toneladas fueron confiscadas en los talleres que la Fucine poseía cerca de Roma. Estas últimas piezas eran de una aleación de acero y titanio y estaban destinadas a formar parte de la recámara del cañón, al igual que otros fragmentos y piezas encontrados en un almacén de Brescia, al norte de Italia.
Los alemanes también participaron, aportando hallazgos efectuados en Frankfurt y Bremerhaven, géneros manufacturados por Mannesmann AG y también identificados como piezas del ya mundialmente famoso Supercañón.
En realidad, Gerry había demostrado una gran pericia al efectuar los pedidos de material para su invento. En efecto, los tubos que formaban los cañones habían sido fabricados en Inglaterra por dos empresas, Walter Somers, de Birmingham, y la Fundición Sheffield. Pero las ocho interceptadas en abril de 1990 eran las últimas de 52 secciones, suficientes para construir dos cañones completos de 156 metros de longitud con un increíble calibre de un metro, capaz de disparar un proyectil del tamaño de una cabina telefónica cilíndrica.
Los muñones o soportes procedían de Grecia; las tuberías, bombas y válvulas que formaban el mecanismo de retroceso eran de Suiza e Italia; el bloque de la recámara, de Austria y Alemania; el propulsor, de Bélgica. En total, ocho países estaban implicados como contratistas y ninguno de ellos sabía exactamente qué estaba fabricando.
La prensa popular tuvo un éxito enorme, así como los exultantes funcionarios de aduanas y el sistema legal británico, que empezó a encausar afanosamente a todas las partes inocentes implicadas. Lo que nadie señaló fue que el caballo se había desbocado. Las piezas interceptadas constituían los Supercañones segundo, tercero y cuarto.
En cuanto al asesinato de Gerry Bull, dio pie a ciertas extrañas teorías en los medios de comunicación. Como era previsible, el nombre de la CIA fue mencionado por aquellos que se encargan de hacerla responsable de todo, lo cual era otra tontería. Si bien es cierto que, en el pasado y bajo ciertas circunstancias, la agencia de Langley ha aprobado la eliminación de determinadas personas, estas pertenecían, casi siempre, a la misma esfera de actividad: directores de contratación que se volvían poco afables, renegados y agentes dobles. La idea de que resulta imposible caminar por el vestíbulo de Langley a causa de los cadáveres amontonados de ex agentes —abatidos por sus propios colegas cumpliendo órdenes de los directores genocidas instalados en el piso superior— es divertida pero absolutamente irreal.
Por otro lado, Gerry Bull no procedía de ese mundo secreto. Era un científico bien conocido, diseñador y contratista de artillería, tanto convencional como muy poco convencional; un ciudadano norteamericano que trabajó durante años para Estados Unidos y que hablaba por los codos con sus amigos del ejército norteamericano acerca de lo que tenía entre manos. Si cada diseñador o empresario de la industria armamentística que trabajaba para un país que, en aquel entonces, no era considerado un enemigo de Estados Unidos tenía que ser «desperdiciado», unos quinientos caballeros esparcidos por Norteamérica, Sudamérica y Europa habrían sido candidatos.
Finalmente, por lo menos en los últimos diez años, Langley se ha visto paralizada por la nueva burocracia de controles y comités de supervisión. Ningún oficial de Inteligencia profesional va a ordenar un «golpe sin una orden escrita y firmada, y para un hombre como Gerry Bull esa firma debería ser ni más ni menos que la del director de la Agencia Central de Inteligencia.
En aquella época, el director, o DCI, era William Webster, un ex juez de Kansas que se ceñía estrictamente a los reglamentos. Conseguir que Webster firmara una autorización de «golpe» era tan fácil como fugarse de la penitenciaría de Marion abriendo un túnel con una cucharilla de té.
Pero el organismo al que, muy por encima de los demás, apuntaban las conjeturas en torno al enigma de la muerte de Gerry Bull era, naturalmente, el Mossad israelí. Toda la prensa, así como los amigos y familiares del científico, llegaron a la misma conclusión: Bull trabajaba para Irak, y este país era enemigo de Israel. Dos más dos suman cuatro. Lo malo es que, en ese mundo de sombras y espejos distorsionantes, lo que puede o no puede parecer dos, cuando se multiplica por un factor que puede o no puede ser dos, es posible que dé cuatro, aunque es muy probable que no lo dé.
El Mossad es el más pequeño, implacable y entusiasta de los principales servicios de Inteligencia del mundo. Es indudable que en el pasado ha cometido asesinatos, utilizando uno de los tres equipos kidon, palabra hebrea que significa «bayoneta». Los kidonim están bajo la jurisdicción de los Combatientes o División Komemiute, el grupo duro formado por hombres que permanecen en las sombras. Pero incluso el Mossad tiene sus reglas, aunque se las haya impuesto a sí mismo.
Las «eliminaciones» son de dos categorías. Una es el «requisito operativo», una emergencia imprevista en la que una operación que implica a personas amigas corre peligro, y en la que la persona que está en medio tiene que ser apartada del camino de una manera rápida y permanente. En tales casos, el katsa supervisor, u oficial encargado del asunto, tiene derecho a «desperdiciar» al oponente que hace peligrar toda la misión, para lo cual obtendrá en Tel Aviv el apoyo retroactivo de sus jefes.
La otra categoría corresponde a aquellos que ya están en la de los que han de ser ejecutados, una lista que se encuentra en dos lugares: la caja fuerte particular del primer ministro y la caja fuerte del jefe del Mossad. A cada nuevo primer ministro que ocupa el cargo se le pide que lea esa lista, que puede contener entre treinta y ochenta nombres. El primer ministro puede hacer dos cosas: o bien marcar con sus iniciales cada nombre, dando al Mossad su visto bueno para que actúe si lo cree conveniente y cuando lo decida, o bien insistir en que se le consulte antes de cada nueva misión. En cualquiera de los dos casos, debe firmar la orden de ejecución.
En términos generales, los que figuran en la lista son de tres clases. Están los pocos dirigentes nazis que aún siguen con vida, aunque esta clase casi ha dejado de existir. Años atrás, si bien Israel montó una gran operación para raptar y juzgar a Adolf Eichmann porque quería hacer de él un ejemplo internacional, otros nazis fueron sencillamente liquidados en silencio. La segunda clase está compuesta casi en su totalidad por terroristas contemporáneos, sobre todo árabes que ya han vertido sangre israelí o judía, como Ahmed Jibril o Abu Nidal, o que les gustaría verterla, con unos pocos elementos no árabes.
La tercera categoría, en la que podría haber figurado el nombre de Gerry Bull, es la de quienes trabajan para los enemigos de Israel y cuyas actividades comportan un gran peligro para Israel y sus ciudadanos si se les permite avanzar más.
El común denominador es que los señalados como objetivos deben tener las manos ensangrentadas, tanto de hecho como en perspectiva.
Si se solicita un «golpe», el primer ministro pasará el asunto a un investigador judicial tan secreto que pocos juristas israelíes y, por supuesto, ningún ciudadano han oído jamás hablar de él. El investigador celebra un «juicio» en el que se lee la acusación en presencia de un fiscal y un defensor. Si la solicitud del Mossad se confirma, el asunto pasa de nuevo al primer ministro para que lo firme. El equipo kidon hace el resto… si puede.
El problema de la teoría según la cual el Mossad liquidó a Bull es que presenta defectos en casi todos los niveles. Es cierto que Bull trabajaba para Saddam Hussein y estaba diseñando una nueva artillería convencional (que no podía alcanzar a Israel), un programa de cohetes (que podrían alcanzarlo algún día) y un cañón gigante (que no preocupaba a Israel en absoluto). Pero había otros centenares de personas que trabajaban en la misma dirección. Media docena de empresas alemanas estaban detrás de la atroz industria del gas venenoso iraquí, con el que Saddam ya había amenazado a Israel. Alemanes y brasileños trabajaban a toda velocidad en los cohetes de Saad 16. Los franceses eran los primeros promotores y proveedores de la investigación iraquí para obtener una bomba nuclear.
No existe la menor duda de que Israel tenía un gran interés en las ideas, diseños, actividades y progresos de Bull. Inmediatamente después de su muerte, se dio mucha importancia al hecho de que en los meses anteriores le habían preocupado los repetidos allanamientos de que había sido objeto su piso mientras él estaba ausente. Aunque los intrusos nunca se llevaron nada, dejaron rastros: vasos cambiados de sitio, ventanas abiertas, una cinta de vídeo rebobinada y extraída de la consola. Esos incidentes le hicieron preguntarse si el Mossad estaría detrás de ellos y si pretendían hacerle una advertencia. Ambas cosas eran ciertas, pero por una razón que no era evidente ni mucho menos.
Posteriormente, los desconocidos de mejillas oscuras y acento gutural que le habían seguido por toda Bruselas fueron identificados por los medios de comunicación como los asesinos israelíes que se estaban preparando para el momento de entrar en acción. Para desgracia de esa teoría, los agentes del Mossad no van por ahí con el aspecto y la manera de actuar de Pancho Villa. Estaban allí, desde luego, pero nadie los había visto, ni Bull ni sus amigos o familiares ni la policía belga. Se encontraban en Bruselas con un equipo de hombres que parecían europeos y pasaban por belgas o norteamericanos o lo que quisieran. Fueron ellos quienes dieron a los belgas el soplo de que a Bull le estaba siguiendo otro equipo.
Por otro lado, Gerry Bull era un hombre de una indiscreción extraordinaria. Sencillamente, no podía resistirse a un reto. Había trabajado para Israel con anterioridad, le gustaba el país y su gente, tenía muchos amigos en el Ejército israelí y no era capaz de mantener la boca cerrada. Si le desafiaban con una frase como: «Gerry, apuesto a que nunca lograrás que funcionen esos cohetes en Saad 16…», Bull se embarcaba en un monólogo de tres horas y describía con exactitud lo que estaba haciendo, cuánto había avanzado el proyecto, cuáles eran los problemas, cómo esperaba resolverlos… todo lo imaginable. Para un servicio de Inteligencia, aquel hombre era un modelo de indiscreción. Incluso en la última semana de su vida recibió en su despacho a dos generales israelíes a los que proporcionó una información totalmente actualizada y recogida por los aparatos de grabación que los militares guardaban en sus portafolios. ¿Por qué iban a destruir semejante cornucopia de información de primerísima mano?
Por último, el Mossad tiene otro hábito cuando trata con un científico o industrial, pero jamás con un terrorista. Siempre le da una advertencia final, que no es precisamente allanar la casa en que vive para cambiar vasos de sitio o rebobinar cintas de vídeo, sino una advertencia verbal directa. Ese procedimiento fue observado incluso con el doctor Yahia El Meshad, el físico nuclear egipcio que trabajaba en el primer reactor nuclear iraquí y que fue asesinado en su habitación del hotel parisiense Le Méridien, el 13 de junio de 1980. Un katsa que hablaba árabe acudió a su habitación y le dijo de modo terminante lo que iba a ocurrirle si no desistía. El egipcio replicó al desconocido que se perdiera… No fue la suya una reacción juiciosa. Decirle a un equipo kidon del Mossad que realice un acto nada práctico no es una táctica aprobada por las compañías de seguros. Dos horas después Meshad estaba muerto, pero había tenido su oportunidad. Al cabo de un año todo el complejo nuclear suministrado por los franceses en Osirak Uno y Dos saltó por los aires, bombardeado por la aviación israelí.
Bull era diferente; se trataba de un ciudadano estadounidense de origen canadiense, afable, abordable y con un formidable aguante como bebedor de whisky. Los israelíes podían hablar con él como a un amigo, cosa que hacían continuamente. Decirle sin ambages que debía interrumpir lo que estaba haciendo o tendría que vérselas con el grupo duro, habría sido lo más fácil del mundo: «No es nada personal, Gerry, pero así son las cosas.»
A Bull no le interesaba en absoluto ganarse una medalla del Congreso a título póstumo. Además, ya había dicho a los israelíes y a su amigo íntimo George Wong que deseaba abandonar Irak, irse físicamente y rescindir su contrato. Ya estaba harto. Lo que le sucedió al doctor Gerry Bull fue algo completamente diferente.
Gerald Vincent Bull nació en 1928 en North Bay, Ontario. Como estudiante, se reveló inteligente e impulsado por el deseo de tener éxito y ganarse la aprobación de todo el mundo. Habría podido graduarse a los dieciséis años, pero debido a su juventud el único centro dispuesto a aceptarle fue la Universidad de Toronto, concretamente su facultad de ingeniería. Allí demostró que no solo era inteligente, sino también brillante. A los veintidós años se convirtió en el doctor más joven jamás titulado. La rama científica que ocupaba su imaginación era la ingeniería aeronáutica y, en concreto, la balística, es decir, el estudio de los cuerpos, tanto proyectiles como cohetes, en vuelo. Fue este interés el que le condujo por un largo camino hacia la artillería.
Tras doctorarse en Toronto, ingresó en el Organismo Canadiense de Investigación y Desarrollo Armamentístico, CARDE, cuya sede estaba en Valcartier, por entonces un pequeño y tranquilo municipio en las afueras de Quebec. Era a principios de los años cincuenta, y el hombre no solo alzaba sus ojos hacia los cielos sino que miraba más allá de ellos, al espacio. La palabra que estaba en labios de todo el mundo era «cohetes». Fue entonces cuando Bull demostró que era algo más que un técnico brillante. Era un rebelde: inventivo, anticonvencional e imaginativo. Durante los diez años que pasó en el CARDE desarrolló su idea, que sería el sueño de su vida durante el resto de sus días.
Como todas las ideas nuevas, la de Bull parecía muy sencilla. Cuando examinó la gama de cohetes estadounidenses que iban apareciendo a finales de los años cincuenta, se dio cuenta de que nueve décimas partes de aquellos cohetes, cuyo aspecto era entonces impresionante, correspondían tan solo a la primera fase. En el extremo superior, y ocupando únicamente una fracción de la longitud total, estaban las fases segunda y tercera y, más pequeño incluso, el minúsculo pezón de la carga útil.
La gigantesca primera fase tenía que elevar el cohete a través de los ciento cincuenta primeros kilómetros de aire, donde la atmósfera es más densa y la gravedad más intensa. Rebasados esos ciento cincuenta kilómetros, necesitaba mucha menos potencia para conducir el satélite hacia el espacio y ponerlo en órbita a una altitud de entre cuatrocientos y quinientos kilómetros por encima de la Tierra. Cada vez que un cohete ascendía, toda aquella voluminosa y carísima primera fase era destruida, se quemaba y sus fragmentos caían al océano, en cuyo fondo quedaban para siempre.
Bull reflexionó acerca de la posibilidad de aguijonear las fases segunda y tercera, así como la carga útil, para que cubrieran esos primeros ciento cincuenta kilómetros, por medio de un cañón gigantesco. Cuando habló con quienes podrían financiar el proyecto, les dijo que, en teoría, era posible, más fácil y barato, y el cañón podría ser utilizado una y otra vez.
Aquel fue su primer encuentro serio con los políticos y los burócratas, y si fracasó se debió, sobre todo, a su personalidad. Les detestaba, y ellos le pagaron con la misma moneda. Pero en 1961 tuvo suerte.
La Universidad McGill intervino en el proyecto porque sus dirigentes previeron una publicidad interesante. El Ejército estadounidense intervino por razones que le incumbían directamente: como custodio de la artillería de su país, el Ejército mantenía un pulso de poder con la Fuerza Aérea, que luchaba por hacerse con el control de todos los cohetes o proyectiles que ascendieran a una altitud superior a los cien kilómetros. Con sus fondos combinados, Bull pudo crear un pequeño centro de investigación en la isla Barbados. El Ejército estadounidense le proporcionó un equipo compuesto por un cañón naval de 16 pulgadas (el mayor calibre del mundo) que ya no hacía ninguna falta, un tubo de repuesto, un pequeño radar de persecución, una grúa y varios camiones. McGill montó un taller metalúrgico. Era como encargarse de la construcción de coches de carreras para un Gran Prix contando con las instalaciones de un taller de reparaciones vulgar y corriente. Pero lo consiguió. Su carrera como creador de inventos sorprendentes había comenzado y él solo tenía treinta y tres años. Era tímido, modesto, desaliñado, inventivo y todavía un rebelde.
HARP, las siglas de su proyecto de investigación en Barbados, correspondían al nombre que le puso: Proyecto de Investigación de Gran Altitud. El viejo cañón naval fue oportunamente instalado y Bull empezó a trabajar con proyectiles, a los que llamó Martlet, en alusión a la figura de pájaro que aparece en la insignia de la Universidad McGill.
Bull quería poner una carga útil de instrumentos en la órbita terrestre a un costo menor y con mayor rapidez que cualquier otro. Sabía muy bien que ningún ser humano podía resistir las presiones que supondría ser disparado desde un cañón, pero consideró acertadamente que en el futuro el noventa por ciento de la investigación científica y el trabajo en el espacio no sería realizado por máquinas, sino por hombres. Bajo la administración Kennedy, y espoleados por el vuelo espacial del ruso Gagarin, Estados Unidos continuaban desde Cabo Cañaveral con el más espectacular pero, en última instancia, prácticamente inútil ejercicio de enviar al espacio ratones, perros, monos y, finalmente, hombres.
Allá en Barbados, Bull proseguía a pesar de todo con su único cañón y sus proyectiles Martlet. En 1964 envió un Martlet a 92 kilómetros de altitud, y entonces añadió dieciséis metros más de tubo a su cañón, una mejora que solo costó 41.000 dólares. De ese modo el nuevo cañón de 36 metros se convirtió en el más largo del mundo. Con él alcanzó la altitud mágica de ciento cincuenta kilómetros con una carga útil de 180 kilos.
Fue resolviendo los problemas a medida que se presentaban. Uno de enorme importancia era el propulsor a utilizar. En un cañón pequeño, la carga da al proyectil un único y fuerte golpe al expandirse del estado sólido al gaseoso en un microsegundo. El gas intenta escapar de su compresión y no tiene más remedio que salir por el tubo, empujando de ese modo el proyectil. Pero en el caso de un tubo tan largo como el del cañón especial de Bull, era necesario un propulsor que quemara con lentitud, pues de lo contrario el tubo reventaría. Bull necesitaba una pólvora capaz de enviar el proyectil a lo largo del enorme tubo en una larga y continuamente acelerada «exhalación». Así pues, ideó ese propulsor.
También sabía que ningún instrumento podría resistir la fuerza de diez mil gravedades causada por la explosión de la carga propulsora, aunque esta quemara lentamente, por lo que diseñó un sistema de absorción del choque para reducirla a doscientas gravedades. Un tercer problema era el retroceso. No se trataba de una pistola de aire comprimido y el retroceso sería enorme a medida que los tubos, cargas propulsoras y cargas útiles fuesen mayores. Entonces diseñó un sistema de muelles y válvulas para reducir el retroceso a unas proporciones aceptables.
En 1966, los antiguos adversarios de Bull entre los burócratas del Ministerio de Defensa canadiense se propusieron cargárselo, e insistieron a su ministro para que retirase la financiación. Bull protestó, asegurando que podría colocar una carga útil de instrumentos en el espacio por una fracción de lo que costaba Cabo Cañaveral. Su protesta fue en vano. A fin de proteger sus intereses, el Ejército estadounidense transfirió a Bull desde Barbados a Yuma, en el estado de Arizona.
Allí, en noviembre de aquel año, lanzó una carga útil a ciento ochenta kilómetros de altitud, un récord que permaneció imbatido durante veinticinco años. Pero en 1967 tanto el gobierno de Canadá como la Universidad McGill se retiraron del proyecto. El Ejército estadounidense siguió el ejemplo, y el proyecto HARP fue clausurado. Bull se estableció como mero asesor en una finca que había adquirido a caballo entre el norte de Vermont y su Canadá natal.
El asunto HARP tuvo dos posdatas. En 1990, enviar cada kilo de instrumental al espacio con el programa de la lanzadera espacial desde Cabo Cañaveral costaba diez mil dólares. Hasta el día de su muerte, Bull supo que él podría hacer lo mismo, a seiscientos dólares por kilo. Por otro lado, en 1988 se inició un nuevo proyecto en el Laboratorio Nacional Lawrence Livermore, de California. En el proyecto figura un cañón gigante, pero hasta la fecha con un tubo de solo 4 pulgadas de calibre y cincuenta metros de longitud. Finalmente, y a un coste de centenares de millones de dólares, se espera construir un cañón mucho mayor con el propósito de lanzar cargas útiles al espacio. Ese proyecto se denomina Proyecto de Investigación de Superaltitud, o SHARP.
Gerry Bull vivió en su complejo de Highwater, en la frontera entre Estados Unidos y Canadá, y lo dirigió durante diez años. A lo largo de ese tiempo abandonó su sueño irrealizado de un cañón capaz de disparar cargas útiles al espacio y se concentró en su segundo campo de experiencia: el más beneficioso de la artillería convencional.
El mayor problema surgió al principio mismo, cuando supo que casi todos los ejércitos del mundo basaban su potencial artillero en el obús del cañón de campaña de 155 mm. Bull sabía que en un combate de artillería, el hombre que dispone de un alcance más largo es el rey, pues puede quedarse sentado y bombardear al enemigo mientras él permanece completamente a salvo. Bull decidió ampliar el alcance y aumentar la precisión del cañón de campaña de 155 mm. Empezó por la munición. Esa modificación ya se había intentado antes, pero siempre sin éxito. Bull consiguió realizarla en cuatro años.
En las pruebas de control, el proyectil de Bull cubrió una vez y media la distancia desde el mismo cañón estándar de 155 mm, fue más preciso y estalló con la misma fuerza en 4.700 fragmentos, frente a 1.350 de un proyectil de la OTAN. Pues bien, a la OTAN no le interesó ni, gracias a Dios, a la Unión Soviética.
Bull no se amilanó, siguió trabajando con ahínco y produjo un nuevo proyectil de gran calibre y alcance ampliado. Una vez más, la OTAN no mostró interés y prefirió seguir con sus proveedores tradicionales y el proyectil de corto alcance.
Pero si las grandes potencias no se interesaban, el resto del mundo sí lo hacía. Las delegaciones militares acudían en gran número a Highwater para consultar a Gerry Bull. Entre estas delegaciones figuraban las de Israel (fue entonces cuando Bull estrechó las amistades iniciadas en Barbados con grupos de observadores de ese país), Egipto, Venezuela, Chile e Irán. También asesoraba sobre otros aspectos militares a Gran Bretaña, Holanda, Italia, Canadá y Estados Unidos, cuyos científicos militares, si no el Pentágono, seguían estudiando con cierto temor reverencial lo que Bull estaba haciendo.
En 1972, Bull recibió discretamente la ciudadanía estadounidense. Al año siguiente empezó a trabajar en el cañón de campaña de 155 mm. Al cabo de un par de años había hecho otro descubrimiento importante, a saber, que la longitud perfecta de un tubo de cañón era ni más ni menos que 45 veces su calibre. Perfeccionó un nuevo diseño del cañón de campaña estándar de 155 mm y lo llamó GC (siglas de Gun Calibre) 45. La nueva arma, con sus proyectiles de alcance ampliado, podía superar a cualquier artillería del arsenal comunista en su totalidad. Pero si Bull esperaba que le ofrecieran contratos, se llevó una decepción. Una vez más el Pentágono sucumbió ante el lobby armamentístico y su nueva idea de proyectiles asistidos por cohetes que multiplicaban ocho veces el precio por proyectil. Las prestaciones de ambos tipos de proyectil eran idénticas.
La caída en desgracia de Bull comenzó de una manera bastante ingenua cuando, con el permiso tácito de la CIA, ayudó a mejorar la artillería y los proyectiles de Sudáfrica, que entonces luchaba contra los cubanos que combatían en Angola con el apoyo de Moscú.
Desde el punto de vista político, Bull era un ingenuo hasta extremos asombrosos. Fue allí y observó que los sudafricanos le gustaban y se llevaba bien con ellos. El hecho de que Sudáfrica fuese un paria internacional por su política de apartheid no le preocupaba. Les ayudó a diseñar de nuevo su parque artillero, basándose en su obús de largo alcance GC-45, cuya demanda era cada vez mayor. Más adelante los sudafricanos produjeron su propia versión, y fue ese cañón el que destrozó a la artillería soviética, haciendo retroceder a rusos y cubanos.
De regreso a Estados Unidos, Bull siguió enviando sus proyectiles a los sudafricanos. El presidente Jimmy Carter había llegado al poder y la corrección política estaba a la orden del día. Bull fue detenido y acusado de exportaciones ilegales a un país con cuyo régimen tales relaciones estaban prohibidas. La CIA le abandonó como si fuese una patata caliente. Le persuadieron de que guardara silencio y se declarase culpable, diciéndole que era una formalidad y que se limitarían a darle un rapapolvo por haber cometido una infracción técnica.
El 16 de junio de 1980 un juez norteamericano le sentenció a un año de cárcel, con seis meses de suspensión de sus actividades y una multa de 105.000 dólares. En realidad, cumplió cuatro meses y diecisiete días en la cárcel de Allenwood, Pensilvania. Pero para Bull eso era lo de menos. Lo importante era la vergüenza y el oprobio que le había supuesto la condena, junto con la sensación de haber sido traicionado. En su opinión era increíble que le hubieran hecho una cosa así. Él había ayudado a Estados Unidos en la medida de sus posibilidades, había adoptado su ciudadanía y aceptado la petición de la CIA en 1976. Durante el tiempo que estuvo en Allenwood, su empresa, SRC, fue a la quiebra y cerró. Estaba arruinado.
Al salir de la cárcel abandonó Estados Unidos y Canadá para siempre, emigró a Bruselas y empezó una vez más desde cero, en una habitación con una cocina minúscula, en un edificio sin ascensor. Más adelante sus amigos asegurarían que después del juicio había cambiado y que ya nunca fue el mismo hombre. Jamás perdonó a la CIA ni a Estados Unidos, y, sin embargo, durante años se esforzó para lograr que se reabriera el caso y le absolvieran.
Volvió a su actividad como asesor y aceptó una oferta que le habían hecho antes del juicio: trabajar para China en la mejora de su artillería. En la primera mitad de los años ochenta Bull trabajó principalmente para Pekín y diseñó de nuevo su parque artillero basándose en su cañón GC-45, ahora vendido bajo licencia mundial por la empresa Voest-Alpine, de Austria, que le había comprado las patentes por un pago único de dos millones de dólares. Bull siempre fue un malísimo hombre de negocios, pues de lo contrario se habría hecho multimillonario.
Mientras Bull estuvo ausente, no dejaron de suceder cosas. Los sudafricanos tomaron sus diseños y los mejoraron mucho. A partir de su GC-45, crearon un obús remolcado, llamado G-5, y un cañón autopropulsado, el G-6. Los proyectiles de ambos cañones tenían un alcance ampliado de cuarenta kilómetros. Sudáfrica los vendía en todo el mundo. Debido a su inadecuado trato con los sudafricanos, Bull no obtuvo ni un céntimo.
Entre los clientes que adquirían aquellos cañones se encontraba cierto Saddam Hussein, de Irak. Fueron esos cañones los que destrozaron las oleadas humanas de fanáticos iraníes durante la guerra de ocho años entre Irán e Irak, derrotándolos finalmente en las marismas de Fao. Pero Saddam Hussein había añadido un nuevo detalle, sobre todo en la batalla de Fao: introdujo gas venenoso en los proyectiles.
Bull trabajaba entonces para España y Yugoslavia. Convirtió la vieja artillería del ejército yugoslavo, de 130 mm y fabricación soviética, en el nuevo cañón de 155 mm con proyectiles de alcance ampliado. Aunque Bull no viviría para verlo, esos fueron los cañones que heredaron los serbios tras el derrumbe de Yugoslavia y con los que pulverizaron las ciudades de croatas y musulmanes en la guerra civil. En 1987 Bull se enteró de que Estados Unidos había decidido, finalmente, investigar el cañón para enviar cargas útiles al espacio, pero sin contar para nada con Gerry Bull.
Aquel invierno Bull recibió una extraña llamada telefónica de la embajada iraquí en Bonn. ¿Estaría dispuesto el doctor Bull a visitar Bagdad como invitado de Irak?
Lo que no sabía era que, a mediados de los años ochenta, Irak había sido testigo de la operación Staunch, un esfuerzo concertado estadounidense para cortar todas las fuentes de importaciones de armas destinadas a Irán. A esto siguió la masacre de los marines en Beirut, en un ataque apoyado por Irán contra su cuartel general, llevado a cabo por fanáticos de Hezbollah.
Aunque la operación Staunch beneficiaba a Irak en su guerra contra Irán, la reacción de los iraquíes fue la de considerar que si podían hacerle aquello a Irán también podían hacérselo a ellos. A partir de entonces, Irak decidió que no importaría las armas, sino que, siempre que fuese posible, se procuraría la tecnología para fabricarlas. Bull era ante todo un diseñador, y por ello les interesaba.
La misión de reclutarle recayó en Amer Saadi, el segundo de a bordo en el Ministerio de Industria e Industrialización Militar, conocido como MIMI. Cuando Bull llegó a Bagdad en enero de 1988, Amer Saadi, un científico y diplomático cosmopolita, afable, que hablaba inglés, francés y alemán además de árabe, desempeñó espléndidamente su papel. Le dijo que las autoridades iraquíes querían que les ayudara en su sueño de enviar pacíficos satélites al espacio: Para ello tenían que diseñar un cohete que pudiera colocar la carga útil allá arriba. Sus científicos egipcios y brasileños les habían sugerido que la primera etapa consistiría en unir cinco misiles Scud de los que Irak había adquirido novecientos a la Unión Soviética. Sin embargo, existían muchos problemas técnicos. Necesitaban disponer de un superordenador. ¿Podía Bull ayudarles?
A Bull le encantaban los problemas; eran su razón de ser. No tenía acceso a un superordenador, pero él mismo era lo que más se le aproximaba. Además, si Irak realmente quería ser la primera nación árabe en enviar satélites al espacio, existía otra manera… más barata, más sencilla, más rápida que los cohetes que empezaban de cero. El iraquí le pidió que se lo contara todo, y Bull le complació.
Le dijo a su anfitrión que, por solo tres millones de dólares, podría producir un cañón gigantesco que haría el trabajo. Se trataba de un programa a realizar en cinco años. Su método sería muy superior al de los americanos de Livermore, y el resultado significaría un triunfo árabe. El doctor Saadi rebosaba de admiración. Sometería la idea a su gobierno y recomendaría enfáticamente su aprobación. Entretanto, ¿sería el doctor Bull tan amable de echar un vistazo a la artillería iraquí?
Hacia el final de su visita de una semana, Bull había accedido a solucionar los problemas que comportaba unir cinco Scud para formar la primera fase de un cohete de alcance intercontinental o espacial, diseñar dos nuevas piezas de artillería para el ejército y hacer una propuesta formal para su Supercañón capaz de poner en órbita una carga útil.
Como en el caso de Sudáfrica, Bull fue capaz de cerrar los ojos a la naturaleza del régimen al que estaba a punto de servir. Sus amigos le habían dicho que, de todos los dirigentes de Oriente Medio, Saddam Hussein era el que tenía las manos más ensangrentadas. Pero en 1988 había millares de respetables empresas y docenas de gobiernos que clamaban por hacer negocios con Irak, un país que gastaba dinero a espuertas.
El cebo para captar a Bull fue su cañón, su amado cañón, el sueño de su vida, que por fin tenía un patrocinador dispuesto a colaborar con él en su construcción, lo cual le permitiría ingresar en el panteón de los científicos.
En marzo de 1988 Amer Saadi envió un diplomático a Bruselas para hablar con Bull. El diseñador de armas afirmó que había avanzado en la solución de los problemas técnicos que presentaba la primera fase del cohete iraquí. Con mucho gusto les entregaría su proyecto, tras la firma de un contrato con su compañía, que volvía a ser Space Research Corporation. Cerraron el trato. Los iraquíes comprendieron que la oferta de un cañón de aquellas características por tres millones de dólares era una bobada. Elevaron la cifra a diez millones, pero pidieron más rapidez.
Cuando Bull trabajaba rápido lo hacía a una velocidad asombrosa. En un mes organizó un equipo de los mejores técnicos independientes que pudo encontrar. Al frente del equipo que en Irak se encargaría de la construcción del Supercañón estaba un ingeniero proyectista británico llamado Christopher Cowley. El mismo Bull bautizó el programa de cohetes con base en Saad 16, al norte de Irak, con el nombre de Proyecto Ave Iraquí. Los trabajos del Supercañón recibieron el nombre de Proyecto Babilonia.
En el mes de mayo ya habían sido calculadas las especificaciones exactas del Proyecto Babilonia. Sería una máquina increíble: un metro de ánima, un tubo de 156 metros de largo y un peso de 1.665 toneladas, es decir, el equivalente a la altura del monumento a Washington y más del doble de la longitud que tiene la columna de Nelson en Londres. Cuatro cilindros de retroceso, cada uno con un peso de sesenta toneladas y dos cilindros amortiguadores de siete toneladas. La recámara pesaría 182 toneladas.
El acero tenía que ser especial, a fin de resistir una presión interna de 35.000 kilos por 6.50 centímetros cuadrados y con una fuerza de tensión de 1.250 megapascales.
Bull ya había dicho claramente a las autoridades de Bagdad que debía fabricar un prototipo más pequeño, un Minibabilonia, de 350 mm de ánima y un peso de solo 113 toneladas, pero que le permitiría poner a prueba las cabezas separables que también serían útiles para el proyecto del cohete. A los iraquíes les gustó la idea, pues también necesitaban la tecnología de las cabezas separables.
Parece ser que en aquel entonces Gerry no entendió en absoluto el significado pleno del insaciable apetito que mostraban los iraquíes por las cabezas separables. Es posible que, en su ilimitado entusiasmo por ver finalmente realizado el sueño de su vida, prefiriera no verlo. Las cabezas separadas de diseño muy avanzado son necesarias para impedir que una carga útil se queme a causa de la fricción cuando entra de nuevo en la atmósfera terrestre. Pero las cargas útiles que orbitan en el espacio no regresan, sino que permanecen allá arriba.
Hacia finales de mayo de 1988, Christopher Cowley efectuó los primeros pedidos a Walter Somers, de Birmingham, para adquirir las secciones de tubo que constituirían el cañón del Minibabilonia. Las secciones de gran envergadura para los Babilonia Uno, Dos, Tres y Cuatro serían solicitadas más adelante. Otros extraños pedidos de piezas de acero fueron efectuados a diversas empresas de toda Europa.
Bull trabajaba a un ritmo asombroso. En dos meses había hecho unos avances que a una empresa del gobierno le habrían llevado dos años. Hacia finales de 1988 había diseñado dos nuevos cañones para Irak, armas autopropulsadas en contraste con las máquinas remolcadas proporcionadas por Sudáfrica. Ambos cañones serían tan potentes que podrían desbaratar la artillería de las naciones vecinas —Irán, Turquía, Jordania y Arabia Saudí—, todas las cuales efectuaban sus compras a la OTAN y Estados Unidos.
Bull también consiguió solucionar los problemas que planteaba la unión de los cinco Scud a fin de formar la primera fase del cohete Ave, que recibiría el nombre de Al Abeid, es decir, «El Creyente». Había descubierto que los iraquíes y brasileños de Saad 16 estaban trabajando con unos datos defectuosos proporcionados por un túnel aerodinámico que funcionaba mal. Bull les entregó sus nuevos cálculos y dejó que los brasileños tuvieran éxito en su empresa.
En mayo de 1989 la mayor parte de la industria armamentística y la prensa mundiales, junto con observadores del gobierno y funcionarios del servicio de Inteligencia, asistieron a una gran exhibición de armas en Bagdad. Hubo un considerable interés por los prototipos a escala de los dos grandes cañones. En diciembre se hizo un lanzamiento de prueba del Al Abeid, que tuvo un gran eco en los medios de comunicación y fue motivo de seria preocupación para los analistas occidentales.
Minuciosamente seguido por las cámaras de la televisión iraquí, el gran cohete en tres fases se alzó rugiendo desde la base de investigación espacial de Al Anbar y ascendió hasta desaparecer. Tres días después Washington admitió que el cohete parecía, en efecto, capaz de colocar un satélite en el espacio.
Pero las conclusiones de los analistas no se detuvieron ahí. Si el Al Abeid podía realizar esa misión, también podría convertirse en un misil balístico intercontinental. De repente, las agencias de Inteligencia occidentales tuvieron que abandonar bruscamente su suposición de que Saddam Hussein no constituía ningún peligro real y aún faltaban muchos años para que se convirtiese en una amenaza seria.
Las tres agencias principales —la CIA en Estados Unidos, el SIS en Gran Bretaña y el Mossad israelí— consideraban que, de los dos sistemas, el cañón Babilonia era un juguete divertido y el cohete Al Abeid una verdadera amenaza. Los tres se equivocaban. El proyecto Al Abeid no funcionó.
Bull sabía por qué, y se lo dijo a los israelíes. El Al Abeid ascendió a una altitud de 12.000 metros y se perdió de vista. La segunda fase no quiso separarse de la primera. No existía tercera fase. En resumen, era una simulación. Él lo sabía porque le habían encargado que tratara de persuadir a los chinos de que proporcionaran una tercera fase, motivo por el cual viajaría a Pekín en febrero.
Allá fue, en efecto, y los chinos rechazaron de plano su petición. Mientras estaba en China encontró a su viejo amigo George Wong y habló largamente con él. Algo había salido mal en el asunto iraquí, algo que tenía preocupadísimo a Gerry Bull, y no se trataba de los israelíes. Varias veces insistió en que quería salir de Irak, y cuanto antes. Algo había sucedido, dentro de su propia cabeza, y quería marcharse de aquel país. Era una decisión del todo acertada, pero demasiado tardía.
El 15 de febrero de 1990 el presidente Saddam Hussein convocó en sesión plenaria a su grupo de asesores internos en su palacio de Sarseng, en lo alto de las montañas kurdas.
Sarseng le gustaba. El palacio se alza en una cima y desde él podía contemplar, a través de sus ventanas con triple vidrio, el campo circundante, donde los campesinos kurdos pasaban los crudos inviernos acurrucados en sus casuchas y chabolas. No estaba a mucha distancia de la aterrada población de Halabja donde, durante los días del 17 y 18 de marzo de 1988, ordenó que setenta mil ciudadanos fuesen castigados por su pretendida colaboración con los iraníes.
Cuando su artillería dejó de disparar, cinco mil perros kurdos habían muerto y siete mil habían quedado mutilados de por vida. Personalmente, le habían causado una gran impresión los efectos del ácido cianhídrico diseminado por los proyectiles. Las empresas alemanas que le habían ayudado aportando la tecnología para adquirir y fabricar el gas, además de los agentes nerviosos Tabun y Sarin, eran depositarias de su gratitud. Se la habían ganado con su gas, enormemente similar al Zyklon-B que había sido utilizado tan adecuadamente contra los judíos unos años antes, y que muy bien podría volver a usarse.
Aquella mañana el presidente iraquí se hallaba ante las ventanas de su vestidor, mirando al otro lado. Desde hacía dieciséis años ostentaba un poder indiscutido, y durante todo ese tiempo se había visto obligado a castigar a mucha gente. Pero también era mucho lo que había conseguido.
Un nuevo Senaquerib había surgido de Nínive y otro Nabucodonosor de Babilonia. Algunos habían aprendido de la manera más sencilla, la sumisión. Otros lo habían hecho por el método duro, durísimo, y en su mayoría estaban muertos. Pero había otros, muchos, que aún tenían que aprender. Y lo harían, vaya si lo harían.
Oyó el ruido del convoy de helicópteros procedente del sur, mientras su ayudante se esforzaba por colocar bien el pañuelo verde que al presidente le gustaba ponerse sobre su jersey de cuello en V por encima de la guerrera para ocultar sus mandíbulas. Cuando todo estuvo dispuesto a su entera satisfacción, cogió su arma personal, una Beretta de fabricación iraquí chapada en oro, la enfundó y se abrochó el cinturón de la que pendía. La había usado antes contra un ministro del gobierno y tal vez desearía hacerlo de nuevo. Siempre la llevaba encima.
Un lacayo llamó a la puerta e informó al presidente de que los convocados le aguardaban en la sala de conferencias.
Cuando entró en la larga sala desde cuyos ventanales se dominaba el paisaje nevado, todos se levantaron al mismo tiempo. Su temor a que intentaran asesinarle solo disminuía allá arriba, en Sarseng. Sabía que el palacio estaba rodeado por tres líneas de los hombres más selectos de su Destacamento de Policía Presidencial, el Amn al Khass, a cuyo frente se hallaba su propio hijo Kusay, y que nadie podría aproximarse a los ventanales. Sobre el tejado habían sido emplazados misiles antiaéreos Crotale, de fabricación francesa, y sus cazas sobrevolaban constantemente las montañas.
Tomó asiento en la silla en forma de trono, en el centro de la mesa elevada que formaba la barra de una T. Flanqueándole, se sentaron cuatro de sus ayudantes de mayor confianza, dos a cada lado. Para Saddam Hussein existía una sola cualidad indispensable en un hombre al que favorecía: la lealtad. Una lealtad absoluta, total, servil. La experiencia le había enseñado que esa cualidad tenía diversos grados. En primer lugar estaba la familia, luego el clan y después la tribu. Un proverbio árabe dice: «Yo y mi hermano contra nuestro primo; yo y mi primo contra el mundo». Saddam creía en lo acertado de ese proverbio. Llevado a la práctica, surtía efecto.
Saddam Hussein había nacido en los barrios bajos de una pequeña ciudad llamada Tikrit y pertenecía a la tribu de los al-Tikriti. Un número extraordinario de miembros de su familia y de los al-Tikriti tenían altos cargos en Irak, y se les podía perdonar cualquier brutalidad, fracaso o exceso personal siempre que le fuesen leales. ¿Acaso su segundo hijo, el psicópata Uday, no había golpeado a un sirviente hasta matarle y había sido perdonado?
A su derecha se sentaba Izzat Ibrahim, el primer vicepresidente, y más allá su cuñado, Hussein Kamil, jefe del MIMI, el hombre encargado de adquirir el armamento. A su izquierda se encontraba Taba Ramadan, el primer ministro, y al lado de este Sadoun Hammadi, viceprimer ministro y un devoto musulmán de la secta chiíta. Saddam Hussein era sunnita, pero las cuestiones religiosas eran el único aspecto en el que se mostraba tolerante. Como no era practicante, excepto cuando le parecía, no daba importancia al credo religioso. Su ministro de Asuntos Exteriores, Tariq Aziz, era cristiano. ¿Y qué? Hacía lo que él le ordenaba.
Los jefes militares estaban cerca del travesaño de la T. Eran los generales al mando de la Guardia Republicana, la infantería, los vehículos blindados, la artillería y el cuerpo de ingenieros. Más abajo se sentaban los cuatro expertos cuyos informes y experiencia eran el motivo de la reunión.
Dos de ellos estaban a la derecha de la mesa. Eran el doctor Amer Saadi, tecnólogo y ayudante de su cuñado, y, junto a él, el brigadier Hassan Rahmani, jefe del departamento de contraespionaje del Mukhabarat. Frente a ellos estaban el doctor Ismail Ubaidi, que controlaba la rama exterior del Mukhabarat, o servicio de Inteligencia, y el brigadier Omar Khatib, director general de la temida policía secreta, la Amn al Amm.
Los tres hombres del servicio secreto tenían unas tareas claramente definidas. El doctor Ubaidi se encargaba del espionaje en el extranjero; Rahmani contraatacaba el espionaje de otros países dentro de Irak; Khatib mantenía en orden a la población iraquí, aplastando toda posible oposición interna por medio de una combinación de su vasta red de observadores e informadores y del puro terror generado por los rumores de lo que hacía a los oponentes detenidos y llevados a la prisión de Abu Ghraib, al oeste de Bagdad, o a su centro de interrogatorios conocido jocosamente como el Gimnasio, en los sótanos del cuartel general de la AMAM.
Muchas habían sido las quejas presentadas a Saddam Hussein sobre la brutalidad del jefe de su policía secreta, pero él siempre se reía y hacía caso omiso. Se rumoreaba que había dado personalmente a Khatib el sobrenombre por el que se le conocía, Al Mu’zaib, el Atormentador. Por supuesto, Khatib era un al-Tikriti y leal hasta el fin.
Cuando hay que tratar de asuntos delicados, algunos dictadores prefieren que el número de asistentes a la reunión sea el menor posible. A Saddam le ocurría todo lo contrario. Si había que hacer un trabajo sucio, todos debían estar implicados. Ningún hombre podría decir luego que él tenía las manos limpias, que no se había enterado. De esta manera, todos cuantos le rodeaban recibían el mensaje: «Si yo caigo, vosotros caéis conmigo».
Cuando todos se hubieron sentado de nuevo, el presidente dirigió un gesto de asentimiento a su cuñado Hussein Kamil, quien pidió al doctor Saadi que les informara. El tecnócrata leyó su informe sin levantar la vista. Ningún hombre prudente levantaba la vista para mirar a Saddam a la cara. El presidente afirmaba que podía leer el alma de un hombre a través de sus ojos, y muchos lo creían. Mirarle a la cara podía significar valor, desafío, deslealtad. Y si el presidente sospechaba esto último, el culpable de tamaña ofensa solía morir de una manera horrible.
Cuando el doctor Saadi terminó su lectura, Saddam permaneció un rato pensativo.
—Ese hombre, ese canadiense… ¿Cuánto sabe? —preguntó por fin.
—No todo, pero creo que lo suficiente para averiguarlo, sayidi.
Saadi utilizó el tratamiento honorífico árabe equivalente al «señor» occidental, pero más respetuoso. Un título alternativo y aceptable es sayid rais, o «señor presidente».
—¿Cuándo lo averiguará?
—Pronto, si no lo ha hecho ya, sayidi.
—¿Y ha hablado con los israelíes?
—Constantemente, sayid rais —respondió el doctor Ubaidi—. Es amigo suyo desde hace años. Estuvo en Tel Aviv y dio lecciones sobre balística a sus oficiales artilleros de estado mayor. Tiene muchos amigos allí, posiblemente entre el Mossad, aunque él quizá no lo sepa.
—¿Podríamos terminar el proyecto sin él? —inquirió Saddam Hussein.
Entonces intervino su cuñado, Hussein Kamil.
—Es un hombre extraño. Insiste en guardar todos sus documentos científicos más delicados en una gran bolsa de lona que lleva consigo a todas partes. He dado instrucciones al personal de contraespionaje para que echen un vistazo a esos documentos y saquen copias.
—¿Y eso se ha hecho? —El presidente miraba fijamente a Hassan Rahmadi, su director de contraespionaje.
—Inmediatamente, sayid rais. El mes pasado, cuando estuvo aquí de visita. Bebe whisky en grandes cantidades. Le drogaron y durmió larga y profundamente. Cogimos su bolsa y fotocopiamos todos los documentos que contenía. También hemos grabado todas sus conversaciones de tipo técnico. Los papeles y las transcripciones han sido entregados a nuestro camarada Saadi.
La mirada presidencial se posó de nuevo en el científico.
—Así pues, una vez más te pregunto: ¿podéis completar el proyecto sin él?
—Sí, sayid rais, creo que podemos. Algunos de los cálculos solo tienen sentido para él, pero nuestros mejores matemáticos los están estudiando desde hace un mes y pueden entenderlos. Los ingenieros harán el resto.
Hussein Kamil lanzó a su segundo una mirada de advertencia, como diciéndole: «Será mejor que estés en lo cierto, amigo mío».
—¿Dónde está ahora? —preguntó el presidente.
—Ha viajado a China, sayidi —respondió Ubaidi, el hombre del servicio de Inteligencia en el extranjero—. Está intentando conseguirnos una tercera fase para el cohete Al Abeid. Por desgracia, fracasará. Se espera que esté de regreso en Bruselas a mediados de marzo.
—¿Tenemos hombres allí, buenos hombres?
—Sí, sayidi. He hecho que le vigilen en Bruselas durante diez meses. Por eso sabemos que en su despacho ha recibido a delegaciones israelíes. También tenemos llaves para entrar en el edificio donde está su piso.
—Entonces que se haga. Cuando regrese.
—Sin tardanza, sayid rais.
Ubaidi pensó en los cuatro hombres que tenía en Bruselas, encargados de vigilar al ingeniero a una distancia prudente. Uno de ellos ya había hecho antes ese trabajo. Se llamaba Abdelrahman Moyeddin. Le encargaría la misión.
Los tres hombres del servicio de Inteligencia y el doctor Saadi fueron despedidos. Los demás se quedaron. Cuando estuvieron solos, Saddam Hussein se volvió hacia su cuñado.
—Y en cuanto al otro asunto… ¿Cuándo lo tendremos?
—Me han asegurado que antes de que finalice el año, Abu Kusay.
Como era de la «familia», Kamil podía usar ahora el título más íntimo de «Padre Kusay», lo cual servía también para recordar a los presentes quién era de la familia y quién no. El presidente soltó un gruñido.
—Necesitaremos un sitio nuevo, una fortaleza. No uno ya existente, por secreto que sea. Un lugar nuevo y secreto que solo unos pocos, ni siquiera todos los aquí presentes, conocerán. Y no se tratará de un proyecto de ingeniería civil, sino militar. ¿Podéis hacerlo?
El general Ali Musuli, del cuerpo de ingenieros militares, enderezó la espalda y no levantó la mirada más arriba del pecho del presidente.
—Será un orgullo, sayid rais.
—El hombre encargado tiene que ser el mejor, sin ápice de duda al respecto. Ha de ser insuperable.
—Conozco al hombre, sayidi. Es un coronel, brillante tanto en la construcción como en el engaño. El ruso Stepanov dijo que era el mejor estudiante de la mashirovka al que había enseñado jamás.
—Entonces tráemelo. Pero no aquí, sino a Bagdad, dentro de un par de días. Yo mismo le haré el encargo. ¿Es un buen baasista ese coronel? ¿Leal al partido y a mí?
—Absolutamente, sayidi. Moriría por ti.
—Confío en que todos vosotros haríais lo mismo. —Hubo una pausa, y entonces añadió en voz baja—: Esperemos que no se llegue a eso.
Esa última frase surtió efecto y puso fin a la conversación. Por fortuna, la reunión ya había acabado de todos modos.
El doctor Gerry Bull regresó a Bruselas el 17 de marzo, exhausto y abatido. Sus colegas supusieron que su depresión se debía a la negativa de los chinos. Pero eso no era todo.
Desde su llegada a Bagdad, hacía de eso más de dos años, se había dejado persuadir, porque era lo que deseaba creer, de que el programa del cohete y el cañón Babilonia estaban destinados a lanzar pequeños satélites portadores de instrumentos que debían ser puestos en órbita terrestre. Él, por lo menos, comprendía los enormes beneficios que, desde el punto de vista del amor propio y el orgullo, supondría para todo el mundo árabe el que Irak lograra hacerlo.. Además, sería lucrativo, pues apenas Irak lanzase satélites de comunicaciones y meteorológicos para otros países, los gastos se amortizarían.
Tal como él lo entendía, se había planeado que el cañón Babilonia lanzase su misil portador de un satélite apuntando al sudeste, a lo largo de Irak, y pasando sobre Arabia Saudí y el sur del océano Índico, hasta entrar en órbita. Para eso lo había diseñado.
Se había visto obligado a convenir con sus colegas que ninguna nación occidental lo vería de esa manera, sino que supondrían que se trataba de un arma militar. De ahí el subterfugio al pedir las piezas del tubo, la recámara y el mecanismo de retroceso.
Solo él, Gerald Vincent Bull, conocía la verdad, que era muy sencilla: no podía ser usado como un arma para lanzar proyectiles explosivos convencionales, por muy gigantescos que fueran.
En primer lugar, el cañón Babilonia, con su tubo de 156 metros, no podía permanecer rígido sin soportes. Necesitaba un muñón, o soporte, en una de cada dos de sus 26 secciones de tubo, aun cuando, como él preveía, el cañón subiera por la ladera de una montaña con una inclinación de 45 grados. Sin esos apoyos, el cañón se caería, desmembrándose a medida que se rompieran las junturas.
En consecuencia, no podía aumentar o disminuir su elevación, ni moverse de un lado a otro. Así pues, no estaba en condiciones de apuntar a una diversidad de blancos. Para cambiar de ángulo, arriba, abajo o de un lado a otro, tendría que ser desmantelado, cosa que requeriría semanas. Incluso limpiarlo y recargarlo entre una y otra descarga requeriría un par de días.
Además, los disparos repetidos desgastarían aquella arma carísima. Finalmente, un cañón como el Babilonia no podía ser ocultado en caso de que al enemigo se le ocurriese contraatacar.
Cada vez que disparase, el tubo despediría una llamarada de noventa metros de longitud que sería fácilmente localizable por todos los aviones y satélites. En cuestión de segundos los norteamericanos tendrían sus coordenadas en el mapa. Además, las ondas de choque reverberantes serían registradas hasta por los sismógrafos de lugares tan lejanos como California. Por ese motivo Bull aseguraba a todo el que le escuchaba: «No puede utilizarse como un arma.»
Su problema consistía en que, al cabo de dos años en Irak, se había dado cuenta de que para Saddam Hussein la ciencia tenía una sola aplicación: las armas de guerra y el poder que le proporcionaban, y nada más. En ese caso, ¿por qué diablos estaba financiando el proyecto Babilonia? Solo podría dispararlo una sola vez, en un acceso de cólera, antes de que los bombarderos contraatacaran y lo redujesen a fragmentos, y únicamente podía disparar un satélite o un proyectil convencional.
Cuando lo comprendió estaba en China, en compañía del amable George Wong. Sería la última ecuación que resolvería en su vida.